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Mestizos y mestizajes: Diversidad, variación y pluralidad de las mezclas poblacionales en México
Mestizo and Mestizaje: Diversity, Variation and Plurality of Population Mixtures in Mexico
Iberoforum. Revista de Ciencias Sociales, vol. 3, núm. 2, pp. 1-32, 2023
Universidad Iberoamericana, Ciudad de México

Artículos y Ensayos



Recepción: 12 Septiembre 2023

Aprobación: 21 Noviembre 2023

Publicación: 31 Diciembre 2023

DOI: https://doi.org/10.48102/if.2023.v3.n2.325

Resumen: Este texto busca reflexionar sobre las contradicciones que surgen entre las críticas contemporáneas al mestizaje posrevolucionario y el hecho de que la mayoría de la población mexicana se defina a sí misma como “mestiza”. El artículo señala las continuidades entre la antropología indigenista, la filosofía de la mexicanidad del periodo posrevolucionario y las posturas antirracistas actuales que rechazan las nociones de mestizo y mestizaje. Tras examinar los problemas de las posiciones antirracistas contemporáneas, se propone una serie de caminos para reevaluar nuestra concepción del mestizaje, los cuales incluyen pluralizar la historia del mestizaje, incorporar a la discusión las ideas y conocimientos indígenas sobre las poblaciones mestizas, así como algunas reflexiones provenientes de la antropología de la genética de poblaciones.

Palabras clave: Mestizaje, racismo, indigenismo, teorías indígenas, antropología genética.

Abstract: The present article reflects on the contradictions between contemporary criticism of post-revolutionary mestizaje and the fact that most of the Mexican population defines itself as “mestizo.” The article points out the continuities between indigenist anthropology, the philosophy of “Mexicanity” in the post-revolutionary period and current anti-racist positions that reject notions of mestizo and mestizaje. After examining the problems of contemporary anti-racist positions, we suggest a series of ways to re-evaluate our conception of “mestizaje”, which include pluralizing the history of “mestizaje”, incorporating indigenous ideas and knowledge about “mestizo” populations into the discussion, as well as some reflections from the anthropology of population genetics.

Keywords: Mestizaje, racism, indigenism, indigenous theories, genetic anthropology.



Lo que exijo a mí mismo no es comparable a lo que tengo derecho de exigir del Otro. Esta experiencia moral, tan trivial, indica una asimetría metafísica: la imposibilidad radical de verse desde fuera y de hablar en el mismo sentido de sí y de los otros; en consecuencia, también la imposibilidad de la totalización.

Fuente: Emmanuel Lévinas, Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad

Este texto es una invitación a reflexionar sobre una paradoja que los antropólogos mexicanos enfrentan de manera cotidiana: por un lado, el gremio antropológico ha interiorizado —con entusiasmo y de manera casi unánime— una postura antirracista que, en gran medida, se centra en la crítica y el rechazo de la noción del mestizaje definido en los términos de la tradición indigenista posrevolucionaria y por las corrientes mestizófilas que le precedieron (Basave, 2002; Suárez y Lopez Guazo, 2005; Urías Horcasitas, 2007).

Por otro lado, los antropólogos deben encarar el que amplios sectores de la sociedad mexicana se definen de manera clara y sin ambigüedad como mestizos y el hecho, no menos importante, de que para muchos pueblos indígenas los mestizos ocupan un lugar fundamental en la definición de sus relaciones cosmopolíticas (De la Cadena, 2020; Stengers, 2010), en la construcción de sus antagonismos y en la elaboración de ideas sobre la otredad, la alteridad o la complementariedad (Acosta, 2020; Neurath, 2005, 2008; Pinta­do, 2005).

La historia de las relaciones entre la antropología y las ideas sobre el mestizaje es compleja, discontinua y aún está llena de lagunas, pero es posible afirmar que hubo una ruptura profunda en los años noventa del siglo pasado, que se manifestó con intensidad durante un periodo que va de 1992, cuando tiene lugar la controversia sobre el quinto centenario de la llegada de los españoles a América, a los años posteriores al alzamiento zapatista de 1994.

En este contexto de irrupción de los movimientos indígenas en México, de rechazo a las celebraciones hispanófilas del quinto centenario y de impugnación a la política estatal hacia los pueblos indígenas, se profundizó una tendencia que cuestionaba al indigenismo, a la cultura del mestizaje y al pensamiento posrevolucionario en general. Dichos cuestionamientos suelen localizarse a mediados de los años sesenta con la publicación de La democracia en México de Pablo González Casanova (1967) y su formulación sobre el colonialismo interno (Gall, 2013, 2021), en los debates de la década de 1970 sobre la política indigenista (Aguirre Beltrán, 1984; Medina y Gar­cía Mora, 1983; Warman et al, 1970) o, bien, hacia finales de la década de 1980, cuando la weltanschauung moderna y mestiza que acompañó al régimen de la revolución comenzó a ser objeto de una disección cultural que tenía al mestizaje como un objeto central. Destacan en esta última década obras como La jaula de la melancolía de Roger Bartra (2007), Las salidas del laberinto de Claudio Lomnitz (1995) o el célebre ensayo de Guillermo Bonfil, México profundo. Una civilización negada (1987).

Dichas obras se inscriben en la tradición de ensayos sobre la cultura y el ser nacional, que se remonta a las décadas de 1940 y 1950, cuando tuvo lugar el auge de la filosofía de la mexicanidad, impulsada por los intelectuales del Grupo Hiperión (Santos, 2015). No obstante, la crítica al mestizaje surgida a finales del siglo XX no estaba a la búsqueda de “lo mexicano”, sino que intentaba su deconstrucción y desmitificación y, en ese trayecto, analizar y exhibir los vínculos entre la cultura nacional y el poder del Estado.

La mexicanidad —que, para pensadores como Samuel Ramos (1952), Emilio Uranga (1952), Jorge Portillo (1986) o Luis Villoro (1950), era una forma ontológica real, históricamente situada y materializada en la población mestiza— comenzó a ser entendida como expresión de la subjetividad, una falsa conciencia, un instrumento de dominación e incluso como entidad imaginaria.

El mestizaje experimentó una transformación que lo llevó de ser el proceso fundamental para la constitución de la nación, a ser entendido como un conjunto de instrumentos ideológicos que ocultaban mecanismos de dominación, justificaban el sometimiento y el etnocidio y que, de la mano del nacionalismo revolucionario, disimulaba ideales de blanqueamiento arraigados en las élites políticas y económicas mexicanas

A ojos de los antropólogos de finales del siglo XX y principios del XXI, el mestizaje se convirtió en la manifestación de una mitohistoria construida desde el poder, la cual perpetuaba formas antiguas y modernas del racismo, atentaba contra la existencia misma de los pueblos indígenas y servía de manto protector para un orden pigmentocrático que aseguraba el privilegio de élites blancas a costa de una mayoría constituida por personas de piel oscura y rasgos indígenas, de las poblaciones negras e incluso de minorías de origen asiático.

La importancia de esta crítica no debe ser subestimada: la deconstrucción del mestizaje ciertamente desnudó mecanismos centrales de la hegemonía del Estado mexicano posrevolucionario, al tiempo que reveló la compleja relación entre las disciplinas antropológicas y el poder estatal, contribuyendo a mostrar la invisibilización y opresión sufrida por quienes están sometidos a una jerarquía racializada que atraviesa la totalidad de los espacios sociales y culturales de México.

La crítica al indigenismo y al mestizaje ha permitido construir una historia crítica de la antropología, la cual mostró que, lejos ser una disciplina que había roto de tajo con el racismo científico porfiriano, se trataba de un campo epistemológico y político que mantuvo continuidades problemáticas con el evolucionismo social, la eugenesia y el positivismo racial del siglo XIX (Stern, 2000; Suárez y López Guazo, 2005).

Esta visión del mestizaje como ficción del poder pronto dejó de ser un mero objeto académico y se incorporó y desarrolló en el seno de los movimientos indígenas, en los espacios de las luchas antirracistas, a la par que contribuyó a crear una sensibilidad política que rechaza el uso de los términos “mestizo” o “mestizaje” y que ve en la idea del México mestizo la impostura, el pastiche y la demagogia de un racismo subrepticio e hipócrita.

No obstante, las posturas antirracistas que reducen al mestizaje a una forma de racialización moderna y a una mitología falsamente incluyente, han tenido que emprender la compleja tarea de explicar por qué existen aún grandes segmentos de la población mexicana que se definen a sí mismos como mestizas. Muestra de lo anterior son los resultados de la encuesta del Proyecto sobre Discriminación Étnico-Racial en México (PRODER, 2019), realizada por El Colegio de México en 2019, la cual encontró que el 57.5 % de los encuestados se consideraban personas mestizas. Esta autodefinición y la encuesta misma no están exentas de controversias pero, más allá de las críticas metodológicas y conceptuales que puedan hacerse al estudio, dan cuenta de la innegable persistencia del uso del término “mestizo” entre los mexicanos.

¿Cómo puede explicarse la autodefinición como mestiza de una gran parte de la población mexicana? ¿Será acaso que la gente de a pie es sólo una víctima persistente de las formulaciones ideológicas del Estado? ¿La población que se define como “mestiza” ha interiorizado los mecanismos del moderno racismo mexicano y, por lo tanto, simplemente reproduce la hegemonía estatal? ¿Es el individuo autodefinido como mestizo un alienado o un racista consciente y deliberado? ¿Debemos asumir que aquéllos que se definen como mestizos son sólo partícipes involuntarios de una mitología que la antropología, las ciencias biológicas y los movimientos antirracistas ya han desacreditado?

Si la respuesta a estas preguntas es afirmativa, aparecen, entonces, dos grandes problemas: el primero —y quizás el más grave— es que la mayoría de la población mexicana sería parte activa de una corriente esencialmente opuesta a la diversidad y que, sea por convencimiento u omisión, legitima la exclusión de los no mestizos, al tiempo que admite y practica una violencia racista que se vuelve incluso sobre quienes se adhieren a la ideología dominante.

En segundo lugar, la respuesta positiva supone un panorama desolador: significaría que el racismo no necesita ser puesto en práctica por el Estado o las élites con poder, sino que simplemente debe dejarse su reproducción y ejercicio a una mayoría inconsciente. La respuesta afirmativa nos llevaría a afirmar que México es un país racista, sin necesidad alguna de introducir matices, reconocer contradicciones, resistencias o fisuras en el discurso y las prácticas dominantes. Finalmente, tendríamos que admitir que combatir el racismo sería la tarea de una vanguardia intelectual y política que, despojada de las distorsiones de la ideología del mestizaje, ha logrado captar la forma real de la sociedad, y, por lo tanto, está llamada a realizar una labor pedagógica que permita que quienes se definen como mestizos salgan del error en el que viven y busquen otras categorías y formas de identificación.

Con matices y diferencias, podemos afirmar que hay quienes ya han dado una respuesta afirmativa y defienden con argumentos la necesidad de desterrar los términos y significados que el México posrevolucionario atribuyó al mestizaje.

En un artículo periodístico publicado en el diario El País en 2023, Yásnaya Aguilar Gil, lingüista y activista mixe, hizo hincapié en que, detrás de las historias de ancestría de muchos mexicanos que reconocen tener “raíces indígenas” (y que generalmente son quienes se autoadscriben como mestizos), subyacen los lingüicidios promovidos por la escuela pública posrevolucionaria que, en prácticamente un siglo, llevó a que los hablantes de alguna lengua indígena pasaran de ser alrededor del 70 % de la población de México a representar menos del 10 % del total de los habitantes del país. En ese mismo texto, Aguilar Gil enfatiza que los mestizos son fundamentalmente individuos des-indigenizados, a los que la violencia relocalizó en una nueva condición concebida e implementada por el Estado (Aguilar Gil, 2023).

La posición de Aguilar Gil debería obligarnos a desterrar cualquier idealización del mestizaje: la persecución a las lenguas indígenas, la descalificación de los conocimientos de los pueblos junto al acoso de sus prácticas médicas, formas de organización política y económica y un extenso repertorio de prácticas negadas o suprimidas deberían ser suficientes para invalidar un mestizaje feliz, sin contradicciones, y prevenirnos de reproducir la narrativa indigenista que se complacía en afirmar que México es una “democracia racial”, inmune a formas del racismo como las de Estados Unidos de América o Europa.

Sin embargo, planteamientos como el de la pensadora mixe nos regresan al problema inicial: si los mestizos son fundamentalmente indígenas des-indigenizados, significa que la mayoría de la población ha carecido de agencia histórica y que no ha sido más que la víctima pasiva de un Estado esencialmente racista. Aunque formulaciones como la del “indígena des-indigenizado” pueden resultar útiles para describir ciertos elementos de la formación étnica, resultan problemáticas en la medida en que vuelven sobre un elemento central de la filosofía posrevolucionaria de la mexicanidad: el antiguo tropo de los mexicanos incompletos, atravesados por la violencia colonial y definidos por la doble imposibilidad de volver al mundo indígena o de ser aceptados en un mundo pretendidamente occidental que, de manera deficiente y fragmentaria, comenzó a forjarse tras la conquista (Santos, 2015).

No es casual que esta crítica al mestizaje se valga de una reformulación de la figura del “indio desindianizado”, término originalmente utilizado por Guillermo Bonfil en México profundo (1987). En este provocativo ensayo, recordemos, el autor invirtió los principales argumentos de la ideología posrevolucionaria del mestizaje: si el pensamiento dominante y el indigenismo tradicional pregonaban que el auténtico mexicano era el mestizo que abrazaba la modernidad, la lengua española, la revolución y el Estado, Bonfil sostuvo que —en realidad— sucedía lo opuesto: el México auténtico es, en verdad, el de los pueblos y las culturas indígenas y no la impostura del mundo mestizo y moderno, que llevó a que la mayoría de la población dejara de “considerarse india, aun cuando en su forma de vida lo siga siendo” (Bonfil, 1987, p. 87). En más de un sentido, Bonfil es el padre de la postura que considera al mestizaje como un instrumento esencialmente ideológico y que ve en éste a un sujeto alienado y que se niega a sí mismo.

Lo anterior sirve para ilustrar que, como tantas veces en la historia de México, el mestizaje sigue disputándose entre posiciones político-ideológicas que, aunque parecen antagónicas, en realidad están emparentadas por su carácter esencialista. Tanto las (desacreditadas) posiciones mestizófilas de la primera mitad del siglo XX como las posturas anti-mestizaje contemporáneas suelen recurrir a definiciones cerradas para construir sus argumentos.

De esta manera, el mestizo puede ser visto como la encarnación virtuosa del espíritu nacional o, por el contrario, como la personificación de una hegemonía racista y violenta. Pero más allá del talante político de cada postura, lo cierto es que “mestizo” e “indígena” terminan por convertirse en arquetipos situados fuera de la historia.

Cuando se define a un mestizo como un “indígena des-indianizado” —más allá de si el uso es estratégico—, se reproduce, en realidad, esa idea central del indigenismo que sostiene que entre mestizos e indígenas hay una diferencia ontológica insalvable porque son producto de una ruptura profunda y definitiva de la historia mexicana. La tradición posrevolucionaria, vale la pena recordar, sostenía que los indígenas eran fundamentalmente arcaicos, precapitalistas, tradicionales, localistas, sin sentido de la nacionalidad y reacios al cambio en sus distintas formas; mientras que los mestizos eran indígenas transformados en sujetos modernos, inclinados hacia la ciencia, el cambio tecnológico y el trabajo capitalista, además de ser nacionalistas, aunque abiertos al cosmopolitismo.

Este tipo de formulaciones, que recorren toda la bibliografía mestizófila de los siglos XIX y XX, ha sido sustituido por una versión en la que el mestizo es representado como un indígena despojado de la lengua y de sus formas sociales; empujado hacia una categoría imprecisa y sin contenido que el Estado racista impone a la mayoría de los mexicanos. El historiador Federico Navarrete sintetiza bien esta visión en un pasaje de su libro Alfabeto del racismo mexicano (2017). En este texto sostiene que:

El drama del mestizo mexicano, en última instancia, es que nunca quiso serlo en verdad. En su biblioteca y en su árbol genealógico, en su forma de vestir y de pensar, aspiró siempre a adquirir todos los atributos idealizados de la blancura occidental (ver Whiteness), asociados a la cultura moderna y al progreso, a la civilización y al buen gusto, al glamur y la belleza. (p. 109)

Más adelante, recalca esta idea del mestizaje como fantasía cuando afirma que:

[…] la cacareada “mezcla biológica” que produjo la “raza de bronce” no se llevó a cabo en siglo XVI, ni en el XIX o XX. Desde luego que en nuestro país ha habido uniones entre personas de distintos orígenes (incluyendo más africanos y asiáticos de los que nos gusta admitir), pero en total fueron mucho menos frecuentes de lo que hemos imaginado. La población mexicana ha sido siempre más diversa y menos homogénea de lo que pretendía la leyenda del mestizaje y nunca ha tendido a unificarse en una sola raza. Lo que sí existe en el México de hoy es un alto grado ‘indefinición racial’, es decir, que sectores muy amplios de la población no saben cuál es su origen étnico y continental o han sido obligados a olvidarlo. (p. 109)

Las provocadoras conclusiones de estos dos pasajes son muestra de esta tendencia radical a negar el mestizaje, el cual es reducido a un instrumento de élites que, utilizando la figura del mestizo, no hacen sino ocultar su deseo por lo occidental y disimular el blanqueamiento racial al que realmente aspiran. El mestizaje, desde la óptica de Navarrete (2017), es una “leyenda”, mientras que los procesos de mezcla entre grupos étnicos son vistos como un fenómeno demográfico y cultural menor que ha sido magnificado por una ideología cuyo interés es hacer que la población ignore su verdadera historia.

Pero, más allá de la provocación calculada que caracteriza a este texto, es posible advertir en él la reproducción de la lógica argumentativa de la filosofía de la mexicanidad. En un espíritu similar al del Laberinto de la soledad de Octavio Paz (2007), la conclusión de Navarrete es que los mexicanos están perdidos en una maraña de identidades indefinidas, sin conciencia sobre su origen e ignorantes del engaño opresivo al que han sido sometidos. La diferencia con respecto a la filosofía de lo mexicano estriba, sin embargo, en que la causa de esta perversión identitaria es el mestizaje mismo y no la herencia indígena o negra, que —de manera muy parecida a lo que sostenía Bonfil (1987)— es vista como el núcleo auténtico de la identidad, por más que ésta haya sido negada o suprimida.

No es demasiado arriesgado afirmar que esta crítica contemporánea al mestizaje vuelve a reproducir los mecanismos lógicos y epistemológicos de los predecesores a los que dirige sus ataques. Aun cuando el mestizaje es deconstruido y, en ese proceso, reducido a una ficción ideológica, se mantiene intacto el carácter esencial de lo indígena. Mientras que el mestizo es transformado en una invención, los indígenas aparecen como históricamente reales, lo que da pie a considerar que quienes —libremente o coaccionados por el Estado— se consideran mestizos no son sino indígenas despojados de su identidad. Esta forma de construir la crítica sólo puede conducir a una circularidad que no tiene solución: frente a la imagen mestizófila, se impone una imagen opuesta que, sin embargo, resulta tan esencialista como la primera.

Es necesario insistir en que el debate actual es, sobre todo, un enfrentamiento entre tipos ideales, que sirven como mediadores entre concepciones antagónicas de la cultura, la nación, la identidad y el Estado. Sin embargo, ambas posturas están emparentadas por su resistencia a dotar de contenido histórico y antropológico a las figuras que protagonizan la disputa. Aunque se condena la utilización ideológica del mestizaje y se rechaza la antigua premisa indigenista de que, tarde o temprano, todas las poblaciones mexicanas conformarán una población homogénea, no parece haber interés por preguntarse si ese proceso de mezcla (al que se reconoce de forma reacia) es uniforme o si, por el contrario, existen variaciones regionales, si hay procesos sociales o culturales que afecten la manera en la que se ha desarrollado y, sobre todo, se desdeñan las voces de quienes se consideran mestizos.

De manera equivocada, se asume que el mestizaje es siempre producto de la acción deliberada y consciente del Estado, lo que, en definitiva, da pie a una historia llena de lamentaciones que no es muy diferente del drama existencial que Samuel Ramos (1952) atribuía al mexicano moderno. Por otra parte, dicha concepción termina por abonar en favor de la mitología del Estado que asegura que su poder es tan grande que es capaz de imponer su definición ontológica de los sujetos y de la nación a todos los habitantes del país.

En definitiva, se trata de una forma crítica que no logra romper con el núcleo indigenista y mestizófilo porque necesita preservar algunas de sus premisas más caras. Sin embargo, esto provoca que el antirracismo pierda fuerza: en su afán por deshacerse del mestizaje y del mestizo, se opta por conservar otras categorías con las que el indigenismo clásico construyó su entramado de representaciones. Así, se tira al mestizo por la borda, pero se conserva la figura del “indígena”, del “negro” o del “asiático”, sin advertir que estas imágenes también son tipos ideales a los que es mejor no dotar de historia ni de particularidades, pues se pone en riesgo la tambaleante estabilidad de un edificio poblado de arquetipos y esencias.

Conservar la base argumentativa heredada de la filosofía de la mexicanidad resulta útil en el terreno de la disputa política: quien desconfía del automatismo que reduce el mestizaje a una ideología pronto es señalado como defensor de una idea racista. De la misma manera, hay quienes pretenden que someter el mestizaje a revisión amenaza con fragmentar la identidad nacional en beneficio de un sinfín de integrismos étnicos o avivar el fuego del revanchismo racial.

La tensión entre posiciones políticamente antagónicas, pero epistemológicamente coincidentes, es resultado inevitable de la contraposición esencial entre figuras del indígena y el mestizo, que hace que uno de los polos de la ecuación sea siempre reducido a una ficción. La forma argumental del debate obliga siempre a elegir uno de los arquetipos y negar el otro: si el indígena es el sujeto verdadero, entonces el mestizo tiene que ser falso, y viceversa. La elección se vuelve simplemente política: o se opta por abrazar al mestizo a costa del rechazo del indígena o se adopta una posición de inspiración posmoderna que niega al mestizo por ser una construcción racista, afirmando, en el proceso, el carácter verdadero del indígena, el negro o el asiático como encarnaciones de una diversidad que no está determinada por el poder del Estado y que, por lo tanto, parece estar libre de sus defectos.

Finalmente, habría que señalar otro rasgo importante que refuerza el esencialismo y que tiene que ver con la persistente utilización de una concepción genealógica y lineal de la historia. Pese al antagonismo de las posiciones mestizófilas y antimestizaje, ambas comparten la idea de que los mestizos son fundamentalmente los descendientes de la población indígena. El indígena es, con respecto al mestizo, un antepasado cuya forma de vida fue superada por algo mejor o, por oposición, un antecesor cuya herencia fue negada y destruida por la violencia racializada. Esta forma de entender la relación indígena-mestizo es, en realidad, una supervivencia de cierto evolucionismo mecánico que permeó las ideas sobre el cambio social en México desde finales del siglo XIX, el cual imagina la historia como un tránsito por estados definidos y uniformes que van de lo primitivo a lo civilizado o, en el caso mexicano, de lo indígena a lo mestizo.

Pluralizar la historia de los mestizajes: estrategias, enfoques y perspectivas

Tras revisar los argumentos presentes en la crítica contemporánea al mestizaje, debemos preguntarnos si existe alguna forma de escapar a la circularidad, al esencialismo y a la reproducción de las formas estériles de una vieja filosofía de la mexicanidad que, a pesar de sus defectos, se resiste a desaparecer.

Un primer paso consiste en evitar enfocarnos exclusivamente en el terreno de las ideas y de la producción ideológica de la posrevolución. Con frecuencia, la crítica al mestizaje se concentra en los textos clásicos del nacionalismo moderno mexicano, especialmente en ensayos de carácter ideológico-político como Forjando patria de Manuel Gamio (1960), La raza cósmica de José Vasconcelos (1948), El proceso de aculturación de Aguirre Beltrán (1992) o el artículo de Alfonso Caso titulado “Definición del indio y de lo indio” (1948). Se trata de textos en los que es evidente la idealización del mestizaje, la defensa del discurso integracionista, la naturalización de la idea de la homogenización y la confluencia cultural o racial, así como la ambigüedad entre raza y cultura en relación con la definición de las categorías “indígena” y “mestizo”.

Privilegiar el análisis del mestizaje a partir de los textos fundacionales del nacionalismo posrevolucionario ha conducido a una cierta simplificación histórica, y ha dado lugar a una narrativa que no contextualiza las discusiones sobre la raza, el mestizaje y la etnicidad y que, por el contrario, juzga la producción del siglo XX únicamente desde los criterios del antirracismo actual. Lo anterior ha conducido a desestimar los estudios empíricos del indigenismo, especialmente la etnografía y las investigaciones históricas en las que —más allá de las premisas ideológicas— se da cuenta de interacciones entre poblaciones indígenas, negras y mestizas específicas, a partir de las cuales es posible advertir la diversidad regional que caracteriza a la historia de las relaciones interétnicas y a los procesos de mestizaje.

Cabe agregar que las críticas antimestizaje suelen prestar poca atención a los estudios de la antropología física mexicana, perpetuando un prejuicio arraigado en la antropología sociocultural que considera a esta disciplina un refugio de teorías racistas. La crítica al mestizaje ha dejado en el olvido a autores como Juan Comas (1972) y sus esfuerzos por desterrar el concepto de raza de la antropología o sus contribuciones a combatir las tesis que consideraban a los mestizos como una raza degenerada.

Si se ampliara el foco de atención más allá de los grandes ideólogos, estaríamos en condiciones, por ejemplo, de matizar la idea de una continuidad ininterrumpida entre los intelectuales porfirianos y la antropología posrevolucionaria, pues se harían visibles argumentos que negaban la inferioridad mestiza sin recurrir a las idealizaciones de la mestizofilia de raíz eugenésica de finales del siglo XIX (Stern, 2000).

Tomando en cuenta lo anterior, una tarea imprescindible es ampliar la historia de las poblaciones mestizas y no ceñirse al siglo XX o a la posrevolución. De esta manera, tendremos una mejor perspectiva de la conformación de las poblaciones mestizas y podremos superar la noción de que el mestizaje es un proceso único que termina por incorporar a todos los grupos humanos dentro de una población indiferenciada.

Un tercer elemento que permite una comprensión más amplia del mestizaje consiste en explorar algunas aportaciones contemporáneas de la antropología molecular sobre la composición genética de las poblaciones indígenas y mestizas. Aunque el acercamiento a la antropología biológica suele causar alarma entre muchos antropólogos socioculturales, aquí mostraremos que la genética de poblaciones mexicanas ayuda a evitar las trampas del enfoque genealógico, a entender el carácter multidireccional y plástico de las mezclas poblacionales y a superar las clasificaciones que distribuyen a la población en grupos rígidos conformados por indígenas, negros o mestizos.

Por último, pero no por ello menos importante, sugerimos explorar la forma en la que distintos pueblos indígenas conciben los fenómenos asociados al mestizaje. Como veremos más adelante, muchos pueblos mesoamericanos o del norte mexicano confieren un importante lugar a los individuos y poblaciones mestizas. Dichas concepciones no se inscriben en ninguna de las tradiciones modernas o posmodernas exploradas al principio de este texto y, aunque en algunos casos las teorías indígenas reinterpretan y modifican las nociones hegemónicas sobre el mestizaje, lo cierto es que aportan un ángulo de comprensión distinto que merece ser considerado en los grandes debates sobre las relaciones interétnicas en México.

Las nociones indígenas sobre los mestizos generalmente aparecen en etnografías del ritual, el mito o el parentesco, pero los alcances de la información registrada contribuyen a descentrar y relativizar las narrativas dominantes sobre las relaciones interétnicas. En ese sentido, debemos pensar que las nociones indígenas sobre los mestizos, el mestizaje y las mezclas entre grupos y personas tienen una gran relevancia analítica y epistémica, pues contienen rasgos de lo que Pedro Pitarch (2020) identifica como cualidades del pensamiento mesoamericano contemporáneo (y que podemos extender a los pueblos indígenas norteños): complejidad, multiplicidad, creatividad, mutualidad, suficiencia y ligereza.

Esta última característica —que Pitarch identifica con el flujo, la vivacidad, la precisión y la suavidad— resulta necesaria para construir una alternativa a la pesadez del esencialismo y al tono normativo y rígido de las posturas dominantes sobre el mestizaje. Se trata, en definitiva, de una visión que facilita romper con la visión monolítica del mestizaje y sustituirla por una forma plural caracterizada por la existencia de mestizajes fluidos, cambiantes e inventivos. Adicionalmente, abre la posibilidad de entender los procesos de mezcla, contacto e intercambio étnico desde la experiencia de los sujetos que habitan espacios en los que las definiciones entre lo indígena y lo mestizo no son tajantes ni suponen siempre una oposición fundamental.

Los mestizajes como intercambio y circulación: la mezcla poblacional y la historia colonial

El hecho de que la crítica al mestizaje se haya concentrado en el periodo posrevolucionario ha reforzado la idea de que el mestizo es esencialmente un sujeto al que el Estado forzó a abandonar su modo de vida indígena. Imaginamos que los mestizos son aquellos individuos a los que se reprimió en la escuela para forzarlos a hablar castellano, que fueron sujetos a procesos de urbanización acelerada y violenta, que tuvieron que migrar de los territorios indígenas a zonas mestizas e hispanoparlantes en las que no operaban las reglas comunitarias o que, por temor a un sinfín de formas de discriminación, se vieron obligados a ocultar, suprimir u olvidar la identidad cultural heredada de sus padres y abuelos indígenas.

Por supuesto que esta forma de mestizaje ha tenido y tiene lugar y su importancia no debe ser subestimada. Pero también debemos considerar que no todas las poblaciones que identificamos como mestizas responden a este proceso, que su conformación no ha sido producto del integracionismo indigenista del siglo XX y, por lo tanto, que ha habido otros procesos de mestizaje, con características culturales particulares y que se inscriben de un modo distinto en la vida del país.

Es importante recordar que a lo largo de los siglos XVI, XVII y, especialmente, XVIII, los distintos territorios de la Nueva España fueron testigos del crecimiento y expansión de un tipo de población que hasta entonces no había existido nunca en la historia. Como cualquier otro lugar del mundo, el México prehispánico no fue ajeno a las migraciones, a las alianzas de parentesco y a las relaciones voluntarias o forzadas entre personas de distinto origen. Pero los intercambios y mezclas poblacionales entre mesoamericanos y grupos situados más al norte tenían tras de sí una historia milenaria y, hasta donde sabemos, los contactos e intercambios interétnicos no eran vistos como algo extraordinario o fuera de la norma. Sin embargo, la población mestiza colonial era un sector cuyo origen y desarrollo sí aconteció fuera de los marcos socioculturales aceptados y, en algunos casos, al margen y en oposición a las normas establecidas.

Bajo el dominio colonial, la libre mezcla entre poblaciones e individuos era considerada repulsiva y contraria al orden; se trataba, a fin de cuentas, de una sociedad que buscaba preservar un nítido orden tripartito formado por las repúblicas de indios y de españoles y por la población africana esclavizada y sus descendientes (Martínez, 2008).

El complejo entramado de leyes, prácticas sociales y principios culturales coloniales estaba destinado no sólo a preservar las fronteras entre corporaciones, comunidades y poblaciones sino a mantener y hacer legibles los vínculos genealógicos que distinguían a los individuos y a las comunidades y territorios en los que se adscribían.

La adscripción y el ejercicio de derechos dentro una comunidad indígena (incluyendo la posesión y la propiedad de la tierra) estaba asociado al linaje, a la consanguinidad y, en algunos casos, al matrimonio que otorgaba derechos a un cónyuge fuereño y —casi siempre— a sus descendientes.

Este principio se aplicaba también a españoles y criollos, pero no a los africanos, que tenían negada cualquier forma de pertenencia comunitaria (excepto a la familia nuclear esclavizada) y no podían heredar otra cosa que la sumisión (Aguirre Beltrán, 1994).

A pesar de la importancia que el régimen colonial otorgaba al control genealógico, es bien conocido que las condiciones demográficas, el contacto cotidiano entre grupos, la extensión del territorio y las limitaciones del aparato administrativo del Estado llevaban a que las reglas que gobernaban la segregación se rompieran constantemente. El descenso de la población indígena derivado de las epidemias, el desequilibrio entre el número de hombres y mujeres provenientes de Europa y África y, sobre todo, la búsqueda de la población esclavizada por conseguir que sus hijos nacieran libres condujeron a romper con las prescripciones que gobernaban los ideales de pureza que daban forma al régimen colonial.

Las migraciones, la fundación de nuevas ciudades, la creación de pueblos de congregación multiétnicos, y el movimiento general de población tarde o temprano llevaban a uniones (voluntarias o forzosas) entre hombres y mujeres de orígenes muy diversos. No obstante, las personas resultado de estas mezclas nacían estigmatizadas y sus cuerpos eran la evidencia misma de la transgresión.

Los individuos que no podían trazar un origen puro que los ligara al ámbito indio o español terminaban situados fuera de los espacios jurídicos y políticos reconocidos por la sociedad colonial. Los hijos de indias y negros, los descendientes de indias y españoles pobres, sin poder y sin linaje, y, como castas, carentes de calidad, producto de uniones sospechosas, de relaciones ilícitas, a veces fruto de la violación o la prostitución, del amancebamiento y la bastardía. Se trata de una población a la que el orden colonial despreciaba por su origen incierto y su “calidad” indefinida.

Pese a que muchos individuos mezclados lograban incorporarse a las comunidades de sus progenitores, la mayoría no encontraba acomodo en la república de españoles ni en la de indios; en el caso de quienes tenían ascendencia africana, estaban escindidos del mundo de los esclavos por ser hijos de madres libres, casi siempre indígenas, aunque también europeas y, en algunos casos, africanas libertas.

Es importante señalar que tener una madre indígena no siempre bastaba para lograr adscripción dentro de los pueblos y repúblicas de indios, lo que hacía que los hijos de un padre esclavo carecieran de derechos de residencia entre sus parientes maternos, y se les negaba el acceso a la tierra y al gobierno comunitario. Aunque existieron diferencias históricas y geográficas (asociadas a variaciones en los patrones de parentesco, en la demografía y en los esquemas migratorios y productivos), el rasgo predominante entre las castas fue su condición de desheredadas, su falta de adscripción territorial y, en muchas ocasiones, la total ausencia de propiedad.

Mulatos, zambos, cambujos, pardos, moriscos y mestizos no tenían acomodo en ninguna de las repúblicas, aunque tampoco pertenecían al ámbito de la esclavitud. En ese sentido, las castas eran esencialmente liminares: existían en una suerte de limbo jurídico y sociológico, sin república, pueblo ni comunidad. Así, mientras que el lenguaje legal y burocrático colonial enfatizaba siempre la pertenencia de españoles e indios a un pueblo, villa o ciudad determinada, no recurría a la misma terminología cuando se trataba de las castas, pues a éstas no se les reconocía pertenencia a una corporación ni a un territorio política y legalmente constituido. Así, las castas iban de un lado a otro como una población flotante, desempeñando oficios al margen de los gremios, comerciando sin permiso, consumiendo fuera del circuito del repartimiento de mercancías (Pastor, 2002) y de los mercados establecidos y celebrando rituales y reuniones a espaldas de autoridades civiles y eclesiásticas (Santos, 2003; Viqueira, 1987).

Esta población mestiza o mezclada (si se prefiere un término menos cargado ideológicamente) no era una población indígena transformada, blanqueada o arrancada de sus territorios.

Pretender ver en los mestizos a los sucesores de la población indígena es prolongar la vida de un evolucionismo caduco que ve en las transformaciones poblacionales una sucesión de etapas en las que un grupo humano es reemplazado por otro. Esta idea del “reemplazo” de una población por otra ignora que las poblaciones son el resultado de flujos génicos —con intensidad variable en el curso de la historia— y que la aparición de una nueva configuración poblacional en términos culturales, sociales y genéticos no supone la existencia de una relación de descendencia (consanguínea) como sucede con el parentesco individual.

En este sentido, debemos pensar que las poblaciones mestizas surgen de la recombinación (biológica y cultural) con otras poblaciones, en un proceso sincrónico y no una secuencia. Una población con diversas ancestrías genéticas —al menos a nivel continental— no necesariamente desplaza a las otras poblaciones, sino que se desarrolla en paralelo y, con frecuencia, manteniendo intercambios constantes con los grupos que le rodean. La novedad, en todo caso, proviene de la combinación entre poblaciones con culturas, formas sociales particulares y variantes genéticas regionales que antes no habían entrado en contacto. Se trata de un proceso biológico, pues implica la reproducción entre individuos de distinto origen poblacional, pero también es un proceso cultural y social en el que se combinan prácticas, conocimientos, formas de organización, lenguas y un sinfín de elementos colectivos.

En el curso de intensas convivencias étnicas como las que ocurrieron en ciertas regiones de México durante la Colonia, los individuos y poblaciones mezcladas tuvieron que inventar sus propios códigos sociales y desarrollar una cultura propia, pues simplemente no tenían lugar entre las comunidades tradicionales: españoles e indios no estaban dispuestos o no podían integrarlos dentro de sus ámbitos o, bien, las relaciones estaban limitadas a ciertos espacios y prácticas.

En más de un sentido, la idea de una población mestiza delimitada, dotada de una identidad estable y capaz de distinguirse de otras poblaciones responde a una concepción moderna, surgida en un momento dominado por la idea de que a cada nación le corresponde una etnicidad. La idea misma de poder clasificar a los grupos étnicos en compartimentos delimitados es, por un lado, típico de la racionalidad estatal —que necesita establecer definiciones rígidas que le permitan gobernar a poblaciones específicas— y, por otro, una herencia de prácticas antropológicas obsesionadas con la definición de grupos, sociedades y culturas (Wagner, 1974).

En el contexto virreinal mexicano, las poblaciones mestizas se desenvolvían en una escala o gradiente que les permitía moverse con cierta facilidad entre las comunidades establecidas y definidas por la lógica colonial. Esto explica que los miembros de las castas, los productos de esas mezclas “indefinidas” y sin acomodo en el esquema ideal de las poblaciones “puras” hayan encontrado en el comercio un espacio para subsistir.

La literatura clásica sobre el mestizaje ha subrayado que los mestizos fueron la semilla de una clase trabajadora con rasgos modernos, que surgió en plantaciones, minas y obrajes donde se laboraba bajo mecanismos de explotación distintos a los del tributo (generalizado entre la población indígena) o la esclavitud (predominante entre los africanos y sus descendientes directos), en donde las poblaciones mezcladas no tenían más opción que vender su fuerza de trabajo, pues —a diferencia de españoles, criollos e indígenas— carecían de toda forma de propiedad. Sin embargo, visiones más contemporáneas (Cope, 2013; Konove, 2015, 2018) han sugerido que las castas fueron protagonistas de una economía mercantil paralela, “en la sombra” o informal, que se desarrolló de manera complementaria y opuesta a los circuitos comerciales establecidos y oficiales, la cual era fundamental para abastecer a los sectores populares urbanos, a las poblaciones indígenas, y a los criollos y españoles pobres. En los mercados “informales” (Hart, 1985), las poblaciones mezcladas desarrollaban contactos y actuaban como vasos comunicantes entre los grupos sociales reconocidos.

Los hombres y mujeres desincorporados de la sociedad colonial se desempeñaban en los más variados oficios: eran aguadores, cargadores, tlachiqueros, tortilleros, escobilleros, vendedores de comida en calles y plazas, sirvientes domésticos y artesanos de toda clase, pero también recorrían el territorio como ambulantes, buhoneros y baratilleros. Individuos, familias y poblaciones mestizas se desplazaban por la esfera de la circulación y su supervivencia estaba íntimamente asociada a las formas cambiantes e inagotables del intercambio. Los mestizos quizás fueron los trabajadores de una incipiente economía capitalista, pero siempre fueron “intercambiadores” que recorrían los espacios corporativos y relativamente estáticos de la sociedad colonial. Esta condición itinerante permitía que se insertaran en los circuitos de peregrinación y comercio indígena que se extendían por toda la geografía mesoamericana, al tiempo que tenían acceso a ciertos espacios públicos de españoles y criollos y, de manera importante, a los de las poblaciones de origen africano. En esos procesos de movilidad, los mestizos podían adoptar y adaptar elementos culturales y sociales de todos los grupos. Las personas y las colectividades mestizas desarrollaron habilidades de comunicación interétnica, las cuales eran, justamente, producto de esa “indefinición racial” e identitaria que las élites encuentran despreciable.

Los mestizos, emparentados con indígenas, negros y blancos, se movían en los espacios de éstos utilizando el comercio como uno de los instrumentos principales de intercambio. Se trataba de un comercio en pequeño, que permitía un modesto proceso de acumulación de capital, limitado por restricciones legales y sociales impuestas a las castas, pero que, debemos insistir, permitía el surgimiento de una extensa red de socialización, que, a su vez, daba pie a la creación de relaciones distintas (y muchas veces antagónicas) a las diseñadas y admitidas por el Estado colonial.

En este sentido, es posible repensar a los grupos mestizos fuera del ámbito de la etnicidad entendida como una rígida definición identitaria. Contrario a lo que estableció la antropología indigenista, que sostenía la existencia de un mestizo “absoluto”, históricamente consolidado, localizable y consciente de su plena diferencia (étnica) respecto al resto de las poblaciones, los mestizos fueron y han sido una población fluida, provista de una cultura de tonalidades cambiantes y esencialmente dúctil. Eso que llamamos “la población mestiza” es, en realidad, un conjunto de experiencias demográficas y sociales muy variadas.

Si nos apartamos de las definiciones ideológicas de las élites intelectuales posrevolucionarias, veremos que en México “lo mestizo” se manifiesta más africano en algunos lugares (Lewis, 2020), mientras que en otro aparece más cercano a una población indígena que es, en sí misma, diversa y heterogénea. Por otra parte, lo mestizo también absorbe los matices y distinciones de una población europea a la que (por influencia del indigenismo) solemos pensar como un monolito, pero que, obviamente, también contenía una dosis innegable de variabilidad.

Este reconocimiento de la diversidad de los mestizajes, de su carácter plástico y de sus vínculos con las poblaciones que, en el largo curso de la recombinación, dieron lugar al surgimiento del variado universo de mezclas, muestra que las diferencias entre mestizos e indígenas, negros y europeos no son absolutas y que, por el contrario, su definición tiene que ver con elementos culturales y de percepción que varían histórica y geográficamente.

Perspectivas indígenas sobre las poblaciones mestizas

Una historia popular y subalterna de los mestizajes debería conducirnos a entender que la distinción tajante entre el mestizo y el indígena puede operar en ciertos contextos, pero enfocarse únicamente en el antagonismo trae consigo una simplificación excesiva de la historia. Aunque es innegable que la oposición mestizo/indígena (o negro) opera en los espacios de la política pública posrevolucionaria, en el ámbito de la educación pública de raíz vasconcelista, en la salud regida por el Estado y en la imaginación de la intelectualidad revolucionaria, sería un error pensar que estos espacios se encuentran libres de contradicciones o que son los únicos que rigen las pautas de las relaciones interétnicas.

Sabemos que a lo largo de la historia mexicana muchas comunidades definidas como mestizas desarrollaron prácticas discriminatorias dirigidas a poblaciones a las que, a partir de criterios nacionales pero también locales (López Caballero, 2021; Robichaux, 2005, 2008), se definía como indias o indígenas, con lo cual se buscaba establecer distinciones jerárquicas, pero, al mismo tiempo, también es necesario considerar que estas poblaciones tienen su propio acervo de términos para clasificar, describir y dar sentido a poblaciones identificadas como mestizas. Existen casos en los que las jerarquizaciones impuestas desde la hegemonía estatal o desde élites que se consideran mestizas han sido apropiadas por muchos pueblos, invirtiendo los términos de relación o reorganizándolos dentro de sus propios sistemas de conocimiento.

Johannes Neurath (2008), por ejemplo, ha descrito en numerosos textos que los wixárika perciben a los mestizos como “subdesarrollados” (p. 31) porque desconocen las prácticas de reciprocidad y sus rituales son vistos como una desviación o tergiversación de las prácticas religiosas wixárika y porque, en términos cosmológicos, los mestizos (teiwari) son considerados los que se perdieron o rezagaron en la búsqueda del “Amanecer en el oriente” y, por ello, su costumbre está incompleta. Neurath explica que los huicholes miran con condescendencia a los mestizos, sean los vecinos ganaderos que amenazan sus territorios o los turistas que se interesan por su arte y costumbres: en ambos casos, piensan que la tarea de los wixárika consiste en educarlos y guiarlos en las cosas importantes que los mestizos desconocen y que no son nada menos que llevar a cabo las tareas para que el mundo funcione y la vida sea posible. Al mismo tiempo, Neurath recuerda que los wixárika tienen numerosos dioses mestizos y que también recurren a los santos que son vistos como teiwari, a los que se acude para buscar dones y ayudas para tareas “individualistas, no-comunales y orientadas a las ganancias” (Ramírez y Neurath, 2021, p. 135).

Visiones que consideran a los mestizos como incompletos o ignorantes de las formas sociales adecuadas aparecen en contextos muy distintos a los de los wixárika. En los pueblos de la zona semi-rural del oriente de Texcoco, en la región que Ángel Palerm llamaba el Acolhuacan Septentrional. Esas comunidades, que han vivido ligadas a la Ciudad de México desde tiempos prehispánicos, tienen tras de sí un largo repertorio de mecanismos para establecer diferenciaciones y enfrentar la expansión e influencia de la capital en sus comunidades (Magazine, 2015). En esta región, la distinción suele hacerse entre “gente de la ciudad” y “gente del pueblo”, aunque también puede adquirir la oposición entre “gente de la ciudad” y “originarios” y, de manera menos frecuente y casi siempre en las comunidades de la montaña texcocana, como una oposición entre “mexicanos” e “indios” o “indígenas”. En términos de las categorías locales, la gente de ciudad carece de sentido de comunidad, no sabe apreciar ni organizar fiestas adecuadamente, ignora la reciprocidad imbricada en las mayordomías, rechaza la sociabilidad que emerge de la deuda y pretende que las ayudas y colaboraciones se sustituyan con dinero y trabajo asalariado. Incluso llegan a afirmar que los citadinos, a diferencia de ellos, no saben comer ni trabajar adecuadamente.

Entre la gente del oriente de Texcoco, es difícil encontrar la interiorización de los valores que el pensamiento posrevolucionario atribuye a los mestizos, a pesar de que la mayoría de las comunidades de esta región dejaron de hablar náhuatl al menos desde hace dos o tres generaciones, que gran parte de su economía depende del trabajo en la ciudad y que, desde el punto de vista del Estado, no sean más que mestizos modificados por los procesos de integración y aculturación.

La literatura etnográfica muestra que aquí no hay “indefiniciones raciales” ni personas carentes de identidad o conciencia sobre sus orígenes. Por el contrario, buena parte de la vida social de estos pueblos consiste en trazar límites con respecto a los sujetos urbanos, en seleccionar cuidadosamente qué se busca adoptar y rechazar de la vida citadina y, no menos importante, en mantener una memoria que, en lugares como San Salvador Atenco, por ejemplo, conecta a sus habitantes con la historia lacustre del Valle de México, con su papel como constructores de Tenochtitlan y la Ciudad de México y con un paisaje y unas prácticas que no tienen como centro ni punto fundamental al Estado posrevolucionario o a los procesos de aculturación.

Lo anterior muestra que el entendimiento del mestizaje no sólo varía entre pueblos, sino que la construcción de definiciones identitarias está lejos de ser un proceso impuesto del Estado hacia sectores subalternos. Más aún, es evidencia de que, en ciertos contextos y momentos, las definiciones estatales o de las élites tienen poca relevancia en las categorías, clasificaciones y conceptos locales que, por el contrario, muestran una considerable autonomía epistemológica y política. La variedad de formas de pensar a los mestizos debería llevarnos a considerar que las creaciones del nacionalismo revolucionario son sólo un ejemplar del largo repertorio de reflexiones sobre la mezcla, la identidad y la otredad que existen en México.

Es importante señalar que las nociones indígenas y locales sobre el mestizaje, aunque sirven para establecer diferencias y contrastes entre lo propio y lo ajeno, no implican la existencia de dos esferas de existencia completamente separadas. Desde el punto de vista cosmológico, los mestizos desempeñan el papel de una otredad a la que se puede acceder por medios rituales o a través del compadrazgo, las relaciones de deuda o el matrimonio.

Entre los nahuas de Pahuatlán, Puebla, Eliana Acosta (2020) encuentra que los “dueños” de los cerros que viven en el interior de las montañas son considerados mestizos que aparecen vestidos de charros con ropa lujosa y con los que se pueden establecer relaciones que durante la vida traen dinero y riqueza material, pero que después de la muerte conllevan la obligación de trabajar para el Nahpateko como peones y sin posibilidad de ser liberados. Por su parte, Jacques Galinier (2020) muestra que, entre los otomíes de la Sierra Oriental de Hidalgo, los mestizos —junto a otros extranjeros indígenas y los muertos— son incorporados como “ancestros nativos” durante el Carnaval, pues juegan un papel fundamental en la creación de la comunidad y en la definición ontológica de los otomíes, quienes consideran la alteridad como base de la creación de lo propio.

Leopoldo Trejo (2014), por su parte, ha registrado una serie de complejas prácticas rituales entre nahuas, tepehuas y otomíes de la Huasteca que están dirigidas a atraer y domesticar potencias peligrosas que comprenden a los difuntos, los seres del monte y los mestizos, entre los que se cuenta tanto a mestizos “míticos” como a personas de comunidades vecinas. En el contexto tzotzil y tzeltal de Chiapas, es frecuente que la gente —que concibe al cuerpo como un repositorio de múltiples entidades anímicas— considere que las personas indígenas tienen también un alma ladina o mestiza, la cual suele manifestarse durante la embriaguez, el sexo o la fiesta, cuando se pierde el control y se adoptan actitudes desaliñadas, desordenadas o violentas (Pitarch, 1996).

Esta idea de la incorporación del mestizo aparece constantemente en diversos contextos indígenas y, más allá de la complejidad particular de cada práctica ritual, es posible advertir la ambigüedad productiva que rodea a las nociones sobre el mestizo: éste es una potencia peligrosa, un dador de bienes condicionados, un enemigo que puede traer violencia y despojo, pero también un ancestro y un aliado en potencia con el cual se pueden establecer relaciones diplomáticas o con el que se puede emparentar. Así, por ejemplo, entre los nahuas de la periferia de Cuetzalan, Puebla, es frecuente que a los mestizos se les llame compare, una nahuatlización del término castellano “compadre”, con el que se denota a un extraño, alguien que no conoce “el costumbre” y que es potencialmente dañino, pero también es susceptible de ser integrado dentro de las relaciones de alianza por medio del compadrazgo.

En otro contexto, Laura Lewis (2000, 2001, 2020) mostró que, en la Costa Chica de Guerrero, los habitantes de San Nicolás Tolentino, una comunidad que generalmente es clasificada como “afrodescendiente”, se consideran a sí mismos como “morenos”, un término que denota su vínculo histórico con una herencia “india” a la que reivindican como el elemento que los une a México. Lewis da cuenta de la desconfianza con la que los habitantes de esta región han recibido nociones sobre su “africanidad”, la cual es reivindicada por instituciones, activistas e intelectuales de inspiración multiculturalista que rechazan la idea del mestizaje. Los morenos de la Costa Chica, explica Lewis, perciben la idea “africanidad” como una imposición identitaria que intenta desplazar las definiciones propias y que intenta excluirlos de la nación, profundizando las desigualdades frente a otros grupos de la región.

Los ejemplos anteriores sirven para ilustrar este flujo e intercambio constante entre ámbitos indígenas y mestizos. A este universo de nociones cosmopolíticas y prácticas rituales, debemos añadir también la dimensión del parentesco. Más allá de las diferencias lingüísticas, de las distinciones que los actores sociales establecen entre sí a partir de nociones sobre el adecuado comportamiento social, lo cierto es que, en muchas regiones de México, la estructura familiar de los mestizos y los indígenas no difiere demasiado y guarda similitudes que se extienden a las prácticas de organización comunitaria, a la mayordomía, a los sistemas rituales y a la economía moral.

Los mestizajes, el parentesco y la genética

David Robichaux (2005) ha mostrado que en Tlaxcala y en regiones del Estado de México existe un continuum entre grupos mestizos e indígenas (a veces localizados en la misma comunidad), el cual es posible por las semejanzas en la forma de las familias, en las prácticas matrimoniales y en la organización de la vida social. Robichaux insiste en que estos rasgos son mucho más significativos para los actores que las “categorías administrativas del Estado” (p. 100), incluyendo las distinciones estatales entre indígenas y mestizos. Este tránsito también puede advertirse en muchas comunidades de los Valles Centrales de Oaxaca, en donde la mayoría de la población no necesariamente es zapotecohablante pero no duda en considerarse auténticamente zapoteca y en identificarse con los zapotecos serranos y con los del Istmo. Estos pueblos, que no se consideran mestizos, identifican el ser zapoteco con la práctica del tequio, el gobierno comunitario, la propiedad comunal de la tierra y un conjunto de prácticas que no están determinadas por la lengua o por el conjunto de rasgos culturales que la antropología identifica como constituyentes de la población indígena.

Una comprensión más refinada de los mestizajes no sólo debe incorporar las categorías locales, entender las variaciones entre los sistemas de parentesco y organización social, sino que también puede beneficiarse de la información aportada por una antropología molecular interesada en la variabilidad genética de las poblaciones mexicanas (González Sobrino, 2016; Juárez Martín et al., 2014; Mo­reno y Sandoval, 2013; Wang et al., 2008).

En principio, los estudios de variabilidad genética no hacen sino confirmar que las distintas poblaciones mexicanas son, a nivel molecular, el reflejo de la larga historia migratoria y demográfica ocurrida a nivel regional. En este sentido, la antropología genética confirma que todos los habitantes de México, más allá de los términos en los que definan su identidad y pertenencia, reflejan la composición genética individual y colectiva de una historia de intercambios y flujos entre poblaciones y grupos humanos, de los que la antropología ha dado cuenta durante décadas.

En México, los datos moleculares confirman que la constitución genética de la mayoría de las poblaciones indígenas reportadas en fuentes bibliográficas (salvo algunas excepciones entre poblaciones del norte del país) posee variantes moleculares autosómicas de origen amerindio, europeo, africano e incluso asiático, con frecuencias variables (Juárez Martín et al., 2014). Al mismo tiempo, la población denominada mestiza ha “retenido” un porcentaje importante del componente genético amerindio de manera diferencial dependiendo de la región geográfica (Moreno y Sandoval, 2013). Podría afirmarse que, actualmente, la mayoría de las poblaciones indígenas en México poseen individuos que portan variables genéticas distintas a las de su ancestría amerindia, que fueron adquiridas por flujo génico en algún momento de la historia evolutiva y, por lo tanto, carece de sentido pensar que el mestizaje es aquel proceso que conduce a que la población indígena (o negra, asiática o de cualquier otro tipo) modifique su cultura, adopte el español y se incorpore como parte de alguna versión de la modernidad mexicana u occidental.

Aunque los datos genéticos no explican las diferencias sociales entre mestizos e indígenas (Moreno y Sandoval, 2013), sí proporcionan una poderosa evidencia biológica que desarma cualquier discurso teleológico y, por supuesto, invalida aquellos planteamientos sobre la existencia de una raza universal o cósmica, que se presenta como más diversa que otras poblaciones. El estudio de la genética de poblaciones conduce a eliminar el monopolio conceptual que el pensamiento posrevolucionario creía tener sobre el mestizaje, al mostrar que éste —entendido como mezcla de población— ocurre todo el tiempo y no tiene un curso predeterminado. El mestizaje en México no sólo se refiere a la mezcla de ancestría amerindia con europea o africana: como afirman Moreno y Sandoval (2013), desde el punto de vista técnico, también todos los indígenas son mestizos, en tanto que los componentes de ancestría indígena se han mezclado entre diferentes comunidades nativas, de modo más gradual, pudiéndose considerar genéticamente también como un proceso de mestizaje.

La antropología genética enseña que hay bases biológicas para rechazar la idea singular de “el mestizaje” y sustituirlo por una concepción que reconoce mestizajes múltiples, resultado de condiciones heterogéneas que, a su vez, generan configuraciones poblacionales distintas que no sólo se reflejan en la composición genética sino también en la cultura y en la organización social.

Un ejemplo de lo anterior puede verse en el estudio que Ana Juárez Martín et al. (2014) realizó para entender la historia genética de las relaciones interétnicas en el Valle del Mezquital, enfocado en comunidades que se reconocen como otomíes. En términos sucintos, la muestra reportó que la constitución genética autosómica de esa población está conformada por un 7 5% de genes que prevalecen entre poblaciones amerindias, un 23.5 % de genes frecuentes entre grupos europeos y un 1.5 % de genes que están sobre todo presentes en poblaciones de origen africano. Mientras que si analizamos el genoma mitocondrial de la misma población (Juárez Martín, 2011), encontramos que todos los individuos de la muestra portan alguna variable de origen amerindio. Lo anterior da cuenta del mestizaje asimétrico que ocurrió en la región —y que es consistente a lo largo del territorio nacional—, donde las comunidades indígenas o amerindias tuvieron contacto con hombres europeos —podemos presumir que en su mayoría eran españoles o de origen español— y con un porcentaje estadísticamente significativo de africanos, mientras que la base poblacional femenina siguió siendo eminentemente indígena

Si se observan las características culturales de las comunidades a las que pertenece la muestra del estudio referido, se encontrará que son predominantemente otomíes: las personas hablan esa lengua, se organizan de acuerdo con patrones y estructuras propias de los otomíes del Mezquital y, sobre todo, se reconocen a sí mismos como hñähñú (en tanto que el Estado los reconoce como indígenas).

Lo anterior también indica que los grupos europeos y africanos que estuvieron en la región (este análisis no permite identificar cuándo se dieron exactamente esas mezclas, por lo que se tienen que hacer inferencias contrastando la información genética con fuentes históricas, etnográficas y arqueológicas) terminaron por incorporarse en el cauce de la población indígena y, aunque aportaron elementos importantes, su presencia no llevó a un proceso de “occidentalización” que condujera a la desaparición de la identidad otomí, sino que contribuyó —a través del cristianismo, por ejemplo— a su transformación dentro de marcos culturales y sociales indígenas.

Conclusión: los mestizajes como relaciones

Esto es importante porque muestra que el mestizaje, en tanto proceso biológico, no conduce a las poblaciones en ninguna dirección cultural o social preestablecida, como pensaban los indigenistas clásicos. Para éstos, la mezcla en sí misma tenía que producir un movimiento hacia la modernización (entendida como mexicanización u occidentalización) y al debilitamiento de los mecanismos de reproducción de las comunidades indígenas.

Para el indigenismo posrevolucionario, el sujeto que se mezclaba terminaba por desprenderse de los grupos que dieron origen a la mezcla y, tarde o temprano, pasaba a formar parte de una población mexicana que rompía sus vínculos lingüísticos y sociopolíticos con las comunidades originales (casi siempre indígena, aunque también en esta lógica se veía a los criollos y otros grupos provenientes de fuera de México).

No obstante, lo que muestra el estudio citado es que lo contrario también era posible: en este caso, podemos suponer que probablemente hubo una “otomización” de europeos y africanos y que las pautas sociales otomíes siguieron siendo el marco de referencia para las personas.

Fenómenos similares se pueden encontrar en muchas partes de México. Por citar un ejemplo de una región largamente estudiada por la historia y la antropología, en comunidades mixes y zapotecas cercanas a Villa Alta (ciudad española colonial de la Sierra Norte de Oaxaca), la población europea terminó hablando mixe o zapoteco y hoy no es posible distinguir por pura observación el origen familiar o la ancestría de la gente de esa zona.

Lo anterior confirma que México es un país en el que la mezcla poblacional se da continuamente y que, lejos de ser un proceso monolítico y teleológico, esas combinaciones tienen rasgos particulares y obedecen a procesos de relación interétnica muy localizados e históricamente específicos. Existe una necesidad imperiosa de considerar al mestizaje no como un objeto cuya naturaleza es definida bajo ciertas condiciones o por la acción de ciertos actores poderosos, sino como una condición esencialmente relacional. Parafraseando a Michel Foucault (1997), podríamos decir que no se puede hacer ni la historia de los mestizos ni la historia de los indígenas, sino la historia de lo que constituye uno frente al otro. Y esa constitución está muy lejos de ser una sola. Cualquier antropólogo estaría dispuesto a defender que detrás del término “indígena” hay, en realidad, una sorprendente y rica diversidad. El desafío para la antropología mexicana actual tal vez consiste en pensar que el término “mestizo” oculta una heterogeneidad valiosa y digna de ser comprendida y explicada.

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Notas de autor

* Historiador por la Facultad de Filosofía y Letras (FFyL) de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y antropólogo por la London School of Economics y la University College London. Es profesor de tiempo completo en el Departamento de Ciencias Sociales y Políticas de la Universidad Iberoamericana, Ciudad de México. Miembro del Sistema Nacional de Investigadores (SNI) nivel I. Su área de especialidad etnográfica es la Sierra Norte de Oaxaca, en donde ha investigado aspectos ambientales, económicos y políticos; también ha trabajado aspectos relacionados con megaproyectos y conflictos sociales en la zona oriente del Valle de México. En la actualidad prepara un libro sobre poblaciones mestizas mexicanas.
** Antropóloga física por la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH) y doctora en Antropología por la UNAM. Su especialidad es la antropología molecular, a partir de la cual ha estudiado la composición genética de diversas poblaciones indígenas mexicanas, la alimentación entre los otomíes del Valle del Mezquital y la relación entre migraciones, lenguas e historias genéticas. Es profesora de tiempo completo del Centro de Estudios Antropológicos de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (FCPyS) de la UNAM.


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