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EL BIEN COMER: NORMALIZACIÓN DE LAS PRÁCTICAS ALIMENTARIAS EN MÉXICO
EL BIEN COMER: NORMALIZACIÓN DE LAS PRÁCTICAS ALIMENTARIAS EN MÉXICO
Iberoforum. Revista de Ciencias Sociales de la Universidad Iberoamericana, vol. XIII, núm. 26, pp. 72-97, 2019
Universidad Iberoamericana, Ciudad de México
Resumen: En este estudio se muestra que, mediante una política dietética, el Estado mexicano se esmera en transformar los malos hábitos alimenticios de las clases bajas teniendo como modelo ideal el “bien comer”. A través de una exhaustiva revisión de fuentes escritas sobre el tema encontramos que las estadísticas confirman tanto un consumo, como una distribución desigual entre las diversas clases de las enfermedades relacionadas con una mala alimentación. Por un lado, el Estado defiende la libertad del consumidor y favorece la autorregulación del mercado de bebidas y alimentos, pero por el otro asume una política intervencionista para cambiar las prácticas alimentarias de los más pobres. Concluimos que la intervención institucional en materia de alimentación y salud se inscribe dentro de una lógica de acción civilizatoria basada en valores universales.
Palabras clave: alimentación, clase social, dieta, malos hábitos, México.
Abstract: Objective: show that through a dietetic policy, the State strives to transform the poor eating habits of the lower classes taking the “good to eat” as ideal model. Metodology: we made an exhaustive review of written sources on the subject. Results: statistics confirm an uneven distribution among social clases of diseases related to a bad diet. Limits: it was not possible to conduct an original survey on dietary habits according to social class. Conclusion: institutional intervention in the area of food and health is part of a logic of civilizatory’s action based on universal values.
Keywords: food, social class, diet, bad food habits, Mexico.
Introducción
Hoy en día sabemos que alimentarnos no es un acto dictado por imperativos biológicos únicamente. Investigadores de ciencias sociales como Goody (1982), Fischler (2010) y De Garine (2016: 89-138) entre otros, nos han enseñado que la selección y combinación de los ingredientes, así como la naturaleza de los guisos (fríos/calientes, cotidianos o de fiesta, entrada, plato fuerte o postre, etcétera) están relacionadas con el perfil del comedor, el medio social, su sexo, el área cultural, la religión y la época. Aunado a lo anterior, se debe de tomar en cuenta el papel que juegan las tradiciones culinarias asociadas a la disponibilidad estacional y geográfica de ciertos alimentos. La forma de comer evidencia también el peso de las costumbres y la fuerza de las representaciones colectivas. A nivel de una nación, la cocina constituye un poderoso marcador cultural. La cocina mexicana por ejemplo se ha constituido sobre la base de platillos singulares (mole, chiles en nogada, etcétera) elaborados con ingredientes nacionales (Juárez López, 2008; Pilcher, 2001). Incluso, es posible afirmar que la alimentación es un “hecho social total” para retomar una expresión de Mauss (1959), ya que abarca todos los ámbitos de la vida del hombre en sociedad.
Así pues, no se puede autonomizar los consumos alimenticios sobre todo cuando son vistos desde los únicos productos consumidos con respecto al conjunto del estilo de vida: solamente porque el gusto en materia de platillos (cuyos productos, sobretodo en el grado de indeterminación donde la estadística los aborda, pueden dar solamente una idea aproximativa) es asociado, por medio del modo de preparación, a toda la representación de la economía doméstica y de la división de los sexos […] (Bourdieu, 1979: 207).
Los alimentos son diferenciados y jerarquizados por el valor que les asigna la comunidad de los comedores (familia, grupo social), la comunidad científica, la sociedad (gastronomía nacional, tradición culinaria) y los organismos internacionales de desarrollo.[1] La codificación de las maneras de consumir alimentos crea distinciones operantes en el campo cultural, las cuales participan en el posicionamiento relativo de los individuos entre sí en la pirámide social (Idem: 196-210).
El entorno social influye de manera preponderante en los hábitos alimenticios de los individuos ya que la formación del gusto pasa por la transmisión de referencias alimentarias compartidas. El proceso de socialización del gusto se articula alrededor de una matriz de sabores y platillos con la cual se identifica y es identificado un sector de la población. La comida y los hábitos de mesa son característicos de una clase social –aunque no son exclusivas, y se combinan con otros marcadores del estatus–. Estudios sobre la alimentación en México han confirmado que las personas comen de manera diferente según su nivel de ingreso (ENSANUT, 2012; García Urigüen, 2012; INEGI, 2013).[2] Existe entonces una relación de homología entre el estatus socioeconómico y la forma de alimentarse. La lucha de clases –si consideramos que existe– es también una lucha por el modo apropiado de comer.
Por “clase” entendemos a una fracción de la sociedad cuyos individuos tienen ingresos, gustos y un estilo de vida equivalentes. Esta equivalencia se verifica entre quienes poseen una mayor probabilidad de identificarse a partir de intereses y hábitos comunes. El sentimiento de pertenencia a una clase social suele manifestarse mediante la aceptación, integración y reproducción de determinadas pautas de conducta colectiva, como lo son las costumbres alimentarias. Así, partimos de la idea de que existe una relación isomórfica entre alimentación y estatus: comemos, grosso modo, lo que comen los individuos de nuestra clase.
Históricamente, la alimentación ha estado ligada con el prestigio social y el estatus. Los diferentes modos de alimentarse pueden constituir un medio para afirmar el propio estatus frente a los demás e, incluso, adquirir prestigio. El deseo de una promoción social, manifestada fundamentalmente, a través de la adopción de alimentos, de platos y de maneras de mesa inspirados en los de una clase social considerada superior y a la que se pretende igualar o imitar ha constituido uno de los motores más poderosos de las transformaciones de la alimentación (Contreras Hernández, Gracia Arnaiz, 2005: 259).
Las costumbres alimenticias conforman lo que la ciencia de la nutrición humana denomina “dieta”, es decir, los hábitos nutricionales de los individuos. Hemos visto que la comida es el resultado de determinantes sociales, económicos y culturales, pero constituye al mismo tiempo una acción cotidiana individual que produce nuevos significantes. Ahora bien, en el presente ensayo entenderemos por “prácticas alimentarias” no sólo la construcción de una dieta basada en la calidad, cantidad y frecuencia de los alimentos ingeridos, sino más ampliamente los factores socioeconómicos y culturales que están convocados en el acto de comer. Así, hablar de prácticas alimentarias permitirá referirnos a una serie de condicionantes exógenos que intervienen más o menos directamente, y de forma consciente o no, en lo que comemos, renovando y confirmando constantemente nuestra posición en la pirámide social.
En el presente ensayo dividimos a la población en tres clases: baja, media y alta. Si bien omitimos tomar en cuenta los criterios que posibilitan desdoblar cada una de estas categorías: media baja, media alta, etcétera,[3] sí reconocemos los sutiles grados de distinción que diferencian a los individuos de una misma clase social. A la vez clásica y arbitraria, esta representación de tres grandes grupos de población remite al nivel de ingreso y el estilo de vida conexo. Según el Instituto Nacional de Estadísticas Geografía e Información (INEGI), la proporción de hogares en la clase baja es del 55.1%, clase media, 42.4%; y clase alta, 2.5%.[4] Al margen del debate en torno al método para calcular el volumen respectivo de estas clases sociales (Aguilar Gutiérrez, 2013; Franco, León, 2010; Gastelum, 2011; Pressman, 2011), es importante destacar los elementos de mayor relevancia en cuanto a las prácticas alimentarias propias de cada clase.
Ahora bien, el gobierno mexicano ha desplegado ciertos instrumentos educativos, comunicativos y hacendarios para modificar la dieta de la población con el fin de mejorar su estado de bienestar.[5] Debido a la gravedad de los problemas de salud pública relacionados con los malos hábitos alimentarios y el exceso de peso, dichas estrategias institucionales resultan insuficientes.[6] Así, la Secretaría de Salud está difundiendo el Plato del Bien Comer, el cual promueve el consumo de alimentos de origen animal en la población en riesgo de desnutrición, entre otras conductas. Cabe precisar que este modelo ideal fue diseñado a partir de intereses ajenos a la ciencia médico nutricional y contiene errores conceptuales (Muñoz Cano, 2015). También debe mencionarse la Jarra del Buen Beber que no ha sido oficializada como modelo nutricional debido al cabildeo de la industria de alimentos y bebidas.[7]
Aunado a esto, el gobierno se ha planteado como objetivo resarcir las desigualdades sociales que se manifiestan en los ámbitos de la salud y la nutrición. Así, la intervención institucional con los consumidores pobres –40% de los hogares a nivel nacional reciben al menos una ayuda alimentaria (ENSANUT, 2012: 143)– responde al doble propósito de erradicar sus malos hábitos enseñándoles un estilo de vida similar al de la clase media citadina. Lo que nos interesa aquí es precisamente examinar el alcance de este modelo del bien comer a la luz de las diferencias alimentarias entre las clases. Es menester recordar que el análisis sociológico de la alimentación en México está todavía muy endeble (en comparación con la antropología de la alimentación, por ejemplo), por lo que este ensayo se presenta como un estudio exploratorio del tema.
Para nuestra argumentación hemos reunido información de fuentes secundarias: hemerográfica, bibliográfica, periodística, de bases de datos y documentos oficiales. Recurrimos también a estudios de caso cuyos resultados ejemplifican algunos aspectos de la temática aquí tratada. El empleo adicional de datos cuantitativos extraídos de diferentes encuestas nos permitió dimensionar los fenómenos descritos con el fin de sacar a la luz tendencias generales. Nuestro interés radicó en mostrar el alcance universal de las construcciones normativas que estigmatizan la alimentación de ciertos sectores de la población.[8]
Por lo tanto, estructuramos el presente artículo de la siguiente manera: en la primera sección se exponen las características alimentarias generales de las clases baja, media y alta. Se esboza un perfil general del consumo alimentario en función de la clase de pertenencia. Enseguida examinamos las aristas relacionadas con la promoción de un modelo ideal de alimentación y bebida; allí abordamos el tema de la medición del estado de salud de la población y la batería de medidas que el gobierno despliega para corregir los malos hábitos alimentarios de los estratos inferiores de la sociedad. Concluimos nuestra exposición con una síntesis de los principales elementos revelados en el ensayo.
Clases sociales y alimentos
La lógica de distinción entre las clases sociales se manifiesta en el poder adquisitivo diferente de los individuos, así como en su alimentación. Si bien el patrón de consumo de los mexicanos se transformó en el transcurso de las últimas décadas, la jerarquización culinaria de las clases sociales se ha mantenido (Ochoa Rivera, 2013). La Encuesta Nacional de Salud y Nutrición (ENSANUT) 2016 mostró una diferencia notable entre las regiones norte, centro y sur respecto a la inseguridad alimentaria, así como diferencias significativas entre la población urbana y la población rural, siendo esta última mucho más vulnerable y recipiendaria de la gran mayoría de los apoyos alimentarios. En esta encuesta, se toma la posición de los individuos en la pirámide social, solo cuando se menciona la relación entre el quintil socioeconómico y la afiliación a un tipo de servicio médico (ENSANUT, 2016: 39). Asimismo, llama la atención que en dicha encuesta los resultados son presentados únicamente en función de la edad, sexo, región de residencia y tipo de localidad de residencia, lo cual impide comprender la lógica que articula las decisiones de los diferentes sectores de la población al momento de alimentarse. En cambio, la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH) nos ofrece una información desglosada por decil socioeconómico y tamaño de población. A nivel nacional, 34% del gasto corriente de los hogares y 4.1% son para gastos de alimentos y autoconsumo, respectivamente. En localidades de menos de 2,500 habitantes se consumen, en promedio, más calorías y más proteínas de origen vegetal, pero menos proteínas de origen animal que en las ciudades. Esta información nos revela que la gente del campo ingiere más alimentos chatarra, pero también más verduras y frutas que la población urbana. La carne está menos presente en su dieta que en la de los citadinos. Otro dato interesante es que 42.1% del gasto de los hogares rurales es para alimentación, mientras que este valor se reduce a 32.9% en los poblados de más de 2500 ha. En otras palabras, en el campo (donde hay una mayor proporción de hogares pobres) los habitantes emplean la parte (proporcional) más importante de sus ingresos para comprar alimentos, bebidas alcohólicas y sin alcohol. Si bien esta información confirma la lógica de distribución del gasto que da prioridad a algo vital que es la alimentación, independientemente del nivel de ingresos, también podemos apreciar en la misma encuesta que el 4.1% de los gastos corrientes de los hogares corresponde al autoconsumo, posibilidad ofertada por los poblados rurales. Asimismo, a la oposición entre los estilos de vida rural y urbano –habría que discutir el criterio de 2500 ha como umbral superior de lo rural– se suma de forma complementaria una distinción entre los hogares por su nivel de ingreso. Esta diferenciación social basada en la alimentación puede comprobarse merced la comparación de los alimentos comprados según el nivel socioeconómico.
| Grupo* | A/B | C+ | C | D+ | D | E |
| Cereales | 5.0 | 7.1 | 11.8 | 16.1 | 19.1 | 21.8 |
| Carnes | 10.6 | 11.5 | 16.9 | 19.5 | 19.1 | 15.4 |
| Pescado | 3.6 | 3.0 | 2.3 | 1.8 | 1.7 | 1.6 |
| Leche | 7.4 | 7.8 | 9.6 | 10.6 | 10.0 | 8.4 |
| Huevo | 0.6 | 0.8 | 1.8 | 2.8 | 3.9 | 4.9 |
| Aceites | 0.5 | 0.6 | 0.9 | 1.4 | 1.9 | 3.0 |
| Tubérculos | 0.4 | 0.7 | 1.0 | 1.3 | 1.6 | 1.8 |
| Verduras | 4.6 | 5.0 | 7.4 | 10.0 | 12.1 | 16.0 |
| Frutas | 4.6 | 4.1 | 3.7 | 3.3 | 2.9 | 2.4 |
| Azúcar | 0.2 | 0.4 | 0.6 | 1.0 | 1.5 | 2.9 |
| Café | 0.9 | 0.8 | 0.7 | 0.8 | 1.0 | 1.5 |
| Especias | 0.6 | 0.7 | 0.7 | 0.9 | 0.8 | 0.9 |
| Otro alimento | 5.0 | 6.7 | 8.2 | 6.8 | 5.5 | 4.3 |
| Bebidas | 5.2 | 6.8 | 7.3 | 7.6 | 7.9 | 7.0 |
| Subtotal en el hogar | 49.0 | 56.0 | 73.0 | 83.7 | 89.0 | 91.9 |
| Fuera del Hogar | 51.0 | 44.0 | 27.0 | 16.3 | 11.0 | 8.2 |
El Cuadro 1 es muy revelador en cuanto a los hábitos de consumo de los diferentes segmentos de la población. Los hogares más pudientes comen más pescado y frutas que los demás grupos de consumidores, pero sobre todo gastan más de la mitad de su presupuesto destinado a alimentación en comer fuera del hogar. La enigh 2012 precisa que para el decil I de la población mexicana 52.1% del gasto es para alimentos, bebidas y tabaco, mientras que en el último decil este valor baja a 22.8%. Estos valores confirman la existencia de una relación entre la pertenencia a una clase social y la proporción de los ingresos gastados para alimentarse dentro y fuera del hogar.
El Cuadro 2 permite ver que a menor ingreso más comida chatarra se ingiere, más proteínas de origen vegetal, pero también menos vitaminas y minerales. Existe poca diferencia entre los deciles de hogares respecto a la cantidad de proteína de origen animal ingerida. También es notoria la disminución de la proporción de “otros alimentos” conforme se reduce el nivel de ingreso, lo cual confirma una mayor diversificación de la dieta de la población de mayores recursos.

Abajo de la escala social, los individuos buscan optimizar la relación entre el volumen comprado y la cantidad de dinero invertido. Se esmeran para encontrar la forma más económica de adquirir alimentos ya sea produciéndolos (en el caso de las familias campesinas), comprándolos por mayoreo o directamente a los productores.[9] Las amas de casa emplean una parte significativa de su tiempo para preparar de comer. En las localidades de menos de 10000 ha, las mujeres dedican en promedio 22% de su tiempo a preparar y servir alimentos (enut, 2014). Conforme uno baja en la escala social encuentra que la gente ingiere más aceite, azúcar, huevos, cereales, bebidas industriales, pero también más verduras y tubérculos. “Mientras para el segmento de altos ingresos la carne funge como alimento con restricción pues existe una asociación con el colesterol, en los segmentos de bajos ingresos es vista como símbolo de buena alimentación; esto resalta su función nutricional y es motivo de orgullo, satisfacción y tranquilidad” (García Urigüen, 2012: 168). En la clase baja ya sea urbana o rural, se acostumbra preparar guisos abundantes y grasosos. Encuentran en una dieta cotidiana copiosa la sensación placentera de la saciedad. Se busca a menudo la satisfacción inmediata del hambre mediante la ingestión de platillos “que llenan”, comiendo hasta “tener la barriga llena”, “hasta que el cuerpo aguante”. Estas expresiones del lenguaje popular reflejan una realidad social intangible.
Jones: ¿Cuál es tu comida favorita de Coyolillo?
Antonio: Los frijoles, tortillas y el café. Carne, cuando hay.
Jones: ¿Qué te gusta?
Antonio: Bueno, me gustan los frijoles más que otras comidas. Es lo que te llena más. Cuando comes mole, te da hambre en una hora. Pero no con los frijoles. Puedes almorzar frijoles y puedes esperar para comer hasta anochecer. De noche, todavía está lleno el estómago, y lo mejor son los frijoles con arroz (Jones et al., 2004).
Este extracto de entrevista ilustra una forma general de concebir los alimentos en los medios populares donde predomina todavía una dieta tradicional basada en derivados del maíz (trigo en el norte), frijol y chile, completada por una gran cantidad de refrescos. El sobreconsumo de alimentos por la gente de bajos recursos puede explicarse parcialmente como un efecto de la inseguridad alimentaria: compensa lo que no han comido y anticipa futuras carencias. En un contexto de incertidumbre múltiple (climática, laboral, económica y de salud) se sobrevalora la función bioenergética del cuerpo, que es visto como una máquina que transforma los alimentos en combustible.
Es menester señalar que la ingestión de productos industrializados saturados en sal, carbohidratos y grasas (que los consumidores generalmente no consideran como “comida”, sino como “antojo”) contribuye a dar un mayor prestigio social (Pérez Izquierdo et al., 2012). Los comedores suelen adaptar su alimentación para complacerse con una frecuencia variable (los antojos) y al mismo tiempo privarse de ciertos alimentos considerados como malos. Además, cabe diferenciar las conductas alimentarias entre hombres y mujeres tomando en cuenta las contradicciones respectivas entre su dieta cotidiana y la representación de su cuerpo (Pérez Gil, Vega García, Romero Juárez, 2007). De manera general, el sobreconsumo de alimentos procesados otorga a los individuos de clase baja la posibilidad de mostrar en su entorno social una capacidad relativamente alta de adquisición de bienes, así como su reinterpretación positiva de la dieta citadina y moderna (influenciados por la publicidad). Precisamente, su integración desproporcionada de alimentos industriales en su dieta cotidiana busca asemejar su estilo de vida al de la clase media urbana.
En la clase media, se alternan con una frecuencia variable las comidas en casa con las comidas fuera (preferentemente en fondas y pequeños restaurantes). Se combinan alimentos perecederos comprados en tianguis con alimentos procesados de origen industrial adquiridos en supermercados. Esta procedencia diversa de los alimentos empleados para cocinar en casa no excluye el consumo de productos de bajo valor nutritivo. A diferencia de la clase baja, se ahorra tiempo para elaborar la comida comprando alimentos preparados, precocidos o bien productos congelados o refrigerados. Frecuentemente se busca servir cantidades de alimentos en función de la edad, sexo y complexión del comensal: se le sirve lo que su cuerpo necesita. Existe una tendencia general para encontrar cierto equilibrio dietético ejemplificado por el Plato del bien comer y la Jarra del buen beber. En un estudio sobre la alimentación de los mexicanos, investigadores llegaron a la siguiente conclusión:
La clase media típica tiene como principal característica sociocultural el encontrarse en una constante búsqueda de reafirmación de su situación frente a los otros, es decir, busca distintas formas para diferenciarse o acercarse a los códigos culturales existentes mediante consumos, relaciones o actitudes del resto de la población (hacia arriba o hacia abajo). Si bien esto puede tener una explicación histórico-política en nuestro país a partir de los años 50 y la conformación de la clase intelectual como proyecto de nación, la realidad económica, social y política ha provocado que dicho estrato sea el más afectado en términos emocionales e identitarios. Esto ocasiona que la clase media típica busque constantemente nuevos referentes o nuevos consumos y tenga cierto recelo de la situación de la clase media alta, a quienes clasifican como “ricos”, pero también cierto repudio hacia la clase media baja, a quienes tildan de “pobres” (ConMexico, 2016: 47).
Asimismo, en la clase media puede vislumbrarse la combinación de una satisfacción estética del hambre con un placer gustativo normado, posicionando sus elecciones alimentarias arriba de lo posible (es decir, de lo básico, de lo necesario) y abajo del deseable (modelo ideal de comidas, sanas, equilibradas y diversas que sintonizan el gusto con el buen gusto).
La clase alta cuida generalmente más su alimentación que las otras clases. Suele mostrar un autocontrol permanente de sus necesidades corporales, disimulando su apetito con estrategias más o menos codificadas. El sector de la población de mayores ingresos tiende a comprar más alimentos importados, así como frutas y verduras de primera calidad, a menudo fuera de temporada. Las variaciones de precios en función de la disponibilidad de determinados alimentos en el mercado nacional no ejercen una influencia determinante sobre su decisión de compra; es más, el poder reunir en su canasta productos de alto costo adquiridos en lugares exclusivos, es un signo de prestigio que se suma a muchos otros (quién prepara la comida, cómo la prepara, la duración de la preparación, dónde está servida, con quiénes está compartida, etcétera). Se delega la responsabilidad de guisar a cocineras; la cocina de la clase alta es una “cocina sin preocupaciones” según la expresión de la pareja de sociólogos Grignon (1986). Es una dieta diversificada pero poco abundante que resalta el valor de la rareza. El gourmet –que anhela ser a la vez sibarita y catador amateur– mide las cantidades porque busca ante todo degustar los platillos, discernir los sabores e identificar las sensaciones que le provocan ver, oler y comer especialidades. Resumiendo, esta conducta alimentaria, Eckstein señala: “a) posibilidades para elegir productos raros y costosos para impresionar a los demás; b) posibilidades para elegir restaurantes caros para gratificación personal; y c) posibilidades para preparar platos muy elaborados cuya preparación exija mucho tiempo” (citado por Contreras Hernández, Gracia Arnaiz, 2005: 265). Aunado a lo antes señalado, los individuos de clase alta tienden a cuidar su silueta –más las mujeres que los hombres– por lo que invierten mucho para mantener un cuerpo saludable haciendo ejercicio, yendo al spa, el gimnasio y practicando deportes (golf, tenis, equitación, etcétera).[10]
En suma, los hábitos alimenticios varían según el nivel de ingreso, siendo los de menos recursos los que muestran un mayor desequilibrio. No solamente remite a un poder de compra diferente, sino que se trata también de una elección preferencial de ciertos productos ya que se sabe que las familias rurales pobres tienen una dieta más desequilibrada cuanto más cerca de la carretera y de los centros urbanos se encuentran (El Poder del Consumidor, 2010: 29). A la diferencia de clases en cuanto a la ingestión de alimentos sólidos deben agregarse las distinciones sociales que se manifiestan en el consumo de bebidas.
Clases sociales y bebidas
Una cuarta parte del gasto de los hogares mexicanos está destinada a bebidas refrescantes y se encuentra entre los cinco alimentos más consumidos en todos los grupos de población. De hecho, las bebidas con alto contenido calórico representan el 20% de la energía en niños y adultos (Rodríguez Burelo, Avalos García, López Ramón, 2014). De la misma forma que existen diferencias significativas entre clases sociales en torno a la alimentación, el tipo y cantidad de bebida que se ingiere a diario varía en función del grupo socioeconómico de pertenencia, el sexo y la edad.
La enigh del 2012 nos indica que el gasto en bebidas está proporcionalmente invertido respecto a los ingresos, a excepción del sector más pobre de la sociedad –categoría E en el Cuadro 1–, que no tiene los ingresos suficientes para elevar su nivel de consumo de bebidas industriales. Cuidan también lo que beben, por lo que no acostumbran asociar el refresco con la comida.
En el caso de los segmentos A, B y C+ [clases altas y media alta] se tiende a tomar agua natural o agua de frutas. En los niveles más bajos, el refresco es seguido por el agua de frutas o preparada con saborizantes. En los segmentos C, D y E, se consumen refrescos de tamaño familiar para dosificar durante la comida (García Urigüen, 2012: 111).
El caso del refresco es particularmente interesante para comprender el proceso de distinción social referido a los alimentos y bebidas. La incorporación de bebidas industriales endulzadas en la dieta cotidiana de las familias de clase baja es un fenómeno relativamente reciente y masivo. Los consumidores lo justifican de diferentes maneras. Por ejemplo, los habitantes de un poblado mexiquense en el cual existen tres manantiales repiten convencidos que “sin refresco, no hay comida” y aseveran por otro lado que “el agua es para los animales” (Ochoa Rivera, 2013). En la región indígena de los Altos de Chiapas, se ingieren en promedio 2.25 litros de refresco por día por persona: “en vez de agua o pozol como alimento básico; en la compañía de otros como demostración de amistad y respeto; para pedir o agradecer un favor; al momento de pagar una deuda; mezclada con pox para distraerse u olvidarse de cosas negativas; como sustituto para pox o vino en ceremonias y ofrendas católicas sincréticas; en los rituales de curación; etcétera” (Page Pliego, 2013). Los resultados de un estudio sobre los hábitos alimentarios en niños y jóvenes en la región de la Montaña de Guerrero arrojaron que 70.3% de los alumnos de primaria desayunan con refresco, la población tiene la creencia de que “quita el hambre” y “da energía”. En estas comunidades rurales se prefiere la Coca Cola por sobre otras marcas, al grado que ofrecer Pepsi Cola es considerado como una ofensa (El Poder del Consumidor, 2010: 27). Consumir refresco se ha vuelto un elemento de distinción social en la gran mayoría de los poblados rurales y zonas populares del país. Este indicador de la posición social opera sobretodo en la clase baja, ya que a menores ingresos, más refresco se consume (ops-oms, 2013). Las propiedades adictivas del azúcar y de la cafeína –presentes en mayor proporción en la Coca Cola vendida en México que en otros países– no explican por sí solas cómo este producto se ha convertido en un símbolo alimentario de referencia.
La Coca Cola es la bebida endulzada gaseosa más vendida en el país: en promedio son 775 botellas de 8 onzas consumidas por mexicano por año.[11] Este consumo generalizado no exime principios de distinción social: se trata de un producto universal, de fácil acceso, pero cuyas variantes y diferentes presentaciones son significativas en cuanto a la posición del comprador/consumidor en la escala social. En el Cuadro 3 señalamos cuatro variables (tipo, porción materia envase y tipo de envase) que podrían ser completadas con otras variables relacionadas a las condiciones sociales de ingestión de la Coca Cola (momentos del día/ de la semana; solo, en familia o en comidas festivas; mezclado o no con licor).
| Producto | Porción | Materia envase | Tipo de envase | |
| Mayor estatus Menor estatus | Cereza/ Vanilla Life Light/ Zero “Clásico” | Individual (1l ≤) Mediana (entre 1 y 2l) Familiar (≥ 2l) | Aluminio Vidrio Plástico | No retornable Retornable |
La clase media también toma refrescos y la Coca Cola es de igual forma la bebida gaseosa preferida, pero se suele optar también por aguas de sabor y agua purificada. El agua se ofrece, mientras el refresco se comparte. Es de notar que el precio del agua embotellada suele ser más elevado que el de las sodas, por lo que beber agua puede considerarse hasta cierto punto como un signo positivo de distinción, sobre todo si hablamos del consumo individual de agua embotellada entre las comidas. Tomar agua en el transcurso del día significa buscar un equilibrio dietético, cuidar su salud y –por qué no– atender las recomendaciones de médicos y nutriólogos.[12]
En suma, es posible aseverar que en la clase baja se satisface preferentemente el hambre del comedor; en la clase media se responde sobre todo a las necesidades bioenergéticas; y la clase alta responde a una estética del gusto. En el siguiente apartado veremos cómo estas características generales de las tres clases sociales son refuncionalizadas en un contexto de intervención institucional en el ámbito de la alimentación.
Medir los malos hábitos y sus consecuencias
Los problemas de salud relacionados con la alimentación son muy graves porque afectan a gran parte de la población: México ocupa el primer lugar a nivel mundial de obesidad infantil, el segundo en obesidad de adultos, y 6.4 millones de personas han sido diagnosticadas con diabetes.[13] Los cambios en la dieta cotidiana de los mexicanos tienen efectos desastrosos para los consumidores y para la sociedad en general (Barrera Cruz, Rodríguez González, Molina Ayala, 2013). Los alimentos industrializados que han aumentado en la dieta de la población pobre son aquellos que pertenecen al grupo de harinas refinadas (galletas, pastelillos, pastas refinadas, frituras), lácteos, productos con alto contenido de azúcar (dulces y chocolates), así como los refrescos y bebidas azucaradas. En la Encuesta Nacional de Nutrición en el área rural se registró el consumo promedio de 18 productos industrializados en 1989, y 96 productos en 2004. Es decir, un crecimiento de 300% en 15 años (Madrigal et al., 2008).
Frente a las cifras alarmantes que muestran la existencia de una “gastro-anomia” para retomar la expresión de Fischler (2010), se perfila la intervención del Estado a favor de la salud de la población. Este proceso de normalización dietética remite, según la investigadora Gracia Arnaiz (2007) a la
construcción de un patrón alimentario específico –la dieta equilibrada– con base en la restricción o promoción del consumo de ciertos alimentos y la prescripción de un conjunto de disposiciones relacionadas con el modo de establecerlo, cuándo y en compañía de quiénes; sus objetivos son homogeneizar la vida cotidiana.
Junto con el encuadramiento de la salud de la población, el Estado ejerce su facultad hegemónica para cuantificar lo normal y normar lo correcto. La producción de indicadores oficiales relativos a valores ideales en materia de salud y alimentación revela su poder demiúrgico, ya que éste establece los criterios de verdad (Lutz, 2012). Los programas de educación dietética enfocados a combatir el mal comer, es decir, el conjunto de prácticas alimentarias dañinas para la salud e impropias en una sociedad moderna, tienden a reforzar la distancia cultural entre las clases sociales. La invención renovada de los intervalos de normalidad es resultado de un complejo juego de intereses entre los organismos internacionales, imperios farmacéuticos, empresas agroalimentarias y los gobiernos nacionales (Campos et al., 2005). Esta construcción “para-científica”[14] de los valores de lo correcto en materia de salud y alimentación permite producir resultados tendientes a legitimar la política intervencionista del Estado e, incidentemente, fomentar el crecimiento del mercado de productos para adelgazar, para diabéticos y complementos alimentarios (Ortega, McPhail, Vega Montiel, 2011).[15] Los requerimientos energéticos diarios, los grupos de alimentos, el Plato del bien comer y el Índice de Masa Corporal (IMC) son referentes institucionales que posibilitan medir la distancia que separa las prácticas cotidianas de los individuos con el modelo ideal de conducta alimentaria y de salud (Lutz, 2012). A partir de estereotipos clasistas validados por indicadores oficiales, las autoridades de salud construyen poblaciones prioritarias para sus programas sociales. Así, denuncian reiteradamente el excesivo consumo de bebidas azucaradas por parte de la franja de la población que abusa de su libertad e ignora los efectos deletéreos sobre la salud. Sin embargo, es menester recordar que solamente 40.2% de viviendas con población que habla alguna lengua indígena cuenta con agua dentro de la vivienda (INEGI, 2016).
Por otro lado, 57,567 de los planteles escolares, es decir, 27.72% de los mismos, no tienen acceso al agua de la red pública del Estado, y 42.27% no tiene drenaje.[16] El caso de las comunidades mazahuas de Villa de Carbón del Estado de México que carecen de agua potable, pero en cuyo territorio opera el Sistema Cutzamala de extracción de agua más grande de América Latina, muestra cómo se estigmatiza a los pobres por sus supuestos malos hábitos alimenticios cuando el mismo Estado les niega la posibilidad de tener una vida digna debido a la carencia de infraestructura y desarrollo (Gómez Reyes, 2011). Empresas transnacionales como Nestlé, Pepsico y Coca-Cola extraen el agua del subsuelo en zonas rurales para luego venderla embotellada y endulzada a los mismos autóctonos (Montero Contreras, 2009; Page Pliego, 2013). De ahí la recomendación del relator especial de las Naciones Unidas en misión a México de “conceder subvenciones a las comunidades pobres para que puedan acceder al agua” (Naciones Unidas, 2012: 21).
Desde su creación en 2004, el Coneval se ha encargado de evaluar las políticas públicas y orientar la toma de decisiones en materia de desarrollo social. En el informe Dimensiones de la inseguridad alimentaria, se apunta la “falta de concientización de los riesgos de sobrepeso y obesidad y el pobre nivel educativo en nutrición” (Coneval, 2010: 57). Los académicos autores de dicha evaluación emplean con frecuencia los términos de “malos hábitos”, “mala alimentación” y “mala nutrición” para referirse a la responsabilidad de los pobres en cuanto al desequilibrio de su dieta. En las localidades con menos de 2,500 habitantes, el 80% de los hogares no indígenas y el 84% de los hogares indígenas no sigue el padrón recomendado de consumo de frutas, verduras, cereales y tubérculos.
Al considerar estas variables, resulta evidente que un bajo porcentaje de estos hogares consume en la cantidad y frecuencia adecuados los alimentos de los diversos grupos, según los criterios nutricionales sugeridas por el insp. Este problema es mucho más grave en la población indígena; por ejemplo, sólo 10% de la población rural no indígena y 3% de la población rural indígena, analizadas en la enaaen, consumen uno o más alimentos del grupo de los cárnicos por tres o más días (Coneval, 2010: 102).
Lo inadecuado de las prácticas alimentarias de la población de bajos ingresos quedaría tipificado en este importante documento consultivo como conducta imprudencial realizada en un contexto social y cultural adverso. Al respecto, se menciona al “estilo de vida” de los más vulnerables como factor de no aprovechamiento físico de los alimentos (Idem: 41).
Para cambiar las prácticas de salud de la población con más probabilidades de padecer anemia, sobrepeso y obesidad, una de las cuatro vertientes de acción de la sep es la “socialización para generar patrones de conducta saludables” (Coneval, 2010: 88). El acuerdo interinstitucional denominado “Alianza por un México Sano” busca también la educación y concientización de los riesgos que implican los malos hábitos alimentarios. El principio de autodeterminación –que incluye al autocuidado– constituye uno de los ejes de la política preventiva en materia de salud y nutrición. Se delega la entera responsabilidad al consumidor de lo que come y del estilo de vida que adopta. Al respecto, el Programa Estratégico de Vigilancia Nutricional (2001-2006) vaticinaba que:
La población disminuirá los efectos en salud derivados de la malnutrición, debido a que han mejorado la autodeterminación y por tanto el autocuidado en la forma de alimentarse motivado lo anterior por una educación alimentaria a la comunidad, otorgada por prestadores de servicios capacitados para la consejería en nutrición [...][17]
Estos lineamientos se mantuvieron en la “Estrategia Nacional para la Prevención y Control del Sobrepeso, la Obesidad y la Diabetes” del Programa Sectorial de Salud (2013-2018):
1.2.2 Fomentar la alimentación correcta a nivel individual, familiar, escolar y comunitario a través de estrategias innovadoras de mercadotecnia social; 1.6.3 Promover la prevención, detección de conductas alimentarias de riesgo (en los adolescentes); 4.1.5 Coadyuvar en la provisión de alimentos y suplementos alimenticios para una nutrición adecuada (para menores de 5 años en comunidades marginadas); e incorporar a las jefas de hogares con carencia alimentaria a un sistema de protección social y capacitarlas para el autocuidado.[18]
Según las autoridades sanitarias mexicanas, la responsabilidad de una mala alimentación recae en el desnutrido y el obeso. Incluso, los menores de edad y el grupo de los adolescentes son estigmatizados por su dieta desbalanceada. Pero son las madres amamantando y las jefas de hogar marginadas a quienes se considera responsables de la inadecuada alimentación de sus dependientes. Acorde con la visión androcéntrica dominante según la cual la madre-esposa es la cuidadora del bienestar de la familia los programas de desarrollo se enfocan en ella para encontrar: 1) el chivo expiatorio de los problemas de salud de su familia; 2) una interlocutora siempre disponible porque se supone que la ama de casa tiene un empleo de tiempo flexible y poco cargado; y 3) la beneficiaria de los apoyos de los programas asistencialistas focalizados. Este señalamiento en contra de las madres de familias marginadas se basa sobre el hecho de que ellas son quienes preparan de comer. Asimismo, el discurso gubernamental retoma la perspectiva androcéntrica que asigna al género femenino la responsabilidad de la alimentación y salud de toda la familia. A partir de esta declaración se movilizan recursos para intervenir en la vida de los pobres, reeducando a las mujeres para que se conviertan en madres ejemplares gracias a la asimilación de prácticas de amas de casa de clase media citadina. En el programa de Comedores Comunitarios, los varones uniformados de la Secretaría de la Marina y de la Secretaría de la Defensa son quienes se encargan de capacitar a las cocineras voluntarias con el fin de normalizar sus prácticas alimentarias (Lutz, Torres Oregón, 2016).
En el marco de esta intervención alimentaria, el gobierno “omite” tomar en cuenta: la disminución del poder adquisitivo de las familias trabajadoras, lo cual les impide tener una dieta variada que incluya alimentos de todos los grupos; la normatividad laxa respecto a la publicidad y comercialización de alimentos chatarra que influencian negativamente la conducta de los consumidores; los apoyos fiscales a la industria de bebidas y alimentos que les permite ampliar el número de consumidores e incrementar sus ventas.[19] Por lo tanto, la estigmatización de la conducta inadecuada de las madres de familia y de los menores tiende a reproducir las distinciones clasistas, racistas y de género. Tal como lo anotó el relator especial de las Naciones Unidas en su informe sobre las políticas alimentarias en México, el gobierno mexicano atribuye equivocadamente “el problema del sobrepeso y la obesidad al comportamiento de los consumidores, cuando en realidad procede del sistema de alimentación en su conjunto” (Naciones Unidas, 2012: 17).
Podemos inferir que culpar al consumidor por sus malos hábitos alimentarios, se enmarca dentro de cierta tendencia de las élites a expresarse negativamente respecto de las clases inferiores. Los funcionarios públicos en contacto con los beneficiarios de los programas sociales no están exentos de actitudes patriarcales y arbitrarias. El racismo constituye un fenómeno tan importante que opera una Comisión Nacional para la Prevención de la Discriminación (Conapred) desde 2003, una parte de cuyas demandas están en contra de servidores públicos. En la obra México racista: una denuncia, su autor narra el caso del presidente del Instituto Nacional Electoral (INE) quien se expresó de manera impropia y racista en contra de un líder indígena con quien había conversado el 23 de abril del 2015, y el caso de la directora del Instituto Municipal de la Mujer (INMUJER) de Tijuana quien escribió en su cuenta de Facebook su hartazgo de tratar con indígenas y su deseo de vivir fuera de México (Navarrete, 2016). Estos ejemplos podrían multiplicarse sin por lo tanto deducir de estos discursos racistas una tendencia general. No obstante, es posible aseverar que estas manifestaciones en contra de los beneficiarios pobres de los programas sociales redoblan la heterenomía de los principios que articulan el proceso de civilización. Corregir los malos hábitos de la población en situación de pobreza alimentaria es, para las instancias gubernamentales, reeducarlos según los principios de una alimentación científicamente balanceada y de los modales de mesa correspondientes, es decir, los de la clase media urbana. Un ejemplo es el tenedor y el cuchillo que conforman el logotipo de la Cruzada Nacional en Contra del Hambre, cuando este programa de seguridad alimentaria se enfoca en las poblaciones marginadas del campo que emplean en su gran mayoría la mano y la cuchara para comer. En cuanto al Plato del bien comer, está representado con un plato llano a cuya izquierda está un tenedor volteado hacia abajo, a la derecha hay un cuchillo y cuchara, tal como se dispone en las mesas de los restaurantes y en los hogares urbanos de clase media, cuando en realidad se acostumbra en muchas regiones rurales a comer en un único plato hondo. Así, esta promoción institucional de las maneras de mesa de corte occidental, junto con los principios de higiene, conservación y preparación de los alimentos, parte del supuesto de que los pobres, y más particularmente los indígenas, tienen malos hábitos que la ciencia de la alimentación puede ayudar a corregir.
En suma, el gobierno interviene, de manera directa e indirecta, en la promoción de una serie de hábitos alimentarios, enfocándose sobre todo en la modificación de la dieta de los beneficiarios de los programas asistencialistas. El modelo ideal del Plato del Bien Comer y la Jarra del Buen Beber fungen como paradigmas de la alimentación. En los hechos, las prácticas alimentarias de los sectores más vulnerables de la población están parcialmente influenciadas por la publicidad y el fácil acceso a alimentos industrializados, productos que han sido integrados a su dieta al punto de ser considerados por ellos como “básicos”. Asimismo, por un lado, el Estado se empeña en intervenir en la alimentación de los pobres para corregir sus malos hábitos, pero, por el otro, mantiene una política laxa que permite el incremento del volumen de venta de los productos comestibles dañinos para la salud.
Conclusiones
La diferencia entre clases y al interior de las mismas se manifiesta por una distinción en el consumo de alimentos y bebidas. Muy escasos son los datos estadísticos que podemos tener al respecto ya que las encuestas privilegian la combinación de diferentes variables como el sexo, zona de residencia (norte, centro y sur del país), tipo de localidad de residencia (urbana o rural), quedando prácticamente descartada la variable socioeconómica cuando de alimentación se trata. No obstante, esta ausencia de estudios sociológicos sobre la alimentación de los diversos sectores de la población como manifestación de sus respectivas diferencias, existen algunos estereotipos respecto al mal gusto de las clases desfavorecidas. Los diferentes programas sociales que tienen como objetivo el mejoramiento de la salud y alimentación de las poblaciones más afectadas por una dieta desbalanceada tienden a diseñar políticas correctivas basadas en un cambio de modales de los subalternos.[20] Sabemos que la alimentación y el estilo de vida son los principales causantes de la buena o mala salud. La ciencia médica junto con el Estado certifica las relaciones entre el tipo de patología y el nivel socioeconómico del enfermo. De esta forma, las encuestas epidemiológicas validan las conocidas distinciones sociales al hacer posible la existencia de una relación causal entre enfermedad y estatus social. Estas estadísticas sirven para orientar las políticas públicas hacia el sector más desfavorecido de la población, el cual se concentra en las zonas rurales dominadas por poblaciones nativas. Al respecto, la institución médica asume un papel protagónico de primera importancia porque identifica, clasifica y organiza las categorías de enfermos. Independientemente de la orientación ideológica del gobierno, éste es quien certifica que el estilo de vida (los “malos hábitos”) de los pobres es directamente responsable de sus padecimientos biológicos. Según el discurso oficial, para poder vivir sanos y gozar de bienestar, los pobres deben de cambiar su estilo de vida.
Cambiar las malas prácticas alimentarias de la población es un objetivo civilizatorio que legitima la propia intervención del Estado porque establece los principios normativos del bien comer. Por su misma naturaleza cuantitativa, estos valores de lo correcto en materia de alimentación contribuyen a mantener una triple distinción entre el mal comer, el bien comer y el buen gusto. El primero se enseña y se calcula, mientras que el segundo se hereda y se aprecia. El bien comer es la valoración numérica del equilibrio entre diversidad y frecuencia, entre la cantidad de alimentos ingeridos, su periodicidad, su balance por grupos de alimentos y por cantidad de micronutrimentos, las bebidas tomadas diariamente, etcétera. Es la construcción arbitraria de una dieta balanceada adaptada a cada grupo de población. Es también el dominio de la ciencia de los alimentos. El condicionamiento de la dieta de los pobres logra mantener oportunamente una distancia entre la dieta ideal y el consumo alimentario real, distancia que justifica la producción permanente de una biopolítica correctiva.
Al mismo tiempo, refuerza la dominación poscolonial mediante la transmisión de valores occidentales sobre lo “correcto” e “incorrecto” de la alimentación y las maneras de mesa. La necesidad del Estado mexicano de intervenir en la vida de las poblaciones denominadas “vulnerables” (marginados, enfermos, menores, etcétera) se debe a la siguiente cadena de hechos: 1) aplica políticas regulatorias laxas en materia de producción, distribución y venta de alimentos procesados dejando al consumidor a merced de la mercadotecnia; 2) el libre albedrío del consumidor pone en desventaja al consumidor de menores ingresos; 3) el deterioro subsecuente del estado de salud de la población pobre debido a una mala alimentación que se va normalizando, con sus consecuencias negativas sobre el gasto público de salud, justifica la perennidad de la intervención gubernamental para cambiar los hábitos alimentarios de los pobres.
Desde los organismos internacionales de desarrollo hasta las organizaciones de la sociedad civil (OSC) pasando por los Estados nacionales, se despliegan estrategias más o menos similares para cambiar la mentalidad de las cohortes de marginados. Salud, higiene y alimentación son los tres pilares de estos discursos que tienen todos como modelo el patrón occidental de civilización. Es particularmente interesante anotar que más allá del tipo de justificación caritativa, filantrópica o de solidaridad, es el “ser pobre” lo que es estigmatizado, pues es visto como una subcultura que posee sus propios códigos sociales y referencias alimenticias. Todavía para los estadistas, el modelo de sociedad rara vez está en discusión: el problema de la pobreza alimentaria es básicamente la inadecuada alimentación del pobre. “El camino hacia la civilización no es gratuito, tiene un costo que la humanidad paga en dolor y enfermedad”, afirmó con acierto el antropólogo Aguirre Beltrán (1994: 224), heraldo de la aculturación de los indios.
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Notas