RESUMEN: El artículo busca mostrar que en los debates sobre el tiempo histórico del siglo XX se evidencia un supuesto que se ha mantenido indiscutido entre los historiadores: el tiempo histórico es un tiempo específicamente “humano”, definido en contraposición a un tiempo “natural”. Sostengo que las discusiones que, al menos desde los últimos 20 años, vienen desarrollándose en torno al Antropoceno en las Ciencias del Sistema Tierra permiten cuestionar dicho supuesto, al poner de manifiesto la imbricación de los humanos en los procesos biogeoquímicos de la tierra. Este cuestionamiento habilita un replanteamiento novedoso del problema del tiempo histórico capaz de escapar al abordaje dicotómico observado en el siglo XX, a la vez que plantea nuevos desafíos al conocimiento histórico, ahora abierto hacia escalas temporales “más que humanas”.
Palabras clave: Tiempo histórico, tiempo natural, Antropoceno.
ABSTRACT: This article intends to show how the discussions about historical time in the 20th century imply an assumption that has so far been unquestioned by historians: historical time is a specifically 'human' time that is defined in opposition to a 'natural' time. I argue that the debates held around the Anthropocene for the last 20 years in the Earth System Sciences allow us to question such assumption by underscoring the implications of humans on Earth's biogeochemical processes. This reconsideration brings a new perspective on historical time that could elude the dichotomic approach observed in the 20th century, posing at the same time new challenges to historical knowledge, currently open to "more than human" time scales.
Keywords: Historical time, natural time, Anthropocene.
Dossiê: Tempos da história
El Antropoceno y el desafío de un supuesto: tiempo natural y tiempo humano en los debates sobre el tiempo histórico
The Anthropocene and the challenge of an underlying assumption: natural time and human time in the debates about historical time
Received: 01 April 2023
Accepted: 25 August 2023
El objetivo de este trabajo es dar cuenta, en primer lugar, de qué manera los historiadores que en el siglo XX se han preguntado acerca del tiempo histórico y que han buscado definir su especificidad han sostenido un presupuesto general en sus reflexiones: una persistente contraposición entre “tiempo humano” y “tiempo natural”. En segundo lugar, busco mostrar que el supuesto que contrapone “tiempo humano” a “tiempo natural” puede ser cuestionado a partir de los aportes del debate en torno al Antropoceno, que viene desarrollándose al interior de las Ciencias del Sistema Tierra aproximadamente desde el 2000. Finalmente, daré cuenta de algunos de los desafíos que el Antropoceno plantea para pensar el problema del tiempo histórico, a la vez que destaco el modo en que dicho debate habilita el replanteamiento de la pregunta por el tiempo bajo una lente renovada.
El trabajo se compone de tres partes. En una primera instancia, busco atender a aquellos historiadores que, pese a las múltiples contribuciones filosóficas realizadas acerca del problema del tiempo histórico, se han preguntado explícitamente qué es el tiempo histórico como tal y cuál es su especificidad frente a otros tiempos. Es precisamente frente a esta pregunta que se torna evidente el presupuesto que contrapone “tiempo humano” a “tiempo natural”.
A fines de evidenciar el supuesto que contrapone “tiempo humano” a “tiempo natural”, recuperaré las definiciones sobre el tiempo histórico que han realizado historiadores cuyas obras representan hoy aportes de amplia referencia entre quienes abordan el problema del tiempo histórico: Reinhart Koselleck, Jacques Le Goff, Krzysztof Pomian y François Hartog. Por medio de sus definiciones del tiempo histórico como un tiempo específicamente humano y en directa contraposición con el tiempo natural, busco argumentar que la contraposición entre “tiempo humano” y “tiempo natural” ha operado como un supuesto en las discusiones de los historiadores sobre el tiempo histórico y que dicho supuesto ha permanecido incuestionado por los historiadores durante el siglo XX.
“Tiempo natural” es la expresión que utilizo para referirme a las múltiples temporalidades no humanas que se presentan como contrapuestas al tiempo humano de la historia en los autores consultados. La contraposición entre tiempo humano y tiempo natural se evidenciará a través de múltiples oposiciones como: “tiempo social/tiempo físico-astronómico”, “tiempo cualitativo/tiempo cuantitativo”, “tiempo vivido/tiempo cosmológico”, “tiempo interno de la conciencia/tiempo exógeno del mundo”, o sin más, “historicidad/temporalidad”. El tiempo histórico se aparece entre estos historiadores como un tiempo de las acciones humanas, que goza de un ritmo que le es “propio” y que no puede sopesarse en los mismos términos que los eventos de la naturaleza; un ritmo que no puede reducirse ni identificarse con las prácticas de datación posibilitadas por la regularidad de los fenómenos naturales.
Es mi intención enfatizar que el supuesto que contrapone “tiempo humano” a “tiempo natural” ha permanecido incuestionado aun cuando autores como Norbert Elias (1984) y Paul Ricoeur (1985) advirtieron ya en la década del 1980 el problema del abordaje dicotómico del tiempo, esto es, las aproximaciones dicotómicas, excluyentes o, en términos de Ricoeur, “aporéticas”, del problema del tiempo que se revelan detrás de las oposiciones “tiempo humano/ tiempo natural”, “tiempo social/tiempo físico”, “tiempo vivido/tiempo cosmológico o externo”, “tiempo subjetivo/tiempo objetivo”, entre otros. El hecho de que un autor como Hartog, cuya noción de “regímenes de historicidad” ha sido reconocida por historiadores como “la más útil para pensar esa pluralidad difícilmente legible de las temporalidades” (DELACROIX; DOSSE; GARCIA, 2010, p. 10), haya mantenido la contraposición entre tiempo natural y humano en la publicación de su obra en 2003 sugiere que la detección del acostumbrado abordaje dicotómico del problema del tiempo no tuvo suficiente impacto entre los historiadores.
En una segunda instancia, el trabajo intentará mostrar que el debate sobre el Antropoceno, surgido a comienzos del presente siglo al interior de las Ciencias del Sistema Tierra, permite impulsar la revisión del supuesto que opone tiempo natural y tiempo humano. Aquello que pone de manifiesto la discusión sobre el Antropoceno es la fundamental imbricación de los seres humanos y sus acciones en los procesos biogeoquímicos de la Tierra. De esta manera, el reconocimiento de los seres humanos como agentes geológicos capaces de alterar significativamente los ciclos biogeoquímicos del planeta contribuye, a mi entender, a visibilizar de qué manera el tiempo geológico, el tiempo de los procesos biogeoquímicos de la Tierra y el tiempo humano histórico se colapsan, se conectan, se yuxtaponen.
Finalmente, haré referencia a los modos en que la discusión sobre el Antropoceno permite repensar la pregunta por el tiempo histórico alertando sobre la caducidad de una visión dicotómica del mundo que fractura el dominio natural y el humano, y cuestionando con ello la supuesta contraposición entre tiempo humano y tiempo natural.
El problema del tiempo histórico es un tópico que ha sido, hasta mediados del siglo XX, abordado más por filósofos que por historiadores. En la primera mitad del siglo XX se publicaron numerosas contribuciones filosóficas al problema del tiempo histórico de la mano de autores como Dilthey (1910), Simmel (1916), Husserl (1936) o Heidegger (1916; 1927), entre otros. Los historiadores, por su parte, han reconocido desde siempre la centralidad del tiempo para la historia. Jules Michelet lo afirmaba categóricamente en su Histoire de la Revolution “l´histoire, c´est le temps” (1848, p. 327); Jacques Le Goff describía el tiempo como el “material fundamental de la historia” (1991b, p. 14) y Marc Bloch definía la historia como la “ciencia de los hombres en el tiempo” (1996, p. 58). Sin embargo, qué sea el tiempo histórico como tal no ha sido siempre una pregunta a la que los historiadores dirigieran enfáticamente sus esfuerzos.
Puede decirse que, hasta la segunda mitad del siglo XX, el tiempo histórico permaneció entre los historiadores más como un supuesto que como un problema en sí mismo. El tiempo, afirmó el historiador François Hartog, ha sido tan naturalizado entre los historiadores y sus prácticas que ha devenido “lo impensado, no por tratarse de algo impensable, sino porque no es pensado o simplemente porque nadie piensa en él” (HARTOG, 2007, p. 28). En el mismo tenor, Michel de Certeau afirmaba que durante, tal vez, tres siglos, la objetivación del pasado ha hecho del tiempo “la categoría irreflexiva de una disciplina que nunca deja de usarla como un instrumento de clasificación” (DE CERTEAU, 2006, p. 216).
La pregunta por el tiempo histórico comienza a cobrar mayor interés entre los historiadores hacia fines de la década del 1970 y comienzos de los 1980 (HUNT, 2008, p. 16). Hasta entonces, puede señalarse como antecedente de la discusión sobre el tiempo histórico la publicación que History and Theory dedicó en 1966 al concepto de tiempo: “History and the Concept of Time”. El Theme Issue reunía trabajos de autores vinculados al campo historiográfico como Arnaldo Momigliano, Chester Starr, Elizabeth Eisenstein y Siegfried Kracauer. Entre estos, los trabajos de Starr y Kracauer se orientaban en mayor medida a la pregunta por el tiempo histórico. Aquello que tenían en común estos trabajos es que abordaban la pregunta por el tiempo histórico en directa vinculación con el tiempo cronológico. No obstante, los autores no identificaban el tiempo histórico con el tiempo cronológico; por el contrario, tendían a asimilar el tiempo cronológico a un “recipiente vacío” que dice poco y nada sobre los acontecimientos históricos, sus relaciones y sus significados (KRACAUER, 1966, p. 68-69) o un “flujo temporal homogéneo”, una “cualidad objetiva de los asuntos humanos”, marcada por la regularidad de los fenómenos celestes (STARR, 1966, p. 24-25).
En estas contribuciones tempranas al problema del tiempo histórico, el tiempo cronológico es concebido como un parámetro vacío para la datación de eventos, mientras que el tiempo histórico aparece vinculado a la significación de los eventos históricos y sus respectivas posiciones en múltiples secuencias o “formas del tiempo” (KRACAUER, 1996), a la relación de un evento histórico con otros, así como también los ritmos de los eventos, la rapidez o la lentitud con que avanzan o retroceden en el movimiento histórico (STARR, 1966).
Será Reinhart Koselleck uno de los primeros historiadores en interrogarse por el tiempo histórico. Publicada originalmente en alemán en 1979, su obra Futuro pasado es consagrada a la pregunta por el tiempo de la historia y ha devenido una obra clásica que ha contribuido a instalar, según el historiador Lucien Hölscher, la pregunta por el tiempo histórico entre los historiadores: aun cuando hoy es casi un sentido común de los historiadores saber que no hay narrativa histórica que pueda prescindir de estructuras temporales y conceptos, advierte Hölscher, sólo desde hace muy poco tiempo los historiadores han intensificado sus esfuerzos en el análisis de la temporalidad histórica, siguiendo el trabajo seminal de Koselleck (HÖLSCHER, 2014, p. 577).
Koselleck es, a mi entender, quien más expresamente se ha planteado la pregunta por el tiempo y quien ha realizado la más clara diferenciación entre tiempo humano y tiempo natural al momento de trazar su respuesta.
Ya en la Introducción de Futuro Pasado, Koselleck afirma que la pregunta por el tiempo “es una de las preguntas más difíciles de responder de la ciencia de la historia (…), pues las fuentes del pasado nos informan acerca de hechos y pensamientos, planes y resultados, pero no lo hacen de modo inmediato acerca del tiempo histórico” (KOSELLECK,1993, p. 13).
La pregunta por el tiempo histórico, advierte, no es imprescindible para poder ordenar y narrar acontecimientos históricos; para ello “sólo es imprescindible una exacta datación” (Ibid.). La cronología es una ciencia auxiliar de la que la historiografía, sostiene Koselleck, no puede prescindir: responde a las preguntas por la datación y remite a numerosas unidades de medida del tiempo y calendarios en función de un “tiempo único y natural”, el de “nuestro sistema planetario calculado físico-astronómicamente” (KOSELLECK,1993, p. 13).
Sin embargo, Koselleck advierte asimismo que quien se pregunta por el tiempo histórico no se pregunta por “los presupuestos naturales de nuestra división del tiempo”, presentes en los calendarios y en la cronología histórica. Quien se pregunta por el tiempo histórico, señala, se pregunta si la historia misma tiene un “tiempo propio”, un ritmo que la datación posibilitada por el cálculo físico-astronómico no agota, ni puede medir completamente.
Así es que, si el tiempo histórico tiene un sentido propio, afirma Koselleck, “se ha de diferenciar del tiempo natural mensurable” (1993, p. 14). En primer lugar, apunta Koselleck, el tiempo natural tiene un carácter universal, es válido para todos los hombres del globo, mientras que el tiempo histórico no comparte esta característica. La universalidad y la singularidad de un “tiempo mensurable de la naturaleza” no es transferible al tiempo histórico, pues éste “está vinculado a unidades políticas y sociales de acción, a hombres concretos que actúan y sufren, a sus instituciones y organizaciones. Todas tienen determinados modos de realización que les son inherentes, con un ritmo temporal propio” (KOSELLECK, 1993, p. 14).
Aquí Koselleck busca enfatizar que tiempo histórico y tiempo natural tienen características y ritmos diferentes. El historiador argumenta que, aun cuando los calendarios y las cronologías son múltiples y diversas, pues las culturas organizan de modos diferentes el tiempo, se apoyan en un tiempo natural que es único, pues remite al movimiento astronómico planetario. Pero el tiempo histórico, advierte, no es un único tiempo sino “muchos tiempos superpuestos unos a otros” (KOSELLECK, 1993, p. 14).
Para Koselleck es entonces inevitable, al hablar de tiempos históricos, recurrir a unidades de medida del tiempo apoyadas en la “naturaleza concebida físico-matemáticamente”. Evaluar históricamente la vida de una institución, los puntos de inflexión de una secuencia de eventos militares o políticos, la velocidad de medios de comunicación o los ritmos de la producción, etc., sólo puede lograrse, advierte, con ayuda de unidades de medida apoyadas en el tiempo natural. No obstante, Koselleck considera que “una interpretación de los contextos que se derivan de los factores mencionados conduce más allá de la determinación natural del tiempo elaborada física o astronómicamente” (1993, p. 15). Es decir que el modo en que impacta la coacción política y la presión de los plazos, el modo en que repercute la velocidad de los medios de comunicación en la economía, las acciones militares o el comportamiento social y la interacción de todos estos factores obliga a determinaciones temporales que, si bien están condicionadas desde la naturaleza, afirma Koselleck, “tienen que definirse como específicamente históricas” (1993, p. 15).
Koselleck parece advertir aquí que aun cuando la “determinación natural del tiempo” es necesaria para la formulación de un ordenamiento de hechos, esta no contempla los ritmos y tensiones sociales y políticas que condicionan la acción humana, ritmos que el autor considera que constituyen tiempos “específicamente históricos”.
Otras partes de la obra reflejan asimismo la separación entre tiempo natural y tiempo humano-histórico. Koselleck insiste en la diferencia entre las “categorías temporales naturales e históricas”. Así, ejemplifica: “existen lapsos, que se mantienen, por ejemplo, hasta que se decide una batalla -durante el cual el sol ‘se paralizó’-, es decir, lapsos de cursos intersubjetivos de la acción durante los cuales, por así decirlo, permanece al margen del tiempo natural” (KOSELLECK, 1993, p. 130). Estos lapsos se pueden seguir vinculando con acontecimientos de la “cronología natural”, pero “las épocas históricas tienen un orden temporal distinto de los ritmos temporales que supone la naturaleza” (KOSELLECK, 1993, p. 130).
Koselleck traza una clara separación entre tiempo natural y tiempo humano al momento de definir la especificidad del tiempo histórico, separación que fundamenta históricamente a través de la tesis de la “desnaturalización de los tiempos históricos” (KOSELLECK, 1993, p. 131).
Según Koselleck, el reconocimiento de un tiempo específicamente histórico y relativo a la acción surge durante la segunda mitad del siglo XVIII, condicionado por la separación conceptual entre “naturaleza” e “historia”. Dicha separación “histórico-científica y preparada por Vico” (1993, p. 131) es la que permite a la historia adquirir una dimensión temporal propia y diferenciarse así del tiempo de la naturaleza.1
Koselleck plantea, con ello, una oposición entre el tiempo considerado desde un punto de vista natural, cuantitativo y ligado a unidades de medida y el tiempo considerado desde la especificidad de los ritmos de la acción humana. El énfasis en la diferencia entre la temporalidad natural y la temporalidad histórica que lleva adelante Koselleck ha sido reconocido por un historiador como Hayden White como crucial para entender el lugar que ocupa el concepto de historia en la identidad de la cultura y la sociedad europea (KOSELLECK, 2002, p. x).
Koselleck consideraba que, “cuando afrontamos la pregunta por la relación entre tiempo e historia, (...) se piensa espontáneamente en algo más que una mera serie de fechas” (2002, p. 101). Con todo, la cronología ha tenido un lugar central en la discusión acerca de qué es el tiempo histórico. En el ámbito francés, algunos historiadores estaban asimismo discutiendo, desde fines de la década del 1970, el problema del tiempo histórico. Jacques Le Goff es un historiador que demostró casi tan pronto como Koselleck un interés por la pregunta por el tiempo histórico. Entre 1977 y 1984, Le Goff publicó sus contribuciones al tema bajo la forma de artículos para la Enciclopedia Einaudi, dirigida por el historiador Ruggiero Romano, y que luego fueran publicados en Storia e Memoria (1977) y en Histoire e Mémoire (1988).
Le Goff dedicará especial énfasis al análisis del tiempo del calendario como órgano fundamental para pensar el tiempo histórico. El privilegio otorgado a la investigación del calendario parece fundamentarse, según Le Goff, en la importancia que reviste para las sociedades humanas el control del tiempo: “la conquista del tiempo por medio de la medición está claramente percibida como uno de los aspectos importantes del control del universo por parte del hombre” (LE GOFF, 1991a, p. 185). El control del tiempo, la capacidad de medirlo, datarlo, ordenarlo, es una preocupación fundamental de los hombres, pero también de la historia. En una entrevista realizada en 2004 por Bertrand Hirsch y Jean-Pierre Chrétien, Le Goff llegó a afirmar que “la historia es la maestría del tiempo” (HIRSCH; CHRÉTIEN, 2004, p. 28) y que “los hombres han tenido la necesidad de instrumentos que permitan pensar (…) el paso del tiempo y conocerlo” (HIRSCH; CHRÉTIEN, 2004, p. 19).
La cronología cumple un rol esencial como “hilo conductor y ciencia auxiliar de la historia” (LE GOFF, 1991b, p. 14) y el instrumento fundamental de la cronología es el calendario. El calendario representa el esfuerzo de las sociedades por “domesticar el tiempo natural” (LE GOFF, 1991b, p. 14), por transformar el tiempo cíclico de la naturaleza en un tiempo lineal pautado por grupos de años (olimpíada, siglo, era, etc.).
El calendario tiene para Le Goff “un carácter artificial” (2016, p. 18), pero está “ligado a la organización cósmica” (1991a, p. 183), está anclado -con la sola excepción de la semana- en los ritmos de la naturaleza: la alternancia entre día y noche, la sucesión de las estaciones, el ciclo de lunación, la revolución de la Tierra en torno al Sol.2 Puesto que la mayor unidad de medida presente en el calendario es el año, y que el tiempo del calendario es un órgano que “siempre vuelve a comenzar”, “dominar” el tiempo de la historia requiere unidades de mayor alcance: supone insertar el tiempo cíclico en un tiempo lineal cronológico. El calendario sólo exige una fecha que inaugure el año, advierte Le Goff, pero “la historia y todos los actos y documentos que exigen una datación plantean el problema de la fecha del tiempo oficial de inicio. Este punto fijo del que inicia la numeración de los años introduce en el calendario un elemento lineal” (LE GOFF, 1991a, p. 218).
De manera que, mientras que el tiempo del calendario se apoya en unidades que remiten a marcos de referencia “naturales” y cíclicos, la cronología es el órgano que permite, mediante sus unidades de medida de confección puramente humana y de largo alcance (era, siglo, edad, época, etc.), “ordenar” el tiempo historia, situar los acontecimientos históricos en una secuencia y otorgarles sentido. La cronología es la herramienta que permite para Le Goff “dominar” el tiempo de la historia: sus unidades de medida de largo alcance, no obstante, remiten al tiempo histórico y no tienen que ver ni están apoyadas en el tiempo de los fenómenos naturales.
Aun cuando Le Goff quiere ver en el tiempo del calendario un diálogo entre “naturaleza” e “historia”, no deja de reconocer que hay una diferencia cualitativa decisiva entre los ritmos del orden cosmológico y los del orden humano, entre tiempo natural y tiempo histórico. En el análisis del calendario, las unidades de medida del tiempo responden a fenómenos naturales regulares, marcos de referencia externos y objetivos de los que se ocupan los sistemas científicos exactos. Estos fenómenos remiten a un tiempo cíclico, mientras que es la cronología la que permite ordenar los acontecimientos históricos en una secuencia lineal e interpretarlos en términos de una evolución histórica.3 Para Le Goff, es la periodización la que permite dominar el tiempo de la historia. Como afirmaría en la entrevista antes mencionada, es la periodización la que “permite definir la construcción y la datación de una identidad que otorga sentido” (HIRSCH; CHRÉTIEN, 2004, p. 20).
Tanto como Le Goff, el historiador Krzysztof Pomian fue otro historiador de la escena francesa que se involucró tempranamente por la pregunta por el tiempo histórico, en un momento en el que la obra de Koselleck no había sido aún traducida al francés. La obra que Pomian dedicó especialmente al tiempo, L´ ordre du temps, fue publicada en 1984, si bien los artículos que componían el libro formaron parte de las contribuciones que Pomian hizo entre 1976 y 1981 a la Enciclopedia Einaudi.
En esta obra, Pomian realizará un análisis exhaustivo de los conceptos de cronología, cronometría y tiempo del calendario, distinguiendo con rigor los presupuestos ontológicos detrás de los mismos y señalando sus diferencias con finura, de un modo rara vez visto entre otros historiadores. Pomian analiza cuatro maneras diferentes de comprender el tiempo y traducirlo en signos: la cronometría, la cronografía, la cronología y la cronosofía. Entre ellos, la cronometría y la cronología revisten un interés fundamental para pensar el tiempo de la historia.4
La cronometría y la cronología constituyen para Pomian formas complementarias de ordenar el tiempo. No obstante, se diferencian por su alcance (corto-largo), por los intervalos medidos (simétricos-asimétricos), por su carácter circular o lineal y por los presupuestos ontológicos detrás de ellos.
Aquello que caracteriza el tiempo del calendario es que se trata de un tiempo que se mueve en círculos, es un tiempo que siempre vuelve a comenzar. El tiempo del calendario es para Pomian un tiempo cronométrico, y aquello que caracteriza al tiempo cronométrico es que es cíclico y simétrico: “cada unidad de tiempo es un ciclo: intervalo entre dos apariciones de un mismo evento” (1984, p. II), dos “salidas” o dos “puestas” de sol, por ejemplo. Debido a su carácter cíclico, Pomian refiere a este tiempo como “un tiempo sin innovación ni corte, un presente indefinidamente extendido” (POMIAN, 1984, p. III). En efecto, el calendario permite definir las coordenadas temporales de un evento en el marco de un año, pero sin un alcance temporal mayor no es posible individualizar la datación de dicho evento. Por lo que el tiempo cronométrico del calendario requiere de una interacción con un tiempo de mayor alcance: el tiempo de la cronología.
Los sistemas cronológicos ordenan el tiempo en función de unidades mayores, como son los siglos, los milenios o incluso los millones de años, y por ello “privilegian el pasado alejado, incluso el momento mismo de los orígenes” (POMIAN, 1984, p. III). Este es un tiempo lineal, que introduce la sucesión a largo plazo en el orden temporal, a la vez que convive con la circularidad del tiempo cronométrico del calendario. A diferencia del tiempo cronométrico, el tiempo cronológico se caracteriza por su asimetría. Mientras la cronometría divide las unidades de tiempo en intervalos idénticos y simétricos, la cronología ordena el tiempo asimétricamente: “una diferencia cualitativa opone el tiempo anterior y el posterior del punto de comienzo de cada era” (POMIAN, 1984, p. III).
El momento inicial del cómputo del tiempo produce una ruptura en el orden del mismo, una ruptura que indica una diferencia cualitativa entre el antes y el después de dicho momento inicial. Según afirma Pomian, “si el tiempo de la cronometría es estrictamente cuantitativo, el de la cronología resulta de la división del intervalo que nos separa de tal o tal otra singularidad inicial en eras, períodos o épocas, individualizadas, cada una, por un conjunto de rasgos característicos” (1984, p. IV).
La cronometría es una de las formas de ordenamiento del tiempo que contempla al calendario y los instrumentos de medición que permiten la definición de unidades de medida. En este sentido es que la cronometría involucra a la vez un tiempo “cuantitativo” y un tiempo “cualitativo”. La cronología, por su parte, contempla las series de fechas y nombres que muestran la secuencia de eras (u otras divisiones) a partir del punto de partida del cómputo del tiempo, es decir, el acontecimiento de significación que define una nueva era (el nacimiento de Cristo, la Hégira, etc.).
No obstante, afirma Pomian, cronometría y cronología presuponen “diferentes ontologías del tiempo”: “la primera lo sitúa del lado de la naturaleza: la unidad de medida del tiempo es siempre el movimiento periódico de un objeto natural, astronómico o físico, visible u observable” (1984, p. X). En la cronología, “vemos desaparecer la separación entre la naturaleza y la historia”, pues “esta última adquiere ahora una dimensión cósmica; se extiende desde la singularidad inicial supuesta (…) hasta la aparición del homo sapiens y de entonces hasta hoy” (POMIAN, 1984, p. X).
Aun cuando Pomian encuentra que la cronología “fusiona” el tiempo de la naturaleza con el de la historia, la diferenciación entre tiempos “cuantitativos” y “cualitativos” a la que Pomian recurre a lo largo de la obra parece desdecir o, al menos, debilitar considerablemente aquella afirmación.
La cronología presupone unidades de medida que no están relacionadas con el tiempo natural que habilita las unidades de medida cronométricas. La cronología implica la práctica de la periodización, y ésta contribuye a otorgar inteligibilidad a la historia. Las periodizaciones, afirma Pomian (1984, p, 162), “sirven para hacer los hechos pensables”, a la que vez que dotarlos de un espesor temporal: “la referencia al tiempo da a la manera de pensarlos una dirección que de otra manera no habría tenido” (1984, p. 161).
Tal como lo han hecho otros autores al afrontar la pregunta por el tiempo histórico, Pomian recurre a la distinción respecto de un tiempo natural:
Este tiempo, definido por el movimiento cíclico de los cuerpos celestes o por las oscilaciones de un cierto átomo, no es el tiempo de la historia. Ella tiene su tiempo, o más bien, sus tiempos: los tiempos intrínsecos de procesos estudiados por historiadores (…) que marcan el ritmo no de fenómenos astronómicos o físicos, sino de singularidades de estos procesos mismos. (POMIAN, 1984, p. 94)
El tiempo de la historia es, para Pomian, un “tiempo cualitativo”. “Tiempo cualitativo” y “tiempo cuantitativo” designan “dos familias de tiempo”, que se clasifican “según los contenidos varíen conforme a su proximidad a uno de estos polos” (POMIAN, 1984, p. 349). El tiempo cualitativo es definido por Pomian como las relaciones entre “los acontecimientos espectaculares y bruscos y las derivas imperceptibles del hecho de su lentitud, por su dirección ascendente o descendente, por su topología lineal, cíclica o estacionaria, por sus ritmos” (1984, p. 349). Su contraparte, el tiempo cuantitativo, refiere al tiempo usual de los relojes (tiempo cronométrico) y aquel tiempo ultralargo y microscópico de la ciencia (tiempos que múltiples técnicas de la biología, la química y la física permiten datar, como dendrocronología, datación por carbono 14, raspado de ácidos aminados de restos óseos, etc.) (Cf. POMIAN, 1984, p. 228 y ss.).
De manera que aun cuando Pomian encuentra que, en el tiempo de la cronología, la separación entre “naturaleza” e “historia” desaparece, su insistencia en la distinción entre tiempo cuantitativo y cualitativo parece establecer una constante demarcación de tiempos que se sitúan “del lado de la naturaleza” de aquellos que lo hacen “del lado de la historia”. Su caracterización del tiempo histórico no supone una excepción, y será considerado como un tiempo humano, cualitativo, referido a los ritmos intrínsecos de procesos históricos y en directa oposición del “polo” del tiempo cuantitativo, anclado en el tiempo natural.
Cuando François Hartog publica Régimes d´historicité en 2003, la pregunta por el tiempo histórico estaba ya instalada en Francia desde hacía más de una década. Durante la década del ´80, la discusión sobre el tiempo quedó involucrada en el marco del debate entre historia y memoria, en el contexto del boom memorial, del fenómeno conmemorativo y patrimonial, y del problema de la distinción entre pasado y presente. Numerosas contribuciones se realizaron entonces al problema del tiempo de la mano de Le Goff, nuevamente, con Pierre Nora, en su Hacer la historia (1974), el proyecto de Nora mismo, Los lugares de la memoria (84-92), los historiadores Roger Chartier y Jacques Revel, con La nueva Historia, o el propio Ricoeur con La historia, la memoria, el olvido (2000). La obra de Hartog ciertamente abrevó de dichos aportes, así como también aquellos que surgieron del diálogo con la antropología de Marshall Sahlins y Gerard Lenclud, diálogo a partir del cual el propio Hartog comenzó a elaborar su noción de “régimen de historicidad” en 1983.
Hartog será quien vuelva a poner en primer plano la pregunta por la naturaleza del tiempo histórico a través de su noción de “regímenes de historicidad”. En su obra, Hartog busca interrogarse por los fenómenos históricos contemporáneos de manera tangencial, preguntando por las “temporalidades que los estructuran o los organizan” (HARTOG, 2007, p. 27) y hará de la noción de “régimen de historicidad” una lente con la que abordar la pregunta por el tiempo. La noción busca interrogar las múltiples formas en que se articulan las categorías de pasado-presente-futuro en distintas sociedades, cómo estas categorías se ponen en ejecución y hacen posible el despliegue de un determinado “orden del tiempo”: “¿de qué presente, con miras a qué pasado y a qué futuro, se trata aquí o allá, ayer y hoy?” (HARTOG, 2007, p. 39).
El régimen de historicidad como herramienta permite indagar el tiempo histórico producido -dice Hartog recuperando a Koselleck- por la tensión entre la experiencia y el horizonte de espera: el régimen de historicidad pretende, entonces, “arrojar luces sobre esta tensión (...) los tipos de distancia y los modos de tensión” (HARTOG, 2007, p. 39).
Si bien el régimen de historicidad es definido como un instrumento que busca “interrogar las experiencias del tiempo, mejor aún, las crisis del tiempo” (2007, p. 15), no hay mayores pretensiones en la obra de definir qué se entiende por “tiempo histórico”. Si bien Hartog recurre a algunas precisiones del concepto en Koselleck, es en la justificación que hace del uso del término “historicidad” en los prefacios a las traducciones de la obra al español (2007) y al inglés (2015) donde realmente deja traslucir su comprensión del tiempo histórico.
Tras la publicación original de la obra, Hartog ha debido multiplicar las “precauciones escriturarias” para que la noción de régimen de historicidad no se entienda como otra cosa que una “herramienta heurística” y ha incluido en los prefacios a las traducciones mencionadas algunas aclaraciones que buscan disipar malentendidos en torno a los regímenes de historicidad, así como también en torno a la naturaleza de la noción de “presentismo”.5
En cuanto a los regímenes de historicidad, Hartog justifica la utilización del término “régimen” por sobre “forma” (de historicidad) así como también de “historicidad” por sobre “temporalidad”. La noción de “régimen”, afirma Hartog, evoca sentidos que giran en torno a las nociones de “grado”, “mezcla” o “compuesto”: “régimen de historicidad” sugiere una mixtura o un engranaje, siempre inestable, de tres categorías: pasado, presente y futuro, siendo generalmente una la más dominante, tal como sucede en las constituciones mixtas de los griegos. “Historicidad”, afirma Hartog tras advertir la pesada carga filosófica del término, “expresa una de las formas de la condición histórica” (2007, p. 16). La historicidad puede hacer referencia a “la presencia del hombre consigo mismo en tanto que historia”, tanto como a su condición finita “como ser-para-la-muerte” (HARTOG, 2007, p. 16), así como al modo en que individuos o grupos se sitúan a sí mismos y se desenvuelven en el tiempo, esto es, las formas que asume su condición histórica” (HARTOG, 2015, p. xv).
A diferencia de la “historicidad”, argumenta Hartog, “temporalidad evoca el modelo de un “tiempo exterior”, como el que opera, a su juicio, en Fernand Braudel, “en donde las diferentes duraciones se miden todas en relación con un tiempo “exógeno”, el tiempo matemático, el de la astronomía” (2007, p. 16). Su justificación parece clara: distinguir un “tiempo histórico” de un “tiempo natural”, asimilado por Hartog a un tiempo matemático, astronómico, cósmico, un “tiempo imperioso del mundo” (2015, p. xvi).
Hartog se refiere a este tiempo como uno “exógeno”, “externo” respecto al tiempo “vivido” individual y socialmente que le ocupa, cuantificable y dotado de cierta necesidad cósmica, o al menos, eso parece sugerir con el epíteto de “imperioso”.6Esta precisión de Hartog, que no estaba contemplada en la publicación original francesa, viene a introducir una oposición entre el tiempo histórico como los “diversos modos de relacionarse con el tiempo” y aquél tiempo natural, “exógeno”, que opera como parámetro de medición de “duraciones” y que sólo hace su aparición a propósito del término “temporalidad”, para desaparecer por completo en el resto de la obra.
Hartog parece incurrir en este punto en lo que Ricouer llamó “la doble aporética del tiempo”, descrita así por Ricoeur (1985, p. 637): tiempo íntimo, tiempo vivido, frente a tiempo mensurable, cósmico. Hartog no advierte el problema del abordaje del problema del tiempo en términos dicotómicos o excluyentes, tal como lo señaló el propio Ricoeur en Temps et récit o Norbert Elias en su obra Über die Zeit (1984). Ello es sugerente, pues parece indicar que el supuesto que contrapone “tiempo humano” a “tiempo natural” sigue arraigado de manera persistente entre los historiadores, aún casi dos décadas después de las contribuciones críticas de Ricoeur y Elías al problema del tiempo.
En la obra de Hartog, el tiempo natural queda meramente identificado como un estándar externo de tiempo que nada pareciera tener que ver con los modos de la temporalidad humana que los regímenes pretenden descubrir. El tiempo histórico es para Hartog ese tiempo humano, experimentado social e individualmente y articulado a través de las categorías de pasado, presente y futuro. El tiempo natural, apenas anunciado, se retira de la obra y continúa siendo allí “lo impensado” de la historia.
Iniciado originalmente en el contexto de las ciencias del Sistema Tierra, el debate sobre el Antropoceno viene, hace ya más de una década, ganando lugar entre las humanidades y las ciencias sociales y ha devenido un concepto interdisciplinario clave de nuestro tiempo (O´GORMAN; GAYNOR, 2020).
El término “Antropoceno” fue popularizado en el año 2000 por Paul J. Crutzen, renombrado químico cuyo trabajo sobre la descomposición de la capa de ozono lo hizo merecedor de un premio Nobel en 1995. El término “Antropoceno” surgió por primera vez una conferencia de International Geosphere-Biosphere Programme, celebrada en Cuernavaca, México. Crutzen, quien participaba allí en una acalorada discusión acerca de la intensidad del impacto humano en el planeta, afirmó, no sin cierta espontaneidad, que “¡no estamos ya en el Holoceno sino en el Antropoceno!” (STEFFEN, 2013, p. 486).
En esta ocasión, Crutzen utilizó el término “Antropoceno” para enfatizar cuán significativa se ha tornado la huella humana en el planeta. Registrar el rol central de la actividad humana en la tierra y la atmósfera fue el motivo por el cual Crutzen, junto con su colega, el biólogo lacustre Eugene Stoermer, propusieran más tarde la adopción general del término “Antropoceno”.7
En un artículo publicado en la revista Nature, dos años más tarde, Crutzen continuó trabajando sobre aquella aserción surgida al calor de la discusión de la conferencia, pero esta vez avanzó en la argumentación de que “es apropiado asignar el término ʻAntropocenoʼ a la época geológica presente, en muchos modos dominada por humanos, suplementando el Holoceno -el período cálido de los últimos 10-12 milenios” (CRUTZEN, 2002, p. 23).
En el artículo, Crutzen propone al “Antropoceno” por primera vez como “época geológica”, iniciando la discusión sobre la formalización del concepto como concepto de periodización geológica. El concepto de Antropoceno como concepto de periodización geológica pone el foco de atención en el renovado alcance del giro cuantitativo en la relación entre los seres humanos y el ambiente. El Antropoceno es un fenómeno que involucra la “transformación de la superficie de la Tierra por la actividad humana” (ZALASIEWICZ et al., 2011, p. 838), y lo hace de modo tal que la especie humana “está rivalizando con algunas de las grandes fuerzas de la naturaleza en su impacto en el funcionamiento del Sistema Tierra y ha devenido una fuerza geológica global en sentido propio (STEFFEN et al., 2011, p. 843).
Sugerir que la Tierra está mudando de su época geológica actual, el “Holoceno”, y que la actividad humana es en gran medida responsable de esta salida exige, para los autores involucrados en el problema de la datación del inicio del Antropoceno, dar cuenta de las alteraciones fundamentales que están llevando adelante los humanos en la Tierra; alteraciones que pueden conducir a una crisis en la biósfera.
Pero es preciso advertir aquí que la discusión sobre el Antropoceno llevada adelante en el ámbito de las Ciencias del Sistema Tierra y aquella impulsada en el campo de las humanidades y las ciencias sociales difiere en buena medida en estos puntos. En primer lugar, desde el ámbito de las humanidades se ha cuestionado el término “Antropoceno”, pues parece atribuir a una humanidad vaga e indiferenciada la responsabilidad por el advenimiento de esta nueva época marcada por la crisis ecológica. Esto constituye, según Jason Moore, no sólo una falsificación colosal (no son todos los humanos los que están implicados en el advenimiento de esta crisis), sino también una “miopía histórica”, pues el fenómeno del calentamiento global no es antropogénico, sino “capitalogénico” (MOORE, 2017, p. 6). El término “Antropoceno” borra resueltamente las desigualdades al interior de la especie humana, las distinciones entre las naciones que basan sus economías en combustible fósil de aquellas que no lo hacen (MALM; HORNBORG, 2014, p. 65). Ello ha conducido a numerosos autores a renombrar el Antropoceno en términos de “Capitaloceno” (MOORE, 2016; MALM; HORNBORG, 2014; HARAWAY, 2016), así como también a sugerir otras posibles denominaciones: “Tecnoceno” (HORNBORG, 2015), “Econoceno” (NORGAARD, 2013), entre otras.8
En segundo lugar, a la crítica del carácter universalizante de la narrativa del Antropoceno y su presunto responsable, el anthropos, se añade la polémica por la datación del inicio del Antropoceno. En efecto, se han propuesto numerosas fechas: desde la ola de extinciones de la megafauna en el Pleistoceno, los inicios de la agricultura, el nacimiento de las máquinas a vapor, hasta mediados del siglo XX, en lo que se ha denominado la “Gran Aceleración”. Sin embargo, así como el término “Antropoceno” puede invisibilizar las diferencias entre naciones, economías y formas de vida, las fechas surgidas a partir de marcadores geoestratigráficos globales y neutrales invisibilizan el poder de las narrativas eurocéntricas y sus implicancias políticas.9 En este sentido, para algunos autores, situar el comienzo del Antropoceno en los inicios de la colonización de América permitiría entender que el Antropoceno es resultado de lógicas ecocidas que remontan sus orígenes a la colonización (DAVIS; TODD, 2017, p. 763) y que, en lugar de pensarse las crisis ambientales actuales como un “quiebre” con épocas previas, aquellas pueden ser vistas como una continuación de las mismas, una extensión deliberada de la lógica colonial (WHYTE, 2016, p. 94). Esta forma de datación, más que apoyarse en el carácter global de un marcador geológico, busca comprender el Antropoceno desde sus implicancias políticas y sociales, subrayando las desiguales relaciones de poder entre diferentes grupos humanos, los impactos del comercio global y el crecimiento económico. No obstante, la fecha propuesta por Simon Lewis y Mark Maslin, conocida como “Orbis Spike”, postula el colapso entre el Viejo y el Nuevo Mundo como el inicio del Antropoceno, a la vez que provee evidencia estratigráfica significativa (LEWIS; MASLIN, 2015, p. 175).10
Ciertamente, el debate sobre el Antropoceno ha seguido derroteros diferentes en el ámbito de las ciencias de la tierra y en el de las ciencias sociales y las humanidades. Estas últimas han invitado a pensar críticamente el Antropoceno a partir de preguntas sobre el origen histórico de la actual crisis, sobre la responsabilidad por el advenimiento de la misma y sobre las implicancias morales y políticas de la narrativa del Antropoceno, inaugurada por las Ciencias del Sistema Tierra. Estas preguntas, que predominan en lo que Moore ha denominado el “Antropoceno Popular” (MOORE, 2017, p. 472), difieren muchas veces de las inquietudes y abordajes del “Antropoceno Geológico” de la comunidad de las Ciencias del Sistema Tierra (ZALASIEWICZ et al., 2021, p.3). No obstante, esta no ha ignorado la recepción crítica de la tesis del Antropoceno en otros ámbitos disciplinares y ha intentado responder a algunas de las objeciones.
En primer lugar, ha buscado advertir que el término “Antropoceno” no implica de ninguna manera una responsabilización de todos los seres humanos por el advenimiento de la nueva época, pues es claro que algunos grupos humanos -países ricos, desarrollados- conducen el proceso de manera más aguda que otros (ZALASIEWICZ, 2017, p. 128). Aún más, se ha advertido que la denominación de una unidad de tiempo geológico no reviste un carácter simbólico particular (“Triásico”, por ejemplo, remite a un estrato compuesto de tres tipos de roca), ni atribuye “causas”, sino que más bien se guía por los “efectos” registrados en los estratos (ZALASIEWICZ et al., 2019b, p. 15). Sin ignorar que las preguntas por el rol de los seres humanos y sus responsabilidades morales y políticas en este momento de la historia de la Tierra son importantes en el debate sobre el Antropoceno, aquello que parece crucial para los científicos del Sistema Tierra es la pregunta “¿cuándo fue el primer signo de influencia de algún importante factor nuevo en el Sistema Tierra?” (ZALASIEWICZ, 2017, p. 126).
Este enfoque “planeta-centrado”, al decir de Zalasiewicz, es el que busca dar cuenta del inicio del Antropoceno estratigráficamente, reconociendo en los estratos marcadores sincrónicos y globales. Tal definición del Antropoceno es la que sostiene como fecha de comienzo de esta época mediados del siglo XX: es allí cuando la impronta humana en el ambiente comienza a crecer con mayor celeridad. Tal es la velocidad del incremento que Steffen, Grinvald, Crutzen y McNeill afirman: “el cambio era tan dramático que el período que va de 1945 al 2000 ha sido llamado la Gran Aceleración” (STEFFEN; GRINEVALD; CRUTZEN; MCNEILL, 2011, p. 843). En su trabajo, los autores proveen una imagen muy clara de lo que la Gran Aceleración implica. Los gráficos despliegan algunos indicadores del desarrollo de la empresa humana desde el año 1750 hasta el 2000, revelando en todos los casos, drásticos aumentos entre 1950 y 2000: población, utilización de recursos hídricos, urbanización, consumo de fertilizantes, medios de transporte motorizados, medios de comunicación, consumo de papel, turismo internacional, etc. Las tasas crecientes de la actividad humana muestran cambios significativos alrededor de 1950 e ilustran de qué manera los últimos 50 años del siglo XX constituyen “un período de cambios dramáticos y sin precedentes en la historia humana” (STEFFEN et al., 2011, p. 851).
El grupo de trabajo que discute actualmente la formalización del Antropoceno como época geológica es el Anthropocene Working Group (AWG). Este grupo fue conformado en 2009 por el geólogo Jan Zalasiewicz -coordinador responsable- y el paleobiólogo Mark Williams, además de involucrar a Crutzen (fallecido en 2021), Will Steffen, Jacques Grinevald y John McNeill, entre otros numerosos profesionales de diversas disciplinas. Aquello que está en discusión actualmente son los marcadores e indicadores del cambio ambiental inducido antropogénicamente. En las últimas definiciones propuestas por el grupo de trabajo en 2019, se ha acordado que el Antropoceno no es aún una unidad formal en la escala del tiempo geológico y que, oficialmente, aún vivimos en el marco del Holoceno. No obstante, la formalización del Antropoceno como época geológica está siendo discutida conforme a ciertos acuerdos preliminares, a saber: a) el Antropoceno es una época que, de formalizarse, daría por terminado el Holoceno -convirtiéndose éste último en la época más corta de la historia de la Tierra, con unos 11.700 años-; b) se concibe como una unidad en la escala de tiempo geológico; c) su comienzo debe ser ubicado hacia mediados del siglo XX, coincidiendo con ciertos marcadores vinculados a la Gran Aceleración; y d) el marcador más sincrónico y global del Antropoceno es la expansión de radionucleidos artificiales tras la detonación de bombas nucleares desde 1950.11
Más allá del proceso de formalización del Antropoceno como unidad en la escala del tiempo geológico, el concepto de Antropoceno ha logrado poner de manifiesto el tenor del impacto humano en el planeta. Ha señalado a los seres humanos como agentes geológicos y no ya solo agentes biológicos, lo cual implica un salto cuantitativo en el alcance de la actividad humana en la Sistema Tierra, pues “solo podemos convertirnos en agentes geológicos histórica y colectivamente, esto es, cuando hemos alcanzado números e inventado tecnologías que están en una escala lo suficientemente grande para tener impacto en el planeta en sí mismo” (CHAKRABARTY, 2009, p. 206-207). El señalamiento de que los seres humanos han devenido agentes geológicos plantea no sólo una novedad, sino también una dificultad elemental: los actores no ejercen la fuerza geológica como “poder”, sino que dicha fuerza sólo puede ser establecida por medio de la transición entre escalas (HORN; BERGTHALLER, 2020, p. 143).12 Esto es, las acciones individuales no conducen a un problema planetario, sino que el problema sucede cuando las acciones individuales amplifican sus efectos, por medio de la acumulación, produciendo un “efecto de escala”. Esta consideración añade una dimensión cualitativa a aquél “salto cuantitativo” referido por Chakrabarty con relación al alcance de actividad humana en el planeta: la ampliación o el aumento cuantitativo da lugar a una cualidad o propiedad diferente y nueva. El Antropoceno involucra un fenómeno de esta índole: es, en términos de Timothy Clark, un “efecto de escala emergente” (2015, p. 75). Resulta de un aumento cuantitativo que da lugar a algo enteramente diferente, desde lo individual y local hasta lo global y planetario. El problema que esto plantea para comprender el Antropoceno es precisamente esa transición escalar, pues los cambios cualitativos que emergen en el Antropoceno no pueden explicarse apelando únicamente a un aumento lineal en la cantidad (HORN; BERGTHALLER, 2020, p. 145). Pensar los seres humanos como agentes geológicos implica un desafío escalar; supone pensar la agencia humana simultáneamente en escalas múltiples e inconmensurables, escalas que corresponden incluso a diferentes concepciones del humano (HORN; BERGTHALLER, 2020, p. 145).13
La actividad humana en la esfera terrestre puede impactar de diferentes maneras, pero, según se ha advertido durante el siglo XX, entre las actividades disruptivas del hombre surge una dominante actividad: la química. Las actividades que están impactando químicamente el planeta conducen a un sistema total de procesos descontrolados, cuyos efectos biológicos en los seres humanos y otros seres no pueden anticiparse totalmente; “han alcanzado tales índices que sobrepasan la capacidad de la naturaleza de neutralizarlas con la ayuda de sistemas de retroalimentación naturales” (PIRUZYAN; MALENKOV; BARENBOYM, 1980, p. 26).
El Antropoceno da cuenta de que los seres humanos se han convertido en agentes geológicos porque han cambiado los más básicos procesos físicos de la Tierra (ORESKES, 2007, p. 93), aquellos mismos procesos que alguna vez los científicos creyeron tan grandes y poderosos que nada podía alterarlos.
De esta manera, el Antropoceno no sólo conduce a reconocer el hecho de que los seres humanos no pueden separarse de la Tierra (ni biológica, ni geológica, ni químicamente), sino que logra dar cuenta del modo en que el tiempo geológico y el tiempo humano se yuxtaponen, se entrecruzan y se afectan mutuamente. Con ello, el colapso de estos tiempos que el Antropoceno evidencia permite someter a revisión el supuesto que opone tiempo natural a tiempo en la discusión acerca del tiempo histórico, y que hacía de aquellos tiempos inconexos e independientes entre sí.14
El debate sobre el Antropoceno conduce a conectar eventos en el marco de la historia de la Tierra y de la historia humana. No obstante, el Antropoceno involucra en primer lugar una consideración geológica del tiempo que no debe perderse de vista. El tiempo geológico y el tiempo humano tienen características diferentes en lo que concierne a sus escalas, alcances y ritmos. Con todo, el Antropoceno demuestra que no pueden considerarse inconexos o independientes entre sí.
Advertir el colapso entre tiempo geológico y tiempo humano no significa “identificar” o “fusionar” estos tiempos; por el contrario, dicho colapso se evidencia cuando se advierten las discrepancias, los “desajustes” entre ambos: hay una diferencia notoria entre los ritmos de los ciclos y procesos biogeoquímicos y los ritmos de las acciones humanas que los perturban; pero a su vez, hay conciencia de que estas acciones prolongan sus efectos en un plano temporal que es geológico, lo cual conduce a pensar estos tiempos de manera simultánea, yuxtapuesta, conectada.
Algunos ejemplos permiten ilustrar este colapso de tiempos. La alteración de ciclos y procesos biogeoquímicos muestran claramente, como se ha mencionado antes, el alcance geológico de las actividades humanas. En muchos casos, las alteraciones antropogénicas en estos procesos se advierten porque estas exceden los rangos de variabilidad de ciertos indicadores en el marco de unidades de tiempo geológicas mayores. Como ilustran Simon Lewis y Mark Maslin, la invención del proceso Haber-Bosch a comienzos del siglo XX -que permite convertir nitrógeno atmosférico en amoníaco para ser utilizado como fertilizante- ha provocado tal alteración del ciclo global del nitrógeno que la comparación geológica más cercana a este evento remite a eventos de hace 2,5 billones de años (LEWIS; MASLIN, 2015, p. 172). Del mismo modo, las actividades humanas han liberado 555 petagramos de carbón (1 petagramo=1 billón de toneladas métricas) desde 1750, “incrementando el CO2 atmosférico a un nivel no visto por al menos 800,000 años y, posiblemente, algunos millones de años, retardando la próxima glaciación de la Tierra. El carbono liberado ha incrementado asimismo la acidez oceánica a un nivel no excedido en los últimos 300 millones de años (LEWIS; MASLIN, 2015, p. 172).
La comparación es sugerente. Muestra que lo que puede ser muy lento en el marco de la historia humana puede aparecerse “instantáneo” en la historia de la Tierra y que, pese a las diferentes escalas temporales referidas, las actividades humanas impactan profundamente en los procesos de la Tierra y se ven nuevamente afectadas por ellos: concentración excesiva de gases de efecto invernadero, catástrofes climáticas, contaminación por microplásticos, agotamiento de recursos, declive de la biodiversidad y un largo etcétera.
Cuando hablamos de ciclos biogeoquímicos de la Tierra, un siglo (o dos, o tres) es un fragmento temporal insignificante, mientras que dicho fragmento temporal en la escala del tiempo de la historia humana es considerable y suficiente, por lo visto, para desequilibrar ciclos que el Sistema Tierra tarda cientos de miles y hasta millones de años en regular. Por caso, el ciclo global del carbón de un millón de años supone mecanismos estabilizantes que, según advierte David Archer, “simplemente trabajan muy lentamente como para hacer diferencia en las escalas temporales de nuestras vidas, por caso, el próximo siglo” (ARCHER, 2010, p. 21). Buena parte del exceso de CO2 en la atmósfera se disipa en algunos cientos de años, disolviéndose en el océano, pero el proceso no termina allí. El CO2 atmosférico “tiene una larga cola” (ARCHER, 2010, p. 5) y tomará cientos de miles de años para que las reacciones químicas con las rocas terminen por barrer del planeta el CO2 en exceso.
El evento del calentamiento global, dura, entonces, tanto como toma a estos procesos actuar. La celeridad con la que los humanos disrumpen estos ciclos es tan grande que termina excediendo los propios recursos de autorregulación del planeta para reparar los desequilibrios químicos. En el Antropoceno, los humanos están ocupando un lugar junto a los agentes naturales del clima; la diferencia es, dice Archer, “que nosotros forzamos las cosas unas 100 veces más rápido de lo que aquellos típicamente lo hacen” (2010, p. 7).
Otra forma de advertir la imbricación de temporalidades geológica y humana es remitir a la utilización de recursos como el combustible fósil. Los depósitos de combustible fósil constituyen un recurso no renovable, puesto que la energía acumulada en complejas moléculas orgánicas, una vez liberada, se pierde para siempre -en una escala temporal humana. Pero esta energía podrá renovarse tras millones de años -en una escala temporal geológica- luego de la suficiente acumulación de fotosíntesis y depósitos de carbón orgánico (LANGMUIR; BROECKER, 2012, p. 25.69).
Esto permite advertir, a la vez, la discrepancia entre los ritmos de los procesos biogeoquímicos de la Tierra y los ritmos vertiginosos del consumo humano de recursos, y su yuxtaposición en dos planos temporales diferentes pero colapsados: en un pequeñísimo intervalo de la historia de la Tierra y al interior del Holoceno, en lo que Langmuir y Broecker llaman “the fossil fuel age”, los depósitos de combustibles fósiles acumulados durante 500 millones de años están siendo consumidos y destruidos por una sola especie “a un ritmo un millón de veces superior al que ha llevado a la Tierra producirlos” (LANGMUIR; BROECKER, 2012, p. 25.71). A ello se agrega, asimismo, otra dimensión temporal a largo plazo: los depósitos de combustible fósil que datan de millones de años pueden agotarse en pocos siglos, pero impactarán el clima por cientos de milenios: “la vida del CO2 proveniente del combustible fósil en la atmósfera es de algunos siglos, más un 25% que perdura, esencialmente, para siempre” (ARCHER, 2010, p. 11).
Aquello que el Antropoceno pone de manifiesto es el modo en que se conectan y se afectan mutuamente los eventos en el marco de una escala temporal geológica y una escala temporal humana; el modo en que los seres humanos están imbricados, inevitable y vitalmente -como todo otro ser vivo- en los procesos de la Tierra. Evidencia el modo en que las acciones colectivas de los seres humanos tienen una “larga cola” de efectos en un plano temporal geológico, que por ser justamente de tan largo alcance pueden perderse de vista o aparecerse “desconectados” de las acciones que los promovieron en primer lugar.
El Antropoceno está siendo escenario de una sexta extinción masiva que definitivamente dejará sus huellas en la Tierra: cien millones de años en el futuro, los estratos revelarán el declive de la megafauna en el Pleistoceno, el declive de los bosques, el avance de los desiertos, la acumulación de desechos industriales y la más reciente aceleración del declive de la biodiversidad. Desde una perspectiva temporal humana, estos cambios pueden aparecerse demasiado lentos, o no parecer dramáticos en absoluto; desde una escala temporal geológica, esto es apenas un instante.
El desafío que propone el Antropoceno es que exige pensar simultáneamente el tiempo en el marco de escalas que pueden ser, a la vez, muy grandes y muy pequeñas, de ritmos que pueden ser muy rápidos o muy lentos; de ciclos y procesos de alcance biogeoquímico que son afectados por eventos y acciones a pequeña escala pero que exhiben consecuencias en un futuro allende la existencia humana. Dicha exigencia, no obstante, permite dar cuenta de que aún aquello que está “separado” en el tiempo y espacio está interconectado de modos hasta ahora insospechados, tendiendo un puente nuevamente entre la historia natural y la historia humana y sus tiempos.
Más allá de la eventual validación formal del término por parte de la comunidad geológica, los aportes del debate sobre el Antropoceno son, a mi entender, valiosos para pensar el problema del tiempo histórico.
El debate sobre el Antropoceno está actualmente recalibrando las preocupaciones fundamentales, no solo de las ciencias naturales en general, sino también de las ciencias sociales y las humanidades. El campo de la historiografía no ha sido una excepción. Los desafíos teóricos planteados por el Antropoceno al campo histórico son numerosos y cada vez más alertados por los historiadores (ROBIN, 2013; QUENET, 2017; TAMM; SIMON, 2020).
En los últimos años se ha señalado enfáticamente la necesidad de una reconfiguración del conocimiento histórico en tiempos del Antropoceno y el desafío a los modos modernos de producción del conocimiento, la ampliación del “territorio del historiador” hacia el ámbito no humano y el consiguiente reconocimiento de una historicidad “más que humana” (SIMON; TAMM; DOMANSKA, 2021); se ha llamado a cuestionar el antropocentrismo de la historia y el “excepcionalismo humano” implicado en ella (SCHAEFFER, 2009), así como a promover la revisión de nuestra propia “ontología” heredada de la modernidad (LATOUR, 2014, p.16) aquella que produjo una fractura ontológica entre el dominio humano y el dominio natural.
Los cambios antropogénicos explicitados en el debate sobre el Antropoceno han puesto sobre la mesa la necesidad de superar los límites disciplinares y las formas tradicionales de la división epistémica y la organización científica, promoviéndose así una nueva ecología de conocimiento que pueda unir lo que el régimen moderno de conocimiento separó: mundo natural y mundo humano (BARAD, 2007). El Antropoceno impulsa, en este sentido, el replanteamiento de preguntas desde “perspectivas complementarias” (SIMON; TAMM; DOMANSKA, 2021), perspectivas que entienden que ciertos temas o problemas no pueden ser abordados de manera suficiente sólo desde la óptica de las ciencias o de las humanidades, sino que exigen dialogar con el conocimiento de otros campos.
El problema del tiempo histórico es, a mi entender, uno de estos problemas. Los aportes de Koselleck, Le Goff, Pomian y Hartog al problema del tiempo, considerados invaluables en lo que respecta a la discusión sobre el tiempo histórico, se han movido en el marco de una comprensión dicotómica del tiempo: tiempo humano/tiempo natural. Han considerado que el tiempo histórico es un tiempo “exclusivamente” humano, social, ligado a la acción; un tiempo vivido individual y colectivamente, mientras que el tiempo natural aparece como contrapuesto, un tiempo “cósmico”, “físico-astronómico”, cuyos ritmos operan como parámetro de medición del tiempo cronométrico y cronológico, pero que no tiene otro papel que el de marco de referencia “externo” de las acciones humanas.
Hoy esta oposición entre tiempo humano y tiempo natural, que ha funcionado como un supuesto en la discusión sobre el tiempo histórico, exige ser revisada a la luz de los aportes del debate sobre el Antropoceno. Si comprender cabalmente lo que el Antropoceno implica requiere superar algunas divisiones conceptuales largamente enraizadas como historia natural/historia humana; cultura/naturaleza; hecho/valor (CLARK, 2015), entre otras, la concepción de tiempo histórico como un tiempo específicamente humano, desvinculado del tiempo natural, debe ser asimismo cuestionada.
Según afirma Latour, la lección fundamental del Antropoceno es que da otra definición del tiempo y redescribe lo que es posicionarse en el espacio (LATOUR, 2017). Efectivamente, el Antropoceno desafía el modo de comprender el tiempo histórico al exigir la ampliación de nuestras escalas temporales antropocéntricas (TAMM; OLIVIER, 2019, p. 45).
El debate sobre el Antropoceno logra advertir de que manera el tiempo geológico está indefectiblemente imbricado con el tiempo humano-histórico, tal como ha sido definido por los historiadores. Lo ha hecho señalando el modo en que el ser humano ha sido capaz de alterar ciclos y procesos biogeoquímicos de la Tierra que alguna vez se consideraron inalterables, modificando la química de la atmósfera, el régimen climático, reduciendo la biodiversidad, liderando lo que se asume actualmente como la Sexta Extinción masiva de especies en la historia de la Tierra. Pero tal como han apuntado los climatólogos en el debate, los cambios antropogénicos inducidos no constituyen fuerzas “externas” capaces de alterar sistemas ambientales intrínsecamente “naturales”, sino que forman parte de dichos sistemas y dependen de ellos, tanto como cualquier otra vida en el planeta.
Si algo ha mostrado el debate sobre el Antropoceno es que nada puede presumirse “independiente” o “inconexo”. El debate no sólo ha dejado en evidencia el hecho largamente inadvertido, sino olvidado, de que el humano está geológica, material y energéticamente conectado con la Tierra y sus procesos (VERNADSKY, 1945, p. 4). Impulsa, asimismo, la revisión del supuesto de que lo humano constituye un dominio ontológico separado de la naturaleza y de que las acciones humanas marcan el ritmo de un tiempo que es “propio”: un tiempo social e histórico, desconectado del vasto tiempo de la historia de la Tierra. El debate sobre el Antropoceno ha puesto de manifiesto ejemplarmente el modo en que un fenómeno a pequeña escala, como puede ser una fábrica adoptando una máquina a vapor, puede generar fenómenos a gran escala, como el aumento en la emisión de gases, lluvia ácida o cambio climático antropogénico (OTTER et al., 2018, p. 595). Ello ilustra que tiempo humano y tiempo natural están allí interconectados, aún si en términos escalares (temporales y espaciales) un fenómeno se aparece “distante” del otro.
El Antropoceno, en este sentido, puede contribuir a visibilizar entrelazamientos hasta ahora insospechados entre el tiempo humano y el tiempo de los procesos biogeoquímicos de la Tierra. En tanto evento geológico, el Antropoceno manifiesta el modo en que el tiempo geológico y el tiempo humano se entrecruzan, se yuxtaponen y se conectan mutuamente, el modo en que las acciones humanas tienen una “larga cola” que ya ha dejado y dejará huellas en los geo-archivos del futuro.
El Antropoceno sitúa a los humanos en un presente que ya no sólo es “histórico” en el sentido de la historia humana, sino también “geológico”, en el marco mayor de una historia de la Tierra, dentro de la cual la historia humana constituye una ínfima y tardía aparición. De esta manera, el Antropoceno exige una revisión del concepto -demasiado humano- de “tiempo histórico”, pues expande el horizonte temporal del historiador en dirección a una mirada mucho más larga del pasado, donde las escalas temporales se prolongan hacia un tiempo profundo, geológico, planetario, abierto a la multiplicidad de ritmos y trayectorias a diferentes escalas.15
Ello, por supuesto, no está exento de dificultades y quienes en la actualidad abogan por la necesidad de ampliar la mirada temporal hacia alcances geológicos, planetarios, dan cuenta asimismo de los desafíos que esto implica para la práctica histórica. La multiescalaridad no es el único desafío que plantea la historia “más que humana” del Antropoceno. Aventurarse al tiempo profundo de la Tierra involucra la consideración de ritmos, de ciclos y procesos en muchos casos irreconciliables con el muy acotado sentido humano del tiempo y su experiencia; involucra moverse desde el plano temporal “horizontal” registrado por los flujos humanos hacia el plano “vertical” de las escalas de la geología (KENNEDY; NUGENT, 2016, p. 65); involucra la capacidad de pensar, simultáneamente, la sincronía inherente al tiempo geológico (ZALASIEWICZ, 2017, p. 16) y la acostumbrada mirada diacrónica de la historia humana, en la que la sincronía constituye probablemente “una excepción” (QUENET, 2017, p. 524). El Antropoceno desafía también la continuidad histórica, al mostrar que los cambios antropogénicos en el planeta pueden emerger bajo la forma de abruptas transformaciones con consecuencias imprevisibles (TAMM; SIMON, 2020, p. 212).
De qué manera y en qué medida es posible satisfacer estas demandas de la historia en tiempos del Antropoceno son preguntas que están siendo actualmente exploradas por la filosofía y la teoría de la historia y que están conduciendo al replanteamiento de preguntas ontológicas y epistemológicas capaces de redefinir significativamente los contornos del conocimiento histórico. La pregunta por el tiempo histórico puede ser ahora replanteada, no partiendo ya desde la consideración de tiempo humano y natural como tiempos contrapuestos e inconexos entre sí, sino abrazando la irreductible heterogeneidad de tiempos, a la vez, humanos y no humanos, biológicos, geológicos, de ritmos diferentes pero colapsados, de escalas y alcances incluso incompatibles entre sí; tiempos que se insertan en una compleja red de la vida y no presumen la separabilidad de nada, mucho menos la separación de la historia humana y la historia de la Tierra.
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