Resumen: La pandemia por COVID-19 constituyó un hito para la salud pública a escala global y un conjunto de modificaciones de las relaciones, prácticas, experiencias emocionales y sensoriales. El objetivo de este artículo es analizar desde la sociología de las emociones y de la sensorialidad cómo la pandemia detonada por el virus SARS-CoV-2 reconfiguró la vida cotidiana, rutinas edificadas espaciotemporalmente, espacios de interacción social y emocional —como el laboral, el educativo, familiar y el de recreación— y desdibujó las fronteras entre lo público y lo privado, cambios que provocaron miedo, desconfianza, ansiedad e inseguridad. Para tal fin, fueron realizadas dieciséis entrevistas a profundidad con hombres y mujeres de diferentes edades y profesiones con el objetivo de recoger las modificaciones en la vida cotidiana y su reverberación emocional y sensorial —en específico la aural—. Además, fueron aplicadas en línea ciento noventa y cuatro encuestas con el propósito de identificar las emociones que con mayor frecuencia fueron experimentadas. Como se expondrá, la cotidianidad constituye una dimensión ineludible en la estructuración, reproducción y reconfiguración del mundo social, lo cual no exenta la innovación y creatividad de dicho plano articulado por el vínculo irrompible entre tiempo y espacio.
Palabras clave: Pandemia, COVID-19 vida cotidiana, emociones, sonoridad.
Abstract: The COVID-19 pandemic marked a milestone for global public health and a set of modifications in relationships, practices, emotional, and sensory experiences. The aim of this article is to analyze, from the perspective of sociology of emotions and sensoriality, how the pandemic triggered by the SARS-CoV-2 virus reconfigured daily life routines that are constructed spatiotemporally, social, and emotional interaction spaces—such as work, education, family, and recreation—and blurred the boundaries between the public and the private, changes that induced fear, mistrust, anxiety, and insecurity. To this end, sixteen in-depth interviews were conducted with men and women of different ages and professions, with the goal of capturing modifications in daily life and their emotional and sensory reverberation—specifically, the auditory dimension. Additionally, a total of one hundred ninety-four online surveys were administered to identify the most frequently experienced emotions. As will be explained, everyday life constitutes an essential dimension in the structuring, reproduction, and reconfiguration of the social world, which does not exclude innovation and creativity within this plane, articulated by the unbreakable link between time and space.
Keywords: Pandemic, COVID-19, everyday life, emotions, sonority .
Dossier
Transformaciones espaciotemporales de la vida cotidiana durante la pandemia por COVID-19 y su resonancia emocional
Spacetime Transformations of the Everyday Life During the COVID-19 Pandemic and Its Emotional Resonance
Recepción: 31 Marzo 2023
Aprobación: 04 Julio 2023
Publicación: 12 Enero 2024
En diciembre de 2019, las autoridades sanitarias de Wuhan, China, emitieron una alerta a partir del hallazgo de un nuevo virus (SARS-CoV-2), responsable de detonar lo que a la postre fue denominada COVID-19. Este suceso fue el inicio de la veloz transmisión a escala global de esta enfermedad que puso en jaque los sistemas de salud de diversas naciones y que expuso la desigualdad social y económica de índole estructural dentro de los países afectados y entre ellos. La política espacial implementada a nivel internacional priorizó la disminución de la movilidad como una manera de contener los contagios.
El presente artículo es un análisis —desde la sociología de la vida cotidiana, la geografía cultural y la sociología de las emociones y las sensorialidades— de los ajustes de la vida cotidiana y su resonancia emocional y aural, es decir, sonora, en el marco de la pandemia por COVID-19, específicamente durante 2020 y hasta el inicio de la vacunación en México. Las preguntas que guían este trabajo son: ¿cómo la pandemia por COVID-19 afectó la dinámica espaciotemporal de la vida cotidiana, en particular en la esfera laboral y doméstica?, ¿qué impacto emocional y aural tuvo la transformación de dicha cotidianeidad?, ¿qué emociones fueron las más experimentadas durante la fase 2020-2021 entre los informantes y qué condiciones sociales las detonaba?, ¿qué tipo de sentimientos eran? Para responder estas interrogantes, se implementaron técnicas de investigación cualitativas y cuantitativas.
En el primer caso, se efectuaron dieciséis entrevistas a profundidad a mujeres y hombres en su mayoría residentes de la Ciudad de México1 —excepto una que radica en León, Guanajuato, México—, cuyas edades fluctúan entre los veintinueve y setenta y siete años, insertos en la economía formal, que laboran en instituciones públicas y privadas —universidades, escuelas públicas de educación básica, servicios, empresas farmacéuticas trasnacionales, organizaciones de la sociedad civil, hospitales, así como en el ámbito diplomático y en el gobierno de la Ciudad de México— y que en su mayoría cuentan con estudios de licenciatura y de posgrado. Las entrevistas se hicieron durante junio y julio de 2022. Cabe destacar que durante el periodo de confinamiento estos informantes pudieron realizar sus actividades laborales en casa.
Además, fueron aplicadas en línea —mediante la plataforma KoboToolbox— ciento noventa y cuatro encuestas, entre los meses de marzo a junio del mismo año, a personas de diversos géneros, edades y ocupaciones que residen en distintos estados de la república mexicana. Las líneas temáticas de las encuestas se centraron en el perfil demográfico —edad, género, ocupación, lugar de residencia—, cambios en las prácticas y lazos sociales, así como en el plano emocional y el aural. Es importante resaltar que la aplicación de las entrevistas no obedeció a un propósito de representatividad. Tanto las técnicas de investigación cualitativas, como las cuantitativas, se enfocaron en recoger las experiencias de los participantes durante 2020 y parte del 2021; la razón de ello parte del interés de analizar dichas vivencias durante la etapa más estricta del confinamiento, en la que se carecía de un tratamiento médico certero para la enfermedad y de una vacuna.
Este artículo está dividido en tres apartados. En el primero, se abordan las principales transformaciones espaciotemporales en la vida cotidiana de los informantes —en el terreno laboral y doméstico—, así como en las prácticas y en la interacción social; en el segundo, se analiza la experiencia emocional de las personas que participaron en la encuesta y en la entrevista, y, en el tercero, se explora la vivencia aural de los informantes durante el confinamiento. Cabe puntualizar que la división de estos apartados obedece a necesidades meramente analíticas y de organización formal del trabajo; la vida cotidiana está permeada de experiencias sensoriales y emocionales, mismas que forman parte de la compleja labor social de construcción de significados subyacentes a la acción social.
La vida cotidiana ha sido objeto de reflexión teórica y de numerosas investigaciones empíricas en la sociología y en disciplinas relacionadas. Su constitución es fruto de relaciones y prácticas espaciotemporales. Como construcción histórica y cultural que es, tiene un carácter cambiante y heterogéneo en virtud de la especificidad de los actores, que a lo largo del tiempo la erigen a partir de la intersubjetividad labrada y de factores estructurales como el género, la clase social, elementos étnicos y etarios. Berger y Luckmann (2015) denominaron a la vida cotidiana como la realidad suprema, misma que está cargada de sentido para los agentes sociales, de manera tal que les resulta coherente y ordenada, y en la que la actitud natural es un elemento definitorio. De este modo, la realidad de la vida cotidiana se da por establecida al no ser cuestionada su existencia y, por ende, no es objeto de verificaciones. Ya Schutz y Luckmann (2003) planteaban que la cotidianeidad está marcada por lo “aproblemático”, hasta nuevo aviso, de ahí que represente un horizonte de certidumbre relativa.
Giddens (1998) enmarca, por un lado, la intersección existente entre el ciclo de vida de los sujetos y, por otro, la larga duración de las instituciones políticas y sociales; aserción que muestra cómo este plano de realidad está atravesado por estructuras de poder y de dominación. En este sentido, cabe destacar el papel insoslayable que juega la cotidianeidad en la reproducción del mundo social, afirmación que no excluye reconocer la forma en la que ésta puede ser transformada por la innovación y la creatividad desplegada por los individuos.
Como puntualiza Lalive d'Epinay (citado por Lindón, 1999), la vida cotidiana “es el hogar de la praxis” y particularmente es territorio de rutinas, es decir, del conjunto de prácticas cuya seriación y reiteración le otorga a los individuos herramientas para afrontar el día a día y contar con un margen de certidumbre. Según Giddens (1998), la cotidianeidad encierra un fluir de actividades sólo interrumpido por dormir o por la pausa reflexiva de los individuos. Tanto la vida cotidiana, como el grueso de la vida social, se estructura a partir de dos pilares fundamentales: el espacio y el tiempo.
En el caso del espacio, es necesario destacar que no es un simple telón de fondo o escenario donde se desarrolla la acción, sino que es resultado de prácticas y relaciones sociales, a la vez que las moldea. Así, el espacio está cargado de intencionalidad, significados y valores al ser apropiado material y simbólicamente, a fin de jugar un rol ineludible en los procesos de poder, dominación y resistencia, así como en la edificación memorística e identitaria. Como afirma Lussault (2007), no hay acción social “aespacial”, de forma tal que no sólo el hacer se efectúa en el espacio, sino con el espacio.
En cuanto al tiempo, como apunta Elias (2015), constituye un medio de orientación y es un concepto de alto nivel de generalización y de síntesis cuyas formas de medición y de percepción han cambiado a lo largo de la historia. Tanto el tiempo como el espacio son construcciones que permiten la coordinación e integración social; son dispositivos que posibilitan articular, organizar, reproducir y transformar a las sociedades. En suma, existe una relación íntima, recursiva e inquebrantable entre lo espaciotemporal y la vida social.
Como dice Lindón (1999), la vida cotidiana se nutre y despliega a partir de tramas y zonas. Las primeras se refieren a las relaciones sociales, al espacio y al tiempo; las segundas remiten a los ámbitos constitutivos de lo cotidiano: el trabajo, la vida doméstica, el tiempo libre y la esfera vecinal. Los lazos sociales en la vida cotidiana se llevan a cabo tanto al interior del ámbito doméstico como fuera de él. Así, las tramas y las zonas de la cotidianeidad de millones de personas en el mundo fueron afectadas una vez que la enfermedad por COVID-19 fue caracterizada por la Organización Mundial de la Salud (OMS) como una pandemia, en marzo de 2020 y, con ello, se implementó una bioestrategia global (Lussault, 2007), es decir, una política espacial a diferentes escalas que fue acatada por diversas autoridades sanitarias y cuyo propósito fue controlar los contagios que se expandían velozmente. Esta estrategia significó aislar a los enfermos, acotar la movilidad a nivel global, nacional y local, así como instaurar nuevas reglas de interacción social.
En México, la política espacial de distanciamiento inició con la Jornada Nacional de Sana Distancia el 23 de marzo de 2020 y finalizó en mayo de ese año. Esta medida implicó la suspensión temporal de actividades consideradas no esenciales —como escolares, culturales, comerciales, industriales, financieras, deportivas, religiosas y de recreación—; posteriormente, fue reemplazada por la denominada “nueva normalidad”, en la que el semáforo epidemiológico era un mecanismo para la apertura y cierre de espacios a nivel estatal (Pastrana, 2020).
La bioestrategia global se enfocó en dos factores medulares: la distancia y la movilidad. Para Simmel (2014), la vida social puede ser concebida a partir de relaciones de proximidad y distancia.2 Desde una perspectiva relacional, este sociólogo afirma que los vínculos sociales, a diferentes escalas, engloban un conjunto de efectos recíprocos. A partir de Simmel, Sabido (2020) plantea que la categoría de proximidad sensible remite a cómo las relaciones encierran un entramado de efectos recíprocos que involucra tanto lo sensorial —el poder mirar y ser mirado; oler y ser olido; escuchar y ser escuchado— como las emociones. Lo anterior permite advertir que los lazos sociales son lazos afectivos donde los otros nos afectan, a la vez que nosotros los afectamos.
Este mundo social y afectivo no se circunscribe a las relaciones humanas, sino también se yergue a partir del vínculo que los actores entablan con otros actantes. Según Lussault (2007), un actante es cualquier entidad que funge como operador de la realidad social y que puede ser humano —tanto individual como colectivo— y no humano —objetos, animales—, además de ideas y principios, así como el espacio —y, se podría agregar, el tiempo—. Así, el virus de SARS-CoV-2, la enfermedad COVID-19 y la propia pandemia han sido actantes que han incidido en la constitución de políticas públicas, prácticas espaciotemporales —tanto en el ámbito público como en el privado—, políticas espaciales, dinámicas económicas, lazos sociales, formas de interacción social, emociones y sensorialidades; además, claro está, han afectado la salud y la vida de millones de personas
Lussault (2007) subraya que el estatus de actante no es inmutable ni definitivo, sino que son las situaciones sociales las que lo condicionan, afirmación que posibilita sostener que el SARS-CoV-2, en sus múltiples variantes, sigue siendo un operador de la realidad social —y, por lo tanto, espacial—, pese a que el proceso de vacunación y sus mismas mutaciones han significado que su grado de afectación haya disminuido. En México, este menguamiento de la letalidad del virus ha desembocado en el relajamiento de la política espacial de distanciamiento y, con ello, ha incidido a diferentes escalas en la dinámica social.3
Una parte ineludible de la política espacial de bioseguridad se centró no sólo en la reducción de la movilidad, sino en mantener una distancia física entre las personas durante la interacción dado que la principal fuente de contagio era la inhalación de gotículas respiratorias (Organización Mundial de la Salud [OMS], 2020). Esto suponía no sólo evitar la concentración de individuos en espacios cerrados, sino mantener una distancia intercorporal de dos metros —entre personas que no cohabitaban—, punto que fue difundido en México a través de la campaña Susana Distancia (Gobierno de México, 2020).
En su trabajo seminal, Hall (2022) establece cómo la relación de los sujetos y el espacio es una construcción cultural donde la distancia ocupa un lugar ineludible. A partir de ello, Hall desarrolló una clasificación de la distancia entre los cuerpos en Occidente:
a. Íntima: se divide en la cercana —donde la densidad de la presencia del otro es inconfundible dada la estrechez física; es la esfera de la lucha y del amor— y en la lejana —que encierra una distancia entre 15 a 45 cm—.
b. Personal: una especie de esfera protectora que nos limita frente a los otros y que en su modalidad cercana es de entre 45 y 75 cm; mientras que la lejana comprende de 75 a 125 cm.
c. Social: definida por una distancia de entre 1.2 a 2 m; esta modalidad es la que se sostiene en relaciones impersonales y en reuniones informales e improvisadas. En tanto que la lejana se erige a partir de 2 a 3 m y se vincula con el estatus, donde la configuración mobiliaria juega un rol relevante para destacar posiciones jerárquicas.
d. Distancia pública: que en su vertiente cercana comprende de 3.5 a 7.5 m; en ella los individuos tienen que hacer un despliegue de voz alta, aunque no en todo su volumen. En tanto que la lejana es de 9 m y es la que impera en encuentros tanto con personajes públicos como con los que no lo son.
Con base en la taxonomía formulada por Hall, se puede señalar que la política espacial de bioseguridad, desplegada durante la pandemia, buscó eliminar la distancia íntima entre personas que no co-residían y transformar la distancia personal —tanto del tipo cercano, como lejano— en una distancia social en su modalidad lejana. En suma, la proximidad sensible de menos de dos metros constituía un importante riesgo de contagio.
La necesidad de mantener la distancia entre los individuos cristalizó en una política de confinamiento, es decir, en la reducción de la movilidad, que desconfiguró rutinas de la vida cotidiana articuladas espaciotemporalmente, como señala una joven profesionista:
Mis oficinas están ubicadas en Polanco; entonces mis días comenzaban a las cinco de la mañana, que yo me tenía que salir de la casa de mis papás —ellos viven en Xochimilco—; entonces de Polanco a Xochimilco es mucho camino y en ese entonces mi papá todavía entonces trabajaba —sus oficinas estaban por Bosques de las Lomas—. Entonces nos íbamos juntos. Digamos que mis días eran desayunar en mi trabajo y también comía allá, en el comedor. A veces me encontraba a mi papá en la misma Fuente de Petróleos para regresarnos juntos y eso hacía el camino más fácil de dos horas o una hora y media; después llegaba a casa de mis papás y ya era como descansar realmente […]. En la pandemia, todo —o sea, la vida tal como la conocía— ya no era como antes; para empezar, el hecho de que yo sigo actualmente en home office, no salgo absolutamente a nada a la oficina […], que ya no salgo a la calle diario, no tengo ya la rutina de salir, de transportarme a un espacio de trabajo. Otra cosa que cambió fue la convivencia con las personas del trabajo: solía ser muy integral por el tipo de oficina que era, todos estábamos en un mismo espacio, todos comíamos juntos. Esa convivencia, a raíz del home office, como que, con quien no estableciste vínculos fuertes que trascendieran de lo laboral, pues ya no mantenías ni comunicación, ya ni sabes qué es de su vida ni nada. (V. Pacheco, comunicación personal, Ciudad de México, 28 de junio de 2022)
Este testimonio ilustra que la política espacial de confinamiento englobó varias modificaciones, como limitar los desplazamientos urbanos cotidianos, el acotamiento de espacios de interacción social, la reducción de relaciones cara a cara, así como transformaciones en la organización social del tiempo. Así, se restringió la proximidad sensible entre personas que no co-residían, a la vez que se densificó la existente con quienes se cohabitaba, dado el mayor tiempo transcurrido en el hogar. Consecuentemente, la casa se convirtió, por antonomasia, en la sede interaccional y de prácticas escolares, laborales, familiares, recreativas y de cuidados, así como de encuentros digitales a distancia. Para Giddens (1998), el concepto de sede alude a los escenarios de relacionalidad estructurados materialmente que pueden tener diversas escalas —esquinas, plazas, fábricas, bares, barrios, pueblos, ciudades, Estados nación— y que remite al uso social y político del espacio que los actores efectúan en función de necesidades simbólicas y materiales.
La casa es un espacio normado, apropiado, domesticado y practicado; un anclaje para quienes lo habitan; constituye una estación
para un amplio conglomerado de interacciones en el curso de un día característico. Las casas en sociedades contemporáneas están regionalizadas en pisos, vestíbulos y habitaciones. Pero las diversas habitaciones de la casa están zonificadas de manera diferente en el tiempo como en el espacio. Las habitaciones de planta baja se suelen usar sobre todo en horas de día, mientras que los individuos se retiran a los dormitorios en la noche. (Giddens, 1998, p. 152)
Como lo establece Giddens, la regionalización de la casa se define por la división funcional del espacio doméstico, que suele contar con fronteras materiales y simbólicas, límites que habilitan y a la vez constriñen qué prácticas efectuar. No obstante, durante la pandemia, dicha delimitación resultaba disfuncional para afrontar las nuevas necesidades, en las que el trabajo y estudio a distancia formaban parte de la vida cotidiana, tal como lo expresa un académico con hijos pequeños:
No había espacio para trabajar; yo me salía cuando estaba mi hija en el comedor para que ella pusiera atención a sus clases, ¿no? No había ese espacio, por eso nos urgía cambiarnos; ahí fue cuando dijimos: “necesitamos un cuarto, otro cuarto más, para que tengamos la posibilidad de tener un estudio donde se pueda meter alguien, ya sea mi hijo, mi hija o yo, y nos podamos aislar también en ese sentido”; no, no lo teníamos. Ella estaba en el comedor —era el lugar donde tomaba clases—; o ella en su cuarto, pero yo tenía que estar un poco acompañándola y viendo qué onda, pero yo trabajaba en el comedor; no había un espacio propio para trabajar. (M. Cerva, comunicación personal, Ciudad de México, 20 de julio de 2022)
Como este informante, la mayoría señaló que el comedor o los dormitorios se convirtieron en lugares de estudio y de trabajo. Esto revela que una misma disposición espacial —definida por Lussault (2007) como la dimensión espacial de prácticas sociales a partir de un entorno material, cuya constitución está determinada por situaciones y cuya composición se da mediante la constelación de diferentes actantes, como objetos, personas, ideas y lenguajes— de las regiones de los hogares eran empleadas para realizar diferentes quehaceres cotidianos. Así, el comedor —y los objetos que lo conforman—, además de cumplir con su función original, eran oficinas y aulas escolares de naturaleza emergente, lo cual muestra el relativo carácter maleable de dichas disposiciones espaciales. Evidentemente, el uso social de éstas se encontraba también condicionado por la organización social del tiempo. Así, el dormitorio por las noches era empleado para descansar y por el día se tornaba en un lugar de trabajo. Es necesario destacar que, en algunos casos, fue necesario adquirir nuevos actantes —computadoras, pizarrones, pantallas, escritorios— o bien adecuar partes de la casa (J. Guerrero, comunicación personal, Ciudad de México, 15 de junio de 2022; A. Karam, comunicación personal, Ciudad de México, 19 de junio de 2022; C. Téllez, comunicación personal, Ciudad de México, 5 de julio de 2020).
Ante la política espacial de confinamiento, diferentes actividades laborales y escolares se desarrollaron en la casa, siendo la tecnología —internet, computadoras, tabletas, teléfonos celulares— la que posibilitó la conexión con el exterior sin necesidad de desplazarse fuera del hogar. Este hecho representó una nueva dinámica social donde la interacción con personas no co-residentes fue modificada a partir de la mediación de dichos actantes: se podía mantener la proximidad social pese a la distancia espacial. Plataformas como Zoom o Google Meet representaron no sólo la innovación de habilidades y conocimientos para enfrentar la vida cotidiana, sino también nuevos desafíos, tal como lo ilustran los testimonios de una académica y de un profesor de educación básica:
Eso era la primera cosa que cambió, o sea, el vernos cara a cara desde la pantalla. Luego la otra era ver cómo íbamos a solucionar, a conectarnos al mismo tiempo yo al trabajo y mi hijo con las clases que, además, era muy chiquito, estaba en preprimaria, y entonces tuvimos que buscar un dispositivo para él […]. Entonces yo conectaba al niño, lo desconectaba, descansaba un poquito y así; pero, bueno, a mí me sometía el tenerlo yo en reuniones aquí, al lado, y tenía que pedirle que guardara silencio; esas dinámicas. A mí lo que me daba pesar era que yo tenía que estar dos horas calladita; al principio me angustiaba, le tenía que decir a mi hijo “oye, guarda silencio”; después llegó un punto en el que la verdad me valió. (C. Téllez, comunicación personal, Ciudad de México, 5 de julio de 2020)
Si vas a proyectar imágenes al estar frente a grupo, en clases a distancia, tienes que darle una cierta presentación al espacio tuyo, privado, íntimo, que podías tener antes de la pandemia como quisieras, pero después ya no, o por lo menos tener tus orillitas de lo que es presentable y las otras que no se vieran. (J. Guerrero, comunicación personal, Ciudad de México, 15 de junio de 2020)
Lo narrado por estos informantes trasluce cómo el uso de plataformas en las sesiones laborales supuso implementar nuevas reglas de interacción digital —apagar el micrófono cuando no se iba a hablar, guardar silencio, levantar la mano si se quería hablar, mantener prendida la cámara en momentos necesarios, tener limpio el entorno que estaba al alcance del registro de la cámara o, bien, establecer un telón de fondo proporcionado por la misma plataforma—. Parte de estas nuevas reglas se vinculaban con la necesidad de mantener una presentación de la persona (Goffman, 2012) acorde con el rol profesional forjado antes de la pandemia. En este sentido, las pantallas constituían el escenario donde los individuos desplegaban una actuación. Cabe puntualizar que en el mundo social los sujetos incorporan y ejercen roles sociales que presuponen conductas, significados, presentaciones, lenguajes y corporalidades, que son desplegados en espacios y momentos específicos.
Con base en Goffman (2012), se puede afirmar que la pantalla digital, que hacía posible la interacción a distancia, se tornó en una región anterior. Para este sociólogo, una región es un lugar acotado, hasta cierto punto, por barreras antepuestas a la percepción, el cual está normado. De este modo, la región anterior es el espacio donde se presenta la actuación, en tanto que la posterior es el lugar tras bambalinas en el que se prepara la actuación, donde los actores relajan su conducta, lenguaje, vestimenta y modos de relacionarse y, por lo tanto, constituye un terreno de relativa autonomía frente a los mandatos sociales. Ambos conceptos tienen un carácter relacional y una evidente impronta espacial y encierran formas de conducta distintas. En las sociedades modernas, el hogar ha sido considerado como sede de la vida privada —como una región posterior donde los individuos preparan las actuaciones que desplegarán en el ámbito público—; no obstante, es importante destacar que la esfera doméstica engloba también regiones anteriores donde los actores se relacionan con la audiencia —por ejemplo, las visitas que son recibidas en el comedor o en la sala—, al tiempo en que existen regiones posteriores que suponen un acceso restringido para quienes no habitan en la casa y que son espacios íntimos —como la cocina, el baño y las recámaras—.
Bajo esta perspectiva, los espacios domésticos, que antes de la pandemia fungían como sitios donde las personas organizaban su actuación, durante el confinamiento se convirtieron en regiones anteriores gracias al papel que las cámaras de celulares, tabletas y computadoras desempeñaban.4 Este hecho —como los testimonios anteriores lo revelan— significó mantener una disposición espacial en la que —si bien esta no fue drásticamente alterada— resultaba necesario mantenerla ordenada y donde, además, lo que Goffman (2012) denomina fachada personal —aquellos elementos que identifican el rol de los agentes y que se espera que siempre los revistan durante la actuación, como insignias del cargo, vestimenta, pautas del lenguaje, gestos— era un componente fundamental para desplegar la presentación de la persona en su modalidad profesional.
Cabe recordar que, para Goffman (2012), la región anterior está sellada por normas, las cuales remiten a la interacción entre los agentes y su propio auditorio —el diálogo entablado, así como el intercambio gestual—, mientras que otras reglas se refieren a la conducta de los actores, a la forma en que es percibida por los otros sin que necesariamente haya un diálogo; estas últimas normas se vinculan con el decoro, con el respeto que puede generar, o no, un agente. De esta forma, en las interacciones digitales, el decoro, la fachada personal y la disposición espacial resultaban elementos importantes para los informantes: “en la pandemia podías cambiarte menos de ropa, porque nadie te veía. Esas escenas en las conexiones de Zoom, en las que en la parte de arriba del cuerpo traías una camisa y la corbata, pero abajo traías pants o zapatos más cómodos, tipo pantufla, eran comunes” (J. Guerrero, comunicación personal, Ciudad de México, 15 de junio de 2022).
De este modo, la región anterior era definida y delimitada por la especificidad de la situación y la interacción, así como por los alcances de registro que la cámara y el micrófono de computadoras, tabletas o celulares tenían —lo que los otros podían ver y escuchar—, donde la parte superior del cuerpo resultaba medular: “la zonificación del cuerpo parece asociarse en la mayoría de las sociedades (¿en todas?) a la zonificación de actividades en un espacio-tiempo por las trayectorias del día en el interior de las sedes” (Giddens, 1998, p. 161). En suma, el uso de estos actantes tecnológicos, que permitían que la interacción digital fungiera como sucedánea de la presencial, significó también la zonificación de un espacio seminal, el cuerpo, donde el rostro y la parte superior desempeñaban un papel protagónico.
El hecho de que la casa fuera un espacio multifuncional implicó una relativa imbricación y porosidad de lo público y lo privado; situación que repercutió, en algunos casos, en ciertas dificultades. En este tenor habla un académico: “está desordenado, hay que lavar trastes, arreglar la casa; ese tipo de cosas domésticas distraen y, si no estás concentrado trabajando en algo, fácilmente te impiden que continúes con lo que tienes que hacer para cumplir con tu trabajo” (C. Castillo, comunicación personal, Ciudad de México, 6 de junio de 2022). Durante la pandemia, la desigualdad de género al interior del hogar materializada en la división social del trabajo representó, en algunos casos, una mayor carga para las mujeres, tal como lo ilustra el testimonio de una investigadora, madre de un niño pequeño:
Esas dinámicas sí fueron muy complejas porque no me agradaba que la única solución era que, mientras yo trabajaba, había que ponerle al niño la televisión o haz un jueguito o ponte a pintar. […] El sistema de cuidados totalmente se combinaba con lo laboral y lo académico. También era un problema que el niño prendiera la computadora y saludara a todos durante las sesiones de Zoom de trabajo; al principio eso me angustiaba […]; después pensé que tampoco podía contenerlo a él: él está en su casa, en su espacio; y creo que nos volvimos esa mezcla inmersiva, incluso invasiva, porque era el trabajo en tu espacio. (C. Téllez, comunicación personal, Ciudad de México, 5 de julio de 2020)
No obstante, llama la atención cómo entre la mayoría de los entrevistados la distribución de labores domésticas y de cuidados no estuvo condicionada por una racionalidad patriarcal, sino que se buscó que la reasignación del trabajo fuera más equilibrada (G. Mora, comunicación personal, 18 de julio de 2022; G. Vila, comunicación personal, 1 de julio de 2022) o que se mantuviera igual a antes del confinamiento, donde la organización era igualitaria. Este hallazgo coincide con la investigación desarrollada por Rodríguez y Rodríguez (2020), centrada en analizar el impacto de la pandemia en la vida en pareja y en la que se muestra el interés de éstas por realizar actividades de forma conjunta. Pese a ello, algunas informantes han expresado cómo el trabajo en casa constituyó una extensión de la jornada laboral, producto tanto del abuso patronal como de la incapacidad para poner límites a los tiempos de trabajo (A. Jiménez, comunicación personal, Ciudad de México, 14 de junio de 2022; C. Téllez, comunicación personal, Ciudad de México, 5 de julio de 2020).
Cabe destacar la relevancia del espacio para acotar prácticas sociales de índole laboral con las de carácter privado; al respecto, asevera Prost (2018):
La disociación entre vida privada y vida pública de trabajo se inscribe hoy en día en la configuración misma de las ciudades y en la estructura de la utilización del tiempo. Ya no se trabaja en el mismo sitio donde se vive; ya no se vive donde se trabaja: este principio no se aplica solamente en relación con el alojamiento individual o al taller, sino también respecto de los barrios. Todos los días, amplias migraciones desplazan a la población de los lugares de residencia habitual hacia los de trabajo, después de los lugares de trabajo hacia los de residencia. El automóvil o los transportes colectivos aseguran una vinculación alterna entre dos espacios que tienden a excluirse. (p. 29)
La diferenciación espacial no sólo posibilita la organización social de prácticas, relaciones y roles, sino que, al ser conculcada, evidencia otro punto medular: “la indiferenciación de los lugares es vivida como un sometimiento absoluto del tiempo” (Prost, 2018, p. 23). Así pues, durante la política de confinamiento, los horarios de diferentes rutinas de la vida cotidiana fueron desarticulados, como lo menciona una joven profesionista: “el trabajo, la rutina del salir, o sea el tener una rutina ya concisa de que a tal hora me levanto porque tengo que llegar a la oficina, cambió; la hora de salida de casa era dependiendo del tiempo del trayecto” (P. Pacheco, comunicación personal, Ciudad de México, 11 de junio de 2022). Otro informante, dedicado a la investigación académica, señala: “esto también alteró el ciclo habitual; podías dormirte medio tarde, pero, ahora, en la pandemia, pues nos dormimos mucho más tarde, quizás hasta las dos de la mañana porque no había que despertarse temprano para ir a trabajar” (C. Castillo, comunicación personal, Ciudad de México, 6 de junio de 2022). Estos testimonios ilustran cambios en la organización social del tiempo concernientes a la movilidad y a los horarios de descanso, además de revelar la importancia fundamental que tiene el trabajo fuera de casa en la estructuración espacial y temporal de la vida cotidiana en las sociedades contemporáneas. En este sentido, Lindón (1999) habla de los ritmos temporales para referirse a la sucesión y periodicidad, al sistema de regularidades y de cambios, de continuidades y de rupturas, en la manera en la que se orquesta y vive el tiempo, noción que posibilita ver cómo las rutinas sedimentadas también son objeto de innovación y, con ello, toda la vida cotidiana.
Desde una perspectiva sociológica, el tiempo es un dispositivo que actúa como orientador de un sinnúmero de relaciones y prácticas a diferentes escalas. Por ende, es un mecanismo normativo social, cultural e históricamente condicionado que, a la vez, condiciona el mundo social. Asimismo, existen distintas maneras de erigirlo, organizarlo, percibirlo y darle significarlo, dependiendo del entorno histórico y cultural. Esta pluralidad de tiempos sociales remite también a cómo los sujetos pueden constituir y vivir diferentes tiempos: los laborales, escolares, familiares y recreativos; cada uno de ellos vinculados y cristalizados en diversos espacios. Es así como en la vida cotidiana coexisten varias temporalidades:
La estructura del tiempo del mundo de la vida se construye allí donde el tiempo subjetivo del flujo de la conciencia (de la duración interior) se interseca con el ritmo del cuerpo como tiempo biológico en general y con las estaciones como tiempo del mundo en general o como tiempo social. Vivimos en todas estas dimensiones simultáneamente, pero dado que no existe ninguna congruencia absoluta (ninguna simultaneidad, por así decir) entre los sucesos de estas dimensiones, tenemos como inevitable resultado de esta incongruencia el fenómeno de la espera […] en la espera, encontramos una estructura temporal que se nos impone. (Schutz y Luckmann, 2003, p. 64)
Con base en la puntualización de estos sociólogos, se puede afirmar que durante la pandemia estas tres dimensiones temporales, y su imbricación, fueron modificadas: el tiempo biológico siguió desenvolviéndose y afectando a las personas contando con un nuevo actante: el SAR-CoV-2, cuyo potencial lesivo ponía en riesgo la salud y la vida de millones de individuos; el tiempo social fue alterado en virtud de la bioestrategia global (Lussault, 2007) dirigida a contener los contagios mediante la reducción de la movilidad y el confinamiento. De igual manera, el tiempo subjetivo fue trastocado a partir del conjunto de alteraciones en las rutinas y prácticas sociales, en la reducción de las relaciones cara a cara con personas con quienes no se coresidía —al tiempo en que se intensificaron con quienes se cohabitaba y en el acotamiento de espacios de interacción, convirtiéndose la casa en la sede principal de quehaceres y de relaciones. La conjunción de estas transformaciones influyó en la manera en la que las personas percibían el tiempo. Al respecto habla un profesor universitario:
Sentía esa sensación del tiempo lento, soporoso, contrapuesto al deseo de que ya sucedieran las cosas, se dieran los plazos y cambiara la situación. Tenía una sensación de inmovilidad que yo la ligo a incertidumbre, a una visión muy enigmática de lo que podía pasar; entonces, en muchos momentos, dominaba esta sensación de tiempo pesado, demasiado largo, cansado, que perduró bastante, yo diría esos primeros meses de la reclusión y del desarrollo de la pandemia; era un tiempo tendiente a lo pesado. (C. Carso, comunicación personal, Ciudad de México, 8 de julio de 2022)
En contraste, hay informantes que mencionaron que el periodo de confinamiento fue una etapa en la que las horas y los días transitaban vertiginosamente (G. Mora, comunicación personal, Ciudad de México, 18 de julio de 2022). Además del entorno cultural e histórico, existen otros factores sociales que ayudan a entender las diferencias en el modo en el que los individuos en sociedad perciben e interpretan el transcurrir del tiempo, como la edad, la ocupación, la clase social o el género. Independientemente de las distintas formas en las que los informantes manifestaron su experiencia temporal, hay que precisar que, para todos, la pandemia por COVID-19 ha representado lo que Elias (2015) define como continuum, o sea, aquellos acontecimientos —políticos, bélicos, deportivos, así como catástrofes naturales— de gran significación para los grupos humanos que funge como referente temporal para identificar cuándo sucedieron otros hechos. Para Elias, la vida misma de las personas puede ser un continuum para la identificación temporal de otros procesos. En resumen, este concepto alude a un hito memorístico de importante calado; de esta forma, algunos testimonios retratan la manera en la que la pandemia representó un parteaguas memorístico: “sí es una cosa extraña que compartes con la humanidad, que haya algo que envuelve el poder compartir esto, aunque haya muchas diferencias, aunque creo que eso nos puso en una igualdad tremenda […] me parece muy fuerte, me parece extraordinario, muy loco (P. Pacheco, comunicación personal, Ciudad de México, 11 de junio de 2022).
Otro informante menciona:
La pandemia dio una reflexión poderosísima de que las cosas pueden cambiar de la manera más abrupta e inesperada, que nuestra salud es frágil, la mía en particular y la de los míos; […] una vulnerabilidad ante la salud, ante los demás, ante la economía; una sensación de movimiento incontrolable. La pandemia fue el revulsivo más fuerte que yo he visto en mi vida; una movedura de tapete; fuertísimo. (C. Carso, comunicación personal, Ciudad de México, 8 de julio de 2022)
Como se ha mencionado, la política espacial de bioseguridad incidió de manera significativa en aspectos centrales de la vida cotidiana: en la reducción de la movilidad y de los espacios de interacción social, en la redefinición de pautas de proximidad y distancia físicas, así como en las rutinas. Estos cambios formaron parte de una nueva cotidianeidad donde nuevas reglas proxémicas —evitar el contacto físico con quienes no se cohabitaba, saludar a distancia—, el uso de actantes con el objetivo de protegerse del contagio —como mascarillas, guantes, tapetes y gel de limpieza— y nuevas rutinas de higiene —como el lavado frecuente de manos— fueron incorporándose. Como se verá, la rearticulación de la vida cotidiana tuvo una notoria resonancia emocional y sensorial, mostrando cómo el SARS-CoV-2, la COVID-19, la pandemia y la vacuna han sido actantes con un gran poder afectivo.
La experiencia emocional y la sensorialidad atraviesan el grueso del mundo social, incluyendo la vida cotidiana. Como se verá a lo largo de este apartado, existen sentimientos que funcionan como matriz para el desarrollo de otras emociones y que, además, representan una estructura seminal que permite la continuación del día a día. Hablar de las emociones y la sensorialidad desde las ciencias sociales supone un ejercicio analítico que las “des-naturalice” y, con ello, enfatizar el carácter cultural e histórico que tienen. Si bien ambas han sido pensadas dentro del encuadre conceptual de la modernidad —donde la razón ha sido considerada como instrumento preeminente para la comprensión de la realidad—, en las últimas décadas, la sociología y disciplinas afines han conseguido romper con la dicotomía razón-emoción y mente-cuerpo, destacando cómo emociones y sentidos se amalgaman con creencias y razones en la dinámica de construcción e interpretación del mundo. Resulta preciso puntualizar cómo lo sensitivo y lo sentimental no sólo son producto del mundo social, sino que también inciden en su configuración al formar parte de la compleja labor de significación de la realidad y, como tal, orientan a la acción social y política a diversas escalas.
Ahmed (2015) reflexiona sobre las emociones desde una perspectiva relacional y procesal, señalando cómo son fruto del contacto que las personas entablan con objetos —individuos, animales, cosas—, circulan entre los cuerpos y, por lo tanto, no son sustancias inmóviles. Destaca que las emociones no son estados psicológicos, sino prácticas culturales, puntualiza que no es posible diferenciar entre el plano emocional y el sensorial dada su imbricación. Para ella, la clave no es preguntarse qué son las emociones, sino qué hacen, con lo cual enmarca el papel performativo que tienen.
Si bien hay diversas taxonomías sobre las emociones, para los propósitos de este trabajo, se retomará la de Jasper (2012). Para este sociólogo, se puede hablar de: a) pulsiones, que son fuertes impulsos corporales difíciles de ignorar, como el sueño, el deseo sexual o la necesidad de defecar; b) emociones reflejas, las cuales constituyen respuestas al entorno físico y social cuya pronta aparición también puede representar su veloz aplacamiento, como la rabia, la alegría, la sorpresa o el disgusto; c) estados de ánimo, que se caracterizan por ser más estables y duraderos que las reflejas, de ahí que puedan ser llevadas de una circunstancia a otra y carecen de un objeto directo, como la esperanza o la depresión; d) reflexivas, las cuales se distinguen por su mayor estabilidad y por ser apegos o animadversiones dirigidas a personas o a otros actantes, como la lealtad, el amor, la simpatía, la confianza, el apego y sus equivalencias negativas, y e) morales, que, como su nombre lo denota, se fincan en códigos axiológicos socialmente constituidos y encierran un ejercicio evaluativo sobre lo correcto e incorrecto, legítimo e ilegítimo; sentimientos como la indignación y la compasión entran en esta categoría.
Una ventaja heurística que ofrece la clasificación de Jasper (2012) estriba en el acento puesto en la amalgama de dichos afectos en la dimensión empírica. Así, la ira —emoción refleja— puede cobrar un tinte moral ante una injusticia o, bien, puede irrumpir ante el daño cometido en contra de alguien amado —emoción reflexiva—. La esperanza —estado de ánimo— puede contribuir a la experimentación de la alegría —emoción refleja— ante la interpretación de un suceso específico; en tanto que el insomnio recurrente —rotulado como una pulsión— puede conducir a la irritación y la tristeza —de carácter reflejo— y contribuir a un estado de ánimo depresivo, amén de señalar que el insomnio, a la par de otros síntomas físicos y emocionales, puede ser un indicio de un cuadro clínico de depresión. La clasificación de Jasper permite observar no sólo de qué manera las emociones se interconectan, sino también cómo se nutren de elementos axiológicos y, con ello, es posible resaltar la función cognitiva que tienen al acompañarse de un trabajo evaluativo del entorno social.
Así pues, ¿qué emociones fueron experimentadas por los informantes durante el periodo de confinamiento y qué las detonaba? Debido al modo en el que se desarrolló, la política espacial de bioseguridad implicó una reconfiguración espaciotemporal de la vida cotidiana, específicamente de aquello que permite contar con un relativo margen de confianza a partir de la reiteración, serialidad y sedimentación: las rutinas. Según Giddens (1998), estos tipos de prácticas son un nutriente seminal para la constitución de un sentimiento de confianza de carácter estructural llamado seguridad ontológica, la cual es la certeza tanto de la existencia y continuidad del mundo tal como se le conoce, como la del propio-ser envuelto en la duración de la vida cotidiana. En sintonía, Collins (2009) sostiene que, si bien hay emociones caracterizadas por su espectacularidad e intensidad —terror, ira, turbación, alegría—, el sentimiento de banalidad, es decir, la sensación de “no pasa nada”, en realidad representa un importante y constante esfuerzo social que posibilita la reproducción del día a día. Con base en estos pensadores, se puede afirmar que la ruptura de las rutinas hondamente institucionalizadas antes de la pandemia contribuyó —junto con otros elementos— al resquebrajamiento de la predictibilidad de la continuidad de la vida social tal como se conocía y, por lo tanto, supuso el desgajamiento de la seguridad ontológica y de la sensación de banalidad. El siguiente testimonio de un joven profesionista va en esa línea:
Fui perdiendo la capacidad de estar calmado porque, bueno, todas las implicaciones que tuvo el estar escuchando la información del diario, todos los días en la tarde, la conferencia ésa; estar escuchando que si se enfermó aquí, que si se enfermó allá. Yo de inicio padezco problemas respiratorios, de toda mi vida; era siempre estar un poco alerta. Todo esto creo que, bueno, no creo, estoy seguro, que me fue destruyendo poco a poco, y la primera manifestación era que ya no podía dormir; tengo ganas de decir “de no dormir bien”, pero es que a veces ni siquiera era dormir, ni bien ni mal. Entonces mi rutina se fue; yo ya no tenía una rutina; lo único que sabía es que había días que daba clases —esos días siempre los atendí— y que había momentos, en el ínter, en los que tenía que preparar las clases, leer, calificar y demás. Digamos que la única rutina que mantenía para saber si era lunes o martes o miércoles eran los días en los que tenía que dar clases y los demás si era día, noche o madrugada no me enteraba de nada. (A. Karam, comunicación personal, Ciudad de México, 19 de junio de 2022)
La seguridad ontológica y la sensación de banalidad pueden ser calificadas, de acuerdo con la taxonomía de Jasper (2012), como estados de ánimo y como emociones reflexivas cuya fisura condicionó la experimentación de pulsiones —el insomnio— y de emociones reflejas, como la ansiedad, la tristeza y el miedo, mismas que obtuvieron el más alto porcentaje entre hombres y mujeres encuestados, siendo además el grupo de edad más joven —entre 18 y 29 años— el que más los sintió (ver cuadro 1).
Ligado a la desarticulación de la seguridad ontológica y al sentimiento de banalidad, la inseguridad fue experimentada por el 43 % de los varones y por el 54 % de las mujeres. Esta emoción reflexiva también fue identificada por varias personas entrevistadas. En este caso, la posibilidad de perder el empleo fue una preocupación recurrente que generaba inseguridad y ansiedad, vividas tanto por profesores universitarios del sector privado cuyo régimen salarial dependía de horas-clase (C. Carso, comunicación personal, Ciudad de México, 8 de julio de 2022), trabajadoras de organizaciones de la sociedad civil (A. Jiménez, comunicación personal, Ciudad de México, 30 de junio de 2022), como por una coordinadora de talleres culturales en hospitales públicos (F. Flores, comunicación personal, Ciudad de México, 20 de julio de 2022). Otro factor que condicionó la inseguridad fue la prolongación del confinamiento, como lo muestra el siguiente testimonio de un maestro universitario, en el que, además, se evidencia la forma en la que se imbrican emociones reflexivas, pulsiones y el estado de ánimo:
Yo considero que sí había ansiedad, que sí había una sensación depresiva, triste, por la incertidumbre de los efectos en el futuro en las personas, en lo laboral, en lo económico, en lo profesional. Yo diría que había una ansiedad latente con cierto nivel de fuerza. Diría también, aunque no de forma muy marcada, que seguramente había alguna irritabilidad, aunque son cosas que a veces uno no autopercibe. Sí me sentía yo con una sensación de presión, de aceleración, de angustia, que es parte de la ansiedad digamos en sus niveles más elementales, pero también aquéllos que son más constantes. Entonces era muy presente cierto temor, de alta incertidumbre, de alta duda desestabilizante, combinado con un problema de déficit de sueño, de dolores de cabeza, de malestar físico inmediato. (C. Carso, comunicación personal, Ciudad de México, 8 de julio de 2022)
Por otra parte, la política espacial de confinamiento significó que actividades laborales y escolares fueran realizadas al interior del hogar y, con ello, se fraguó una nueva relación entre las personas y el espacio doméstico. Para algunos entrevistados, el estar encerrados en casa todo el día, supuso una dinámica de revaloración de dicha sede, como se ejemplifica en las palabras de una coordinadora cultural de un hospital estatal:
Pues siempre he sentido que mi casa es mi refugio; siempre he sentido que es un lugar seguro pues porque yo lo he hecho, ¿no? Haz de cuenta que es alguien que va construyendo, construyendo, así justo como esta imagen: aquí estás protegido pre y post pandemia, ¿no? Pero había cosas, por ejemplo, en el baño, yo no me había fijado que tiene una cenefa, no me había fijado. Ésta no es mi casa, la rento, pero pues yo me vine aquí cuando no había nada, pero empiezo a ver detalles de la zotehuela. Otra de las actividades que hacíamos durante la pandemia era subirnos a la azotea; nos subíamos allá a correr con el niño; una vez compramos una piscinita y ahí nos metíamos los tres. Digo, jamás pensé que la azotea iba a ser un lugar del que yo me pudiera apropiar también y eso, como dicen, ya llegó para quedarse […]. A mí me gusta mucho mi casa, antes y después de la pandemia pero, en esos días, en esos meses, en esos dos años de encierro, me sentía como “¡Ay! ¿De veras es mía? Mira, qué a gusto estoy, qué bien; es justo lo que quería”. Me sentaba en la sala y comenzaba a ver a todos lados, acomodaba una plantita, a disfrutar realmente mi casa. (F. Flores, comunicación personal, Ciudad de México, 20 de julio de 2022)
Esta dinámica de resignificación del espacio doméstico se alimentaba de otros elementos. Sobre este punto detalla una joven profesionista del sector privado:
De repente te dicen: “te encierras 24/7 y quién sabe hasta cuándo”. Me costó mucho asimilarlo, pero, cuando asimilé eso, se convirtió en el mejor espacio para estar, porque disfruté mucho a mis papás; disfruté convivir con ellos de una manera increíble, o sea, comíamos, desayunábamos, cenábamos juntos, todos los días y luego ya era de “vamos a jugar”, o sea, cosas que nunca hacíamos las llegamos a hacer juntos, ¿no? Entonces, pasado como ese periodo, lo vi como un lugar de amor, de protección y de mucha compañía. (V. Pacheco, comunicación personal, Ciudad de México, 28 de junio de 2022)
Los testimonios reflejan cómo la exploración de nuevos lugares para la interacción, el goce sensorial de la disposición espacial doméstica, la adquisición de nuevos muebles o plantas para hacer más habitable el recinto (A. Jiménez, comunicación personal, Ciudad de México, 30 de junio de 2022), así como el hecho de que el hogar se interpretara como sede del vínculo amoroso con la familia y como un espacio de protección, contribuyeron a que estas informantes experimentaran un sentimiento de topofilia. Para Tuan (2008), este concepto remite a un amplio gradiente afectivo que va desde el placer sensorial hasta un profundo sentimiento de arraigo y amor a un lugar que funge como anclaje de numerosas vivencias y memorias. En suma, la topofilia experimentada por las informantes —emoción reflexiva— se alimentó de otros sentimientos reflexivos —como el amor a las personas con quienes se cohabitaba—, así como de la experiencia cotidiana donde la proximidad sensible con el espacio, las personas y los objetos eran clave. De esta forma, se puede aseverar que, para varios informantes, durante la pandemia, la casa fue reafirmada como un espacio de vida (Buttimer, 1976), que, pese al quiebre de la vida cotidiana y su margen de predictibilidad, representaba un lugar de protección. No obstante, es necesario destacar la manera en la que, para otros, el permanecer en el hogar por tanto tiempo significó una fuente de angustia (A. Karam, comunicación personal, Ciudad de México, 19 de junio de 2022), en parte resultado del desapego al espacio doméstico previo al confinamiento, así como a la reducción de espacios de interacción.
El hecho de que la casa se tornara el epicentro de prácticas laborales, escolares, recreativas y familiares, así como el acotamiento de las relaciones cara a cara, posiblemente condicionó que el aburrimiento (53 % en los hombres y 50 % en mujeres) y la apatía (en los varones 43 %, en tanto que en las mujeres el 46 %) fueran los estados de ánimo más frecuentes en personas más jóvenes (ver cuadro 1). Estos datos pueden vincularse con el hecho de que la mayoría dejó de realizar actividades en el espacio público (91 % de los hombres y 92 % de mujeres); específicamente, dejar de ver amigos (el 73 % de los varones y el 81 % de las mujeres) y asistir a fiestas y a reuniones (75 % de los varones y el 77 % de mujeres). Pese a ello, sólo el 38 % de los hombres y el 45 % de las mujeres dejaron de asistir al trabajo fuera de casa, mientras que el 34 % de los primeros y el 39 % de las segundas dejaron de tomar clases presenciales. Esta situación contrasta con las personas entrevistadas, las cuales en su totalidad centraron sus prácticas cotidianas al interior del hogar.
El uso de plataformas digitales durante la pandemia cobró un lugar relevante frente a la reducción de la interacción social. Recursos como computadoras, celulares y tabletas eran el vehículo para el despliegue de Zoom, Skype, Google Meet o WhatsApp, los cuales constituían lo que Hall (2022) define como prolongaciones: “al crear prolongaciones, el hombre ha podido mejorar o especializar diversas funciones. La computadora es una prolongación de una parte del cerebro, el teléfono prolonga su voz, la rueda prolonga sus pies y piernas. El lenguaje prolonga la experiencia del tiempo y del espacio y la escritura prolonga el lenguaje” (p. 9). El empleo de dichas prolongaciones implicó una redefinición de la proximidad sensible donde, pese a la distancia física, las personas podían escuchar y ver a colegas, amigos y familiares. En esta tónica, sentidos como la vista y el oído jugaron un papel clave para interactuar a la distancia mediante la tecnología, en tanto que el sentido háptico y el olfato perdieron protagonismo. En consecuencia, estos dispositivos tecnológicos fungieron como actantes que afectaban a los individuos sensorialmente y, en muchos casos, también emocionalmente.
Así, para algunos, el desconocimiento del uso de estas tecnologías en el trabajo generaba estrés —emoción refleja—, tal como lo manifestaron un profesor de educación básica y uno de nivel universitario (J. Guerrero, comunicación personal, Ciudad de México, 15 de junio de 2022; S. de la Fuente, Ciudad de México, 20 de julio de 2022). Este sentimiento también era gatillado ante la exigencia laboral de mantener prendida la cámara del dispositivo durante reuniones profesionales, generando, como ya se señaló, una alteración de la región anterior y la posterior (Goffman, 2012). Una trabajadora de una organización de la sociedad civil dice al respecto:
La puta camarita tenía que estar prendida en el comedor […]. Yo en lo que me concentraba era en qué tan bien me veo, o sea, que no me vea tan horrible, que no se me vea tanto la arruga; prefería Zoom a Google Meet. Sentía “de por sí estoy viviendo una situación triste y me estoy viendo vieja en la cámara, pues ¡no quiero tener la cámara prendida!” […]. Después puse la computadora de aquel lado, y daba hacia mi cama, y eso me parecía súper invasivo: ¿por qué he de mostrar la cama donde me duermo? Y además nuestra jefa que nos exigía la cámara prendida nos decía “quiero ver que están ahí”… ¡a ver, imbécil, la Ley de Teletrabajo! (A. Jiménez, comunicación personal, Ciudad de México, 30 de junio de 2022)
En contraste, algunos informantes mencionaron que el empleo de estos actantes fue una vía para conservar el contacto con seres queridos, lo que les generaba alegría (V. Pacheco, comunicación personal, Ciudad de México, 28 de junio de 2022), otros resaltaron su carácter ambiguo en términos sociales y emocionales, como lo expresa un maestro universitario:
La tecnología es un arma de dos filos para la sensación de tranquilidad humana: sí, por un lado, puede dar lugar a la certidumbre, pero también implica una incertidumbre constante: que se apague, que se caiga la red, que le des un clic y se caiga y no me vayan a decir que no di la clase, no se me haya olvidado hacer el registro. […] había una presión adicional que implicaba una sensación de desagrado, de temor que te puedas equivocar en algo y saliera con que esa clase no te la pagarían. (C. Carso, comunicación personal, Ciudad de México, 8 de julio de 2022)
Los dispositivos tecnológicos junto con las plataformas digitales, al posibilitar la interacción a distancia, fungieron, relativamente, como sucedáneos de las relaciones cara a cara que, en su calidad de actantes, afectaron significados, prácticas, así como experiencias emocionales y sensoriales en la vida cotidiana. En otras palabras, como lo sostienen Rodríguez y Rodríguez (2020) en su investigación, la apropiación de estas tecnologías hizo posible la presencia en la ausencia. El uso social de dichas prolongaciones era factible gracias a la sensorialidad y al despliegue corporal, lo cual permite observar el rol activo del sentir en la vida social, además de ilustrar cómo las relaciones sociales son relaciones sensuales (Howes y Classen, 2014).
Una de las fuentes más relevantes de inseguridad, desconfianza y ansiedad para los informantes fue el contacto háptico con diversos actantes —personas y objetos—, significados como una posible fuente de contagio:
En la pandemia era “limpien con cloro”; era dedicarle un buen rato todos los domingos a lo del súper y pues era limpiar, meter el desinfectante, pieza por pieza, todas las frutas, las verduras, era cosa por cosa, botecitos de yogurt bebible, uno por uno, con trapito de cloro, ponerlo por separado, y los empaques de frijol, del arroz, todo eso. Como tenemos una bodega, que forma parte de nuestro departamento, entonces lo que empezamos a hacer es comprar con una semana de anticipación por lo menos los imperecederos, entonces llegaba el imperecedero y lo metíamos a la bodega una semana, y los perecederos, o sea los cárnicos y todo eso, que había que refrigerar. Desinfectábamos frutas y verduras y ya dejarlos escurriendo en la zotehuela y meterlos. Tal vez esto sea muy aburrido de explicar, pero esto que te digo fue algo que alteró mucho nuestra rutina. Ya a la semana siguiente era bajar a la bodega y sacar todos los imperecederos. Entonces traíamos como una semana de desfase de los imperecederos para subirlos. Una semana después, seguro, ya se habría desactivado cualquier rastro de COVID que viniera ahí con el papel del baño, o con el café, con las toallas sanitarias. (G. Mora, comunicación personal, Ciudad de México, 18 de julio de 2022)
Como se puede ver, la proximidad sensible de tipo táctil fue una de las esferas claramente impactadas durante la pandemia. La ansiedad e inseguridad detonadas condicionaban prácticas de higiene en aras de resguardar la salud y la vida. Esta situación denota cómo los objetos eran actantes con gran potencial para afectar sensorial y emocionalmente a los sujetos, así como para incidir en su hacer cotidiano, lo cual ilustra el carácter performativo del sentir. Cabe destacar que la desconfianza dirigida a objetos y a personas como posibles fuentes de contaminación representaba un factor de gran desestabilización, ya que, como afirma Giddens (1998), si se sometiera a prueba y a inspección pormenorizada a todos los objetos, la vida cotidiana sería imposible. Lo anterior permite comprender por qué la ansiedad, la desconfianza y la angustia fueron sentimientos recurrentes durante el confinamiento.
Aunado a lo anterior, el miedo constituyó el sentimiento de naturaleza refleja que más experimentaron tanto las personas encuestadas como los entrevistados. En el primer caso, se advierte que una de las principales fuentes de miedo era enfermarse de COVID-19 (el 91 % de los varones y el 90 % de las mujeres), que enfermaran seres queridos (el 70 % de los hombres y el 67 % de las mujeres), así como perder el empleo (54 % del grupo masculino y el 65 % del femenino) (cuadro 2). Posiblemente, el temor percibido se vincula con el hecho de que el 62 % de los hombres y de las mujeres perdieron un familiar cercano a causa de esta patología. Estas cifras pueden relacionarse con que, para el 33 % de los varones, la COVID-19 significaba una amenaza de nivel medio; en tanto que, para el 42 % de las mujeres, constituía una amenaza de alto grado.
De forma semejante, las personas entrevistadas identificaron este afecto como algo constante durante el confinamiento, siendo el temor por enfermar y a contagiar a seres queridos un elemento detonante. En algunos testimonios, la experimentación del miedo se acompañó de otra preocupación, como lo muestran las palabras de una joven profesionista:
Mucha desesperación como de todo, de estar encerrada, de tener el riesgo latente de… creo que nunca en mi vida me llegué a sentir tan vulnerable o como con la presencia de la muerte en todo, ¿no? […] tenías que cuidarte tanto, que de eso dependía de que no se enfermaran los demás. Entonces fue mucha angustia, fue miedo, pues sí todo eso convertido en ansiedad. También sentía melancolía por lo que dejamos de hacer. Evidentemente muchas cosas terminaron con la pandemia; creo que también fue la melancolía de “esto ya no va a ser igual”; en ese entonces el panorama era bastante desolador. (V. Pacheco, comunicación personal, Ciudad de México, 28 de junio de 2022)
Lo sostenido por la informante revela la combinación de sentimientos, además de mostrar cómo el miedo a contagiar estaba revestido de componentes axiológicos, delineado por un sentido de responsabilidad que influía en acciones de autocuidado con el fin de proteger también a los otros. Esto ilustra cómo emociones, creencias e ingredientes morales inciden en decisiones y en el hacer. Un ingrediente destacado que influyó en la experimentación del miedo fue la difusión de información —tanto verdadera como falsa— a través de canales mediáticos y digitales, así como en los ámbitos familiares y laborales. Siguiendo a Ahmed (2015), se puede afirmar que durante la pandemia el miedo circuló entre los cuerpos:
Esta situación de terror, ¿verdad?, porque fue así como una pesadilla, que se estaba viviendo día con día. Con los números que iban en aumento y cómo lo estaba viviendo mucha gente; entonces todo eso de estar reclutada en casa, el ver este tipo de situaciones que estaban sucediendo día con día […]. Si ibas, por ejemplo, a un hospital o te tenías que hacer algún estudio y de repente descubrías las cantidades de familias que llegaban con su paciente con COVID, ¡híjole!, era “¡date la vuelta!, ¡hazte para acá!, ¡no vayas a pasar por donde están ellos porque a lo mejor tienen COVID también”. Era “¡mejor por aquí métete!”, “¿qué tal si pasa, tiene coronavirus y qué tal si me lo pega?”, ¡ay, no, no! Corté por lo sano con todas mis actividades, o sea, era una cuestión de que te tenías que salvar la vida, ¿no? (S. Karam, comunicación personal, Ciudad de México, 31 de julio de 2022)
En este sentido, Ahmed (2015) asevera: “el miedo moldea las superficies de los cuerpos en relación con los objetos. Las emociones son relacionales: involucran reacciones o relaciones de acercamiento o alejamiento con respecto a diversos objetos” (p. 30). Es así como se trasluce el vínculo existente entre miedo y espacio, así como el carácter performativo que claramente tiene este sentimiento al incidir en la decisión de guardar distancia con otros actantes —humanos y no humanos—. Ahmed (2015) apunta que esta emoción encoge el espacio corporal, restringiendo la movilidad en el espacio. Siguiendo a esta pensadora, se puede afirmar que la bioestrategia global (Lussault, 2007) constituyó una política espacial del miedo que separó a los cuerpos, al tiempo que permitió que otros pudiesen circular en la esfera pública y reunirse con algunos —como sucedió con los trabajadores de la salud y de seguridad pública, por ejemplo—.
Si bien el miedo, la ansiedad, la tristeza, la desconfianza, la inseguridad, la depresión y la ira fueron sentimientos comúnmente experimentados entre las personas entrevistadas y encuestadas, la esperanza —un estado de ánimo— fue gatillada frente a lo que la mayoría significó como un parteaguas: la aplicación de las vacunas en contra de la COVID-19. Al respecto, habla un informante que durante una fase de la pandemia fue profesor universitario y después se incorporó a una empresa farmacéutica trasnacional:
Lo recuerdo perfectamente: era 15 de mayo de 2021; ese día me enteré de que tenía una cita para vacunarme. Creo que lloré al saber que tenía esa cita. Así que me vacuné; ya para ese tiempo trabajaba en un horario de oficina; por supuesto no me importó absolutamente nada: yo fui y me vacuné y a partir de entonces intenté retomar mi vida donde la dejé. Suena un poco dramático y ridículo, pero también en el entendido de que no era una solución mágica la vacuna, como bien sabemos, pero a partir de ahí intenté retomar mis relaciones personales, lo más cercano de relación de pareja que yo tenía, intenté retomarla también, se hizo lo que se pudo, pero digamos que ese mayo del 2021 fue un gran día, porque además yo me vacuné antes que la mayoría de la gente; todavía pasaba como personal académico, entonces fue muy bueno. Lo comenté con medio mundo, lo anduve hablando con mis colegas profesores y todos encantados de la vida de que nos haya tocado eso. Me puse la Cansino, la que había. (A. Karam, comunicación personal, Ciudad de México, 19 de junio de 2022)
Este testimonio denota cómo la vacuna significó un horizonte de esperanza al representar la posibilidad de recuperar la vida social antes de la pandemia. A manera de hipótesis, se puede señalar que la vacunación no sólo provocó esperanza, sino también el restaurar un cierto margen de seguridad ontológica ante la posibilidad de desplegar algunas prácticas e interacciones de la vida cotidiana prepandémica. De la mano de la esperanza y de la seguridad estructural —que en este trabajo han sido catalogadas como estados anímicos y, en el caso del segundo afecto, como emoción también reflexiva— se experimentaron otros sentimientos de orden reflejo:
Fue una gran felicidad por lo que significó a nivel mundial que, en un país como México, esta parte social, política de decir, “mira, estamos catalogados como un país tercermundista, como un país jodido, y ya estamos vacunados, y toda mi familia ya está vacunada”. La organización con respecto a la vacuna, todos la verdad, tuvimos experiencias increíbles sobre toda la logística para que te vacunaran […]. Te puedo hablar por toda la familia: la vacuna fue como volver a ver la luz, abrir el cielo. (F. Flores, comunicación personal, Ciudad de México, 20 de julio de 2022)
Otros informantes expresaron que el hecho de que sus padres —como grupo vulnerable— hayan sido vacunados primero fue una fuente de paz, alivio y tranquilidad (P. Pacheco, comunicación personal, Ciudad de México, 11 de junio de 2022). Otras personas mostraron su desconfianza e inseguridad ante una vacuna que, a su juicio, no contaba con todos los criterios de seguridad médica (G. Vila, comunicación personal, Ciudad de México, 1 de julio de 2022; J. Guerrero, comunicación personal, Ciudad de México, 15 de junio de 2022), de manera tal que hubo quienes decidieron no vacunar a sus hijos menores de edad ni vacunarse ellos mismos (M. Cerva, comunicación personal, Ciudad de México, 20 de julio de 2022), mientras que, para otros, la vacuna detonó miedo por sus posibles reacciones a mediano y a largo plazo (S. Karam, comunicación personal, Ciudad de México, 31 de julio de 2022).
Más allá de las diferencias de sentido atribuidas, resulta claro el modo en el que la vacuna representó un actante que afectó a los individuos no sólo en el terreno biológico, sino también en la esfera sensorial —al provocar diversas reacciones como fiebre, dolor, cansancio y otras molestias— y en el emocional. En el cuadro 3 se presentan las principales emociones experimentadas por los entrevistados, los factores que las detonaban, así como el tipo de sentimiento con base en la taxonomía de Jasper (2012).
Como se ha expuesto, la política de confinamiento supuso diversas modificaciones en la esfera cotidiana: la reducción de la movilidad y de las relaciones cara a cara; la conversión del hogar en un espacio multifuncional y su resignificación; la incorporación de actantes tecnológicos para la interacción y la redefinición de la proximidad y la distancia. Todos estos cambios incidieron en la vivencia emocional de las personas. En este apartado, se explorará qué caracterizó a la experiencia sonora en este periodo.
riencia sonora en este periodo.
Pese a que el giro sensorial es relativamente reciente en la sociología y ciencias afines, ya Simmel (2014) mencionaba la relevancia sociológica de los sentidos al mencionar que, gracias a ellos los sujetos pueden conocer a otros, además de resaltar que la experiencia sensible detona diversos tipos de emociones. Howes (2014) señala que a lo largo de la historia y en diferentes culturas han sido erigidas diversas taxonomías sobre los sentidos. Si bien hay un claro condicionamiento biológico en el funcionamiento de estos, elementos culturales funcionan como filtros en lo que sentimos, además de ocupar un lugar importante en el proceso de interpretación del mundo junto con emociones, razones y creencias. Una mirada sociológica del sentir debe encerrar un ejercicio analítico relacional, procesal y contextual, en donde se reconozca que hay un cuerpo sentiente que es, simultáneamente, sentido por los demás (Merleau-Ponty, 2010). Bajo esta lógica, Hochschild (2013) afirma: “un self que es capaz de sentir y que es consciente de serlo” (p. 77), con lo cual queda patente cómo lo que se siente es objeto de reflexión para los individuos y con ello se revela la cercanía entre sensorialidad y razón.
La reconfiguración de la proximidad-distancia en la pandemia supuso la constitución de nuevas normas proxémicas y reglas sensoriales: no saludar de beso o mano, mantener una distancia de dos metros con quien se interactúa, toser según la etiqueta, lavarse las manos frecuentemente e higienizar superficies. Evidentemente, estas medidas impactaron notablemente la experiencia sensorial de los individuos en la vida cotidiana, entre ellas la sonora, la cual estuvo condicionada por la disminución de la movilidad urbana y el confinamiento; al respecto, afirma un maestro universitario:
Más que sonidos, era lo contrario: la falta de sonidos. Aquí enfrente hay una primaria, entonces siempre está el bullicio de los niños a la hora de llegar, a la hora del recreo, a la hora de la salida. Durante la pandemia, ya no había sonido de escuchar a los niños, el griterío, en el recreo que están jugando, o a la hora de la salida que se escucha el movimiento; eso sí fue muy raro, ¿no? Al estar cerca de una escuela pues sí se escucha ahí los ruidos de los niños, incluso, cuando llegan por ellos, los automóviles. Y, de pronto, nada; más que nada era el silencio; me llamaba mucho la atención, o sea, la falta de ruido, ¿no? Este silencio que al principio fue muy raro, sorprendente. Después me empecé a acostumbrar, eso fue: el silencio, el que no pase nada, ¿no?; ¿qué ocurre? No hay nadie, estás solo. (S. de la Fuente, comunicación personal, Ciudad de México, 20 de julio de 2022)
En esta tónica, hay quien expresó: “el silencio quizá se valora poco; creo que cuando había silencio todo estaba mejor. En lugar de tener la sensación de algún ruido agradable, más bien cuando todo estaba calladito, estaba más tranquilo, más calmo, más placentero” (C. Castillo, comunicación personal, Ciudad de México, 6 de junio de 2022). La percepción del silencio gatilló sorpresa, extrañeza, calma, placer y soledad, lo cual ilustra el estrecho vínculo que hay entre emociones y sensorialidad. Dicha percepción contrastaba con la característica atmósfera ruidosa de la urbe; de ahí el sentimiento de extrañeza. La reducción de la movilidad urbana y el permanecer la mayor parte del tiempo en el espacio doméstico influyó también en que algunos informantes pudieran aguzar el oído y, con ello, identificar sonidos que antes pasaban desapercibidos (P. Pacheco, comunicación personal, Ciudad de México, 11 de junio de 2022).
El hecho de que el hogar fungiera como la sede de actividades laborales, familiares, de ocio y escolares representó que las fronteras entre lo público y lo privado se diluyeran y, con esto, que el entorno sonoro de la casa, sellado por las actividades domésticas —el funcionamiento de aparatos electrodomésticos, música, voces y gritos de familiares y de vecinos— se infiltrara a la esfera del trabajo y del estudio, y fuera significado como ruido intrusivo al violar las reglas sensoriales, específicamente acústicas, relativas al trabajo y al estudio. Así, para el 40 % de los varones encuestados, de forma ocasional, los ruidos impedían que se concentraran, mientras que el 35 % de las mujeres opinó lo mismo. Los sonidos que más generaban molestia en la vida cotidiana eran: la venta ambulante, el tránsito, los ruidos producidos al interior del hogar, ladridos, la música de los vecinos y los gritos de niños (cuadro 4).
La experiencia aural de los individuos estuvo condicionada por la particularidad del hogar: las características materiales de la casa o el departamento, la densidad de edificios, el número de residentes en su interior y la cantidad de habitaciones. Mientras que, para algunos informantes, el trabajar en el espacio doméstico no representó ninguna molestia aural al vivir solos y en departamentos altos y aislados, para otros, el entorno acústico de la casa, al ser compartida con varios familiares, constituyó un problema. En esta tónica, hay que destacar que las diversas prácticas espaciotemporales que tenían los integrantes del hogar —por ejemplo, el que alguien debiera levantarse temprano generando ruido, mientras otros querían seguir descansando— podían resultar discordantes, de modo tal que se originaban conflictos que, como apunta Domínguez (2021), revelaban sensibilidades encontradas.
Una fuente de incomodidad recurrente para los entrevistados era el ruido generado por los vecinos, tal como lo sostiene un académico: “el problema fue cuando los vecinos, los niños sobre todo, comenzaron a volverse locos porque supongo que el encierro absoluto, pues, ya los tenía cansados y salían al patio del edificio a jugar y ahí sí se volvió todo horrible; estaban desatados, toda la tarde en el patio gritando, a veces también un rato en la mañana, y eso sí era muy molesto; nos sometían a una tortura ruidosa constante” (C. Castillo, comunicación personal, Ciudad de México, 6 de junio de 2022). La significación de ciertos sonidos como ruido intrusivo provenientes del hogar o del exterior se vincula con los rasgos propios del sentido del oído, como dice Simmel:
El oído se diferencia además de la vista por la falta de aquella reciprocidad que produce la mirada cara a cara. En esencia, el ojo no puede tomar nada sin dar al mismo tiempo algo; al paso que el oído es el órgano plenamente egoísta que no hace más que tomar, sin dar nada. […] Paga, sin embargo, su egoísmo con su incapacidad de desviarse o cerrarse como los ojos: el oído no hace más que recibir, es cierto, pero en cambio está condicionado a recoger todo cuanto caiga en sus cercanías; lo cual, como se verá, produce consecuencias sociológicas. (2014, p. 628)
La experiencia aural de los informantes —tanto la marcada por el ruido, como por el silencio— generaba diversos sentimientos. Sabido (2023) plantea la imbricación existente entre la dimensión sensorial y la emocional al señalar que una emoción como el miedo puede provocar la alerta de ciertos sentidos, como el oído o la vista, en tanto que el percibir ciertos aromas puede provocar paz o alegría, o bien remitir a un vínculo amoroso. Así, se observa la relación recursiva, de mutua influencia, entre ambos planos, de manera tal que se puede subrayar cómo las emociones afectan la vivencia sensorial y viceversa. Esta interconexión también puede apreciarse en el siguiente testimonio de un profesor universitario:
Aquí hay un jardín muy grande, de muchos árboles; siempre hay sonido de trino de aves; de hecho, es curioso que las aves más o menos poco después de las cuatro de la mañana empiezan a trinar; empiezan gradualmente y después ya es un trinadero muy evidente. Me tocó varias veces a las cuatro de la mañana escucharlas empezar a trinar como efecto del desvelo del insomnio, y las aves, al escucharlas, generaba calma, lo que yo llamaría un claro efecto positivo; fue una de las cosas que más me empezó a llamar la atención. Las escuchaba en todo momento; oía que eran diversas, trataba de identificar a algunas; de hecho, funcionaba también como una evasión. (C. Carso, comunicación personal, Ciudad de México, 8 de julio de 2022)
Lo anterior se relaciona con lo que Vannini et al. (2012) definen como actos sensoriales, es decir, aquellas experiencias que están revestidas de significados capaces de provocar y mover. Con base en el trabajo del lingüista Austin, estos autores señalan que el sentir es performativo, independientemente del sentido de la percepción que esté involucrado, además de destacar que los actos sensoriales pueden ser gatillados de forma involuntaria, incluso por actantes no humanos. La naturaleza performativa de los actos sensoriales reside en lo que ellos denominan elocución: “un acto elocutivo moviliza: es particularmente vívido, impresionante, evocativo y que atrapa la atención” (Vannini et al., 2012, p. 130). Así, el testimonio precedente, pensado como acto sensorial, fue detonado al escuchar el canto de las aves, las cuales eran actantes no humanos cuyo poder elocutivo detonó “efectos positivos” en el informante ante el insomnio padecido y un sentimiento de evasión.
Al igual que el trino de las aves, el silencio experimentado y el ruido percibido dentro y fuera del hogar por otros informantes fungieron como actantes al afectarlos emocionalmente. No obstante, es importante resaltar que para que un acto sensorial sea tal, es necesario que haya conciencia sobre lo que se está sintiendo, lo cual implica la existencia de un trabajo somático (Vannini et al., 2012). Este concepto se refiere a la capacidad reflexiva que tienen las personas para pensar sobre lo que se está experimentando en términos sensoriales; puntualización que trasluce el vínculo existente entre razón y sensorialidad. El hecho de que la vivencia sensorial detone emociones y que los individuos sean capaces de reflexionar sobre ello permite apreciar, como afirma Sabido (2023), que subyacente al trabajo somático hay un trabajo emocional (Hochschild, 2013). En consecuencia, no sólo las emociones forman parte del proceso social de interpretación del mundo, sino también los sentidos: “el trabajo somático es la dimensión sensorial de la producción de significados” (Vannini et al., 2012, p. 136).
En el transcurso de este artículo, se ha expuesto la importancia de la vida cotidiana como una dimensión insoslayable para la reproducción y transformación del mundo social. Constituida por una gran diversidad de rutinas espaciotemporales, la vida cotidiana no está exenta de creatividad e innovación, tal como sucedió durante la pandemia por COVID-19. Esta representó una emergencia sanitaria de magnitud mundial, ante la cual la bioestrategia global (Lussault, 2007) se encaminó a contener los vertiginosos contagios a partir de una política espacial que se fundamentaba en la reducción de la movilidad y en la reconfiguración de las relaciones de proximidad-distancia, medidas que impactaron notablemente la vida cotidiana de millones de personas en todo el orbe.
Las transformaciones de la cotidianeidad cobraron forma en las rutinas espaciotemporales, en las formas de interacción social, en la incorporación de nuevas medidas de higiene, así como en el uso de actantes tecnológicos que posibilitaban la conexión con otras personas para efectuar actividades laborales, familiares y educativas. Dichas modificaciones se dieron en virtud de la política de confinamiento, la cual tornó a la casa en un espacio multifuncional, en términos materiales, sociales y simbólicos. De esta forma, se puede apreciar cómo la política de distanciamiento implicó una redefinición de la relación espacio-sujetos, donde ciertas escalas espaciales, como la barrial, urbana y regional, que antes de la pandemia formaban parte de la experiencia espacial cotidiana ante la movilidad urbana, perdieron peso, a la vez que otras escalas, como la del cuerpo mismo y la del ámbito doméstico, ganaron terreno. El hecho de que la casa se convirtiera en la sede de múltiples prácticas representó una porosidad entre lo público y lo privado, proceso en el que la adopción de plataformas digitales para conectarse con el exterior ocupó un papel relevante, de modo tal que fue posible contar con la presencia de colegas, amigos y familiares en la ausencia, como el trabajo de Rodríguez y Rodríguez (2020) también lo muestra. Los requerimientos laborales de mantener prendidas las cámaras de celulares o de computadoras también constituyeron un reacomodo de lo que Goffman (2012) definió como región anterior y región posterior.
El conjunto de cambios suscitados en la cotidianeidad tuvo un claro impacto emocional. La modificación de rutinas hondamente articuladas antes de la pandemia, la disminución de relaciones cara a cara, la sobresaturación de información —tanto la falsa como la verdadera— y el riesgo latente de contagio fueron algunos factores que se conjuntaron para el resquebrajamiento de la seguridad ontológica (Giddens, 1998), o sea, de un sentimiento de banalidad (Collins, 2009) que posibilita la existencia de la confianza estructural sobre la continuidad de la vida tal como se conoce. Esta fisura supuso desmantelar el carácter aproblemático del mundo de la vida cotidiana (Schutz y Luckmann, 2003); de ahí que emociones reflejas como el miedo y la ansiedad, y sentimientos reflexivos como la desconfianza y la inseguridad fueran experimentados.
En suma, el desgajamiento de la seguridad ontológica, calificada en este artículo como emoción reflexiva y como estado de ánimo, fungió como una savia que nutrió otro tipo de sentimientos, lo cual, como se sostuvo, revela la imbricación de diversos tipos de emociones. Pese a esta situación, durante la pandemia también fueron vividos afectos como la esperanza —un estado de ánimo—, la tranquilidad, la paz y el alivio, resultado de la aplicación de la vacuna. Si bien en las encuestas se hizo una distinción de las emociones vividas por mujeres y hombres, resulta relevante resaltar que no se encontraron diferencias sustantivas en la experiencia afectiva entre ambos géneros.
Cabe destacar que, si bien la experiencia pandémica constituyó un fuerte quiebre para los informantes, hay quienes señalaron sentir nostalgia hacia aquellos días donde el confinamiento y la reducción del trajín cotidiano posibilitaron una estrecha convivencia con familiares con quienes se co-residía (F. Flores, comunicación personal, Ciudad de México, 20 de julio de 2022), situación que permite recalcar que, aunque la pandemia significó un acotamiento de la interacción, también representó una densificación de las relaciones cara a cara con quienes se habitaba, hecho que en muchos casos también implicó la irrupción de conflictos.
A la par del plano emocional, la experiencia sensorial cotidiana fue una dimensión afectada durante la pandemia. Eso supuso una transformación de la relación con actantes. En este artículo, se exploró la vivencia aural de los informantes, quienes manifestaron cómo el silencio, producto de la reducción de la movilidad urbana, y el ruido, generado dentro y fuera del hogar, contribuyeron a sentir diversas emociones. Con base en los planteamientos de Simmel (2014), Sabido (2023) y Vannini et al. (2012), se planteó la relación recursiva entre lo emocional y lo sensorial y cómo conceptos como los actos sensoriales, elocución y trabajo somático constituyen herramientas analíticas de gran potencial heurístico en el análisis de la experiencia sensible de los individuos en diferentes condiciones sociales, culturales y políticas: desde la vida cotidiana hasta los conflictos sociopolíticos y la movilización colectiva.
Finalmente, hay que recalcar que las entrevistas elaboradas —parte del sustento de este artículo— se realizaron con informantes cuyas condiciones materiales de vida les permitía quedarse en casa para desarrollar sus labores profesionales durante el periodo más peligroso de la pandemia, es decir, antes de la aplicación de la vacuna. Así, una posible veta de análisis futura es estudiar cómo vivieron, sintieron y significaron esta etapa aquellos agentes sociales cuyo trabajo les exigía seguir activos fuera de casa —como trabajadores de la salud, de limpieza o de seguridad pública—, así como los individuos cuya precariedad económica los obligaba a salir a trabajar fuera del hogar o, bien, aquéllos que quedaron desempleados frente a la crisis económica y de salud detonada.
También, resulta pertinente ahondar en cómo la división sexual del trabajo al interior del hogar marcada por una lógica patriarcal fue reproducida o quebrantada durante esta etapa de contingencia sanitaria, considerando la especificidad social, económica y cultural de las personas. Todo lo anterior partiendo de la premisa de que la vida cotidiana se constituye a partir de una variedad de factores estructurales, como la clase social, el género, lo étnico y lo etario, y que su configuración siempre está sujeta a diferentes transformaciones a partir de la agencia ejercida por los actores sociales en interacción.