Dossier
Recepción: 15 Mayo 2023
Aprobación: 03 Octubre 2023
Publicación: 31 Diciembre 2023
DOI: https://doi.org/10.48102/if.2023.v3.n2.302
Resumen: Este ensayo a cuatro voces tiene como objetivo exponer interrogantes y retos metodológicos compartidos por quienes aquí escriben, en su camino por el estudio del cuerpo, las sensibilidades, los afectos y las emociones. Con el fin de poner en contexto estas preocupaciones, así como las estrategias metodológicas seguidas por cada unx, se presentan brevemente nuestras trayectorias personales y disciplinares, el modo en el que ingresamos a nuestros campos de estudio, las herramientas de las que nos hemos ido apropiando y, en ese marco, el modo en el que la dimensión corpóreo-sensorial-afectiva ha estado presente en nuestras investigaciones, no sólo como objeto de estudio, sino como medio de conocimiento y vía desde el cual afectamos y nos dejamos afectar por otrxs, dentro de procesos de conocimiento en los que, mientras investigamos, estamos también sintiendo. El texto concluye con una exposición sumaria de las cuatro estrategias de investigación empleadas en nuestros trabajos, destacando sus elementos en común, su potencial metodológico y el modo en el que su uso ilumina o produce interrogantes en el plano teórico: 1) diario de campo encarnado, 2) autoetnografía afectiva, 3) relato teórico y 4) lectura en clave afectiva.
Palabras clave: Reflexividad metodológica, emociones, afectos, sensibilidad, cuerpo.
Abstract: This essay, narrated in four voices, aims to expose questions and methodological challenges shared by those who write here, on our way through the study of the body, sensibilities, affections, and emotions. In order to put these concerns in context, as well as the methodological strategies followed by each one, our personal and disciplinary trajectories are briefly presented. It is also presented the way we entered in our fields of study, the tools that we have appropriated and, within this framework, the way in which the corporeal-sensory-affective dimension has been present in our research, not only as an object of study, but as a way of knowledge and a pathway from which we affect others and also we have been affected by others, within processes of knowledge in which, while we investigate, we are also feeling. The text concludes with a summary exposition of four research strategies used in our work, highlighting their common elements, their methodological potential, and the way in which their use illuminates or raises questions on theoretical level: 1) embodied fieldwork diary, 2) affective autoethnography, 3) theoretical narration and 4) affective key reading.
Keywords: Methodological reflexivity, emotions, affections, sensitivity, body.
Introducción
En la elaboración de este texto nos reúnen preocupaciones metodológicas compartidas en torno al estudio social de las emociones, los afectos, las sensibilidades y el cuerpo,[2]que nos llevan a delinear preguntas en torno a las implicaciones metodológicas del “giro afectivo” operado en las últimas décadas dentro de las ciencias sociales (Clough, 2008; Lara y Enciso, 2013); particularmente, en lo referente a considerar el cuerpo, los afectos y las emociones, más que como simples objetos de estudio, como medios heurísticos de conocimiento (Ruíz y García, 2018; Sabido, 2010).
Este presupuesto conlleva importantes implicaciones epistemológicas, situadas a contracorriente de posiciones tradicionalmente instituidas en el ámbito de las ciencias sociales, entre las que se encuentran la consideración del conocimiento como un producto estrictamente racional y desapasionado, y el valor de la objetividad, establecido a partir de la separación de las emociones del investigadorx mediante un imperativo de neutralidad ética y afectiva con respecto a sus objetos de estudio (Ariza, 2016, 2020).
En este ámbito, cobran sentido para nosotrxs las siguientes preguntas: ¿cómo llevar a cabo el registro de la vida emocional o sensible?, ¿cómo convertir el cuerpo, la sensibilidad y las emociones en dispositivos de trabajo heurístico?, ¿es posible articular las consecuencias del giro afectivo con estrategias de investigación que suponen el uso predominante de la textualidad?, ¿puede comprenderse la emoción desde otros registros? y ¿hasta qué punto y con qué límites? Nuestro interés en este diálogo se centra en reflexionar, a partir de nuestras propias experiencias de trabajo y ante la necesidad de inventiva metodológica en este campo, sobre otras formas para la construcción de estrategias de investigación.
A fin de contextualizar nuestra reflexión, un vistazo general a las investigaciones realizadas en el ámbito de las emociones revela importantes desarrollos, con diversas implicaciones epistemológicas a lo largo del tiempo (Sedgwick y Adam, 2003; Wetherell, 2012). Por un lado, se evidencia la presencia, de muy larga data, de una arraigada tradición tendiente a describir la vida emocional a partir de referencias corpóreo-sensoriales, asumidas como indicadores empíricos de objetividad colocados en el cuerpo, entendido desde su dimensión psico-biológica, pero con escasas referencias a sus determinantes sociales. En este ámbito, destacan los estudios realizados desde el campo de la psicología y las neurociencias (García y Sabido, 2014). Por otro lado, este tipo de orientación temática y disciplinar se asocia a un desarrollo tardío del interés por el estudio de las emociones en el campo de las ciencias sociales, que se hizo presente hasta fines del siglo pasado, con la constitución de la sociología de las emociones como campo específico de estudio hacia la década de los ochenta y, posteriormente, con la emergencia del giro afectivo hacia mediados de los años noventa (Abramowski y Canevaro, 2017; Jasper, 2012).
Como resultado del desarrollo antes descrito, se evidencia en el plano metodológico un uso extensivo de estrategias sobre todo de corte cualitativo, así como una aplicación variada de recursos técnicos para el estudio de las emociones. En este sentido, es habitual la aplicación de herramientas procedentes de la investigación fenomenológica como vía para acceder a la dimensión experiencial de los actores, así como de la etnometodología, el análisis del discurso y el análisis de contenido, asumidos como estrategias en la búsqueda del sentido asignado por los actores a las emociones vividas (Jasper, 2012). En ese plano, es notoria la incorporación de la etnografía, así como de las modalidades de investigación participativa y de investigación-acción como vías para propiciar procesos de corresponsabilidad, co-investigación, horizontalidad y multivocalidad afectiva. Todas estas vías se sitúan, preferentemente, de acuerdo con sus premisas epistemológicas, en el marco de las tradiciones hermenéuticas de sentido y los aportes del giro lingüístico y cultural en las ciencias sociales, producidas desde los años sesenta y setenta del siglo pasado y mantenidas aún como referentes de investigación (Gould, 2004; Jasper, 2012).
En esta misma línea de interés temático, pero en un sentido más radical derivado del impulso propiciado por la emergencia del giro afectivo dentro de las ciencias sociales, propuestas como la etnografía enactiva, la sociología y antropología encarnadas han desarrollado, desde principios de este siglo, estrategias para incorporar el cuerpo y las emociones como herramientas y medios de conocimiento (Massumi, 2002; Clough, 2008). Desde ellas se amplía la noción hermenéutica de sentido, a la vez que se problematiza su tradicional comprensión, limitada a una lógica de racionalidad estratégica. A través de estas nuevas perspectivas, el sentido es asumido en su dimensión “práctica”, reconociendo su carácter preconsciente y prerreflexivo, aunque siempre configurado socioculturalmente (Anderson, 2009; Ahmed, 2015; Slaby y Scheve, 2019).
Estas alternativas de aproximación metodológica también encuentran articulación con perspectivas analíticas de corte decolonial, intercultural e interseccional mediante la consigna referida a que “sabemos también cuando sentimos”, lo que constituye una crítica frontal a la división tajante entre razón y emoción, a la vez que una defensa del conocimiento situado (López, 2015; Solana y Vacarezza, 2020). Premisas ambas derivadas de la epistemología y prácticas de investigación feminista que incorporan, junto con la noción de subjetividad, las nociones de implicación y compromiso político como elementos indisociables del proceso de investigación y construcción de conocimientos (López, 2015, p. 11).
Es en este marco en el que exponemos brevemente nuestros propios acercamientos al estudio de la dimensión emocional. En medio de nuestras singularidades, hay modos en común de concebirnos como investigadorxs, pero también formas diversas que se encuentran mediadas por aquello que nos mueve sensitiva y corporalmente al enfrentar el ejercicio investigativo y por las formas sensibles de las historias con las que trabajamos. La metodología, entendida desde una forma amplia, tiene que ver con cómo, desde lo que sentimos, traducimos a los sujetos que nos acompañan y su realidad —aunque en esa traducción hay cosas que se pierden o quedan sin poder ser verbalizadas—, pero también nos entendemos y traducimos a nosotros mismos.
Finalmente, al traducirnos y mostrarnos en este texto compartido, reafirmamos la intención de convertir en práctica el abordaje de nuestras sensibilidades en la investigación y de asumir el desafío de hacerlo ante reglas sentimentales y corporales del campo académico —en el sentido originalmente señalado por Hochschild (1979, 1983)—. Traducirnos significa, entonces, para quienes aquí escriben, encontrarnos en metodologías a través de las que emerge lo profundo de nuestras experiencias y abordar abiertamente las cuestiones problemáticas de ese acto; aquéllas que se nos presentan como limitaciones, como resultado de exploraciones inconclusas. En este sentido, asumimos este ejercicio como una práctica de autovigilancia y reflexividad, pero también como un esfuerzo dirigido a compartir experiencias y estrategias de trabajo.
Dicho esto, nos encontramos y hablamos aquí: 1) Cristina, una antropóloga errante centrada en el estudio de lo religioso a través de la participación femenina en agrupaciones protestantes-evangélicas; el género y las disidencias sexo-genéricas; el cuerpo y las emociones como fuente de lucha y empoderamiento 2) Miriela, una socióloga que ha encontrado en el estudio del metal extremo en Cuba —y más ampliamente en la sociología de la música y del arte— un camino de aproximación a la dimensión emocional; 3) Victoria, una anfibia disciplinar (ver página 30) que reflexiona en torno a las experiencias subjetivas del proceso salud/enfermedad/atención/cuidado y el estudio del feminismo como movimiento político de cuidados emocionales; 4) Juan Pablo, un sociólogo que recurre a la teoría, principalmente durkheimiana y bourdieuana, para releer a los clásicos de su disciplina en clave afectiva.
Este texto está escrito de manera asíncrona, pero en permanente diálogo. Si bien esta forma de trabajo no es novedosa (véase Moscoso y Varela-Huerta, 2021; Parrini et al., 2021), decidimos explicitarla porque consideramos que, al hacerlo, trabajando en modo de conversación diferida, intercalando opiniones, dudas, discrepancias y alguna que otra certeza, podemos ofrecer también otras formas para direccionar debates y construir procesos de reflexión más horizontales a partir de preguntas que nos mueven en colectivo.
La estrategia seguida en su escritura la decidimos una vez que realizamos un primer borrador. Primero, formulamos una serie de preguntas encaminadas a explorar cómo hemos enfrentado metodológicamente el estudio de las emociones desde nuestro quehacer investigativo.[3] El ejercicio resultó fructífero. Gracias a él, caímos en cuenta de que nuestra forma de escritura era variada, así como la persona gramatical a partir de la cual nos posicionábamos. También fue notoria la influencia de nuestras distintas disciplinas en la forma de plantarnos narrativa y metodológicamente. Así, con toda esa variedad de formas, experiencias y temas, nos dimos a la tarea de leernos a través de ese primer borrador. Luego de ello, nos reunimos y eso nos permitió dibujar nuevos horizontes de diálogo para tejer el texto que ahora compartimos, el cual se construyó usando diferentes plataformas para escribir en diferido; comentándonos, alentándonos, acuerpándonos para escribir a la distancia. Luego de ese tercer momento, hubo una última reunión para cerrar nuestra charla, la cual es utilizada en diferentes momentos para ilustrar este diálogo metodológico.
En lo que sigue, exponemos nuestras inquietudes a través de cuatro capas que esperamos nos permitan mostrar de manera holística el papel de las emociones en lo social y las formas en las que las construimos como elemento de análisis, pero también como parte esencial de nuestra existencia. Organizamos este desarrollo en dos grandes momentos: en el inicio abordamos las dos primeras capas; en el segundo, retomamos las dos últimas. La primera capa tiene que ver con nuestro acercamiento personal al mundo de las emociones; la segunda, con nuestro locus enunciativo —vamos de la primera persona del singular a la tercera persona del plural o del plural inclusivo al plural femenino porque consideramos que cada una de esas fases está rodeada por un pensamiento-hacer colectivo que está atravesado por el género, nuestras trayectorias de vida y nuestra formación—; la tercera, con nuestra formación y acercamiento disciplinario, y la cuarta, con la construcción temática de la emoción como objeto de estudio.
A lo largo de este diálogo compartimos los caminos metodológicos a los que hemos llegado en un campo prácticamente nuevo como es el del estudio de las emociones: 1) el diario de campo encarnado, 2) la autoetnografía afectiva, 3) el relato teórico y 4) la lectura en clave afectiva. Finalizamos el texto con una breve reflexión en la que, en un afán propositivo, mostramos los puentes que cruzamos para romper fronteras y encontrar modos compartidos de reflexión. Con todo ello, nuestro objetivo último es mostrar las distintas maneras en las que construimos y ordenamos los datos a analizar y cómo, a pesar de las diferencias, configuramos una visión conjunta que busca fortalecer nuestros propios trabajos y, sobre todo, aportar también pistas a otrxs.
1. Trayectorias personales y estrategias de aproximación al estudio de las emociones
El gesto político y académico de hablar a cuatro voces y escribir a ocho manos ha radicado, quizás, en tomar la decisión de apropiarnos de algunos cuestionamientos generales del campo para encontrar fisuras, proponer miradas y escribir en compañía. Quienes aquí escribimos seguimos bordeando el estudio de lo emocional y, desde este texto en el que hablamos en voz alta y conspiramos juntxs, dejándonos afectar por nuestras experiencias —que ahora nos son compartidas—, queremos contarles cómo llegamos al estudio de lo emocional y cómo construimos nuestros particulares y diversos objetos de estudio. En espera de que este ejercicio resulte útil, sírvanse acompañarnos y tomar con libertad lo que les parezca significativo. Acá nuestras voces y letras.
Cristina: Pienso en el tope de cuartillas que nos hemos autoimpuesto y mi cabeza intenta ir rápido para reestructurar el primer texto que escribimos, a partir del cual surgió esta idea de escribir de manera asíncrona. Insisto. No se llega por casualidad al estudio de las emociones; somos materialidad encarnada, “carne” emocional. Nuestra experiencia vivida es el hilo conductor, ¿no creen? Soy —eso elegí— de San Cristóbal de las Casas, Chiapas; hija de Cristina Villatoro, psicóloga, quien desde pequeña me enseñó a “poner atención” a lo que sucedía a mi alrededor y a cobrar conciencia de ello corporal y emocionalmente. Gran parte de mi niñez la pasé en campamentos de refugiadxs ubicados en distintos puntos geográficos, así que “poner atención” y tomar conciencia de ello implicó diversas experiencias que no es posible contar aquí; pero digamos que fui educada y criada de forma explícita desde lo emocional. Como hábito, todo ello solía registrarlo en un pequeño diario. Fue así como la escritura se convirtió en mi forma de dar cuenta del/mi mundo. Desde entonces, es una escritura que surge de esa materialidad encarnada, nunca disociada.
En algún momento, terminé en un grupo de coaching. En ese entonces (años 2000) no eran tan mal vistos como ahora, ¡era todo un boom! Yo aún no había leído a Eva Illouz (2010) y la idea de la “cultura emocional” como propia del capitalismo rapaz, que nos quiere felices y exitosxs con el propósito de seguir produciendo capital, no estaba todavía presente. Pero sí encontraba mucho qué debatir sobre los planteamientos esencialistas que una cierta psicología transmite, porque yo estaba segura de que no todo lo que sucede “está en nuestro interior”; hay procesos como la discriminación, la violencia o el racismo que no pueden reducirse a una sentencia como ésa y yo quería conocer, entender, desde otro lugar, las experiencias y las emociones de las personas. Así que, influenciada también por mi padre, Carlos Zaccagnini, para quien lo religioso ha sido fundamental para entender la dinámica social y política de los distintos territorios geográficos donde, por su trabajo, nos tocó vivir, centré mi atención y comencé a estudiar las conversiones religiosas al protestantismo en Guanajuato.
Entre las causas de conversión que las personas señalaban, las más frecuentes eran las crisis emocionales —como las llamé en su momento—, las disputas por convertir el cuerpo-pecado a un cuerpo-sagrado y la sanación, así como los procesos de migración (Mazariegos, 2016). En ese momento no contaba con todo el aparato teórico-conceptual que existe ahora para el estudio de las emociones desde la antropología y otras ciencias sociales (Sirimarco y Spivak, 2018; Ariza, 2021; Jacobo y Martínez-Moreno, 2022; Garzón y López, 2023, y muchxs más), desde el cual hoy me planto como una antropóloga que quiere seguir descubriendo y conociendo cómo opera la dimensión afectiva en los procesos políticos y sociales.
En realidad, esto no era algo que se enseñara, al menos no en las universidades fuera de la Ciudad de México. Sin embargo, sí conté con un director de tesis que, como forma de construcción del objeto-sujeto de investigación, me pidió que escribiera mi experiencia personal y cómo ésta se vinculaba con mi tema de estudio. Fue la primera vez que, formalmente, redacté una suerte de autoetnografía para entender y explicar a otrxs cómo llegué al estudio de protestantes-evangélicos en un contexto como el del Bajío mexicano, donde han sido históricamente discriminados y excluidos.
Así fue como me adentré, periféricamente, en el estudio de las emociones. Me causaba curiosidad la tensión y la contradicción en torno a los significados bipolares sobre el cuerpo que se construían una vez que se llevaba a cabo la conversión religiosa. Para los conversos, era como habitar dos cuerpos (Vargas y Mazariegos, en prensa). ¿Cómo era eso posible? ¿Cómo podían situarse en ambos? ¿Cómo renunciar a alguno, al menos, metafóricamente hablando? En ese momento, tenía claro que no podía hablar de emociones sin hablar desde y con el cuerpo y viceversa (Mazariegos, 2022). Esta cuestión adquirió mayor fuerza al estudiar la participación de las mujeres en la iglesia La Luz del Mundo y la regulación constante sobre sus cuerpos y sus movimientos. Pero ahí guardé silencio; me “despojé” del cuerpo como categoría de estudio. El silencio también es una forma de posicionamiento y de resistencia. La materialidad emocional está, aunque “no esté”.
Quiero resaltar la importancia que tuvo para mí en ese periodo la mancuerna iniciada con Carla Vargas y nuestro recorrido en la búsqueda de talleres y seminarios para poder repensar al cuerpo y las emociones,[4] pues ello amplió nuestra perspectiva, nos permitió conocer más bibliografía y otros trabajos que abordaban las emociones y el cuerpo en su vinculación con distintas temáticas como la migración, la violencia, la salud, la danza y, en nuestro caso, lo religioso-espiritual. Fue durante el desarrollo de la tesis doctoral que el cuerpo y las emociones se hicieron explícitas como eje de análisis transversal, experiencial y metodológico. Al fin rompí el silencio y me sumergí en ese mundo complicado pero fascinante de las emociones y el cuerpo como un “diario de campo encarnado” (Mazariegos, 2022) porque el cuerpo de la investigadora es su filtro del mundo. Pero mejor aquí paro, porque quiero leerlxs.
Miriela: Nuestras experiencias y los términos que usamos en estas narraciones son distintos, pero comparten mucho en esencia. Por lo que cuentan, creo que, al andar y desandar el mundo social que nos ha tocado vivir, nos une el interés por la pregunta eje de esta reflexión compartida: ¿cómo hemos llegado a ser investigadorxs que se preocupan por lo emocional? Y esto parte de haber advertido a lo largo de los años que, como otrxs, en lo que somos y en la manera en la que luchamos por habitar el mundo, tiene importancia el sentir.
Cristina habla de búsquedas espirituales y procesos de conflicto, como los que la conversión genera en determinados contextos. En ese sentido, también nos habla de procesos de crisis con respecto a una “cultura emocional” determinada. Esto me hace pensar en una de las categorías a las que arribo yo en mi tesis doctoral sobre el metal extremo en Cuba: la “antidisposición”, referida a la resistencia construida por los agentes con respecto a una elaboración sentimental que responde al orden estructural. Con ello, puede darse paso (en un sentido bourdieuano) a disposiciones distintas a las convencionalmente esperadas, a partir de una voluntad o deseo de “sentir transgresivo” desde el que puede construirse lo que llamo una “cultura expresiva alternativa”.
Cristina nos habla de las construcciones bipolares del cuerpo al alcanzarse la conversión. Con ello toca el tema del conflicto. Yo también abordo esta temática en la tesis que les menciono. Sin embargo, en este trabajo doy cuenta de cómo, desde el conflicto y la necesidad de solucionarlo, se intenta la sincronización; es decir, una consonancia entre el performance corporal, lo afectivo y las emociones, donde el deseo antidisposicional se materializa, se expresa. En medio de múltiples interacciones, los rockeros que escucharon metal extremo en Cuba y configuraron esta escena entre finales de los ochenta y principios de los noventa se reconocieron y presentaron públicamente sobre todo como metaleros. A través de la estética fuerte y oscura del metal, descontrolada de lo asimilado por el campo musical y social cubanos, y también de lo que más se escuchaba en materia rockera, desarrollaron su “transgresión sensible”, ese fenómeno central que surge en mi estudio y muestra la relación entre lo profundo —aquellas convicciones y emociones experienciales que menos se podían expresar— y prácticas artísticas, estéticas, sociales y corporales anticonvencionales.
Mientras avanzaba en la investigación doctoral, la comprensión de una parte del mundo de los frikis en Cuba, desde lo sensible, fue para mí todo un “despertar”. Como muestra de que me reconocía ya inmersa en el campo de las emociones, no sólo me adentré en la bibliografía sobre cuerpo, afectos y emociones, y me apunté en la clase optativa Orden social y emociones, impartida entonces por el profesor Juan Pablo Vázquez, sino que hurgué más profundamente en mí. Recordé entonces mi conexión con Laurita, el personaje del cineasta cubano Fernando Pérez, en su cinta Madagascar (1994); una joven que, en medio de la crisis económica y espiritual en la Cuba de los noventa, se busca en el heavy metal, en la pintura, en la literatura. Comprendí que la genialidad de este director está en su capacidad de traducirnos desde lo sensible este proceso de búsqueda personal. En ese momento me percaté de lo que esconde la frase “los temas nos escogen”.
Investigamos, como han dicho ustedes, lo que atraviesa sobre todo a nuestra sensibilidad encarnada. Dedicar mi tesis doctoral, pero también la de maestría y otros ejercicios académicos previos a los frikis cubanos y a transgresiones artísticas y musicales, ha tenido que ver con mis propias disposiciones y antidisposiciones estéticas en el contexto cubano; con mi propio camino para hallar un refugio sensible, pero también con mis limitaciones y determinadas angustias e incertidumbres, para las que no había encontrado cauces expresivos. En ese sentido, la sociología de las emociones me ha aportado una perspectiva transformadora.
Dicho esto, debo agregar que, aun cuando me ubico en este último campo, comparto con ustedes la necesidad de superar las disecciones disciplinares construidas alrededor del estudio de lo sensible, corpóreo-afectivo, como consecuencia del modo en que fue surgiendo el estudio de lo emocional en esta parte del mundo; algo que Marina Ariza (2020), con quien veo que también venimos dialogando, señala en las primerísimas páginas de su libro Las emociones en la vida social. Miradas sociológicas. Haber llegado tanto a las emociones como a la performatividad de los metaleros cubanos me coloca junto a ustedes en un camino en el que, más que un campo disciplinar específico, es la realidad (con sus amplias resonancias corpóreo-afectivas) la que está al volante.
Por último, me resuenan las charlas de Victoria y Juan Pablo (sobre las que se hablará más adelante) porque me interesan las preguntas sobre la teoría, los modelos explicativos, las categorías establecidas, las emergentes y ahora también las preguntas referidas a cómo construir teorías desde lo sensible. Entiendo la teoría como la forma en la que nos explicamos el mundo y a partir de la que nos es posible conversar entre nosotrxs y con los sujetos que estudiamos. Por tanto, arribar a teorías o modelos en torno a las emociones me parece que es también un ejercicio de traducción sensible que se devuelve en un trabajo escritural desde el que podamos contar a otrxs y contarnos.
En mi tesis doctoral incorporo en términos teórico-metodológicos la noción de “relato teórico”, entendida como un recurso heurístico y una herramienta de investigación desde la que puse en relación mis presupuestos teóricos con las dimensiones sensibles y afectivas que emergieron de mi trabajo de campo. Como parte de ese proceso, según les contaba antes, terminé nombrando diferentes categorías, entre ellas, las antidisposiciones vinculadas a formas de sentir transgresivo. Esta puesta en relación es, en cierto sentido, un ejercicio de mutua traducción entre el entramado teórico que fui construyendo y su diálogo permanente con el dato construido. Por último, pienso que no es casual que también aquí hayamos decidido charlar. La conversación es un ejercicio sensible. Asimismo, la he vivido en trabajos de campo. Ahora nos ha permitido reflexionar sobre los desafíos en que nos sitúa esta llegada a lo sensible y al mismo tiempo mostrar cómo los asumimos, cuando lo que nos acerca son precisamente las emociones en nuestras prácticas, lo que hemos logrado y lo que puede ser aún motivo de nuevos aprendizajes.
Victoria: Querida Cristina, tus reflexiones me resuenan no sólo aquí, sino desde que por primera vez te escuché en el marco del seminario interdisciplinario “Las emociones de ida y vuelta. El registro etnográfico de la dimensión afectiva en la investigación social”, dirigido por Frida Jacobo y tú, en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM en 2021. Tienes toda la razón: “No se llega por casualidad al estudio de las emociones” y “nuestra experiencia vivida es el hilo conductor”. Qué fundamental es recuperar el valor epistémico de las emociones en nuestros procesos investigativos; no sólo porque en sí mismo es profundamente poderoso mostrarnos más allá de lo académico y posicionarnos afectivamente desde los diferentes espacios en los que somos, estamos, sino porque este ejercicio también rasga y hace fisuras al objetivismo cientificista que nos impone la neutralidad como parámetro de veracidad, que nos establece distancias a cumplir con los sujetos con los que construimos conocimiento y nos limita en el sentir cuando de escribir ciencia se trata. Gracias por recordárnoslo.
Antes de compartirles la forma en la que llegué al estudio de lo emocional, quisiera agradecer a todxs haber aceptado esta invitación para conversar a la distancia, permitiendo que mi voz resuene con la de ustedes y tal vez con la de muchxs más que, al igual que nosotrxs, se interesan por él. En mi caso, y supongo que en el de ustedes también, la dimensión emocional estuvo ausente en mi formación. Estudié sociología y antropología a inicios del presente siglo y no recuerdo haber tenido referentes teóricos o discusiones en el aula que me hablaran del naciente campo. Sin embargo, al igual que ustedes, tampoco el azar me trajo hasta aquí. Ser una investigadora que se preocupa por lo emocional, como dice Miriela, está marcado por mi trayectoria y, en particular, por cuatro momentos específicos de ella.
Desde que tenía quince años y a mi madre y padre les diagnosticaron diabetes mellitus tipo II, supe que el tema marcaría mi vida y necesitaba comprenderlo. Recurrí a la sociología primero y a la antropología médica después para acercarme a las experiencias subjetivas que rodeaban al padecimiento. Desde entonces, parafraseando a Eduardo Menéndez, hice del proceso/salud/enfermedad/atención-cuidado (s/e/a-c) mi objeto de estudio, primero estudiando la experiencia del padecer y después el campo médico. La dimensión emocional apareció por primera vez en mi trabajo de campo de maestría cuando estudiaba un padecimiento que los ch'oles de Tabasco definían como “nervios” (Rojas-Lozano, 2008). En ese momento, realizaba una etnografía y hablar de una “enfermedad” a través de la cual se expresaban no sólo dolencias físicas, sino también emocionales y mentales, me hizo cuestionar un par de cosas, entre ellas, la forma en la que se habían registrado en las etnografías clásicas este tipo de malestares, que han sido definidas por la antropología como síndromes de filiación cultural.
Era mi primera experiencia etnográfica, así que ya se imaginarán: no fue nada sencillo para mí; sobre todo porque aquello implicaba hurgar en experiencias dolorosas, llenas de conflictos y tensiones individuales, familiares y comunitarias. Pero, cuando me encontraba viviendo este proceso y construyendo el modo de conversar con ch'oles sobre los nervios, tuve que salir urgentemente de la comunidad en la que realizaba la investigación porque mi madre había fallecido. En ese momento, obviamente no tuve tiempo de avisar a nadie de mi salida, salvo a la familia con la que me hospedaba; pero, a mi regreso a zona ch'ol, ya era del conocimiento de todos en el ejido y, para mi sorpresa, las personas que no habían querido hablar conmigo ahora se encontraban interesadas en intercambiar sentires. El duelo compartido que viví en ese periodo en Tabasco me ayudó a procesar mi pérdida y también me hizo ver la etnografía como un conjunto de relaciones afectivas (Salazar, 2014); aunque no fui consciente de ello en ese momento, aquel encuentro de subjetividades me hizo situar la emoción como herramienta heurística en un ejercicio posterior al que volví tiempo después (Rojas-Lozano, 2022).
El segundo momento de mi encuentro con lo emocional está dado por el activismo de cuidados que ejerzo por la salud y derechos (no) reproductivos de las mujeres y personas con capacidad de gestar que acompaño a abortar desde 2016, cuando me formé como doula. Este activismo efectivo y afectivo, desde el cual tejo epistemologías del acompañamiento con diferentes colectivas, me ha permitido, además de acompañar a abortar, estudiar el feminismo como movimiento político de cuidados emocionales. Transitar del activismo al acompañamiento como objeto de estudio lo realicé al darle seguimiento a mis primeras inquietudes de la maestría en torno a la etnografía y al interesarme por la dimensión política de la emoción y el proceso de reflexividad colectiva y encarnada que esto conlleva.
Este cruce lo pude realizar a través de un primer ejercicio que titulé: “El acompañamiento: una autoetnografía afectiva del cuidado colectivo entre mujeres”, que desarrollé como producto del seminario con Frida y Cristina. En esta autoetnografía, hice una observación retroprospectiva y participante de mi experiencia de aborto y acompañamiento desde la cual me cuestioné cómo realizar el registro etnográfico de la dimensión afectiva en una investigación encarnada, situada política, ética y afectivamente, donde la investigadora es parte de la investigación. El trabajo emocional y ético de construir objetos de estudio que parten de lo emocionalmente sentido por quien investiga y el impacto emocional de la investigación en la investigadora fue mi siguiente parada reflexiva en mi acercamiento a este campo.
Mi tercer momento se ha construido de la mano de Juan Pablo, con quien me he acercado al estudio de la teoría de la acción y, en particular, a la teoría bourdieuana y a un concepto que nos interpela a ambos: la illusio, que entendemos como la energía emocional que reviste de valor simbólico a objetos considerados prestigiosos y deseables dentro de un campo social y que, en términos aspiracionales, contribuye a definir deseos socialmente configurados por los que los actores realizan inversiones materiales y afectivas, naturalizan lógicas de relación asimétricas e interiorizan formas de dominación articuladas afectivamente con los fines mismos que persiguen (Vázquez, 2022).
Con este concepto trabajé mi investigación doctoral, en la que analicé las prácticas de atención que se ponen en marcha por parte de médicos del primer nivel de atención para ofrecer servicios de salud mental después de la “intención” por parte de nuestro país y de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Organización Panamericana de la Salud (OPS) de deshospitalizar y ofrecer servicios de salud mental en entornos locales (Rojas-Lozano, 2021). La illusio, como orientación emocional de la práctica, me llevó a describir los procesos de cambio e histéresis del habitus médico como parte de la reforma psiquiátrica vivida en México. En este proceso, Juan Pablo ha sido pieza clave para que, como menciona Miriela, me pregunte por cómo “construir teoría desde lo sensible” o, como dice él, para traducir la teoría social en clave afectiva.
Finalmente, el cuarto y último momento de mi arribo al estudio a lo emocional se dio a lo largo de la pandemia. La COVID-19, como ustedes saben, ha presentado desafíos —individuales y colectivos— sin precedentes para la humanidad. El miedo a ser infectado por el SARS-CoV-2 se convirtió en una carga en nuestra vida cotidiana. La falta de conocimiento sobre el virus, su curso, complejidad, inestabilidad y gravedad nos llevaron a reconfigurar nuestras relaciones sociales y, en particular, una fundamental: la del cuidado. Llevada por mi interés por el trabajo de cuidados al que los feminismos me habían introducido, y por la historia de mi familia que vivió pérdidas fundamentales y sufrió la angustia de tener a dos de sus integrantes en área especializada COVID y a otras dos en una situación crítica, pero siendo atendidas desde casa, me interesé por analizar la dimensión emocional presente en las prácticas de cuidado en contextos de riesgo y alta vulnerabilidad.
Cuando hablo de trabajo de cuidados como categoría analítica, me refiero al conjunto de necesidades que hay que satisfacer y que se han invisibilizado por entenderse como algo privado, individual, voluntario, no asalariado y destinado histórica y culturalmente a las mujeres. Trabajo que implica, a través de diferentes acciones cotidianas, cuidar del sostenimiento de la vida en general y del bienestar de las personas en el hogar en lo particular. Pero, para mí, en este contexto de la COVID-19, era fundamental hablar también de la dimensión colectiva y emocional del cuidado a través de dos conceptos medulares dentro de la antropología médica: el autocuidado y la autoatención, dos de las acciones fundamentales que hicieron posible la reducción del contagio y de la letalidad del virus.
Pero dejo este recorrido hasta aquí y me declaro una border del campo, una interesada por la dimensión emocional de lo social que, desde un proceso de reflexividad de largo aliento, se ha interesado sobre el “saber cómo” del registro de la vida emocional y el valor epistémico de las emociones.
Juan Pablo: Quiero agradecer y celebrar la oportunidad de coincidir en este diálogo, queridas colegas. Al igual que Cristina, me preocupa excederme en el espacio, de modo que iré al centro de algunas cuestiones que me parecen fundamentales. Pienso, en primer lugar, si mi condición de género y el camino que he seguido hacia el encuentro con el tema de las emociones —partiendo de la teoría social— no son ya en sí mismos temas para reflexionar, en tanto marcan mi particular lugar de enunciación. Se trata de un lugar que evidencia sus señas específicas: un uso automatizado y mantenido a lo largo del tiempo de la tercera persona del plural en los textos que he desarrollado y un tratamiento un tanto distante e impersonal de lo corporal-afectivo, que sólo ha ido modificándose poco a poco a partir de un esfuerzo sostenido. Estos elementos, me aventuraría a señalar, parecen expresar ciertos resabios de una concepción muy arraigada de la teoría, de lo académico y lo disciplinar, asumidos como proyectos predominantemente racionales, no emotivos y masculinizados.
Con respecto a la configuración de este lugar de enunciación (implícito, no siempre cuestionado, pero siempre operante), me resulta doblemente significativo el postulado de Thomas Scheff (1990, pp. 11-12) sobre el hecho de que, como parte del proyecto racional-moderno, la teoría social expulsó a las emociones (aunque éstas han regresado siempre, de forma implícita y reiterada, por la puerta trasera). En ese sentido, me pregunto si en el plano de la investigación teórico-conceptual en ciencias sociales no tendemos a mantener ciertas reservas ante las emociones: las tratamos como categorías residuales o a lo sumo como objetos inermes a explicar. Rara vez las pensamos regresando reflexivamente sobre nuestros presupuestos para impactar el desarrollo de la propia teoría. La recuperación sistemática de esta posibilidad, dirigida a hacer de las emociones una herramienta heurística y un principio explicativo de lo social, constituye lo que en forma incisiva Eduardo Bericat (2000) ha condensado en su propuesta programática de trabajar con y desde las emociones. Comparto la convicción que ya han subrayado en torno a que lo que investigamos se encuentra atravesado por nuestra sensibilidad y nuestras emociones, aunque debo confesar que, en mi caso, esta conexión no ha resultado tan inmediata ni tan fácil de identificar como en los procesos narrados por ustedes.
La consideración de la dimensión afectiva constituyó un punto ciego durante mucho tiempo en mi trayectoria.[5] Creo que esto se encuentra asociado a un proceso de lectura académica tradicional en el que las propias orientaciones emocionales que sostenía con respecto a las múltiples dimensiones de mis objetos de estudio no fueron identificadas y, por lo tanto, tampoco analizadas. Es como si, al leer y pensar desde la teoría, el convencional llamado a separarse de las formas dominantes de entender los problemas abordados, a la vez que la máxima de tomar distancia con respecto de los presupuestos de lxs autorxs, sus contextos y problemáticas teóricas, hubiera operado al mismo tiempo como una suerte de vacuna tendiente a suprimir mis propias orientaciones emocionales hacia dichos temas, por más que éstas se encontraran operando en la elección de los problemas, la directriz de los argumentos y, en definitiva, en el modo de abordar y calibrar cada teoría.
Dicho esto, sin embargo, me parece que se plantean ante nosotrxs diversas interrogantes relevantes. Si admitimos la presencia y relevancia de los procesos de implicación afectiva dentro del proceso de investigación, ¿de qué modo nos impactan estos planteamientos al momento de leer y revisar teorías?, ¿cómo trasladar la implicación emocional a una teoría de la lectura y de la interpretación de los textos, en el plano de la investigación básica? Por motivos de trayectoria e intereses de trabajo, éstas son, para mí, preguntas relevantes.
Creo que en este punto resulta pertinente decir algo más sobre mi propio recorrido a fin de profundizar en la discusión del tema. Mi arribo al campo de las emociones ha sido un proceso complejo y lleno de rodeos, pero no por ello un producto del azar. Mis principales intereses de investigación giraron siempre en torno al análisis de conceptos básicos de teoría social, que consideraba relevantes para comprender problemas del presente relacionados con procesos de poder y dominación simbólica. En mi abordaje de las obras de los dos autores a los que más me he dedicado (Durkheim y Bourdieu), desde muy pronto estuvo presente la preocupación específica por estos temas, expresados en una pregunta central: ¿de qué modo se producen en el marco de las sociedades contemporáneas mecanismos de dominación consentida?
El camino seguido con miras a explicar estos procesos arrancó de la mano de la perspectiva de Durkheim, con quien asumí los fenómenos de autoridad y dominación como resultado de la operación de “dispositivos de orden moral” (Vázquez, 2002, 2006). La dimensión emocional no tuvo aún, durante la conformación de este marco, un peso específico ni una presencia explícita, por más que dentro de mi propia revisión se encontraban ya indicios que podrían haberme conducido en esa línea, en tanto que, en textos de Durkheim como Las formas elementales de la vida religiosa o en sus cursos sobre educación moral, las categorías de lo sagrado y de la autoridad moral poseen un importante componente emocional. La incorporación de este componente a mi esquema de análisis vino más tarde, como producto de mi acercamiento a la obra de Bourdieu y su comprensión del poder, entendido como un proceso relacional, de naturaleza simbólica. Dicho acercamiento me condujo a preguntarme de manera más explícita y sistemática por el papel de la dimensión afectiva. Esta consideración parecía estar implícita en textos fundamentales de este autor sobre el tema, tales como La dominación masculina o El baile de los solteros (Bourdieu, 2007, 2018), pero exigían, para su cabal desarrollo, realizar una lectura de la obra en “clave afectiva”.
Llevado por este interés, he realizado en los últimos años acercamientos específicos al tema del poder y las emociones en las obras de Durkheim y Bourdieu (Vázquez, 2022, 2023a, 2023b) para hacer un ejercicio de “traducción” de los textos de estos autores y de sus categorías principales a su expresión en clave efectiva, lo que supone un ejercicio dirigido a poner en relación elementos de la teoría social con aportes derivados de la sociología de las emociones y los afectos, en el sentido señalado por autorxs como Ariza (2016, p. 14), Abramowski y Canevaro (2017, p. 11), entre otrxs. Como resultado de este recorrido, asumo como punto de partida de esta nueva etapa de indagación la consideración de que los mecanismos morales y de orden simbólico entrevistos por ambos autores poseen, además, en un muy importante sentido, un componente emocional que los hace posibles.
Empero, tengo claro que la clarificación de este presupuesto y su aplicación operativa para fines de análisis no puede ser resultado de un mero ejercicio de suma o yuxtaposición de perspectivas. En este sentido, sigue presente en mí la preocupación por precisar el sentido y los alcances de lo que debemos entender por una lectura en clave afectiva, así como el aprendizaje y desarrollo de estrategias operativas para realizar éstas, entendiéndolas en un sentido amplio: como lectura de textos, pero también como lectura de procesos, con sus correspondientes ejercicios de traducción entre los tiempos, problemáticas y marcos distintos de interpretación que separan a una obra de sus múltiples lectores, por un lado y, por otra parte, en el plano de las prácticas sociales, como ejercicio de traducción presente en el reto metodológico de “leer” e interpretar procesos sociales desde su dimensión y expresiones sensorio-corpóreo-afectivas. Me detengo en este punto, esperando volver sobre estos temas luego de escucharlas (leerlas) nuevamente.
2. Hablando desde nuestros lugares situados: retos metodológicos en el marco disciplinar y más allá de éste
En este segundo momento de nuestro diálogo, abordamos temas correspondientes a nuestras disciplinas de estudio y la forma en la que, desde nuestro lugar situado como investigadorxs, construimos, organizamos y analizamos las emociones. En este ámbito cobran plena forma las estrategias metodológicas mencionadas en el apartado anterior (diario de campo encarnado, autoetnografía afectiva, relato teórico y lectura en clave afectiva). A través de las siguientes participaciones, volvemos sobre dichas estrategias y señalamos puntos de convergencia entre éstas, así como límites e interrogantes derivados de nuestra experiencia.
Cristina: Como les contaba antes, hubo un tiempo en el que guardé silencio y “oculté” el cuerpo como eje de análisis. Fue hasta mi investigación doctoral con las mujeres metodistas de León, Guanajuato, cuando las preguntas en torno al cuerpo resurgieron. Mis cuestionamientos no sólo giraron en torno a lo teórico, sino a lo epistemológico: ¿quién puede hablar de cuerpo?, ¿qué cuerpos pueden hablar de sí?, ¿puede la investigadora hablar de la función social y metodológica de su cuerpo en campo? Con las mujeres metodistas, el cuerpo —como categoría de análisis—, sus cuerpos —sociobiológicos—, el mío y las emociones estuvieron en constante diálogo mediante la participación en una serie de actividades estilo coaching, a través de las cuales se desplegaban prácticas y técnicas de la gestalt. Se utilizaban objetos —muñecas, espejos, ejercicios de escritura y autodescripción— para proyectar imágenes y evocar recuerdos vinculados a las violencias vividas en carne propia o como testigxs (Mazariegos, 2020). Estos recuerdos eran trabajados mediante la enunciación pública del dolor, la tristeza, el enojo, la duda o la gratitud a través del testimonio. Lo anterior se vincula a la propuesta de Miriela sobre el relato teórico, pues me permitió tejer un argumento explicativo a partir de las narrativas de las mujeres y las categorías empíricas que surgieron en campo. La duda que frecuentemente me rondaba era: ¿qué alcance tienen las emociones en los procesos de resistencia y cuestionamiento de las lógicas patriarcales religiosas?
Todas esas actividades conformaban una suerte de estrategia de conexión corporal y afectiva que, vinculada a un discurso elaborado desde el marco doctrinal del cristianismo protestante, se convertía en una “terapéutica espiritual”, como ya he expresado en diferentes espacios (Mazariegos, 2022; Vargas y Mazariegos, en prensa) y como otrxs autorxs han referido antes (Csordas, 2010; Odgers y Olivas, 2018). A partir de esto, adquirió mayor sentido lo que distintxs investigadorxs han señalado: las emociones son construcciones sociales, son relacionales y configuran relaciones que, atravesadas por el poder, nos colocan en posiciones sociales diferenciadas (Lutz y White, 1986; Surrallés, 1998 Sabido, 2010, entre otrxs). El cuerpo, sin hacer de lado su dimensión biológica, también se configura, construye y significa socialmente, y se pone “en uso” en función de una serie de expectativas, parámetros y roles, cuyo contexto sociocultural determina. Parafraseando a Edith Calderón (2014), cada contexto provee de un “universo emocional” que establece valores y significados a las emociones y a los cuerpos (Mazariegos, 2022).
En mi caso, no estudié propiamente una emoción sino lo que sucedía alrededor de las interacciones y sus afectos-efectos. A través del seguimiento y registro en campo, aparecían referencias y metáforas afectivas y corporales que me dedicaba a escribir en el diario de campo, organizado a través de colores atribuidos a una variable, categoría de análisis o clasificación. Los significados concedidos a los colores[6] tenían relación con las emociones que me despertaban ciertas prácticas; por ejemplo, en verde coloqué lo relacionado a sensaciones de alegría, sorpresa, sentirme conmovida; registré, así, prácticas y discursos de acción, “resistencias cotidianas” y resignificación del rol de género.[7] En naranja ubiqué prácticas rituales de sanación física y espiritual, donde el cuerpo —del pastor—, específicamente las manos, es el instrumento de sanación de otro cuerpo (Mazariegos, 2022). En rosa registré los discursos que reproducían el rol de género esperado: mujer virtuosa, obediente, ayuda idónea, amable —“Escuchar esto me hace sentir cansada”, escribí en algún momento—. En amarillo, lo que me provocaba curiosidad, confusión, posibles caminos de cuestionamiento; coloqué aquí metáforas ambivalentes; por ejemplo, la noción del cuerpo como templo y pecado, a partir de la cual se establecía una normatividad de comportamiento; con relación a ello, se hablaba constantemente de trabajar el “sentimiento de hermandad”, que se vuelve una expectativa; las tensiones existentes se gestionan en el “amor en Cristo” y por lo tanto debe ser nutrido en lo cotidiano mediante una comunicación respetuosa, la solidaridad con el y la prójima, la gestión del enojo para no excederse con las palabras y los actos. En rojo ubiqué aquello que me provocaba tristeza, frustración, enojo, las metáforas que aludían a situaciones de violencia vivida: “nosotras estamos rotas”, “rotas del corazón” (Mazariegos, 2020).
Así, a través de este ordenamiento cromático, fui vinculando mi propia experiencia, lo que implicó hacer conciencia constantemente de lo que sentía y los efectos de ello en mi corporalidad, las ganas de llorar, la piel erizada, la incomodidad sobre todo asimilada en el estómago y las migrañas.[8] Yo misma fui atendida a través de esa terapéutica espiritual que significó ser parte de sus oraciones por sanación y vivir la experiencia sanadora “del poder divino” (Mazariegos, 2022). De esta forma, logré registrar, mediante mi cuerpo —ese diario de campo encarnado—, la potencia de las prácticas, antes referidas, en la construcción de espacios de participación y reconocimiento por parte de las mujeres creyentes. Ésa era su forma de alzar la voz: la gestión de las emociones como mecanismo de agencia y denuncia.
Mi cuerpo, en ese sentido, fue mi lente para “leer” y registrar la realidad estudiada, lo que me permitió realizar un ejercicio interpretativo que logró una traducción (parcial), como la plantea Juan Pablo, en clave afectiva, política y encarnada. ¿Por qué digo parcial? Porque aún me pregunto si podemos realizar una traducción literal de lo observado, sentido y percibido frente al hacer de “lxs otrxs” con relación a nosotrxs, así como lo leído e investigado. Quizá el ejercicio es por analogías, de acuerdo con nuestro propio “universo emocional” construido social, cultural, política y, también, (inter)disciplinariamente. Esta “conciencia” corporal y afectiva también era muy activa durante las entrevistas cara a cara y, posteriormente, en las entrevistas y el seguimiento virtual que comencé a realizar con más frecuencia durante el confinamiento por la pandemia.
A la vez que iba haciéndome consciente de lo que sentía en términos corpóreo-afectivos, mi propia escritura y formas de registro iban modificándose (Mazariegos, 2022), de tal suerte que la manera que encontré para tejer todo lo anterior fue escribir de forma narrativa, constantemente vinculando mi experiencia vivida, mas no necesariamente poniéndola en el centro de análisis; escribir algunos cuentos[9] —algunos de los cuales he compartido en mis redes sociales, blogs y revistas de las comunidades con las que trabajo, pues no serían aceptados en una publicación académica, pero han servido para que mis interlocutoras accedan de forma más fácil a lo que escribo sobre ellas—, y ser primordialmente descriptiva —que no quiere decir menos analítica— al momento de dar cuenta de lo verbalizado por las mujeres y mi reflexión en torno a ello. Así, la multi-narrativa, elemento por excelencia de la etnografía desde la perspectiva antropológica, ha sido “mi cuarto propio” para escribir, analizar y abordar las emociones.
En cierto sentido, ha sido improvisando como he encontrado una ruta que para mí resulta afín a mis convicciones personales, académicas y políticas —perdonen si sueno poco formal—, y es que el corpus teórico sobre las emociones nos indica qué y desde dónde podemos entenderlas, pero pocas veces nos señala cómo. De modo que el estudio de las emociones y la forma en la que se realizará su análisis dependerá del tema, el espacio, lxs sujetxs y de nuestras propias habilidades emo-sensoriales y de los niveles de involucramiento que logremos o consideremos tener para aprehender las realidades estudiadas. De ahí que surjan nuevos y diversos instrumentos como el dibujo, el cuento, la “performance investigación” que desarrolla Silvia Citro junto a un amplio equipo en Argentina, “la etnografía como tela de araña” (Parrini et al., 2021) o la labor a “cuatro manos y dos corazones” (Moscoso y Varela-Huerta, 2021), así como propuestas pedagógicas para la incorporación de la dimensión emocional en las ciencias sociales (Jacobo y Martínez-Moreno, 2022). No obstante, sin lugar a dudas, para lograrlo, el reconocimiento de la experiencia vivida es fundamental y ¿de qué otro modo, si no con el cuerpo, podríamos hacerlo?
A raíz del trabajo con mujeres metodistas y de la socialización de éste con miembros de distintas iglesias, tanto en México como en otros países de América Latina, comencé a recibir mensajes e invitaciones de mujeres de otros lugares, quienes me mandaban información sobre lo que estaban haciendo en sus iglesias. Así, en plena pandemia, me puse en contacto con una colectiva de mujeres metodistas feministas que se reunían cada quince días para compartir sus problemas y desahogarse por el miedo y la incertidumbre que la pandemia trajo; también comencé a ubicar a colectivas internacionales de mujeres creyentes que se encuentran haciendo relecturas bíblicas en clave feminista para cuestionar los discursos patriarcales; otras se ocupan de la elaboración de protocolos contra la violencia de género;[10] unas más organizan seminarios con perspectiva de género —he sido invitada a impartir talleres sobre la materia en alguna congregación; ahí mi activismo y convicción—, y, para mi sorpresa, la teología queer que ahora es más visible y conocida está siendo retomada por distintas congregaciones religiosas en su activismo político. Así, el universo de mujeres creyentes activas y activistas, unas feministas, otras no, se amplió y me dispuse a seguirles la pista hasta dar con agrupaciones de creyentes LGBTQ+ y a contactar con mujeres disidentas para conocer sus trayectorias y experiencias en sus distintas iglesias y comunidades de fe.
Como resultado de este camino de aprendizaje, las referencias a la “incomodidad” comenzaron a salir en las narrativas de las mujeres, así que retomé la pregunta antes planteada: ¿qué alcance tienen las emociones en los procesos de resistencia y cuestionamiento de las lógicas patriarcales religiosas? Por ello, en la actualidad me encuentro elaborando una propuesta en torno a la sensación o emoción de incomodidad como potencial político que posibilita alianzas e intercambios entre mujeres que cuestionan las lógicas de marginación y opresión. Desde mi perspectiva, la potencia política de las emociones consiste en visibilizar y traer a la mesa temáticas y sujetxs antaño excluidxs; la de articular redes de reflexión y la construcción de conocimientos migrantes y errantes para fortalecer luchas reivindicativas en distintos puntos del continente. Vean, si no, hasta dónde nos ha llevado la ternura.
Miriela: Al leerlxs siento que estamos en el punto en el que es difícil quitarnos estas lentes emocionales para interrogar el mundo social y mirar también con ellos tanto los aportes de clásicos como nuevos análisis que se incorporan a nuestras disciplinas. Ahora puedo entender mejor a Saldaña (2009), quien recupera de Juliet Corbin y Anselm Strauss la idea de que no es posible separar las emociones de la acción social, pues son parte de la secuencia que compone la vida diaria.
Coincidimos, como hemos dicho, en que las emociones les “regresan” a lxs sujetxs —incluyéndonos— su sensibilidad encarnada. Esto, al mismo tiempo que complejiza la explicación sobre las acciones sociales al permitir trascender los análisis racionalistas o mecanicistas, nos posibilita una mayor comprensión de las personas, así como de diferentes procesos sociales: la reproducción social, la aceptación de la dominación, transgresiones y transformaciones del mundo social. Una vez aquí y al escucharlxs en esta conversación, creo que, independientemente de nuestras trayectorias académicas y de las identidades que pueda otorgarnos una disciplina específica, lo que queremos es abordar los modos en los que hemos accedido a las subjetividades desde el socioanálisis. De ahí la pregunta que nos va interpelando en esta parte del diálogo y que intentaré responder: ¿qué hemos aprendido y qué podemos compartir al aventurarnos a estudiar las emociones?
Como deja ver Juan Pablo, a veces las emociones son lo menos visible o enunciado en las explicaciones sociológicas; a veces tampoco surgen directamente en los diálogos con los sujetos que nos acompañan en las investigaciones. El trayecto para hablar de emociones y afectividad puede ser largo, cíclico, incisivo, y quizá requiera también mucho esfuerzo de observación, implicación y sensibilidad interpretativa. Sin embargo, al igual que ustedes, me siento cercana a esa postura que no aspira a construir abstracciones alejadas de las dinámicas de la vida social, de sus microhistorias, tonos, olores, sino que, más bien, intenta contribuir a la comprensión de lo social con explicaciones que nos muestren y también a nuestros contextos; que contengan las evidencias, los datos vivos que sustentan estos modelos. Para mí, esto significa hoy construir explicaciones donde lo corpóreo, sensorial y afectivo emerja. Y esto es extensivo a mis lecturas de otrxs autorxs, al preguntarme ante sus textos: ¿y si esta traducción o explicación se hiciera con y desde las emociones?
Detenerse en estos aspectos sensibles conduce a considerar que las acciones sociales no suelen ser efectos instantáneos de determinadas situaciones —por ejemplo, la búsqueda de casetes y la inmersión en el metal extremo que he estudiado (Fernández, 2022) podría parecer un resultado directo de haber escuchado este universo y experimentado sensaciones placenteras, pero esto también responde a sentidos generados en la experiencia, los cuales, además, son móviles, ya que pueden ir cambiando en el devenir, como precisamente lo evidencia el gusto por la música extrema en Cuba—. Para los frikis de los ochenta y noventa, este gusto tiene que ver con valores estéticos adquiridos en diferentes prácticas; entre ellas, lecturas de literatura de horror, gore, ciencia ficción, filosofías existencialistas; el cine de este tipo; la escucha del rock menos convencional, y con los nuevos valores que otorga a la música extrema su función de distinción social y jerarquización simbólica en el país durante esos años. El placer, por lo tanto, es una manifestación corporal cuya inmediatez porta una historia social, contextualizada. Las sensaciones corporales placenteras están conectadas a deseos, conocimientos, (auto) percepciones, sentimientos, disposiciones y antidisposiciones previas en un orden determinado, como les comentaba en mi participación anterior.
Ese fenómeno, que, como les decía, en mi tesis doctoral llamo “transgresión sensible” de los adelantados del metal extremo en Cuba, me permitió incluso complejizar los resultados de mi trabajo de maestría, en donde comencé a adentrarme en las escenas musicales y artísticas alternativas de la isla (Fernández, 2017, 2021). En este estudio abordaba el gusto por el metal extremo desde una categoría deductiva nombrada “sentido cultural”, referida a los discursos sobre los componentes musicales compartidos a nivel local-global y, a la vez, a la creatividad para narrarlos desde la especificidad del contexto nacional. No obstante, haber llegado en la investigación doctoral a lo sensible o lo profundo de los frikis de los noventa evidenció que, dentro de la coherencia de una cultura global, las cuestiones emocionales de estas experiencias en el orden cubano aportan particularidades al sentido cultural a las que es más difícil llegar sin un acercamiento inductivo y si no se accede a esta dimensión emocional. El relato teórico, la estrategia heurística de la que les hablaba antes, me permitió arribar a estos resultados; me condujo a las emociones.
Por esa razón dije antes que mi llegada a la sociología de las emociones fue producto de la aventura investigativa. Además, con este método, presenté una escritura entre la abstracción teórica y descripciones más granulares del mundo social. De ahí que lo conceptualice como una estrategia inductiva de análisis y escritura que permite construir un modelo explicativo apegado a los datos y también mostrarlos. Digamos que puede considerarse una alternativa a la teoría fundamentada, pero donde el relato etnográfico o de los devenires aporte a la comprensión y en cuya presentación también tenga un lugar importante lo corpóreo-afectivo, precisamente, por su relevancia explicativa. Teniendo en cuenta mi interés teórico y al mismo tiempo el de hacer explícitos los datos emergentes, cuya construcción, como les he dicho, giraba en torno a lo afectivo en la investigación de la que hablo, mi tutora, la doctora María Teresa Márquez, y yo decidimos nombrar esta estrategia como “relato teórico”.
También eran tiempos de pandemia y se imposibilitaba el proceso de teoría fundamentada que requería un trabajo de campo tradicional y una recogida intensiva de datos. No obstante, el relato teórico resultó una estrategia válida en ese momento, pues, aunque reduje la muestra teórica, el criterio de conformación de ésta también fue inductivo y dirigido a mis fines conceptuales y monográfico-descriptivos; es decir, a la traducción del mundo experiencial y corpóreo-afectivo que iba emergiendo al mismo tiempo que definía un grupo social, el de los adelantados del metal extremo en la isla, con quienes también me sentía identificada.
Quizá a estas alturas sea importante resumir brevemente de qué manera el relato teórico permitió que construyese un modelo explicativo basado en las emociones, en el que la categoría central es la emoción transgresora, aquélla que durante la escucha del metal extremo refleja la relación entre experiencia y expresión de los adelantados; ésta indica la analogía sensible que para estos jóvenes representa esta música a partir de su estética oscura y potente. El ánimo aquí no es de explicar la estrategia, sino de arrojar algunas luces sobre ésta para seguir con el diálogo entre nosotrxs y más allá de estas cuatro voces.
Llegué al campo con algunas revisiones de la bibliografía en torno al metal, con nociones sobre los años noventa y también sobre una escena a la que, como les dije, pertenecía. Pero iba a dejarme interpelar por la realidad y por los códigos emergentes. Es posible afirmar ahora que, tanto en el relato teórico como en la teoría fundamentada, la codificación cíclica es una técnica analítica esencial. La codificación —que puede tornarse abierta y también cerrada si se utilizan códigos precedentes— resulta el puente entre la recogida de datos y la construcción de una teoría o explicación sobre algún fenómeno. En este caso, los códigos emergentes de las primeras entrevistas mostraban patrones experienciales y expresivos entre algunos rockeros, procesos similares de búsquedas estéticas, emocionales y performativas, incluso antes de autopercibirse como cultores del metal extremo, pero también algunas particularidades que conducían a indagar en los devenires de estos jóvenes para comprender su gusto por la música más extrema y su diferenciación en la comunidad rockera y en el orden cubano.
Entre los entrevistados, surgía el código in vivo —en vivo— “adelantados”. Ellos mismos se denominaban de esa forma. Así se delimitaba el grupo con el que trabajar, como decía, un grupo atravesado por la necesidad de “emociones fuertes” y de materializar un “deseo de lo fuerte” en la misma temporalidad, y esto resultaba problemático para mí, según escribía en los memos o memorias analíticas, pues estaba evidenciando un modo de sentir diferente con relación a la experiencia social ordenada o normalizada en Cuba. De esa manera, desde el primer momento la construcción del dato se basó en lo emocional y fue llevándome hacia lo que mucho más adelante conceptualicé como transgresión sensible.
En el relato teórico, la codificación también guía la recolección de nuevos datos, las decisiones sobre qué recolectar, dónde seguir profundizando en las problemáticas emergentes, qué explicar y qué contar. Las entrevistas a profundidad, la búsqueda en archivos abiertos de los adelantados del metal extremo, la descripción de fotos, la escucha de su música, la revisión bibliográfica a partir de temas emergentes resultaron una inmersión en la vida de estxs sujetxs que acompañé durante un tiempo y de la que continuaron emanando “códigos afectivos”, como los llama Johnny Saldaña (2009), desplegados según este autor en códigos emocionales de conflicto o versus, de valores, de evaluación, aunque pudiera haber otros en dependencia de nuestra creatividad para reconocerlos y darles nombre. A partir de éstos, fui produciendo una construcción del dato desde lo afectivo, pero también una “lectura” o “traducción” de ese mundo social con esos signos.
Teniendo en cuenta lo que he expuesto, esa lectura consistió en desestructurar o diseccionar en códigos la experiencia de los adelantados para luego reestructurarla mostrando relaciones emergentes atravesadas por lo sensible y las evidencias empíricas que las sostienen. Las emociones —en este caso, la emoción transgresora o sentida al escuchar la estética extrema— permitieron hilvanar las capas experienciales de las que emanan los sentidos afectivos que sustentan el gusto por esta estética extrema y las sensaciones corporales placenteras mientras la música suena. Durante el análisis y la producción de memos también dejé trazos de lo que esa experiencia sensible de los adelantados reflejaba sobre la mía.
Así, haber llegado a las emociones a través del relato teórico me ha permitido trascender la visión dualista entre el mundo social y musical y artístico para producir lecturas más complejas y cercanas a la vida de los sujetos —y a mí misma—. Alcanzar lo sensible me permitió también observar la conflictividad social del arte, sus valores estéticos y su función, aun cuando surja en los márgenes de los campos institucionalizados y padezca el ninguneo o la desatención por las autoridades de la cultura y a un nivel social más amplio. Quizá, con todo lo anterior, el relato teórico pueda servirnos para indagar en las formas en las que, a partir del sentir en las profundidades del mundo social, las “mayúsculas” de las historias musicales, culturales y sociales son transformadas y cómo esa afectividad también nos transforma.
Victoria: Hasta este segundo momento de nuestra charla, no sólo la textual, también la que hemos tenido vía Zoom, me queda claro que, como lo menciona Miriela, nuestros particulares trayectos para hablar de emociones, aunque han sido diversos, comparten cauces similares y han requerido “observación, implicación y sensibilidad interpretativa” de la que, por lo menos yo, no siempre he sido tan consciente. Este ejercicio de reflexividad ha sido fructífero en ese sentido porque me ha permitido construir una ruta de diálogo disciplinar, teórico, metodológico en torno a mi proceso investigativo. Gracias por estimular e impulsar este ejercicio.
Como les venía contando, ser una border del estudio de las emociones ha significado para mí construir puentes disciplinares (entre las ciencias sociales y las biomédicas), tener un stock de herramientas metodológicas (cuantitativas y cualitativas), compaginar academia y activismo a través de la categoría de cuidados y recurrir a la emoción como estrategia heurística y principio explicativo para aproximarme al fenómeno de la s/e/a-c. Pues, como lo dijo Juan Pablo, parafraseando a Bericat (2000), mi acercamiento periférico a la dimensión emocional implica no sólo explicar emociones, sino explicar con y desde las emociones, recurriendo a la sociología y antropología médica, la medicina social, la salud colectiva y la biomedicina. El carácter fronterizo de las múltiples y complejas expresiones de la vida emocional me obliga a desarrollar una visión integrada entre enfoques psicológicos, de las neurociencias y los estudios sociales.
Desde este camino que les comparto, es que mis preocupaciones actuales se encuentran en el estudio de lo emocional en clave metodológica, problematizando el registro de la vida sensible, primero a través de la pregunta ontológica ¿qué me es posible conocer de la vida emocional? y, después, mediante el cuestionamiento epistemológico ¿qué tipo de relaciones puedo y quiero construir para conocerla? Como consecuencia de las dos anteriores, las preguntas metodológicas que me hago se encuentran en dos dimensiones —en la unidad de observación y en la técnica empleada— y buscan saber: ¿cómo aprehender el conocimiento emocionalmente sentido?, ¿mediante qué métodos y qué técnicas podemos explorar el mundo emocional de las personas?, ¿hasta qué punto las estrategias metodológicas clásicas —tanto cualitativas como cuantitativas— nos siguen ayudando a comprender temas como éste en un contexto de alto riesgo y vulnerabilidad como la COVID-19?, ¿qué implicaciones metodológicas ha cobrado la problematización de las dicotomías razón/emoción, cuerpo/mente y experiencia/expresión en el estudio de lo emocional en el campo de la salud?
En lo que respecta a la unidad de observación, mi cuestionamiento se encuentra en ver de qué manera se “registran” las formas en las que los sujetos sienten, expresan y viven sus emociones. Tradicionalmente, hemos privilegiado la estrategia lingüística —análisis del discurso, análisis de contenido— y experiencial —fenomenología y hermenéutica— (Amezcua y Gálvez, 2002); en menor medida, colocamos el cuerpo como tecnología de construcción de la emoción y rompemos con la hegemonía de lo lingüístico y de la vista y el oído como sentidos predominantes para el registro (Ruíz y García, 2018). En lo que respecta a las técnicas clásicas de la investigación cualitativa y colocando como telón de fondo la crítica a la dicotomía investigador/objeto investigado (Pons, 2018), es importante aprender otras formas de construcción del conocimiento mediante experiencias corpóreo-sensoriales que hagan dialogar la dimensión mental, individual y subjetiva.
Ha sido en este camino de búsqueda que tres categorías analíticas se han vuelto centrales en mi quehacer investigativo y la construcción de mi objeto de estudio: 1) el “padecimiento” como una arena política donde se movilizan afectos desde posiciones de hegemonía y subalternidad que se materializan en el cuerpo (Besserer, 2014; Ahmed, 2015; Rojas-Lozano, 2022); 2) el “capital emocional”, expresado en tres estados —incorporado, objetivado e institucionalizado— y que se concreta en forma de trabajo emocional, disposiciones sensibles, práctica emocional ritualizada y psicoeducación en el campo de la salud (Rojas-Lozano, 2021), y 3) las “comunidades emocionales de cuidado”, concepto que refleja un posicionamiento ético, afectivo y político del cuidado colectivo para el sostenimiento de la vida y su salvaguarda (Peláez, 2020; Pulcini, 2017).
Para finalizar, sólo quiero compartirles dos cosas más en las que estoy actualmente. Primero, la revisión de cómo usar o poner el cuerpo como herramienta de aprehensión de la emoción privilegiando sentidos no hegemónicos para el registro, como el gusto, tacto y olfato. Para esto recurro a las intervenciones feministas como los talleres corpóreo-sensoriales (Ruíz y García, 2018) y las corpobiografías de sanación (Rodríguez et al., 2021), en donde hago uso de la sinestesia epistémica. Además, para posicionar mi experiencia como recurso, trabajo una “autoetnografía afectiva”. Metodológicamente, pienso la autoetnografía como una praxis situada porque, como estrategia, me permite ver mis afectos y sentirme afectada y no sólo asumir, sino reivindicar que la fuente de información es mi propio afecto, con las alegrías, dolores, cambios y contradicciones que eso implica (García y Ruíz, 2021).
Segundo, desde hace tiempo reconozco que, ante la compleja realidad de las sociedades contemporáneas, el obligatorio diálogo disciplinar que esto reclama y la necesidad de hacer frente al estado plural de la teoría, en particular la social, es fundamental crear un marco de referencia para la comparación e integración de la metodología, capaz de ayudar a rebasar las dicotomías, sobre todo las que ha cuestionado el giro afectivo (mente/cuerpo, experiencia/expresión, razón/emoción). En este esfuerzo, es que me declaro una anfibia disciplinar que, como científica social, busca dialogar con la psicología clínica y las neurociencias para construir puentes de diálogo que me permitan comprender no sólo la dimensión social de la emoción sino la mental e individual.
Particularmente, me interesa que este marco de referencia comparativo y convergente de metodologías dialogue desde la noción de práctica;[11]para ello, recupero los argumentos de Illouz y Finkelman (2009), Scheer (2012) y Ahmed (2015). Tomando como base a estas autoras, parto de una teoría de la acción afectiva cuyas implicaciones teórico-metodológicas se centran en analizar la emoción como socialmente situada, adaptativa, entrenada, plástica y, por lo tanto, histórica; situación que implica reconocerla desde su dimensión cultural, política y económica (Ahmed, 2015). Esto conduce, en términos metodológicos, a asumir una perspectiva de aproximación que aprehende las prácticas vía el cuerpo físico que, como estructura social, participa en la producción de la experiencia emocional y que, consecuentemente, no ve a la práctica como vehículo de la emoción; por el contrario, busca comprender “cómo se hace la emoción” en un sentido performativo, reconociendo con ello las dimensiones emocionales de la agencia social.
Juan Pablo: No quisiera comenzar esta segunda intervención sin antes destacar lo enriquecedor de este diálogo. Lo que han ido comentando me confirma algunas convicciones y me alerta sobre temas que no había reflexionado. Gracias por todos sus aportes. Me gustaría situar ahora lo que he venido trabajando en los últimos años, ligando estas ideas con sus comentarios anteriores, a fin de retomar los temas de la lectura en clave afectiva y la labor de traducción, de cara a sus potencialidades metodológicas.
Como les contaba, mi llegada al tema de las emociones derivó del interés por abordar problemas específicos de teoría, con lo que mi reflexión tomó durante mucho tiempo la forma de un análisis intensivo de enfoques, interpretaciones, textos. Tengo claro que ésta es sólo una entre otras formas de trabajo posibles y que el interés de realizar lecturas en clave afectiva refiere no sólo al análisis de textos, sino, sobre todo, de procesos y prácticas sociales. En este sentido, los conceptos de lectura en clave afectiva y de traducción representan mucho más que un mero ejercicio de trabajo con los textos en sentido literal; se trata de pensar la textualidad en un sentido amplio, ligado a la realización de “lecturas” de múltiples procesos y prácticas sociales.
A riesgo de incurrir en simplificaciones, quisiera decir algo más sobre este punto. Considero, parafraseando aquí a Puiggrós (2016, p. 17), que toda práctica social produce múltiples sentidos y puede ser leída desde diferentes ángulos. Por lo tanto, puede ser objeto de lecturas diversas. La presencia de componentes emocionales en prácticamente todos los procesos sociales abre la posibilidad de realizar “lecturas en clave afectiva” de ellos, como lo hemos venido comentando aquí. Lo afectivo está ahí, al menos como una dimensión, sin que de ello deba interpretarse que “todo sea afectivo” o que lo afectivo pierda sustancia al diluirse en otras prácticas. Me parece que esto queda de manifiesto en nuestra charla, donde las prácticas de cuidado, la escucha de metal extremo o las formas de creencia disidente pueden ser susceptibles de observarse, como ustedes lo hacen, desde sus expresiones e implicaciones afectivas.
Creo que esto nos conduce a un segundo tema relevante, consistente en asumir el proceso de lectura del que aquí hablamos como resultado de un proceso de observación e interpretación; esto es, como resultado de la producción de distinciones analíticas, de procesos de selección y recortes que definen la mirada. La comprensión de dimensiones emocionales dentro de prácticas que en principio se dirigen a finalidades distintas o que corresponden a ámbitos distintos a los afectivos (esto es, buscar dimensiones afectivas de la vida económica, política, religiosa, por ejemplo) supone un ejercicio sistemático de lectura, así como un esfuerzo de traducción por hacer inteligibles, en términos afectivos, dicho tipo de prácticas.
Todo ejercicio de lectura supone, entonces, una práctica de traducción dirigida a hacer inteligibles y comparables perspectivas teóricas, textos y prácticas producidos en un contexto determinado, con el fin de interpretarlas en función de coordenadas de orden afectivo. En este sentido, el ejercicio de traducción al que aludimos no sólo se enfoca en la interpretación del sentido cultural de una práctica o en la búsqueda de equivalentes funcionales entre emociones correspondientes a culturas distintas —como en el caso del análisis sobre la compasión, el temor y el enojo, realizado por Catherine Lutz (1988)—, sino que se embarca en un ejercicio dirigido a producir mutua inteligibilidad entre lógicas y prácticas distintas.
Esto supone un trabajo de comprensión (ciertamente parcial e incompleto, como ha señalado Cristina) comprometido con el estudio de dimensiones que aparecen sólo en forma implícita en el marco de las prácticas analizadas y que pueden hacerse visibles en la medida en que se produce un “cambio de registro” intencionado y claramente dirigido por nuestra lectura teórica, así como la definición de dimensiones, indicadores e instrumentos específicos que hagan posible ese esfuerzo de traducción en términos metodológicos. Pienso, en este punto, por ejemplo, en los intereses específicos de Victoria por las prácticas de cuidado, asumido no sólo como trabajo no remunerado en términos de su dimensión económica, sino como resultado de prácticas que implican gestión emocional, inversiones afectivas y tiene a su vez repercusiones de orden emocional para quienes las realizan. Creo que, planteada la cuestión en estos términos, una reflexión sobre los procesos de traducción y lectura en clave afectiva puede constituir un punto de encuentro entre nuestras preocupaciones metodológicas.
En este sentido, me parece que las interrogantes de Cristina en torno al desarrollo de un diario encarnado, de Victoria en relación con una etnografía afectiva o de Miriela en torno a la conformación del relato teórico como estrategia analítica, mantienen importantes puntos de contacto con algunas de mis principales preocupaciones, en tanto remiten (dentro de sus ámbitos específicos de análisis) a ejercicios de traducción teórico-metodológica realizados para hacer inteligibles prácticas determinadas cuando son observadas desde su expresión emocional.
Por último, quisiera sólo decir algo más con respecto a otro punto de conexión que encuentro entre nuestros trabajos. El intento de traducir en clave emocional las perspectivas teóricas de los autores que he analizado, pero también de pensar en ámbitos o casos específicos de estudio, para leer y traducir en clave afectiva prácticas sociales, me ha conducido en el último año a realizar, junto con Victoria y otra colega, Laura de Paz, un acercamiento al tema del miedo en contextos de pandemia, en personal médico dedicado a la atención de pacientes contagiados de COVID-19. Por ese lado, comparto con ella las preocupaciones dirigidas a la búsqueda de convergencias metodológicas que conduzcan al registro de lo sensorial-afectivo-corpóreo, en el marco de una teoría que ponga de relieve el papel de la agencia afectiva y la práctica emocional como un producto en sí mismo y no meramente derivado de otras prácticas sociales. Creo que este interés resaltado por Victoria tiene también importantes puntos de encuentro con las preocupaciones de Cristina y Miriela.
Por otro lado, trabajé los dos últimos años con un grupo de colegas en la integración del libro colectivo Emociones, poder y conflicto. Perspectivas teóricas, género, resistencias y políticas de Estado (Vázquez, 2023c). En el marco de este libro, reflexionamos desde diversos ángulos sobre las relaciones entre emociones y poder. Un importante elemento convergente en todos los trabajos remite a la consideración de que el poder se ejerce y produce en términos relacionales y asume expresiones afectivas, así sea en procesos de dominación o de empoderamiento individual o colectivo. Encuentro aquí un importante punto de encuentro con el trabajo de Cristina, con relación a la potencia política de las emociones. Como ella señala, “las emociones son construcciones sociales, son relacionales y configuran relaciones que, atravesadas por el poder, nos colocan en posiciones sociales diferenciadas”. La producción de estas posiciones diferenciadas y, por tanto, asimétricas, en función de múltiples condiciones (de clase, género, edad, etnia), constituyen un importante tema que atraviesa, creo yo, también todos nuestros trabajos, incorporando una dimensión ético-política a nuestras reflexiones de orden metodológico sobre el estudio de las emociones, el cuerpo y las sensibilidades.
Conclusiones
En este conversatorio-escuchatorio, hemos compartido los diversos procesos que nos llevaron a interesarnos por la dimensión emocional y las estrategias metodológicas que hemos elaborado y seguimos construyendo. De ahí esta estructura textual en dos momentos en los que abordamos primero nuestras trayectorias y luego el valor epistémico de las emociones en nuestros procesos investigativos y en la construcción de nuestros objetos de estudio.
Tomando como punto de partida nuestros múltiples intereses académicos (el estudio de lo religioso, el proceso s/e/a-c, la sociología de la música y la teoría social), coincidimos en la necesidad de incorporar una perspectiva integral en el abordaje de la vida emocional, lo que significa atender a lo sensorial, emocional, afectivo y corpóreo. Éste ha sido uno de los principales aprendizajes de esta puesta en diálogo de nuestros devenires y estrategias metodológicas, que ha servido para hacernos también más conscientes de que asumimos nuestros temas como “refugios sensibles”; es decir, que reconocemos nuestra experiencia sensible en las formas de traducción del mundo social que llevamos adelante.
Tanto en el análisis de textos como en la producción teórica e interpretativa sobre espacios sociales y culturales, nuestros propios modos de sentir nos han desafiado a poner en clave afectiva el conocimiento social, así como la experiencia y los sentidos de prácticas transgresoras que cuestionan las lógicas convencionales del sentir y de las estéticas corporales inscritas en regímenes político-económico-afectivos específicos. Ya desde nuestra primera reunión nos quedaba claro que hemos buscado esos refugios sensibles con el afán de encontrar nuevos lugares de arraigo personal, pero también académico y social.
Encontramos que el género, el poder y lo político están presentes no sólo como enfoque sino como lugar crítico de enunciación en cada uno de nuestros trabajos y posturas. En este sentido, somos transgresorxs sensibles: Juan Pablo, al releer a los clásicos desde los lentes de la afectividad, cuestiona el núcleo desde el cual se ha construido la noción de objetividad que ha sido el corsé para el pensamiento científico en general y para las mujeres en particular, encasilladas de forma despectiva en el lado “subjetivo”. En el caso de Cristina y Victoria, la transgresión se encuentra no sólo en sus temas de investigación sino en su convicción de vida, que implica salir de las paredes académicas y sumergirse en el activismo feminista, con el propósito de acompañar y comprender los procesos por los que transitan las “minorías” en la búsqueda de sus derechos —mujeres creyentes diversas; mujeres y personas gestantes que abortan—. En el caso de Miriela, hacer sociología de la música desde las transgresiones artísticas y musicales ha tenido que ver con sus propias disposiciones y antidisposiciones estéticas en el contexto cubano.
La puesta en común de nuestras trayectorias y de la práctica de estas estrategias nos va dejando pistas sobre qué es traducir(nos), en tanto ejercicio de lectura y mutua comprensión, siempre incompleto y desafiante, que involucra poner en juego, como recurso y principio activo de investigación, el propio cuerpo en sus dimensiones sensibles y afectivas.
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Notas de autor