Voces y Contextos

El eterno presente latinoamericano: reflexiones sobre marginación y modernidad

The Eternal Present in Latin America: Reflections on Marginalization and Modernity

Eder Noda Ramírez
Alfredo Sánchez Carballo
Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, México

El eterno presente latinoamericano: reflexiones sobre marginación y modernidad

Iberoforum. Revista de Ciencias Sociales de la Universidad Iberoamericana, vol. XIV, núm. 28, pp. 35-56, 2019

Universidad Iberoamericana, Ciudad de México

Resumen: En este trabajo se ensayan algunas reflexiones acerca de la categoría de marginación relacionada con los aspectos de la modernidad tardía. Se discute que el discurso del desarrollo para América Latina ha sido impuesto por naciones desarrolladas que pretenden que esta región se adapte al léxico de las potencias ubicadas en el “centro” del sistema-mundo dominado, en la actualidad, por el proceso de globalización y neoliberalismo heredado por la injerencia eurocéntrica. Se llega a la conclusión de que América Latina no puede alcanzar la meta del desarrollo impuesta, ya que no se han reconocido aspectos teóricos y analíticos como el tiempo (historicidad propia de la región) y el espacio (geografía heterogénea), ante lo cual se retoma la categorización de Castaingts acerca de los diferentes tipos de espacios, entre ellos, el sociopolítico.

Palabras clave: modernidad, marginación, desarrollo, espacio, América Latina.

Abstract: In this paper some reflections on the category of marginalization related to the aspects of late modernity are tested. It is argued that the development discourse for Latin America has been imposed by developed nations that claim that this region adapts to the lexicon of the powers located in the “center” of the world-system dominated, at present, by the process of globalization and neoliberalism inherited by Eurocentric interference. It is concluded that Latin America cannot achieve the goal of development imposed because theoretical and analytical aspects as time (historicity of the region) and space (heterogeneous geography) have not been recognized, at which it is revisited Castaingts's categorization about the different types of spaces, including the socio-political.

Keywords: modernity, marginalization, development, space, Latin America.

Introducción

Los debates teóricos sobre la marginación, al menos en lo que hoy conocemos como América Latina, han partido de las reminiscencias de la Escuela Latinoamericana del Desarrollo, auspiciada por la Comisión Económica para América Latina (cepal), circunscrita dentro de un modelo de bienestar representado por el de sustitución de importaciones que también involucró a los procesos de instauración o transición de las democracias de América Latina. Uno de los puntos sustanciales de dicha instauración giró en la siguiente cuestión: ¿qué tipo de desarrollo habría en América Latina y para qué? Lo anterior se entendía desde la posición estructural en la que se encontraba la región, económicamente desde una región periférica, y epistemológicamente en una coordenada del “Sur global”, dominada por los propios procesos de colonización de los proyectos hegemónicos del “Norte global” (De Sousa, 2009).

De esta manera, los fines del desarrollo del capitalismo dependiente en la encrucijada de esta región vendrían a constituir un proyecto político y económico con miras a la reducción de las desigualdades por la propia inercia inequitativa producida en el escenario del mercado internacional (Prebisch, 1981), donde los Estados y las empresas trasnacionales dominantes han actuado como protagonistas. Esta situación incentivó un debate en la forma en la que América Latina se integraría a los procesos de progreso y modernidad. Lo anterior contribuyó a que también se racionalizara el desarrollo/subdesarrollo como parte de la planificación estatal dentro de la práctica de la modernidad, sin reflexionar profundamente bajo qué procesos se definiría América Latina como región subdesarrollada (Escobar, 1999).

La marginación, en consecuencia, ha sido inherente de esa retórica desarrollista en Latinoamérica, íntimamente asociada al subdesarrollo y relacionada al atraso tecnológico/económico/político para la cual se busca “lograr alcanzar la meta” del estándar de las sociedades más “avanzadas”, premisa de la idea central de modernidad. Esta categoría, en las ciencias sociales, posee únicamente características sociológicas y económicas dualistas: desarrollo/subdesarrollo, avance/atraso, centro/periferia, mismas que han formado una tradición en los estudios o ensayos sobre las desigualdades económicas y sociales.

En consideración con lo anterior, el objetivo de este ensayo es integrar una reflexión crítica sobre la modernidad que se ha radicalizado en las últimas décadas en relación con el relato de la marginación en el contexto latinoamericano, esto último como producto de una categorización del atraso, subdesarrollo o formas colonizadas de la vida social. Se da inicio a esta discusión desde el supuesto de que la marginación no logra ser una categoría conceptual significativa sin considerarla como parte de los procesos históricos de dominación que se han adherido a una narrativa deudora del capitalismo, dando como resultado espacios periféricos o dominados por las potencias mundiales que respaldan el discurso del desarrollo y la modernidad como única vía para ingresar en las dinámicas del mundo globalizado actual.

Este trabajo está dividido en tres partes. Primero, expone elementos centrales para entender cómo se ha formado la idea de modernidad y su relación conjuntiva con el léxico del progreso y desarrollo. Segundo, se presenta la noción de modernidad tardía relacionada con los principales aspectos del desarrollo, características de lo que aquí se denomina el eterno presente latinoamericano. Tercero, se hace un despliegue de la circunscripción de la marginación como parte de la modernidad y no fuera de ella, este último apartado involucra un giro reflexivo para una comprensión más actualizada de la categoría de la marginación; lo anterior se sustenta en dos puntos: el primero, los argumentos del pensamiento desarrollista y, el segundo, una discusión actualizada de la marginación considerando algunas particularidades históricas y de ubicación geográfica de América Latina.

Modernidad, progreso y desarrollo: un léxico actualizado

Cuando Weber (1981 y 1984) se refería al desencantamiento del mundo, lo hacía en el sentido de la emergencia de un mundo construido en función de la razón y el dominio de la técnica que se impone al “mundo mágico”, comprendido por mitos que fueron dando explicaciones a manifestaciones de la naturaleza y, por ende, de las interacciones sociales de una sociedad tradicional. La política y la economía supondrían el ejercicio y las prácticas de los valores adoptados por esta nueva concepción de la realidad basada en razonamientos puramente lógicos y explicativos, relacionando los medios con los fines y el pluralismo de valores que entran en conflicto con la visión monista, de ahí que la modernidad se instaure como una dominación de los horizontes políticos, sociales, económicos y hasta culturales.

De tal manera que el mundo moderno “des-encantado” —que proviene de un mundo primitivo— produciría esferas sociales, cognitivas, políticas y económicas, separadas del mundo homogéneo de la vida como lo planteaba la religión. Así, las relaciones son funcionales en cuanto son imprescindibles para la convivencia, como una forma social necesaria y pragmática para la regulación sistémica de las organizaciones modernas, no siendo esto un acto ético o tradicional, sino una formalidad organizativa impulsada por las estructuras capitalistas, la división de la vida social con valores politeístas, la preponderancia de la racionalidad o el desencantamiento del mundo ya no primitivo sino “premoderno”.

A partir de esta ruptura axiológica, se erigió el dominio del mundo a través de la objetividad por medio de la experiencia inmediata del mundo físico. Al respecto, Popper (1972) distingue tres tipos de mundos: 1) el objetivo, 2) el de los estados de la conciencia y 3) el de los contenidos objetivos del pensamiento. El primero es definido como el mundo físico o de los estados, objetos o sucesos físicos; el segundo alude a los episodios internos o los mentales; mientras que el tercero, a los contenidos semánticos de los productos simbólicos que pueden ser explícitos o implícitos, es decir, fonemas o signos gráficos que no siempre han sido explicados por completo. Estos tres mundos siguen un orden del estado de cosas pertenecientes al mundo general como totalidad, y bajo ese orden se interrelacionan.

Es así como, según el discurso de la racionalidad, se llega al progreso o, más bien, a la constitución de la modernidad como un evento histórico superior a otras épocas. En la época moderna prima el conocimiento y la racionalidad en las múltiples divisiones de la vida social bajo la premisa evolucionista de una meta acumulativa que refleja el avance sistemático de los que pudieron llegar a esa meta, en medio de una disputa por la visión de los mundos, de ahí que no pueda ni deba separarse lo político del progreso, así como de lo científico.

De algún modo, no se trata de reflexionar sobre “qué progreso” pretende alcanzarse, porque el único interés de los actores supeditados a la modernidad está contenido en la máxima ganancia determinada por la narrativa del progreso a través de cualquier medio o por el que dicta el discurso dominante, ya que el progreso está íntimamente ligado a la vacilante realidad social propia de la modernidad. Por lo tanto, no acatar las “reglas del juego” se traduce en estar apartado del campo del desarrollo (no existir como sujeto o sólo como objeto de análisis: los pobres, los marginales, los emigrados, entre otros), como la continua promesa de transición de lo periférico a lo central, cuando es un modo societal de convivencia entre dominados y dominantes (en la actualidad esto se traduce en la participación e injerencia de naciones en comparación con países dependientes).

Según Wallerstein (1996), el traslado a la modernidad vino por la legitimidad del conocimiento científico promovido en Occidente, tomando como base el modelo newtoniano y el dualismo cartesiano, donde se logra el dominio cuerpo-alma, naturaleza-individuo, al entender las leyes de la naturaleza en las que se desenvuelve la percepción, el aprendizaje y el desarrollo del hombre; lo anterior se trasladó al dominio del mundo natural, de las manifestaciones individuales —como los instintos— y del mundo social por medio de la creación de leyes e instituciones.

A partir de lo anterior, se constituyeron las ciencias ideográficas como la historia o las humanidades y las ciencias nomotéticas que separaron a la economía, las ciencias políticas y la sociología, suceso que abriera su paso histórico a las ciencias sociales absorbidas por la física social y el positivismo enfocados en el funcionamiento de los sistemas sociales y el cambio social (Wallerstein, 1996). Este modelo occidental fue determinante para el futuro de la humanidad: la ciencia como única vía racional para conocer, describir y explicar la realidad y, de este modo, resolver los problemas de la humanidad; al mismo tiempo y de forma paradójica, se dieron resultados colaterales que restringieron otro tipo de saberes, calificados como inválidos por no dar respuestas contundentes a los problemas planteados por la racionalidad moderna. Un ejemplo de ello es el proceso de permanente liquidación de saberes ancestrales en América Latina.

Desde esta perspectiva, el desarrollo es el producto de un lexicón propio de la modernidad, época auspiciada por la lógica del progreso, el cual puede funcionar a partir de la movilización del sistema capitalista. Como resultado de estas tensiones, en ciencias sociales lo que interesa es conocer cómo un espacio puede transformarse e integrarse a las condiciones objetivas del capitalismo, evolucionar/progresar a formas modernas: el desarrollo capitalista per se. En ese sentido, el desarrollo económico puede referirse como el núcleo de la razón moderna, al ser la máxima representación del dominio del mundo objetivo.

Tomando en cuenta lo anterior, en la idea de los procesos de integración al capitalismo mundial, la globalización se convierte en un catalizador de “la transformación de la organización espacial de las relaciones y transacciones sociales, evaluada en función a su alcance, intensidad, velocidad y repercusión, generando redes transcontinentales e interregionales del ejercicio del poder” (Held et al., 1999: 16). Es decir, una nueva configuración de valores bajo la tutela de las condiciones de una gran red económica, informática, tecnológica y política que redimensionaría el flujo de la economía, la cultura y la vida cotidiana.

En relación con la modernidad y su aparejamiento con la globalización, se puede decir que ambas avanzan a partir de una compleja confabulación, la cual tiende a ser expansiva por los procesos imperiales/coloniales del Occidente, al menos eso es lo que se ha registrado en América Latina. Por lo tanto, éste es un proyecto de dominación, en términos de Bourdieu (1999), un proyecto hegemónico de la mundialización y neoliberalización. Esto tiene cercana relación con la triada propuesta por Mignolo (2010): modernidad/capitalismo/colonialidad. De tal modo que la globalización es el proceso mecánico de la transfiguración de la modernidad, la cual corresponde al desarrollo del sistema-mundo mencionado por Wallerstein (2000), propio de una lucha histórica por la plusvalía (desde el siglo XVI); reconociendo un centro y una periferia en el sistema-mundo: naciones que se autodenominan desarrolladas, frente a otras que no lo son, por el hecho de no seguir al pie de la letra las disposiciones que indican el camino a seguir hacia el desarrollo.

Según Held (1997), los signos de la modernidad atribuidos a la globalización son: la pluralización del centro capitalista, la intensificación de la migración, la destrucción del fordismo, la reducción de los márgenes de la acción política, el desmantelamiento del Estado social, la deslocalización de las cadenas productivas, la globalización de la riqueza y la localización de la pobreza, entre otros.[1]

La modernidad ha hecho imperativo su propio lenguaje a través de nociones narrativas como el progreso y el desarrollo dentro del sistema-mundo capitalista, construyendo un cinturón protector alrededor de los estudios del cambio social y los sistemas funcionales. Tilly (1991) explica que los estudios del desarrollo no se han desprendido de estas ideas, argumentando que no se trata de que las “sociedades” cambien de un estado más primitivo a otro más moderno, porque como tal, el cambio social no es una categoría científica. Siguiendo el argumento de Tilly, lo que existe son procesos complejos a gran escala que modifican las estructuras, pero no en un sentido valorativo, verbigracia, el crecimiento de la población o la urbanización, fenómenos coherentes y observables.

Asimismo, el propio Tilly (1991) reconoce la influencia de las posturas evolucionistas en relación con el cambio social, es decir, la sociedad se constituía desde lo más primitivo hasta lo más complejo, estableciendo una línea progresiva, esto es la base de la diferenciación: entender una sociedad (que no existe) que entre más evolucione (o sea menos primitiva), más fuerte y desarrollada es (a saber, más diferenciada). Este tipo de discurso, en cierta medida, ha justificado el discurso del desarrollo en el mundo: países desarrollados y subdesarrollados en un mundo moderno.

En líneas generales, la modernidad surge como un imperativo de la occidentalización del mundo objetivo, el cual está determinado por el conocimiento también objetivo, es decir, el dominio de la vida social y política a partir de la racionalidad capitalista, sometiendo a todo saber que no conjugue con sus propios imperativos, que deben ser adheridos al desarrollo como una condición unilateral del progreso que siempre llega al mismo punto: integrarse o excluirse de los espacios hegemónicos del sistema-mundo, lo que supone un esquema de reproducción en el tiempo por medio de reconfiguraciones financieras, políticas, geográficas, tecnológicas[2] y simbólicas, que actualmente expresan una forma más radicalizada de la modernidad, es decir, una extensión de la modernidad, el desarrollo y el progreso, en lo que ahora se ha denominado modernidad tardía.

Si hay modernidad tardía ¿hay un desarrollo tardío?

En el punto anterior fueron mencionados algunos elementos que permiten hacer el puente correspondiente a la noción de modernidad tardía, sobre todo entendiendo que la globalización está impulsada por el proyecto hegemónico neoliberal, a partir de la desintegración de la bipolaridad geopolítica del poder que representó la caída del muro de Berlín. El dominio de Estados Unidos constituyó un mundo unipolar (Hardt y Negri, 2011), lo cual trajo consigo nuevos tipos de gobernanza, democracia, justicia, relaciones geopolíticas y nuevas estructuras a escala mundial.

A partir de lo anterior se enfatiza lo siguiente: con el comienzo del siglo xxi surgieron, entre otras manifestaciones, las crisis económica y financiera (2008) que despertaron un reconocimiento generalizado de los fracasos de las estrategias hegemónicas militares, políticas y económicas del utilitarismo, así como el golpe que representó la caída de las torres gemelas (2001), lo cual exigía el surgimiento de un nuevo orden, mismo que Estados Unidos, a pesar de todo su aparato institucional, no había logrado concretar de manera contundente. De ahí que se hiciera evidente una multipolaridad: varios centros de poder que no son precisamente Estados-nación. Por ejemplo, empresas trasnacionales o corporaciones multinacionales, definidas como compañías que producen bienes o comercian servicios en más de un país a través de los ejes contemporáneos de la economía: comercio mundial, difusión de nuevas tecnologías, economía electrónica y mercados financieros (Giddens, 2000), entre las más destacadas se encuentran Walmart, Daewoo Corporation, Hyundai Corporation, Apple, Huawei, Microsoft, Shell, etcétera.

Beck (2004) entiende esta reconfiguración unipolar como un nuevo juego dentro de la modernidad en el contexto de globalización —o hiperglobalización, como lo denomina Rodrik (2012)—, donde la política y la economía se “deslimitan” o “desestatalizan”, incorporando nuevos jugadores, reglas, roles, recursos, posiciones y conflictos, situación que deriva en una “doble contingencia”, en otras palabras: no existe nada fijo, y mucho menos algo que tenga que ver con el anticuado Estado de bienestar, destacando ahora la supremacía de las organizaciones financieras supranacionales, la mirada cosmopolita de la política y lo público, así como el incremento de las amenazas a la humanidad tanto por las fuerzas naturales como por las estrategias bélicas de las naciones dominantes; a todo esto, Beck (2004) le adjudica el carácter de una segunda modernidad, legitimada en el binomio globalización/neoliberalismo, donde la modernidad sigue en juego y no es superada a diferencia de la tesis posmodernista que tanto auge ha tenido en las últimas décadas con la deconstrucción de los metarrelatos.

En este sentido, la noción del riesgo es un eje nodal para comprender esta segunda modernidad como una extensión de los procesos de dominación e institucionalización que llegan a los mundos de la vida social en el espacio/tiempo, auspiciados por la idea de la modernización desde el siglo xvii (Eisenstadt, 1970). Dentro de esta línea argumentativa, Giddens (2008) distingue entre peligro y riesgo, el primero relacionado con la seguridad y el segundo con la fiabilidad, lo que da a entender un doble juego: seguridad-riesgo, la instauración de altos sistemas racionales que hacen de la vida más segura, aunque con un riesgo latente por la probabilidad de que un evento catastrófico ocurra. Por ejemplo, los avances científicos y tecnológicos que, sin proponérselo, resultaron en armas nucleares, la actual dependencia de la inteligencia artificial en las comunicaciones que ha devenido en la caída de sistemas, el riesgo continuo por la guerra informática que mantienen en vilo a las naciones más desarrolladas. Para Giddens (2008: 22), “el mundo en el que vivimos es espantoso y peligroso”, por tanto, esta segunda oleada altamente racional y sistemática en la era global de la modernidad acontece a partir de la sensación fundada en que la historia no conduce a ninguna parte y se piensa en un posible desencantamiento de la modernidad como proyecto emancipador del ser humano actual, lo cual replantearía dialécticamente las formas del significado de la relación entre los tres mundos popperianos.

El desanclaje es un término importante para la categoría de modernidad tardía, mismo que consiste en reconectar las relaciones sociales de sus contextos locales a nuevos intervalos de espacio y tiempo (Giddens, 2008), verbigracia, los medios de intercambio simbólicos como el dinero y el establecimiento de sistemas de expertos, sustentados en una especie de confianza o fiabilidad que al mismo tiempo representa su propio riesgo, caso concreto: la fe de los pasajeros al tomar un avión y viajar a más de 800 km/h o habitar en un edificio de cincuenta niveles, confiar sus ingresos salariales a un banco trasnacional, entre otros, teniendo como efecto la racionalización y el conocimiento del riesgo que traspasa a todas las clases.

En consecuencia, el debate descansa en cuestionar la doble experiencia seguridad/riesgo como un desencantamiento total o parcial de la modernidad: trampa temporal que ubica al ser humano como continuum estructurado a una vida moderna auspiciado por el desarrollo del capitalismo. Nuevamente, citando a Giddens (2000), la modernidad no ha sido superada, sino todo lo contrario, se ha radicalizado, esta segunda etapa o nueva fase no es la subsecuencia del tiempo/espacio en la historia de la modernidad, sino la historia radical de la misma, a lo cual también denomina tardía con la particularidad de que la visión hegemónica de la era global está en decadencia por la relación conflictiva entre la ideología heredada de Occidente y su continuidad sobre los ejes de la globalización y el neoliberalismo.

Este andamiaje histórico-conceptual ofrece un resquicio para preguntarse, una vez identificada la modernidad tardía, si acaso ¿hay un desarrollo tardío? Es justamente en este planteamiento cuando interviene otra vez la noción de progreso y cambio social, pero ahora como eje analítico de la modernización, un puente pernicioso que traza “la vía de desarrollo” de los países/Estados/regiones/economías/grupos atrasados que ingresan en la lógica del progreso, aún en un estado de “desaceleración” (Rosa, 2016).

Torres (2017) describe cuatro elementos que, según él, deben ser considerados para el análisis de la modernización tardía: 1) lo tardío adolece a un mismo espacio en tiempos diferentes; 2) se refiere también a un mismo tiempo en un distinto espacio; 3) la sociabilidad que ocurre al mismo tiempo en el mismo espacio, pero que varían las formas de relacionarse en el marco del neoliberalismo; 4) la relación biocéntrica o antropocéntrica entre lo humano y la naturaleza.

Lo anterior reconoce, en primer lugar, la ocupación del tiempo moderno por parte de las regiones denominadas atrasadas o subdesarrolladas, pero que no acontece a la velocidad del tiempo en el que se circunscribe el capitalismo mundial, estableciendo una relación de dominación y atraso sistemático. Por ejemplo, como explica Mignolo (2004), América Latina entra en la modernidad occidental cuando es colonizada; por ello, no puede observarse un cambio modernizador en el sentido/tiempo europeo por la propia explotación que sometió a las formas políticas, económicas y cognitivas de las naciones colonizadas.

El segundo punto es que el proyecto de modernización tardía adolece a diferentes tiempos en un mismo escenario, dependiendo de sus formas de integración. De tal modo que un polo cuasi desarrollado en regiones periféricas puede estar potencializado por factores de la producción y contar con similares condiciones de bienestar o crecimiento que otros polos ubicados en espacios centrales del sistema-mundo. A su vez, esto no es una condición para todo un espacio periférico, porque pueden existir estructuras socioeconómicas con mayor atraso productivo, tecnológico y social, es decir, una tipología escalonada del desarrollo regional.

Ante el ordenamiento global posterior a la Segunda Guerra Mundial como primer momento, y la caída del muro de Berlín como segundo momento, se registró una reconfiguración de la institucionalización geopolítica del poder global del Norte. Los pensadores del estructuralismo en América Latina (Dos Santos, 1970; Furtado, 1971; Gunder, 1971; Prebisch, 1981) recuperaron la visión del desarrollo como una condición necesaria y estratégica para lograr crecimiento y modernización en los países que conforman la región latinoamericana. Ante las evidentes desventajas estructurales, por ejemplo, el atraso tecnológico por ser economías dependientes, periféricas y, por supuesto, marginadas. Desde esa coordenada, los estructuralistas sólo asumían su incorporación al juego de la modernidad y el poder a través del desarrollo de un capitalismo dependiente con claras ideas en disputa entre marxistas, funcionalistas y keynesianos, un discurso colonial planteado desde una perspectiva crítica, más no emancipadora de los pueblos colonizados.

Pero las discontinuidades de la radicalización de la modernidad superan las posiciones históricas del pensamiento estructuralista, porque el conocimiento visibilizado avanza a un ritmo menos acelerado que la realidad cambiante (Zemelman, 2004), como la que suspende a la región de América Latina en una dilatada incorporación a la modernidad y al sistema capitalista tardío, en términos de Chomsky y Dieterich (1995), que es lo mismo al binomio mundialización/neoliberalismo contemporáneo.

Mientras tanto, en la literatura de las Ciencias sociales aún se sigue observando a las naciones latinoamericanas en un vehículo que las transporta a un destino que no les es posible alcanzar: el desarrollo a través de un sentido de integración que las asemeje a las naciones superdesarrolladas de visión progresista, ya que ésa es la meta que ofrece la modernidad hegemónica. Cabe la posibilidad de que ese destino al desarrollo sea más bien un horizonte que se aleja como una utopía: la eterna disposición del presente donde América Latina nunca termina de ser esa región ideal, condenada al constante acercamiento a las disposiciones de la liberalización y el desarrollo, con un proyecto progresista siempre impuesto.

Así como el eterno presente en el centro y sur de América Latina, la modernidad radicalizada (presente extendido) puede ser analizada desde múltiples miradas, porque no se trata de un choque entre Occidente y el mundo, sino de las diferentes interpretaciones que se tienen de ella (Eisenstadt, 2013); entonces, limitar monolíticamente la modernidad a la dicotomía atraso/avance es otorgar la razón a la racionalidad epistémica del Norte, tal como alude De Sousa (2009). Puede intuirse la importancia de reconocer el punto de enunciación de América Latina, en otras palabras, que ya está sucediendo el impulso de las comunicaciones y la educación, la urbanización, la mercantilización global, pero que también persiste la heterogeneidad estructural y las antinomias. Ésta es la realidad de la modernidad en la región, constituida en la vida social como parte de esta hegemonía y secularización de sus valores concentrados en la racionalidad y el individuo: un proyecto hegemónico transversal y cuestionado por la multiplicidad de grupos y territorios dominados.

Aquí, la cuestión que debe analizarse con detenimiento es si América Latina está ya inserta en una modernidad radicalizada o tardía en la misma proporción que su colonización globalizada. Ante eso, el único advenimiento es la desmembranza total del mundo de la vida social de esta región. Por el contrario, si no es la misma proporcionalidad, entonces hay una esperanza de emancipación a la dominación política, económica, epistémica y cognitiva, por el reconocimiento que implica cada campo dominado.

Las dos visiones modernas de la marginación en la teoría desarrollista

Así como no se puede descartar la tríada modernidad/progreso/desarrollo, tampoco se puede excluir la teoría estructuralista latinoamericana para el entendimiento del relato de la marginación, tanto de su forma científica categorial como política, lo cual alude a un tiempo particular: la segunda mitad del siglo xx, cuando el modelo de sustitución de importaciones tenía vigencia y la modernidad se fue consolidando como proyecto político y tecnológico en las esferas productivas y sociales. La premisa rectora era distinguir los problemas del desarrollo como el de la marginación (Sunkel, 1970), que provenía de causas estructurales por los desequilibrios inherentes al desarrollo del capitalismo con mayor repercusión en los países periféricos.

El proyecto latinoamericano del desarrollo tenía como fin la disminución de la desigualdad estructural a través de la inserción de las economías de la región en un mercado internacional auspiciado por el capitalismo dependiente, ampliando su margen de operación con las políticas desarrollistas multilaterales, orientadas a la industrialización nacional.

La industrialización tuvo como fin concretar el proceso de modernización en las estructuras socioeconómicas de los países subdesarrollados. En ese sentido, la marginación como macroproblema del desarrollo se ha explicado como una caracterización del subdesarrollo y la desigualdad regional, propiedad atribuida a la condición de falta de propagación de factores que propiciaran un cambio de valores y de organización productiva, es decir, transitar a la “modernidad” de un capitalismo contemporáneo (Germani, 1973). Sin embargo, si se relaciona a la fórmula de Mignolo (2010), la cual asevera que el lado oscuro de la modernidad es la colonialidad, puede entenderse que el pleno siglo xx no consistía en un proyecto nuevo de modernidad, sino en la maduración del sistema capitalista moderno/colonial por medio de las políticas industriales, situación que llevó a la formación de un Estado de bienestar propio de la reconfiguración mundial, teniendo como punto de partida la creación del Consenso de Washington; esto representó, epistemológicamente, la consolidación del dominio del mundo objetivo de las grandes élites del capitalismo global.

Continuando con el relato de la marginación, su dimensionalidad científica y política estuvo influenciada por la Escuela de la Dependencia que veía a la marginación en dos mundos paralelos dentro de lo que denominaron capitalismo dependiente. El primer mundo versaba sobre los efectos de la desigualdad y los desequilibrios regionales del capitalismo en una relación centro-periferia, es decir, constitutivo a grupos marginados en tanto al desarrollo (Nun, 2001; Sunkel, 1970; Quijano, 1973). El otro mundo era uno más sociológico, desde el que emerge la teoría estructuralista de la modernización, desarrollando el concepto de marginalidad que entre las décadas de los sesenta y ochenta era sinónimo al de marginación, trasladando la percepción del fenómeno a los procesos de transición entre sociedades atrasadas o tradicionales y las avanzadas o modernas (Vekemans, 1969; Germani, 1973).

La convergencia teórica de los diferentes promotores del estructuralismo latinoamericano consistió en proponer que la marginación evocaba a la desigualdad producida por el sistema capitalista y se manifiesta en la falta de acceso a los beneficios que provenían del desarrollo, desigualdad caracterizada por atraso tecnológico y la dependencia de la región ante países desarrollados como parte de la transición a la modernización. En suma, el planteamiento teórico de la Escuela Cepalina sobre la marginación como objeto de las ciencias sociales se ha encontrado en una disputa entre la corriente marxista y funcionalista, donde se distingue un doble juego:

De lo anterior resulta que la marginación es parte de la sintomatología del subdesarrollo y de las naciones con mayor volumen de economías periféricas en una situación de heterogeneidad estructural y las antinomias que permean los motores de integración hacia el desarrollo capitalista dependiente (Quijano, 1973) y, por lo tanto, su papel secundario en el sistema-mundo. Una buena imagen de ello es la expresión despectiva “ellos los desarrollados (modernos) y nosotros los marginados (premodernos)”, o viceversa, cuando la línea del tiempo de la modernidad/colonialidad ha sido la misma desde el siglo xvi (Mignolo, 2004). De esta manera, el relato de la marginación requiere resignificar el sentido de la radicalización de la modernidad, sin ser mutuamente excluyentes, tanto en el plano macro como microsocial.

El relato de la marginación en la modernidad radicalizada: una visión del espacio

Giddens describe a las señales simbólicas y a los sistemas de expertos como formas de desanclaje, que es lo mismo a “despegar las relaciones sociales de sus contextos locales de interacción y reestructurarlas en indefinidos intervalos espacio-temporales” (Giddens, 2008: 32), una situación propia de la modernidad, distinta a las implicaciones propias del mundo tradicional. Lo anterior modifica y constituye la modernidad en la vida social, de tal manera que se evidencia un cambio social en diferentes niveles: el crecimiento demográfico, la modernización de la infraestructura pública y privada, la injerencia de las empresas trasnacionales —símbolos del poder global—, la penetración de los valores de la modernidad, la aceleración del conocimiento y la injerencia de un nuevo ethos o modo de ser en la vida social son pruebas de que las ciudades latinoamericanas se encuentran en la modernidad tardía junto con todas las consecuencias que esta época acarrea en el contexto de un desanclaje. América Latina está circunscrita al sistema monetario global, esencialmente dolarizado o agremiado a la bursatilización de la economía, por lo tanto, no está exenta de todo el encadenamiento de poder que engloba tanto en macro como microestructuras, en un juego dialéctico entre dominados y dominantes.

Lo que se quiere decir es que los espacios marginados también adoptan la lucha por la sobrevivencia desde los imperativos de la modernidad tardía, viviendo los días “acortados” buscando el logro de los mínimos fines por medio del desanclaje simbólico como lo es el dinero, repercutiendo en los tipos de sociabilidad establecidos en la propia interacción social con sus semejantes, dado que el distanciamiento dinero-poseedor es incremental y el logro de sus fines no es inmediato aunque se tenga la expectativa de satisfacerlos prontamente por la propia característica impositiva como la alimentación o la salud.

Se debe recordar que para Beck (1998), al igual que Giddens (2008), el riesgo es una de las características esenciales de la modernidad (tardía) en el vigente capitalismo (tardío), porque todo el andamiaje construido por la alta racionalidad y los controles o mecanismos que de ella emanan —incluyendo tecnología militar, política, económica y social— también refleja la vulnerabilidad en la que se encuentra la humanidad por la exposición subrepticia a las contingencias posibles. Por ejemplo, los países de Centroamérica ante el huracán Mitch; la Ciudad de México y los sismos de 1985 y 2017, demostrando cómo la occidentalización es más probable en el máximo histórico de la racionalidad: un riesgo constante y latente que deja a los individuos marginados y a sus espacios en desventaja, entendiendo la vida de ahora en adelante “como estando sometida a los más variados tipos de riesgo, los cuales tienen un alcance personal y global” (Beck, 1997: 205). Ante esto, vale la pena preguntar respecto al riesgo y el espacio, ¿qué opciones tienen los individuos que habitan en espacios marginados ante una contingencia devastadora ambiental, militar y financiera? y ¿cómo se incrustan a la lógica del riesgo de la modernidad radicalizada? ¿Cómo afecta esto a la cotidianidad de la vida colonizada en un supramundo urbano que crece con la maximización de la desigualdad y la minimización del estado social?

En relación con lo anterior, hay que considerar que las desigualdades no son solamente económicas y sociales, sino espaciales y temporales —en el sentido de que el espacio y el tiempo son formas particulares del orden social en la modernidad tardía como señala Giddens (1998)—, lo que históricamente ha sido expuesto por la extensión de la hegemonía con el proyecto de la modernidad/colonialidad (Grosfoguel y Cervantes, 2002; Mignolo y Escobar, 2008). En ese talante, las formas de coexistencia entre las múltiples visiones del mundo y la modernidad inicial y tardía se han dado en formas asimétricas. Aquí es importante regresar al tema del desarrollo que no debe ser simplificado a una producción espontánea, ni mucho menos a una mezcla de factores de la producción, sino que debe ser considerado como una posición estructural en el juego de la dominación, en el cual algunos imponen la visión legítima de las cosas (conquistadores) y otros se adaptan en la transición del mismo (dominados), considerando lo que De Sousa (2009) denomina como injusticia cognitiva, porque la acción teleológica/racional condena la multiplicidad de saberes y de formas de vida insertadas en una modernidad transversal.

La propuesta de reconstruir el relato de la marginación —en la modernidad radicalizada— comienza con la noción de espacio, visto como un medio estructural de vida social circunscrito en el sistema-mundo, lo que es equivalente a un mundo social colonizado desde la génesis de la acumulación. En la consolidación del proyecto de modernización, retratada en la urbanización dependiente (Quijano, 1967), se explica cómo la marginalización se reproducía en las imbricaciones sistémicas, por ejemplo, la emigración de las zonas rurales hacia los centros urbanos; no obstante, esta movilidad de personas sólo lograba reproducir las condiciones de exclusión, pero ahora en un entorno urbanizado, tal es el caso de los cinturones de pobreza que se han ubicado en la periferia de las ciudades. De acuerdo con Quijano, el desarrollo de las ciudades siempre es dependiente, una amplificación del colonialismo.

Para el caso más radical de la modernidad, la dependencia se acentúa porque alude a un tiempo heterogéneo y fragmentado, pero socialmente dominado por los procesos más acelerados de integración en la era global: la conexión de las telecomunicaciones, la geopolítica, las sociedades del riesgo o la flexibilización de la nueva división del trabajo. Esto permite una coexistencia disipada de espacios-sistemas que representan diferentes experiencias de la modernidad tardía y de urbanización dependiente avanzada.

Siguiendo este orden de ideas, una propuesta embrionaria para incluir en la ecuación del análisis de la marginación en la modernidad tardía es la noción del espacio sociopolítico, expuesto por Castaingts (2007). La regionalización que propone este autor se sintetiza de la siguiente forma:

Si el diamante es el progreso, el carbón es el atraso, por ende, lo diamantoso viene a constituir la conocida vía o tránsito al desarrollo en tanto se afianza el proyecto de modernización de las estructuras económicas e ideológico-culturales. Aunque esta postura parte de interpretaciones excluyentes de la secularización de la modernidad, puede rescatarse la multidimensionalidad y contextualidad entre los espacios que coexisten en las relaciones históricas de dominación en diferentes tiempos del desarrollo, porque el atraso, visto como un desfase histórico, al menos permite distinguir la reproducción social que hay en los espacios en un mismo punto histórico, pero sin ser los mismos tiempos, es decir, un desfase de la temporalidad por elementos que comparten un mismo espacio. Basados en la clasificación de Castaingts, se puede construir otra categorización: la vida revolucionaria de las regiones carbón, la vida de reciente industrialización de las regiones jade y la vida de la alta modernidad de las regiones diamantosas, reflejando una espacialización de la distribución del poder en discontinuidades temporales de la modernidad ahora radicalizada que impone una cultura de llegada y conquista acelerada del mundo físico y una liquidez de la vida cotidiana en latitudes mundiales.

Lo anterior supone un manejo social del tiempo, distribuido asimétricamente, tal como explica Sztompka (1993), cuando indica que el tiempo es un factor social: tiempo como imaginario social o representación de la emancipación del tiempo. La extensión de la modernidad en su fase más radicalizada implica una asignación más volátil de la vida e imperativos expeditos de adecuación a las lógicas progresistas del capitalismo y la democracia: sus desanclajes.

De acuerdo con Haesbaert (2017), en el espacio suceden procesos simultáneos que lo afectan y constriñen, a lo que denomina “coetaneidad”, invitando a la reflexión sobre el vencimiento de la separatividad que hay entre espacio y tiempo, que en el ámbito social implican dos aspectos importantes: la significación del territorio (Gottman, 1973) y las trayectorias de los individuos (Massey, 2008). La experiencia vivida en “espacios abiertos” en el tiempo visibiliza “la multiplicidad de espacios-tiempos en el mundo contemporáneo […] conviviendo con las conexiones instantáneas de los circuitos globalizados y con el espacio-tiempo local” (Haesbaert, 2017: 170), sin perder de vista las contingencias del riesgo moderno que afectan las vidas personales de los individuos que también habitan los espacios marginados.

A partir de estos enfoques, puede abordarse de manera más profunda lo que Fernando Cortés (2006) ha propuesto: la diferenciación entre marginación (como unidad espacial) y la marginalidad (desde la unidad individual); bajo la acotación del espacio-tiempo marginado local, el cual involucra diversos procesos y experiencias vividas transversalmente en la modernidad aún radicalizada y los imperativos hegemónicos del sistema-mundo. Ejemplo de lo anterior son las formas de vidas subalternas que pasan desde los pueblos originarios hasta los barrios urbanos de las grandes metrópolis, mismas que proporcionan significados diferenciados a su organización social y productiva, unos con mayor autonomía que otros en cuanto a las relaciones políticas y económicas, pero nunca alejados del dominio extensionista de la modernidad radicalizada en un espacio determinado y, a veces, compartido con otros protagonistas de la historia ubicado en una escala superior en la diferenciación social. Los espacios marginados también juegan un papel dentro del metajuego del desarrollo y el progreso, representando posiciones estructurales periféricas (dominadas), alternas al poder, en contraparte a los espacios nucleares centrales (dominantes), coexistiendo en el mismo espacio-tiempo global, en una sola función de dominio denominada sistema-mundo (modernidad/progreso/desarrollo).

Conclusiones

Tras este recorrido analítico que expone a la realidad de la región latinoamericana frente al contexto de la modernidad, se concluye que cuando se observa que algunos espacios se desarrollan y otros no, puede explicarse por diversas razones, una de ellas es la estructuración propia de la expansión de la dominación capitalista; no es una cuestión de desarrollo o subdesarrollo, sino de una sola ecuación de dominio: desde las naciones que concentran el desarrollo hasta todas aquellas que son satelitales en el proceso de expansión de la modernidad.

Por lo tanto, atribuir la marginación solamente a los polos no desarrollados y minimizarla en los polos desarrollados no es una interpretación que permita visibilizar la historia de la presencia de condiciones de marginación en países, ciudades o regiones desarrolladas. Puede afirmarse entonces que el “atraso” no existe por sí mismo, lo que ha existido es una categoría construida desde la teoría social para representar la localización geográfica de espacios subordinados y su consecuente resistencia dentro del sistema-mundo que pasan por un proceso de transformación económica y política.

Otra de las conclusiones es que con el proceso de radicalización de la modernidad —que se manifiesta a través de un cambio excepcional en la escala de valores, del modo de producción, conocimientos y las prácticas en un sistema global/neoliberal—, el desarrollo continúa posicionándose como el punto que todas las regiones de América Latina deben alcanzar para relacionarse, de forma completa, con los países desarrollados, los cuales imponen la “velocidad” a la que los países no desarrollados deben avanzar. ¿Pero hacia dónde? La dirección indica que se dirigen a un punto paradigmático entre las disputas políticas, sociales y económicas que están supeditadas a la lógica de la modernidad radicalizada; una lógica que contiene en sí misma un desanclaje con una mutación que se constituye a partir de la interacción entre seguridad y riesgo.

La marginación, en este sentido, resurge como una categoría de las ciencias sociales contemporáneas que evidencia las formas de dominio de los países desarrollados que están incorporados al metajuego del poder global y a sus procesos colonialistas de integración supeditados a las tendencias del mercado económico global, que movilizan recursos (naturales primordialmente). En otras palabras, repensar la categoría de marginación desde la perspectiva presentada en este trabajo ofrece la oportunidad para realizar investigaciones acerca de los espacios marginados en los países que actualmente se denominan desarrollados como núcleos autónomos, producto de las relaciones de dominación y cohabitantes en una disputa por la legitimidad de la visión del mundo, del desarrollo mismo.

Por último, aunado a la resignificación de la categoría de marginación, incorporar al espacio como unidad de análisis permite reconsiderar un conjunto de variables que anteriormente no se pensaban como causales o en términos de correlación: la cultura, el territorio, la historia, el habitus. Esto representa un campo fértil para repensar la categoría analítica de la marginación en función de las relaciones históricas de dominación en una modernidad radicalizada, que deriva en la necesidad de abrir el debate hacia una sociología reflexiva del desarrollo que busque nuevos relatos y epistemologías de la marginación en la modernidad y no fuera de ella, es decir, aprovechar e impulsar una geopolítica del conocimiento.

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Notas

[1] Para extender la discusión en relación con los signos de la globalización pueden consultarse las obras de Arrighi y Silver (2001) y Ianni (2004)
[2] Bolívar Echeverría (2010) calificaría esta etapa como “fase eotécnica” emanada en el siglo x, en la cual la humanidad da un giro radical que implica la reubicación de la productividad del trabajo. A diferencia de otros autores, Echeverría considera que la etapa de la modernidad aún no llega a su final.
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