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La creatividad ceremonial de kalwewetsin y la invención masewal de la mortalidad

Ceremonial creativity of Kalwewetsin and the Masewal invention of mortality

Alessandro Questa Rebolledo *
Universidad Iberoamericana Ciudad de México, México

La creatividad ceremonial de kalwewetsin y la invención masewal de la mortalidad

Iberoforum. Revista de Ciencias Sociales de la Universidad Iberoamericana, vol. XV, núm. 29, pp. 56-83, 2020

Universidad Iberoamericana, Ciudad de México

Recepción: 07 Septiembre 2019

Aprobación: 13 Enero 2020

Resumen: Para los masewal de la Sierra Norte de Puebla, México, la mortalidad, inscrita en su mitología, es una de sus principales invenciones culturales; por ello, los muertos son uno de sus colectivos más influyentes. Morir es una acción para la cual una persona masewal se prepara durante mucho tiempo. Si bien los cuerpos de los muertos son sepultados en el cementerio, sus espíritus permanecen en las casas para llevar a cabo un proceso de transformación para convertirse, eventualmente, en xantilmej, espíritus de la montaña. En ocasiones, cuando la enfermedad y el infortunio aquejan a una familia, un adivino relaciona estos eventos con el actuar de los muertos, ofendidos por el olvido. Mediante la celebración del ritual de kalwewetsin o “Casa de los abuelos”, los grupos domésticos locales exponen las tensiones entre vivos y muertos, e invocan a estos últimos en sus propios cuerpos para apaciguar sus acciones y hacerlos vivir de nuevo.

Palabras clave: Nahuas, masewal, muerte, ritual, ecología nativa.

Abstract: For masewal of Sierra Norte de Puebla, Mexico, mortality, inscribed in their mythology, is one of their main cultural inventions; therefore, the dead are one of its most influential groups. To die is an action for which a masewal person prepares for a long time. Although the bodies are buried in the cemetery, the spirits of the dead remain at their homes and continue to be transformed, eventually becoming xantilmej, spirits of the mountain. Sometimes when illness and misfortune afflict a family, a diviner relates these events to the actions of the dead, offended by oblivion. Through the celebration of the ritual of kalwewetsin or “house of the grandparents”, local domestic groups expose the tensions between the living and the dead, and invoke the latter in their own bodies to appease their actions and make them live again.

Keywords: Nahuas, masewal, death, ritual, nativeecology.

Dioses, ancestros y dueños

Para los masewal1 de Santa María Tepetzintla,2 en la Sierra Norte de Puebla, morir no implica necesariamente la desaparición de la persona: para ellos, los muertos son seres socialmente participativos que requieren, acaso, de creativas formas de inserción, usualmente dispuestas como rituales. Como se ha señalado en otros estudios sobre poblaciones nahua contemporáneas, los muertos continúan trabajando y participando en la vida social de sus comunidades (López Austin, 1980; Báez, 1999, 2004; Chamoux, 1989, 2008; Good, 1996, 2001; Lok, 1991; Signorini y Lupo, 1989a, 1989b), mientras habitan en un inframundo especular y muy cercano a sus pueblos de origen (Acosta, 2010; Aramoni, 1990; Chamoux, 2008; Johansson, 2001; Lupo, 1995, 2001; Lok, 1991; Pérez, 2014; Pury-Toumi, 1997), desde el cual pueden afectar la salud de las personas y la fertilidad de la tierra (Lok, 1991; Romero, 2007; Taggart, 1997). Distintas comunidades nahuas comparten teorías similares en cuanto a la cercanía y “vivacidad” social de sus muertos y, por lo tanto, la necesidad de controlar sus acciones e influencia. En otras palabras, si la etnografía sobre estos pueblos ha reparado en la estrecha participación de los muertos en la vida social, se debe a que gran parte de la ritualidad y las narrativas registradas giran en torno a las intrincadas relaciones que los vivos establecen con ellos.

Históricamente, el culto a los muertos entre los pueblos de habla náhuatl parece haber sido tan o más importante antes de la conquista española como lo es ahora. Para los mexicas, los dioses eran dueños del territorio y operaban como patrones o abogados; mientras algunos reinaban sobre la tierra, otros lo hacían sobre el mar, los cuerpos de agua o el maíz (Sahagún, 1999 [1580]; Graulich, 1999). Los dioses mexicas mantenían cierto escalafón social similar al de los vivos y, al ser caracterizados como dueños del territorio, sus sirvientes en el inframundo eran precisamente las almas de los muertos. En su calidad de acompañantes y sirvientes de las deidades, los muertos eran también deificados, por lo que, en cierta medida, “los muertos son a la vez hombres y dioses” (López Austin, 1994, p. 238). La clásica hipótesis de Carrasco (1981, citado en Florescano, 1997, pp. 48-49) es que los dioses mexicas tenían una sociedad muy similar a la de sus creyentes, en la que la división del trabajo, labores agrícolas y las jerarquías políticas operaban de forma análoga a las de la sociedad humana. Los dioses no sólo mantenían una organización equivalente a la humana en términos sociales y políticos, sino también en términos productivos y ambientales. Así, los dioses sembraban maíz y mantenían a los animales del bosque, al mismo tiempo que controlaban las lluvias y los vientos, y procuraban la reproducción de la tierra (Florescano, 1997; Broda y Báez-Jorge, 2001). Los muertos, los dioses y los dueños eran los agentes detrás del paisaje nahua, regulando muchas de las relaciones que los vivos mantenían con su entorno (León-Portilla, 1997). En resumen, tenemos suficiente evidencia para suponer que, históricamente, el culto a los muertos entre los pueblos nahuas ha estado asociado con el culto a la tierra y a los dioses inscritos en el territorio, conformando un amalgamado entre ancestros, tierra y fertilidad. Podemos suponer también que la muerte humana era, desde entonces, no sólo un proceso de separación del cuerpo y sus varias entidades anímicas o almas, sino que implicaba la inserción de la persona en un estatus distinto de la sociedad, uno que la integraba aún más con la tierra en donde había vivido.

Morir, para los masewal de Tepetzintla contemporáneos, implica una transformación corporal —una gradual defunción del cuerpo—, anímica —una reconfiguración de la identidad espiritual— y social —la pérdida y adquisición de distintas capacidades y responsabilidades para con el pueblo—. Esta transformación no es, sin embargo, automática ni unidireccional, pues existen momentos en los que los vivos encarnan a los muertos —o en los que los muertos ocupan cuerpos vivos—, lo que evidencia un problema ideológico de inestabilidad en la relación entre ambos colectivos.3 Etnográficamente, este texto entiende la ritualidad como un protocolo que se usa para visualizar dicha inestabilidad, producto de la cultura.4

Este texto gira en torno a la descripción y reflexión etnográficas de una de las formas menos conocidas que toma esta condensación de cuerpos: la ceremonia terapéutica doméstica de kalwewetsin. En este ceremonial, la creatividad masewal permite que los muertos participen de forma simultánea como víctimas, causantes y, finalmente, como curadores del malestar que aqueja a un grupo doméstico determinado. Antes de describir esta ceremonia, es necesario reparar brevemente en tres ideas locales interconectadas: la muerte asociada a la propiedad de la tierra, la jerarquía entre muertos y vivos, y las casas como lugares en inevitable disputa entre éstos.

La invención de la muerte: izibidi y xantilmej

La muerte, más allá de la biología, es una invención cultural; es decir, se compone de una serie de metáforas discretas que buscan resolver creativamente las contradicciones que emergen de ella. Para los daribi, un pueblo que habita en las tierras altas del centro de Papúa Nueva Guinea, la muerte es el efecto de una maldición involuntaria causada por el dios Souw (Wagner, 1967). Este dios, que recibe diversos nombres entre diferentes grupos en Papúa, forma parte de un conjunto de héroes fundadores cuyas aventuras han originado las montañas, ríos, nubes y grupos humanos en el mundo. Ante la pregunta de qué pasa con una persona cuando su cuerpo muere, los daribi han ideado las aventuras postmortem de Souw, quien decide abandonar su cuerpo para saber qué hay más allá y, al intentar regresar a él, lo encuentra podrido e inservible, quedándose para siempre como un espíritu vagabundo e invisible. Los daribi, quienes en todo siguen a Souw, lo imitaron también en la muerte, sellando su propio destino. Para Wagner (1972), la invención accidental de la muerte constituye la afirmación cultural más relevante de la ideología daribi. Morir determina la forma en la que los daribi se relacionan con el mundo, al separar el alma y cuerpo de los vivos (nomá) del espíritu invisible que se genera tras la muerte de una persona. Mientras permanecen juntos cuerpo y espíritu, la persona daribi mantiene una existencia unívoca; con la muerte, inicia una duplicidad en la que una parte de la persona se transforma en el paisaje —como Souw—, mientras que el “alma se transforma en fantasma” y de la nomá se gestan los izibidi, “silbidos” o fantasmas (Wagner, 1972, p. 131), a los cuales los daribi temen sobremanera. En otras palabras, la transformación de la persona viva —única, individual, visible, con un nombre propio— en un muerto —invisible, colectivo, sin nombre— implica una subdivisión también de la misma sociedad daribi en dos grandes grupos: vivos y muertos.

Es justamente la tensión entre los colectivos daribi e izibidi la que se expresa en el ritual mortuorio de habu. Dicho ritual ocurre cuando un hombre que es considerado un guerrero muere. Los daribi, entonces, deben realizar una elaborada danza en la que se transforman temporalmente en los fantasmas que tanto temen, los izibidi. Durante toda una noche, los izibidi se mezclan con los daribi entre cantos y danzas; en éstas, algunos varones se transforman, mediante su indumentaria y máscaras, en las coloridas aves que habitan la montaña; es decir, en el resto del paisaje. Al inicio de la ceremonia, los varones simulan un combate entre sí para, finalmente, fraternizar unos con otros al término de la danza y, hacia el amanecer, uniendo brevemente a ambos grupos en cordialidad. Según Wagner (1967), esta personificación ritual es más que una simple imitación, pues tiende puentes entre el imitado y el imitador, lo que implica una generación dialéctica de significados opuestos en un mismo cuerpo, una síntesis temporal de ambos grupos. Así, el ritual de habu permite a los daribi, por un lado, replicar a los peligrosos izibidi, y, por el otro, cancelar temporalmente su peligrosidad y mostrar su humanidad “extendida” (Wagner, 1967, p. 7). Es esta extensión de humanidad la que convierte el habu en el dispositivo ritual que mejor condensa las metáforas sobre los actos de la vida (la guerra, los festines, la siembra, el sexo) y la existencia de estos mismos, aunque con forma distinta, después de la muerte.

Las metáforas que proyecta el ritual de habu mediante la imitación (y la invención) de los invisibles izibidi hicieron pensar a Wagner (1967) que eso que llamamos cultura no es sino un entramado de relaciones que permutan para evocar siempre otra relación y que permiten a cada grupo extender sus relaciones con el mundo hasta agotar sus significados e inventar nuevos. Para Wagner, las metáforas pueden ser de complementariedad, de innovación, de consistencia o de contradicción. Así, las metáforas contenidas en el ritual mortuorio de habu consolidan ciertas ideas y prácticas (el combate entre daribi e izibidi), o bien las contradicen al proponer otras relaciones posibles (la reciprocidad amistosa con los izibidi). La ceremonia de habu contiene, según Wagner, las metáforas daribi más significativas —aquéllas que sustentan la vida, el territorio y la vida humana—, y constituye un espacio que explica como contradice cada una de ellas.

Como para los daribi de Papúa Nueva Guinea, para los masewal de Santa María Tepetzintla, la mortalidad, inscrita en su mitología, es una de sus principales invenciones culturales; al grado de que los muertos constituyen uno de sus más influyentes colectivos. En efecto, los muertos vueltos ancestros poseen un enorme poder, pues se erigen como los dueños y guardianes de las tierras, las casas y el mismo pueblo. Morir es una acción para la cual una persona masewal se prepara durante mucho tiempo; de acuerdo con algunos de mis interlocutores locales, “desde que nacemos, ya la vamos trabajando”. Pareciera que la vida de una persona se centrase en la preparación de su propia muerte para alcanzar el rol social máximo.

Morir inscribe a la persona en el grupo de los muertos, los mikeme, pero —y esto depende de cómo y cuándo muera— también los transforma potencialmente en wewentiyo, “abuelos queridos” o “ancestros”. Los ancestros son considerados públicamente como los verdaderos dueños de las tierras de cultivo y de las casas, y son para ellos para quienes los vivos hacen todas las ofrendas alimenticias a lo largo del año. A cambio, los muertos protegen al pueblo ante otros espíritus no humanos, y garantizan fertilidad y bonanza. Mientras que los cuerpos de los muertos son sepultados en el cementerio, sus ánimas continúan un proceso de transformación, perdiendo su identidad individual para eventualmente convertirse en xantilmej, un castellanismo de “gentiles”. De acuerdo con algunos de mis interlocutores, éstos son arcaicos espíritus de humanos pre-solares, es decir, precristianos o “la gente de antes”. En otras versiones locales, los xantilmej son espíritus invisibles y sin nombre propio integrados a la montaña.

La muerte condensa, entonces, una serie de metáforas significativas para los masewal que unen a los muertos con la tierra y su fertilidad, y a éstas con la vida y la reproducción del pueblo. Aunadas a estas ideas, se encuentran aquéllas sobre la regeneración de la tierra, expresadas en las distintas prácticas de compartición de comida o “comensalidad” (commensality) (Kerner et al., 2015). En efecto, al compartir comida, cada grupo reconoce lazos no sólo de obligatoriedad entre sí, sino, tácitamente, de equivalencia e interdependencia con el entorno (Souza et al., 2015). Para los pueblos masewal de la Sierra Norte de Puebla, compartir comida marca una forma de socialización que excede a los vivos para enlazar a distintos colectivos, al mismo tiempo que evoca la producción de alimento (Millán, 2010).

Esta combinación de metáforas entre la fertilidad agrícola y vegetal está presente en el entierro de una persona y en la descomposición del cuerpo para integrarse con la tierra (Báez, 1999; Pérez, 2014; Questa, 2017, 2019a, 2019b). Los espíritus inmateriales de los muertos —sus ánimas— continúan participando de la comunalidad doméstica en un sentido profundo y emotivo; aquí contrasta el tabú de nombrar a un difunto con la práctica regular de compartir la comida con “los abuelos”. En los altares domésticos son encendidas veladoras, se colocan sal e incienso para los muertos, especialmente durante el primer año tras su fallecimiento. La muerte conecta distintos órdenes sociales al transformar —tras muchos años y diversas acciones ceremoniales— a vivos en ancestros, favoreciendo así una relación entre donación de fertilidad y donación alimentaria.

La muerte para los masewal, más que un acto de transformación de la persona, es un evento que impacta el balance del grupo doméstico. Cada grupo doméstico está localmente definido por personas emparentadas (de forma conyugal y por descendencia) que comparten un mismo techo y se denominan chanchiwanej o “caseros”. Cada casa, idealmente, es heredada a los varones por vía patrilineal, aunque los grupos domésticos se identifican por sus apellidos maternos y paternos, reconociendo ancestros en común; sin embargo, se privilegia a aquéllos de quienes han heredado las casas donde habitan, es decir, potencialmente a los ancestros por línea paterna. Así, los grupos domésticos masewal comparten el techo junto con distintas actividades productivas, ceremoniales y de consumo, lo que los convierte en unidades corporadas y multifuncionales (Good, 2013; Hammel, 1984).

Si morir no excluye a la persona de la pertenencia a un grupo doméstico, vivir obliga a éste a reconocer a los muertos de la casa como parientes. Es decir, cada grupo doméstico se compone de miembros vivos y muertos. Como lo expresa Victoria, una curandera local, “[los muertos] se pasan del otro lado. Estaban aquí, ora se pasan para allá, son de la misma casa, chanchiwan… es igual. Ora hay más [gente viva] aquí. Luego allá.”5 Así, la muerte no reduce o reemplaza simplemente el número de miembros de un grupo doméstico, sino que transforma y matiza su participación en él. En cada casa se asume que, mientras los vivos crían infantes, cultivan milpas, trabajan y ofrendan, los muertos proveen fertilidad a la tierra, agua y protección ante las enfermedades. A cambio de su protección, los muertos demandan respeto en forma de comportamiento cotidiano codificado y de ofrendas cíclicas.

La presencia de los difuntos en sus casas impone a los vivos ciertas normas de comportamiento. En palabras de Isabel Vásquez, “[a los muertos] debemos respetarlos, no insultarlos ni hablar mal de ellos porque nos escuchan todo el tiempo”.6 Las faltas de respeto de los vivos —el lenguaje soez, la violencia verbal entre esposos, el olvido de ofrendas, la suciedad o el maltrato infantil, así como el comportamiento inmoral— pueden atraer castigos por parte de los ancestros de cada casa. Estas sanciones toman la forma de enfermedades, como vómito y zumbidos en los oídos —el enfermo “escucha el toque de campana para muertos”—, o bien, de mala fortuna en los negocios, infertilidad del suelo o muerte de los animales de granja. En los casos más graves, cuando las faltas se han acumulado, los irrespetuosos pueden llegar a ver al muerto mediante una alteración de la vista o mixpatla, un fenómeno perceptible para la adivinación local (Questa, 2017, 2019b).

A estos graves malestares en su conjunto se les llama mikewilowa, “[ser] tocado por un muerto”, y pueden acarrear la misma muerte. La mayor parte de los castigos por parte de “los abuelos” son, sin embargo, menos graves y suelen curarse mediante limpias con huevo de gallina o untando un extracto de hierba muictle o mowetl en friegas con alcohol y ajo. El principio de estas limpias es capturar en el huevo el malestar causado por el muerto, mientras que las friegas alejan su presencia mediante el olor. Los ámbitos de la salud, por tanto, se encuentran íntimamente ligados al comportamiento de las personas en sus respectivas casas. Como señaló Victoria, cada uno de los vivos está inevitablemente destinado a morir para convertirse, potencialmente, en un ancestro de su misma casa.

La reversibilidad de la herencia

La gente de Santa María Tepetzintla reconoce que son los muertos quienes heredan tanto las tierras de cultivo como las casas a sus respectivos descendientes. Al mismo tiempo, es la muerte la que otorga una titularidad sobre éstas. En otras palabras, si los vivos heredan el mundo de sus predecesores, éstos se convierten al morir en dueños de ese mismo mundo. Esta inversión deja expuesta una de las principales paradojas masewal: la disputa inherente de la propiedad de la tierra (y con ella la capacidad regenerativa y vital) entre ambos grupos. La marcada jerarquización entre muertos y vivos, expresada en sus rituales y mitología, señala una importante contradicción local que nos permite pensar en una especie de herencia en reversa. Bajo esta idea, la muerte sería el acto que permite a ciertos muertos convertirse en “dueños verdaderos” de la tierra, mientras que sus descendientes vivos la habitan. Esta tensión ideológica entre ambos grupos sobre la tenencia de la tierra y el usufructo de ella implica la necesidad de visualizarla e intentar reordenarla mediante ofrendas y acciones rituales.

Morir, en efecto, confiere a las personas en Tepetzintla un estatus en cierto sentido superior al de los vivos, el cual viene acompañado de nuevas capacidades, así como de una forma más definitiva de posesión de la tierra. Durante los primeros años tras su fallecimiento, los muertos mantienen una presencia mayor en sus casas y se supone que deben aprender a existir en su nuevo estado, por lo que los vivos deben ofrendarles comida; si bien, al término de uno, dos, cuatro o hasta siete años, se hace el “levantamiento de la cruz”, una ceremonia que se realiza en el cementerio local (Lok, 1991; Pérez, 2014) y que marca el fin de un periodo de transición hacia la muerte definitiva. Para los masewal, sus tierras de cultivo, sus casas y el pueblo mismo pertenecen a sus muertos, sus “verdaderos dueños”, por lo que no se consideran herederos en un sentido duradero sino transitorio, y suelen referirse a sí mismos como “cuidadores” o “renteros”, es decir, arrendatarios, pues, finalmente, la muerte es el proceso que los convertirá en dueños permanentes. La forma en la que los muertos se convierten en dueños no puede entenderse simplemente como el equivalente a la adquisición de propiedad privada por parte de ciertos individuos sino, más bien, como una lenta integración de la persona con la tierra, lo que, al mismo tiempo, disgrega la identidad individual y la aglomera en una categoría colectiva que abandona el cuerpo humano para ocupar lugares y edificaciones. Al integrar sus cuerpos con la montaña y con sus propias casas, los muertos adquieren una presencia “total” en el paisaje hasta amalgamarse con los xantilmej, los más antiguos espíritus de los muertos.

Si la muerte convierte a las personas en seres poderosos y, hasta cierto punto, invulnerables a los vaivenes del tiempo, vivir implica un estado de vulnerabilidad y riesgo, así como un esfuerzo constante para mantener buenas relaciones tanto con vivos como con muertos. En palabras de Juan, otro interlocutor local: “No se van [los muertos], aquí se quedan, en la tierra. ¿A dónde se van? Mejor viven aquí, pero en su pueblo abajo, es como aquí, así, como se mira aquí”.7 Esta idea, recurrente en Tepetzintla, sugiere que muertos y vivos comparten el pueblo, las tierras de cultivo y las casas bajo ciertas reglas de separación e integración que deben regularse mediante algunas acciones evidentes para ambos colectivos, es decir, dispositivos rituales.

Así, la preeminencia de los muertos se evidencia en numerosas narrativas y ceremonias locales. Existen múltiples relatos en los que las personas —cazadores, leñadores, adúlteros, borrachos o incautos caminantes—, por diversas razones, terminan perdidas en el monte y, accidentalmente, se encuentran con pueblos y fiestas de difuntos, es decir, visitan el inframundo. Invariablemente, en estos relatos, quien visita y entabla comunicación con los difuntos muere tras la experiencia, pues su corazón prefiere quedarse allá. Anselmo, mi anfitrión, cierra de forma casual estas historias diciendo: “No se puede agarrar nada, ¡ni un vaso! No hay que bailar ni menos tomar, comer. Se muere luego, a los quince días, al mes. Se queda allá […] su ánima”.8 A diferencia de otras tradiciones sobre la muerte, las narrativas masewal de Tepetzintla no muestran que los muertos quieran vivir de nuevo y posean cuerpos animados, pero sí que se llevan anticipadamente las almas de los vivos con ellos. La avidez de los muertos por los vivos no sólo es una expresión de su poder, sino, también, de la fragilidad que tienen las almas de éstos y de su inherente deseo por “quedarse allá”.

La acción ritual paradigmática en torno al reconocimiento de los muertos son las ofrendas en “Todos Santos”, junto con la limpieza de tumbas en el cementerio local y el intercambio de comida que se da entre compadres y parientes durante los también llamados “Días de Muertos” (entre el 29 de octubre y el dos de noviembre). El ánimo en estos días es, en general, celebratorio, pues es un periodo para recibir amorosamente a los parientes fallecidos y, en contra de la costumbre local de no mencionarlos o referirse a ellos; son días para nombrarlos e invocarlos. Por ello, para los masewal, los Días de Muertos son llamados también “fiesta de muertos” o mikelwitl. Estos días de veneración y agradecimiento hacia los ancestros reinstauran, cada año, la relación de jerarquía entre muertos y vivos. Los muertos deben ser agasajados, pues se supone que visitan durante varias noches las que fueron sus casas y se alimentan de las copiosas ofrendas de comida depositadas para ellos. Hay algunas historias sobre personas que, al olvidar dejar ofrenda a sus propios muertos, no sólo mueren, sino que en su existencia postmortem sufren hambre y olvido por parte de sus descendientes. El olvido (ilkawalistli) es, en efecto, una de las actitudes más negativas y perniciosas que puede tener una persona o un grupo en Tepetzintla, pues es señal de ingratitud y del rompimiento de los compromisos adquiridos con los santos, los espíritus del monte y los ancestros.

Los muertos deben llegar a sus respectivas casas, consumir sus ofrendas y, luego, retirarse al finalizar el mikelwitl. Frente a cada casa se coloca una línea de pétalos de flor de cempasúchil que conecta el altar doméstico o santokal, la “casa de los santos”, con la entrada principal; en ocasiones el camino llega hasta la calle. Durante los Días de Muertos, el ambiente de conmemoración y la abundancia de alimentos se asocia también con la cosecha de maíz, que ocurre, en estas laderas altas, aproximadamente en las mismas fechas.

Los Días de Muertos señalan el inicio de una temporada de abundancia alimentaria que durará hasta principios del siguiente año. La equiparación entre las cosechas y los Días de Muertos no es gratuita, pues denota un circuito de intercambio entre ambos colectivos. Mientras que los muertos otorgan vida y fertilidad a la tierra al integrarse con ella, los vivos, para pagar dicha fertilidad, inevitablemente mueren para convertirse en acreedores de sus descendientes y sumarse al grupo mayor de ancestros difuntos. Vivir implica trabajar y beneficiarse de la tierra; morir implica transformarse en la tierra y beneficiarse del trabajo de los vivos.

En palabras de Cecilia, una interlocutora local: “Vienen [los difuntos] con gusto. Los recibimos como los caseros. Nos visitan y aquí los recibimos. Les damos su comida. Ellos nos dieron primero. Ora nosotros también”.9 Éste y otros testimonios similares exhiben la estrecha relación de obligatoriedad y co-sustento característicos de estos días de fiesta y ceremonia, así como el rol de cada colectivo. Como menciona Cecilia, los vivos son los “caseros” o chanchiwanej, los “habitantes de la casa” o “anfitriones”, mientras que los difuntos son los invitados en las que fueron, alguna vez, sus propias casas. Si los muertos alimentan a los vivos al proveer fertilidad y heredarles sus propiedades, son los vivos quienes deben, en estos días, alimentar a los muertos. Esta serie de inversiones tienen algo de paradójico, una suerte de impostura que no se le escapa a Cecilia cuando dice “los recibimos como anfitriones” al referirse a su rol durante la celebración. Este sutil detalle sugiere que, si los vivos se consideran “como” anfitriones, es que no lo son realmente. Si, como se mencionó antes, los muertos son considerados como los “verdaderos dueños” del pueblo y sus casas, entonces deberían ser éstos también los “verdaderos anfitriones” durante los Días de Muertos. La “herencia en reversa” —de vivos hacia muertos— evidencia una posible respuesta local a esta aparente paradoja.

Existe otra ceremonia local en la que se puede observar esta contradictoria relación de vivos y muertos en torno a la propiedad de la tierra y las casas: el rito de kalwewetsin o “abuelito de la casa”. A diferencia de los Días de Muertos, esta celebración no se encuentra aparejada al ciclo agrícola ni sigue un calendario anual, sino que se realiza con fines terapéuticos colectivos. Se considera que la casa, sus habitantes humanos vivos y sus animales son víctimas de un daño espiritual; aunque, al mismo tiempo, la casa también es concebida como la causante de dicho malestar (Questa, 2017). Esta aparente contradicción —contenida en la ceremonia de kalwewetsin, como se detallará más adelante— exhibe una relación más complicada que la donación directa entre muertos y vivos. Durante este ritual, diferentes entidades espirituales son convocadas e incorporadas en distintos momentos para emular “el nacimiento de la casa” —su construcción— con el fin de “recordarla” (rememorando así a sus constructores, los ancestros difuntos); también hay comensalidad y ofrendas alimentarias que serán consumidas por los participantes en una controlada condensación colectiva de identidades y cuerpos. Antes de detallar el ritual de kalwewetsin, es necesario describir brevemente las casas masewal, sus atributos y sus partes para entender la ideología local sobre quiénes habitan en cada una de ellas.

Un mundo de casas

El mundo serrano está compuesto por territorios y casas de distintas entidades visibles e invisibles, ya sean comunidades de animales, de muertos o de pueblos humanos. Por lo tanto, cuevas, ríos, puentes, estanques, árboles y montañas son potencialmente la casa de alguna entidad. Las tumbas son consideradas casas, y el cementerio es visto como un pueblo entero o mikialtipetl, el “pueblo de los muertos”. Por su parte, el templo católico del pueblo se conoce como la casa de Jesucristo (TotatsinTonal, “Nuestro Padre el Sol”), la Virgen de Guadalupe (Tonantsin, “Nuestra Madre”) y los santos. Incluso la montaña Chignamasatl es una casa colosal, en cuyo interior (tlalijtik, “vientre de la tierra”) habitan “los caseros de la montaña” o tlalokanchanekej. Al mismo tiempo, toda la tierra, o al menos las tierras altas, son casas en donde la Madre y el Padre Tierra, TlaltikpakNana y Tlaltikpak Tata, tienen su residencia. Tal configuración del mundo implica el reconocimiento del espacio como una intersección constante de casas y umbrales superpuestos. Al igual que los mayas estudiados por Gillespie (2000), los masewal observan un conjunto de relaciones de escala contrastante donde las casas son microcosmos (abarcan todas las relaciones con el “exterior”) y las relaciones cósmicas son también reproducciones de cada casa (Lok, 1987).

Tal vez, la mejor imagen para entender esta noción de umbrales superpuestos es la utilizada por uno de mis principales interlocutor masewal. Durante mi primera entrevista sobre el tema, Anselmo tomó una estera o petate tradicional —una estructura de palma intensamente entretejida—, señaló las tiras entrelazadas y dijo: “Ora estamos pisando la casa de alguien por allá. No sabemos”.10 A partir de esta metáfora, puede entenderse cómo las casas, entrelazadas en el espacio, están destinadas a convertirse en la fuente de conflictos incesantes a medida que los seres humanos siguen cruzando y actuando sobre ellas todos los días. No todas las personas masewal comparten la postura filosófica de Anselmo, por supuesto, pero lo cierto es que los rituales locales evidencian estas relaciones para reconocer y diferenciar posibles entrecruzamientos de intereses. Así, casas, milpas, bosques, iglesias, cuevas y montañas están tan cerca entre sí que las personas y los espíritus están obligados a interactuar y encontrar, tarde o temprano, motivos para entrar en conflicto. Tal cercanía inherente e inevitable hace que muchas personas masewal reflexionen sobre las implicaciones de sus acciones y sus posibles repercusiones.

Las casas masewal constituyen centros de reunión tanto para los vivos como para los ancestros y los santos. Cada casa es un espacio en cierto sentido sensible, lo que se evidencia mediante el reconocimiento que se les otorga en la vida familiar en tiempos de mayordomía o cuando se realiza alguna festividad del ciclo de vida (como un bautizo o un velorio). Cada casa está sujeta a una moralidad, así que las personas que habitan en ellas, como se mencionó antes, deben cuidar su lenguaje en todo momento, así como sus acciones e incluso sus sueños. En palabras de Juan, otro de mis interlocutores locales, “Nos tenemos que portar bien, si no, pues no estamos respetando, viviendo bien para nuestros abuelos. No nos podemos portar mal, andar por ahí. Bueno, así es aquí, cada casa se tiene que respetar”.11 La privacidad que provee una edificación implica gratitud y respeto; en Tepetzintla, las casas no sólo son inmuebles construidos para acomodar y proteger a las personas, sino que esta protección y comodidad se convierte en una fuente de deuda e interdependencia con ellas.

Las casas de la localidad tienen un patio donde la gente hace trabajos manuales (limpieza de maíz, secado de frijoles), además de ser un espacio libre para pollos y guajolotes (siempre que no haya bebés y niños pequeños). Algunas casas todavía conservan un ático (ajkopa) para almacenar el maíz. La mayoría de las casas cuentan con pequeños jardines donde las mujeres cultivan hierbas medicinales, verduras, flores y especias. Las casas tienen una sala principal dedicada a todo tipo de actividades sociales y ceremoniales. El resto de las habitaciones, cuando hay alguna, se usan como dormitorios privados, por lo general cerrados a extraños, en donde los chanchiwanej duermen y guardan sus bienes y objetos de valor. La sala principal o weyi kalijtik, “gran interior/vientre de la casa”, junto con el patio, es en donde los visitantes son recibidos, se les ofrece comida y se coloca el altar de la casa. Este altar, llamado santokal o “casa de los santos”, contiene imágenes de santos y vírgenes; aquí también se depositan las imágenes de cada mayordomía.

Cada altar doméstico está relacionado directamente con el altar del templo católico local. Existe una jerarquía entre estos altares: cuando los masewal hablan de las imágenes en su altar familiar, se refieren a éstas como “chicas”, en oposición a las del templo, que son las “grandes”. Cada santokal opera como un anfitrión: frente a él se recibe a los visitantes y se espera que éstos hagan el signo de la cruz para “saludar el altar”; en tiempos de danzas, aquí se colocan las máscaras de los danzantes para que descansen y sean alimentadas. El santokal es, pues, un artefacto necesario, abierto a los extraños, relacionado con la descendencia patrilineal y con la jerarquía ritual y las obligaciones; también es parte de un gran interés local y una tecnología de comunicación con el mundo espiritual y, a través de éste, con lugares importantes y lejanos, como la Ciudad de México (Questa, 2017, p. 154).

En cada altar se guardan efigies, tarjetas o estampas de santos y vírgenes, así como reliquias de sitios de peregrinación, velas e incienso, y una variedad de adornos de papel, metal y plástico. Los altares domésticos suelen ser lugares iluminados, multicolores, pero, al tiempo, brumosos y fragantes por la quema de incienso. La gente local dice que las imágenes son sus “abogados” y que los sellos con sus retratos son sus “credenciales”; los santos patronos y otras deidades —en vez de las agencias gubernamentales— emiten tales identificaciones para uso de quienes los procuren y alimenten (Questa, 2017, p. 188). Algunas imágenes se vuelven populares debido a los constantes cambios e influencias de los nuevos destinos de peregrinación y patrones de migración, mientras que otras pierden presencia y son enviadas a la parte posterior del altar. Los altares también son lugares en los que entidades espirituales “buenas” (santos, ángeles y ancestros) o kwali llegan a “sentarse y refrescarse y descansar”.12

El hogar o tlekwil es otro lugar necesario para cada casa masewal. Aun cuando las mujeres más jóvenes prefieren estufas y cocinas modernas, todas mantienen una chimenea alimentada por leña, fuera del edificio principal —puesto que la chimenea tradicional produce humo constante, no puede estar dentro de una estructura amurallada—. Las mujeres pasan la mayor parte de sus días alrededor del hogar, haciendo tortillas y preparando diferentes tipos de alimentos, cuidando a sus hijos, los corrales y jardines circundantes. La chimenea siempre debe mantenerse encendida o, al menos, conservar algunas “cenizas vivas”. Como el hogar alimenta a la familia, también debe ser alimentado, pues está, como la casa, vivo. Se dice que una chimenea siempre debe producir algo de calor; un hogar frío y sin uso es inadecuado y atrae la mala fortuna. Sin embargo, el hogar no es un dominio completamente femenino, ya que es donde vive la “vieja pareja”, los “abuelos de la casa” (kalwewetsin y kaltlamatsin), materializados en las rocas que sostienen el fogón de la cocina tradicional de leña. Junto con los santos y vírgenes del santokal, estos espíritus deben ser mantenidos y recordados por los miembros del hogar.

Las piedras que forman el hogar son tomadas de la montaña por el patriarca cuando la casa se construye, y son colocadas ritualmente después de un sacrificio de sumiso. Según Anselmo, cualquier roca sólida (basáltica) que se encuentre en la tierra del propietario sirve para tal tarea. Sin embargo, las piedras necesitan ser elegidas en pareja —masculina y femenina—, y deben dejarse ofrendas de aguardiente e incienso en el lugar donde se encontraron; luego son transportadas, sin otra ceremonia, al lote donde se construirá una casa. En muchas ocasiones, la gente sólo elige entre rocas que acaban de ser descubiertas in situ en el momento de la construcción.

La “vieja pareja”, kalwewetsin y kaltamatsin, son objetos y personas al mismo tiempo. Por lo tanto, las piedras deben ser tratadas con “respeto” para no ser golpeadas o maltratadas de ninguna manera; también deben permanecer limpias. Mis interlocutores masewal me han explicado que las piedras que se usan para construir el hogar en cada casa se toman de la montaña, lo que las hace “parientes”. Reconocen así una jerarquía similar a la que existe entre las imágenes sagradas de los santokal y las del altar del templo local; una línea de descendencia entre cerros y casas. En palabras de Anselmo: “El cerro está en la casa. En todas, es igual. Así, como las personas, están en su casa y no en cualquiera”.13

Los muertos vivos: la ceremonia de kalwewetsin

La ceremonia de kalwewetsin, como la de habu, está dedicada a los muertos, pero ésta no tiene un carácter mortuorio sino terapéutico; además, mientras que el habu es normativo entre los daribi, el kalwewetsin entre los masewal es circunstancial y, tal vez, hasta un poco extraño para muchos de ellos. Ambos rituales coinciden en imbricar a los muertos en los cuerpos de los vivos mediante la danza y la comensalidad, con el fin de crear una comunicación entre ambos y de sintetizar sus diferencias.

Durante los años que visité el pueblo de Tepetzintla, oí hablar de la vieja ceremonia de kalwewetsin, pero, en varias ocasiones, me aseguraron que ya no se practicaba. Este ritual se abandonó temporalmente cuando el padre Germán, quien fue el párroco local de 1980 a 2000 aproximadamente, prohibió a la gente hacerlo, ya que lo consideraba como un rito pagano. Mis interlocutores masewal no tienen buenos recuerdos del padre Germán. Sin embargo, en años recientes, como sucedió con otras prácticas rituales locales, la gente decidió realizar ceremonias de kalwewetsin de nuevo. Estas ceremonias no se realizan con frecuencia y se consideran eventos muy íntimos, por lo que nunca había sido invitado a asistir a una; sin embargo, en 2013, Anselmo y Rosalba decidieron hacerlo después de consultar a su amigo y compadre Domingo, un adivino (tlamatk) local, quien diagnosticó una mala relación con la casa. Para Domingo, una serie de eventos y circunstancias negativas que afectaban a diversos miembros de la familia estaban relacionadas entre sí: las rodillas de Anselmo le habían comenzado a fallar y le dolían, por lo que no podía subir a la montaña para cuidar de su milpa; Rosalba, por su parte, tenía dolores de cabeza cada vez más frecuentes y sufría mareos por su diabetes diagnosticada; a esto se añadió la enfermedad de Maribel, su hija menor, quien también estaba enferma y había pasado recientemente temporadas en cama sin que los doctores de las clínicas cercanas pudieran determinar la razón. Además de estas enfermedades, toda la casa se encontraba afectada por la envidia acumulada, ya que Anselmo es un reconocido adivino y tiene muchos enemigos. Finalmente, dos huracanes formados en el Océano Atlántico (Humberto e Ingrid) tuvieron un impacto desastroso en las milpas del pueblo ese año (2013). Las condiciones, en resumen, exigían la realización de la ceremonia de kalwewetsin. Pero ¿por qué en la casa? Y ¿cada cuándo debe realizarse dicha ceremonia terapéutica?

Durante el kalwewetsin, los masewal reconocen un evento del pasado que ocurrió años o incluso décadas antes de que el daño recayera sobre la familia. Debido a esta vieja deuda, el ritual es una evocación, una forma de recordar: el kalwewetsin le otorga relevancia actual a algo que el tiempo no puede revocar. Después de que una casa ha sido construida o modificada, tarde o temprano, el ritual de kalwewetsin debe tener lugar; éste coincide, grossomodo, con la llegada de una nueva generación que ocupa el inmueble. Esto indica que existe un daño latente y creciente dentro de cada casa que se acumula con los años, con cada generación de difuntos que se agrega y que reclama reconocimiento, gratitud y respeto. Dicha demanda puede afectar a cualquiera de sus habitantes. Así, eventualmente, cuando alguien de la casa cae enfermo y no se puede encontrar ninguna cura, o cuando la desgracia y las adversidades acaecen sobre la familia, el kalwewetsin debe ser realizado. Es importante destacar que ésta no es una celebración para terminar de construir una casa, sino un acto de recordar su construcción.14

El ritual de kalwewetsin ocurre, pues, cuando una serie de eventos desafortunados —la muerte o la enfermedad de un familiar, malas cosechas, animales de granja perdidos, la pérdida de un trabajo en la ciudad u otras dificultades— se acumulan alrededor de un hogar. En otras palabras, el kalwewetsin es una oportunidad ritualizada para abordar colectivamente las consecuencias negativas de haber olvidado a los espíritus ancestrales de la casa, es decir, una oportunidad para recordar colectivamente. Recordar, aquí, no implica simplemente un acto verbal o mental privado, realizado por un individuo, sino una acción conjunta, material y codificada que se realiza colectivamente. Estas acciones son emocionalmente relevantes y convocan relaciones no sólo entre los seres humanos vivos, sino también entre una comunidad más diversa de entidades no humanas y parientes muertos.

Con un diagnóstico positivo por parte de un adivinador local, se establece una fecha para realizar el ritual en la casa. Entonces, el chanchiwanej (el patriarca de la casa) y su esposa deben nominar a los nomojmontsi y nojsisiwa, los “compadres de la casa” (él y ella, respectivamente), que generalmente son elegidos entre aquéllos que ya han sido compadres; éstos deben traer una ofrenda y hablar a favor de los habitantes con los espíritus de la casa.

Para realizar el kalwewetsin, los aquejados, es decir, los chanchiwanej, deben ahorrar dinero, pues la ceremonia requiere de recursos para agasajar e invitar a, por lo menos, tres parejas de compadres y a dos varones que serán los danzantes —llamados pollomej o “pollos”—, quienes representarán, en diferentes momentos de la noche, el papel de ancestros, ofrendas y constructores de la casa.

Tras reunir los recursos y el dinero calculados por el adivino, los chanchiwanej proponen una fecha para realizar la ceremonia. Por lo general, se elige un sábado, ya que el domingo es un día de descanso y el ritual de kalwewetsin toma toda la noche. Al igual que en otras celebraciones de compadrazgo, todo el grupo familiar, o chanchiwanej, que vive en la casa se relacionará con los “compadres de la casa” y, a partir de este momento, los tratarán recíproca y ceremonialmente con respeto.

Casa masewal durante el kalwewetsin
Diagrama 1.
Casa masewal durante el kalwewetsin

A. Mesa con ofrenda principal para el kalwewetsin

B. Mesa con ofrenda secundaria para los xantilmej

C. Bancas y espacio para danzar

D. Hoyo donde se entierra el gallo o kalyolotl

E. Puerta superior con acceso al tapanco, ático o ajkopa

F. Cruz de la casa

G. Mesa con ofrendas para los pollomej en el tapanco

1. Anfitriones, “caseros” o chanchiwanej

2. Invitados

3. Músicos

4. Danzantes, “pollos” o pollomej

5. Adivino o tlamatk

La invitación a cada pareja de compadres y a los dos pollomej implica una visita a sus respectivas casas por parte de los anfitriones, así como el ofrecimiento de comida y bebidas alcohólicas. Cada una de estas invitaciones se convierte en un festín que ocurre durante las semanas previas a la realización del kalwewetsin. Una vez que las invitaciones se han hecho y que todos los participantes han aceptado, comienzan las actividades de preparación, que toman varios días y ocurren dentro de la casa. Primero, el adivino sacrifica un gallo que será enterrado en un hoyo en el centro o corazón de la casa (kalyolotl) un día antes del kalwewetsin. Luego, se erige un pequeño altar especialmente construido para realizar la ceremonia. Posteriormente, se matan y hierven enteros un guajolote y un gallo joven. Al día siguiente, se preparan doce platos de mole y doce atoles blancos sin azúcar para los xantilmej, los espíritus más viejos que habitan en cada casa; estos alimentos se dejan reposar durante un día o dos en una mesa secundaria frente al altar (ver Diagrama 1).

La ceremonia de kalwewetsin dura toda una noche y termina al amanecer. Comienza al atardecer, con el ofrecimiento de un pollo a la casa “para que no pase nada” (tikmetiaincali), el cual se coloca en el poste central o tzintlacali; después se quema el incienso y se ofrece otro pollo(en ocasiones puede ser un guajolote macho) al compadre, reconociendo que se hace “igual que como en la ofrenda de Todos los Santos”.15 Una vez que se colocan todas las ofrendas en la casa y se entregan los adornos de flores y collares (xochikoskatl y makwowitl) a cada uno de los participantes, se realiza el “baile de tejas”. El compadre inicia esta danza bailando con una teja entre los brazos, la cual se toma de la casa y se adorna con flores; después se le une el patriarca de los chanchiwanej (en este caso Anselmo). Se proporciona una teja “hembra” para los hombres y otra teja “macho” para las mujeres, y se baila con ambas simultáneamente. Según el adivino Domingo, las tejas son la casa en sí y el propósito de esta parte de la ceremonia es calmar su ira a través de la danza. El baile, acompañado por música de violín, dura varias horas. Después de esto, los dos danzantes, pollomej, suben al ático o ajkopa de la casa, llevando con ellos una pequeña mesa en la que colocan velas; después bailan de nuevo. En este momento, los pollomej no son humanos, sino ofrendas que danzan. Durante su baile, toman aguardiente, gritan y golpean en el suelo del ático; también utilizan herramientas (sierra, martillo y clavos) para hacer retumbar juguetonamente toda la estructura, evocando los ruidos de cuando se construyó la casa. Mientras tanto, en la planta baja, al ritmo de la misma música y de forma simultánea, el chanchiwanej y el tlamatk siguen bebiendo copiosamente y bailando con la mesa principal de la ofrenda, que en esos momentos se convierte en la casa. Alrededor de la medianoche, los pollomej bajan del ático y comen el guajolote preparado, la ofrenda principal de la ceremonia. Los danzantes deben comerlo todo frente al grupo reunido, garantizando así que la ofrenda ha sido aceptada; también deben hacer ruidos elocuentes al masticar la comida para expresar histriónicamente su apetito y reconocer el sabor y la cantidad del alimento; asimismo, deben hacer bromas chuscas al respecto mientras beben más aguardiente. En este punto, los pollomej se han convertido en los ancianos de la casa, por lo que son los antepasados quienes aceptan la ofrenda. Tras devorarla, ambos pollomej suben nuevamente al ático y continúan danzando y gritando.

Después de testificar que los pollomej han consumido toda la ofrenda, el adivino reparte los doce platos de mole —los platos ofrendados a los xantilmej que se colocaron en la mesa secundaria un par de días antes— entre los compadres y los chanchiwanej. Estos alimentos han comenzado ya un proceso de putrefacción leve, pero su sabor agrio es considerado por los masewal delicioso y adecuado para los espíritus. Al consumir la ofrenda hecha a los silenciosos xantilmej, los antiguos muertos sin nombre vienen desde el monte a la casa; éstos también deben ser agasajados. Por ello, se debe reconocer el delicioso sabor agrio de la ofrenda, el apetito se debe expresar fehacientemente y no debe sobrar ningún bocado. El banquete ocurre de forma relajada, en medio de conversaciones y música. En este punto de la noche, todos los participantes de la ceremonia de kalwewetsin han consumido los alimentos ofrendados a los espíritus de los muertos.

Hacia las cuatro de la madrugada, antes del amanecer, los dos pollomej bajan del ático y se unen al resto del grupo. Entonces, se apagan todas las luces de la casa y las veladoras de los santos, y se limpia el fogón de la cocina; la casa, dice el adivino, se encuentra “apagada y fría como antes de que hubiera nada”.16 Los pollomej son los encargados de crear un fuego nuevo con leña en el patio, de encender nuevamente todas las luces de la casa y de llevar brazas encendidas al fogón de la cocina, al santokal y a la ofrenda de kalwewetsin. Esta suerte de reinicio del sistema hace que la casa vuelva a ser habitable y que los diversos espíritus de los muertos que residen en ella reconozcan que sus descendientes vivos los recuerdan y, así, dejen de enviarles enfermedades e infortunios. Todos los participantes permanecen juntos en la misma habitación, siguen bebiendo alcohol y, finalmente, se agradecen unos a otros utilizando el protocolo del saludo formal de compadrazgo. La salida del sol marca el final de la ceremonia.

El ritual de kalwewetsin encarna la esperanza de evitar la desgracia y las calamidades por un tiempo, al abjurar de los malos espíritus y, sobre todo, al apaciguar a los espíritus que habitan la casa. Si le siguen sucediendo cosas malas a los habitantes de la casa, sus milpas o sus animales, se debe realizar una segunda, aunque menor, versión de kalwewetsin, dirigida específicamente a “la parte femenina”, llamada kaltlamatsin o “querida abuela de la casa”. No fui testigo de un kaltlamatsin, pero mis interlocutores masewal dicen que es una versión correctiva y femenina del kalwewetsin, en caso de que éste se haya hecho de mala manera. Según Anselmo, Rosalba y los adivinos Domingo y Crispín, el kaltlamatsin requiere menos recursos y ofrendas, y no precisa de pollomej. Se supone que es un complemento de la gran celebración de kalwewetsin.

La forma en la que se establecen las relaciones en el kalwewetsin puede ser confusa, incluso para algunas personas locales. Al inicio, los compadres son padrinos de la casa y traen regalos. Sin embargo, más tarde, durante la noche, cuando los pollomej llegan, algunos papeles cambian. Primero, los pollomej son ignorados y llevados arriba, al ático, a manera de ofrenda; es sólo después de haber cumplido con su trabajo, tras bailar y devorar la ofrenda, que son tratados con respeto, al igual que los compadres. Los pollomej encarnan a los ancestrales espíritus masculino y femenino de la casa; es decir, a kalwewetsin y kaltlamatsin. En efecto, los pollomej —quienes primero juegan el papel de ofrenda y luego encarnan a los espíritus de la casa— se devoran a sí mismos. El resto de los invitados consume la ofrenda secundaria —colocada en la segunda mesa para los precristianos xantilmej—, participando, mediante la comida, en la transformación colectiva. El objetivo de la ceremonia de kalwewetsin es restablecer las buenas relaciones con los muertos para aliviar los problemas de salud y la mala fortuna que sufre un grupo doméstico. Esto se logra mediante la encarnación temporal de los espíritus en el cuerpo de los pollomej, que tiene el propósito de conseguir una visualización dinámica conjunta y garantizar la aceptación de la ofrenda con el fin de mitigar los males acaecidos en la familia.

Invenciones rituales

El ritual de kalwewetsin para los masewal de Tepetzintla —en analogía con la ceremonia mortuoria de habu para los daribi de Papúa Nueva Guinea— constituye un dispositivo que permite cierto flujo de identidades y cuerpos para visualizar las principales contradicciones humanas, principalmente aquéllas que se originan por la antítesis entre la continuidad de la vida y la inexorabilidad de la muerte. La muerte y otros contextos sucedáneos —el malestar, la enfermedad, el infortunio, la infertilidad— son procesos compartidos por animales, plantas y humanos; tal vez sea por ello que, en las expresiones ligadas a estos contextos, se pueden observar mejor las principales metáforas que constituyen al pueblo masewal. El agradecimiento a los muertos por el don de la vida y el temor ante la deuda impagable que esto conlleva están ligados a su avidez de fertilidad, lluvias y recursos.

A través de la conexión entre los altares domésticos como dispositivos para alojar y comunicarse con los espíritus, y de las ceremonias de kalwewetsin que apaciguan a los de la casa, se replica lo que se hace con los espíritus que habitan en la montaña y las milpas, así como con los santos del templo. Las casas masewal, como las montañas, son espacios dominados por espíritus; lugares que contienen el sustento y de los que los seres humanos no son considerados propietarios o herederos, sino beneficiarios temporales y, sobre todo, sus guardianes. El ritual de kalwewetsin, al igual que las danzas temáticas locales (Questa, 2017), constituye una exploración nativa de la alteridad para reconocer (recordar y respetar) los límites y las capacidades de ésta. Los “verdaderos dueños” espirituales de cada casa emergen como las proyecciones de los masewal vivos hacia el futuro, seres ligados a la tierra y aquejados por el miedo de ser olvidados.

Finalmente, la metáfora creativa más importante de la ideología masewal —que emerge de la muerte, de las contradicciones sobre la propiedad de la tierra y las casas—, así como la capacidad terapéutica del recuerdo y de la comunicación mediante la incorporación del ritual, se vuelve evidente: la interdependencia. La clave de la relación entre muertos y vivos puede explicarse mediante una noción más amplia de co-sustento —expresado a través de la alimentación conjunta de estos colectivos— y mediante el concepto de tlatikipanolistl o “mantenimiento”, una noción eco-espiritual indígena (Questa, 2018). Dicho concepto se refiere a la interdependencia que existe entre los seres humanos (vivos y muertos) y su entorno —formado por plantas (silvestres y de cultivo), animales (silvestres y domésticos) y una serie de entidades espirituales asociadas a lugares y meteoros—: la poderosa idea ecológica de que los distintos colectivos sólo pueden continuar si se co-sustentan mutuamente. En efecto, la necesidad de reconocer la interdependencia reproductiva subyace en los distintos conflictos que surgen de las contradictorias condiciones de muertos y vivos. El ritual de kalwewetsin se fundamenta en los protocolos que conforman el conocimiento masewal, y tiene el fin de visualizar y ordenar las intrincadas relaciones que, como las tiras del petate de Anselmo, entreveran el mundo.

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Notas

1 Utilizo el término local “masewal” por ser con el que prefieren identificarse mis interlocutores. El término, de difícil traducción, suelen emplearlo para designar a quienes “trabajan la tierra” o “viven de sembrar”, pero también para nombrar a quienes “hablan la lengua masewal” o, incluso, a quienes son “los verdaderos mexicanos”. Para su escritura sigo el Alfabeto Fonético Internacional (AFI o IPA por sus siglas en inglés), propuesto por la International Phonetic Association (1999). Utilizo el término “nahua” cuando me refiero a otros estudios o regiones con hablantes de lengua náhuatl. Reservo el uso del término “náhuatl” para referirme exclusivamente a la lengua que comparten distintos grupos diferenciados. Todos los términos en lengua náhuatl utilizados en este texto han sido consultados con personas de Tepetzintla. En particular agradezco la colaboración de Isabel Vásquez Ramos para la revisión de vocablos y sus significados en el manuscrito final.
2 Cerca de 70,000 personas, hablantes de dos variantes dialectales de la lengua náhuatl, habitan en cientos de asentamientos rurales en la Sierra Norte de Puebla, un segmento de la Sierra Madre Oriental que corre en eje norte-sur a lo largo de la costa atlántica de México. En la cara noreste del cerro Chignamásatl, “Nueve Venado”, se encuentra la cabecera municipal de Santa María Tepetzintla. Históricamente, la principal actividad productiva de esta población es la agricultura de temporal centrada en la milpa, seguida de la silvicultura, el trabajo en pequeñas plantaciones cafetaleras —en las partes templadas— y cañeras —en las tierras bajas y húmedas—, el comercio regional y la confección de textiles. Actualmente, los masewal emigran a centros urbanos, dentro y fuera del país, para trabajar en la industria de la construcción o como mano de obra no especializada, si bien los más jóvenes ejercen numerosos oficios y profesiones.
3 En este texto se utiliza el concepto “colectivo” para referirse a una agrupación distinguible de sujetos que comparten, desde la perspectiva nativa, una característica determinante en común, que poseen cierta agentividad o voluntad (Descola, 2013; Viveiros de Castro, 2004) y que son concebidos como distintos a otros por los mismos nativos. Así, ciertos grupos de animales, espíritus en el paisaje, santos o ancestros son agrupados localmente, a veces de manera sutil, debatible o hasta incierta. Cada uno de los grupos de danza locales, por ejemplo, hace referencia a tipos distintos de espíritus con características específicas dentro de cada narrativa (Questa, 2019b). Los masewal se refieren con distinto énfasis a los “muertos”, “abuelitos”, “ancestros” o “gentiles”, que se conciben como grupos diferenciados aunque compartan dos características: ser personas fallecidas y estar presentes en el ámbito de las relaciones comunitarias con el monte. Igualmente, usan “los vivos”, “los de ahora”, “la gente del pueblo” como términos que distinguen grupos de personas que, si bien pueden ser heterogéneas en muchos sentidos, comparten dos principales características: poseer vida presente y habitar en las comunidades y rancherías sobre el monte. Ciertamente, existen ámbitos, como de los que trata este texto, en los que estas categorías se diluyen temporalmente para evidenciar la jerarquía y las relaciones entre distintos grupos. En resumen, cuando hablamos de “vivos” y “muertos” como colectivos, nos referimos a categorías amplias que, mientras que no son clasificaciones estáticas, sí indican cualidades crucialmente distintas entre sí para los mismos masewal.
4 Los términos “ritual”, “ceremonia”, “ceremonial” y “fiesta” se utilizan indistintamente en este texto para referirse, como se indica arriba, a procedimientos o métodos locales de conocimiento y acción sobre el mundo, ya sea con fines celebratorios, terapéuticos, diplomáticos, evocativos o cualquier otro, que normalmente son reconocidos por la antropología bajo la categoría analítica “ritual”. La variedad de usos se debe a motivos de redacción, lo que revela un constante esfuerzo analítico propio y de mis interlocutores.
5 Notas de trabajo de campo en Santa María Tepetzintla, noviembre 2015.
6 Comunicación personal, octubre 2019.
7 Notas de trabajo de campo en Santa María Tepetzintla, noviembre 2015.
8 Notas de trabajo de campo en Santa María Tepetzintla, enero 2014.
9 Notas de trabajo de campo en Santa María Tepetzintla, noviembre 2012. Las cursivas son mías.
10 Notas de trabajo de campo en Santa María Tepetzintla, septiembre 2015.
11 Notas de trabajo de campo en Santa María Tepetzintla, agosto 2015.
12 Notas de trabajo de campo en Santa María Tepetzintla, agosto 2015.
13 Notas de trabajo de campo en Santa María Tepetzintla, agosto 2015.
14 Existe otro ritual local llamado kalilwitl, “fiesta de la casa”, con el que los constructores celebran la terminación del proceso de construcción y colocan una cruz de madera en una de las trabes.
15 Notas de trabajo de campo en Santa María Tepetzintla, agosto 2013.
16 Notas de trabajo de campo en Santa María Tepetzintla, agosto 2015.

Notas de autor

* Maestro y doctor en Antropología por la Universidad de Virginia, maestro en Antropología social por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y licenciado en Etnología por la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH). Ha investigado diferentes comunidades indígenas de México (pueblos warihó, ñañú, xi oí y masewal) y ha publicado sobre diversos temas. Fue becario del Conacyt, la National Science Foundation, la Mellon Indigenous Arts Foundation, el Smithsonian Institution y el Rachel Carson Center on Environment and Society. En 2018 recibió el Premio Nacional Fray Bernardino de Sahagún a la mejor tesis doctoral en Antropología. Se especializa en la exploración de las danzas tradicionales como formas de conocimiento y acción socioambiental entre los masewal de la Sierra Norte de Puebla. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores (SNI) del Conacyt y profesor investigador de tiempo completo en el posgrado de Antropología social de la Universidad Iberoamericana, Ciudad de México.
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