Resumen: Este trabajo presenta una contribución al estudio de los orígenes de la práctica de tiznarse la cara y realizar performances de negritud típica de los carnavales de Buenos Aires a fines del siglo XIX. Surgida muy tempranamente, luego de 1865, participaban en ella tanto blancos como afrodescendientes. En continuidad con investigaciones previas, que habían descartado el género anglosajón del blackface minstrelsy como posible fuente de inspiración, este trabajo apunta a demostrar que los festejantes rioplatenses pudieron haberse apoyado en una tradición diferente y más antigua: la que proveía la literatura y el teatro español, a su vez influida por expresiones culturales afrocaribeñas. Luego de una descripción de las tradiciones de tiznado escénicas y de los modos de representar lo negro en el teatro, en la música y en las letras españoles, en la primera parte se analiza su impacto en sainetes, “bailes de negros”, tonadillas, zarzuelas y tangos y habaneras que llegaban a Buenos Aires desde la península ibérica. La segunda parte se detiene en la influencia que todo ello tuvo en el carnaval porteño y en la posibilidad de que el tiznado y las performances de las comparsas locales conectaran con algunos de los elementos escénicos de la zarzuela. La indagación comienza en 1825, por ser el año de la que pudo ser la primera aparición de un blanco tiznado en un teatro porteño, y concluye en c. 1890, cuando el fenómeno de las comparsas de falsos negros ya había alcanzado su apogeo.
Palabras-clave: Blackface, carnaval, Buenos Aires, teatro, música.
Abstract: This article discusses possible origins of a peculiar performance of blackness typical of the Buenos Aires carnival of the 19th century, which involved using dark makeup and dressing up in the alleged manner of afro-descendants. Emerging in 1865, both whites and blacks participated in such carnivalesque aesthetics. Following up investigations presented elsewhere, which had discarded that the Anglo-Saxon blackface minstrelsy may have inspired folks performing blackness in the River Plate, this paper seeks to prove that there was a different, older influence: that of Spanish literature and theatre, in turn influenced by Afro-Caribbean musical and theatrical expressions. The first part of this paper describes representation of blackness and styles of makeup in Spanish theatre, music and literature and their arrival and impact in sainetes, “bailes de negros”, tonadillas, zarzuelas and tangos performed by both Spanish and local troupes in Buenos Aires. The second part analyzes the influence of those Spanish genres in the Buenos Aires carnival and assesses the possibility that carnival ensembles performing blackness drew inspiration from them. The investigation begins in 1825, when the first actor in blackface may have featured in a theatre play in Buenos Aires, and ends c. 1890, when the phenomenon of carnival ensembles in blackface had reached its peak.
Keywords: Blackface, carnival, Buenos Aires, theatre, music.
Artigo livre
La escenificación de lo negro en los teatros y carnavales de Buenos Aires, 1825-1890: indicios de la influencia del Atlántico (afro)hispano
Staging Blackness in Theatres and in Carnivals in Buenos Aires, 1825-1890: Hints of the Influence of the (afro)Hispanic Atlantic
Received: 10 November 2022
Accepted: 28 March 2023
A partir de 1865 y durante más de tres décadas, el carnaval de Buenos Aires albergó una sorprendente cantidad de comparsas integradas por blancos que, de diversas maneras, buscaron asociarse a lo afrodescendiente, tiznándose la cara y/o imitando el habla, el baile, la vestimenta o la música de los negros. Compartieron el espacio de la celebración con una cantidad igualmente notable de comparsas de afrodescendientes reales, que también pusieron en escena signos musicales, coreográficos y de vestuario -incluyendo a veces el tiznado del rostro- que apuntaban a resaltar su origen étnico (Adamovsky, 2021a).
Especulando sobre el origen de la práctica de disfrazarse de negros y tiznarse, es habitual que en la bibliografía especializada se tracen filiaciones con el género teatral del blackface minstrelsy anglosajón (Chasteen, 2000; Cirio, 2015). En otros trabajos pude demostrar que no existen bases empíricas para sostener que tal género hubiese tenido influencia en las prácticas rioplatenses. Sugerí, en cambio, que las tradiciones escénicas españolas, que son muy anteriores y diferentes a las del minstrelsy, pudieron acaso haber aportado representaciones de los negros más influyentes (Adamovsky, 2021b). En este trabajo avanzo sobre esa hipótesis. En las páginas que siguen presentaré evidencia de la circulación, en Buenos Aires, de modos de representar a los afrodescendientes con fines escénicos y en la música de circulación popular procedentes de España. O, para ser más precisos, del Atlántico (afro)hispano, ya que las expresiones culturales que llegaban de ese país en verdad se habían forjado en el espacio que conectaba la península ibérica con el Caribe y con África.
Luego de una descripción de los modos de representar lo negro en el teatro, en la música y en las letras españoles, en la primera parte analizaré su impacto en Buenos Aires, visible en una serie de dramas, sainetes, “bailes de negros”, tonadillas, zarzuelas y habaneras que llegaban desde la península ibérica. La indagación comienza en 1825, por ser el año en el que encuentro la que pudo haber sido la primera aparición de un blanco tiznado en un teatro porteño. En una segunda parte, me detengo en el impacto que tuvieron los tangos y habaneras llegados de España en el carnaval porteño y en la posibilidad de que el tiznado y las performances de las comparsas locales conectaran con algunos de los elementos escénicos de la zarzuela. La exploración concluye en c. 1890, cuando el fenómeno de las comparsas de negros y de falsos negros ya había alcanzado su apogeo. El trabajo se apoya en información de una amplia variedad de periódicos, revistas, libros, partituras, libretos y otros impresos que permiten reconstruir la escena teatral y musical y las prácticas de las comparsas: entre otros elementos, sus nombres, trajes y las letras de las canciones que cantaban.
La presencia de negros subsaharianos fue muy temprana en España, especialmente en Andalucía. Para comienzos del siglo XV los había en cantidad en Sevilla, en Valencia, en las islas Baleares y en otros sitios (Martín Casares; Barranco, 2010). En el siglo XVI, las principales ciudades españolas tenían comunidades visibles de afrodescendientes, tanto libres como libertos y esclavos. En Sevilla, negros y mulatos llegaron a representar más del 10% de la población y posiblemente fuesen más en Cádiz (Navarro, 1997, p. 144; Morgado García, 2010). En siglos posteriores su presencia decayó. Sin embargo, hasta fines del XIX la trata a través del Atlántico continuó dando numerosas ocasiones en las que españoles alternaron con negros en las factorías, en los puertos, en los mercados, en los fuertes, en las plantaciones y ciudades coloniales.
La proximidad relativa permitió que los escritores blancos representaran a los negros a partir de una observación directa y de un modo más casual y matizado que en otros países de Europa, en los que aparecían más bien como seres exóticos y ajenos a la realidad local (Fra-Molinero, 1995, p. 1-18). A más tardar a comienzos del siglo XVI comenzaron a circular en España (y antes en Portugal) poesías que buscaban imitar el llamado “bozal”, el castellano precario que hablaban los africanos recién llegados. Las primeras conocidas de este estilo, luego llamado “habla de negros”, son las que compuso Rodrigo de Reinosa. Sus coplas, dirigidas a la población afrodescendiente de Sevilla, circularon en esa ciudad como literatura de cordel. El “habla de negros” pasó rápidamente al teatro en las obras que el sevillano Lope de Rueda escribió a mediados de ese siglo y pronto fue un código reconocible por las audiencias. Algunos de los máximos exponentes del Siglo de Oro lo frecuentaron. Quienes así hablaban en el teatro eran personajes representados por blancos tiznados, en obras que a veces incluían interludios con música y bailes “de negros” también ejecutados por blancos (aunque en ocasiones se contrataron actores y bailarines negros). El estilo también se manifestó en una tradición de villancicos y “negrillas” que remedaban el habla de los negros. Tanto ésta como las obras del Siglo de Oro tuvieron a su vez influencia en la América hispana, donde, desde el siglo XVII, también hubo literatura y villancicos de ese tipo (Lipski, 2005, p. 71-72 y 76-92; Jones, 2019, p. 29-30 y 61; Waisman, 2021; Beusterien, 2006, p. 102-104). En la tonadilla escénica del siglo XVIII también los personajes negros tuvieron su lugar (De la Fuente Ballesteros, 1984). Asimismo, fuera del teatro hubo blancos tiznados representando a negros en festividades y procesiones (Martín Casares; Barranco, 2010, p. 106 y 121).
La crítica tradicional interpretó este fenómeno de blancos que se apropiaban de la voz y el cuerpo de los negros como una expresión de denigración, una bufonería racista que los infantilizaba, resaltaba su carácter servil o su exuberancia sexual (Fra-Molinero, 1995; Lipski, 2005; Beusterien, 2006). Los últimos años, sin embargo, han visto el surgimiento de interpretaciones alternativas. Nicholas Jones mostró que, indirectamente, a través de su mera presencia en la ciudad o como espectadores de teatro, los afrodescendientes condicionaron los mensajes que transmitía esa literatura compuesta por blancos. El “habla de negros” y los bailes y cantos teatrales ciertamente podían contener elementos denigratorios, pero fueron al mismo tiempo vehículo para visiones positivas sobre los negros, que hacían inteligible su experiencia diaspórica, desafiaban estereotipos, exhibían su diferencia cultural y destacaban su independencia. Desestabilizaban la supremacía de los blancos, empoderaban a los negros y los mostraban como parte de la comunidad (más aún, en sus bailes y cantos, como una parte capaz de gozo y plenitud envidiables) (Jones, 2019; ver tb. Olmedo Gobante, 2018; Martínez López, 1998). Además, personajes protagónicos negros aparecían también en obras dramáticas o sin intención risible (y hablando en castellano estándar) (Beusterien, 2006, p. 106-124). Muy tempranamente, la literatura planteó incluso la posibilidad del amor interracial, en una poesía de Pedro de Padilla de fines del siglo XVI en la que un hombre blanco elogia, en términos románticos, las virtudes morales y la belleza de una mujer negra (López Lemus, 2010). La literatura y el teatro de los siglos posteriores representaron amoríos entre negros y blancas (y viceversa), los que también sucedían en la vida real (Martín Casares; Barranco, 2010, p. 117-18). Y una obra como La Hora de todos y la Fortuna con seso (1650), de Quevedo, daba incluso ocasión para que un personaje negro tomara la palabra con un largo parlamento contra la esclavitud y la discriminación por el color de piel.
Un refranero compilado en la década de 1620 muestra que todo esto trascendía el recinto teatral: numerosos refranes populares aludían a los negros, incluso usando el habla de negros (Correas, 1906, p. 27, 148, 227, 247, 312, 498). Además de todo esto, las partes de canto y baile que se incluían en las obras de teatro - como las danzas voluptuosas llamadas “guineo”, “zarabanda”, “chacona” o “zarambeque”- también daban ocasión para diseminar, transgrediendo las fronteras de raza, prácticas musicales y coreográficas de raíz africana. Ya en el siglo XV, los archivos de Cádiz refieren a “fiestas” de esclavos, en las que se entregaban a la danza al son de tambores y otros instrumentos (Jones, 2019, p. 49). Todavía en el siglo XVIII, los negros participaron como colectividad, con sus bailes y músicas, en festividades como el Corpus Christi o la proclamación de Fernando VI (Martín Casares; Barranco, 2010, p. 106 y 156). En los siglos XVII y XVIII se documentó la aparición más o menos simultánea de danzas sensuales y energéticas en varios puntos del triángulo que formaban América Latina, la península ibérica y las ciudades costeras del África occidental. Con grupos ocupacionales multiétnicos y viajeros como vector -marineros, estibadores, milicianos que servían en los fuertes-, el contacto entre blancos y negros, especialmente en el Caribe, dio lugar a hibridaciones coreográficas y también musicales, que incorporaron elementos de origen africano en las tradiciones rítmicas y melódicas españolas, incluidos los repertorios para guitarra. Coplas, tonadillas, melodías, ritmos, prácticas escénicas, formas de baile, todo iba y venía, modificándose en el vaivén (Jones, 2019, p. 49-51; Núñez, 2002; Corrales, 2000; García de León Griego, 2002; Goldberg, 2019, p. 63-72). En el siglo XVII, entre las clases bajas de Andalucía se bailaba “fandango” (término posiblemente de etimología africana [García de León Griego, 2002, p. 103n.]), un baile calificado de “lascivo” y reconocido como proveniente de los dominios americanos. Se lo bailaba con movimiento vivo y acompañamiento de canto, guitarras, castañuelas y otros instrumentos. En el siglo siguiente causó furor entre las clases acomodadas y, a pesar de que estuvo presente con ese nombre también en varios sitios de América Latina, terminó siendo considerado una expresión típicamente española (Baird et al., 2015).
Este substrato sociocultural se vio revigorizado durante el siglo XIX por nuevas transferencias y contactos. Como espacio de hibridación de tradiciones europeas, africanas e indoamericanas, el Caribe -Cuba en particular- tuvo en estos años una influencia decisiva en España. La trayectoria de la zarzuela es en este sentido muy ilustrativa. Aunque traza su genealogía con algunas obras del Siglo de Oro, el momento de su desarrollo y florecimiento se sitúa a mediados del siglo XIX, con las exitosas piezas que por entonces produjeron compositores como Francisco Asenjo Barbieri, Mariano Soriano Fuertes y Joaquín Gaztambide y libretistas como Francisco Camprodon o Luis de Olona. Muchas de ellas eran picarescas y representaban situaciones del mundo popular, incluidas sus hablas características, en particular la andaluza, y sus habitantes conspicuos, entre otros, los gitanos. Una cantidad importante de estas zarzuelas o piezas de otros géneros -incluidas algunas de las más exitosas- tuvieron personajes negros. Aparecían como parte de coros de negros, pero con mucha frecuencia tenían también parlamentos y relevancia en la trama. Representados por blancos tiznados, podían hablar o cantar en castellano estándar tanto como en “bozal”, en acciones que sucedían en España o en América. Los negros escénicos podían ridiculizar o estereotipar a los reales, pero también -como veremos en la próxima sección- en ocasiones daban voz a alegatos antiesclavistas o presentaban personajes moralmente superiores o más astutos que los blancos o unidos a ellos por la amistad.
Antes de la aparición de la zarzuela, las artes escénicas españolas ya habían entrado en contacto con Cuba. En la década de 1830 los tablados de la Habana recibían artistas andaluces que participaban en espectáculos en los que se combinaban personajes y géneros de la península con otros locales: bailes y cantos andaluces, de gitanos y de “negros”, boleras, jaleos, zapateados y “tangos” se alternaban en una misma sala, a veces en una misma noche (Ortiz Nuevo, 2002). Para entonces Cuba ya tenía una importante tradición escénica que se nutrió de la ibérica, pero que a su vez la influyó. Los personajes cómicos negros representados por blancos tiznados tenían en el teatro cubano un lugar de gran importancia. Francisco Covarrubias, padre fundador de la escena local, había representado uno ya en 1815 y en los años cuarenta José Crespo Borbón los había hecho extraordinariamente populares (a partir de la década de 1860 el género del teatro bufo cubano giraría enteramente en torno de ellos). En una veta no necesariamente cómica, personajes negros también tuvieron un lugar central en literatura local, comenzando por la influyente novela costumbrista Cecilia Valdés (1839), un drama de mensaje antiesclavista protagonizado por una mulata, autoría de Cirilo Villaverde, un destacado intelectual independentista. Como ha mostrado Jill Lane (2005), incluso si eran concebidos por blancos y representados por blancos tiznados, los negros teatrales y el habla de negros fueron cruciales en la definición de una identidad nacional cubana, que se imaginó entonces criolla y mestizada, por oposición al dominio de los blancos españoles.
A partir de 1853 la nueva zarzuela comenzó a arribar a La Habana, llevada por compañías españolas que visitaban también otras ciudades americanas. En esos años florecían allí las canciones y danzas de ritmos afrocubanos como las denominadas “tango” o “habanera”, casi siempre ejecutadas por negros, que eran abrumadora mayoría entre los músicos. Las compañías españolas que visitaban la ciudad llevaron de regreso modismos, personajes, géneros musicales y bailes caribeños, que los dramaturgos de la metrópoli incluyeron en sus nuevas obras (Río Prado, 2010). La zarzuela española les sacó provecho no solo a la hora de representar situaciones ocurridas en Cuba, sino también para dar textura a otras, protagonizadas por personajes blancos de clase popular, a los que los préstamos cubanos aportaban -al decir de una especialista- “aspectos escénicos característicos de los personajes negros: la alegría, el gusto por bailar, el amor”. Dicho de otro modo, la representación del mundo popular de la península, incluso el blanco, se moldeó con elementos tomados del modo en que se representaba el mundo popular afrocaribeño (Guerrero Fernández, 2005).
Gracias a la zarzuela, pero incluso desde antes, difundida en partituras o pliegos de cordel e interpretada por artistas ambulantes, la música afrocubana tuvo una extraordinaria difusión en la península. En una de las primeras compilaciones de canciones populares “españolas”, las que Narciso Paz publicó hacia 1813, ya se incluían varias sin embargo identificadas como “americanas criollas” y una como “guaracha”. Sus letras eran abundantes en elogios a “negras”, “morenas”, “chinas” y “mulatas” (“El chungo de La Habana” incluía además palabras africanas, como “mandinga”) (Deuxième collection, 1813; Narciso, 1813). Un “tango” aparece mencionado como canción de un espectáculo teatral madrileño tan temprano como en 1779. La primera partitura de un “tango” con la que contamos es de 1818, parte de un espectáculo musical de la misma ciudad, de temática americana, que incluía también un baile “de negros” (Núñez, 2002; Goldberg, 2019, p. 94). Pero es solo en la década de 1840 que los tangos y habaneras cubanos tuvieron una real difusión en la península. Los que por entonces circulaban en Cuba eran pletóricos en personajes negros y mestizos de ambos sexos, verdaderos arquetipos del mundo de las clases bajas, representados como una multitud gozosa, pícara, alegre, bailadora, “sandunguera”, siempre dispuesta al amor, incluso si suponía desafiar las fronteras raciales. El habla bozal era habitual en las letras. Las mujeres morenas -nombradas como negras, mulatas, “chinas” o trigueñas- aparecían especialmente destacadas por su belleza y su sensualidad.1 Todos esos motivos desembarcarían también en España, donde “tango” y “habanera” circularon como términos intercambiables (Ortiz Nuevo; Núñez, 1999; Corrales, 2000).
Como reconocía la prensa madrileña de mediados de siglo, fue una artista cubana negra, María Loreto Martínez, la gran difusora del “tango” en España.2 A ella se sumaría el prominente músico español Sebastián Iradier, quien, en la década de 1860, luego de su viaje a Cuba, publicó varias habaneras de su autoría, incluyendo “La neguita” y “La Paloma” (esta última, con letra de amor por una “chinita guachinanga” cubana, se transformaría en una de las canciones en español más reversionadas de todos los tiempos). En Madrid y otras ciudades se editaron decenas de partituras de diversos autores, con títulos como “El mulato cafetero”, “La neguita planchadora”, “El ¡ay! de una nega”, etc. y otras tantas dedicadas a “morenas” y “morenos”. Las letras con frecuencia idealizaban el mundo tropical y caribeño como sitio de alegría, despreocupación, placeres y erotismo (Sánchez Sánchez, 2007). Por intermedio de España, de hecho, hubo un furor internacional por el género por el que, irónicamente, la habanera quedaría asociada a la cultura tradicional andaluza y española.
La música y los bailes populares peninsulares estuvieron presentes desde temprano en Buenos Aires. Los documentos de mediados del siglo XVIII mencionan que había “fandangos”, los que, junto a sainetes y tonadillas, fueron muy populares desde fines del siglo y en las dos primeras décadas del XIX. Aunque a partir de entonces las nociones de buen gusto privilegiaron la introducción de la ópera italiana como género lírico principal, eso no significó que desapareciese el consumo de los géneros españoles (Plesch; Huseby, 1999; Guillamón, 2017). Durante estos años, en Buenos Aires y en Montevideo -que funcionaban casi como mitades de una misma ciudad en lo que respecta a la circulación de obras y artistas de entretenimiento popular- se representaron decenas de tonadillas españolas. También otros géneros, como dramas y melodramas.
Entre los libretos que pertenecieron al viejo Coliseo porteño está el del melodrama El negro sensible, que Luciano Comella había estrenado en Madrid en 1798, de lo que puede inferirse que fue representado en Buenos Aires en algún momento luego de la inauguración de la sala en 1804. La acción sucede en un ingenio azucarero del Caribe y está protagonizada por el esclavo Catul. El nudo del drama se desata cuando el despiadado amo, que aparece en escena con un látigo, vende el adorado hijo de Catul a una mujer blanca, lo que lo sume en la desesperación. En un castellano culto, Catul deplora el “despotismo” de los “opresores” blancos, se queja de la discriminación que sufre por el color de su piel y sostiene que negros y europeos son iguales. Aunque la historia concluye con final feliz -la blanca en cuestión termina comprando y liberando a toda la familia- se trata de una obra fuertemente crítica y de contenido antiesclavista; en México había sido prohibida justamente por eso (Comella, 1816; Sánchez López, 2019; Vera Garcia, 2019). No hay certeza de que se haya puesto en escena efectivamente en Buenos Aires, pero sí sabemos que se montó en San Juan hacia 1836 (Hudson, 1898, p. 388).
La primera noticia indudable que tenemos de la representación de negros en el teatro fue en una tonadilla. Vino de la mano del actor, cantante y dramaturgo Luis Ambrosio Morante, una figura fundamental de la naciente escena nacional. Morante era hijo de un hombre mestizo y de una mujer “parda” -hija de un negro y una indígena- y era percibido como un “mulato” o “moreno”.3 Los diarios informan que el 15 de noviembre de 1826, a beneficio de Morante, se interpretó una “ópera joco-seria” titulada “El negrito y engaño feliz”.4 Sin dudas se trata de la tonadilla publicada en España con el título “El desengaño feliz (‘El negrillo’)”, que, antes que en Buenos Aires, se había representado en Montevideo (Ayestarán, 1953).5 No he podido localizar copias ni conocer su argumento ni el modo en que Morante y/o los otros actores que participaron le dieron cuerpo. Pero sabemos que Francisco Covarrubias la había puesto en escena en La Habana en 1815 y que se había tiznado el rostro para actuarla. De hecho, se considera esa la primera vez que apareció un negro representado por un blanco tiznado en el teatro cubano, lo que, como ya mencionamos, daría origen allí a una larga tradición (Lane, 2005). No es posible saber si en Buenos Aires se añadió tizne, pero es una posibilidad.
Al año siguiente, Morante escribió el que se considera uno de los primeros sainetes en reflejar los tipos populares locales y su habla coloquial, titulado Al que le venga el sayo que se lo ponga. La pieza se dedicaba a pintar satíricamente a diversas nacionalidades, con sus hablas características, e incluía un personaje que era un “negro changador” llamado Francisco. En la trama ocupaba un lugar de similar importancia a la del resto de los personajes: intentaba que un renuente blanco le diera el dinero que le correspondía y defendía de igual a igual su derecho al cobro. Hablaba en bozal en este estilo:
¡El amu, mun buenun día! Ya min voy a Merecaro. (…) No convenga: Flaciquillo, poble neglo conchavaro tiene que entregà joronal sino Musingael amo. (…) ¡Uh! ¡Cariapemba! En cubrando mesi y mèrio de ra cumpra que mindebe (repr. en Landini, 2011).
Francisco, junto con Domingo (y sus respectivos femeninos), eran los nombres más habituales que recibían los negros escénicos de la tradición española (García Barranco, 2010). Sin embargo, hay que añadir que otros indicios hacen dudar de que Morante se hubiese inspirado (solamente) en ella. El estilo de bozal es bastante peculiar, más cerrado que el habitual.6 También el uso de la palabra africana “caripemba” (demonio), que se apartaba de “mandinga”, de uso común en la literatura, y retomaba en cambio un vocablo que parece haber estado presente en Brasil, cuya comunidad afrodescendiente tenía amplios contactos con la rioplatense (Borucki, 2017, p. 193). Finalmente, “changador” es un término propio del español del cono sur. Como sea, para 1827, Morante había ya puesto en escena dos negros, al menos uno de los cuales hablaba bozal; posiblemente uno o ambos apareciesen tiznados. Por otra parte, era habitual que en las tonadillas españolas se diese cuerpo a los personajes negros haciéndolos cantar melodías o ejecutar bailes de raíz africana; no es posible saber si esta vez fue el caso.
Nótese entonces que no fue un blanco sino un afrodescendiente quien ocupó este lugar pionero y representó a los negros, posiblemente siguiendo cánones que para ello habían desarrollado autores blancos españoles. Nada hay de sorprendente en ello. En los primeros años del teatro en ambas márgenes del Río de la Plata, los artistas negros tuvieron un papel muy importante como actores y músicos, acaso también bailarines. Por ejemplo, en el Coliseo Provisional de Buenos Aires, Ana Josefa Echavarría y José Antonio, ambos esclavos, cantaban tonadillas a comienzos de siglo. No es impensable que, antes que Morante, alguno de ellos se hubiese visto en el papel de encarnar un “negro” escénico. Como sucedía en otras colonias, los negros eran mayoría entre los músicos profesionales a fines del siglo XVIII. Y fue el afroestadounidense Joseph William Davis quien, desde 1827 y hasta 1848, impartió clases de danzas de salón para los porteños y regenteó una de las primeras academias de danza de la ciudad (Borucki, 2018; Gesualdo, s./f., p. 251-52).
La siguiente representación también fue protagonizada por afrodescendientes. Según Gesualdo, el 6 de diciembre de 1831 se realizó en el Coliseo, a sala llena, un acto especial en homenaje al gobernador Juan Manuel de Rosas. Luego de un programa que incluyó un sainete, danzas y lectura de poesías, subió al escenario un grupo de negros que bailaron el candombe. Se trató de uno de los varios gestos de reconocimiento que el gobernador ofreció a la colectividad afroporteña en esos años, en este caso, colocando una de sus expresiones culturales, por entonces poco conocidas para los blancos, en el tablado de un teatro distinguido. Aparentemente no fue la única vez (Gesualdo, s./f., p. 348-349). Por ejemplo, en las celebraciones oficiales del 25 de Mayo en 1838, luego de los desfiles militares y misas de rigor, unos 2000 afrodescendientes se congregaron en Plaza de la Victoria, agrupados según su “nación” de pertenencia. La prensa relata que cada nación cantó sus “aires nacionales”, todas acompañadas de “música instrumental del África”, que casi todas las mujeres vestían de blanco y que unas 600 parejas hicieron demostraciones de baile, antes del gran final con fuegos artificiales.7 Aunque no fuese dentro de un teatro, fue una actuación bastante teatral. Con esto, ya no eran solo los modos de representar lo negro desarrollados por españoles blancos (o moldeados en ellos) los que llegaban al teatro o al público nacional, sino también los más auténticamente locales y ofrecidos por los propios afroporteños.
Según Pellettieri, en 1832 hubo una representación de La negra Zinda, un drama trágico en tres actos publicado por la malagueña María Rosa de Gálvez en 1804 (Pellettieri, 2005, p. 59). La historia giraba en torno de la vida de la princesa Nzinga Mbandi, heroína de la resistencia africana en el Congo. En la obra, “Zinda” lanzaba sus alegatos antiesclavistas en castellano estándar y aparecía descrita como una mujer valiente y virtuosa (Bordiga Grinstein, 2003). Nada pude averiguar sobre la puesta porteña.
En septiembre de 1836, y de nuevo en julio de 1837 y en febrero de 1839, llegó la representación de Pablo y Virginia, drama basado en la famosa novela de ese nombre que Bernardin de Saint-Pierre había publicado en francés en 1788.8 La obra original relataba una historia de amor entre dos jóvenes blancos que vivían una vida armónica en una isla colonial, que terminaba en tragedia por culpa de los imperativos falsos a los que obligaba la sociedad. Como personajes secundarios aparecían dos esclavos, Domingo y su compañera María, a quienes Pablo y Virginia ayudan y con quienes mantienen una relación de mutuo aprecio, lo que, por contraste, permitía denunciar la crueldad de la esclavitud. La versión teatral en castellano, publicada en Valencia en 1822, había sido escrita por Juan Francisco Pastor, quien introdujo modificaciones importantes. En la adaptación española María no aparece, pero a cambio se introdujo otro personaje negro, Zavi, que enfatizaba el contenido antiesclavista de la obra. Con cocoteros y bananos indicados como escenografía, además, incluía otros negros que no hablaban, aunque sí participaban en la acción y cantando en coros de esclavos. Zavi toma la palabra en largos parlamentos en castellano estándar para denunciar la injusticia que padece por su color. Cuestiona que el “hombre blanco” tenga un “derecho natural” a esclavizar a otros. Deplora el “lujo” de los ricos e ironiza sobre una “civilización” que muestra su hipocresía en las cadenas que les imponen a él y a los suyos. Termina desempeñando un papel heroico en la trama, cuando con arrojo salva a uno de los protagonistas. Domingo, el otro personaje negro, está pensado como alivio cómico. Pero, aunque su función sea intercalar comentarios risibles, es solidario con Zavi y también fustiga a los blancos, que les “pulen el entendimiento a garrotazos” (Pastor, 1822). Los diarios indican que en la puesta en escena porteña hubo una “danza de negros”, en los que se lucía el renombrado comediante que encarnaba a Domingo, Felipe David. El actor bailaba dando saltos y de manera grotesca, lo que provocaba la hilaridad del público, y cantaba “en lengua propia del papel que representa”, lo que indica que seguramente lo hacía en bozal.9 No me fue posible confirmar si aparecía tiznado, pero es lo más probable.
Entre 1838 y 1842, la Compañía de Volatines Aficionados/Circo Olimpo publicó varios anuncios de sus próximas actuaciones, cuyos programas incluían “bailes de negros” a modo de cierre de función. Se destaca allí el carácter risible de ver representado un “baile de arlequín en carácter de negros”, o las costumbres de poblaciones a las que refieren como “africanos” o “negros magises”.10 Esta última designación podría ser un indicio de que se basaban en la observación del grupo afro-rioplatense al que así se nombraba, un etnónimo que no he hallado en obras de teatro españolas.
Según Pellettieri (2005, p. 70), en 1844 se representó el drama El Conde Don Julián, de Miguel A. Príncipe, estrenada en Zaragoza seis años antes, que indicaba un séquito de servidores negros sin parlamento en escena (Agustín Príncipe, 1839). No me fue posible obtener datos acerca de quiénes actuaban en ese papel ni cómo estaban caracterizados.
A partir de 1854 comenzaron a arribar al Río de la Plata (como lo hacían con otras ciudades latinoamericanas) compañías escénicas españolas para actuar por una temporada o establecerse por un tiempo. Con ellas llegaron las nuevas zarzuelas y otras obras de éxito en España, que tuvieron en el país una inmediata y prolongada popularidad. Así, las ocasiones para la difusión de las representaciones de lo negro forjadas en el Atlántico (afro)hispano se multiplicaron. Lo mismo vale para las danzas (afro)andaluzas y también para las canciones de origen afrocubano, sobre todo tangos y habaneras, que pronto inundarían la ciudad. En ese año inaugural, llegó así a Buenos Aires el drama romántico Flor de un día, gran éxito internacional de Francisco Camprodón, traído por la compañía de José García Delgado. Como personaje secundario incluía un criado negro de nombre Juan, que mantenía una relación de afecto y amistad con su “amo” Don Diego, el protagonista, que lo considera un “amigo fiel” y a quien Juan ayuda a resolver la trama amorosa que lo atormentaba. No era un personaje risible. La obra daba lugar para que Juan, en castellano estándar, emitiera un largo parlamento en el que relataba sus infortunios al ser capturado en África para ser esclavo, deploraba las violencias que con él había tenido el “blanco capataz” en América y sus deseos de venganza y narraba la intervención redentora por la que Don Diego lo había salvado de la muerte y lo había comprado a su dueño con la intención de liberarlo (él prefirió, en agradecimiento, continuar sirviendo a su bienhechor). Lutgardo Gómez actuó en el rol del negro Juan, pero nada sabemos sobre el modo en que se caracterizó.
Flor de un día tuvo gran éxito. Como sería habitual con otras obras, la misma u otras compañías volvieron a representarla y la llevaron a otras ciudades. Luego de la de 1854, ubiqué representaciones en Buenos Aires (1862, 1873 y 1877), en Paraná (1859), en Concepción del Uruguay (1861), en Córdoba y en Mendoza (1878); seguramente hubo más. Además, el libreto se editó en Buenos Aires en 1871 y de nuevo en 1876. 11 En La gran aldea, Lucio V. López dejó anotada la enorme repercusión que tuvo en la sociedad porteña: los versos de la pieza “todo lo invadieron”, desde los salones de una familia acomodada como la suya “hasta la academia de negros y mulatos” (así se llamaba a sus salones de baile) a la que concurría uno de sus sirvientes; se los citaba en los periódicos tanto como en la Cámara de Diputados (López, L.V., 1884, p. 106).
Por otro lado, el éxito internacional de la obra impulsó a Camprodón a escribir una continuación, el drama Espinas de una flor, que se representó en Buenos Aires en 1855 (y de nuevo otras varias veces, por caso en 1862 y 1873 y en Córdoba y Mendoza) y cuyo libreto también fue editado al menos dos veces allí.12 Incluía como uno de sus personajes principales a Carlos, un negro libre, que tampoco en este caso era risible: buen amigo de los protagonistas, hablaba en castellano culto, lamentaba los prejuicios que su color despertaba y sufría por amar secretamente a una blanca, un amor que la obra presenta como algo trágicamente inviable, pero que no ridiculiza ni condena (Camprodón, s/f).
En 1855 fue el turno de otro gran éxito internacional, la zarzuela andaluza El tío caniyitas, libreto de José Sanz Pérez, música de Mariano Soriano Fuertes. De tono picaresco, la pieza representa un episodio de la vida popular de Cádiz, en la que alternan personajes del bajo pueblo, cada uno con su habla característica. Hay andaluces con su tonada peculiar, gitanos que hablan caló y/o en estilo andaluz, un inglés que chapucea en castellano y un personaje secundario negro llamado “Negrito” que canta lo que posiblemente fuese una canción en ritmo de tango, en un bozal sin embargo mezclado con los modos generales del andaluz (Sanz Pérez, 1850). En 1855 fue representada en ambas márgenes del Plata. Como había sucedido en España, la crítica la destrozó por su carácter “chabacano” e “inmoral”.13 No he podido hallar información sobre el actor que encarnaba a Negrito, pero sabemos que lo más habitual, en las compañías españolas, era que los personajes negros estuviesen encarnados por blancos tiznados (Goldberg, 2019, p. 132). El libreto también fue publicado en Buenos Aires.
Al año siguiente llegó una representación de La Cabaña del Tío Tom. La famosa novela de Harriet Beecher Stowe venía teniendo un complejo pasaje al mundo del teatro. En Estados Unidos y Europa fue leída como una poderosa crítica de la esclavitud y de la opresión de los afrodescendientes y se la llevó a los tablados como drama realista. Pero también es cierto que, en aquel país, las compañías de blackface minstrels produjeron “Tom Shows” representándola en clave burlesca (Meer, 2014). Las puestas teatrales de la novela llegaron a América Latina no desde Estados Unidos, sino traídas por compañías españolas que, a su vez, retomaban adaptaciones francesas. Los contenidos de la obra en esa transposición podían mutar de modos profundos; no era extraño que agregasen personajes secundarios nuevos y se combinasen con las tradiciones escénicas hispanas (Castilho, 2019). Ese fue el caso de la representación de La Cabaña del Tío Tom que hubo en Buenos Aires en 1856, en dos funciones. En la adaptación de Ramon Valladares y Saavedra, que es la que llegó, no sólo había varios negros, sino también mulatos y una cuarterona (Valladares Y Saavedra, 1911). Aunque se trataba de un drama, algunos de ellos adquirían una comicidad que se apartaba del tomo trágico y hasta heroico que tenían en la novela. Los actores eran blancos tiznados y se añadió a la representación un “tango americano” cantado por ellos y bailes de negros con “cabriolas” y “saltos”, no indicados en el libreto. Sin desmedro de sus momentos cómicos, la prensa local de todos modos la interpretó como un alegato antiesclavista.14 En 1871, otra compañía española volvió a representarla y también hubo puestas en Mendoza.15
En 1862 arribó otro éxito internacional de la zarzuela, con Entre mi mujer y el negro, una comedia de enredos amorosos con música de Francisco Asenjo Barbieri y libreto de Luis Olona. La pieza incluye como personaje al esclavo negro Benjamín, además de otros negros de comparsa. Benjamín representa un papel risible: está enamorado de su ama, una cubana blanca, y muere de celos frente a los caballeros que se le acercan. No habla en bozal sino con tono andaluz y canta un “tango americano” con base de habanera en el que se lamenta de su condición:
Como tengo la cara nega
 y no jablo como un señó,
 ama mía no vio mis ojos,
 ama mía no me entendió.
 Yo por ella
 me quemo,
 me frío,
 no como,
 no duermo. (…) 
 ella quiere marío branco.
 Esto sí que me da furor.
 Yo me abraso,
 yo estoy decidío,
 ¡los celos me comen! (…)
 yo mato al marío.
 ¡Jesús! qué sensible
 me ha vuelto el amor (Barbieri, 1859, p. 61-62).
En la puesta porteña de nuevo es Gómez el actor a cargo del negro; no sabemos si actuó tiznado, pero seguramente fue el caso.16 También se representó en Mendoza (Varela, 1995).
Ese mismo año fue el desembarco de otro gran éxito internacional de la zarzuela, Los dos ciegos, de los mismos autores, adaptación de Les deux aveugles de Jacques Offenbach.17 El entremés cómico consistía en un diálogo entre dos hombres que simulan ser ciegos y cantan disputándose la limosna de los transeúntes. Entre otras canciones, imitan a los negros y cantan un “tango” en un lenguaje que, nuevamente, combina el bozal con el andaluz popular:
Un neguito y una nega
se pusieron a jugá,
él haciéndose el tavieso
y ella la disimulá. (…)
Guachindanguito, bincando viene
Guachindanguito, bincando va (…)
Como el nego es porfiao
No la deja sosegá,
y la nega se sonrie
y se pone colorá (Barbieri, 1855, p. 10-11)
Además de representarse en Buenos Aires, se la vio en Mendoza y en Córdoba (Varela, 1995; Bischoff, 1961, p. 169).
Finalmente, en 1869 llegó otra zarzuela de gran éxito, El Relámpago, libreto de Francisco Camprodón y música de Francisco Asenjo Barbieri. Se trataba de una historia de amor romántico entre blancos ambientada en un ingenio de Cuba. Parte del elenco era un “coro de negros”, con gran presencia en los momentos musicales. Los personajes negros cantaban en bozal canciones que exaltaban su lealtad a los amos y su gusto por el trabajo y la música. Los protagonistas blancos en ocasiones se burlaban de ellos en tono paternalista, pero también los negros encontraban ocasión para mofarse de los blancos. Por caso, ante la amenaza de uno de ellos de infligirle castigos físicos, un negro del coro negros responde “No hay que temele que e blanco tonto”, “Ese no pega, charla no má” (Asís, 1865, p. 52). Al final de la zarzuela los negros ejecutaban en pareja bailes afrocubanos de moda por entonces, la sopimpa y el cocuyé, al son de un “tango” con base de habanera, cuya letra decía:
Ay qué guto, qué plasé,
qué cosa rica,
ve bailá al cocuyé
con la sopimpa.
Maduro ya tabaco etá,
veguero quiero yo fumá,
candela tus ojiyo dá.
Hate aya, Panchita, 
que me quemo ya;
no yeve la neguita ayá,
[¡no!] aseca la neguita acá,
[¡José!] no yeve la neguita ayà
que neguito gosa 
de la vé bailá. (…) (Asís, 1865)
Aunque fue en enero de 1869 que se representó por primera vez en Buenos Aires, el público ya tenía noticias de ella por el gran éxito que había tenido en 1857 en Montevideo (Fornaro et al., 2004). La prensa porteña le prodigó elogios, en particular a los coros de negros y a la labor cómica del actor Ricardo S. Allú. La pieza hizo furor y volvió a representarse en 1870, 1871 y 1873.18 También se la vio en Mendoza y en Córdoba (Varela, 1995; Bischoff, 1961, p. 208, 221, 225).
Además de estas piezas famosas, en lo que va de 1854 a 1890 llegaron a Buenos Aires muchas otras obras de autores españoles con personajes negros, como El Duende (1855), Por seguir a una mujer (c. 1857) o El terremoto de la Martinica (1862).19La Almoneda del Diablo (1867) incluyó en su representación un tango y un baile de negros (Gesualdo, 1961, p. 873). Embajador y Hechicero (1856), Una Vieja (1867) y Marina (1868) tuvieron tangos bailados (aunque no sabemos si por negros). Y negros y negras eran los diez personajes de El Reino de Angola (1873), en la que además se bailó un “tango americano”.20 Adicionalmente, muchas otras elogiaban a alguna “morena” por su sensualidad o su “salero”, como Tramoya (1855), El Grumete (1857), Diego Corrientes (1855) y Los Diamantes de la Corona (impresa en Buenos Aires en 1867), o más concretamente, la “tez morena”, como Galanteos en Venecia (1868). La gallina ciega (1873) contenía una habanera de elogio a la mulata sensual. Hay que señalar, además, que al margen de las piezas que se estrenaban, había otras cuyos libretos se vendían en las librerías y que podían llegar así a conocimiento de los lectores.
Como vimos, algunas de estas obras contenían bailes, tangos o habaneras alusivas a los negros. Como parte de ellas o de manera independiente, las danzas populares en Andalucía ya eran bien conocidas a mediados de siglo. Un periódico del interior reseñó en 1858 que en más de una oportunidad bailarinas sevillanas habían actuado en los teatros y que el público conocía bien “el fandango, el bolero, el jaleo”.21 También los tangos/habaneras llegadas de España, donde los de temática negra fueron muy populares y frecuentes, comenzaron a circular con independencia de las representaciones teatrales. En 1857, por caso, circuló la canción andaluza de Sebastián Iradier “La Perla de Triana”, cuya letra le canta pasionalmente a una gitana de padre “negro como el alquitrán” y exclama “¡Viva la tez morena y el zalero!” (Iradier, 1854). El Cancionero del Pueblo Argentino y el gran cantor español, publicado en 1889, traía canciones como “Nenguito malo”, en bozal, y “Entre una morena y un moreno”, que incluía la línea “¡Viva la gente morena!”, ambas tomadas de cantares tradicionales españoles (Rolleri, 1889, p. 13-15).
Al menos en una ocasión, la influencia del teatro peninsular se combinó con otra, llegada directamente del Caribe. En 1867, luego de interpretar una obra española, el actor panameño Germán Mackay, de visita en el país, estrenó la canción “El negro Shicova”, cuya letra le pertenecía (la música, descrita como un tango americano, era del argentino José María Palazuelos). Salió a escena con la cara tiznada, disfrazado de negro vendedor de escobas, y haciendo piruetas cantó su creación. En estilo picaresco y con algunas palabras en bozal, la letra ofrecía escobas a las “niñas” y las “amitas” y se quejaba de que, por su color, ninguna se las quería comprar. Fue un éxito inmediato: la siguió interpretando en otras funciones y ese mismo año se imprimió la partitura en Buenos Aires, en varias ediciones (Saraiva, 2020). Poco después otro actor, también tiznado, la estaba cantando en Córdoba (Ramés, 2018). En otro trabajo presenté evidencia de que el acervo folklórico oral argentino contiene una gran cantidad de habaneras y canciones tomadas de zarzuelas o de cantares populares españoles, incluyendo algunas que refieren a personajes negros, lo que sugiere que hubo muchas otras canciones de este tipo en circulación que, sin embargo, no han dejado huellas en el documento escrito (Adamovsky, 2023 a ).
En la Argentina no hubo un género escénico centrado en la representación de los negros o que la frecuentase de manera habitual. Las zarzuelas de producción local no reprodujeron el interés de las españolas en ese tipo de personajes. Claro que ocasionalmente aparecen en sainetes y en piezas de fines del siglo XIX y comienzos del XX, incluso en papeles protagónicos, pero se trata de algo más bien esporádico. Fue habitual que los numerosos dramas gauchescos que hicieron furor luego de 1884 incluyeran personajes negros, pero habitualmente los representaban sin demasiados signos distintivos, como uno más entre los demás gauchos (tal como sucedía en la realidad de la campaña bonaerense). De manera más bien excepcional, uno de esos dramas - Julián Giménez, de Abdón Arózteguy, estrenado en Buenos Aires en 1891- hizo lugar a un negro que cantaba en bozal “Una negla y un neglito/ se pusielon a bailá/ e tanguito má bonito/ que se puele imaginá”, evidentemente adaptado del tango que vimos que contenía la pieza Los dos ciegos (cit. en Vega, 2016, p. 111). Aunque pueda hallarse algún que otro ejemplo similar, el teatro nacional no conoce nada parecido al blackface minstrelsy estadounidense o al teatro bufo cubano. En el período que nos compete, la única obra de relevancia de autor nacional que gira en torno de los negros sería Atar-Gull, ó, Una venganza africana, de Lucio V. Mansilla. Llevada a escena en 1864 por la compañía española de José García Delgado, se trata de un drama de amor trágico sobre un esclavo negro y su pasión por una blanca, ambientado en Pernambuco a fines del XVIII. Todos los personajes hablan en castellano culto, incluyendo el protagonista Atar Gull, quien deplora la discriminación que sufre por su color (Atar-Gull, 1864). Tampoco hay presencia relevante de una lírica o de bailes escénicos “de negros” (aunque sí la habrá más adelante, a partir de la década de 1930, cuando el teatro, el cine, el radioteatro y la música popular redescubran el candombe y las milongas negras).
En cambio, el teatro español parece haber tenido un poderoso influjo en las representaciones de los negros durante los carnavales. El impacto de la zarzuela en el carnaval porteño está fuera de duda. Los diarios reportaron en 1870 que, durante la celebración, varias comparsas de la ciudad cantaron canciones de zarzuelas de estreno reciente.22 En 1871, La Marina cantó un coro de El Diablo en el poder y la de blancos tiznados Progreso del Plata interpretó canciones de Jugar con fuego y de Galanteos en Venecia (Ziegler; Fleitas, 1871). Por su parte, La Africana, otra comparsa de tiznados, incluyó en una de sus canciones la línea “vente conmigo, chinita”23, que se encuentra en la popularísima habanera “La Paloma”, compuesta hacia 1863 por Sebastián Iradier, quien solía escribir música para zarzuelas en España, y también cantaba un Brindis similar en su letra a otro de La almoneda del diablo, que se había estrenado en Buenos Aires poco antes y que incluía bailes de falsos negros (Gesualdo, 1961, p. 863).24 El Orfeón Español interpretó, en 1888, canciones de la zarzuela La Gran Vía (Orfeon Español, 1888). Hubo además comparsas que llevaron el nombre de algunas piezas. En 1868, salió una denominada La Marina, que cantó canciones de esa obra.25 Al año siguiente, hizo lo propio una llamada El Relámpago.26 La de afroporteños Los Tenorios se llamaba sin dudas así por la popularísima obra Don Juan Tenorio de José Zorrilla.
Específicamente con la práctica del tiznado de carnaval, las conexiones son sugestivas. La primera comparsa de blancos que personificaban a negros en los carnavales rioplatenses fue Los Negros, formada en 1865 (todo indica que fueron sus contactos con Montevideo en 1867 lo que dejó instalada también allí la costumbre de desfilar así caracterizados). Sabemos, por textos aparecidos en el periódico que esa misma comparsa publicaba, que no estaban muy familiarizados con los candombes que realizaban los afroporteños y que no encontraban ninguna similitud entre lo que su agrupación hacía y los espectáculos de blackface minstrelsy estadounidenses, que conocieron más tarde. En cambio, las conexiones con las tradiciones escénicas españolas son claras. El principal referente de esa comparsa era su letrista, Rafael Barreda. Había llegado al Río de la Plata de niño desde su España natal acompañando a la Compañía Teatral Española, en la que actuaba su madre, así que no hay dudas de que estaba empapado del ambiente escénico de la península (Adamovsky, 2021 c ). Según Gesualdo, fue el autor de algunas de las primeras habaneras escritas en la Argentina, justamente para su comparsa. Se especula que podría ser incluso el autor de “Los amores de un negro”, habanera popular en varios países de Sudamérica que fue publicada en 1868 en Buenos Aires (Gesualdo, 1961, p. 889).27 Por lo demás, en los recitales que daban fuera de época de carnaval era habitual que Los Negros interpretaran zarzuelas ibéricas.
Los temas de las letras que Barreda entregaba a su agrupación son consistentes con lo que hemos visto de las zarzuelas. Varias incluyen voz solista y respuesta de un coro. Casi todas son canciones de amor, en las que un negro suplica por el amor de una mujer (que puede ser tanto blanca como negra) o una negra por el amor de un negro. Algunas de ellas tienen un contenido antirracista y aparece la figura del “pobre negrito” violentado por el capataz blanco. Ninguna ridiculiza o denigra a los negros, aunque pudieran contribuir a difundir estereotipos no del todo halagüeños, como el que apuntaba a su carácter servil. Ni Barreda ni otros letristas de Los Negros parecen haber utilizado el bozal en sus canciones (aunque sí en otros momentos de sus actuaciones de carnaval), pero es sugestivo que la única que altera el habla castellana estándar emula el estilo andaluz. Además, Los Negros tenía en su repertorio al menos una canción que no era propia (acaso dos) y que estaba tomada de una zarzuela: cantaban el referido tango de El Relámpago y sabemos que, al menos en su casa, Barreda gustaba de cantar el de Los dos ciegos (Adamovsky, 2021 c ). Por último, en la letra de la primera canción de Los Negros que he hallado, de 1867, refieren a sí mismos como negros “de La Habana”.28
Luego de Los Negros se formaron numerosas comparsas de blancos tiznados. A diferencia de Los Negros -que desfilaban con uniformes militares europeos-, muchas de ellas vistieron a imitación de los negros del período colonial, lo que podría venir de recuerdos u observaciones de la vida de los afroporteños, pero también, quizás, de los vestuarios que traían las compañías de zarzuela españolas (Adamovsky, 2022 a). Llevo recopiladas 68 canciones de comparsas de falsos negros, más otras 36 de agrupaciones de las que hay fuerte presunción de que lo eran. Abundan entre ellas las denominadas “habaneras” y “tangos”, y unas cuantas son en habla bozal. Como pude mostrar en otros trabajos, la mayoría tienen letras de amor, algo más picaresco que las de Los Negros, en las que un moreno suplica por el cariño de una “niña blanca” o de la “amita”, un motivo típico de las canciones de zarzuelas (Saraiva, 2020). En algunas, eso aparece como una ridiculez risible, pero en otras la voz cantante reivindica el derecho a ser tratado como igual y a enamorar a una blanca si eso quiere. Algunas tienen contenido antirracista y expresan nostalgia por la libertad perdida. Muchas relacionan a los morenos con la alegría, el baile y la fiesta que habilita el carnaval (Adamovsky, en prensa 3). Las de la comparsa Negros Azúcares (1875-1881) aluden a un universo de “islas de azúcar” que parece más cercano a la realidad de Cuba que a la de Buenos Aires. Todos estos indicios apuntan a influencias del Atlántico (afro)hispano. Lo mismo vale para cinco comparsas de fines de siglo cuyos nombres referían a Cuba (como Flor de Cuba, Negras Cubanas, etc.) (Adamovsky, 2021a).
Lo interesante del caso es que también las comparsas de afroporteños, igualmente numerosas, parecen haber caído bajo ese influjo. Como sostuve en otra parte, sus vestuarios eran indistinguibles de los que usaban las de falsos negros; hay pruebas de que incluso algunas se tiznaban el rostro, reforzando más su color moreno (Adamovsky, 2022 a ). En otro trabajo presenté un inventario de 104 canciones de comparsas de afrodescendientes, de las que pude establecer el género de 70. De estas, 14 son habaneras y 19 tangos (“tangos americanos”, ya que todavía no se había desarrollado un “tango rioplatense” que, por otra parte, era también en sus inicios, musicalmente, poco más que una habanera). Es decir que casi la mitad de los ritmos identificados provienen de la influencia transnacional del Atlántico (afro)hispano. A esa suma podrían agregarse otras 10 canciones identificadas como “Brindis”, otro género típico de las zarzuelas. Por contraste, sólo dos se identifican como el ritmo local del “Candombe”. Por otra parte, en su contenido, las letras son difíciles de distinguir de las que escribían las de falsos negros: también alternaban entre castellano estándar y bozal, también eran predominantemente súplicas de amor de un negro o una negra, también dirigían esa súplica a veces a las “niñas” blancas o a “amitas” (un deseo que algunas también hallaban risible), también refieren a la figura del “pobre negro” y también relacionaban insistentemente a los negros con el amor, con la alegría, con la sensualidad y con la danza (Adamovsky, 2023b). Es posible, entonces, que el universo teatral que habían puesto a disposición las compañías españolas hubiese tenido una influencia tanto o más poderosa entre los afroporteños que la que tuvo entre los blancos (recuérdese la observación de La gran aldea de que, en círculos de afrodescendientes, Flor de un día había tenido impacto tan fuerte como entre blancos).
Como vimos, España desarrolló tempranamente modos complejos y ambivalentes de representar a los afrodescendientes. La propia presencia de población de ese origen en las ciudades ibéricas, sumada a los intensos contactos con África y América, impactó de manera poderosa en los modos en los que autores blancos aludían a los negros. Si las visiones estereotipadas y racistas no faltaron, algunas obras de teatro, poemas, bailes y canciones también se las arreglaron para transmitir visiones opuestas, incluyendo algunas de contenido antirracista. Inevitablemente, todas esas temáticas, los personajes negros, sus danzas y modos de hablar, los ritmos de la habanera y el “tango americano” o “tango de negros” y la fascinación por el ambiente caribeño y por las “morenas” se irradiarían a otras regiones de habla hispana en lo que fue, desde mediados del siglo XIX, un fenómeno cultural transnacional.
El influjo del Atlántico (afro)hispano se hizo notar desde temprano en el Río de la Plata. Para mediados de la década de 1860, ya había en Buenos Aires un nutrido repertorio de modos de representar teatralmente a los negros. Le daban cuerpo formas de hablar, de vestir, de maquillarse, de bailar, motivos y tramas específicas y ritmos musicales. Los tangos/habaneras aportaban una sonoridad específica. Las tradiciones escénicas españolas tuvieron un papel de primer orden en la forja de ese repertorio. Pero en ella también participaron figuras locales que aportaron elementos distintivos; y no sólo blancos sino también afrodescendientes, como vimos a propósito de Morante o del candombe de 1831. El contenido y tenor de las representaciones de negros y negras podía ser muy variable. A veces eran personajes cómicos, otras veces dramáticos. Aparecían como coros indiferenciados, pero también como personajes de voz individual e importancia en la trama. Podían ser negros del África, de Cuba, de España o de Buenos Aires. Por momentos hablaban en bozal, en otros casos en castellano culto. De su boca salían a veces palabras de sumisión a los blancos, pero otras veces alegatos antiesclavistas y quejas contra la discriminación. Además de la subordinación, la posibilidad de la amistad sincera con los blancos o incluso del amor interracial estaban planteadas. También, el valor estético de la “tez morena” y la sensualidad y “salero” asociada a ella.
Las tradiciones escénicas y musicales así forjadas tuvieron un impacto muy claro en el carnaval porteño. Para el caso de los ritmos y canciones, la evidencia es abrumadora: tangos y habaneras de las zarzuelas ingresaron directamente al repertorio de las comparsas locales y/o dieron tema para sus letras. Aunque es más difícil probarlo de manera concluyente, es muy posible que también influyesen en los vestuarios y en la costumbre del tiznado.
La hipótesis de que aquellos modos de representar la negritud hayan tenido un impacto en el carnaval local se ve reforzada, además, por lo que sabemos de otros contextos. Los investigadores del carnaval montevideano -por entonces gemelo del porteño- también han encontrado evidencias del influjo de las zarzuelas ibéricas sobre las comparsas locales, tanto las de blancos tiznados como las de afrouruguayos (Goldman, 2008, p. 53-54; Chouitem, 2017; Saraiva, 2020). Por otra parte, los modos de representación de lo negro que venían del repertorio del Atlántico (afro)hispano influyeron también en los carnavales de la propia España. Un inventario de los géneros musicales interpretados por agrupaciones carnavalescas españolas en los siglos XIX y XX halló pocas habaneras y un solo tango antes del 1900 (Sárraga, 2017). Pero en Andalucía el panorama era diferente. Las habaneras, el llamado “tango de Cádiz” o “tanguillo”, el universo cubano y los personajes negros tuvieron en el carnaval de Cádiz un impacto considerable. Es interesante, sin embargo, constatar que parece haber sido algo posterior al que tuvieron en el Río de la Plata. Al parecer, las canciones alusivas a los negros y el fenómeno de las comparsas de blancos tiznados aparecieron en el carnaval gaditano recién en la década de 1880 (García de León Griego, 2002, p. 71-72; Barceló Catalayud, 2017; Núñez, 2002). Resultaría sugerente explorar si la presencia por entonces más numerosa de una población afrodescendiente en Buenos Aires y Montevideo fue acaso el motivo de esa receptividad más temprana.
Cabe concluir, entonces, que los modos de representar performáticamente a los negros en Buenos Aires -en los teatros desde 1825 y en el carnaval desde la aparición de la primera comparsa de falsos negros en 1865- habían adquirido en ese período una densidad bien notoria. El repertorio de modos de representarlos era ya bien nutrido y estaba bastante completo antes de que el público porteño estuviese expuesto a la tradición del blackface anglosajón, lo que -como demostré en otro sitio (Adamovsky, 2021 b )- solo aconteció luego de 1868 y con un impacto más bien débil. La demostración de la precedencia y del influjo de tradiciones (afro)hispanas resulta fundamental para poder analizar correctamente los sentidos del tiznado de carnaval en el Río de la Plata. Como ya he mencionado, existe en otros autores la tendencia a considerarlo algo análogo o incluso derivado del blackface minstrelsy, por lo que se ha concluido que debió compartir con él el mismo sentido racista y denigratorio (Chasteen, 2000; Cirio, 2015). Además, siguiendo a esos autores, estudios sobre la expansión transnacional del blackface han listado el carnaval porteño como una de sus ramificaciones (Thelwell, 2020, p. 192). Sin embargo, como hemos mencionado, el mucho más antiguo tiznado escénico español tenía sentidos y usos diferentes. La demostración de que el rioplatense entronca con esa matriz, antes que con la anglosajona, resulta fundamental para continuar con la tarea aún pendiente de su interpretación.
En efecto, los sentidos del blackface minstrelsy parecen haber sido bastante diferentes a los del tiznado que se halla en el Río de la Plata en el siglo XIX y a los que la región había heredado de su común pertenencia al orbe hispano. Ni el más risible de los personajes negros que aparecen en las obras españolas aquí reseñadas se acerca al modo violentamente denigratorio en que muchas veces se los representaba en los espectáculos de minstrelsy, cuya comicidad con frecuencia consistía en retratarlos como imbéciles o en destacar su supuesta fealdad. En lo que respecta al carnaval, los contenidos y significados de las performances de negritud fueron tan complejos y ambivalentes como los de la tradición escénica española, o incluso más. Si por momentos parecieron reforzar estereotipos negativos o ridiculizar a los negros, también fueron canal de mensajes antirracistas y reivindicativos. Todavía faltan estudios más pormenorizados para poder ser, en esto, concluyentes, pero el tiznado rioplatense de carnaval no parece haber asumido el carácter claramente agresivo propio de su contraparte del norte.
Dos datos preliminares sugieren la conveniencia de avanzar en futuros trabajos con esta hipótesis. Por un lado, el hecho de que el influjo de la tradición (afro)hispana se haya hecho notar tanto en las comparsas de blancos como en las de afrodescendientes. Para los segundos, los ritmos afro-cubanos y los bailes y atuendos que veían en las zarzuelas podían tener resonancias con las tradiciones propias y ofrecer además modos de afirmar una negritud diaspórica que todos, por entonces, asociaban a esas expresiones culturales. Debe recordarse que también se ha documentado que hubo afrodescendientes que se tiznaban el rostro, tal como los falsos negros del teatro. Echar mano de personajes y motivos negros que tenían carta de ciudadanía y legitimidad en la tradición teatral y musical (afro)hispana pudo haber sido un modo de afirmar una negritud integrada (o, mejor dicho, integrable) que, por ello, eludía asociaciones más negativas con el supuesto “salvajismo” africano.
Por otro lado, como pude mostrar en otro sitio (Adamovsky, 2022 b ) las performances de negritud que involucraban el tiznado y otros elementos tomados de la tradición (afro)hispana eran protagonizadas también por comparsas mixtas, en las que participaban juntos blancos de clase baja y negros, a veces dirigidas por los segundos. De una de ellas, de la ciudad de Santa Fe, sabemos incluso que era la esposa de su director, afrodescendiente como él, la encargada de maquillar a los blancos que marchaban como parte de la comparsa, de modo que no desentonaran con el resto (López, M. L., 2010). Difícil imaginar que esa práctica tuviese para ellos el sentido agresivo que tiene blackface anglosajón para los afrodescendientes. Estos indicios sugieren que el carnaval -por lo demás un contexto de inversión de las jerarquías y de trasgresión de las fronteras de clase y de raza- pudo ciertamente haber sido ocasión de prácticas racistas, pero también, junto con ellas, de ejercicios de revalorización y presentificación de lo negro como parte de la nación o, incluso, como signo de un mundo popular que se animaba a imaginarse más allá de (y en desafío a) la oposición blanco-negro a la que invitaban los discursos oficiales. Por supuesto, la validación de esta hipótesis requerirá una evidencia mucho mayor de la que se propuso presentar el presente trabajo.
Es cierto que el blackface minstrelsy tendría cierto impacto en el carnaval local más tarde, especialmente por vía del furor por el cakewalk que se evidenció luego de 1903 y por el jazz con posterioridad (Adamovsky, 2021 b ). Al menos en el caso de Montevideo, ese influjo llegó también, en la segunda década del siglo XX, por vía del que tuvo entonces la murga de Cádiz, ella misma influida por la cultura estadounidense desde comienzos de siglo (Gana Núñez, 2021; Chouitem, 2017). Las formas de escenificar lo negro llegadas desde el ámbito anglosajón y los sentidos a ellas asociados se combinarían desde ese momento con los otros, previos, de maneras originales, que acaso puedan llegar a comprenderse mejor filiándolas con las tradiciones del Atlántico (afro)hispano, como hemos intentado en este trabajo. Los hallazgos que aquí presentamos sugieren la necesidad de visibilizar los aportes de esa tradición en el Río de la Plata y quizás reconsiderar otros escenarios latinoamericanos bajo esa luz. Por caso el brasilero, del que tenemos buenos estudios sobre su conexión transnacional con el mundo anglosajón (Abreu, 2017), pero que también exhibe fuertes indicios de una vinculación con el Atlántico (afro)hispano.
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