Resumen: El presente artículo tiene como objetivo analizar las relaciones entre género y educación; en especial, las relaciones entre la división sexual del trabajo y las carreras relacionadas con el cuidado de los niños. El texto se organiza en cuatro partes: en la primera, analizamos las condiciones en las que la división sexual del trabajo se expresa en datos internacionales de cobertura educativa. En la segunda damos cuenta de éstas en el ámbito nacional y en torno a la elección de carreras consideradas como femeninas o masculinas. En la tercera abordamos el caso particular de la licenciatura en Intervención Educativa, línea inicial, perteneciente a la Universidad Pedagógica Nacional (UPN), sede Galeana; licenciatura que se encuentra vinculada al trabajo con niños. Por último, en la cuarta parte hacemos una reconstrucción histórica de la división sexual del trabajo y describimos cómo opera para generar la figura de la maestra de preescolar en México y las ideas educativas relacionadas con ésta.
Palabras clave: Educación inicial, elección de carrera, división sexual del trabajo, jerarquía social, desigualdad social.
Abstract: The purpose of this article is to analyze the relationships between gender and education; in particular, the relationships between the sexual division of labor and careers related to childcare. The study is organized in four parts. The first part examines the conditions under which the sexual division of labor is expressed in international data on educational coverage. The second part addresses the same issue at the national level, focusing on the choice of careers considered feminine or masculine. The third section addresses the specific case of the Bachelor's Degree in Educational Intervention, initial field, belonging to the Universidad Pedagógica Nacional (UPN), Galeana campus —this degree is linked to work with children. Finally, in the fourth part there is a historical reconstruction of the sexual division of labor, describing how it operates to shape the figure of the preschool teacher in Mexico and the educational ideas related to it.
Keywords: Education, career choice, sexual division of labor, social hierarchy, social inequality.
Dossier
La división sexual del trabajo y las carreras en educación asociadas con el cuidado de niños
The Sexual Division of Labor and Education Careers Associated with Childcare
Recepción: 16 Octubre 2023
Aprobación: 29 Febrero 2024
Publicación: 15 Mayo 2024
Este trabajo forma parte de una investigación desarrollada en el doctorado en Investigación e Intervención Educativa (DIIE) de la Universidad Pedagógica Nacional (UPN), unidad 171, Morelos. El eje central del proyecto es el análisis discursivo de la elección de carrera en estudiantes de la licenciatura en Intervención Educativa (LIE), línea de especialización Educación Inicial, la cual se encuentra vinculada con el área de educación preescolar y con la atención a niños en la infancia temprana —desde los 0 hasta los 6 años—. Esta carrera es ofertada por la UPN Morelos; sin embargo, la investigación se centra sólo en la sede Galeana, que se encuentra en el municipio de Zacatepec. En este trabajo se presenta un acercamiento a los contextos, tanto internacionales como nacionales, que dan cuenta del fenómeno estructural de la división sexual del trabajo.
A partir del análisis en torno a la LIE, línea inicial, emerge la relación entre género y educación; en especial, encontramos asociadas las ideas del trabajo con niños y el papel de la mujer. Por ello, el objetivo de este trabajo es describir y analizar las relaciones que se establecen entre el género y la elección de carrera a nivel universitario. El género es entendido aquí como una forma primaria de las relaciones de poder y como construcción cultural que establece diferencias y jerarquías entre sujetos que son clasificados en el orden de lo femenino y en el orden de lo masculino.[1] En el cruce de estas diferencias y jerarquías con lo educativo, encontramos el fenómeno de la división sexual del trabajo, que implica una distribución desigual de tareas y responsabilidades entre hombres y mujeres. Dicha distribución es arbitraria, pero implica una construcción histórico-social, así como la cristalización de ciertos significados que hacen creer que esta división es natural y biológica. En los ámbitos social, económico y político, esta naturalización produce diferentes tipos de desigualdades e injusticias.[2]
La estructura que genera la división sexual del trabajo, sobre todo en lo vinculado con la educación preescolar, no puede ser comprendida sin abordar su origen histórico y los significados vinculados con el género que se mezclan con las ideas educativas. Es necesario analizar estos significados, que siguen funcionando de manera subterránea hasta nuestros días, para poder combatirlos y modificar las situaciones de desigualdad que producen. Éstas se ven reflejadas en las cifras que presentamos a lo largo del presente documento.
Sabemos que el término “educación” ha sido entendido y abordado de diferentes formas a lo largo de la historia. Cada época ha producido instituciones y prácticas relacionadas con la educación que se encuentran enmarcadas y articuladas dentro una serie de procesos sociales que las atraviesan, refuerzan y, en algunos casos, se oponen a ellas. De esta forma, la visión acerca de la educación que tiene cada sociedad emerge debido al cruce de fuerzas que originan una determinada configuración o estructura social. Así, los fenómenos que denominamos bajo el rubro “educación griega” son muy distintos a todos aquéllos que llamamos “educación medieval”, “educación moderna” y “educación postmoderna”. Lo importante es comprender que tales espacios configuran la subjetividad de los sujetos; los hacen ver, aprehender e interactuar con el mundo y con sus semejantes de determinada manera; los hacen producir, también, una comprensión diversa sobre sí mismos.
De esta forma, el término “educación” no sólo se reduce al ámbito institucional —es decir, la escuela no es la única que brinda formación y estimula el aprendizaje de ciertos saberes—, sino que ella misma es un engrane de una maquinaría mucho más compleja. Como bien lo ha dicho Bourdieu (2009), la escuela en la época contemporánea es un espacio que reproduce desigualdades, pues legitima ciertos conocimientos y ciertas prácticas, además de que refuerza privilegios y exclusiones. Es un aparato ideológico (Althusser, 2010), a la vez que un espejo de las condiciones históricas que la producen. Así, las disimetrías no son ajenas a los espacios escolares. Sin embargo, para comprender el cómo y el por qué aparecen estos mecanismos al interior del aula, es necesario entender las circunstancias estructurales que afectan y presionan desde el exterior. Por esto, es indispensable examinar el ámbito internacional y nacional para comprender cómo las políticas y situaciones económicas afectan el marco educativo. El punto de esta investigación es adentrarse en el estudio de tales desigualdades, pero centrándonos en las cuestiones del género.
El concepto “género” fue acuñado en la segunda mitad del siglo XX. Comparte historia con los términos “sexo” y “roles sexuales”, pero se distancia y diferencia de ellos (Delphy, 1993). Son estos términos los que permiten empezar a abordar las relaciones de desigualdad entre hombres y mujeres.[3]El género, según Joan Scott (1996), es una forma primaria de relaciones significantes de poder y, al mismo tiempo, un elemento constitutivo de las relaciones basadas en las diferencias que distinguen los sexos. Esto implica que el género se basa en las diferencias biológico-sexuales, pero, de acuerdo con la organización de la cultura, crea y refuerza tales diferencias. Se generan así relaciones de poder.
De esta manera, el género establece y regula las relaciones entre sujetos, los clasifica y produce espacios que pueden ocupar de acuerdo con su sexo. Se producen, así, espacios simbólicos que se encuentran jerarquizados y se generan relaciones de poder. Para Judith Butler (2005), el género elabora reglas que los sujetos siguen en su vida cotidiana; sin embargo, estas reglas son virtuales y sólo existen por la práctica y los discursos de los mismos sujetos, que son el punto de materialización de la regla y, al mismo tiempo, son los únicos momentos donde la regla existe (Butler, 2015). De esto se desprende que estas regulaciones no son inmutables o eternas; antes bien, se modifican de acuerdo con el contexto material e histórico. Las prácticas y los discursos cotidianos son los que sostienen la regla, pero, al mismo tiempo, las primeras son las que modifican a la segunda; así, los sujetos se apropian de las reglas, las transforman o se oponen a ellas. Aún más: la aparición de estas regulaciones puede variar al cruzarse con otros fenómenos como la raza o la clase social, creando situaciones dispares para sujetos en diversas condiciones; así, una mujer obrera no experimenta las mismas opresiones que una mujer de clase alta, y una mujer negra tampoco sufre la misma exclusión que una mujer blanca (Viveros, 2016).
La división sexual del trabajo es resultado de estas regulaciones y del cruce con la clase social y la raza; tal división crea significados acerca de las labores y tareas que una mujer y un hombre pueden desempeñar.[4] Es en este punto donde la educación se vincula con el género. Como hemos mencionado, la educación en su forma institucional funciona como un aparato ideológico; un aparato que reproduce las condiciones sociales existentes y, en este sentido, los significados imperantes. Así, en la vida cotidiana, existen personas e instituciones que pueden afirmar que hay carreras “para mujeres” y otras más vinculadas con los hombres. De esta manera, la escuela también sostiene, legitima y perpetúa la división sexual del trabajo. Hay que resaltar que ésta cambia y, por lo tanto, las formas y condiciones en que se manifiesta se modifican a lo largo de la historia. Es por esto por lo que hay que mantenerse vigilantes frente a las nuevas formas de opresión que pueden surgir en torno a esto.
Una de las maneras en las que se presenta la división sexual del trabajo es en la limitación o la exclusión de la participación de las mujeres dentro de algunas carreras. La incorporación oficial y gradual de las mujeres en las carreras universitarias se dio a partir del siglo XVIII (Palermo, 2006).[5]La primera área en la que ingresaron fue en la de la medicina, dado que ésta tenía mayor afinidad con las cuestiones del cuidado del otro.[6] Es hasta el siglo XIX que la incorporación de las mujeres a la universidad se amplió. Sin embargo, quienes ingresaban a estas instituciones provenían de clases burguesas, lo que dejaba a un gran sector excluido de la educación superior (Palomar, 2005; Hobsbawn, 2013; y Buquet, 2016). La paridad en la matrícula educativa (la igualdad de hombres y mujeres inscritos en diferentes niveles educativos y carreras) comenzó a regularse a finales del siglo XX y principios del XXI, pero sigue en consolidación. Así, “la participación de las mujeres en las universidades, más allá de la proporción en que se encuentren, está atravesada por condiciones de desigualdad que dificultan su acceso, permanencia y movilidad” (Buquet, 2016, p. 28). Cada avance en la cuestión de la paridad en la matrícula debería implicar la vigilancia sobre las nuevas disimetrías que emergen o aquéllas que permanecen.
Sin embargo, el nivel universitario no es el único que presenta estas dificultades: las tasas de disparidad persisten en el ámbito internacional y en diferentes niveles educativos. Si bien es cierto que en los niveles básicos —educación preescolar y primaria— las brechas se han reducido, las desigualdades entre mujeres y hombres aumentan a medida que avanza la trayectoria escolar. Los países con mayor riqueza económica han sido los que han reducido de manera importante dichas disparidades en cuanto al nivel de escolarización y de alfabetización.
A nivel internacional se ha luchado por disminuir la desigualdad entre la educación de mujeres y hombres. El problema se ha discutido desde hace tiempo; en 1998, por ejemplo, se llevó a cabo la Conferencia Mundial de la Educación Superior en París, coordinada por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Cultura y la Ciencia (UNESCO, por sus siglas en inglés), la cual sirvió como marco para exponer la necesidad de instituir apoyos específicos que aseguraran a nivel internacional el acceso igualitario a la enseñanza superior (Rodríguez, 1999). En este mismo año, se publicó la Declaración mundial sobre la educación superior en el siglo XXI: visión y acción (UNESCO, 2019a); la cual, en su artículo 4, insta a promover la participación y a fortalecer el acceso de las mujeres a las instituciones de educación superior (IES), reconociendo que, aunque se ha avanzado en el acceso, aún subsisten diferentes obstáculos para la plena integración de las mujeres. Este documento también invita a combatir los estereotipos de género[7] y a fomentar los estudios sobre este tema.
En el año 2000 se llevó a cabo una reunión en Dakar (Senegal), en la que participaron algunos actores educativos, así como 164 ministros de diferentes gobiernos, organizaciones no gubernamentales (ONG) y distintos representantes de la sociedad civil. Esta reunión tenía la meta de establecer objetivos a lograr para 2015 en materia educativa. Se establecieron seis objetivos asociados a quince estrategias. De los primeros, la mitad enfatizaba la necesidad de fomentar la paridad entre hombres y mujeres (UNESCO, 2015). De los países que colaboran con la UNESCO, sólo el 50 % mostraba índices de paridad en educación preescolar para 1999; en 2012 aumentaron al 70 %, siendo este nivel educativo donde mayor igualdad se ha alcanzado. En educación primaria y secundaria faltan esfuerzos para continuar con esta tarea: en educación primaria la tasa mundial de niñas escolarizadas reportada para 1999 aumentó de 92 por cada 100 niños a 97 para el año 2012; sin embargo, en países de África y otras regiones de Medio Oriente, se siguen presentando brechas significativas (UNESCO, 2015).
La UNESCO (2019b) tenía como meta reducir los niveles de disparidad a nivel mundial para 2009; sin embargo, esto no ha sido del todo posible. Si bien es cierto que se han reducido las tasas de desigualdad, el balance hecho en 2019 muestra que dicha brecha continúa existiendo y se ve afectada por diferentes factores como la pobreza; así, varios países muestran resultados discrepantes en esta agenda (UNESCO, 2019b). El desplazamiento y las migraciones también exacerban las desigualdades; las remesas de los padres y madres migrantes son usadas de manera diferente en la educación de niñas y niños; las hijas e hijos dejados en el país de origen son más vulnerables y generalmente están más propensos al abandono escolar. En Camboya, por ejemplo, “tres cuartas partes de 600 jefes de hogar indicaron que, de ser necesario, sacarían a una niña de la escuela en lugar de un niño” (UNESCO, 2019b, p. 11).
Un estudio en diez comunidades rurales de China, que incluyó cuatrocientos niños reportó que los niños y niñas dejadas atrás sufren mayor estrés y su carga de trabajo aumenta; esto afectaba más a las niñas, “ya que experimentaban mayor presión psicológica como resultado del incremento de la carga de trabajo” (UNESCO, 2019b, p. 11). Para el caso de México, McKenzie y Rapoport (2011) analizaron información presentada en la Encuesta Nacional de la Dinámica Demográfica de 1997, centrándose en comunidades rurales. Encontraron que la migración tuvo un efecto negativo en la asistencia escolar en mujeres de entre 16 y 18 años, ya que, al no estar presentes los padres, las chicas debían asumir más tareas relacionadas con el cuidado del hogar. La UNESCO (2019b) señala que, en México, cuando sólo el padre migra y queda a cargo la madre, se presentan resultados positivos en favor de la educación de las niñas; asimismo, algunos datos muestran que, cuando la madre migra, el rendimiento escolar de los hijos disminuye.
El ámbito de la educación técnica también muestra diferencias en cuanto al género. Los programas de formación técnica y profesional representan el 22 % de la matrícula en el segundo curso de secundaria. La proporción de mujeres matriculadas dentro de este tipo de educación es del 43 %, oscilando entre el 32 % para Asia y el 50 % para América Latina y el Caribe. Si bien parece que la brecha no es tan grande, las mujeres siguen incorporándose en programas técnicos relacionados con la alimentación, la nutrición, la cosmetología y la costura. De esta manera, las normas de género se traducen en ofertas laborales y en oportunidades de educación desiguales para las jóvenes (UNESCO, 2019b).
La Organización de Cooperación y Desarrollo Económico ([OCDE], 2017) señala que, entre 2013 y 2015, varios países, motivados por las desigualdades, así como por las recomendaciones de este organismo, implementaron políticas para facilitar el acceso a la educación a través del aumento de subsidios, prestaciones o descuentos, así como por medio de la ampliación de horas libres para cuidar a hijas e hijos y una inversión pública más directa en instalaciones para niñas y niños pequeños. A pesar de esto, la UNESCO (2019b) señala que:
[...] en los países pertenecientes a la Organización de Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), los varones de 15 años tienen más del doble de posibilidades de trabajar como ingenieros, científicos o arquitectos que las niñas de esa edad. Solo el 0,4 % de las chicas de 15 años desean trabajar como profesionales de las TIC, frente al 5 % de los chicos. (p. 19)
Así, si bien es cierto que la matrícula femenina ha aumentado, a partir de la educación secundaria y del bachillerato se encuentra una separación entre hombres y mujeres en la elección de carreras. A esto se añaden factores como el embarazo, el matrimonio a temprana edad y la participación en el trabajo doméstico, que impiden el éxito educativo en las mujeres y la culminación de todos los niveles educativos (UNESCO, 2019b). Los balances muestran que los esfuerzos no han sido en vano, pero aún nos encontramos lejos de poder cumplir en su totalidad con uno de los ocho objetivos del milenio propuestos por las Naciones Unidas: el número tres, que tiene como finalidad promover la igualdad de género y el empoderamiento de la mujer (United Nations, 2015).
La misma UNESCO reconoce que el problema no sólo es educativo sino también estructural; es decir, que las normas de género arraigadas en las instituciones y en las prácticas cotidianas impactan directamente en el problema de la disparidad y desigualdad en materia de género. Estas normas generan “un sistema de organización social que produce de manera sistemática relaciones de jerarquía y subordinación entre hombres y mujeres en el que convergen todas las dimensiones de la vida humana a través de interacciones muy complejas” (Buquet, 2016, p. 29). De esta manera, las divisiones que encontramos en el ámbito escolar están influenciadas y articuladas por las jerarquías que se configuran en las situaciones culturales y contextuales más amplias.
¿Cuál es el caso de México en torno a las relaciones entre género y educación? ¿Cómo se posiciona con respecto a las cifras mundiales de desigualdad? Como hemos visto, los datos estadísticos son una herramienta útil para mostrar los avances o las dificultades estructurales que se presentan en el contexto educativo; sobre todo, con respecto a la paridad de género (Instituto Nacional de las Mujeres, 2004). Por eso, también recurrimos a ellas en este apartado en el que delineamos la situación nacional.
En cuanto a la paridad, México ha trabajado en las recomendaciones de los organismos internacionales. Para el año 2000, por ejemplo, “aumentó de 68 a 86 % la tasa bruta de escolarización en educación secundaria y media superior en el periodo 1999-2012, lo cual en la suma abona para abatir la desigualdad de género” (Lechuga et al., 2018, p. 111). Esto concuerda con los datos que ya habíamos mostrado de los reportes internacionales, en los que damos cuenta del avance en este rubro. Sin embargo, para este mismo año, los datos nacionales muestran que las tasas de analfabetismo, así como las puntuaciones más altas para el rezago en lectura y escritura se cargaba más hacia las mujeres. Estas brechas aumentan en grupos que presentan mayores dificultades socioeconómicas o cuando se intersecan con otras condiciones de exclusión. Por ejemplo, en “poblaciones indígenas, las inequidades de género se agudizan aún más que cuando se trata de población que habita en localidades pequeñas y rurales” (Instituto Nacional de las Mujeres, 2004, p. 24).
A partir de 2012, en México se publicó el programa sectorial de educación, el cual establece seis objetivos para educación básica, media superior y superior. El objetivo número tres plantea asegurar mayor cobertura, inclusión y equidad educativa entre todos los grupos de la población para la construcción de una sociedad más justa. Dentro de este objetivo se considera la búsqueda de la igualdad de género y una ampliación de cobertura escolar para las mujeres. Asimismo, en las estrategias transversales, aparece una que tiene como finalidad crear igualdad de oportunidades y no discriminación contra las mujeres; esta estrategia genera lineamientos a seguir en cada uno de los objetivos. También, dentro de las estrategias propuestas para mejorar la gestión del sector educativo, se enuncia una que tiene como finalidad impulsar la perspectiva de género y de derechos humanos en los procesos de planeación y evaluación del sector educativo (Secretaría de Educación Pública [SEP], 2013).
Otros datos dan cuenta de los avances en materia de escolarización: la “proporción de mujeres de 20 a 24 años con al menos educación básica fue significativamente mayor en 2012 y 2016 (84.9 y 86.9 %, respectivamente) con respecto a los hombres (83 y 85 %)” (Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación [INEE], 2019, p. 134). También “el grupo de 30 a 34 años registró un incremento significativo en la población de mujeres con al menos licenciatura con respecto a los hombres, ya que su porcentaje pasó de 16.4 a 19.7 % entre 2012 y 2016” (INEE, 2019, p. 145).
Hay que decir, además, que el número de años de escolaridad promedio en la población mexicana ha ido en aumento desde 2010: pasó de 8.63 a 9.74 años para 2020 (INEGI, 2020b); sin embargo, cuando analizamos las diferencias entre mujeres y hombres, nos damos cuenta de que sigue existiendo una brecha. El Instituto Nacional de Estadística y Geografía ([INEGI], 2020b) hace un corte entre tres años diferentes (2010, 2015 y 2020) para comparar la forma en la que se han modificado los años de escolarización durante una década. Si bien es cierto que el promedio ha aumentado, persiste una diferencia entre el promedio de mujeres y hombres: en 2015, el promedio de escolaridad para hombres era de 9.33 y de 9.01 para mujeres; en 2020, el promedio para hombres era de 9.84 y de 9.64 para mujeres. De esta manera, los hombres siguen ostentando mayores niveles de escolaridad que las mujeres (INEE, 2019).
A pesar de esto, no podemos desestimar los avances que se han generado en este rubro; por ejemplo:
En cuanto a diferencias por sexo, las tasas netas de cobertura de las mujeres superaron a las de los hombres por 1.2 puntos porcentuales en educación preescolar, 0.4 en primaria y 2.2 en secundaria; la mayor diferencia entre mujeres y hombres se presentó en la EMS con casi 5 puntos porcentuales más en el caso de las mujeres. (INEE, 2019, p. 304)
Es necesario mencionar que existen diversos factores que han ayudado a reducir la brecha en la escolarización entre hombres y mujeres: el primero es la expansión general de la educación en todos los niveles; el segundo, el incremento de la participación de las mujeres en la fuerza laboral. Según Parker y Pederzini (2000), “El incremento en la participación laboral femenina que se dio en México entre 1970 y 1990 (261 %) fue el más rápido de todos los países de América Latina” (p. 109). Durante este periodo, también se impulsan los bachilleratos tecnológicos como una forma de articular educación y preparación para el trabajo, respondiendo a requerimientos industriales e internacionales. Para 1995, se reportó que:
El 67 % de la población entre 12 y 30 años que cuenta con educación técnica son mujeres. Además, alrededor de 15 % de las mujeres (contra 7.5 % de los hombres) reporta haber cursado estudios técnicos, y el porcentaje de mujeres que trabajan con estudios técnicos es de aproximadamente 21 % (comparado con 8 % de los hombres). (Parker y Pederzini, 2000, p. 104)
Para 2008 en México, los índices seguían mostrando una cantidad elevada de hombres en las carreras consideradas como masculinas y una cantidad alta de mujeres en las carreras femeninas (Bustos, 2008)[8]. Esta división la encontramos desde la educación media superior hasta la superior; en este último nivel, podemos notar el contraste en la división sexual del trabajo entre educación técnica superior y la educación general en las universidades. Las investigadoras Buquet y Moreno (2017) reportan que, para el periodo 2015-2016, la matrícula del Instituto Politécnico Nacional (IPN) tenía una proporción del 38.27 % más hombres en todos los niveles; caso contrario de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), donde la matrícula de mujeres ha llegado a ser un poco mayor a la de varones. Sin embargo, esto es debido a la división sexual del trabajo, que sigue produciendo una diferenciación entre las actividades que pueden desempeñar hombres y mujeres. Ésta se encuentra fuertemente relacionada con la socialización temprana, que poco a poco encamina a las mujeres y a los hombres a actividades que supuestamente les son más naturales.
En la tabla 1 mostramos la distribución de hombres y mujeres por campo formativo, dividiendo los sectores entre licenciaturas e ingenierías, y posgrados a nivel nacional, para el ciclo 2015-2016. En el caso de las licenciaturas e ingenierías, las disparidades son más marcadas. Por ejemplo, en artes y humanidades, se registra un 12.64 % más de mujeres que de hombres; la distancia se reduce en posgrado, donde el intervalo es de 2.34 % aún a favor de las mujeres. En agronomía y veterinaria, la situación se invierte: en licenciatura, la brecha es de 29.6 % en favor de los varones; mientras que, en el posgrado, la brecha es de 4.64 %, manteniéndose a favor de los hombres
Los campos de educación e ingeniería, así como de manufactura y construcción también son representativos al respecto: para el nivel de educación superior tecnológica, la ingeniería presenta una mayor concentración de hombres, teniendo un 45.62 % más varones que mujeres en su matrícula; en posgrado, la concentración se reduce, pero aun así sigue siendo considerable, pues existe un 37.48 % más de hombres. En el campo de la educación, para nivel licenciatura, podemos observar que la mayor concentración se encuentra del lado de las mujeres, pues ellas representan un 47.18 % más en comparación con la población de hombres; a nivel posgrado, la brecha disminuye, pero sigue siendo de un 33.91 % a favor de las mujeres. Podemos darnos cuenta, entonces, que las normas de género siguen existiendo en esta diferenciación de las carreras cursadas.
Incluso, podemos decir que estas diferencias se encuentran articuladas con el campo económico y laboral. El Gobierno de la República (2013) reconoció que, en 2012, 18.4 millones de mujeres participaban en el sector económico:
Su tasa de participación laboral es de 42.9 %, casi dos veces menor a la de los hombres. A pesar de que la participación femenina en la economía ha crecido aceleradamente en los últimos 40 años, en su mayoría se siguen desempeñando en puestos de menor jerarquía, en trabajos precarios que carecen de seguridad social, y en actividades propias de los roles asignados a su género, es decir, en el sector de servicios como vendedoras, profesoras, enfermeras y cuidadoras de niños. (p. 46)
Desde la exposición de los datos internacionales, pudimos darnos cuenta de que esta diferenciación de las tareas inicia en las etapas tempranas de socialización, con el reparto de las labores del hogar. De esta manera, la división sexual del trabajo normaliza y naturaliza la separación de las tareas, acercando más a las niñas a actividades que tienen que ver con el cuidado y la atención de los otros. Esto, como vemos, se articula con el espacio escolar y con el espacio económico productivo. Es por ello que las políticas necesitan poner atención también a estas situaciones, no sólo en el ámbito escolar sino en las políticas laborales y de inclusión que regulan a las empresas.
La Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior (ANUIES) (2020), tomando en cuenta información emitida por la OCDE, menciona que:
Aunque el 53.1 % de los egresados de educación superior en el país son mujeres, más de una de cada cinco no ejerce su profesión. La tasa de inactividad de los varones es de 6.9 %, mientras que la tasa de las mujeres es tres veces mayor (21.3 %) y su tasa de ocupación es significativamente inferior (74.2 % frente a 87.9 %). (p. 90)
La misma ANUIES (2020) atribuye esto a prácticas culturales que influyen sobre las situaciones y los lugares que puede ocupar una mujer en una determinada sociedad. Debido a esto, con todos los datos analizados hasta ahora, podemos decir que la división sexual del trabajo sigue funcionando, a pesar de los esfuerzos por la ampliación de la educación y la implementación de las políticas públicas nacionales e internacionales. También podemos darnos cuenta de que las mujeres con menores grados de escolarización y en contextos socioeconómicos desfavorables son más vulnerables, como es el caso de las mujeres indígenas. Además, aquéllas que logran entrar en la educación deben enfrentarse a la situación de la diferenciación de las tareas tanto en el campo educativo superior como en el campo laboral.
En Morelos, la tasa promedio de escolaridad reportada para 2020 fue de 9.84, con un promedio de 9.88 para hombres y de 9.81 para mujeres (INEGI, 2020a). La ANUIES (s. f.) reporta que, para el ciclo 2019-2020, en Morelos, había 39 368 mujeres y 34 460 hombres matriculados en educación superior. Las mujeres de nuevo ingreso en el nivel superior para este periodo eran 10 930, mientras que sólo había 9 247 hombres. Asimismo, el número de mujeres egresadas era de 13 423, en comparación con los 10 695 hombres. Por último, el número de mujeres tituladas fue de 5 492, contra 4 290 hombres.
Los números evidencian que la población matriculada en educación superior está compuesta en su mayoría de mujeres. Esto no quiere decir que la desigualdad se haya terminado, pues en México, como vimos en el apartado anterior, se sigue teniendo el problema de la división y elección de carreras femeninas y masculinas.
En el caso de las instituciones de educación superior en Morelos vinculadas al campo de formación docente, se reporta que, en el ciclo 2018-2019, estaban matriculados 3 365 estudiantes de licenciatura. Éstos se encontraban repartidos entre las Escuelas Normales, las unidades y subsedes de la UPN y otras instituciones de educación superior (Comisión Nacional Para la Mejora Continua de la Educación, 2021). En 2022, la Escuela Normal Urbana Federal de Cuautla, en el estado de Morelos, reportó 410 matriculados, de los cuales el 78.8 % eran mujeres y el 21.2 % eran hombres (Gobierno de México, 2023b). La Escuela Normal Rural General Emiliano Zapata reportó 349 matriculados en 2022; en este caso, el 100 % corresponde a población femenina (Gobierno de México, 2023a). Para este mismo año, la Universidad Pedagógica Nacional-Unidad 171 Morelos tuvo 1 131 matriculados, de los cuales 236 fueron hombres y 895 mujeres; éstas últimas representan el 79.1 %; el total de egresados fueron 38 hombres y 216 mujeres (Gobierno de México, 2023d). El porcentaje de matriculadas en UPN a nivel estatal es muy semejante al de nivel nacional, pues la matrícula nacional de la UPN para 2022 fue de 68 949 alumnos en licenciatura y posgrados, de los cuales el 79 % eran mujeres (Universidad Pedagógica Nacional [UPN], 2022).
Habría que preguntarse qué significado pueden tener estas cifras. ¿Qué condiciona que tal cantidad de mujeres entren a carreras vinculadas con la educación y, en especial, al cuidado de los niños? ¿Implica esto la igualdad? Y si lo es, ¿de qué forma se logra la igualdad a través de este mecanismo? ¿No será que hay aquí un vínculo entre la representación que se tiene del educar y la del género?
Ahora bien, los números generales de la matrícula en la UPN Morelos no se diferencian de las estadísticas específicas de la sede Galeana,[9] en la que se oferta la licenciatura de intervención educativa línea educación para jóvenes y adultos (EPJA) y la línea en educación inicial. Un año se oferta la línea EPJA y al siguiente la línea inicial, recibiendo en cada generación a dos grupos conformados por un rango de 35 a 40 alumnos. En el caso de EPJA, encontramos la presencia de cinco alumnos hombres por grupo; en inicial, esta cifra es menor, pues sólo asiste un hombre por grupo. Los números se mantienen constantes por generación. En esta sede se ofertan, además, la licenciatura en Pedagogía y la maestría en Educación Básica (MEB). En 2022, la UPN sede Galeana reportó una matrícula de 324 estudiantes, de los cuales el 80.24 % eran mujeres; mientras que un 19.76 % eran hombres. En la tabla 2 se muestra la distribución por programa educativo.
Podríamos pensar que este efecto se debe a que no hay suficiente oferta educativa en el municipio de Zacatepec; sin embargo, la oferta se encuentra diversificada hasta cierto punto. Las instituciones educativas universitarias que se encuentran en la región son las siguientes: en el ámbito público, encontramos universidades como el Instituto Tecnológico de Zacatepec (ITZ), la Universidad Autónoma del Estado de Morelos (UAEM) campus sur y la propia UPN sede Galeana; en el ámbito privado, se encuentran el Colegio Reforma, el Centro de Estudios Universitarios de Morelos y la Universidad Tecnológica de Morelos (INEGI, s. f.). Varias de éstas, menos las tecnológicas, ofertan carreras en docencia y en pedagogía.
El caso del ITZ es representativo en este sentido, pues en 2020 tuvo 5 747 matriculados, de los cuales 60.9 % fueron hombres y 39.1 % mujeres (Gobierno de México, 2023c). Hay que mencionar que la situación del ITZ se presenta como paradigmática en oposición a la de la UPN, pues, como vimos en el apartado anterior, el contraste que resulta aquí se da nuevamente entre el ámbito de la educación y el ámbito de la manufactura y la ingeniería. Las carreras que oferta el ITZ son las ingenierías Civil, Industrial, en Administración, en Gestión Empresarial, Bioquímica, Química, en Electromecánica y en Sistemas Computacionales, así como la licenciatura en Turismo. Volvemos a encontrar la misma situación reportada a nivel nacional; es decir, hay un número mayor de mujeres en las carreras consideradas como femeninas y un número mayor de hombres en aquéllas consideradas como masculinas.
Ahora bien, las estudiantes de la UPN sede Galeana provienen de diferentes municipios de Morelos, como Zacatepec, Jojutla, Tlaltizapán, Xochitepec, Tlaquiltenango y Xoxocotla; por esto, es necesario conocer los datos que dan cuenta del acceso a la educación que las mujeres tienen en estas regiones.
Como se observa en la tabla 3, en Zacatepec encontramos un aumento a favor de las mujeres en los rubros del promedio de escolaridad y de asistencia escolar después de los 18 años; aunque, en el rubro de la población sin escolaridad y la población analfabeta, seguimos viendo muestras de desigualdad. En el caso de Jojutla encontramos algo similar. El promedio de escolaridad en municipios como Tlaltizapán y Xochitepec se presenta más equilibrado, mostrando una diferencia mínima entre hombres y mujeres; aun así, hay que resaltar que esta diferencia sigue dando cuenta de que los hombres presentan un mayor promedio de años de escolaridad (.03 años más en promedio que las mujeres). Tlaquiltenango presenta un promedio de escolaridad más elevado para mujeres que para hombres; sin embargo, esto se modifica en el caso de asistencia escolar de la población de 18 años y más: aquí los datos muestran mayor asistencia por parte de los hombres. Los municipios de Xochitepec y Tlaltizapán también muestran esta tendencia. El caso más extremo que se presenta en la zona sur es el del municipio de Xoxocotla, en el cual el promedio de escolaridad es de 8.3 años para mujeres y de 8.6 para hombres; la población de 18 y más que asiste a la escuela es de 1 810 mujeres y 1 929 hombres, y la población sin escolaridad de 15 años y más es de 994 mujeres y 827 hombres.
Los casos de Jojutla y Zacatepec muestran los datos más alentadores. Tlaltizapán y Xochitepec muestran intervalos más estrechos entre la población de mujeres y hombres en los rubros de promedio de escolarización y de población de 18 años y más que asiste a la escuela. Sin embargo, los casos de Tlaquiltenango y de Xochitepec muestran aún brechas en detrimento de las mujeres. Hay que resaltar también que, en el rubro de la población de 15 años y más sin escolaridad, todos los municipios muestran que son las mujeres las que siguen estando en mayor desventaja.
Como mencionamos anteriormente, estos datos son importantes debido a que las alumnas de la UPN sede Galeana vienen de estos municipios. Es probable que las estructuras de género sean más opresivas en los municipios donde se presentan mayores disparidades en cuanto a las estadísticas de años de escolaridad y de asistencia a la escuela. Estas estructuras, aunadas a factores económicos, familiares y a la oferta educativa, hacen que las estudiantes opten por carreras ligadas al cuidado de los niños. En el caso de las estudiantes de LIE, línea inicial, muchas estudiaron la carrera técnica en puericultura en el bachillerato, y una de las razones para elegir su carrera universitaria fue la cuestión económica, tanto por el costo que implica desplazarse más lejos como por los montos de las colegiaturas de otras opciones educativas.
Además de los datos mostrados anteriormente, hay que resaltar que la mayoría de las estudiantes que entran al programa LIE en su línea de educación inicial, y con la cuales he trabajado en clase, comentan que eligieron esta carrera porque “les gustan los niños” y porque sienten afinidad hacia ellos. ¿Qué hay detrás de esta simple afirmación? ¿Una coincidencia? ¿Cómo se ha construido este gusto? Consideramos que tanto el gusto por los niños como los datos que hemos presentado en los primeros apartados de esta sección se relacionan con un proceso sociohistórico y discursivo de construcción del género. La división sexual del trabajo es parte de este proceso; las cifras y disparidades que hemos mostrado tanto a nivel internacional como regional dan cuenta de que la lógica de separación que construye el género y que dictamina las actividades que pueden desempeñar una mujer y un hombre sigue operando.
Sin embargo, habría que entender específicamente cómo se construyó esta lógica de separación, especialmente en el área que interesa a esta investigación: la educación en la primera infancia. Es decir, habría que preguntarnos qué elementos y qué fuerzas a lo largo de la historia configuran los significados que asocian a la mujer con el cuidado de los niños y que, además, profesionalizan esta tarea, dejando institucionalizada esta idea para la posteridad.
En el caso de la educación en la primera infancia, existen antecedentes históricos que permiten comprender la forma en la que ésta liga a las mujeres con el cuidado de los niños. En sus inicios, la educación preescolar asoció a la mujer a este trabajo; las ideas de Froebel reforzaban esta visión: “ya no sólo serían mujeres/madre, sino educadoras” (Campos, 2013, p. 63). Servir en un preescolar era ocupar el lugar de madre. Campos (2013) menciona que “Ser profesora de párvulos […] confería o ratificaba a la familia de la señorita un estatus social de privilegio, inclusive si no se incorporaba a laborar, pues la preparaba para ser una buena madre titulada” (p. 365).
No obstante, hay que resaltar que, a pesar de esto, la formación de las maestras de preescolar era infravalorada al inicio del siglo XX:
En una sociedad donde el principal valor de la instrucción era el aprendizaje de la lectura, la escritura y el cálculo, las actividades que se desarrollaban en estas escuelas, canto, baile, horticultura, juegos, etc., no eran consideradas como “serias, formales o provechosas”, para hacerlas no requerían de un lugar especial pues “podían hacer lo mismo en casa”. (Campos, 2013, pp. 350-351)
Aunque parece que esta clasificación laboral quedó en el pasado, habría que preguntarse por las transformaciones que han tenido estas prácticas y si en dichas trasformaciones no se han mantenido o se han generado nuevas relaciones de poder en torno al papel de la educadora de preescolar. En la tabla 4 se muestra la distribución de docentes y directivos en el estado de Morelos. En ella se puede observar que la mayor concentración de mujeres directivas y docentes se da en el nivel educativo de preescolar; a medida que el nivel educativo avanza, el porcentaje de mujeres va disminuyendo. Habría que preguntarse ¿qué situaciones y significados hacen emerger estas distribuciones?
Algunas investigaciones como la de Jiménez-Fuentes y Fernández- Crispín (2019) muestran que, en las alumnas de nuevo ingreso a la licenciatura en Educación Preescolar, en Tlaxcala, se siguen sosteniendo imaginarios sociales relacionados con los estereotipos de género que proyectan a la maestra de preescolar como una mujer sonriente y amorosa que se dedica a la enseñanza de las vocales a través de cantos y juegos. Otras investigaciones como la de Luz López (2013) muestran que las docentes, tanto en la elección de la carrera como en su ejercicio profesional, se ven orilladas a tomar ciertas decisiones por la presión social; así, algunas eligieron la profesión porque se ajustaba más a lo femenino; esto viene acompañado de una carga familiar, pues los padres habían pertenecido o pertenecían aún al magisterio. Al mismo tiempo, estas maestras cuentan que, en su ejercicio profesional, han tenido que responder a demandas de belleza, y a mediar entre el horario laboral y las labores del hogar. Otras investigaciones señalan que los currículos propuestos para preescolar, incluso los juegos que las maestras implementan con los niños, reproducen las diferencias de género; por ejemplo, los juegos suelen estar estereotipados, es decir, hay juegos típicamente masculinos y otros femeninos (García, 2014).
De esta manera, tenemos tres elementos que nos resultan interesantes en materia de género. Primero, la propia situación de la UPN, la cual reporta que su población está conformada mayoritariamente por mujeres. Inicialmente, estas cifras podrían dar la idea de que combaten la exclusión de las mujeres en el ámbito de la educación al contribuir a la oferta de educación superior y al cerrar la brecha entre el número de hombres y mujeres que acceden a ésta en México. Sin embargo, este contexto también podría estar perpetuando otro tipo de opresiones sin darse cuenta, como la división sexual del trabajo; esto se observa tanto en los datos nacionales como en los del Tecnológico de Zacatepec, que muestra una distribución opuesta a la de la UPN.
En segundo lugar, tenemos la situación de exclusión reportada en la zona sur del estado de Morelos. Como hemos mostrado a través de las estadísticas en algunos municipios (Tlaquiltenango y Xoxocotla), siguen apareciendo cifras ligadas a la situación de asistencia escolar y a la falta de escolarización que dan cuenta de la exclusión de las mujeres en este espacio geográfico.
En tercer y último lugar, la cuestión de los significados que se arrastran desde el origen de la educación preescolar, la cual se asocia y se articula con el primer punto que señalamos: la división sexual del trabajo. Al respecto, la distribución de más mujeres docentes y directivas en este nivel nos parece llamativa. ¿Podría ser que muchos de los significados que han llevado a las mujeres a elegir las licenciaturas de preescolar, como la LIE, línea inicial, se encuentren asociados con la figura de la madre sustituta y del cuidado de los otros? Debido a esto, en el presente trabajo consideramos necesario centrar nuestra atención en identificar las condiciones de emergencia de estas divisiones y exclusiones en el plano histórico para tener una visión más clara de estos procesos.
El fenómeno que acabamos de describir se refleja a nivel internacional, nacional y comunitario, y puede comprenderse desde el concepto de la división sexual del trabajo. Tal división se encuentra cimentada sobre las jerarquías y las relaciones de poder que produce el género. Estas jerarquías delimitan y crean espacios sociales, asignan funciones a los sujetos que deben internalizar y llevar a cabo. No es que los sujetos sean pasivos, pues también despliegan una serie de prácticas para enfrentar la cotidianidad de tales jerarquías.
Sin embargo, quisiéramos puntualizar que la división sexual del trabajo, aunque se encuentra determinada principalmente por la dimensión del género, también se ve afectada por la forma de producción capitalista, la cuestión educativa y las relaciones familiares; a lo que se suman las cuestiones de raza y clase social (James, 2023). Estos ámbitos, que en su mayoría consideramos por separado, confluyen para formar el fenómeno que hemos descrito en los primeros apartados. De esta manera “los nexos entre familia y parentesco no pueden desligarse de las relaciones económicas y políticas” (Gregorio, 2011, p. 109). El género en relación con la división sexual de trabajo parece articularse con otros espacios sociales que lo refuerzan y lo sostienen. Los diferentes regímenes (económico productivo, familiar y escolar) parecen crear enlaces entre sí; estratificaciones que se amalgaman y se expresan en las producciones discursivas que los sujetos enuncian cotidianamente. Esto, como bien lo muestran diferentes estudios (Winkler y Cueto, 2004; Kandel, 2006), resulta en disimetrías sociales.
Ahora bien, hay que entender que esta articulación tiene un origen histórico; no es arbitraria en absoluto. Teóricas como Federici (2018) y Gimenez (2005) mencionan que la división sexual del trabajo tal como la conocemos hoy en día se encuentra ligada a la configuración de la familia moderna. La célula familiar comenzó a fijarse a finales del siglo XIX, aproximadamente a partir de 1860. Silvia Federici (2018) nos dice que:
[...] las mujeres que trabajaban en las fábricas son rechazadas y enviadas a casa, de forma que el trabajo doméstico se convierte en su primer trabajo y ellas se convierten en dependientes. Esta dependencia del salario masculino define lo que he llamado “patriarcado del salario”; a través del salario se crea una nueva jerarquía, una nueva organización de la desigualdad: el varón tiene el poder del salario y se convierte en el supervisor del trabajo no pagado de la mujer. Y tiene también el poder de disciplinar. Esta organización del trabajo y del salario, que divide a la familia en dos partes, una asalariada y otra no asalariada, crea una situación donde la violencia está siempre latente. (p. 17)
Las reformulaciones que sufre el capitalismo industrial impactan en la reorganización y en las nuevas configuraciones de los hogares proletarios. Si bien es cierto que las mujeres ya habían participado en los trabajos fabriles anteriormente, es en este punto donde el salario obrero masculino cobra mayor relevancia: se pone de manifiesto la diferencia entre trabajo productivo —el trabajo al interior de la fábrica, el que es digno de ser remunerado— y el trabajo doméstico —aquél que se desestima por no aportar nada a la producción—; de esta manera, el primero aparece como activo y el segundo como pasivo.
Sin embargo, el trabajo doméstico se articula con toda la cadena productiva. Así, por ejemplo, autoras como Dalla y James (1971), Federici (2018) y Gimenez (2005) han mostrado las lagunas que existen en la teoría marxista con respecto a este punto. Si bien es cierto que tanto Marx en el Manifiesto del Partido Comunista (1848/1976) como Engels en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado (1884/2000) explican la manera en la que la mujer se convierte en una mercancía más, en una mediadora para asegurar la herencia de la propiedad privada, el análisis del trabajo doméstico sólo es tocado de manera tangencial, sin mostrar el papel que juega en la creación de plusvalor.
Expliquemos esto con mayor detenimiento: el modo de producción capitalista se basa en la acumulación de riquezas a través del plusvalor; es decir, de un excedente, de una ganancia. Dicho plusvalor se obtiene a través de la fuerza de trabajo del obrero, la cual no es remunerada totalmente: el salario del obrero no corresponde del todo a la energía gastada durante la jornada laboral; es decir, se le paga menos de lo que produce. Éste es el origen del plusvalor (Marx, 2007). Ahora bien, Althusser (2010) explica que, para mantener este proceso, es necesaria la reproducción de las condiciones en las que se desarrolla la producción: por un lado, se necesita la reproducción de las condiciones materiales y, por otro lado, la reproducción de la fuerza de trabajo.
La primera reproducción consiste en el mantenimiento de los materiales de producción, es decir, en asegurar que sean abastecidas las materias primas y que las máquinas y herramientas se encuentren en buen estado. La segunda reproducción consiste en colmar nuevamente la fuerza de trabajo del proletario para que, al día siguiente, vuelva a desgastarla en el centro de trabajo. Es aquí donde entra el trabajo doméstico. En la teoría clásica marxista, se piensa que es el salario el que asegura la reproducción de la fuerza, al permitirle al obrero comprar comida. Sin embargo, se invisibiliza y desvaloriza a la mujer que cocina los alimentos, que zurce la ropa y que posibilita las condiciones de la casa en la que el obrero habrá de recargar su energía. Así, “el trabajo doméstico no produce meros valores de uso, sino que es esencial para la producción de plusvalor” (Dalla y James, 1971, p. 16; traducción propia). Es por esto por lo que, en la década de los setenta, en Italia, se crea el movimiento Wage for Housework, que exige un salario para el trabajo doméstico como estrategia para visibilizar la naturalización de la división del trabajo y el alcance de la explotación capitalista (Bolla et al., 2020).
La forma de organización capitalista que se apropia del trabajo femenino también supone relaciones de poder, es decir, de dominación y de subordinación. Según Dalla y James (1971), “debido al impago de un salario cuando estamos produciendo en un mundo organizado de manera capitalista, la figura del patrón se oculta tras la del marido” (p. 19; traducción propia). De esta forma, la familia se convierte también en un espacio con privilegios que son determinados por las relaciones capitalistas y que, a su vez, refuerza y delimita el espacio social y las labores que pueden ocupar las mujeres; la familia sostiene jerarquías y disimetrías.
La familia estructurada de esta manera es la primera marca que se impregna en las significaciones que acompañarán, durante los siglos posteriores, las actividades que pueden desempeñar hombres y mujeres. El trabajo doméstico se encuentra en el núcleo del plusvalor y es por esto por lo que la mayoría de las ocasiones se busca que la división del trabajo mantenga a las mujeres ocupándose de las labores domésticas. Así, “se observa que la actual estructuración de la división sexual del trabajo (trabajo asalariado/trabajo doméstico, fábrica-oficina/familia) apareció simultáneamente con el capitalismo, y que la relación salarial no hubiera podido establecerse en ausencia del trabajo doméstico” (Kandel, 2006, p. 12). Si bien es cierto que ya existían ciertas divisiones anteriores a esta época, el capitalismo se las apropia y las transfigura a su imagen y semejanza (Kandel, 2006).
Con el capitalismo, las mujeres no sólo quedan ligadas al ámbito de la reproducción y a las tareas de cuidado, sino que estas tareas se ven como inferiores y como actividades que no generan utilidades “reales”. Las ideas educativas también sufren una reformulación, pues están permeadas por la separación entre cuerpo y razón que se acentuó en el siglo XVIII a la par de la Revolución Industrial. Entonces, se comenzó a construir una subjetividad que divide la razón del cuerpo, la ciencia de las creencias irracionales; se exige que el cuerpo sea limpiado de los impulsos, que se ajuste al tiempo de producción; la exactitud se vuelve indispensable: tiempo acelerado, tiempo milimétrico que negará las formas en las que las culturas basadas en la agricultura se relacionaban con el devenir. Tal discurso se filtró en las escuelas a partir del siglo XIX; así, “la nueva pedagogía neutralizará el aprendizaje al intelectualizarlo, al convertirlo en una transmisión desafectada de saberes separados los unos de los otros y de las prácticas” (Martín-Barbero, 1991, p. 102). La abstracción desplaza a lo particular y a lo que se considera como “naturaleza”, “sin razón” y “locura”. Estos últimos términos serán vinculados con grupos que quedan marginados debido a la nueva configuración de poder: el negro, la mujer y el proletario serán asociados con la barbarie, el salvajismo, con los impulsos y, al mismo tiempo, con lo frágil y lo débil (Federici, 2004).
Además de la asociación de la mujer con lo irracional y con las labores del hogar, tenemos que decir que todo lo que hoy en día conocemos como educación preescolar quedó atrapado también en estas relaciones de diferenciación de las tareas. Tres son los antecedentes que sientan las bases para que surjan los preescolares: las instituciones de asistencia, las relacionadas con las prestaciones laborales de las mujeres trabajadoras y las secciones de párvulos en escuelas elementales. Las instituciones de beneficencia se ligaron a instituciones religiosas, creadas durante el siglo XVI, para albergar y cuidar de niños que no contaban con algún adulto que asegurara su supervivencia. Debido a la secularización en las prácticas de atención, el Estado sustituyó las funciones de estas instituciones religiosas y creó los asilos u hospicios, cuyo fin era dar casa, vestido y alimento a los niños en desgracia. Las que se encargaban del cuidado de los niños eran celadoras o religiosas, las cuales procuraban su bienestar, alejándolos del peligro, a la par que se encargaban de bordar, hilar o coser (Campos, 2013). Entre 1769 y 1770, se crearon las salas de asilo en Francia; estas instituciones agregaron la idea de educar a los niños: “las principales actividades formativas en las escuelas de asilo eran el juego, el canto, la oración y tareas manuales sencillas” (Campos, 2013, p. 37).
Las guarderías para madres trabajadoras fueron creadas en el siglo XIX, antes de la expulsión de las mujeres de las fábricas (como mencionamos anteriormente, esto se produce aproximadamente en 1860). El primer proyecto llevado a cabo en este sentido fue creado por Robert Owens en 1816 (Campos, 2013). La idea de estas guarderías era apoyar a las madres con la finalidad de que no se ausentaran de sus trabajos debido a la necesidad de atender a sus hijos, pues esto ocasionaba retrasos y pérdidas a la empresa. El modelo tuvo éxito y se popularizó rápidamente en Inglaterra. En Francia, hacia 1826, las salas de asilo se fueron transformando y aparecieron nuevas en los barrios pobres, aceptando no sólo a niños huérfanos sino a hijos de madres obreras. En España, entre los siglos XVIII y XIX, surgió una institución llamada “amiga”, la cual era administrada por una mujer muy pobre que, por un módico pago, cuidaba a los niños de madres que tenían que salir a trabajar; las “amigas” se ocupaban de las tareas domésticas y, si su cultura lo permitía, enseñaban a leer y escribir también (Campos, 2013).
Para finales del siglo XIX y comienzos del XX, surgió la sección de párvulos en las escuelas elementales. Es en este periodo que los alumnos empezaron a ser agrupados por edades; poco a poco, además, comenzaron a ganar terreno las pruebas que permitían clasificar a los niños por sus aptitudes y logros; esto hizo surgir una separación entre educación preescolar y primaria. Ahora bien, uno de los pedagogos más influyentes en la idea de lo que debía ser enseñado en preescolar fue Federico Froebel; en 1817 abrió el Instituto Educacional de Keilhau, en Alemania, donde se desarrollaron y maduraron sus ideas pedagógicas. Los pilares de la metodología de Froebel son la disciplina, la libertad, el juego y el trabajo, en los que se mezclaban elementos místicos; se incorporaban también juegos gimnásticos y cantos que buscaban estimular el desarrollo físico. Se buscaba, además, desarrollar el lenguaje de los niños, así como su curiosidad y otras nociones sociales como la idea de la propiedad, el respeto por la ajena y el amor por la naturaleza (Campos, 2013).
En 1843 Froebel publicó Cantos de la madre, que contenía canciones acompañadas de mímica e iba dirigido a madres y educadoras; la obra buscaba ser un apoyo en el desarrollo del lenguaje de los niños. En 1850 escribió la “Carta abierta a las mujeres solteras y casadas alemanas”, logrando con esto que muchas mujeres se interesaran y adhirieran a las ideas expuestas aquí, y consiguiendo una exaltación de la participación de la mujer en el cuidado y la crianza de los niños (Campos, 2013).
En Estados Unidos, el sistema froebeliano se fue modificando, aunque ciertos elementos permanecieron: “la enseñanza y aprendizaje centrados en el niño, la tendencia hacia la libertad y expresión creativa, el papel indiscutible como primera institución socializadora y su fuerte influencia social en la comunidad, así como las características maternales de la educadora” (Campos. 2013, p. 71). En 1860, Elizabeth Peabody, refugiada alemana, fundó el primer kindergarten privado. En los siguientes veinte años, surgieron más instituciones de este tipo, dirigidas especialmente a las clases media y alta. Algunos filántropos, al ver los buenos resultados de los kindergártenes, financiaron proyectos dirigidos a las clases pobres; en 1873, se abrió el primer kindergarten público en Saint Luis Missouri. Durante 1890 las universidades privadas comenzaron a ofrecer cursos de capacitación dirigidos a mujeres para incorporarlas a los jardines de niños; estos cursos podían durar de seis meses a un año; como requisitos de ingreso se pedía:
[...] buena salud, finos modales, posesión de un verdadero carácter cristiano, cariño hacia los niños y acreditar además los conocimientos de educación secundaria o equivalente, amplia cultura general, capacidad para cantar, tener dieciocho años por lo menos, además de presentar una carta de recomendación sobre su rendimiento escolar y su carácter moral expedida por la directora de la escuela de procedencia y por el clérigo de su pueblo o comunidad. (Campos, 2013, p. 69)
De esta forma, tanto en Alemania, en sus inicios, como en Estados Unidos, la idea del kindergarten estuvo asociada fuertemente con la estructura que produce el género. A través de las diferentes instituciones que fueron sentando las bases del preescolar —las de asistencia, las relacionadas con las prestaciones laborales de las mujeres trabajadoras y las secciones de párvulos en escuelas elementales—, podemos darnos cuenta de que la función del cuidado se mantiene, adquiriendo formas y manifestaciones específicas en cada época, desde la forma religiosa en los hospicios con la figura de la monja hasta la forma pedagógica con su velo científico, que cristaliza en la figura de la educadora.
Entonces, “así como la representación de la mujer estaba fuertemente asociada a la maternidad, la representación de los párvulos estaba ligada a la madre. Ambos conformaban una entidad única” (Campos, 2013, p. 79). La dupla madre e hijo funciona como un eje articulador que sostiene las relaciones de género; a través de ella es posible, por un lado, justificar el desplazamiento de la figura de la madre a la educadora, pues, en tanto la maternidad se piensa como una función esencial e inscrita en la naturaleza de la mujer, todas pueden cumplir este rol. Por otro lado, también es posible imponer ciertos comportamientos a la madre/educadora en aras del bienestar de los niños —esto sigue funcionando como un discurso de control—; tal como lo hemos visto, se exige un determinado comportamiento moral que no deja de estar vinculado al ámbito religioso, así como habilidades de canto y un alto rendimiento escolar.
En México la situación general no difiere del todo de lo que hemos expuesto hasta aquí. Durante la época porfirista, la situación de los grupos familiares era inestable debido a la urbanización y a las migraciones del campo a la ciudad. El matrimonio como institución era una creación reciente y hasta cierto punto costosa, por lo cual sólo las clases altas llevaban a cabo esta práctica; además, el uso del registro civil no era muy acostumbrado en la época. Debido a estas situaciones, se presentaban los dobles matrimonios o el abandono de la primera familia por parte de los hombres para crear una segunda en otro estado de la república mexicana; también se acostumbraba el aparejamiento sin una mediación civil (Ramos, 2006).
A pesar de esto, el código civil de 1870 definía claramente los derechos y atribuciones conyugales. La mujer “perdía parte de su capacidad de representación jurídica y quedaba reducida prácticamente a la condición de menor de edad, salvo cuando se le seguía juicio criminal o pleito con el propio marido” (Ramos, 2006, p. 149). El marido se convertía en el representante legal que respondía por la esposa, además de ser el administrador de los bienes de su cónyuge. Tenía la obligación de dar alimento y de proteger a su esposa; a cambio, ella le debía obediencia “así en lo doméstico como en la educación de los hijos y la administración de los bienes” (Ramos, 2006, p. 149).
Si bien esto aplicaba en gran medida para las mujeres burguesas, las proletarias no quedaban exentas de las reglas del género:
[...] para la mujer trabajadora, la empleada doméstica, la artesana, la obrera, la empleada de comercio, la telegrafista, la maestra, mujeres todas cuyo número crecía irreversiblemente, también se propone el mismo código de conducta de fidelidad, abnegación y obediencia al marido que a sus congéneres burguesas, pero el mensaje es más complejo y sus contradicciones son menos evidentes. La mujer trabajadora debe añadir a su docilidad y sumisión personal, la sumisión social. Su pobreza se considera un mal necesario que se puede superar mediante la honradez y el trabajo. Se le propone el ideal de “pobre pero honrada”, y se le impone, además de la mística de lo femenino, la mística del trabajo. (Ramos, 2006, p. 156)
De esta manera, las mujeres que pertenecen a un estrato social bajo se ven atrapadas entre las estructuras del trabajo y del género. Esto implica el cruce de dos opresiones: la de clase y la de género. Ahora bien, el trabajo para las mujeres de esta época podía ser interpretado de dos maneras: como un castigo —tal interpretación procede del cristianismo; aquí el trabajo femenino era entendido como un sacrificio y como una forma de abnegación femenina— o como un instrumento de avance económico. Lo segundo significaba que, mediante el trabajo, la mujer ayudaba a su familia a progresar económicamente; si no estaba casada aún, trabajar aumentaba su valor en el mercado del matrimonio, haciéndola un buen prospecto (Ramos, 2006).
Se consideraba que la mujer de esta época podía desempeñar los trabajos de litógrafa, telegrafista, encuadernadora, mecanógrafa, taquígrafa y cajista, así como trabajos relacionados con el arte. Sin embargo, en su mayoría, desempeñaban trabajos relacionados con las labores domésticas, como sirvientas, cocineras, recamareras y nodrizas. En el ámbito textil, uno de los trabajos que desempeñaban era el de costurera, la cual, con la introducción de la máquina de coser y los procesos de tecnificación, vio reducido su salario. Observamos que los trabajos que comienzan a ocupar las mujeres no hacen más que prolongar las actividades domésticas y de cuidado a la esfera laboral (Ramos, 2006).
Es importante mencionar también que, en esta época, los discursos de la maternidad cobraron auge en el contexto mexicano debido a las altas tasas de mortalidad infantil, sobre todo en la Ciudad de México. Los periódicos enumeraban diferentes causas; “al mismo tiempo, esos mismos diarios reiteraban los beneficios de la maternidad, sus virtudes y conveniencias” (Ramos, 2006, p. 151). Si bien es cierto que estos discursos fueron impulsados por la burguesía (de corte terrateniente o burocrático), las clases bajas también empezaron a ser presionadas en este sentido (Ramos, 2006). Así, la mujer tenía que responsabilizarse de los cuidados domésticos, el cuidado de los hijos y la explotación laboral. Durante la primera mitad el siglo XIX, el tema de la educación de la mujer muestra diferentes aristas; las mujeres de clase baja tienen poco acceso a ella a través de conventos y escuelas subsidiadas por los ayuntamientos. Los conventos enseñaban a leer, escribir, bordar y coser lienzo fino, así como elementos de moral religiosa. Alrededor de 1830, había un total de cincuenta y ocho conventos en la república. Muchos de ellos no contaban con escuelas; por ejemplo, en el centro del país, el arzobispado de México sólo contaba con tres, a las cuales asistían alrededor de mil niñas. La más representativa de estas escuelas se denominaba la Nueva Enseñanza; encaminaba a sus estudiantes a ser madres de familia o trabajadoras domésticas cristianas: “El convento buscó el subsidio del gobierno para entrenar las ‘sirvientas útiles que tanto escasean en las casas para los oficios de cocina, lavado de ropa y aseo de recamara’” (Staples, 2013, p. 125).
Antes de 1850, ninguna escuela de educación superior permitía el ingreso a las mujeres, por lo que la única forma de continuar con los estudios era a través de maestros particulares. Como ya hemos mencionado anteriormente, esto difería un poco para las clases altas: “los políticos más progresistas tenían como meta preparar a la mujer ‘para educar a sus hijos, ser compañera del marido, no aburrirse en tertulias cuando hablan de cosas serias, y saber conservar y agrandar la fortuna del marido’” (Staples, 2013, p. 123). Hasta donde se sabe, durante la primera mitad del siglo XIX, las mujeres en México sólo podían acceder a los títulos de partera y de maestra de primeras letras (Staples, 2013).
En el caso de las maestras, podemos percatarnos del cruce entre la mística de lo femenino y la del trabajo. Tal como en España y Francia, en México fueron las monjas quienes primero se dedicaron a cuidar a los niños y a enseñarles algo de lectura y escritura. Después, en el siglo XVIII, emergió la figura de las “amigas”, que se mantuvo hasta mediados del XIX; éstas se encargaban de niños pequeños o de niñas y muchachas “en un ambiente doméstico que era generalmente extensión de su propia casa. Carecían de formación pedagógica y apenas contaban con los rudimentos de las lectura, escritura, catecismo y bordado” (López, 2006, p. 10).
Posteriormente, aparecieron las preceptoras y normalistas, quienes eran formadas por las escuelas lancasterianas o por las Normales. Su salario era pagado por el Estado y, hasta 1905, sólo podían enseñar a niños de su mismo “género” (López, 2006). Una de las primeras escuelas Normales en recibir mujeres fue la de Jalapa, que abrió en 1887 y a la que dos años después se inscribió la primera alumna (Loyo y Staples, 2012). Por esta época, también se consideraba que la educación secundaria era suficiente para convertir a las mujeres en maestras. Así, “en 1890, la Secundaria para Niñas, que impartía materias aisladas, artes, oficios, idiomas y pedagogía, se convirtió en la Normal de Maestras y sufrió una reducción de sus años de estudio” (Loyo y Staples, 2012, p. 134); sin embargo, la Normal de México aceptó sólo varones hasta el año de 1924.
Durante el periodo del porfiriato, la educación se volvió un tema central para la política, pues se consideraba que a través de ésta se conseguirían tanto el orden como el progreso de la Nación. El Congreso Higiénico Pedagógico anunció durante el gobierno de Porfirio Diaz que “el niño se convertirá en objeto principal de la preocupación de los educadores” (Loyo y Staples, 2012, p. 129). Durante este nuevo auge educativo que critica las prácticas lancasterianas y la memorización, surgieron las primeras escuelas de párvulos; en 1880 se aprobó la creación de una escuela para niños menores de seis años, que se concretó en 1881 con la apertura de la Escuela de Párvulos número 1. Ésta estaba dirigida a la clase obrera, “subsanando la falta de cuidado y educación materna de los niños (de entre 3 y 6 años) cuyas madres trabajaban en las nuevas y recientes fabricas que las empleaban” (Ortiz y Rodríguez, 2020, p. 52). En el periodo que va de 1881 a 1887, se establecieron ocho escuelas en el país: cuatro en San Luis Potosí, una en Veracruz y tres en la Ciudad de México. A principios del siglo XX, las escuelas de párvulos modificaron su nombre por el de kindergarten al incorporar las bases pedagógicas del modelo alemán instaurado por Froebel. Para 1905, en la Ciudad de México, había nueve kínderes; en ellos sólo trabajaban maestras, también conocidas en esa época como “educadoras de párvulos” (Ortiz y Rodríguez, 2020).
En la primera mitad del siglo XX, en el periodo de 1905 a 1933, se dio lo que se conoce como la feminización de la educación en México: “En 1900, al parecer, 91 % de los estudiantes de normal en el país eran mujeres. En 1907, de los 15 525 profesores, sólo el 23 % eran varones” (Loyo y Staples, 2012, pp. 135-136). Este cambio se debió, por un lado, a las ideas de Pestalozzi que planteaban como necesario el trabajo femenino en la educación y, por otro, a que
Ministros e intelectuales mexicanos, como Justo Sierra y Jesús Díaz Covarrubias, compartían estas ideas y especialmente confiaban en que la copia del modelo estadounidense de feminización del magisterio podría funcionar en México. De esta manera, el fenómeno de expansión de la escuela pública se alimentó de las mujeres, cada vez más calificadas, con salarios menores a los de los varones. Se trataba de un fenómeno de feminización del magisterio de educación básica diseñado y auspiciado por el Estado con base en el discurso de la natural disposición de las mujeres para el cuidado de niños. (López, 2006, p.12)
Es necesario resaltar que, también dentro del pensamiento de Froebel, se encontraba inmersa la idea de que las mujeres eran las más adecuadas para el cuidado y la formación de los niños (Loyo y Staples, 2012; Abbagnano y Visalberghi, 2014). Bajo esta idea, “la corrección y buena reputación de las maestras de párvulos debía mantenerse no sólo en la escuela sino en todos los actos de su vida y la entrega a la labor docente, a los niñitos que formaban, tenía que ser de tiempo completo” (Campos, 2013, p. 304). La educadora/madre/trabajadora era una figura nueva que buscaba engullir todos los espacios de la vida de una mujer. De esta manera, tanto el magisterio como las escuelas funcionaban bajo la división del trabajo sexual que hemos explicado más arriba (James, 2023). Sin embargo, como hemos mostrado, la configuración que se crea es singular.
La educadora se diferencia de la obrera, de la costurera o de la sirvienta. La obrera reúne lo que Ramos (2022) denomina la mística del trabajo y la mística de lo femenino. Dentro de la mística del trabajo encontramos la cuestión de la clase social, que obliga a la mujer de este estrato a trabajar, sin dejar de lado su papel en casa. En las figuras de la costurera y la sirvienta se ve claramente la proyección de las labores del hogar al ámbito de trabajo, sin desaparecer aquí la cuestión de clase. Sin embargo, el papel de la educadora parece reunir elementos de la obrera, la costurera y la sirvienta —la cuestión de clase, el cruce entre la mística de lo femenino y del trabajo, la proyección de las labores del hogar al ámbito laboral—, sumados a una exigencia moral y a una hipervigilancia de todos los ámbitos de su vida privada.
Si bien es cierto que hay una feminización del trabajo en la educación básica, esto se siente con mayor fuerza en la educación inicial (Torres, 1998). A la maestra de preescolar se le asocia con la cuestión afectiva, y se traspone su trabajo profesional con cuestiones maternales y de cuidado. Así, detrás de la figura de la maestra, se esconde la figura de la madre, pues se tiende a considerar que las actitudes de cuidado son innatas a las mujeres. Además, esto se justifica a lo largo del tiempo con diferentes explicaciones naturalistas —entre ellas las teorías del apego—, ya que muchas consideran que la madre es el vínculo más importante en las primeras etapas de los niños: al no poder estar presente la madre, otra mujer podría sustituirla por tener las mismas predisposiciones que la primera (Torres, 1988).
Podemos ver cómo históricamente se van conjugando varios elementos en torno al preescolar y a la educadora: elementos políticos y de cambios en las instituciones, situaciones de reconfiguración federal y de transformación en los espacios sociales que pueden ocupar las mujeres. De esta manera, creemos encontrar en este periodo histórico el cruce entre trabajo, familia, educación y las reglas de género. La forma en la que estos ámbitos se van entretejiendo para configurar significados y prácticas, no sólo del ámbito magisterial, sino de lo que hoy en día conocemos como el preescolar, es sumamente interesante. Habría que preguntarnos si las cifras que hemos mostrado al principio se encuentran determinadas por este origen. ¿Es que acaso los mismos significados que encontramos en el pasado se siguen reproduciendo en el presente? ¿Se han transformado y ya nada tienen en común con la emergencia del preescolar?
Habría que preguntarnos también si el trabajo que representaba la figura de la educadora puede ser leído no sólo como una forma que ejercía opresión, sino también como un medio que permitía a las mujeres de esta época salir del espacio del hogar, el cual estaba tan bien delimitado. ¿Táctica de movilidad social o la misma forma de poder que oprime, jerarquiza y trabaja desde las sombras? ¿Dominio absoluto sobre el cuerpo o espacio donde las mujeres desplegaban estrategias para afrontar su vida cotidiana de otra manera?
Es importante reflexionar acerca de las situaciones que constriñen y empujan a sujetos sociales a tomar ciertas posiciones dentro del campo social; también es necesario tomar en cuenta las tácticas que estos sujetos utilizan para hacer frente a las situaciones cotidianas y a las presiones estructurales en las cuales se encuentran inmersos. Consideramos que es imprescindible profundizar en las situaciones que impulsan a las y los estudiantes a elegir una carrea asociada con el trabajo con niños, no sólo tomando en cuenta los elementos estructurales sino también la forma en la que los sujetos configuran su decisión haciendo frente a los primeros. En el caso que mostramos de los y las estudiantes de la UPN unidad 171, que son el punto central de esta reflexión, es necesario rescatar sus voces, indagar si las mismas situaciones y los significados que producen las normas de género y la división sexual del trabajo los impulsan a elegir su carrera.
A partir de lo desarrollado en los apartados previos, podemos concluir que la división sexual del trabajo sigue presente en nuestros días. Las reglas que produce el género y que se ven reflejadas en las diferencias estructurales de lo masculino y lo femenino siguen reproduciéndose en las carreas asociadas al cuidado de niños. En su forma particular, estos datos se cristalizan en el caso que hemos presentado de la UPN unidad 171, sede Galeana.
La división sexual del trabajo no es un fenómeno reciente; se ha construido a partir de procesos histórico-sociales. La emergencia histórica de la figura de la maestra de preescolar nos parece interesante, pues en ella se mezclan situaciones específicas que en su origen hacen que su posición se enfrente con opresiones que no necesariamente se presentan en otras figuras que hemos discutido aquí, tales como la obrera, la sirvienta o la mujer de clase burguesa. Además, a través de esta figura, podemos comprender cómo se van articulando diferentes elementos para configurar la relación de la educación, de la maestra de preescolar y del cuidado de los niños. Es necesario recuperar las voces de las mujeres que eligen y que cursan una carrera asociada con el cuidado infantil para ver hasta qué punto estos significados siguen presentes y se asocian con las cifras que hemos presentado; analizar en qué forma sigue vigente la división sexual del trabajo, mediante qué significados y prácticas se sostiene.
A partir de este pequeño análisis, se hace imperante impulsar líneas de investigación que indaguen y profundicen sobre el tema, especialmente sobre las opresiones concretas que sufren las y los estudiantes de manera cotidiana. Para poder comprender la forma en la que un sujeto llega a elegir una carrera asociada con el preescolar y con el cuidado de los niños, es importante tomar en cuenta las trayectorias escolares y de vida. Es necesario también impulsar líneas de investigación genealógicas que nos permitan comprender específicamente cómo se han consolidado estos significados en otras carreras. Es fundamental continuar con los esfuerzos para modificar las prácticas, los discursos y los entornos educativos, además de implementar políticas que tengan efectos profundos en las estructuras sociales.