Voces y contextos

ITINERARIOS PARA EL ESTUDIO DE LA CIUDADANÍA DE LOS PUEBLOS INDÍGENAS EN AMÉRICA LATINA

Itineraries for the Study of Citizenship of Indigenous Peoples in Latin America

Manuel Ignacio Martínez Espinoza
Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACYT), México

ITINERARIOS PARA EL ESTUDIO DE LA CIUDADANÍA DE LOS PUEBLOS INDÍGENAS EN AMÉRICA LATINA

Iberoforum. Revista de Ciencias Sociales de la Universidad Iberoamericana, vol. XIII, núm. 25, pp. 114-146, 2018

Universidad Iberoamericana, Ciudad de México

Recepción: 07 Septiembre 2017

Aprobación: 30 Enero 2018

Resumen: El artículo expone un análisis exhaustivo, sistemático y crítico de lo que se consideran las premisas básicas que deben considerar los estudios contemporáneos sobre la ciudadanía de los pueblos indígenas en América Latina: el concepto mismo de ciudadanía, la definición del sujeto colectivo (pueblos indígenas), las movilizaciones indígenas de finales del siglo XX, el marco jurídico-normativo de derechos de los pueblos indígenas y la brecha de implementación de esos derechos en América Latina. Si bien se retoman pautas de disciplinas como la historia y el derecho, el enfoque del texto le otorga centralidad a la dimensión política, a partir de la cual se subraya el carácter contingente del estatus de la ciudadanía, la relevancia de lo jurídico como factor instituyente de las particularidades colectivas de los pueblos indígenas y la preponderancia de la dimensión participativa en el marco de un incremento de proyectos extractivos que afectan gravemente a los pueblos indígenas en América Latina. Se emplea la figura de itinerarios para sistematizar los ejes analíticos de la literatura especializada sobre el tema con el propósito de coadyuvar al sustento de los estudios venideros sobre la ciudadanía de los pueblos indígenas en América Latina.

Palabras clave: Ciudadanía, Pueblos indígenas, América Latina, Derechos colectivos, Participación.

Abstract: This article presents a comprehensive, systematic and critical analysis of what can be considered as the basic premises of the contemporary studies of citizenship regarding Indigenous peoples in Latin America. These premises are: The concept of citizenship, the definition of the collective subject (Indigenous peoples), the Indigenous mobilizations of the late Twentieth Century, the legal-normative framework of Indigenous rights, and the gap in the implementation of these rights in Latin America. Although informed by such disciplines as history and law, the approach gives centrality to political dimension. This permits to emphasize the contingent character of the citizenship status as well as the relevance of the juridical as an institutional factorin termsof the collective particularities of Indigenous people. It also brings out the superiority of the participatory dimension in the context of the increasing extractive projectsthat seriously affect Indigenous people in Latin America. The article uses figurative itineraries to systematize the analytical axes of specialized literature related to the subject under exploration with the purpose of making a contribution to research on citizenship of the Indigenous people in Latin America.

Keywords: Citizenship, Indigenous Peoples, Latin America, Collective Rights, Participation.

Introducción

La ciudadanía es una asignatura pendiente y apremiante en América Latina. Efectivamente, si se atienden los estudios, los informes y hasta las noticias recientes, la ciudadanía en la región aún contiene vacíos, sesgos y dilaciones que la tornan inacabada e insuficiente.

En cuanto estatus que avala la pertenencia a una comunidad política, la ciudadanía en América Latina es una categoría incompleta debido a una doble peculiaridad que se registra en la literatura especializada: la composición y la calidad del estatus. La composición alude a los integrantes del estatus mientras que la calidad refiere a sus atributos. Aunque ambas características son innatas a la genealogía del concepto, en las últimas décadas han reemergido a partir de los procesos de visibilidad, legitimación y reconocimiento de colectivos subalternos. De esta forma, las diversas identidades de género, clase, raza, etnicidad y sexualidad han interpelado sistemáticamente al estatus de la ciudadanía. Por lo anterior, las luchas recientes por el reconocimiento de las diferencias han implicado cuestionamientos a la composición y la calidad de la ciudadanía. La composición retoma el problema de la inclusión/exclusión en la comunidad política y la calidad plantea la disputa por las facultades atribuibles al estatus. Ambas características son los reversos de una misma urgencia: la validez de la ciudadanía.

Según lo hasta ahora planteado, los debates contemporáneos sobre la ciudadanía surgieron a partir de la emergencia y la politización de identidades colectivas subalternas que han puesto en entredicho varios aspectos de la comunidad política y del estatus de su membresía.

Uno de los colectivos para quienes la ciudadanía es todavía una categoría inconclusa pero que han contribuido a su impugnación contemporánea son los pueblos indígenas. Movilizándose con estridencia a partir de la década de 1970 pero siendo cuestionados sobre su identificación, reconociéndoles derechos colectivos, pero retardando su cumplimiento, integrándolos discursivamente a la comunidad política, pero siendo todavía destinatarios de discriminación política, social, económica y cultural, la ciudadanía de los pueblos indígenas es una asignatura pendiente y apremiante en América Latina. Ningún análisis o política pública que tenga como finalidad a la ciudadanía en la región puede prescindir de los pueblos indígenas sin la amplia probabilidad de confinarla como concepto e invalidarla como categoría política.

Los estudios sobre la ciudadanía de los pueblos indígenas en América Latina han sido vastos pero insuficientes, porque el tema se encuentra todavía inconcluso. En aras de coadyuvar a este proceso analítico, el presente artículo plantea, examina y reflexiona lo que se consideran como los itinerarios centrales para el estudio de la ciudadanía de los pueblos indígenas en América Latina. Dicho en otros términos, recuperando diversos hallazgos, acuerdos y alcances del estado del arte, el texto expone los postulados mínimos para investigar la ciudadanía contemporánea de los pueblos indígenas en América Latina. La intención es presentar un análisis exhaustivo, sistemático y crítico de las premisas básicas sobre el tema que, mediante una articulación temática coherente, una revisión conceptual rigurosa y una exposición de contenidos profusa ofrezca fundamentos que permita estudiar confiablemente las diversas aristas sobre el tema y profundizar en las vetas que contiene. De ahí la noción de itinerario que se enuncia en el título: el conocimiento del camino abordado que ofrece orientaciones para acometer los senderos que se vislumbran.

Un estudio con el tema y el objetivo como los que se esgrimen requiere adoptar un enfoque preciso, crítico y transparente. Se considera relevante detallarlo puesto que se admite que el conocimiento científico “siempre es discutible y provisorio, por lo cual requiere para su crítica que se hagan explícitos las teorías y los métodos utilizados” (Sautu, et al, 2005: 24). Así, el enfoque analítico que aquí se asume para indagar la ciudadanía de los pueblos indígenas en América Latina se configura a partir de dos principios: el posicionamiento y la disciplina concéntrica.

En primer lugar, se reconoce que no existe una ausencia de valores en el abordaje del tema sino todo lo contrario, se parte de una posición cognitiva (González Casanova, 2004) en torno al objeto de estudio, donde se considera que, para ser legítima, la democracia como sistema de organización política debe tener como su fundamento a la ciudadanía con el objetivo de asegurar y expandir los derechos (PNUD, 2004). Concretamente, se aspira a que los pueblos indígenas fortalezcan su ciudadanía en la región mediante la efectividad de sus derechos individuales y, sobre todo, colectivos en sus dimensiones política, económica, cultural, jurídica, territorial y participativa.

Aunque se reconoce y participa en la máxima de Karl Popper de que “al científico no se le puede privar de sus valoraciones o destruirlas sin destruirle como hombre y como científico” (Popper: 1973: 111), ello no implica una aceptación implícita de sesgos cognitivos en el análisis, sino todo lo contrario, la explicitación de la carga valorativa del investigador es uno de los criterios de validez en la investigación social cualitativa actual (Anfara y otros, 2002). Otros de los criterios de validez, que también se siguen en este texto son la triangulación de fuentes de información, el análisis de casos contrapuestos y la aclaración del enfoque interpretativo, como se verá a continuación.

El segundo principio del enfoque analítico es reconocer que, si bien se apela a la interdisciplinariedad en el estudio (se incluyen fundamentos de la Antropología, la Sociología, la Historia y el Derecho), todo ello se agrupa en torno a la disciplina de la Ciencia Política. Ello implica otorgarle centralidad a la dimensión política como variable explicativa en la definición de los conceptos y la indagación de los actores, procesos e instituciones. Aquí, conviene aclararlo, lo político se concibe desde la vena posfundacionalista, es decir, no como lo institucionalizado, sino como el problema de la institución social, vale expresarlo, como “la definición y articulación de relaciones sociales en un campo surcado por antagonismos” (Laclau y Mouffe, 1987: 172). Este enfoque centrado en lo político posfundacional rechaza adoptar acríticamente nociones universales y homogéneas sobre la ciudadanía y los pueblos indígenas, sino más bien esgrime contextualizar tales nociones dando cuenta de los dispositivos que las postulan, desconociendo su carácter de fundamento último y habilitando la pluralidad de concepciones.

Entonces, desde un enfoque político, la ciudadanía y los pueblos indígenas no son conceptos unitarios, fijos, neutrales o técnicos. Más bien, son conceptos plurales, abiertos, dinámicos y contingentes. Así, los términos ciudadanía y pueblos indígenas admiten concepciones y prácticas no sólo polifacéticas sino antagónicas. Esto no implica plantear la imposibilidad de sus definiciones sino enmarcar sus definiciones en una mecánica política, propia de las democracias: inacabada, disputada y procesual.

El presente artículo se expone en tres apartados. Desde un desarrollo expositivo que va de lo general/teórico a lo particular/concreto, en el primer apartado se estudia el concepto de ciudadanía. Una vez articulado el marco conceptual básico, el segundo apartado se adentra en la exploración de la categoría de los pueblos indígenas y la revisión de la misma en América Latina. Por último, en el tercer apartado, se exponen los postulados que, como derivación del estudio, se consideran como sine qua non para los estudios contemporáneos sobre la ciudadanía de los pueblos indígenas en América Latina.

Ciudadanía

La ciudadanía es un concepto central en la teoría política que ha sido constantemente aludido, ampliamente analizado, expansivamente definido y consistentemente vinculado a diferentes actores, instituciones, proyectos e ideologías. Por lo tanto, como afirma Ochman (2006), la ciudadanía es un concepto abierto a múltiples narrativas que han ido ensanchando la brecha entre el ser y el deber ser de su significado. Se trata entonces, como lo analiza Shuck (2002), de un concepto vacío de un sentido adscrito pues su contenido está sojuzgado a las necesidades de quien lo enarbola.

Tales características de utilidad extensiva, reivindicativa y contestataria -propias de un concepto político por excelencia- han dificultado una definición de la ciudadanía plenamente aceptada, con lo que en torno a ella puede haber indefinición teórica, vaguedad conceptual e inutilidad analítica. Así, la ciudadanía es el prototipo de lo que el filósofo Walter Bryce Gallie catalogó como “concepto esencialmente controversial” (Gallie, 1956).

Las complejidades en la conceptualización de la ciudadanía derivan de raíces y ramificaciones que le han endosado al concepto una multiplicidad de acepciones. Es en este punto donde es conveniente hacer una revisión de las caracterizaciones que se han confeccionado sobre la ciudadanía sobre todo desde la teoría política; es decir, de los modelos de ciudadanía1 . En este texto se reconocen tres modelos teóricos de ciudadanía 2 : el de la ciudadanía liberal, el de la ciudadanía republicana y el de la ciudadanía comunitaria3. En este texto se reconocen tres modelos teóricos de ciudadanía2: el de la ciudadanía liberal, el de la ciudadanía republicana y el de la ciudadanía comunitaria3.

a. La ciudadanía liberal

En cuanto producto de la modernidad, la ciudadanía liberal se fue confeccionando como el vínculo de pertenencia a un Estado de derecho por parte de quienes son sus nacionales, situación que se desglosa en un conjunto de derechos y deberes.

La ciudadanía liberal recoge los planteamientos de las teorías contractuales de John Locke, Jean-Jacques Rousseau e Immanuel Kant, además de un “principio aristotélico” que eleva la vida social del individuo. En su versión contemporánea, sus máximos exponentes son Bruce Ackerman, Stephen Macedo y John Rawls. Asimismo, uno de los mayores teóricos, referente ineludible en cuanto a la ciudadanía se refiere, Thomas Marshall, encalla en esta categoría.

Para Marshall la ciudadanía es “aquel estatus que se concede a los miembros de pleno derecho de una comunidad. Sus beneficiarios son iguales en cuanto a los derechos y obligaciones que implica” (Marshall y Bottomore, 1998: 37). En el modelo de Marshall, la ciudadanía tiene tres ámbitos: el civil (derechos y libertades del individuo frente al Estado), el político (derechos de votar y ser votado) y el social (derecho del individuo a un mínimo de bienestar). Es decir, se pone de relieve la relación del ciudadano con la sociedad como un todo (Meyenberg, 1999: 15). Así, la ciudadanía ha sido definida a partir de la influencia de Marshall como un tipo de igualdad básica asociada a la membresía plena a una comunidad

Dentro de la corriente del liberalismo, entonces, la ciudadanía se define esencialmente como un estatus compuesto por un conjunto de derechos, obligaciones y deberes. En cuanto doctrina política centrada en la libertad individual, el contactualismo y el utilitarismo, la ciudadanía se concibe más como un estatus jurídico que salvaguarda al homo oeconomicus. De esta forma, las iguales libertades básicas es el principio básico del modelo de ciudadanía liberal (Benéitez Romero, 2004: 293).

b. La ciudadanía republicana

En el enfoque republicano, la ciudadanía no sólo implica la tutela de ciertos derechos y obligaciones de la persona, sino fundamentalmente su participación en el espacio público. La ciudadanía republicana tiene como referencia a la historia de la teoría sociológica desde Immanuel Kant a Karl Marx, así como a Max Weber, Émile Durkheim y Talcott Parsons. Algunos pensadores republicanos contemporáneos son Hannah Arendt, Chantal Mouffe, Quentin Skinner, Jürgen Habermas y Philip Petit.

Como afirma Velasco (2005), en la tradición republicana hay diversas corrientes, incluso contrapuestas, que van desde un “elitismo político” hasta un “radicalismo democrático”. No obstante, en el republicanismo existen ideas compartidas sobre la forma de entender la política. Según uno de sus máximos exponentes, las doctrinas republicanas propugnan por la virtud cívica, por una libertad positiva -una libertad desde la que se propone el “bien común”- una libertad desde la que se delibera sobre los intereses generales. El republicanismo, en este sentido, es una actitud del individuo generada por los procesos de deliberación democrática frente a lo público, basada en su compromiso por los intereses generales (Pettit, 1999).

El republicanismo, como analiza Ochman, “suscribe la crítica rousseauniana del contrato liberal y postula la necesidad de una comunidad política fundada en la participación activa de los ciudadanos en la definición de las leyes.” (Ochman, 2006: 305 ellos será un honor. La ciudadanía en el republicanismo es el ámbito por excelencia de la autorrealización del individuo. Por ello, en el modelo republicano el ciudadano debe poseer virtudes; es decir, un conjunto de predisposiciones hacia el bien común necesarias para otorgar estabilidad y vigor a las instituciones democráticas. Así, la participación política, por encima del tutelaje legal de los derechos y obligaciones del individuo, es el principio básico de la ciudadanía republicana.

c. La ciudadanía comunitaria

En el enfoque comunitario la ciudadanía no sólo responde a identificaciones políticas universales, como sucede con otros modelos, sino también a identificaciones culturales particulares. Es decir que, para los comunitaristas, “la ciudadanía no es simplemente un status legal definido por un conjunto de derechos y responsabilidades. Es también una identidad, -la expresión de la pertenencia a una comunidad política” (Kymlicka y Norman, 1997: 27).

La teoría comunitaria articula las fuentes morales de la persona desde sus orígenes en la filosofía platónica. Asimismo, considera vitales para la identidad política de las personas las propuestas de Jean-Jacques Rousseau y Johann G. Herder. Los teóricos contemporáneos más importantes del comunitarismo son Michael J. Sandel, Alasdair MacIntyre, Charles Taylor, Michael Walzer y Will Kymlicka.

En el comunitarismo se destaca la pertenencia de las personas a sus grupos o comunidades particulares, generalmente diferentes del grupo mayor dentro de un Estado-nación. Es decir, se reconoce a las diferentes identidades políticas individuales y colectivas existentes en la comunidad política como un factor válido para la ciudadanía de la persona.

El comunitarismo también se caracteriza por reivindicar políticamente el concepto social de comunidad. Se afirma así que pertenecer a una comunidad marca la identidad de las personas de forma prioritaria, por lo que las democracias occidentales deberían tomarlo en cuenta. Para todos los comunitaristas la comunidad es un bien en sí mismo. Así, el reconocimiento e igual valor de las diferentes identidades individuales y colectivas de los miembros de la comunidad política es el principio básico de la ciudadanía comunitaria (Benéitez Romero, 2004: 293).).

En un breve análisis de diferenciación de los modelos teóricos de ciudadanía tenemos que el fundamento la comunidad radica en distintas zonas según la corriente. Así, en el liberalismo el fundamento es legal, mientras que en el republicanismo es político y en el comunitarismo es moral. Igualmente, se pueden observar diferencias en relación con el ámbito de acción que cada modelo establece para la ciudadanía:

(En el comunitarismo) A diferencia del republicanismo, el Estado no es ámbito de la acción ciudadana, la comunidad es el tercer sector, fuerte gracias al capital social que lo convierte en un sujeto de acción eficiente. Para los republicanos, la sociedad civil es la esfera intermedia entre la sociedad y las instituciones políticas, pero claramente separada de la esfera privada de los individuos. (…) Para el liberalismo, la sociedad civil es principalmente económica y privada; ahí los individuos actúan como seres racionales, pero no se les exige la razonabilidad ciudadana. (Ochman, 2006: 307).

Como es factible de observarse en los tres modelos expuestos, la ciudadanía ha sido un concepto múltiple (porque es un término que ha abarcado distintos significados), relativo (porque su definición ha dependido de la situación, tiempo y aplicación de quiénes lo definan), dinámico (porque ha sido cambiante y ha admitido gradaciones) y abierto (porque ha sido ampliamente debatido y disputado). En ese sentido, la ciudadanía evidencia una dinámica social y, por lo tanto, no puede ser determinada de una vez y para siempre (Opazo, 2000). Sin embargo, ello no implica la imposibilidad de una definición mínima o general de la ciudadanía, todo lo contrario, pues a partir de una breve revisión de otras definiciones resulta viable enunciar un hilo común en el concepto.

En una definición general, Thomas Janoski define a la ciudadanía como “la membresía pasiva y activa de individuos en un Estado-nación con ciertos derechos universales y obligaciones en un dado nivel de igualdad” (Janoski, 1998: 9).

Ricard Zapata-Barrero define a la ciudadanía como “la identidad que debe manifestar la persona cuando se relaciona con las instituciones estatales, y es la única que las instituciones estatales reconocen como legalmente válida para relacionarse con las personas” (Zapata-Barrero, 2001:48).

Para Antonio Pérez Luño, la ciudadanía “a través de los tiempos ha expresado el vínculo jurídico que liga a las distintas formas de organización política con sus miembros. A partir de la modernidad, la ciudadanía significará el vínculo jurídico de pertenencia al Estado de derecho, y hará alusión al conjunto de derechos políticos en los que se desglosa la participación inmediata de sus titulares en la vida estatal” (Pérez Luño, 2002: 201).

Como se puede advertir en las tres definiciones expuestas, y tal como atinadamente lo resalta Pedro Garzón, “Desde el origen de la tradición occidental ha sido común relacionar el término ‘ciudadanía’ con la pertenencia a una comunidad política determinada” (Garzón, 2012: 103). De esta forma, el reconocimiento, la integración y el vínculo de las personas a una comunidad política es el hilo conductor, el patrón estructural o el eje común que se asienta en todas las definiciones sobre la ciudadanía. Así planteado, entonces, la definición medular de la ciudadanía es el estatus que reconoce la membresía a una comunidad política.

Así, como se pudo observar en los modelos expuestos, la ciudadanía surgió y se ha conservado como un estatus; esto es, como una situación dentro de un determinado marco de referencia, una posición que no es natural de las personas, sino que se adquiere según se cumplan ciertos requisitos. Por consiguiente, las dinámicas de inclusión/exclusión desplegadas en el reconocimiento, y la clasificación y las prerrogativas pertenecientes a esa categoría, han estado presentes en la ciudadanía desde su origen. Aunque el concepto de ciudadanía no ha sido el mismo ni en la historia ni en los espacios geográficos, “puede decirse que un rasgo común predicable al mismo es que históricamente ha cumplido una función excluyente, sea por razones de edad, género, clase, económicos, de nacionalidad, etc.” (Garzón, 2012: 111).

Como toda categoría que denota algún estatus, la de la ciudadanía también puede definirse básicamente a partir de tres elementos constitutivos: la titularidad (quién es o no es ciudadano), el contenido (qué comprende esa ciudadanía) y la práctica (cómo debe ejercerse esa categoría). A su vez, para Ochman, el núcleo conceptual de la ciudadanía está compuesto por un estatus y una práctica; esto es, un cúmulo de derechos y el ejercicio de éstos:

El estatus (ciudadanía pasiva) se refiere a la posición que la persona ostenta frente al Estado, con su respaldo y consentimiento, como poseedora de derechos y miembro de una comunidad determinada (distinta de otras comunidades). La ciudadanía como práctica implica el poder y la capacidad de formular las leyes bajo las cuales se está viviendo, que a su vez postula la posibilidad y la capacidad de participar, por lo menos, en los debates sobre las decisiones públicas. (Ochman, 2006: 297).

Richard Bellamy considera que existen tres elementos constitutivos de la ciudadanía moderna: la pertenencia a una comunidad política democrática, que determina quiénes son ciudadanos; los beneficios colectivos y los derechos asociados a tal pertenencia; y la participación en los procesos políticos, económicos y sociales de la comunidad (Bellamy, 2008).

La ciudadanía es el resultado de un cúmulo histórico de debates, conflictos y negociaciones que se han emprendido para agregar demandas –y trocarlas en derechos- a ese estatus de pertenencia a la comunidad política. Como afirma Velasco: “Buena parte de la historia jurídico-política de la humanidad, es la historia por la lucha de la ciudadanía. La historia de la ciudadanía, también se revela como una historia de la dialéctica inclusión-exclusión, por la cual se determina la comunidad política” (Velasco, 2005: 195).

El propio Thomas Marshall afirmó que los derechos ciudadanos no son fijos, sino históricamente determinados; ergo, las disputas por considerar algunos derechos como ciudadanos son recursos congénitos en el devenir de las comunidades políticas. La ciudadanía, entonces, es también aquello por lo que las personas luchan para redefinir a la comunidad política, ya sea con derechos, prácticas o identidades contingentes. En este sentido, la ciudadanía es en gran medida una promesa y una exigencia de que el poder político integre las demandas de los individuos (Ochman, 2006: 491). Tal es el caso de los pueblos indígenas, uno de los colectivos que más han redefinido a la ciudadanía en América Latina.

La ciudadanía de los pueblos indígenas

Si la ciudadanía atañe a los derechos, prácticas e identidades políticas de las personas, tanto individuales como colectivas, entonces tal contenido implica un carácter netamente político; esto es, abierto, disputado y contingente. En tal sentido, lo que se entiende por ciudadanía y se institucionaliza como tal refleja las definiciones a las que ha llegado una comunidad política sobre sí misma, pero con la característica –no siempre reconocida- de que tales definiciones son resultado de distintas contiendas propias de la conformación de la comunidad política y, por lo tanto, son momentáneas. Ello es claramente identificable en el caso de la ciudadanía de los pueblos indígenas.

La ciudadanía se enraizó en la modernidad como narrativa que respondía a las demandas de inclusión mediante el principio de universalidad y obviando las diferencias al recluirlas al espacio privado, legitimando así la exclusión de colectivos que no pudieron ajustarse al modelo dominante. La ciudadanía, entonces, tuvo el papel histórico de cumplir una función de integración social, jurídica y política de los individuos supuestamente semejantes en estructuras universales y homogeneizadoras (Fariñas Dulce, 2000: 36-37)4 . .

Sin embargo, a partir de la segunda mitad del siglo XX, se cuestionan severamente los principios de la modernidad y sus metarrelatos (Lyotard, 1993), incluido el de la ciudadanía. Así, la articulación moderna de ésta resultó insuficiente para responder a las demandas contemporáneas de representación y participación de los excluidos en un mundo de poder fragmentado, de intensificación de relaciones internacionales, de resurgimiento de lo local y de politización de identidades, donde sigue importando la inclusión, pero también el reconocimiento de las diferencias en el espacio público. Como expresa Ochman, “La ciudadanía moderna ofrecía inclusión, la sensibilidad posmoderna exige el reconocimiento” (Ochman, 2006: 12). Es en este vórtice donde se insertan los procesos de reconfiguración ciudadana de los pueblos indígenas a nivel latinoamericano.

Efectivamente, la irrupción estridente de los actores indígenas durante las últimas cuatro décadas y su resonancia institucional en América Latina es factible de interpretarse desde la óptica de la ciudadanía. Como varios analistas han destacado5 , la ampliación de las reivindicaciones de los pueblos indígenas de las consideradas como básicas (satisfacción de condiciones mínimas de subsistencia) a las que buscan transformaciones de los sistemas políticos, sociales, económicos y culturales, así como de la organización del Estado, son procesos que plantean una mayor inclusividad en el corpus político basada en el reconocimiento y la participación de los distintos actores y sus diferencias; o sea, son redefiniciones de la ciudadanía. El asunto de la ciudadanía de los pueblos indígenas demanda un análisis más detallado de sus actores, sus procesos y sus resultados.

Definición y emergencia de los pueblos indígenas en América Latina

El análisis, junto con la complejidad del tema, se inicia con el nombre del actor político colectivo. Así, se parte del reconocimiento de que existe una diversidad de categorías disponibles para denominar a los pueblos indígenas tales como “pueblos originarios”, “comunidades indígenas” o “grupos étnicos”. No obstante, y sin lograr zanjar definitivamente los debates al respecto, se utiliza el término “pueblos indígenas” para estar en sintonía con la categoría que el derecho internacional ha confeccionado con un propósito jurídico político: la denominación de un sujeto de derechos y la designación de una comunidad política. Específicamente: 1) el sujeto colectivo al que se le reconocen derechos específicos y 2) el grupo que, reivindicando demandas comunes, ha sido la base política para el ulterior desarrollo de esos derechos colectivos. Es decir, se utiliza “pueblos indígenas” por una clara posición cognitiva (Gonzalez Casanova, 2004) en torno al tema6..

A pesar de que es un tema ampliamente analizado y de que ya puede considerarse como una categoría jurídica en el Derecho Internacional, no existe una definición universalmente aceptada sobre el concepto “pueblos indígenas”. La inexistencia de una definición de los pueblos indígenas se debe a que dicho concepto demanda atender, cuando menos, tres frentes que obstaculizan su precisión.

Un primer frente tiene que ver con la dificultad de establecer una definición que incorpore la amplia gama de características y especificidades de los propios pueblos indígenas, pues hay diversidad y diferencia entre ellos: geográfica, organizativa, de integración y de acercamiento al progreso occidental (Oliva, 2005: 30-31). El segundo frente se relaciona con el reto de denominar a grupos poblacionales que, además de ser una realidad en constante mutación, han sido marginados política, social, económica y culturalmente. De manera que su denominación no puede estar exenta ni de una historia de subyugación que se traduce en desigualdades presentes, ni de las interpelaciones que esos grupos poblacionales han realizado a las estructuras estatales e instituciones políticas, sociales y culturales. El tercer y último frente es el uso de la categoría “pueblos”, que en el Derecho Internacional se vincula al Derecho de la Libre Determinación y, por ende, a soberanía y estatalidad.

No obstante, como asienta Yrigoyen (2009), en el Derecho Internacional, según se desprende del Convenio 169 sobre Pueblos Indígenas y Tribales de la Organización Internacional del Trabajo (C169), la tendencia es identificar a los pueblos indígenas por dos elementos objetivos y uno subjetivo. Los elementos objetivos se refieren a un hecho histórico y a un hecho actual. El elemento subjetivo es la autoconciencia de la identidad, la que vincula ambos hechos (el histórico y el actual). Entonces, se identifica como pueblos indígenas a aquellos pueblos que descienden de pueblos que pre-existen a los Estados actuales (hecho histórico) y que en la actualidad conservan en todo o en parte sus instituciones sociales, políticas, culturales, o modos de vida (vigencia actual). El criterio subjetivo se refiere a la autoconciencia que tienen los pueblos de su propia identidad indígena, esto es, que descienden de pueblos originarios y que tienen instituciones propias (Yrigoyen, 2009: 3).

Por lo anterior, y dado que los ejes que la integran atienden los frentes descritos, se recomienda el uso de la definición propuesta por Oliva (2005:66):

Los pueblos indígenas son aquellas comunidades etnoculturales que a lo largo de la historia han sido sometidas a un proceso de conquista, subyugación, subordinación o asimilación por poblaciones llegadas de ultramar o sus descendientes, que han sido incorporados a los Estados nacionales en contra de su voluntad o sin su consentimiento y cuyos miembros, en la actualidad, mantienen una conciencia de identidad colectiva diferenciada, comparten una lengua y una cultura común, se perciben y definen a sí mismos como participantes de una tradición y de una historia compartida que les distingue de otros individuos que están insertos en tradiciones diferentes y mantienen, en la práctica o en el imaginario colectivo, un apego especial a unos territorios ancestrales (Oliva, 2005: 66).

Así definidos, los pueblos indígenas representan un colectivo relevante en América Latina ya sea en términos culturales, políticos y hasta cuantitativos. Bajo este último criterio, los pueblos indígenas constituyen un segmento poblacional prominente. Dado que los censos realizados en cada país latinoamericano no resultan totalmente confiables para determinar la cantidad total de población indígena en el subcontinente (Schkolnik y Del Popolo, 2005), el número en la región varía dependiendo de los criterios empleados. Por ejemplo, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe afirma que la población indígena en América Latina representa aproximadamente 8% de la población total (entre 30 y 50 millones de personas) e indica que los Estados latinoamericanos han reconocido directa o implícitamente a 671 pueblos indígenas, de los cuales 642 están en América Latina y 29 en el Caribe, y que hablan alrededor de 860 diferentes idiomas y variaciones dialectales (CEPAL, 2007). A su vez, el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia establece la población indígena en América Latina en un numero de 28 millones de personas, los cuales conforman 522 pueblos indígenas hablantes de 420 lenguas que residen en 10 áreas neoculturales (UNICEF, 2009). A pesar de la diferencia en los datos, lo que queda claro es que los pueblos indígenas son un colectivo importante pues conforman al menos 10% de la población total de América Latina.

Sin embargo, no fue la variable numérica la que impulsó la interpelación de la ciudadanía moderna por parte de los pueblos indígenas en América Latina, sino la variable política. Específicamente, las movilizaciones de demandas indígenas que emergieron en los espacios públicos latinoamericanos con gran estridencia en la década del 90 del siglo pasado.

Efectivamente, a finales del siglo XX América Latina se convulsionó por un sinnúmero de acciones de protesta colectiva protagonizadas por sus poblaciones indígenas. Bolivia, Brasil, Chile, Guatemala, Ecuador, México y Perú, por mencionar sólo algunos, fueron el escenario de movilizaciones integradas por indígenas que demandaban no sólo elementos de bienestar material (principalmente tierras y recursos) sino que también reivindicaban su ser indígena exigiendo el reconocimiento correspondiente y los derechos afines a tal diferencia.

Básicamente, las movilizaciones de los pueblos indígenas se sustentaron en la politización de la etnicidad (lo indígena se usó como arsenal político), se incrustaron en un periodo propicio (la transición de economías cerradas y del autoritarismo al libre mercado y la democracia, lo que permitió la articulación pública de identidades étnicas, demandas y conflictos), tuvieron aliados locales, nacionales e internacionales relevantes y construyeron un discurso eficaz que permitió enmarcar y comunicar sus demandas (Martínez, 2017: 147)7 .

En términos generales y sintéticos, se puede concluir que las movilizaciones indígenas en América Latina tuvieron dos grandes resultados. Un primer y más evidente efecto fue la visibilidad de los pueblos indígenas y sus problemáticas ante la sociedad en general y los agentes estatales y gubernamentales en particular8.

El segundo resultado de las movilizaciones es el reconocimiento de los pueblos indígenas como sujetos colectivos a los que se les confiere un grupo de derechos específicos. Ello, como se examinará a continuación, implicó amplios y profundos cambios tanto en el sistema internacional como al interior de los Estados latinoamericanos, redundando en reformulaciones de su ciudadanía.

Los derechos de los pueblos indígenas y su balance en América Latina

Actualmente el sistema internacional admite que salvaguardar a los pueblos indígenas mediante el reconocimiento de derechos de ejercicio colectivo es un imperativo de los derechos humanos. Ciertamente, los debates sobre los derechos de los pueblos indígenas aún no cesan9 pero a pesar de ello prácticamente nadie cuestiona la legitimidad de tales derechos. Entonces, es factible afirmar que los pueblos indígenas ya forman parte de los campos discursivos que establecen los discursos y comportamientos válidos en la arena internacional.

Desde un análisis politológico es posible afirmar que el Derecho internacional refleja los resultados del cambio en la estructura organizativa mundial y en las concepciones normativas asociadas a la misma. En este caso, la inclusión de los derechos colectivos indígenas en el ordenamiento internacional fue impulsada por un régimen nternacional que aboga precisamente por la defensa de los derechos de los pueblos indígenas10. Este régimen fue erigido por organizaciones y redes que se insertaron en diversas escalas del sistema internacional, tuvieron la capacidad de posicionar el tema y generar narrativas y legislaciones internacionales11.

Como resultado de la consolidación de ese régimen internacional, se edificó un marco jurídico-normativo internacional de derechos de los pueblos indígenas12 que tiene como sus fuentes formales al Convenio 169 sobre Pueblos Indígenas y Tribales de la Organización Internacional del Trabajo (C169), promulgado en 1989, y la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas (DNUDPI), aprobada por las Naciones Unidas en 2007.

La incorporación de éste marco jurídico-normativo en el Derecho internacional implicó modificaciones en los enfoques y contenidos de éste. Dichas transformaciones pueden agruparse en cuatro dimensiones (Martínez Espinoza, 2015: 255). La primera se refiere al abandono progresivo de la dicotomía individuo/Estado como categoría exclusiva de la organización humana reconocidas por el Derecho. La segunda dimensión es el reconocimiento oficial de que los pueblos indígenas han sido discriminados históricamente por sus particularidades étnicas, excluyéndolos así de los beneficios políticos, sociales y económicos. La tercera modificación es la vinculación de las privaciones con los derechos colectivos. La justificación se esgrime bajo la siguiente lógica: dada la exclusión de bienes socialmente valiosos y la expoliación de potestades organizativas a las que han sido objeto, a los pueblos indígenas les corresponde una serie de derechos reparativos, de reconocimiento de su distintividad y de salvaguarda de su autodesarrollo13. La asunción de este triada de derechos emergió en el C169 y se enuncia explícitamente en los considerandos y el articulado de la DNUDPI. Vinculada con los tres ejes previos, la cuarta modificación operada en el Derecho internacional es la concepción de los pueblos indígenas como sujetos de derecho colectivo. Esto es, que los derechohabientes no sólo son los miembros individuales de las comunidades indígenas, sino la unidad colectiva.

Condensando las cuatro dimensiones descritas, en la arena internacional se ha ido erigiendo un marco jurídico-normativo de derechos de los pueblos indígenas que se conciben como imperativos legales para frenar el aniquilamiento físico y cultural de estos pueblos. Estos derechos son de ejercicio colectivo y se fundamentan en el derecho a la libre determinación (Anaya, 2005)14 .

La libre determinación (también denominada autodeterminación) es substancial para los derechos de los pueblos indígenas, considerándose incluso como el “derecho madre” de los mismos15. Ciertamente, la interpretación, vinculación y aplicación del derecho a la libre determinación en relación con los pueblos indígenas es un aspecto polémico sobre el cual se han producido debates complejos y espinosos, sobre todo porque ha habido quienes la conciben como una base para reclamos separatistas y, por lo tanto, factor de quebranto, total o parcial, de la unidad de los Estados16.

No obstante, como argumenta Oliva (2005), es menester concebir el derecho a la autodeterminación de los pueblos indígenas en el contexto de una reformulación de nuevas necesidades internacionales, donde el principio de la libre determinación ya no se relaciona sólo con la creación de un Estado independiente sino con la obligación de los Estados de implementar en su interior estructuras autónomas para asegurar derechos económicos, culturales y políticos de comunidades etnoculturales diferenciadas para ofrecerles la posibilidad de que existan y se desarrollen desde sus características distintivas. Con todo, en el Derecho internacional se asiste actualmente, no sin complicaciones ni reticencias, tanto a una reconceptualización de la libre determinación como a una nueva categoría jurídica intermedia que reconoce un nuevo sujeto de derecho: los pueblos indígenas (Oliva, 2005: 235-237)17.

La vinculación entre el derecho de autodeterminación y los indígenas opera al otorgarles la categoría “pueblos” a estos, y entonces les correspondería ese derecho según lo asentado en el ordenamiento internacional, esencialmente en el primer artículo de los dos pactos de Naciones Unidas, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales: “Todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación. En virtud de este derecho establecen libremente su condición política y proveen asimismo a su desarrollo económico, social y cultural.”

La autodeterminación en los derechos de los pueblos indígenas se constituye con seis dimensiones: la política, la económica, la cultural, la jurídica, la territorial y la participativa. Las seis dimensiones del derecho de autodeterminación, mismas que buscan responder a las demandas que han esgrimido los pueblos indígenas, forman el núcleo de contenido de los derechos de los pueblos indígenas y están incluidas tanto en el C169 como en la DNUDPI.

Estas dimensiones remiten, en el caso de los pueblos indígenas, a un conjunto de derechos colectivos interrelacionados:

La dimensión política de la libre determinación nos sitúa ante el derecho al autogobierno, la dimensión económica ante el derecho al autodesarrollo, la dimensión cultural nos remite al derecho a la identidad cultural, la dimensión jurídica al derecho al Derecho propio, la dimensión territorial a los derechos territoriales y la dimensión participativa al derecho al consentimiento informado y la consulta previa (Oliva, 2005: 237).

Aunque este marco jurídico-normativo de derechos indígenas es de índole internacional, la región del mundo donde ha tenido más resonancia institucional ha sido América Latina. Esto se puede contrastar con tres ejemplos. En primer lugar, con las ratificaciones del C169, pues de los veintidós países que lo han hecho hasta octubre del 2016, catorce de ellos han sido latinoamericanos: Argentina (2000), Bolivia (1991), Brasil (2002), Chile (2008), Colombia (1991), Costa Rica (1993), Dominica (2002), Ecuador (1998), Guatemala (1996), Honduras (1995), México (1990), Nicaragua (2010), Paraguay (1993), Perú (1994), Venezuela (2002)18. Es decir, que el 63% de las ratificaciones al C169 proviene de América Latina.

El segundo ejemplo se refiere a las reformas constitucionales, pues América Latina ha sido la región donde más se han realizado modificaciones legales para incorporar los derechos de los pueblos indígenas en las normas fundamentales de los países (en el periodo 1990-2005, sólo Chile y Uruguay no reformaron sus constituciones en este sentido), con lo que se ha establecido un modelo que ha sido definido por Van Cott (2000) como “constitucionalismo multicultural”.

El tercer argumento es que América Latina cuenta con un sistema regional de derechos humanos, el sistema interamericano, que la ha convertido en uno de los referentes para la defensa de los derechos indígenas (Rodríguez-Piñero, 2007), pues al dictar sentencia con base en los instrumentos internacionales de derechos de los pueblos indígenas, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha sentado una amplia jurisprudencia que ha favorecido a los pueblos indígenas19.

Si bien es cierto que este marco jurídico-normativo de derechos de los pueblos indígenas ha tenido una amplia repercusión institucional en América Latina, conviene preguntarse sobre el balance de estos derechos en términos de su vigencia y efectividad. Según diversos informes20, el impacto del marco jurídico-normativo internacional de derechos de los pueblos indígenas en los sistemas jurídicos latinoamericanos no ha sido una condición suficiente para mejorar las condiciones de vida de los sujetos de derecho, pues ellos siguen siendo el sector poblacional más pobre, desigual y excluido de la región, reiterando aquella máxima que se asentó en un estudio del Banco Mundial: “En América Latina, ser indígena aumenta las posibilidades de un individuo de ser pobre” (Hall y Patrinos, 2005: 4).

De hecho, los más bajos niveles de alimentación, salud, educación, seguridad social, vivienda, ingreso y esperanza de vida pertenecen a los pueblos indígenas. El rostro de la marginación latinoamericana es el de una mujer indígena, la cual padece una triple discriminación: ser mujer, ser indígena y ser pobre. Tan sólo por aportar un dato, un informe de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe registró que la incidencia de la pobreza extrema es mayor entre las poblaciones indígenas que entre las no indígenas en todos los países latinoamericanos, llegando a tasas de 5.9% en Panamá y 7.9% en Paraguay –esto es, que por cada pobre no indígena en extrema pobreza hay respectivamente 5.9 y 7.9 pobres indígenas en extrema pobreza- (CEPAL, 2007: 152).

Por si no bastase, existe además un sistema socio-cultural que los excluye al considerarlos como sinónimo de inferioridad y atraso. Como se comprueba en diversos estudios de opinión en América Latina, la discriminación hacia los indígenas por su apariencia y fenotipo, la normalización de estereotipos vinculados a su condición étnica, y el reflejo de ello en la restricción de acceso a bienes materiales y simbólicos, es un lugar común en la región. Entre otras, dicha estructura discriminatoria se refleja en la esfera política, donde existe una clara subrepresentación en los espacios de toma de decisiones. Una investigadora detalla claramente el asunto del racismo para el caso de Guatemala:

El racismo ha estado estrechamente vinculado a la opresión, explotación, represión y humillación del pueblo indígena. Ha sido uno de los argumentos más empleados para someter al indígena a lo largo de la historia y continúa siendo uno de los más utilizados a la hora de justificar dicho comportamiento. (Casaús Arzú, 1998: 139).

Pero no sólo la discriminación interpersonal e institucional atenta contra los pueblos indígenas. Como se ha patentizado en numerosos informes21, en los últimos años se han acrecentado los episodios de violencia hacia las comunidades indígenas. Estas agresiones tienen que ver en su mayoría con disputas relacionadas con el dominio y extracción de los recursos naturales pues los espacios con mayor diversidad y conservación biológica coinciden con los territorios habitados por ellos22. Esto afecta los derechos de los pueblos indígenas en dos sentidos generales. En primer lugar, excluyendo a los pueblos indígenas de los procesos de decisión sobre el permiso de acceso a sus territorios y a la extracción de sus recursos naturales. En segundo lugar, poniendo en riesgo la supervivencia física y cultural de los pueblos indígenas ya que, como resultado de la explotación de los recursos naturales, generalmente se producen territorios. Por si fuera poco, cuando los afectados deciden oponerse a dichas actividades extractivas, las respuestas gubernamentales suelen caracterizarse por la intimidación, la represión, el encarcelamiento y hasta el asesinato de los indígenas (lo que se conoce como criminalización de la protesta social) 23.

En resumen, a pesar de la existencia y adopción del marco jurídico-normativo de derechos, la situación de los pueblos indígenas se caracteriza como de pobreza económica, discriminación cultural, desigualdad social y exclusión política. Es decir, nos encontramos ante una indigenización de la marginación. Es así que el status de los derechos de los pueblos indígenas en América Latina se podría resumir con la siguiente enunciación: existe un reconocimiento institucional y discursivo del marco jurídico - normativo internacional de derechos de los pueblos indígenas, pero éste, por diversas razones, simplemente no se implementa. (Martínez Espinoza, 2015: 263). Así, la caracterización de los pueblos indígenas, sus movilizaciones, sus derechos colectivos y su situación definen categóricamente su ciudadanía en América Latina.

A manera de conclusiones: tres reflexiones para el estudio de la ciudadanía de los pueblos indígenas en América Latina

Tal como se planteó en la introducción, el objetivo de este texto es exponer ejes analíticos generales para el estudio de la ciudadanía de los pueblos indígenas en América Latina. En ese sentido, este último apartado, y a manera de sistematización de los nodos temáticos, conceptualizaciones, procesos e indicadores analizados previamente, se presentan tres reflexiones que versan sobre los postulados derivados del enfoque adoptado en el análisis.

1.- El primer elemento que se plantea como sustancial para el estudio de la ciudadanía de los pueblos indígenas es el reconocimiento y la admisión de la naturaleza política de la ciudadanía. Como se planteó en el primer apartado, la ciudadanía es un estatus fundamentalmente político en su acepción originaria y en su despliegue práctico.

El estatus que reconoce la membresía a una comunidad política es la definición medular de la ciudadanía que enmarca tanto las múltiples concepciones de la teoría política como las experiencias históricas. La ciudadanía, entonces, refiere a la pertenencia a una comunidad política que, en cuanto estatus, se específica en la titularidad (integrantes), los contenidos (atribuciones) y las prácticas (actitudes, valores y procedimientos). Pero el estatus no versa únicamente sobre lo instituido sino también, y de forma primordial, sobre los actores, ideologías, procesos y estructuras que reformulan esa institución.

Así concebido, el estatus de la ciudadanía no está permanentemente fijado, sino que es persistentemente interpelado. Incluyendo en su concepción de membresía la dinámica inclusión/exclusión, la ciudadanía es un término abierto, dinámico y contingente. Esto es, más que una categoría exclusivamente jurídica, un concepto netamente político. La ciudadanía alude a la lucha por la ciudadanía, sobre todo por los colectivos que por diversas condiciones han sido excluidos de la comunidad política, como es el caso de los pueblos indígenas. Por lo atrás planteado, cualquier estudio sobre la ciudadanía en general, y de los pueblos indígenas en particular, no debe obviar la naturaleza política de la ciudadanía, sino más bien tener presente su carácter contingente. Específicamente en América Latina, el profuso historial de discursos, movilizaciones y prácticas de los pueblos indígenas que han cuestionado y ampliado el estatus de la ciudadanía, y que aunque puede compartir algunos ejes articuladores –como aquí se ha planteado- tiene diferentes itinerarios a niveles nacionales.

2.- Si bien la naturaleza de la ciudadanía es política, su correlato instituyente es jurídico. Si la dinámica de la ciudadanía es la lucha por la inclusión en la comunidad política y la ampliación de sus prerrogativas, la certidumbre de esa inclusión es el estatus legal que la certifica.

En el caso de los pueblos indígenas, los derechos intrínsecos a su ciudadanía son colectivos, de reconocimiento reciente y entrañan modificaciones tanto en las concepciones normativas como en los sistemas jurídicos, lo que ha complicado su asunción y efectividad al interior de los países.

Los derechos de los pueblos indígenas tienen el propósito de responder a la distintividad, demandas y protección del sujeto colectivo en un contexto de exclusiones múltiples. Por ello, se presentan como condiciones necesarias para la configuración y validez de su ciudadanía. En ese sentido, los análisis sobre la ciudadanía de los pueblos indígenas en América Latina han de incluir necesariamente sus derechos colectivos.

3.- Como se destacó en el apartado teórico, uno de los tipos de derechos que la ciudadanía implica es el participativo. Además, como lo analiza Costa (2006), en la historia del pensamiento político la participación ha estado estrechamente vinculada a la ciudadanía. Inclusive, una de las corrientes de la teoría política contemporánea, el republicanismo, postula que la participación es un término esencial para la definición de la ciudadanía. Por lo anterior, la participación es un componente medular para la ciudadanía. Ello sucede también para la ciudadanía de los pueblos indígenas pues una de las seis dimensiones de los derechos colectivos es la participativa.

Dado que la asunción de los derechos de los pueblos indígenas implica dejar de percibirlos como objetos de políticas para concebirlos como sujetos políticos24, la participación de éstos se ha concebido como fundamento prioritario para la efectividad de sus derechos. Esto es, que la participación en cuanto prerrogativa jurídica es un derecho procesal y sustantivo (es decir, de utilidad para el ejercicio de otros derechos y con valor en sí mismo) que tiene el objetivo de salvaguardar el principio del máximo control posible de las instituciones, formas de vida y desarrollo de los pueblos indígenas (Yrigoyen, 2009).

Aunque ha existido una tendencia que la circunscribe al ámbito electoral, la participación de los pueblos indígenas es más amplia pues, al fundamentarse en el derecho a la autodeterminación, se amplía a la adopción de decisiones a todos los asuntos factibles de afectarles.

Tal como lo establece la DNUDPI, existe una distinción entre los procesos internos y externos de adopción de decisiones25. El ámbito de decisión externa puede entenderse como los procesos e instituciones estatales y no estatales que afectan a los pueblos indígenas. La DNUDPI no define el concepto de asuntos internos, pero puede entenderse que está relacionado con el derecho a la autonomía y el autogobierno (MEDPI, 2010).

Según los postulados del C169 y la DNUDPI, la dimensión participativa de los derechos de los pueblos indígenas se conforma por tres tipos de derechos: la consulta, el consentimiento libre, previo e informado y la participación en el ciclo completo de las políticas públicas. Estos son los derechos de los pueblos indígenas a 1) ser consultados previamente por el Estado ante cualquier medida que pudiese afectarles26, a 2) que el Estado no adopte ninguna decisión sin su consentimiento libre, previo e informado27, y a 3) participar en las fases de formulación, implementación y evaluación de planes, programas y proyectos factibles de afectarles28. Es así que, para efectos analíticos, es posible hablar de una participación previa (consulta y consentimiento) y una participación sustantiva (participación en el ciclo de las políticas), de manera que la existencia de ambos tipos conduce a lo que puede caracterizarse como “participación integral de los pueblos indígenas en la adopción de decisiones” (Martínez Espinoza, 2009).

De esta forma, las investigaciones que adopten como tema central la ciudadanía de los pueblos indígenas, también deben incluir la variable de la participación, específicamente, la consulta, el consentimiento libre, previo e informado y la participación en el ciclo completo de las políticas públicas factibles de afectarles. Ello es perentorio, sobre todo en el marco de una época donde se asiste a un incremento de proyectos extractivos que afectan gravemente a las tierras, territorios y recursos naturales de los pueblos indígenas.

Como se ha venido planteando, la ciudadanía es una categoría política. Dada su condición de membresía, el estatus de la ciudadanía gira en torno al proceso de la inclusión/exclusión, lo que la convierte en una categoría disputada, dinámica e inacabada. Históricamente, diversos colectivos han luchado por formar parte del estatus ciudadano. Uno de esos colectivos es el de los pueblos indígenas.

Como resultado de diversos procesos políticos, se ha erigido un marco jurídico - normativo de derechos de los pueblos indígenas que ha pretendido reconocerlos, protegerlos e integrarlos a la comunidad política. No obstante, ello ha resultado insuficiente pues siguen siendo un sector poblacional con altos índices de pobreza económica, discriminación cultural, desigualdad social y exclusión política.

Específicamente, en el caso de América Latina, aunque su sistema jurídico ha sido permeable al marco jurídico-normativo de derechos de los pueblos indígenas, diversas cancelas tergiversan el espíritu de los derechos colectivos, además de que no ha habido creación o reformulación de diseños institucionales y prácticas político-administrativas que coadyuven a la implementación de tales derechos. Y, ante todo, la operatividad de los derechos de los pueblos indígenas se ve menoscabada tanto por la complejidad que se sobreviene al intentar tipificar al titular de los derechos como por los conflictos que surgen entre los derechohabientes y los que no lo son.

La ciudadanía es una categoría central para la democracia. Resulta imposible que ésta se vivifique plenamente si aquella es incapaz de dar cuenta de la pluralidad, complejidad y dinamismo de quienes componen y/o aspiran a formar parte de la comunidad política. Mientras más restringida, excluyente y limitada es la membresía, menos posibilidades es que en esa comunidad habite la democracia. Y en el fondo, esas luchas de los pueblos indígenas por su ciudadanía, no son más que uno de los mayores pendientes del asentamiento, la calidad y la perpetuación de la democracia en América Latina. Estudiar la ciudadanía de los pueblos indígenas implica, entonces, abonar a los análisis sobre la democracia en la región. Por lo tanto, es conveniente, fructífero y perentorio tomar en cuenta los itinerarios que ya se han recorrido al respecto.

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Notas

1 Se entiende a los modelos como una construcción teórica diseñada para explicar los elementos claves de una realidad y las relaciones que guarda con diversos aspectos: “los modelos son redes complejas de conceptos y generalizaciones acerca de aspectos políticos, económicos y sociales” (Held, 2001).
2 En el estado del arte sobre la ciudadanía también se han confeccionado modelos sustentados en la historia. Se trata de modelos diseñados a partir de realidades políticas. Para revisar modelos históricos de ciudadanía, se sugiere el texto de María Benita Benéitez Romero (Benéitez, 2004), donde aborda los modelos de las ciudades-estado de la antigüedad y las ciudades-repúblicas italianas, entre otros.
3 Como toda clasificación, la que se presenta en este texto es excluyente de otras tipificaciones de la ciudadanía. Para conocer otras caracterizaciones se recomiendan dos textos. Primero, el de Turner (1992), donde se establece una tipología de la ciudadanía con base en dos ejes: por una parte, la dimensión activa/pasiva que trata de captar si la ciudadanía “crece desde arriba o desde aba jo” y, por otra parte, la dimensión público/privado que expresa si la ciudadanía se vincula básicamente al ámbito privado del individuo o a la arena pública de la acción política. Segundo, el de Bottomore (1992), donde se propone distinguir entre ciudadanía formal y ciudadanía sustantiva. La primera, se refiere sólo a la membresía a un Estado, mientras que la segunda implica tener derechos y la capacidad de ejercerlos con cierto grado de participación en los ámbitos público y privado, dentro de las tres áreas definidas por Thomas Marshall (civil, política y social).
4 Para el caso de la articulación de la ciudadanía moderna en América Latina, se recomienda revisar el texto de Guerra (2003).
5 Véase: Bello (2004), De la Peña (1999) y Jelin (1993).
6 Para conocer los debates sobre el concepto “pueblos indígenas”, véanse: Anaya (2005: 100-102), Daes (1995), Oliva (2005: 29-66), Naciones Unidas (2009: 4-7). Para revisar los fundamentos del concepto “pueblos indígenas” como categoría jurídica en el derecho internacional, véanse: Álvarez (2009), Anaya (2005) y Oliva (2005: 223-268).
7 Por cuestión de espacio, en este texto tan sólo se presenta una breve referencia sobre los movimientos indígenas en América Latina. Para profundizar sobre el tema se sugiere revisar algunos de los siguientes textos especializados: Bengoa (2000), Máiz (2004), Martí (2007), (Martínez, 2017) y Zúñiga (2004).
8 Problemáticas que pueden entenderse a partir de las principales reivindicaciones esgrimidas por los movimientos indígenas: 1) sus precarias condiciones básicas de subsistencia –salud, alimentación, trabajo, vivienda, educación-; 2) sus condiciones de inseguridad sobre la propiedad y usufructo de sus tierras; 3) el irrespeto a sus saberes, costumbres y creaciones culturales; 4) la discriminación política que han sufrido de los sistemas políticos e instituciones públicas.
9 Estos debates y críticas provienen fundamental, aunque no exclusivamente, del pensamiento liberal, desde donde se discute la conveniencia de derechos colectivos en un sistema político -jurídico fundamentado en derechos humanos individuales. Para profundizar en dichas discusiones, véase: Chacón (2005) y Garzón (2012).
10 Siguiendo a Martí (2004: 373-374), los regímenes internacionales se pueden definir como reglas del juego acordadas por los actores (frecuentemente Estados, corporaciones y redes de ONG) en la arena internacional, las cuales delimitan el rango de comportamientos legítimos o admisibles en un contexto específico.
11 Para conocer detalladamente las actividades, organizaciones y procesos de las organizaciones indígenas en la conformación de este régimen internacional, véase Anaya (2005), Brysk (2000) y Maiguashca (1994).
12 Dada la posición cognitiva, en el presente texto se le agrega el adjetivo de normativo al marco jurídico internacional para adoptar el enfoque de Higgins (1994), para quien el Derecho internacional no son sólo reglas sino ante todo un sistema normativo orientado a la consecución de valores comunes.
13 Para análisis sobre los derechos reparativos y los pueblos indígenas véase Gómez (2009) y (Thompson, 2002). Para el derecho a la distintividad, véase (Sánchez, 2008). Sobre el derecho al autodesarrollo, véase (Oliva, 2009).
14 Tal como se enuncia en el artículo 3 de la DNUDPI: “Los pueblos indígenas tienen derecho a la libre determinación. En virtud de este derecho determinan libremente su condición política y persiguen libremente su desarrollo económico, social y cultural”.
15 Vale como ejemplo un párrafo de la Declaración de Quito de 1990 –resultado del Primer Encuentro Continental de Pueblos Indios, evento fundacional del movimiento indígena latinoamericano-, en la cual se pudo leer lo siguiente: “La autodeterminación es un derecho inalienable e imprescriptible de los pueblos indígenas. Los pueblos indígenas luchamos por el logro de nuestra plena autonomía en los marcos nacionales. La autonomía implica el derecho que tenemos los pueblos indios al control de nuestros respectivos territorios, incluyendo el manejo de todos los recursos naturales del suelo, subsuelo y espacio aéreo.”
16 Es por ello que en el artículo 1, párrafo tercero, del C169 se añadió una cancela jurídica para que la categoría “pueblo” no tuviera implicación respecto a los derechos atribuibles a dicho término en el Derecho internacional.
17 Para conocer más discusiones sobre el derecho a la libre determinación en el ámbito de los derechos de los pueblos indígenas, véase Anaya (2010), Anaya (2005: 135-174), Aparicio (2006), Berkey (1992: 75- 83), Daes (1993), y Oliva (2005: 234-257).
18 Para conocer el total de los países que han ratificado el C169, véase: http://www.ilo.org/dyn/normlex/en/f?p=NORMLEXPUB:11300:0::NO:11300:P11300_INSTRUMENT_I D:312314:NO La ratificación del C169 permite la actuación de los mecanismos de supervisión de la Organización Internacional del Trabajo en el país que lo ratifica.
19 Un detallado análisis sobre la jurisprudencia de la CIDH en relación a los derechos de los pueblos indígenas se encuentra en Stavenhagen (2010).
20 Por ejemplo, CDI (2009), CEPAL (2007), CEPAL (2014) Cunningham (2008), Hall y Patrinos (2005), Kempf (2003), Martínez Espinoza (2015), ORACACNUDH (2012), Stavenhagen (2008), UN (2009), Valenzuela y Rangel (2004).
21 Por ejemplo los informes anuales del International Work Group for Indigenous Affairs (IWGIA) titulados como “El Mundo Indígena”, donde se expone el panorama de los indígenas en el mundo desglosado por país. Los informes desde el año 2000 se encuentran disponibles en: http://www.iwgia.org/publicaciones/anuarioel-mundo-indigena
22 Como se asienta en el informes de (WWF, 2000), entre el 70% y el 90% de las tierras de mayor diversidad biológica están al cuidado exclusivo de comunidades indígenas. Además, los 17 países que albergan más de las dos terceras partes de los recursos biológicos de la tierra, conocidos como los “17 megadiversos”, son países con numerosa población indígena, en donde sobresalen seis latinoamericanos: Brasil, Colombia, Ecuador, México, Perú y Venezuela.
23 Como ha afirmado el primer Relator Especial sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas “Una de las deficiencias más graves en la protección de los derechos humanos en los últimos años es la tendencia a la utilización de las leyes y de la administración de justicia para castigar y criminalizar las actividades de protesta sociales y las reivindicaciones legítimas de las organizaciones y movimientos indígenas en defensa de sus derechos” (Stavenhagen, 2008: 85).
24 Superando así el fundamento de las políticas tutelares, heredado de la Colonia, que los concebía como incapaces para disponer de sí mismos. Véase Yrigoyen (2009).
25 Los artículos de la DNUDPI relativos a la participación de los pueblos indígenas en la adopción de decisiones (3, 4, 5, 10, 11, 12, 14, 15, 17, 18, 19, 22, 23, 26, 27, 28, 30, 31, 32, 36, 38, 40 y 41) afirman el derecho de los pueblos indígenas a participar en la adopción de decisiones expresados en: a) el derecho a la libre determinación; b) el derecho a la autonomía o el autogobierno; c) el derecho de los pueblos indígenas “a participar activamente"; d) el deber de los Estados de "obtener su consentimiento libre, previo e informado"; e) el deber de buscar un "acuerdo libre" con los pueblos indígenas; f) la obligación de "consultar y cooperar" con los pueblos indígenas; y g) el deber de adoptar medidas "conjuntamente" con los pueblos indígenas.
26 La bases de la consulta en el marco jurídico-normativo internacional se hallan en los artículos 6.1, 6.2, 15.2, 17.2, 20, 22.3 y 28.1 del C169 y en los artículos 15.2, 17.2, 19, 32.2, 36.2, y 38 de la DNUDPI.
27 El consentimiento libre, previo e informado aparece tanto en el 169 (artículos 4.2, 16.2 y 16.4) como en la DNUDPI (artículos 10, 19, 28.2, 29.2, 30, 32.2).
28 La participación como derecho de los pueblos indígenas se halla estipulada tanto en el C169 (arts. 2, 5, 6.1b, 6.1c, 7, 8.1, 15.1, 22.2, 22.3, 23, 25, 27, 33.2) como en la DNUDPI (arts. 4.5, 14.3, 18, 22.2, 23, 27, 29.3, 31.2, 37, 41).

Notas de autor

Doctor en Procesos Políticos Contemporáneos por la Universidad de Salamanca. Catedrático del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACYT) comisionado al Centro de Estudios Superiores de México y Centroamérica de la Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas (CESMECA-UNICACH), donde desarrolla los proyectos de investigación: “Democracia en el Sur de México y Centroamérica” y “La participación y las políticas sociales en el sureste de México”. Líneas de investigación: Ciudadanía, Políticas sociales, Derechos de los pueblos indígenas, Extractivismo minero en América Latina. Ha publicado artículos en revistas arbitradas e indexadas de Argentina, Colombia, Costa Rica, España, Holanda, México y Perú. Publicaciones recientes: (2016). “¿Extracciones y consultas? La minería y los derechos de los pueblos indígenas como un mentís de la democracia en Guatemala” En García Aguilar, María del Carmen. Solís, Jesús. Uc, Pablo (Coord.). Democracias posibles: crisis y resignificación. Sur de México y Centroamérica. UNICACH: Tuxtla Gutiérrez. Pp. 195-220; (2015). “Reconocimiento sin implementación. Un balance sobre los derechos de los pueblos indígenas en América Latina”. En Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales. Nueva Época. Año LX, núm. 224. Universidad Nacional Autónoma de México. Mayo-agosto 2015. Pp. 247-274. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores del CONACYT.
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