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De lo impreso a lo fílmico: narrativas martiriales entre los evangélicos mexicanos
From Printed to Film: Narratives of Martyrdom among Mexican Evangelicals
De lo impreso a lo fílmico: narrativas martiriales entre los evangélicos mexicanos
Iberoforum. Revista de Ciencias Sociales de la Universidad Iberoamericana, vol. 1, núm. 1, pp. 1-29, 2021
Universidad Iberoamericana, Ciudad de México
Recepción: 28 Octubre 2020
Aprobación: 15 Febrero 2021
Publicación: 04 Mayo 2021
Resumen: En este artículo se estudian los casos de evangélicos asesinados en México y la forma en que sus muertes fueron representadas. Mediante el análisis de fuentes impresas y fílmicas del siglo XX, se examinan distintas maneras en las que se utilizó la muerte de estas personas para denunciar la intolerancia religiosa, recordar a las víctimas y presentarlas como modelos de comportamiento social. Aunque fueron creados con distintos propósitos, estos relatos comparten elementos de una narrativa martirial: un mártir que acepta su destino, una causa por la cual morir y un poder que actúa como perpetrador. El estudio de estos casos abre un panorama que explica la conformación de identidades religiosas minoritarias y su búsqueda por el reconocimiento público.
Palabras clave: Evangélicos en México, intolerancia religiosa, martirio, representaciones, modelos de conducta.
Abstract: This article analyses examples of murdered evangelical individuals in Mexico, as well as various representations of their deaths. By analyzing 20th century printed sources and film materials, we provide evidence of how such deaths became vehicles to condemn religious bigotry, preserve the victims' memories, and their transformation into exemplary role models. The different examples on evangelicals' deaths share a common martyrial narrative, in which a martyr accepts her fate, has a cause to die for, and a power acts as her assassin. This case study offers an explanation on the formation of minority religious identities and their pursuit of public recognition.
Keywords: Evangelicals in Mexico, religious intolerance, martyrdom, representations, role models.
Introducción
El estudio de la producción cultural dentro de las comunidades evangélicas ofrece nuevas vías para las investigaciones sobre las minorías religiosas en México y en América Latina. Si bien es cierto que estos bienes no provocan mayor resonancia entre los colectivos que profesan otras creencias o ninguna, su abordaje permite comprender el modo en el que sus productores configuran identidades al interior de dichas agrupaciones. Dado que practican una religión que requiere incorporar a nuevos adeptos, los evangélicos emplean estos productos culturales como material complementario en sus tareas de proselitismo; de ahí que éstos también pueden concebirse como bienes destinados a públicos más amplios.
Abordar el tema de los productos culturales evangélicos implica analizar su papel dentro del mercado de bienes simbólicos relacionados con lo sagrado. Desde la óptica de Pierre Bourdieu (2010), se trata de un asunto concerniente al rol que cumplen las instituciones religiosas como árbitros culturales que deciden qué es o no legítimo de ser apreciado; para ello, realizan un procedimiento de “distinción entre las obras legítimas y las ilegítimas, y al mismo tiempo, entre la manera legítima y la ilegítima de abordar las obras legítimas” (p. 104). Para las instituciones evangélicas, un producto cultural es legítimo en la medida en que cumple una función evangelizadora, lo que les permite fortalecer su ortodoxia y competir en el campo de la diversidad de creencias.
Dentro del abanico de temas que pueden plasmarse en estos bienes, encontramos el de la violencia en contra de los evangélicos. Por sí mismo, se trata de un asunto poco atendido por la historiografía que estudia las minorías religiosas. A partir de las fuentes generadas por estas comunidades, se han identificado representaciones de las víctimas a las cuales se les otorgó el título de mártires. Ya sea una crónica, una biografía, un poema o una película sobre su vida, las historias de estos personajes comparten una estructura narrativa que los asemeja a los mártires del cristianismo. El acto de entregar la vida por la causa cristiana también tuvo eco entre los evangélicos; sin embargo, no podían usar estas figuras como un símbolo de veneración sin que la legitimidad de sus creencias fuera perjudicada. En un país donde el catolicismo ha prevalecido como la religión mayoritaria, evitar que los mártires evangélicos se asemejen a los mártires católicos es de suma importancia. Si a esto se agrega la diversidad existente dentro del movimiento evangélico, se entiende el porqué de la escasa difusión de la vida y obra de estos individuos.
No obstante, la aparición de las representaciones mencionadas da cuenta de la movilización que detonó la muerte de dichos personajes. En estos relatos, no sólo se observa la defensa de la legitimidad de la religión evangélica, sino el uso que se le otorga a la figura de sus mártires. Por tal motivo, en las siguientes líneas se abordarán estos modos de representación y la función que cumplen en estas comunidades. A partir de la naturaleza de las fuentes, se parte del supuesto de que mientras la narrativa impresa tuvo un sentido más encaminado a la denuncia y a la conmemoración, lo fílmico buscó resignificar la vida de los protagonistas a fin de atraer a más espectadores. Con base en la lectura de las fuentes, también se observó que a los evangélicos se les denominaba “protestantes”, término que proviene del proceso de reforma religiosa que experimentó Europa en el siglo XVI, por lo que en este escrito se usarán ambos sin distinción.
Mártires en la prensa protestante
En México, desde la segunda mitad del siglo XIX, se inició un proceso de laicización que implicó, además de la desamortización de los bienes de la Iglesia y el fin de las corporaciones eclesiásticas, la autorización para que otras confesiones religiosas no católicas pudieran establecerse en el país. Lo anterior fue significativo porque, desde el inicio de su vida independiente, el Estado mexicano había establecido el catolicismo como la religión oficial y la única permitida para su práctica. De manera paulatina, llegaron los primeros misioneros protestantes provenientes de Estados Unidos, quienes contaban con el cobijo institucional de distintos grupos: metodistas, presbiterianos y bautistas, entre los más destacados. Pese a compartir una misma doctrina —la creencia en el favor divino por medio de la lectura de la Biblia—, tenían marcadas diferencias entre sí. Mientras que los metodistas se distinguieron por estructurarse en cuerpos colegiados llamados “conferencias” y tener a un obispo como cabeza principal, los presbiterianos preferían organizarse en asambleas con varios dirigentes y los bautistas permitían que sus ministros dirigieran sus templos de manera autónoma. A esto se suma la división provocada por el conflicto estadounidense en torno a la esclavitud, lo que ocasionó divisiones entre las iglesias; por ejemplo, los metodistas se dividieron en la Iglesia Metodista Episcopal y la Iglesia Metodista Episcopal del Sur. En un estudio sobre las relaciones de estas agrupaciones durante las primeras décadas de su labor en México (Torres, 2013), se observó que las iglesias protestantes podían enfrentarse e incluso competir entre sí por medio de la deslegitimación de sus doctrinas o la incorporación de adeptos de un grupo a otro.
Estas manifestaciones de pluralidad religiosa no debieron ser perceptibles para el grueso de la población mexicana, puesto que las personas que se adhirieron al protestantismo a principios del siglo XX no fueron más de treinta mil (Torres, 2013, p. 126). Esta cantidad, sin embargo, fue suficiente para incomodar a ciertas personas que no estaban de acuerdo con la presencia protestante en el país, lo que provocó episodios de violencia en los que hubo evangélicos asesinados. Cuando esto ocurría, las iglesias no sólo demandaban justicia, sino que producían relatos para reivindicar a las víctimas; en algunos casos, a éstas se les otorgaba el título de mártires. Estos discursos eran plasmados en periódicos protestantes; estos productos, impresos por cada una de las iglesias que llegaron al país, servían para exponer su doctrina, actividades y demás contenido que consideraban relevante.
Uno de ellos era El Evangelista Mexicano Ilustrado, publicado por la Iglesia Metodista Episcopal del Sur. En agosto de 1904, dedicó sus páginas a los mártires del protestantismo; en dicho número, se mencionó a seis predicadores protestantes, más un indeterminado número de creyentes, que habían sido asesinados por hacer proselitismo. Aunque aquí no se analizará cada caso en particular, los relatos martiriales presentan elementos comunes: una breve narración sobre la vida del individuo antes de cambiarse de religión, la labor que realizaron para propagar su nuevo credo y los detalles sobre su asesinato. En uno de esos relatos, se incluyó el martirio del predicador metodista Epigmenio Monroy, asesinado en abril de 1881; la narración se enfoca en las heridas recibidas:
tenía en la cabeza por el lado izquierdo una profunda herida de machete, del largo de dos pulgadas; debajo de la oreja y por el mismo lado tenía otra herida bastante profunda; en el resto de la cabeza y lado derecho pudo contar el doctor hasta nueve protuberancias producidas por tantos golpes de palo. El brazo izquierdo tenía dos roturas, una cerca de la muñeca y la otra en el antebrazo; todo el brazo estaba de un color amoratado, efecto de los golpes; del mismo lado y como tres pulgadas debajo de la tetilla tenía otra herida de una pulgada de ancho. La pierna izquierda estaba [abierta] por la mitad; el pecho recibió muchos golpes. (Mendoza, 1904, p. 131)
Ante la ausencia de recursos gráficos, la redacción del periódico presentó estos detalles para resaltar la brutalidad cometida en contra de un hombre que sólo hacía una labor misionera o, en otros términos, que ejercía su derecho a la libertad de culto. En cuanto a los perpetradores, en la narración se fincó la responsabilidad de estos hechos al “fanatismo católico” más que a personajes concretos. Esto reforzó un discurso anticatólico que sirvió para ganar adeptos al protestantismo y abrió el camino para que los metodistas construyeran una historia institucional que reconociera la “sangre de sus mártires como un eterno reproche a la saña y crueldad de los católicos educados por una Iglesia que llamándose cristiana enseñó a odiar al que no creyera según sus preceptos” (Mendoza, 1904, p. 131) y que tuviera alcances en el tiempo presente. En el compendio de doctrinas, historia y estatutos del metodismo que contiene la Disciplina de la Iglesia Metodista de México A. R. (Iglesia Metodista de México, A. R., 2015), se menciona a Epigmenio Monroy como el “protomártir” del metodista mexicano: Monroy y otros mártires —de los cuales no se citan nombres— fueron asesinados por “el fanatismo romanista [que] llegó hasta el crimen en su afán de combatir esta nueva fe” (p. 29). De acuerdo con la historiadora Arlette Farge (2008), la construcción discursiva de la violencia ha servido para que ciertos colectivos puedan confeccionar a “sujetos resistentes” que reinterpreten dichos acontecimientos violentos para percibirlos con otra mirada (p. 34). En este caso, la institución metodista reinterpretó estos hechos como la evidencia de una trayectoria exitosa en el país a pesar de las adversidades.
En el número ya citado de El Evangelista Mexicano Ilustrado, también se incluyeron formas literarias para representar el martirio protestante. En el siguiente poema, se ensalza la figura de las víctimas sin hacer distinción entre predicadores y fieles, ni tampoco entre las diferentes iglesias protestantes:
¡Pasad, sombras augustas! Reverente / A vuestro paso doblo la rodilla; / Descubro humilde mi ardosa frente / Y en el altar de vuestra antorcha brilla / Deposito la ofrenda del creyente / Me inunda al, evocar vuestra memoria / La santa inspiración de vuestro ejemplo / Que en cáliz de oro recogió la Historia / Y transportado siéntome hasta el templo / De la inmortalidad y la gloria / […] ¡Cómo la mano en el Calvario herida / Cambió amorosa vuestra dura suerte! / Cuando la humana cólera homicida / Feroz y despiadada os dio la muerte, / Ella os abrió las puertas de la vida! / Con vuestra sangre ahogar vuestra creencia / Soñó el rencor en su febril delirio / Y quiso intimidar a la conciencia / Con los crueles dolores del martirio / Y el eterno baldón de la influencia / ¡En vano fue! La sangre así regada […] ¡Vencisteis al morir! Vuestro heroísmo / La llama de la fe trocó en hoguera / Y el tibio celo de ávido ardentísimo, / Y ondeó libremente la bandera / Que desgarrar no pudo el fanatismo […] ¡Qué hermoso debe ser morir venciendo; / Caer sobre los campos del combate / Los dulces cantos de victoria oyendo / Y ver que ni aun la misma muerte abate / A quienes nuestras huellas van siguiendo! […] Os lloramos nomás; traemos flores / Para adornar en paz vuestros altares; más merecen los bravos lidiadores / Aplausos, y laureles y cantares / Cuando son en la lucha vencedores / ¡Oh mártires sublimes! reverentes / al nombraros doblamos la rodilla / La inmersa multitud de los creyentes, / Y ante el altar do vuestra antorcha brilla / Descubrimos humildes nuestras frentes! (Paz, 1904, p. 134)
La omisión de los nombres de las víctimas en el texto anterior da un indicio de que sus homicidios no eran un asunto aislado. Representar las virtudes del sacrificio podía servir de consuelo ante el posible temor a ser objeto de violencia por propagar el protestantismo. El hecho de asociar las muertes a una causa religiosa hizo que las instituciones, como la Iglesia Metodista Episcopal del Sur, respaldaran la incorporación de distintos discursos martiriales en las páginas de sus órganos de difusión. Ya sea que se tratara de una crónica o un poema, la representación textual del dolor dotaba de un nuevo sentido a las manifestaciones de crueldad. Para el historiador Javier Moscoso (2011), quien estudió el dolor en las representaciones de los primeros mártires cristianos, existe una relación entre el sufrimiento y el afianzamiento de la fe promovido por la Iglesia, en el que “la magnitud del tormento dimensiona la intensidad del milagro: cuanto más inhumano sea el primero, más sobrehumano será el segundo” (p. 32). Entre los mártires protestantes, el milagro no radica en sus cualidades como santos, a los que se les rinde veneración, sino en la adhesión de más personas a alguna de las iglesias protestantes a pesar de la violencia física.
El discurso martirial protestante comparte ciertas características con los relatos de otras personas asesinadas por causas religiosas o políticas y a las que se les incorporó dicho título. De acuerdo con la socióloga Marisol López Menéndez (2015), la narrativa del martirio se compone de un mártir, de un grupo de seguidores y de un poder imperante que actúa como perpetrador. Estos elementos permiten comprender cómo un asesinato, un acto trágico y en ocasiones aislado, adquiere un nuevo significado gracias a un colectivo que lo denuncia y lo retrata en diferentes soportes. El individuo violentado, ya convertido en mártir, “se caracteriza por un exceso de sentido que constituye su verdadero potencial movilizador en lo social y político” (López Menéndez, 2015, p. 8). En el caso de los mártires protestantes mexicanos, el colectivo se expresó y movilizó en la prensa evangélica, en cuyas páginas se enalteció a la persona sacrificada y se denunció a los perpetradores: católicos fanáticos, representantes de un poder no estatal, pero con una fuerte influencia en la sociedad mexicana.
Lo anterior ayuda a comprender por qué la función del martirio entre los protestantes estuvo más relacionada con la denuncia que con la preservación de la memoria. El riesgo de que los fieles asociaran a los mártires del protestantismo con los del catolicismo —a quienes se les concibe como intercesores ante la divinidad— debió influir en el proceso de olvido de aquellos martirizados sin un cometido determinado por la institución. El caso de Epigmenio Monroy ilustra el manejo institucional para reconocer al personaje como el primer mártir de los metodistas mexicanos, aunque su rol memorístico se va desdibujando con el tiempo. Los mártires plasmados en la prensa para fines de denuncia se trasladan al plano de la historia institucional de las iglesias, en donde el relato tiende a caer en el olvido por la inexistencia de mecanismos para la preservación de su memoria. En ambos escenarios, la movilización o desmovilización colectiva se vuelven elementos esenciales para comprender este fenómeno.
Mártires protestantes como figuras de denuncia
La Revolución mexicana dejó profundas huellas en la sociedad mexicana del siglo XX. Una de ellas fue la ratificación de la política de separación entre el Estado y la Iglesia, prevista en la Constitución mexicana de 1857, a la que se le sumaron medidas que restringieron aún más la influencia del clero católico en la vida pública. La Constitución de 1917 estableció, en su artículo 130, que las agrupaciones religiosas denominadas iglesias carecían de personalidad jurídica. En la práctica, esto significó que tanto los templos de culto como los ministros que los dirigían estaban bajo la tutela del Estado mexicano, es decir, que la autoridad civil tenía la última palabra para facultar el ejercicio de los sacerdotes o pastores por encima de las disposiciones de la Arquidiócesis —para los católicos— y de las Juntas Misioneras —para los protestantes—. La aplicación de estas medidas por parte de las autoridades civiles se puede comprender dentro de un marco amplio de acción política en el que el Estado pretendió corporativizar a la sociedad mexicana. Con la mirada puesta en este objetivo, lo religioso fue considerado como un obstáculo que había que restringir lo más posible hacia el ámbito de lo privado.
No obstante, en el imaginario católico, comenzó a surgir la idea de que los protestantes se habían infiltrado en las instituciones del Estado para difundir su propaganda. Dicha hipótesis se sustentó con documentos como el escrito del misionero Samuel Guy Inman, leído en el comité de la League of Free Nations de 1919; Inman afirmó que la mayoría de los protestantes mexicanos habían participado en la Revolución mexicana, al grado de que “hubo congregaciones enteras, conducidas por sus pastores, que marcharon voluntarias” y muchos de ellos ocuparon “altos puestos en el gobierno mexicano” (Meyer, 1980, p. 94). Aunque las afirmaciones del ministro estadounidense carecían de fundamento —puesto que no hay indicios documentales de que los protestantes hayan participado en el conflicto armado bajo la bandera de su religión—, hubo miembros de iglesias que, a título personal, estuvieron activos en la vida política. En particular, presbiterianos como Andrés Osuna y Moisés Sáenz plantearon que la educación protestante era superior a la educación tanto católica como pública; el primero, incluso, se declaró contrario al artículo 3 constitucional, que subrayaba el carácter obligatorio, gratuito y laico de la educación (Bastian, 1983, p. 134).
Una vez finalizada la guerra entre los católicos y el Estado, conocida como la Cristiada, en 1929 los jerarcas católicos impulsaron la creación de la Acción Católica Mexicana (ACM), compuesta por laicos que debían hacer lo posible para que, a través de éstos, la Iglesia católica volviera a ejercer influencia sobre la vida pública. Con este objetivo, la nueva agrupación se planteó enfrentar a cuatro “enemigos mortales”: la secularización, el marxismo, el espiritismo y el protestantismo. En 1930, el obispo Pascual Díaz emitió una carta pastoral en la que calificó el protestantismo como un error que apartaba a los creyentes de las “genuinas enseñanzas del Divino Salvador de los hombres” (Aspe, 2008, p. 200); también denunciaba el uso de propaganda como una supuesta estrategia de los protestantes para convertir a los católicos. Ante la presunta amenaza, la ACM comenzó a manifestarse en sectores concretos de la sociedad mexicana, en vez de dirigir sus esfuerzos hacia el público en general. Esta labor arrojó resultados a finales de la década, cuando la ACM introdujo contenido antiprotestante en periódicos católicos, mediante los cuales se organizaron clases de orientación a los feligreses bajo la supervisión de eclesiásticos (Aspe, 2008, pp. 200-202).
Las acciones alcanzaron mayores proporciones en 1944, cuando el arzobispo Luis María Martínez lanzó una Cruzada en Defensa de la Fe. A pesar de que, para esa época, había menos de doscientos mil protestantes (en una población de más de dieciocho millones de mexicanos), dicha campaña tuvo como objetivo llamar a los católicos a pronunciarse en contra del protestantismo, considerado como una religión extranjera que atentaba contra la supuesta esencia católica de los mexicanos. Para su operación, el episcopado autorizó la divulgación de propaganda que tenía como fin desprestigiar la doctrina del protestantismo en general y señalar las contradicciones que había entre sus distintas denominaciones. Entre el corpus de páginas impresas, se encontraron algunas que enfilaron sus letras en contra de los practicantes. En un fragmento publicado por la revista secular Tiempo, se denunció que se estaba divulgando una publicación que condenaba a los protestantes:
Qué la más vil de las muertes venga sobre ellos y que desciendan vivos al abismo. Que su descendencia sea destruida de la tierra y que perezcan por hambre, sed, desnudez y toda aflicción. Que tengan toda miseria y pestilencia y tormento. Que su entierro sea con lobos y asnos. Que perros hambrientos devoren sus cadáveres. Que el diablo y sus ángeles sean sus compañeros para siempre. Amén, amén, así sea, que así sea. (de la Luz, 2010, p. 198)
Aunque no se sabe el origen de esta fuente ni si fue redactada por laicos o clérigos, está claro que escritos como éste pudieron impulsar una ola de aversión hacia los evangélicos. De acuerdo con la historiadora Jael de la Luz (2010), a partir de esta campaña se desataron actos violentos en contra de individuos y congregaciones evangélicas; entre los hechos registrados de 1948 a 1952, destacan las amenazas para abandonar la confesión, la expulsión de sus hogares, la obligación para contribuir en las fiestas y obras católicas, los incendios a templos y los asesinatos, entre otros (p. 202). Si bien, en la documentación consultada en estas investigaciones —y en una indagación personal en el archivo histórico de la ACM—, no aparecen indicios sobre quiénes fueron los responsables de dichos actos, no se descarta la posibilidad de que detrás de ellos se oculten problemas agrarios debido al carácter rural del país en aquella época. Esto puede ser objeto de una investigación posterior, con la consulta de otros acervos, como el Archivo Histórico del Arzobispado de México, el Archivo General Agrario y el Archivo del Comité Nacional Evangélico de Defensa, mencionado por de la Luz.
Lo que aquí interesa es que la Cruzada en Defensa de la Fe despertó un activismo entre la comunidad evangélica para defender su libertad de culto. El 21 de marzo de 1957, en el aniversario del natalicio del presidente Benito Juárez, un contingente de evangélicos marchó hacia el hemiciclo dedicado al expresidente, en la Ciudad de México; en el lugar, se pronunció un discurso para exigir el respeto a los derechos de la comunidad, apelando a su simpatía con la laicidad del Estado. Dado que se trató de un acto público, no se hizo mención alguna a la palabra “mártir”, aunque sí se refirieron acontecimientos históricos en los que se martirizó a cristianos, como la persecución de los emperadores romanos o la matanza de San Bartolomé de 1572, y sucesos presentes, como la destrucción de un templo metodista en el pueblo de San Andrés Timilpan y la expulsión de sus congregantes entre 1941 y 1945. Más que demandar el título de mártir, se quería demostrar que la comunidad evangélica podía superar esas adversidades gracias a la superioridad de su religión respecto al catolicismo:
No tenemos recinto, imágenes, vasos, ornamentos, reliquias o chácharas sagradas, porque nuestra iglesia no práctica el fetichismo […] Sólo nos quedamos con las Sagradas Escrituras, con las epístolas de Pedro, con el evangelio de Juan y el sacrificio expiatorio de Jesús. No ciframos nuestra superioridad en objetos más o menos sagrados o milagrosos, sino en las firmes promesas de Él. Ésta es la razón porque no tememos las persecuciones, el tormento, o la misma muerte, porque ésta sólo mata nuestro cuerpo y nosotros sólo tememos a los que matan el alma. (Rublúo, 2006, p. 74)
Al interior de sus iglesias, los evangélicos continuaron usando el título de mártir al narrar la historia de sus miembros asesinados. Los pastores Rafael Reyes y María del Refugio Rojas (2001), del Movimiento Pentecostés Independiente, relataron que entre 1931 y 1948 varias de sus congregaciones fueron atacadas y tres de sus integrantes fueron asesinados: el primero fue Isidro Pejay, al que “martirizaron” delante de su padre, quien, a su vez, fue amarrado a un árbol para que viera “los tormentos que le aplicaban a su hijo”; el segundo fue un hombre llamado Modesto, quien fue arrastrado y apedreado; el último fue Vitoriano Montiel, del que no se tienen detalles de su muerte (pp. 116-117). Estos mártires también recibieron el título de santos, cuyo sacrificio dio “frutos” en forma de congregaciones establecidas en los lugares donde murieron. Aunque el término “santo” en el protestantismo puede explicarse sólo a partir del sacerdocio universal, condición que permite que cualquier creyente se consagre como líder religioso (Baubérot, 2008), esta figura también pudo servir para promover patrones de conducta dignos de imitar.
El mártir protestante, un modelo de comportamiento
A partir de los casos ya mencionados, podemos observar que los personajes de la narrativa martirial protestante tienen en común que sus asesinatos ocurrieron mientras realizaban labores misioneras. Sin importar el cargo dentro de la iglesia a la que pertenecieron, los relatos de estas personas enfatizan el rol que cumplieron como evangelizadores. La nobleza de dicha causa, por la que entregaron sus vidas, era un elemento importante para evitar que los allegados de las víctimas tomaran represalias. Siguiendo a la socióloga Soledad Catoggio (2018), el sacrificio de los mártires se reinterpreta como un intercambio entre la víctima y una comunidad que refuerza su unidad e interrumpe “el ciclo de venganza” (p. 342). Aunque debemos aclarar que no hay datos para sostener que la narrativa martirial de los evangélicos en México sirvió para evitar que los seguidores de las víctimas recurrieran a la venganza o para implantar un modelo de abnegación que sustituyera los temores terrenales por la promesa de una recompensa celestial.
Estos modelos, impuestos por la institución religiosa que los promueve y faculta, son los que permiten que los mártires sean recordados. En este sentido, López Menéndez (2016) señala que los contenidos con los que se construye esta “memoria pública están vinculados de modo estrecho a la existencia de estructuras institucionales que los contienen, los transforman y los actualizan con persistencia para legitimar agendas y objetivos políticos situados en el presente” (p. 49). En esto radica la diferencia entre la construcción discursiva de los mártires católicos y la de los mártires protestantes. Mientras que la primera está sometida a esquemas institucionales bien definidos, la segunda es resultado de las iniciativas de individuos o colectivos que eligen sus propios elementos para construir y propagar sus relatos.
Otro de los testimonios de mártires evangélicos mexicanos es el de Valente Hernández (1987), quien realizó una biografía del predicador y vendedor de biblias Ricardo García, asesinado en 1952 en la sierra del estado de Hidalgo. Su interés por contar esta historia tuvo su origen en la admiración que el autor sentía por García desde joven, lo que lo motivó a prepararse para el ministerio en el Instituto Bíblico de la Misión Indígena Mexicana en Tamazunchale, San Luis Potosí. Cuando se graduó, fue a predicar en la zona donde murió García y decidió honrar su memoria por medio de un centro de culto nombrado “Templo Evangélico a la memoria de Ricardo García”; sin embargo, encontró oposición por parte de las autoridades locales que, supuestamente, mantenían su odio contra el ministro asesinado. En 1962, publicó una semblanza sobre la vida, ministerio y muerte de García en el periódico La Palabra, un posible órgano protestante. Veinticinco años después, publicó una biografía del ministro en la Editorial Vida, una casa de publicaciones evangélicas con sede en Estados Unidos y que hasta el día de hoy produce materiales religiosos en lengua hispana. A pesar de que no hubo un vínculo familiar entre Hernández y García, Valente justificó su obra como un acto de justicia, comparando al mártir con un “apóstol Pablo del siglo XX”, cuya vida debía ser inspiración para los creyentes, en especial para las nuevas generaciones de pastores (Hernández, 1987, pp. 15-16).
Hernández recogió varios testimonios de personas que presenciaron la vida del predicador Ricardo: desde su juventud como soldado en el ejército mexicano y su alcoholismo, hasta su conversión al protestantismo y su obra como ministro. Uno de los momentos que vaticinarían su trágico fin ocurrió cuando celebraba un culto en una casa en el municipio de Tlahuiltepa; allí se le apareció un pajarito que se posó en un colgante del techo; un instante después, salió una rata que atrapó al ave y la devoró. García asoció este episodio con su muerte por causa de su obra evangelizadora; incluso se afirma que dijo: “mi cuerpo será ultrajado y destruido, pero yo volaré para estar con mi Señor” (Hernández, 1987, p. 202). El 19 de octubre de 1952, cuando estaba predicando en otra casa del mismo municipio, un grupo de hombres armados lo aprendió y se lo llevó. De acuerdo con las versiones que recogió Valente, los agresores le ofrecieron a Ricardo dejarlo con vida si negaba su fe, a lo cual éste respondió: “pagaré el precio que sea, pero no negaré a Jesucristo mi Salvador y Señor” (Hernández, 1987, p. 206). Al llegar a los límites de Tlahuiltepa, le dispararon a quemarropa, pero sobrevivió el tiempo suficiente como para reclinarse y orar hasta que lo remataron con armas punzocortantes. De acuerdo con otros testigos que vieron el cadáver, el rostro de Ricardo “brillaba con una sonrisa placentera, prueba segura de que murió con gozo” (Hernández, 1987, p. 209).
Este relato guarda cierto parecido con el de los mártires del catolicismo; particularmente, con los sacerdotes martirizados durante el conflicto cristero, como Miguel Agustín Pro. De acuerdo con los testimonios, este sacerdote se consagró a la divinidad antes de enfrentar el paredón de fusilamiento; sus últimas palabras fueron “¡Viva Cristo Rey!” (López Menéndez, 2016, p. 45). Estas escenas gestuales, percibidas tanto en Pro como en García, muestran la actitud de los mártires que conocen el destino que les espera, pero que lo acogen con gusto por un bien mayor. De igual forma, la vida, obra y martirio de ambos personajes debió servir de inspiración para aquéllos que optaron por el ejercicio pastoral en sus respectivas confesiones cristianas; tal como ocurrió en el caso de Valente Hernández. No obstante, se trata de figuras que se distinguen no sólo por su uso público para su beatificación o canonización dentro del catolicismo, sino también por el modelo de comportamiento que representan. Mientras que la vida del padre Pro es retratada a partir de las virtudes del individuo (desde su infancia hasta su muerte), la trayectoria del predicador García está marcada por un inicio pecaminoso (una vida sumida en el vicio del alcohol) que da paso a su conversión a la fe protestante y su posterior llamado a evangelizar. Este mártir se vuelve un sujeto con el que otros pueden identificarse y comprobar que es posible deshacerse de las conductas pecaminosas.
Lo anterior permite sostener que el discurso martirial protestante, al menos en la obra de Hernández, no sólo buscó legitimar a un personaje, sino que tuvo como fin evocar el recuerdo de ciertos individuos que sirvieran de ejemplo para las nuevas generaciones de predicadores. Dado que el oficio de predicador implicaba ciertas dificultades, tanto para sí mismo como para su familia, el martirio sirvió como un recurso narrativo que confrontaba al futuro ministro para que analizara si contaba con dicha vocación. Ricardo García representó un modelo de mártir cuyo legado perduró gracias a quienes evocaron su recuerdo mediante la tradición oral dentro de la zona donde se desarrollaron los acontecimientos, así como por la lectura de la biografía por parte de un público más amplio. Aunque es imposible conocer el impacto real de este libro, tuvo el suficiente como para inspirar la producción de una película inspirada en su vida.
El martirio en la filmografía mexicana
El cine como fuente de estudio para la historia constituye una expresión audiovisual de comunicación cuyo discurso oscila entre la ficción y la realidad para expresar una visión particular del mundo. Para acercarse a esta veta de información, el historiador Marc Ferro (1991) propone analizar “las formas específicas de la acción del cine”, que se refiere a la recepción que logra una película dentro de un público y su cultura, así como la “producción cinematográfica”, que pone a dialogar sujetos como el director, el guionista, el realizador de escenas, entre otros (p. 117). Esto último es importante porque, a partir de los realizadores, se puede observar cómo fueron concebidas las películas, si fueron la adaptación de una obra literaria o en qué maneras buscaban competir con otros medios electrónicos, como la radio y la televisión.
Dentro de la historiografía mexicana, el cine fue visto como un espacio de construcción de identidad nacional y de promoción de valores morales. Por lo mismo, la Iglesia católica, a partir de la Acción Católica Mexicana, intentó censurar las películas que no reflejaran “la voz de una sociedad profundamente tradicional en cuanto a sus usos y costumbres” (Zermeño, 1997, p. 85). En 1934, por iniciativa de la agrupación católica estadounidense Caballeros de Colón, se fundó la Legión Mexicana de la Decencia, que tenía como propósito alertar a los padres de familia sobre las películas cuyo contenido (escenarios, ropa, diálogos, entre otros) atentara contra lo que consideraban sus principios religiosos. Cuando una cinta no era de su agrado, la denunciaban ante el Departamento de Censura Cinematográfica de Gobernación. Por su parte, la jerarquía católica autorizó que ciertos particulares, “con antecedentes de catolicidad y honorabilidad”, distribuyeran películas previamente censuradas por sacerdotes (Zermeño, 1997, pp. 86). Esta labor para controlar el pudor y las buenas costumbres en el cine abrió el camino para la creación de proyectos que regularan la industria del cine, como el Código de Producción Cinematográfica de finales de la década de 1940. Éste tuvo como objetivo inculcar valores a un público masivo considerado inculto. También se establecieron parámetros para las películas con contenido religioso:
Ninguna religión ni sus ministros deberán ser objeto de comedia. Es admisible presentar a un sacerdote de cualquier religión con pequeños defectos humanos, siempre y cuando se ponga de relieve el esfuerzo constante por corregirse. Los milagros, fenómenos sobrenaturales, etc., podrán mostrarse sólo cuando sean parte primordial del argumento y siempre que éste se base en episodios notables, considerados verídicos y trascendentes por el público. (Zermeño, 1997, p. 94)
Este tipo de lineamientos marcaron el hilo conductor de ciertas películas que reflejaban el conflicto religioso mexicano de los años anteriores. En 1947, se estrenó la película The Fugitive, basada en la novela El Poder y la Gloria (1940), que aborda la persecución religiosa en el estado de Tabasco. Si bien la película está en inglés, fue filmada con el apoyo de los Estudios Churubusco, una productora mexicana. No obstante, es probable que el ambiente de censura de la época haya obligado a que en la cinta no se mencionara el país donde se desarrollan los acontecimientos. El protagonista, un sacerdote fugitivo —interpretado por el actor estadounidense Henry Fonda—, trata de escapar de un grupo llamado las Camisas Rojas, el cual es liderado por un teniente —interpretado por el actor mexicano Pedro Armendáriz—; finalmente, el sacerdote es capturado y fusilado. Aunque en la película se retrata al sacerdote como un mártir, en la novela es caracterizado como un personaje alcohólico que, al final de su vida, espera la muerte en una celda con una botella de aguardiente y termina diciendo: “no he hecho nada por nadie” (Martínez, 2014, p. 66).
Otro elemento del cine mexicano objeto de censura en esta época fue la sangre. De acuerdo con el Código de Producción Cinematográfica, sólo podía exhibirse ropa ensangrentada y las heridas no podían verse de manera directa (Zermeño, 1997, p. 94). Esto se reflejó en el filme La guerra santa (1979), que narra cómo un grupo de campesinos se une a la Cristiada más por coacción del párroco local que por convicción propia. Dentro de la trama, aparecen dos sacerdotes que fueron asesinados. El primero es el padre Soria, un sacerdote que acompañaba a las fuerzas del coronel cristero Ursino Valdés y que fue fusilado por el gobierno. Al declararlo santo, los cristeros le rendían veneración colgando prisioneros en un árbol cercano al lugar donde había sido enterrado: “pa que el padresito sepa que nos estamos cobrando su muerte” (Taboada, 1979, 21:09). Además de este sacrificio macabro, el coronel Valdés llevaba consigo la estola ensangrentada del párroco; afirmaba que era una reliquia que lo protegía de cualquier peligro. El segundo sacerdote asesinado es el padre Soler, quien tomó las armas al lado de los cristeros y fue capturado y colgado por los pies frente a la parroquia de un pueblo. En dicha escena, el coronel Ursino se acerca al cuerpo del cura, que no presenta heridas visibles; su mirada se dirige a una mancha de sangre que está en el suelo; toma un poco con sus dedos y se persigna en la frente. Éste es un ejemplo de cómo la narrativa martirial católica acentúa el carácter de santo que adquiere el mártir y cómo a los devotos les importan poco las formas institucionales de canonización.
Narrativas martiriales en el cine evangélico
En cuanto a la filmografía evangélica, no está claro cuándo comenzaron a producirse o distribuirse estos materiales en México. De hecho, en el cine mexicano no se hace mención alguna de personajes protestantes o evangélicos, lo que reforzó la idea de que, al menos en el universo cinematográfico, todos los mexicanos eran católicos. Fuera del país, no obstante, hubo casas productoras evangélicas interesadas en usar el cine como un medio de evangelización. Una de ellas fue Harvest Productions Ministries, una compañía estadounidense fundada en 1975 y que hasta la fecha ha producido 36 películas, las cuales se han traducido a 48 idiomas y distribuido en cien países (Harvest Productions, 2019). Dentro de sus producciones en español, destacan las cintas Algo mejor que el fútbol, filmada en Chile, y Mirad cuánto amor (No greater love en inglés), filmada en México. Si bien se resalta la importancia de ésta última al traducirla a dieciséis idiomas para su venta —frente a los cinco a los que se tradujo Algo mejor que el fútbol—, no se menciona en qué año fue filmada. Con base en la biografía de Hernández (1987), es posible que haya sido producida a finales de los ochenta o principios de los noventa.
Mirad cuánto amor fue coproducida con Navi-Grace Christian Foundation, Inc., en colaboración con miembros de la Iglesia Evangélica Mexicana, quienes debieron participar como actores extra. El filme comienza con las escenas finales de la biografía: un grupo de hombres irrumpe en un culto evangélico y aprehende al predicador Ricardo García; éste sostiene una Biblia en la mano que es confundida con un arma. Mientras que en el libro los atacantes arremetieron contra el lugar de culto y “amarraron también a los predicadores Camilo Ruperto y Roberto Martínez” (Hernández, 1987, p. 205), en la película García es el único predicador y el grupo que lo sacó no hizo destrozos. En las siguientes escenas, aquellos hombres llevan al predicador hasta los límites del pueblo, tal como ocurre en la biografía; mientras éstos aseguran el lugar para evitar que alguien los siga, un hombre llamado Pablo se queda solo con Ricardo. En ese momento, inicia un diálogo entre los dos hombres: el primero le señala que por poco lo matan por la Biblia que sostenía, ya que la confundieron con un arma; el segundo contesta: “es que es un arma, es el arma más poderosa del universo” (Ross, s. f., 4:23). Al preguntarle al predicador si alguna vez había tocado un arma, éste le responde que sí y comienza a narrar su vida.
Las siguientes escenas aparecen en retrospectiva —o flashback— y abordan los años previos a la conversión religiosa de García: un soldado que se volvió alcohólico, los problemas que le ocasionó esto con su familia y el ejército, hasta el grado de aventar a su esposa a un río para que se ahogara y luego cortarse el cuello con una navaja de afeitar. Esta última escena aparece tanto en la biografía como en el filme y puede ser considerada el momento clave de su vida, ya que, mientras estaba hospitalizado, le regalaron una Biblia a la que le dedicó más tiempo de lectura en vez de ir a beber alcohol. Si bien el entorno en donde se desarrolla la película corresponde al medio rural, la cuestión del alcoholismo incluye otros escenarios sociales en los que el espectador que sufre de alcoholismo o que tiene un familiar con esa condición puede verse identificado. En esta narrativa, la incapacidad del personaje por abandonar su vicio se vuelve una ventaja, ya que demuestra que cualquier persona, sin importar su carácter o personalidad puede cambiar su vida gracias a la religión evangélica. Por esta razón, en este tipo de filmes, aparecen ministros evangélicos reales que dialogan con el o los protagonistas para explicar en qué consiste y cómo se realiza la conversión religiosa. En el caso de Mirad cuánto amor, quien se interpretó a sí mismo fue Dick Mercado, ministro de la Evangelical Church Fundamental Baptist Independent de Phoenix, Arizona.
Con respecto a la violencia, en la película se omiten los momentos en los que otros creyentes sufrieron ataques y fueron asesinados; historias que sí son narradas en la biografía. El foco de atención se centra en las dificultades que experimentó García cuando se volvió un predicador y vendedor de biblias. No aparecen escenas de violencia explícita, salvo una reunión al aire libre interrumpida por dos hombres a caballo, cuando Ricardo es amenazado con piedras y machetes. Pese a las adversidades y a que lo puedan asesinar, tanto en el libro como en la cinta se enfatiza su interés por seguir predicando; por eso se presenta una escena en la que se despide de su esposa, su hija y su yerno para partir hacia su destino. En la secuencia final, el grupo de hombres regresa para amarrar y golpear a Ricardo, mientras que éste continúa predicándole a Pablo. Posteriormente, el líder le ordena a Pablo disparar contra el predicador, a lo que accede después de dudarlo por un instante. La película finaliza con los hombres alejándose y con Pablo recogiendo la Biblia del hombre al que ha matado, dando a entender que aceptó el mensaje del predicador.
Lo anterior no ocurre en la biografía escrita por Valente Hernández. De acuerdo con los peritos que recogieron el cuerpo de García, éste falleció a causa de dos heridas de arma punzocortante. Además, no hay mención de ningún hombre llamado Pablo, puesto que los nombres de los atacantes identificados fueron omitidos por “consideración” a sus familiares (Hernández, 1987, p. 204). Es probable que el personaje que asesinó a Ricardo García fuera asimilado con Pablo de Tarso, el personaje bíblico que persiguió a los primeros cristianos y luego se convirtió en uno de los mayores propagadores de esta religión. Esto puede explicar que, mientras en el libro se enfatizó la “sonrisa placentera” del rostro de Ricardo tras su muerte, en la película no hubo un cuadro que enfocara al predicador; en vez de eso, la cámara apuntó hacia un Pablo arrodillado leyendo la Biblia. A pesar de tratarse de un mismo acontecimiento, ambos relatos difieren en su enfoque: el discurso impreso apela a la preservación de la memoria colectiva del predicador en su papel de mártir, en tanto que, en el discurso fílmico, su muerte da paso a un posible sucesor que continuará con la obra evangelizadora, con lo que el personaje principal deja de ser el foco de atención.
Lo anterior también se percibe en la cinta Chamula, tierra de sangre (1999), realizada por la compañía Armagedón, una productora de películas evangélicas mexicanas fundada en 1989. La base de esta cinta, según se afirma, son testimonios de indígenas chamulas de la región de los Altos de Chiapas. Al principio del filme aparece la leyenda “Por muy sangrientas que parezcan las escenas de esta película, son solamente ‘la caricatura’, la realidad… es peor”. En la primera escena, se observa un culto evangélico que es interrumpido por un grupo de hombres que comienza a golpear a los asistentes y a destruir el mobiliario del templo. Después de esto, un ministro que no estaba presente durante el ataque acompaña a un grupo de personas (que presentan marcas de golpes) a denunciar los hechos. Este personaje es el predicador Miguel Gómez Hernández, también conocido como Miguel Caxlán. En otra escena, Caxlán visita una casa para orar por una niña enferma y persuade al padre, un campesino también llamado Miguel, de que no haga justicia por cuenta propia si alguien lo agrede por ser evangélico: “recuerda, Jesús decía: si pegan en un cachete, pon el otro cachete, si quitan tu capa, dale también la túnica” (del Toro, 1999, 16:17). En su última aparición, el ministro está leyendo una Biblia cuando llegan tres hombres que lo golpean y le piden que deje de predicarle a la gente; él se niega a obedecer y lanza sus últimas palabras a uno de sus verdugos: “Jesucristo te ama”, frase que termina con una sonrisa en su rostro. Pese a que se trata de una película de bajo presupuesto —en la que se usan garrotes visiblemente falsos, por ejemplo—, se cuidaron los detalles al momento de representar el homicidio: un cuerpo colgado de un árbol, con la ropa ensangrentada y el rostro desfigurado por los golpes. Primero, la cámara lo enfoca de cuerpo entero; después, en primer plano durante unos segundos.
La representación fílmica de la muerte del ministro evangélico dista de lo que ocurrió en realidad. Según el periodista Carlos Martínez (2008), su cuerpo fue hallado sin cuero cabelludo, sin nariz, sin lengua y con un solo ojo. Fue asesinado cuando se dirigía al poblado de Nueva Esperanza, un sitio a las afueras de la ciudad de San Cristóbal de las Casas que albergaba a evangélicos expulsados de sus comunidades. Al poco tiempo de encontrar el cadáver, se organizó una marcha fúnebre que congregó a cinco mil personas para llevar el féretro de Caxlán a San Cristóbal. A pesar de la trascendencia del evento, éste no se registró en Chamula, tierra de sangre.
Si bien el asesinato de Caxlán sucedió después de que varios evangélicos fueran expulsados de Chamula, en la película su muerte desencadena otros sucesos violentos: expulsión de personas bajo amenaza de quemarlas vivas, intentos de violación, encarcelamientos, golpizas, quema de casas y ataques con arma de fuego. A partir de la propuesta de Moscoso (2011), quien estudió relatos e imágenes de mártires de los siglos XVI y XVII, se puede comprender que el discurso audiovisual de la película Chamula —en cuyas escenas hay muestras de sangre y heridas graves— conlleva la repetición del dolor que “transforma el relato en una exposición abusiva, en la enumeración interminable de una serie que se percibe al mismo tiempo como abrumadora e inconclusa” (p. 41). Así como los libros antiguos representaban las diferentes maneras en las que se atormentaba a los mártires, el filme proyecta escenas de dolor constante que resultan interminables para el espectador. Aun después del clímax —en el que un grupo de evangélicos secuestra al presidente municipal de Chamula, Domingo López Ruiz, y lo obliga a entablar pláticas con el gobierno para permitir el retorno de los expulsados—, la película finaliza con el asesinato del campesino Miguel y la golpiza a su familia y vecinos evangélicos. Aunque se responsabiliza al edil, en la última escena éste se deslinda de los hechos ante la prensa, que lo sigue hasta su vehículo. La película termina con un anuncio que indica que el 24 de julio de 1981 fue asesinado Miguel Caxlán, el primer predicador de Chamula.
Con base en el esquema de López Menéndez (2015) para caracterizar las narrativas martiriales, en este filme los mártires son representados, sin que sean nombrados como tales, en Caxlán y en el resto de los evangélicos de San Juan Chamula que fueron asesinados. Los seguidores, o el seguidor, se encarnarían en el campesino Miguel, quien es el personaje que más aparece a lo largo de la película y cuya muerte marca el final de ésta. La importancia de éste último radica en que forma parte de quienes se movilizaron en contra de la violencia hacia los evangélicos, de los que secuestraron al presidente municipal, quien a su vez representa al poder fáctico que actúa como perpetrador. La inclusión de notas periodísticas a lo largo de la cinta para dotar de veracidad los hechos exhibidos indica la movilización social que hubo para demandar la libertad de culto. Por lo tanto, se puede concebir este relato fílmico más como un objeto de denuncia que como un dispositivo para la preservación de la memoria, cuya vigencia depende de la persistencia del reclamo. Con el paso de los años, la exigencia para garantizar el libre ejercicio de culto se fue desmoronando, no sólo porque Chiapas se volvió la entidad con mayor pluralidad religiosa —lo que explicaría la disminución del número de casos de intolerancia religiosa— (Gómez, 2011), sino por el surgimiento de nuevos conflictos en los que algunos de sus protagonistas son evangélicos que actúan como agresores (Martínez, 2011).
Debido al carácter minoritario de los grupos evangélicos en México, es comprensible que estas películas se produjeran en formato de cintas magnéticas, conocidas como VHS (Video Home System), para ser exhibidas sólo en los hogares. Al estar dirigida a un público creyente, que se encargaría de su distribución con fines proselitistas, Chamula, tierra de sangre se distinguió por hacer visible un problema ajeno, incluso para los propios evangélicos, y que se eclipsó con el alzamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en 1994. Esta razón explicaría por qué el personaje Miguel Caxlán no adquirió un rol más protagónico en la película. Se trataba de visibilizar tanto a ministros como a creyentes violentados, así fueran reales o ficticios, para crear en el espectador un sentimiento de empatía y dolor. Esto no quiere decir, sin embargo, que el recuerdo de Caxlán haya quedado relegado a una película. En la colonia Nueva Esperanza, se estableció un seminario bíblico que lleva su nombre; allí, los futuros predicadores oyen la historia del martirizado (Martínez, 2008). Dado que el discurso periodístico puede tener igual o mayor alcance que el discurso fílmico, Martínez no escatimó en el uso del término “mártir” en sus artículos para llamar la atención del lector. Al contrario, en el guion de Chamula no aparece dicha palabra. Esto pudo deberse a que no se quería revictimizar a los personajes, que en algunos diálogos alardean sobre la superioridad de sus creencias por sobre las prácticas católicas de veneración a los santos o las de los testigos de Jehová que se niegan a rendir honores a la bandera; declaraciones que hace el campesino Miguel al principio de la película.
De la conducta privada al comportamiento público
Uno de los temas presentes en los estudios sociológicos (Lalive d'Epinay, 2009) y antropológicos (Garma Navarro, 2004) sobre los evangélicos es la relación entre la conversión religiosa y la adopción de nuevas conductas. A partir del trabajo de campo y la recolección de testimonios de miembros de estas comunidades, se observa que las experiencias de vida pueden influir en la decisión de pertenecer a una agrupación evangélica. Cuando un individuo se vuelve evangélico, reordena sus vivencias dentro de un marco dado por la institución; el cual le permite “entender lo que ha sido su historia, lo que es en la actualidad y lo que podría ser” (Garma Navarro, 2004, p. 205), lo que a su vez facilita que adopte nuevos comportamientos en su “vida porque ya no la entiende de la misma manera” (Garma Navarro, 2004, p. 205). Dentro de los estudios históricos, este fenómeno se explica a partir del enfoque de la historia de las mentalidades, propuesta trabajada por Michel Vovelle (2003) para estudiar las actitudes y comportamientos colectivos que definen a las distintas sociedades en el tiempo. Mediante esta perspectiva, se pueden entender las actitudes del colectivo evangélico frente a la muerte violenta por causa de sus creencias —representada en discursos e imágenes audiovisuales—, así como los comportamientos de las víctimas que se espera que los creyentes imiten.
En Chamula, tierra de sangre, se exhiben personajes que representan modelos de comportamiento que deben ser emulados o evitados. Dentro de la primera categoría se encuentra Cirilo, un alcohólico que aparece tirado a la entrada de un expendio de pox, la bebida alcohólica tradicional de Chiapas. En una escena posterior, Cirilo está sentado, con una botella vacía, en un pequeño puente de madera; segundos después, llega un predicador de nombre Vicente, seguidor de Miguel Caxlán, que se le acerca y lo convence de aceptar su mensaje evangelístico con el argumento de que podrá “resistir la tentación de beber”. El nuevo creyente recibe una Biblia de obsequio y promete leerla toda. Luego de un par de tomas, protagonizadas por otros personajes, Cirilo reaparece leyendo versos bíblicos a tres personas, lo que provoca el enfado de uno de los hombres del presidente municipal que observa la acción a la distancia. En la última escena de Cirilo, llegan unos hombres a su casa y lo amenazan con expulsarlo de la comunidad si no vuelve a “tomar trago”. Él se niega y es sacado de su hogar. El personaje no tiene más participación en el resto del filme.
La segunda categoría está representada por el personaje Homero, un evangélico que fue expulsado de su casa junto con su esposa Zenaida y sus dos hijos. En una escena que transcurre en un terreno que alberga a otros evangélicos desterrados, Homero reflexiona sobre su situación y decide regresar a su hogar, aunque esto implique abandonar sus creencias y volver a consumir alcohol. Su esposa trata de convencerlo de lo contrario y le dice que debe sufrir “penalidades como soldado de Jesucristo”, pero sus palabras son pronunciadas en vano ya que, en una toma posterior, la familia regresa a su casa. Mientras se reinstalan, los hombres del presidente municipal aparecen y le preguntan a Homero si va a volver a tomar, a participar en la fiesta patronal y a acudir al curandero cuando contraiga una enfermedad. Éste responde que sí y es obligado a pagar una multa por retornar al pueblo.
A partir de estos ejemplos, se observa cómo la narrativa fílmica comienza a desdibujar las representaciones ligadas al martirio y las sustituye por el tema de las conductas. En el caso de Cirilo, cuya historia guarda cierto parecido con la de Ricardo García, un alcohólico que se convierte en predicador, su situación se complica no por ser evangélico, sino por haber dejado de tomar: le advierten que será echado de su casa si no regresa al vicio; la exigencia de que se deshaga de su Biblia pasa a segundo orden. El hecho de que se desconozca el destino final de Cirilo, si es golpeado o asesinado, da a entender que el foco de atención en este personaje es su comportamiento y no la defensa de la causa evangélica. Se trata de una estructura narrativa distinta a la expuesta para representar a Miguel Caxlán, quien es asesinado por no dejar de predicar y acepta su trágico final. En el caso del personaje Homero, su conducta se vuelve el eje de sus acciones: dejar de beber lo colocó en aquella circunstancia y el retorno a ese hábito representó el final de su problema. En la trama de este personaje, sus convicciones religiosas no son el centro de atención debido a que no existen diálogos en los que el individuo esté renegando de su creencia; a sus acosadores les basta con que regrese a sus antiguas conductas y pague la multa.
En ambos filmes evangélicos, el alcohol es una constante. La renuncia a su consumo, por parte de los personajes exhibidos, da paso a un arco narrativo en el que se aprecia un cambio en su comportamiento debido a que el alcohol ya no forma parte de la nueva vida del creyente. En esta narrativa fílmica, el alcohol condensa aquellas conductas del ámbito privado con las cuales los espectadores pueden identificarse para imitar los modelos que ven en la pantalla. Dado que el interés principal es plasmar las ventajas de abandonar ciertos hábitos y sustituirlos por otros, esto explicaría la baja calidad con la que se producen estas películas. Detalles que llamarían la atención de los críticos de cine —como una mala edición, una mala fotografía, el escaso desarrollo de los personajes o la ausencia de objetos y movimientos en el lenguaje audiovisual que permitan captar la atención del espectador— poco importan para los productores de estas cintas, cuyo objetivo es servir de material complementario para el proselitismo evangélico. El modo en el que se distribuyen (formato de video casero) facilita su exhibición en hogares o templos, donde un ministro del culto puede usarlas para invitar a los espectadores a que imiten la vida y conducta de los personajes ejemplares.
Aunque resulta complicado medir el éxito de estas producciones, el hecho de que Armagedón —la productora de Chamula, tierra de sangre— cuente con casi treinta películas en su portafolio habla de un cierto nivel de aceptación. Dicha continuidad ha permitido que el fundador de la compañía, Francisco “Paco” del Toro, dé el salto a producir filmes para ser exhibidos en las salas de cine, como su último proyecto, Pink… el rosa no es como lo pintan, estrenado en 2016. No es mi objetivo analizar esta cinta a detalle, pero cabe resaltar que tiene las mismas carencias argumentativas y de lenguaje audiovisual que Chamula; también despliega patrones de comportamiento que, a juicio del director, son reprobables y deben ser sustituidos por otro modelo: el de la familia heteropatriarcal. Por esta razón, las conductas encarnadas por sus protagonistas se alejan del ámbito privado y se exponen como un asunto de interés público. Del alcoholismo y sus consecuencias para la vida de un individuo, se pasa a la repercusión social que tendría la aceptación de la unión civil entre parejas del mismo sexo y la posibilidad de que éstas adopten a niños. Como era de esperarse, el mensaje homofóbico del filme despertó reacciones negativas entre las audiencias, los críticos de cine, las empresas de exhibición de películas y hasta en el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Navarrete, 2016).
Comentarios finales
La historia de los evangélicos en México está marcada por episodios de violencia. Las motivaciones de los victimarios, las reacciones de las víctimas, la posición social que ocuparon, el espacio y el momento en el que se desarrollaron los hechos están a la espera de estudios en los que se contrasten distintos tipos de fuentes para tener un panorama más amplio del fenómeno. Lo que en estas líneas se abordó fue la manera en la que los evangélicos han actuado ante la muerte violenta de uno o más de sus cofrades; específicamente, la creación de representaciones discursivas que incorporan el término “mártir” o cuyas historias tienen elementos de una narrativa martirial.
Lejos de construir un corpus doctrinal que defina el martirio evangélico desde una óptica unificada, estas comunidades diseñaron sus figuras martiriales de distintas maneras y les asignaron ciertos usos. En la prensa evangélica de finales del siglo XIX y principios del XX, se puede ver que la narrativa martirial sirvió como un medio de denuncia frente a la intolerancia religiosa y como un mecanismo de homenaje para reconocer las virtudes de la víctima, quien entregó su vida en sacrificio por la causa. A través del medio impreso, el asesinato de un evangélico podía ser reinterpretado como una señal de los resultados fructíferos de la obra misionera. A lo largo del siglo XX, hubo episodios en los que se recuperó a los personajes martirizados para fines de reclamo (aunque no siempre se empleó dicho título), tal como ocurrió con la movilización evangélica de 1957 en la Ciudad de México.
Otro de los usos de estas narrativas martiriales es el de la preservación de la memoria de los protagonistas. El caso de Epigmenio Monroy evidencia el tránsito de un discurso de indignación —en el que se describen los detalles de su cuerpo mutilado— a uno en el que lo reconocen como el “protomártir” del metodismo, el primer mártir mexicano que entregó su vida por la causa evangélica, lo que hizo que su nombre fuera incorporado a la historia institucional de esta agrupación. Aunque la hazaña del personaje no se perdió en el tiempo —como sí ocurrió con otros metodistas que sufrieron un destino similar—, la ausencia de comunidades de memoria reunidas en torno a su figura hacen que el respaldo de la institución no baste para impedir el olvido colectivo. Ante este dilema, otros individuos tuvieron la iniciativa de rescatar la memoria de los predicadores que admiraban, como Valente Hernández, quien realizó la biografía del predicador Ricardo García. Debido a la imposibilidad de que la memoria de estas personas tuviera algún uso de veneración —como sí pasa con los mártires, beatos y santos del catolicismo—, la narrativa martirial evangélica sirvió para crear modelos que inspiraran a futuros predicadores. La referencia al seminario que lleva el nombre de Miguel Caxlán es una muestra de la función que tiene la memoria para moldear conductas.
La narrativa del mártir como ejemplo a imitar tuvo cabida en la filmografía evangélica, caracterizada por exponer el cambio de vida que experimentan sus personajes al recurrir a la divinidad, siempre con la mediación de algún ministro o comunidad de este credo. El empleo de estos materiales con propósitos de evangelización contribuyó a promover los términos “evangélicos” o “cristianos” para referirse a estos creyentes; palabras más sencillas para los públicos que desconocen las diferencias entre las confesiones del protestantismo. Esto también puede explicar la ausencia del término “mártir” en las cintas estudiadas, ya que los espectadores podían asociarlos con los del catolicismo e incluso pensar que el filme pertenecía a esta confesión. Pese a la omisión de esta palabra, en ambas películas se encontraron elementos de una narrativa martirial: una causa que amerite entregar la vida, uno o más seguidores de las víctimas y un poder que ejerce como perpetrador de la violencia.
De manera específica, en la narrativa audiovisual del martirio evangélico, el perpetrador puede ser alguien que merezca ser evangelizado. La representación fílmica de Ricardo García y Manuel Caxlán los presenta como hombres que hacen a un lado su dolor por los golpes recibidos y gastan sus últimas energías en predicarle a los que serán sus homicidas, lo que demuestra que el foco de atención en estas películas se centra en las actitudes que deben asumir los creyentes ante situaciones extremas. Esto es evidente en Chamula, tierra de sangre, película con más personajes violentados y asesinados, quienes respondieron a sus circunstancias de diferentes maneras: mientras que unos individuos resistieron el acoso antievangélico hasta morir, otros estuvieron dispuestos a ejercer la justicia por mano propia o incluso a abandonar sus creencias y regresar a los hábitos que tenían antes de su conversión religiosa. Estas historias representan distintos modelos de conducta que los espectadores deben imitar o evadir. Aunque la figura ejemplar de Caxlán es la más sobresaliente, su protagonismo se ensombrece en favor de otros personajes que le dan forma al mensaje de la película: un creyente debe evidenciar un buen comportamiento aun si es perseguido por sus creencias.
El estudio de las representaciones fílmicas de los evangélicos asesinados abre un panorama de futuras investigaciones acerca de los modelos que imponen estas agrupaciones, tanto en la esfera de la vida privada (para combatir los vicios que afectan a los individuos) como en el ámbito público (para denunciar aquellas conductas que consideran un peligro para los valores tradicionales). El carácter aún minoritario de los evangélicos en México obliga a que el análisis no se limite a la filmografía, sino que abarque los medios de comunicación electrónica, como la radio, la televisión e incluso Internet. Abordar la manera en la que estos actores se valen de dichas tecnologías para incidir en la vida privada y pública permitirá comprender las distintas representaciones que conciben sobre el entorno que los rodea y sobre las dificultades que tienen para atraer a públicos masivos, cada vez más inmersos en un contexto que aboga por la diversidad de ideas y creencias.
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Notas de autor