Política y poder
CIUDADANÍA E IGUALDAD PARA LA CONSTRUCCIÓN DE LA DEMOCRACIA
Citizenship and Equality for the Construction of Democracy
CIUDADANÍA E IGUALDAD PARA LA CONSTRUCCIÓN DE LA DEMOCRACIA
Iberoforum. Revista de Ciencias Sociales de la Universidad Iberoamericana, vol. XIII, núm. 25, pp. 147-176, 2018
Universidad Iberoamericana, Ciudad de México
Recepción: 20 Junio 2017
Aprobación: 18 Febrero 2018
Resumen: El objetivo central del presente trabajo es mostrar la importancia que tienen los conceptos de igualdad y de ciudadanía para la constitución de un sistema político de corte democrático; para ello será necesario remontarse a los orígenes de su concepción en tanto que, a partir de ello, se puede comprender cómo se concibe la democracia misma no sólo en términos políticos sino filosóficos, históricos, sociales e incluso jurídicos. Se observarán ciertas particularidades, por ejemplo, del debate que se da alrededor de estos conceptos desde su surgimiento en la Grecia antigua principalmente entre los filósofos Platón y su discípulo Aristóteles quienes son considerados pilares respecto la discusión relativa a “la mejor forma de Estado y de gobierno”, y en momentos vitales de la solidificación de la Modernidad entendida como un proceso civilizatorio característico de las sociedades de Occidente. Finalmente, se describen estos conceptos desde el enfoque propuesto por los teóricos comunitaristas quienes dieron origen a la corriente del pensamiento multiculturalista.
Palabras clave: Igualdad, ciudadanía, democracia, ciudadanía multicultural.
Abstract: The main objective of the present article is to show the importance that the concepts of equality and citizenship have for the constitution of a political system of democratic sort; in this path, it will be necessary to go back to its origins in order to understand how the democracy is conceived, not only in political but philosophical, historical, social and even juridical terms. Certain peculiarities will be observed; that is the case of the debate that happens from its emergence in the ancient Greece principally between the philosophers Plato and its disciple Aristotle, concerning the discussion relative to “the best form of the State and of government”; and finally, in the midst of the Modernity, the debate around the idea that the democracy is a product of the civilization process of the Western societies. Finally, these concepts are described from the approach proposed by the theoretical comunitarism who gave birth to the current of the multiculturalism.
Keywords: Equality, Citizenship, Democracy, multicultural citizenship.
Introducción
El objetivo central del presente trabajo es mostrar la importancia que tienen los conceptos de igualdad y de ciudadanía para la constitución de un sistema político de corte democrático; para ello será necesario remontarse a los orígenes de su concepción en tanto que, a partir de ello, se puede comprender cómo se concibe la democracia misma no sólo en términos políticos sino filosóficos, históricos, sociales e incluso jurídicos. Si bien, en este momento no se precisa necesario hacer un recorrido histórico puntual del desarrollo de los conceptos que se abordarán a lo largo del artículo, es evidentemente imperioso resaltar algunos momentos y procesos dentro de la historia de la conformación de la democracia que posibilitan una mejor comprensión de sus cambios, su evolución y su paulatina complejización. Así, se observarán ciertas particularidades, por ejemplo, del debate que se da alrededor de estos conceptos desde su surgimiento en la Grecia antigua principalmente entre los filósofos Platón y su discípulo Aristóteles quienes son considerados pilares respecto la discusión relativa a “la mejor forma de Estado y de gobierno”, y en momentos vitales de la solidificación de la Modernidad entendida como un proceso civilizatorio característico de la sociedades de Occidente; entre ellas se revisarán brevemente las discusiones que se dan al interior de la corriente liberal del pensamiento político y democrático en tanto delinean y permiten una mejor comprensión de la emergencia y la proliferación o generalización de la ciudadanía y, por lo tanto, también de la igualdad en beneficio de la democracia y sus sistemas de gobierno.
Finalmente, se describen estos conceptos desde el enfoque propuesto por los teóricos comunitaristas quienes dieron origen a la corriente del pensamiento multiculturalista, esto con la intención de observar y comprender los cambios y transformaciones que tales conceptos han sufrido a la luz del reconocimiento por parte de algunos Estados nacionales, de la presencia dentro de su imperium de diversos grupos culturales minoritarios que buscan su reivindicación y afirmación frente a las estructuras políticas clásicas, construidas desde las diferentes corrientes tanto liberales como republicanas, principalmente. La búsqueda de este reconocimiento tiene como objeto, según estos teóricos, no sólo el demarcar el papel reduccionista de la igualdad y la ciudadanía como elementos legales o conductuales sino, el de debatir acerca de las posibilidades de abatir una realidad que se ve tentada hacia una dominación, no sólo del tipo político y económico sino, principalmente, hacia una homogeneización cultural. Olivé (1997: 31) enuncia respecto a lo anterior que: “uno de los principales desafíos de nuestro tiempo, y el comienzo del milenio que se avecina, es el resolver la contradicción entre las fuerzas que empujan hacia una comunidad mundial con una cultura homogénea y la voluntad creciente de muchos pueblos por mantener sus identidades propias y sus culturas locales.” De esta manera el artículo aquí presentado se internará en un intento por dilucidar los aportes que generan las distintas observaciones sobre el concepto de ciudadanía para la mejora de los sistemas democráticos en el contexto de la diversidad.
La Grecia antigua
La idea de ciudadanía surge en la Grecia clásica a la par de la emergencia de la polis que puede ser entendida, grosso modo como la ciudad; junto con la ciudad germina el Ágora o espacio público, siendo este el lugar donde los ciudadanos vistos como iguales se reúnen para dialogar y debatir acerca de asuntos que son centrales, para procurar el bien común de los ciudadanos y de su polis. Es esta relación entre el individuo y su comunidad política, lo que da a la persona el carácter de ciudadano; la ciudadanía en la antigua Grecia es, entonces, un vínculo político que implica obligatoriamente la participación activa y la deliberación sobre los asuntos de orden público. La deliberación de los asuntos públicos se da entre individuos iguales, siendo este el elemento que, bajo el esquema del republicanismo, compone un modelo primigenio de “democracia participativa”. Así:
los procesos de politización y de democratización fueron de la mano. La polis más democrática era aquella en la que el principio político se había desarrollado de manera más completa. En estos términos cabe entender todos los acontecimientos históricos que se identifican comúnmente como hitos del desarrollo político de Atenas. En cada caso, el fortalecimiento del principio (o vínculo) político representaba, al mismo tiempo, un avance en el poder popular y una reconfiguración de las relaciones entre clases (Meiksins, 2011: 50).
De esta primera argumentación surgen un par de preguntas que han guiado algunas de las reflexiones históricas sobre la democracia sin importar, en principio, si se está a favor o como detractor de la conformación de gobiernos de tipo democrático. Las cuestiones pueden delinearse rústicamente de la siguiente manera: ¿cuáles son los criterios que fundamentan la existencia de la igualdad al interior de un gobierno democrático?, y en segunda instancia, ¿son los gobiernos democráticos realmente esquemas sustentados en la noción de un gobierno de las mayorías o, al menos, en la participación de éstas? En respuesta a la primera cuestión, en la Grecia clásica se observa que la igualdad entre los hombres se sostiene sobre la base de la pre-existencia de la libertad o del “hombre libre” frente a las condiciones de esclavitud. Esta libertad es observable, también, a través de la propiedad de uno o más bienes inmuebles, siendo la presente, la primera distinción jurídica y conceptual entre quienes se les considera ciudadanos y a quienes no. “De esta manera, un autor de tragedias como Esquilo, en Los persas, nos dice que, a diferencia de lo que sucede en el imperio del rey persa Jerjes, ser un ciudadano ateniense es no tener amo, no ser siervo de ningún hombre mortal” (Meiksins, 2011: 48).
De forma similar, Derek Heater (2007: 22) observa que, en la ciudad griega de Esparta, a la igualdad se accede a través de varias facetas y elementos que son esenciales para la conformación de la misma; sobre estos aspectos, el autor menciona que: “el principio de igualdad tiene como bases la posesión de una fracción de terreno público, dependencia del trabajo de los hilotas, un estricto régimen de educación y entrenamiento, celebración de banquetes comunes, realización del servicio militar, el atributo de virtud cívica, y finalmente, participación en el gobierno del Estado”. El cumplimiento de estas condiciones ponía a un individuo, no sólo en condiciones de igualdad frente a la ley y frente a su prójimo, sino que el llevar a cabo dichas tareas dotaba al individuo del carácter de ciudadano espartita.
La igualdad es también reconocible, en este contexto, a través de la correspondencia de la misma, para todas las personas para con la Ley. De esta manera, se tienen los mismos derechos y obligaciones, siendo los principales el ocuparse de los asuntos públicos, participar en las deliberaciones manifiestas en el Ágora y tener tiempo suficiente, además de las capacidades necesarias, para discutir y persuadir a sus conciudadanos respecto a las mejores condiciones para obtener el “bien común”. En resumen, se tiene el derecho y la obligación de ser, en este sentido estricto, un “buen político”. La igualdad se abre paso junto con la polis y la ciudadanía dando mayor solidez a la naciente estructura gubernamental democrática a la par del debilitamiento de los modelos de gobierno basados en principio en la estructura de clases, tales como la aristocracia, siendo ahora el demos o el pueblo la fuerza política más importante dentro de las ciudades griegas. Ya para el año 508 a.c..., Clístenes articula una serie de reformas consideradas en la actualidad como uno de los fundamentos centrales de la democracia, reformas que permitieron establecer un marco institucional que gobernaría casi hasta su fin, el régimen democrático de la ciudad griega de Atenas:
Clístenes cambió toda la organización de la polis eliminando las funciones de las cuatro tribus, dominadas por la aristocracia, que habían sido la base tradicional de la organización política, por ejemplo, cuando se trataba de celebrar elecciones, y las sustituyó por diez nuevas tribus basadas en unos criterios geográficos complejos y artificiales e hizo de ellos el fundamento de la democracia, su unidad constituyente fundamental y el lugar natural de la ciudadanía. Las nuevas divisiones pasaban por encima de los vínculos tribales y los vínculos de clase, y elevaron el lugar, por encima del parentesco, estableciendo y fortaleciendo nuevos vínculos, nuevas lealtades específicas de la polis, de aquella comunidad de ciudadanos” (Meiksins, 2011: 55-56).
Alrededor del 400, Platón se explaya sobre la cuestión relativa a sí los gobiernos democráticos en la Grecia Clásica son gobiernos de las mayorías o, por lo menos, donde se procura la participación activa de las mismas, destaca que la participación de la población de la polis griega en los asuntos de orden público depende de manera importante de la clase de ciudadano que se es. Así, Platón habla de tres clases diferentes de ciudadanía y, a partir de esta clasificación destaca las tareas que cada uno de estos ciudadanos puede y debe realizar en beneficio de su comunidad, en busca del bienestar común. Este filósofo expone entonces que la ciudadanía se divide de la siguiente manera: la clase gobernante que son aquellos quienes dirigen (gobiernan) la polis, los soldados que es el grupo encargado de la defensa de la ciudad y finalmente, los productores, siendo este el grupo más extenso y donde se encuentran los profesionales, los hombres de negocios y los trabajadores a quienes, si bien, se les considera ciudadanos, forman parte de una segunda forma de ciudadanía que Platón denomina como pasiva, de la que no se espera la participación en los asuntos de orden público (Heater, 2007: 34). Además de estos ciudadanos, para Platón existe otra clase de personas que se dedican al cultivo de las tierras, mientras los negocios se mantienen en manos de los extranjeros que carecen de ciudadanía.
La diferencia primaria entre estas distintas clases de ciudadanos radica en las tareas que realizan en beneficio de la comunidad y en el nivel de participación que se tienen en la toma de decisiones necesarias para alcanzar el bien común dentro de la polis, de esta manera en Atenas, “como ocurría en Esparta, todos los ciudadanos estaban exentos de realizar trabajos que generen(sic) dinero” (Heater, 2007: 34). Esta situación se respalda en el ideal de pensar a los grupos gobernantes de la ciudad como una clase la cual realiza funciones específicas que difieren de las que ejecutan los que son simplemente “gobernados”. Para Platón, la diferencia fundamental entre estas dos clases de ciudadanos radica en el tipo de razón bajo la cual se conducen al efectuar sus acciones dentro de la vida cotidiana; mientras los gobernantes basan su actuar en el uso de una razón de tipo “soberana natural” los gobernados sólo siguen las pasiones, los apetitos y las funciones inferiores del alma (razón inferior). “Más en concreto, la realización de la naturaleza filosófica depende de las condiciones de vida de una aristocracia ociosa, capaz de adueñarse del trabajo de los otros y de ser libre de la necesidad de tomar parte del trabajo productivo” (Meiksins, 2011: 100).
Es a partir de esta división entre clases y en el tipo de razonamiento utilizado que Platón conforma idealmente un Consejo de Representantes integrado por cada una de las clases de ciudadanos donde si bien, todas las clases están representadas, tal representación es inversamente proporcional a su cantidad y nivel económico, siendo entonces los pobres, los de mayor número, los más subrepresentados. Sobre este argumento Heater (2007: 35) destaca que en Atenas había “otras disposiciones como la confiscación de fortunas de los más ricos que carecen de derecho a voto o la existencia de cargos públicos a los que sólo podían optar las clases superiores.” Igualmente observa que “los ciudadanos más pobres no sólo tienen menos incentivos, sino que también ven mermadas sus oportunidades de participar en la vida política”. Si se presta atención exclusivamente a la perspectiva platónica, el problema relativo a si las democracias son en sí mismas gobiernos donde se busca por lo menos, la participación de las mayorías, podría decirse que no, pero es justo anotar y subrayar que los ideales de Platón no son marcadamente ideales democráticos sino republicanos y defienden hasta cierto punto la conformación de una oligarquía gobernante y, por lo tanto, ociosa respecto a la producción de bienes económicos.
Es también necesario destacar que si bien estos ideales para la construcción de La República de Platón no son precisamente democráticos y se sustentan en imperativos del tipo universalista, son relevantes en tanto guían estilos y estructuras de gobierno aún hoy en día. Por ello es que se rescatan en este trabajo y se hace referencia a ellos en relación con la conformación histórica, social, filosófica y jurídica de la democracia en tanto generan marcos de referencia y de acción siempre en relación con los conceptos de ciudadanía y de igualdad que son el eje conductor de la estructuración de gobiernos y sociedades cada día más democráticas o, al menos con pretensiones más amplias por democratizarse. A la par de estas concepciones filosóficas es prioritario estudiar los planteamientos aristotélicos en tanto ellos son también elementos (e incluso ocasionalmente) condicionamientos, no sólo para la comprensión de un sistema democrático, sino para su establecimiento mismo no solamente en la Gracia clásica sino hasta nuestros días.
La importancia de las ideas de la ciudadanía y la igualdad en el contexto ateniense residen en que establecieron la posibilidad de desarrollar una gran idea, porque no hay mejor manera de hacer las cosas reales en un lugar determinado. La ciudadanía (la igualdad y la democracia) no fueron utópicas, fueron el desarrollo de una experiencia antigua (Dahrendorf, 1990: 27).
Aristóteles (384 a.c...-322 a.c...) se separa de las concepciones filosóficas de Platón ya que “en su teoría política no busca generar patrones para conformar un Estado ideal, sino que estudia las fuentes del movimiento y la inquietud en la polis tal como es, con vistas a corregirlas” (Meiksins, 2011: 120). Bajo este entendido es que Aristóteles conceptualiza a la ciudadanía de manera un tanto diferente a lo propuesto por Platón aunque, en principio, comparte con su mentor un cierto desencanto por el militarismo espartano, se separa de él en otros aspectos más generales tales como el observar que la ciudadanía sólo puede gestarse en una ciudad o comunidad limitadamente compacta y es sólo en una comunidad de este tipo donde puede funcionar de manera relativamente eficaz; además, para Aristóteles la ciudadanía se relaciona con una virtud cívica anclada a la educación como bastión para generar nuevos ciudadanos:
ciudadano en general, es el que puede mandar y dejarse mandar, y es en cada régimen distinto; pero el mejor de todos es el que puede y decide dejarse mandar y mandar en orden a la vida acorde con la virtud… aquél a quien le está permitido compartir el poder deliberativo y judicial, este decimos que es ciudadano de esa ciudad (Heater, 2007: 40).
Aquí Aristóteles se diferencia de Platón en el sentido de concebir a la ciudadanía de manera general, es decir, como un estatus al que cualquier persona puede tener acceso siempre y cuando tenga una educación cívica. Por tanto, no considera que la categoría de ciudadano dependa de una situación económica en particular o de la dependencia del trabajo de esclavos o hilotas y menos aún de una capacidad exclusiva del uso de la razón, “soberana natural”. Aristóteles observa entonces que la ciudadanía y su puesta en práctica, se encuentra condicionada hasta cierto punto, por la manifestación de tres principios para él, básicos y elementales que son: la libertad, la participación y la igualdad. Pericles exalta estos tres principios en su Oración Fúnebre y respecto al principio de igualdad y dice: “A todo el mundo asiste, de acuerdo con nuestras leyes, la igualdad de derechos en las dimensiones particulares, mientras que según la reputación que cada quien tiene en algo, no es estimado para las cosas en común más por turno que por su valía, ni a su vez tampoco a causa de su pobreza” (Heater, 2007: 51).
Bajo estos criterios es que, en la Grecia de Aristóteles, sus contemporáneos y sus sucesores delinean la relación de la ciudadanía con la igualdad y la libertad, asumiendo que, esta última, debe ejercerse de modo positivo, a través de la participación de los sujetos individuales en los debates concernientes al bienestar público en el Ágora, además de cumplir con las obligaciones contraídas con las instituciones de justicia y de gobierno. “Es precisamente mediante esta participación como se observa la conexión entre ciudadanía, libertad e igualdad: los ciudadanos atenienses colaboran en estas actividades como iguales a pesar de la división de clases” (Heater, 2007: 53), esto debido a que en los atenienses se encuentra suficientemente arraigada una cultura referida a la preocupación de los asuntos públicos, los cuales son de igual importancia que los asuntos y actividades privadas. Los griegos del mundo antiguo se consideran a sí mismos como los únicos individuos que observan la necesidad y la obligación de participar en lo público a través de la deliberación en la plaza pública o sitio de reunión. Esto mostraría, en teoría, y sin indagar demasiado en lo que pudieron ser en la práctica, que los conceptos de ciudadanía e igualdad en la Grecia antigua evolucionaron y se transformaron paulatinamente para consolidar un régimen democrático ancorado a la participación de las mayorías, del pueblo.
No por ello, Aristóteles deja de señalar que la democracia por sí misma no es el ideal de gobierno por el que deban regirse las polis, por tanto, reflexiona sobre la mejor forma de constitución posible de un gobierno y se inclinó por un modelo que contuviese: “cierta cantidad de oligarquía (o gobierno de la minoría adinerada) y otra tanto de aristocracia (gobierno de los más experimentados), aderezado con un poco de democracia (gobierno del pueblo)” (Heater, 2007: 46). Este señalamiento es de vital relevancia porque a partir de él es que se puede (y se deben) comprender a las democracias o gobiernos que rigen el destino de los Estados de los inicios de la Modernidad, cuando se retoman dichos preceptos y hasta la actualidad, donde el discurso sobre la democracia y su entendimiento como la mejor formade gobierno siguen latentes, no sólo en las periferias de estas sociedades modernas sino en los centros de la misma.
El Estado no es más que una asociación de seres iguales, y sólo de iguales, que aspiran a conseguir una existencia dichosa y fácil, aunque ahora deja claro que el criterio relevante de igualdad es, al fin de cuentas, un criterio social. Ni siquiera en el Estado ideal, parece sugerirnos (Aristóteles), debemos suponer que aquellos que realizan el trabajo que es necesario pueden contribuir al propósito más esencial y más elevado de la polis (Meiksins, 2011: 125).
La Modernidad
Como se adelantó en el apartado anterior, los conceptos de igualdad y ciudadanía tal y como se delinearon, son discutidos ampliamente y retomados en la época moderna donde fueron parte fundamental para los discursos y las acciones que ayudaron a enarbolar el Estado nacional, entendido este último como un modelo de reproducción social que buscaba romper con las tradiciones vigentes y heredadas de sociedades del tipo monárquicas y feudales.
La nación-estado fue también un vehículo necesario para que el contrato social moderno ocupara el lugar de los vínculos feudales. Proporcionó el marco para la ley y las instituciones que habían de sostenerlo. No deja de ser significativo que las primeras sociedades modernas fueran también las primeras naciones estados, y que las que se formaron más tarde tuvieran muchos más inconvenientes en forma de problemas de nacionalidad y de ciudadanía (Dahrendorf, 1990: 27).
Bajo este entendido, se observa que los conceptos de igualdad y ciudadanía, son reevaluados de manera paralela al advenimiento de la Modernidad y a la constitución de una filosofía propiamente “ilustrada”. Así, se tiene ahora como base la noción de la existencia de un individuo secularizado, racional y que forma parte —desde este momento— del centro de las explicaciones a partir de la racionalización del mundo y de la naturaleza misma. En este sentido, se puede hablar de la igualdad y de la ciudadanía como conceptos Ilustrados que tienen como intención primaria el rompimiento con la tradición a cerca de cualquier clase de diferenciación y jerarquización social, inclusive —y principalmente— las de consanguinidad, comprendidas, a veces, como la posibilidad de perpetuación de usanzas tales como el pensar al monarca como descendiente o al menos representante de Dios en la tierra. De esta forma, la igualdad se convierte en un derecho de orden natural y por lo tanto, se le atribuye a todo hombre con capacidad de raciocinio, a todo sujeto racional. La igualdad y la ciudadanía se circunscriben en un racionalismo filosófico que rebasa los límites de la racionalidad socio-económica instrumental p. ej., y se encuentra aún más allá de la teoría política, siendo así esta igualdad, parte del razonamiento de un pensamiento liberal propiamente intelectual creador de un modelo del deber ser de “lo político”.
La pretensión de materializar en la vida práctica estas concepciones a cerca de la vida política se observan a partir —principalmente— de la instauración de la República de Francia posterior a la revolución de 1789 y del Estado norteamericano al otro lado del mundo. Para la formación de ambos modelos prácticos de organización sociopolítica, lo concepto de igualdad (que toma como base para su realización la producción del ideal de la ciudadanía) es parte central de la conformación de la ideología política liberal.
La nación-estado fue una condición de progreso tan necesaria como habría de ser, por desgracia, fuente de regresión y de inhumanidad. La alianza del nacionalismo y el liberalismo significó una fuerza emancipadora durante las épocas revolucionarias de 1789 a 1848. Hasta ese día no se había conocido otra garantía del imperio de la ley que la nación estado, con su constitución de controles y equilibrios, el derecho a ser juzgado y a la revisión de los procesos. La generalización, por parte de la nación-estado, de la vieja idea de ciudadanía, no fue su menor virtud (Dahrendorf, 1990: 27-28).
La importancia del concepto de igualdad para la constitución de los Estados nación es la posibilidad de generar y formar sujetos, en el sentido de la educación cívica de Aristóteles, que acaten y compartan una serie de normatividades a partir de ser conscientes de su ciudadanía, o sea, de la toma de conciencia de la existencia de un vínculo o sentido de pertenencia al Estado nacional visto como comunidad de iguales; esto debido a que la ciudadanía es el medio que permite la regulación de la convivencia por un lado, mientras que en otro sentido, procura el establecimiento de un modelo de gobierno de tipo constitucional en el que la igualdad entre ciudadanos es fundamental y de hecho, fundacional, ya que: “Los ciudadanos quieren regular su convivencia conforme a principios, que por ser en interés de todos por igual, pueden encontrar el asentamiento fundado de todos. Tal asociación viene estructurada por relaciones de conocimiento recíproco bajo las que cada uno puede esperar ser respetado por todos como libre e igual. Todos y cada uno han de poder esperar un triple reconocimiento: han de poder encontrar igual protección e igual respeto a) en su integridad como individuos incanjeables, b) en su calidad de miembros de un grupo étnico o cultural, c) en su calidad de ciudadanos, esto es, de miembros de la comunidad política (Habermas, 1998: 624).
Este reconocimiento del Estado nacional como una comunidad de iguales manifiesta a partir del ejercicio de la ciudadanía es de vital importancia, puesto que esto posibilita la realización de los derechos fundamentales, en tanto es el individuo quien tiene la capacidad de participar y decidir sobre la vida pública involucrándose –aún de forma indirecta a través del voto, p.ej.- en los círculos de la política y del poder político, reconstruyendo periódicamente los marcos de la legalidad y la democracia a través de su participación, “el progreso en la vida pública recae en la reputación por la capacidad y no se permite que las consideraciones referidas a la clase se interfieran con el mérito; la pobreza no corta ya el camino si un hombre es capaz de servir al Estado, no podrá impedirle que lo haga la oscuridad de su condición” (Dahrendorf, 1990: 28). En esta dirección Habermas, citando a Charles Taylor, reconoce que: “La condición activa de ciudadano consiste principalmente en la capacidad de hacer realidad los derechos individuales y en trato igual, así como influir en quienes toman efectivamente las decisiones y conducir (de cierta manera) la formación de un consenso dominante en el que uno se puede identificar con los demás” (Habermas, 1998: 626).
Al igual que en la Grecia antigua, los Estados nación de la Modernidad aspiran al cumplimiento del ideal de la democracia, entendiendo ésta como un tipo de gobierno en el que se busca favorecer por medio del cumplimiento de la ley y de la justicia, a la mayor parte de la población que se desarrolla bajo su imperium, sin importar si entre los individuos existe cualquier clase de diferencia de orden o posición social. Al respecto Ralph Daherndorf (1990: 28-29) señala que:
las principales características que describen a la ciudadanía de la modernidad pueden leerse ya desde el relato que hace Tucídides en su famosa Oración Fúnebre donde dice que la ciudadanía se caracteriza por la igualdad de participación, igualdad ante la ley, igualdad de oportunidades y un suelo común de estatus social… El monumento del principio de ciudadanía comienza con la creación de unidades políticas cuya constitución de los derechos civiles y la participación ciudadana se convierten en elementos necesarios.
Esto quiere decir que la ciudadanía en la Modernidad busca ser un factor que permite el funcionamiento y el ordenamiento del sistema político, a través de la generación de una cultura política que rebasa el sentido estricto de comunidad y propicia la integración de una pluralidad de formas de vida social ancladas a la idea de igualdad.
“Tenemos, pues, que la ciudadanía democrática no ha menester quedar enraizada en la identidad nacional de un pueblo; pero que, con independencia de, y por encima de, la pluralidad de formas de vida culturales diversas, exige la socialización de todos los ciudadanos de una cultura política común” (Habermas, 1998: 628), sustentada en el concepto de igualdad, como centro del círculo de la reproducción de la vida política. Esta afirmación denota que el Estado-nación moderno escudriña un concepto de igualdad que se extralimita a las identidades culturales “locales” y estructura un Estado liberal donde: “la vida política no se agota en la forma abstracta de una institucionalización de principios jurídicos generales. Esta forma de vida constituye el contexto político-cultural en el que han de implementarse los principios universalistas de la Constitución: pues sólo una población acostumbrada a la libertad y la igualdad puede mantener vivas las instituciones de la igualdad y la libertad” (Habermas, 1998:641).
La ciudadanía es un concepto que tiene necesariamente una connotación positiva en relación con la inclusión y esta inclusión es observable en la manifestación social, política y jurídica de la nacionalidad que busca ser el elemento cohesionador (al igual que la ciudadanía) por el que se marca un sentido de pertenencia o no a la nación, al Estado y por lo tanto, al gobierno de las leyes que tutela la vida pública dentro de su comunidad y su territorio en un sentido geo-político; “la ciudadanía y la nacionalidad afectan la identidad de las personas porque define a donde pertenecen. Más frecuente que infrecuentemente, implica el trazado de fronteras visibles por los mapas, por el color de la piel de la gente o por otros signos” (Dahrendorf, 1990: 29). Si bien Dahrendorf evidencia un sesgo negativo de la nacionalidad cuando esta conduce a los individuos por la ruta de los nacionalismos exacerbados, en principio este concepto de nacionalidad, que resulta primo hermano de la ciudadanía moderna, tiene inicialmente pretensiones de generar un clima de inclusión más que de exclusión y por ello se asocia fácilmente con el ideal de igualdad que es en sí mismo un eje conductor de la democracia donde, hay por cierto, un amplio respeto a las diferencias ya sean de tipo racial, cultural, religioso, de ideales políticos, etcétera.
Al respecto el mismo Ralph Dahrendorf (1990: 30) señala que:
una sociedad civilizada es aquella en la que los derechos comunes de ciudadanía se compadecen fácilmente con las diferencias de raza, religión o cultura. Es también la que no utiliza el estatus cívico como arma de exclusión, sino que se contempla a sí misma como un mero paso en el camino hacia una sociedad civil mundial (universal).
Esto refiere a que es necesario lograr un ejercicio consciente del derecho a la igualdad a través de la procuración de una estructura social que posibilite el desarrollo del intelecto y de la racionalidad de los individuos, dado que es sólo a partir de la elaboración de un cuadro “justo” de oportunidades donde se puede enraizar la aplicabilidad del ideal filosófico liberal de la igualdad entre individuos. Para Rawls, la creación de la estructura básica del sistema socio-político se sustenta en la idea de la pre-existencia de una “posición original”, que es simplemente la idea de pensar a los individuos como sujetos capaces de defender sus derechos y sus intereses como ciudadanos, libres e iguales al interior de un sistema político.
Para lograr esto John Rawls dice que:
el primer principio, que abarca los derechos y las libertades iguales para todos, bien puede ir precedido de un principio que anteceda a su formulación, el cual exija que las necesidades básicas de los ciudadanos sean satisfechas, cuando menos en la medida en que su satisfacción es necesaria para que los ciudadanos entiendan y puedan ejercer fructíferamente esos derechos y esas libertades. Ciertamente, tal principio precedente debe aplicarse al aplicar el primer principio (derecho a la igualdad y a la libertad) (Rawls, 1996: 32).
Estas son, según los postulados de la teoría liberal, las bases que harán posible un ejercicio pleno y racional de la ciudadanía y de la igualdad ya que, a partir de la satisfacción de esas necesidades elementales y del ejercicio también pleno de los derechos y libertades fundamentales por parte de los ciudadanos es que se logra su participación en los asuntos públicos, en tanto reconocen su obligación para comportarse conforme a las reglas y normas establecidas no solamente por la ley, sino también socialmente. Esto trae como consecuencia, desde este modelo teórico y de observación, que la democracia como forma de gobierno sea mayormente efectiva y aceptada.
Siguiendo el esquema argumentativo de Rawls, la importancia de la acepción y aceptación de la reflexión sobre la “posición original de igualdad”, radica en observar al individuo como un sujeto que es capaz de asociarse con sus primus interpares, esto con la intención de generar propuestas coherentes acerca del devenir de su sociedad, pero a su vez, es también propenso a debatir y analizar las razones del otro y las de sí mismo con la intención de mantener la estabilidad de la estructura socio-política de su grupo de asociación.
Parece razonable suponer que los grupos en la posición original son iguales, esto es, todos tienen los mismos derechos en el procedimiento para escoger principios; cada uno puede hacer propuestas, someter razones para su aceptación, etc. Obviamente el propósito de estas condiciones es representar la igualdad entre los seres humanos en tanto personas morales, en tanto que criaturas que tienen una concepción de lo que es bueno para ellas y que son capaces de tener sentido de la justicia” (Rawls, 1995: 37).
Se observa que la concepción liberal se centra en principios de corte universal que idealizan un sujeto abstracto y generalizable que contiene en sí la esencia de la capacidad de integración y respeto a un orden jurídico constitucional. De esta manera se le piensa capaz de soslayar y dirimir las diferencias de orden étnico, cultural y comunitario teniendo como finalidad primigenia la ponderación y la conservación de un orden sostenido por una cultura política centrada en el individuo como sujeto creador, racional y no sólo instrumental, que es capaz por lo tanto de formalizar un consenso comunicativo que permita —en palabras de Hegel— la integración de un poder absoluto encarnado en la forma de Estado moderno donde “todos los miembros poseen ciertas titularidades iguales que tienen la cualidad de normas sociales. Están obligados por las sanciones y protegidos por las instituciones. Esto sólo resulta efectivo cuando hay estructuras de poder que las respalden. La búsqueda de una sociedad civil, y, en último término, de una sociedad civil mundial, es la búsqueda de derechos iguales en un marco constitucional que domestique al poder de manera que todos puedan disfrutar de la ciudadanía como fundamento de sus oportunidades vitales” (Dahrendorf, 1990: 32).
Ciudadanía, igualdad y diferencias culturales
Actualmente los conceptos de igualdad y ciudadanía de origen griego, que dieron origen a las vertientes del liberalismo y el republicanismo y que fueron posteriormente antecedentes de la constitución de la filosofía y la sociedad moderna, son revisados por los teóricos comunitaristas que los asumen como limitados para ser considerados como elementos constitutivos de un régimen y un orden social de carácter democrático hoy en día. Es a partir de esta visión que los comunitaristas se dan a la tarea de forjar un cúmulo de re-elaboraciones teóricas, con más razón, ante los testimonios de la realidad en algunos estados nacionales, con diversidad de grupos sociales, tales como los de América Latina o África, estados en los que en un inicio estructuraron la sociedad basada en la noción de un individuo o individuos vinculados no por elementos culturales e identitarios sino, por su condición de igualdad ante la Ley suprema o Constitución, tal como establecían los principios tradicionales.
La mayoría de los países americanos son multinacionales y poli-étnicos, como la mayoría de los países del mundo. Sin embargo, muy pocos países están preparados para admitir esta realidad. En los Estados Unidos, prácticamente todo el mundo admite que el país es poli-étnico, pero difícilmente se acepta que es también multinacional y que sus minorías nacionales plantean reivindicaciones concretas de derechos culturales y de autogobierno. Por otra parte, hace tiempo que países como Bélgica y Suiza han reconocido que están compuestos por minorías nacionales cuyos derechos lingüísticos y exigencia de autogobierno deben respetarse. No obstante, les resulta embarazoso admitir que son cada vez más países poli-étnicos y como resultado de ello, sus nociones tradicionales de ciudadanía no pueden acomodar plenamente a los migrantes. Canadá, con su política de <> y su reconocimiento del derecho de los aborígenes al autogobierno, es uno de los pocos países que ha reconocido y fomentado oficialmente la polietnicidad y la multinacionalidad (Kymlika, 1995: 40-41).
Es a partir de resaltar y observar analíticamente esta diferencia en las estructuras sociales que mantienen la cohesión al interior, tanto de los Estados nacionales propiamente modernos como de los que no lo son, que los teóricos comunitaristas postulan la filosofía del multiculturalismo buscando comprender a la democracia como un sistema político, jurídico y social en el que la diversidad de grupos sociales y étnicos que se reproducen cotidianamente al interior de estos Estados Nacionales emergentes deben, no sólo integrarse a este sistema (la democracia), sino ser verdaderamente constitutivos del mismo. Derivado de lo anterior, los comunitaristas observan que, para poder alcanzar una ciudadanía y una igualdad plena al interior de un Estado nacional caracterizado socialmente como multicultural, es necesario el reconocimiento en primer lugar y, posteriormente el respeto a los derechos propiamente culturales y de identidad en tanto que es a partir de esta última que un individuo, grupo de individuos o una comunidad, se identifica y se integra activamente a los procesos sociales, económicos y políticos propios de una sociedad democrática.
Al respecto, Charles Taylor (1993: 43-44), menciona que:
…nuestra identidad se moldea en parte por el reconocimiento o por la falta de éste; a menudo, también por el falso reconocimiento de otros, y así, un individuo o grupo de personas puede sufrir un verdadero daño, una auténtica deformación si la gente o la sociedad que lo rodean le muestran, como reflejo, un cuadro limitativo, o degradante, o despreciable de sí mismo. El falso reconocimiento o la falta de reconocimiento puede causar daño, puede ser una forma de opresión que aprisione a alguien en un modo de ser falso, deformado y reducido.
Para los teóricos del comunitarismo, el reconocimiento y la valoración positiva de la identidad, en un sentido de pertenencia a un entramado cultural particular, son de alta relevancia, en tanto que a partir de ellos es que los sujetos y las comunidades pueden reivindicar su dignidad como personas y como grupos al interior de un Estado democrático; ya que la “dignidad de los seres humanos” o la dignidad de los ciudadanos se halla estrechamente ligada a la percepción de igualdad que un Estado otorga a sus ciudadanos a través de ejercicio pleno de los derechos estipulados en la Ley suprema o Constitución. Hay entonces en este sentido, una premisa generalizada de que todos comparten dicha dignidad y por tanto, de cierta manera, son iguales y tienen el mismo valor social y político al de la otredad. A partir de este reconocimiento de la dignidad se puede asegurar que: “la democracia desembocó en una política de reconocimiento igualitario, que adoptó varias formas en el paso de los años, y que ahora retorna en forma de exigencia de igualdad de status para las culturas y para los sexos” (Taylor, 1993: 46).
La democracia entonces, más que apegarse a la ciudadanía y la igualdad entendidas como valores abstractos de una comunidad y una sociedad política, tiene que ser reconsiderada desde las particularidades culturales y étnicas de cada una de las poblaciones minoritarias que integran un Estado nacional de tipo multicultural, con la firme intención de que estas últimas sean reconocidas por el sistema político, permitiendo su participación activa al interior del mismo. El reconocimiento es, entonces un valor que agiliza la participación de los sujetos y las comunidades en la vida política del Estado. Sobre lo anterior, Michael Walzer (2001: 277-278) dice:
Cuando los ciudadanos formulan peticiones a sus gobiernos, tienen derecho a una atención igualitaria, cuando hay cargos disponibles, a una consideración igualitaria; y cuando la riqueza material es distribuida, a un interés también igualitario. Pero cuando se trata del respeto (y del reconocimiento), “la estima deferencial”, la consideración especial, la eminencia ritual, no tienen derecho a nada hasta que se les considere merecedores de ello… La dignidad pública no puede ser más igualitaria, entonces, de lo que la dignidad privada puede serlo; reconocer que tal puede ser merecida por quienes son honorables de manera convencional, es un rasgo decisivo de la igualdad, pero no reduce ni anula la singularidad de la dignidad.
La dignidad, aparejada a una observación positiva de la identidad, tiene como consecuencia desde los enfoques del comunitarismo y el multiculturalismo que las comunidades generen para sí un sentido de auto-respeto, siendo éste un mecanismo nodal que genera dispositivos normativos a través de una concepción moral evidentemente compartida del bien común y de la justicia. Concepción que permite a las sociedades definidas como multiculturales, multiétnicas y multi-raciales, integrarse a los procesos políticos, con la finalidad de democratizar el Estado, en tanto activa su capacidad de acción cuestionando su propia posición social y política, además de las jerarquías que imperan y gobiernan su entorno político y social, así como la capacidad para determinar el trabajo y el rumbo de la vida política de su comunidad.
El concepto de auto-respeto es un concepto normativo que depende de nuestra noción moral acerca de la gente y de las posiciones; el auto-respeto es asequible a cualquiera que tenga noción de dignidad propia y cierta capacidad de ponerla en acción, no puede ser una idiosincrasia, no es cuestión de voluntad, es una función de la pertenencia, aunque sea siempre una función compleja, y depende de un respeto igualitario entre los miembros. Una vez más, aunque ahora con indicios de una actividad más cooperativa que competitiva: Se reconocen a sí mismos reconociéndose mutuamente (Walzer, 2001: 284-288).
El auto-respeto es, entonces, una cuestión donde se evidencian las cualidades particulares de los sujetos y las comunidades, así como el conocimiento de ellas por sí mismas y por los extraños, por los otros. Por ello, es también un asunto de afirmación de la identidad individual cultural y comunitaria, de reconocimiento de cualidades, de comprensión, de sensatez, de reflexión sobre la importancia de la reconstrucción de los conceptos de ciudadanía y de igualdad, es la posibilidad de generar una serie de diálogos donde el reconocimiento de las diferencias sociales y culturales son el centro del debate y de la construcción de un sistema político más igualitario al que se tiene actualmente. En un sentido opuesto, el peligro que se puede suscitar es el de sostener la vigencia de ciertos sistemas de dominación, que subsisten aún dentro de la Modernidad y que históricamente han subsumido a los pueblos minoritarios velando así, su participación en la construcción de la democracia y considerándola entonces más que como un sistema de integración igualitaria, en un cúmulo de estructuras de poder que atentan de manera permanente en contra de su dignidad como individuos y como grupos, como comunidades.
En el plano social, la interpretación de que la identidad y el auto-respeto se constituyen en el diálogo abierto, ha hecho que la política del reconocimiento igualitario ocupe un lugar más importante y de mayor peso. En realidad lo que está en juego ha aumentado considerablemente. El reconocimiento igualitario no es sólo el modo pertinente a una sociedad democrática sana. Su rechazo puede causar daños a aquellos a quienes se les niega. La proyección sobre otro de una imagen inferior o humillante puede en realidad deformar y oprimir hasta el grado en que esta imagen sea internalizada… Las discusiones sobre el multiculturalismo se orientan por la premisa de que no dar este reconocimiento puede constituir una forma de opresión (Taylor, 1993: 58-59).
Si bien el argumento abanderado por algunos pensadores comunitaristas y descrito de manera general por Taylor respecto la importancia de la identidad, la dignidad, el autorespeto y la consecuente igualdad o desigualdad que de todo esto puede derivarse, puede ser ampliamente debatido. Es necesario resaltar que su observación trajo consigo la introducción de una dimensión nueva al debate sobre el reconocimiento de la igualdad al interior de los sistemas políticos democráticos, ayudando a poner en el centro del debate las diferencias culturales y las “deformaciones” en el ejercicio del poder que se pueden generar por el uso negativo, denigrante y hegemónico de estas diferencias identitarias.
Otro de los fundamentos que establecen los teóricos del comunitarismo para repensar el concepto de ciudadanía y analizarlo en su compaginación con las identidades culturales, étnicas o sub-nacionales es que, en la actualidad, los sistemas democráticos de la Modernidad se han visto amenazados en cuanto su estabilidad a causa de la externalidad de estas diferenciaciones en entornos aparentemente (desde el espectro de las teorías liberales y republicanas clásicas) homogéneos e igualitarios. Así, el concepto de ciudadanía, que en un principio posibilita la integración de las exigencias individuales con la pertenencia a una comunidad, no sólo de tipo político sino social y cultural (la nación), se ve limitado al intentar, dentro de un espacio multicultural, multirracial y multiétnico, la integración de una diversidad de demandas que rebasan el ideario de los derechos individuales, convirtiéndose en reclamos colectivos.
Sobre el aspecto de la limitación del concepto clásico de ciudadanía y su relación con la conformación de Estados y naciones multiculturales Will Kimlika (1997: 3-4) observa que:
Este tipo acontecimientos han mostrado que el vigor y la estabilidad de una democracia moderna no dependen solamente de la justicia de su “estructura básica" sino también de las cualidades y actitudes de sus ciudadanos. Por ejemplo, su sentimiento de identidad y su percepción de las formas potencialmente conflictivas de identidad nacional, regional, étnica o religiosa; su capacidad de tolerar y trabajar conjuntamente con individuos diferentes; su deseo de participar en el proceso político con el propósito de promover el bien público y sostener autoridades controlables; su disposición a auto-limitarse y ejercer la responsabilidad personal en sus reclamos económicos, así como en las decisiones que afectan su salud y el medio ambiente. Si faltan ciudadanos que posean estas cualidades, las democracias se vuelven difíciles de gobernar e incluso inestables.
Con lo anterior, Kymlika quiere denotar que el concepto clásico de ciudadanía emanado de las vertientes del liberalismo y el republicanismo se enfrenta a un par de problemas centrales en tanto que, 1) la ciudadanía pensada desde este punto, se ciega y por tanto se despreocupa y dirime su responsabilidad respecto de problemas de corte identitario y de conducta individual; 2) en otro sentido, la ciudadanía clásica se des-dibuja en la discusión de que si ésta es sólo una condición de tipo legal o es también una conducta deseable. Al resaltar estos problemas respecto a la ciudadanía entendida como elemento vinculante y cohesionador dentro de un sistema socio-político de corte democrático, es necesario destacar entonces que para los teóricos comunitaristas: “La ciudadanía no es simplemente un status legal definido por un conjunto de derechos y responsabilidades. Es también una identidad, la expresión de la pertenencia a una comunidad política.” (Kymlika, 2002: 17). En esta instancia, sería preciso recordar lo que Marshall concebía como ciudadanía:
como una identidad compartida que integraría a los que habían sido excluidos de la sociedad británica y proveería fuente de unidad nacional. Su preocupación central era la integración de las clases trabajadoras, cuya falta de educación y recursos económicos la excluía de esa "cultura compartida" que debería haber sido "un bien y una herencia comunes (Marshall, 2007: 101- 102).
La ciudadanía multicultural se plantea entonces como una alternativa en donde los ciudadanos que pertenecen a grupos minoritarios y que argumentan –por diversas razones– sentirse o estar objetivamente excluidos de una cultura nacional “compartida” pueden, a partir del reconocimiento público de sus diferencias, sociales, culturales, económicas, etc., buscar primeramente ser reconocidos como miembros de la comunidad nacional para posteriormente demandar y perseguir que se les hagan efectivos sus derechos como ciudadanos, o sea, miembros de una comunidad nacional que en sí misma es diversa y diferenciada culturalmente. Es así que surge la idea de la “ciudadanía diferenciada” que tiene por objetivo considerar ciudadanos a los sujetos que pertenecen a un grupo minoritario (como lo son los grupos nativos o indígenas, por ejemplo).Considerarlos miembros de una comunidad política no sólo por su calidad de ciudadanos sujetos de derechos y obligaciones llevadas a cabo en la vida pública a título individual, sino también por el hecho de formar parte de una minoría en particular. De esta distinción dependerán también algunos de sus derechos políticos como las prácticas consuetudinarias del “derecho tradicional indígena”.
El nacimiento de una “ciudadanía diferenciada” podría, desde el enfoque del liberalismo, ser contradictoria tanto a los fines como a las funciones propias del Estado moderno sustentado en el ideal de un individuo sujeto de derechos y obligaciones públicas pero dotado también de un marco de acción privado que es donde (desde este enfoque) pertenecen los asuntos relativos a la religión, la cultura, las prácticas consuetudinarias, los problemas étnicos e inclusive reciales. La contradicción se observa debido a que la “ciudadanía diferenciada” genera el desvanecimiento de esta diferencia entre las esferas pública y privada atentando fuertemente en contra de una organización social sustentada en los individuos y sus derechos frente a los derechos diferenciados de ciertos grupos minoritarios. Esta diferenciación podría derrumbar el status político central que mantiene la vigencia legal y legítima del Estado liberal y su consecuente Ley suprema, su Constitución Política. Pero para algunos de los multiculturalistas, la verdadera contradicción se encuentra en dicha concepción universalista del ciudadano y la igualdad, ya que ésta tiene la finalidad implícita no sólo de ignorar las diferencias culturales, sino de desconocer las relaciones sociales de marginación de explotación, de exclusión y de dominación a través del ejercicio y la distribución del poder que acarrea el abandono legal de tales diferencias del orden de lo cultural, lo social, lo económico, más no de lo político.
En lo concerniente a este tema, Iris Marion Young destaca que la una verdadera igualdad, más que ignorar las diferencias entre grupos, debe resaltarlas porque: “Primero, los grupos culturalmente excluidos están en desventaja de cara al proceso político, y… la solución consiste al menos parcialmente en proveer medios institucionales para el reconocimiento explícito y la representación de los grupos oprimidos” (traducción propia,Young, 1989: 259). Estos dispositivos procedimentales deberían incluir fondos públicos para la defensa de estos grupos, representación garantizada en las instituciones políticas y derechos de veto sobre determinadas políticas que los afecten directamente (Young, 1989: 261-262, 1990:183-191). Segundo, los grupos culturalmente excluidos tienen necesidades particulares que sólo se pueden satisfacer mediante políticas diferenciadas. Éstas incluyen los derechos lingüísticos para los hispanos, los derechos territoriales para los grupos aborígenes y los derechos relativos a la reproducción para las mujeres (Young, 1990: 175-183).
La crítica al multiculturalismo y a la consecución de la igualdad a través de resaltar las diferencias culturales dotándolas de derechos especiales de grupo, se dirige básicamente por la pregunta sobre el ¿cuál sería entonces el elemento cohesionador al interior de una nación y un Estado de tipo multicultural y multi-nacional? Los pensadores del liberalismo como John Rawls sostienen que el elemento de unidad dentro de un Estado tiene que ser la exigencia de una visión común de la justicia porque: “si bien una sociedad bien ordenada está dividida y signada por el pluralismo,...el acuerdo público sobre cuestiones de justicia política y social sostiene los lazos de amistad cívica y protege los vínculos asociativos” (Rawls, 1995: 540). Al respecto, los multiculturalistas remarcan que el pretender dar una respuesta nuevamente abarcadora, general y universalizadora sería un error, ya que la respuesta debe buscarse de manera particular a partir del reconocimiento de las peculiaridades políticas, sociales, culturales e históricas de cada Estado multicultural y multinacional. “Sería error suponer que se puede desarrollar una teoría general del rol que juega la identidad ciudadana común o la identidad ciudadana diferenciada en la promoción o el debilitamiento de la unidad nacional. Como en muchos otros casos mencionados a lo largo de esta reseña, no está del todo claro que podemos esperar en este punto de una teoría de la ciudadanía.” (Taylor, 1992: 65-66).
La democracia y sus limitantes en el contexto actual
Es claro que los conceptos de democracia, ciudadanía e igualdad se han desarrollado y complejizado desde su surgimiento enmarcado en el contexto del pensamiento griego, pasando por la filosofía de la Modernidad y siguiendo por la senda de los planteamientos comunitaristas. Si bien, aquí se ha hecho un recorrido a través del cual se muestran las principales transformaciones teóricas que han sufrido estos, es necesario también abocarse a las limitantes específicas de los mismos al interior del sistema político, o de los sistemas políticos actuales. Para ello es preciso observar las relaciones que mantienen estos conceptos teóricos entre sí para, primeramente, lograr entender la conformación de las prácticas políticas contemporáneas y posteriormente observar sus limitantes y restricciones frente al debilitamiento del papel del Estado como impulsor del desarrollo económico y social de la colectividad.
En lo concerniente a la relación entre conceptos, puede entenderse de manera generalizada que desde el surgimiento de la Modernidad y hasta antes del derrumbe del modelo de Estado desarrollista, es el concepto de ciudadanía aquél que funciona como eje articulador de la vida política y que; por lo tanto, hace posible que la democracia (entendida como sistema político) tenga sustento en el ejercicio por parte de los individuos y de los sujetos políticos de una gama de derechos que pueden concentrarse en: derechos civiles, derechos sociales y derechos políticos, los cuales en su conjunto, consuman cierto número de garantías frente al ejercicio del poder, además de que permiten su legitimación. El ejercicio de estos derechos es lo que posibilita al ciudadano para acceder a los bienes colectivos que protege el Estado, siendo operable este ejercicio de la cartera de derechos ya delineados gracias al ideal de la igualdad jurídico-política.
Pero en la actualidad resulta pertinente preguntarse sobre los alcances y las limitaciones que este modelo político sustentado en el ejercicio de la cartera de derechos civiles, sociales y políticos tiene frente a la emergencia de un nuevo modelo de Estado donde este funciona ya no más como garante de los derechos de los ciudadanos, ni como procurador y administrador de los bienes colectivos, sino más bien, como un elemento participante más en cuanto la asignación de recursos. Es prudente verificar los alcances que tienen los conceptos de ciudadanía, democracia e igualdad en una práctica política caracterizada por la necesidad de una participación político-ciudadana ampliada y el tránsito de una economía basada en la industrialización hacia la expansión del mercado, la apertura de las fronteras comerciales, la privatización de los bienes colectivos, la centralidad del mercado y el desplazamiento del Estado como actor en cuanto al desarrollo económico y social refiere.
Al respecto se observa una evidente tensión en continuo crecimiento entre la necesidad del nuevo sistema democrático por garantizar una inclusión política que haga posible la participación pública de manera ampliada y la exclusión social que se genera por la expansión de un modelo económico que, como ya se dijo, tiene sus bases en la privatización de los bienes sociales y la emergencia del mercado como eje de articulación y cohesión social, e inclusive política. El ejercicio del Estado se encuentra inmerso en “la paradoja de la democracia” debido a que, el nuevo modelo económico presiona hacia el individualismo, mientras que la ciudadanía exige el cumplimiento y la garantía al acceso a los bienes colectivos como incentivo para mantener su participación al interior del espacio y la opinión pública.
De esta manera, los intentos por parte del Estado para resolver la “paradoja de la democracia” se ven limitados particularmente por la pérdida de centralidad del Estado la cual, tiene varias consecuencias; entre ellas se encuentran: 1) el acotamiento de los derechos de los ciudadanos, 2) la restricción y sectorialización de la ciudadanía, 3) la pérdida de la identidad colectiva y, finalmente 4) la exclusión también de ciertos grupos sociales, grupos minoritarios y grupos vulnerables. Esto quiere decir que:
En el nuevo régimen de acumulación, la integración social es sacrificada en favor de la integración sistémica; es decir, se priorizaron los requerimientos funcionales de la acumulación capitalista en detrimento de la cohesión social. Así, la reestructuración del Estado y el desmantelamiento de las políticas sociales priva al Estado mismo de uno de los mecanismos de integración social que conoció en su anterior etapa de desarrollo, el Estado desarrollista (Sarmiento, 1997: 3).
Se observa que las limitantes del ejercicio del poder estatal han perjudicado la operación del régimen democrático en tanto, por ejemplo; existe una crisis de representación por la sobreabundancia de grupos que han sido excluidos de la política social por medio de la fragmentación de la clase obrera y la descomposición de los sindicatos de trabajadores quienes fungían anteriormente como representantes de los trabajadores; por medio del aumento constante en las tasas de desempleo, o por medio del resquebrajamiento de la relación trabajo-ciudadanía, la cual hacía posible el acceso a los bienes comunes como lo son la salud, la educación, la seguridad social, la vivienda, etc.; ahora la ciudadanía se restringe y se hace patente solamente a través de un mejoramiento en la posición de los individuos al interior del sistema económico, al interior del sistema de mercado. Esto quiere decir que la ciudadanía ha perdido su relación con la producción de bienes colectivos y por lo tanto con los derechos también colectivos, entrando en un estado de ciudadanía mínima.
Entre las consecuencias de la emergencia de esta ciudadanía mínima o ciudadanía restringida se hallan: 1) el aumento de las desigualdades sociales, 2) la provisión de bienes colectivos de manera diferenciada en tanto son provistos ahora por el sector privado, 3) la emergencia de grupos sociales vulnerables cada vez más amplios causada por la falta de acceso a dichos bienes comunes y, en consecuencia, 4) la pérdida del ideal de la seguridad social, 5) la reducción de la esfera pública, la opinión pública y la participación política. Así, es claro que la ciudadanía no sólo es restringida y mínima sino excluyente ya que ha posibilitado que se vulneren a distintos grupos sociales y esta vulnerabilidad va en aumento gracias al deterioro de las condiciones de igualdad en cuanto la posibilidad de acceder a los bienes sociales que resultan ser esenciales para el sano desarrollo de la democracia.
Existe actualmente una notable contradicción entre los planteamientos de corte universalista sustentados en las nociones clásicas de igualdad, ciudadanía y democracia que son propias de la Modernidad y que posibilitaron el dar marcha a acciones de gobierno que buscaban (de manera generalizada) mejorar las condiciones económicas, sociales, jurídicas y políticas de la sociedad en su conjunto y el modelo que se ha desplegado en el presente el cual tiene sus bases en el desarrollo de políticas focalizadas que centran su atención en los grupos sociales más vulnerables o desfavorecidos pero que desatienden los problemas de la desestabilización social, de la desintegración social, de la exclusión social. Los mayores problemas que trae esta desatención son: la emergencia de procesos de violencia social no solamente focalizada en ciertos grupos vulnerables sino de manera generalizada, el aumento de la protesta social, el aumento (por parte del Estado) de acciones de tipo represivas, la desarticulación social y política y, finalmente, episodios donde la gobernabilidad democrática se ve fuertemente afectada.
Conclusiones
Si bien, en un tema tan complejo como lo es la discusión de los conceptos de la teoría política es difícil obtener conclusiones definitivas, en este primer acercamiento a las nociones de ciudadanía e igualdad en relación con la conformación de un gobierno de corte democrático se pueden adelantar algunas deducciones e injerencias generales entre las que se encuentran: La democracia como sistema de gobierno tanto en la antigua Grecia como en los Estados-nación de la Modernidad no es, en sí misma, una estructura de gobierno de las mayorías o un “gobierno del pueblo” pero, sí se puede decir que busca la representación de las mismas. Para que exista dicha representación es necesaria la participación de la ciudadanía, ya sea de manera directa como en la Grecia clásica o de forma indirecta (a través del ejercicio del voto, por ejemplo) como se da al interior de las naciones-estado y las sociedades modernas. La participación requiere de la condición de igualdad para el debate de los asuntos pertinentes a la comunidad y su bienestar, ya que es a través de esta igualdad que se genera un sentido y un sentimiento de comunidad manifiesto también, y de manera particular, en los Estados nacionales en la constitución de la nacionalidad y en un nacionalismo aunado y anclado a una identificación individual como ciudadano de cierto territorio y de cierto Estado gobernado por sus propias leyes.
La ciudadanía es el elemento que cohesiona a la comunidad dentro de un Estado democrático, debido a que es a través de ella que se pueden generar ciertos vínculos sociales, políticos y jurídicos que se alejan de las diferencias económicas y de clase observables en términos de derechos y obligaciones convertidos en leyes constitutivas de las polis griegas y de las naciones-estado. La ciudadanía y la igualdad requieren, como derechos fundamentales, un mínimo de educación cívica y son, por tanto aprendidos en, por y a través de la comunidad. De esta manera la construcción y el ejercicio efectivo de las mismas son responsabilidad social y no individual.
Al respecto T.H. Marshall (2007: 35) dice:
La obligación de mejorarse y civilizarse es, pues, un deber social, no sólo personal, porque la salud de una sociedad depende del grado de civilización de sus miembros, y una comunidad que subraya esa obligación ha empezado a comprender que su cultura es una unidad orgánica y su civilización una herencia nacional. De lo que se reconoce que la educación es el primer paso decisivo en el camino de los derechos de ciudadanía en el siglo XX.
La democracia como forma de gobierno en la Modernidad está estructurada de manera general sobre los planteamientos de Aristóteles referidos a que “una mejor forma de gobierno”, o por lo menos, la más eficiente requiere de un tanto de oligarquía, otro tanto de aristocracia y otro más de democracia ya que esto posibilita un alto nivel de representación, de experiencia en el manejo de los asuntos públicos y de gobierno, mantiene “sana” la economía del aparato estatal y en conjunción, se tendería a la disminución de la corrupción. No por ello, en la práctica, dejan de existir y se reconocen ciertas “perversiones” al interior de la democracia.
Respecto a la postura relativa a la emergencia y necesidad de una ciudadanía de orden multicultural puede decirse lo siguiente: La “ciudadanía multicultural” y su búsqueda por alcanzar la igualdad más allá de los entornos jurídico y político desean que se analice el problema respectivo a los derechos de las minorías desde un enfoque ético, esto implicaría, según Ernesto Garzón Valdéz: “La aceptación de principios y reglas de validez universal y el consiguiente rechazo del relativismo cultural y del comunitarismo, y por otra parte, el desarrollo de cierto grado de homogeneidad social que exige el sistema democrático como condición para su viabilidad” (Garzón Valdéz, 2005: 225). Aun cuando estas coordenadas parecerían incompatibles con los objetivos de la “ciudadanía multicultural”, el autor argumenta que sólo a través del respeto de estos carices se conduciría, tanto a los grupos minoritarios como a las mayorías, hacia el desarrollo de un compromiso ético vigente entre las autoridades estatales y los miembros de las comunidades minoritarias. Para autores como Chandran Kukathas (2004: 69-100) el tratamiento al problema de las minorías étnicas planteado por Garzón Valdéz, anclado al pensamiento liberal de John Rawls no sería el más adecuado en tanto su debate se basa en el mantenimiento de las relaciones de poder históricamente existentes entre las mayorías liberales y las minorías no liberales. Esto supone una disputa sobre la naturaleza de lo que se puede considerar la “vida buena” y como plantear caminos para conseguir la misma. Es este sentido, Kukathas afirma que los grupos mayoritarios deben apelar a la tolerancia ya que la renuncia a ella es en sí misma, una renuncia a la razón.
Se observa así que el comunitarismo no pretende en primera instancia, que las comunidades minoritarias se aíslen y dejen de participar en la vida pública que sustenta a los sistemas políticos democráticos materializados en los Estados multinacionales sino, que a partir del reconocimiento de sus diferencias pero principalmente, a través del reconocimiento público de su situación histórica de desventaja, se logre alcanzar la igualdad tanto en el plano político como en el jurídico pero también en lo que respecta a su valorización en los ámbitos comunitario, social y cultural. Esto tiene la intención de que las pequeñas comunidades nacionales que viven bajo el régimen de gobierno de un Estado puedan responder de manera positiva a ciertas condiciones específicas de civilización, crecimiento y autonomía tanto comunitaria como individual; un ejemplo puntual de este acercamiento hacia los procesos de civilización y autonomía sería el conocimiento y por ende el respecto y ejercicio de los derechos humanos. La “ciudadanía multicultural” se convertiría entonces en un mecanismo que propiciara el mejoramiento de las relaciones asimétricas entre los grupos liberales mayoritarios y las minorías comunitarias quienes no pertenecen a esos grupos de poder a través de la consolidación de bases y acciones racionales de convivencia que posibiliten el abordaje de los problemas relativos a la diversidad social y de las interacciones sociales que esto implica al interior de los sistemas sociales propios de la vida moderna, ampliando así las funciones de la ciudadanía gracias a la promoción de la participación enlazada al reconocimiento de las diferencias culturales.
Debe replantearse entonces la viabilidad del quehacer actual del Estado en tanto se ha demostrado que bajo el esquema en el que opera actualmente, el cual se caracteriza por el ejercicio de políticas y programas dirigidos a grupos específicos y focalizados de la sociedad, no ha generado los resultados esperados; no hay mayor integración social y menos aún, mayor representación de los intereses colectivos en tanto estos últimos se han diversificado casi exponencialmente afectando gravemente la cohesión social y la representación política poniendo en desequilibrio la gobernabilidad democrática; la salida a la luz pública de diversos grupos vulnerables como las minorías étnicas, los grupos indígenas, los grupos religiosos, grupos de diversidad sexual, grupos de jóvenes, grupos de mujeres, etc., ponen en jaque la funcionalidad del Estado en nuestros días en tanto este se ha mostrado incapaz de representar sus intereses al interior de la vida pública, reduciéndose la participación de estos en la misma, afectándose la democracia al reducirse al ejercicio del voto pero en un contexto de fuerte exclusión social y política, de un ejercicio mínimo de la ciudadanía.
Puede decirse entonces que la “paradoja de la democracia” que se concentra en el problema de garantizar la participación de la ciudadanía en acciones de orden público mientras se desarrollan políticas centradas el expansionismo del mercado, el cual requiere de una integración social más flexible y menos universalista queda aún sin resolverse.
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