Horizonte Educativo

Escuela rural y territorio: una construcción para la paz

Rural School and Territory: A Construction for Peace

Nidia Yolive Vera Angarita
Universidad de Pamplona, Colombia

Escuela rural y territorio: una construcción para la paz

Revista Latinoamericana de Estudios Educativos (México), vol. XLIX, núm. 1, pp. 293-314, 2019

Universidad Iberoamericana, Ciudad de México

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Recepción: 30 Octubre 2018

Aprobación: 07 Marzo 2019

Resumen: Los asuntos del tiempo y del espacio tienen una larga tradición y un especial valor en la cultura humana, por lo cual las cuestiones espacio-temporales de la vida hacen parte del bagaje propio de la escuela y de sus procesos educativos. Sin embargo, ello no implica que haya una verdadera formación sobre dichos aspectos. En particular, la cuestión espacial, que se visibiliza tanto en la arquitectura propia de la institución educativa como en la propuesta educativa, no ha generado una formación que conduzca a una relación consciente sobre el territorio y su papel en la vida personal y social, ni sobre las estrechas relaciones que se suscitan entre el modelo de desarrollo y el territorio que conducen a una participación más efectiva de las comunidades en los ordenamientos territoriales. En las actuales circunstancias del mundo rural colombiano, sería deseable que la escuela revisara sus referentes espaciales y, en atención a los desafíos que la situación de posconflicto genera, participe en el proceso de reconstitución de los vínculos comunidad rural-territorio, generando procesos de reconocimiento, apropiación y consolidación de nuevos y renovados ordenamientos espaciales, ecológicos y productivos que movilicen la participación comunitaria.

Palabras clave: espacio, territorio, ordenamiento, posconflicto, escuela rural.

Abstract: The issues of time and space have a long tradition and a special value in human culture. Likewise, the spatiotemporal issues of human life are part of the school's own background and its educational processes. However, this does not imply that there is a true training on these aspects. Particularly, the spatial issue that is visible both in the architecture of the educational institution and in the educational proposal, has not generated a formation that leads to a conscious relationship on the territory and its role in personal and social life as well as on the close relations that arise between the development model and the territory and that lead to a more effective participation of the communities in the territorial ordinances. Therefore, in the current circumstances that surround the Colombian rural world, it would be desirable for the school to review its spatial references and, in response to the challenges posed by the post-conflict situation, participate in the process of re-constitution of the community rural territory’s bonds, generating processes of re-knowledge, appropriation and consolidation of new and renewed spatial, ecological and productive arrangements that mobilize community participation.

Keywords: space, territory, ordering, post-conflict, rural school.

Introducción

Es incuestionable el hecho de que las categorías de tiempo y espacio hacen parte del bagaje y la función educativa de la institución escolar; en particular, la arquitectura escolar, la distribución de los espacios, la geometría de las aulas, las clases de geografía, entre otros asuntos, son muestra evidente de la manera como la escuela visibiliza formas de representar el espacio y la espacialidad. Sin embargo, no puede afirmarse, de manera sólida y consistente, que todo ello conduzca a una verdadera educación espacial, entendida ésta como una aprehensión crítica del valor y la importancia del espacio y de la espacialidad en la vida humana y en el desarrollo sociocultural (Harvey, 2000).

En efecto, como ya lo habían planteado Sauvy y Sauvy (1980), en las primeras etapas de la educación se asume dar prioridad a la denominada concepción euclidiana del espacio, obviando otras variantes como la topológica, por ejemplo; más adelante como observan Trepat y Comes (1998), el lenguaje cartográfico hace énfasis en las nociones de distancia, altura y escalas, entre otras; posteriormente, en el mismo proceso educativo, los jóvenes se encuentran con la idea de paisajes humanos y construcciones socioespaciales ya dadas, asentadas en ideas absolutas del espacio, sin llegar a tomar conciencia tanto de su historicidad, como del hecho de que son creaciones sociales que traducen las características, los problemas, las contradicciones y expectativas de la sociedad, como lo plantea García (2018). Todo ello deviene en la ausencia de elementos teóricos y conceptuales que contribuyan a que los escolares puedan concebir la idea de ser partícipes y constructores de espacios (Delgado, 2003, y Harvey, 1979).

La sociedad colombiana y sus instituciones, entre ellas la escuela rural, enfrentan un doble desafío, dada la naturaleza de los tiempos: por un lado, la globalización, que plantea y abre la posibilidad de repensar los referentes que han guiado el desarrollo social (Santos, 2004; Mires, 1986) y, por otro, el posconflicto (Morales, 2015), que convoca a la tarea de recuperar y asumir el territorio como nueva expresión de la espacialidad de un proyecto social identificado por la participación y la convivencia pacífica y democrática (Velásquez, 2016). Se tiene, en consecuencia, la oportunidad de desarrollar procesos formativos y comunitarios que generen nuevas ideas y visiones del espacio, de tal manera que se formen ciudadanos críticos y propositivos que puedan hacerse partícipes de la construcción de ordenamientos espaciales pacíficos, que conduzcan tanto a la reconstitución del tejido rural, como al restablecimiento de nuevas y más democráticas relaciones.

Por ello, la pretensión de este escrito es ofrecer algunas sugerencias que permitan a la escuela rural, frente a los desafíos mencionados, proponer una educación para la vida; es decir, una educación que asuma, de manera especial, la tarea de ir más allá de los conceptos y los tópicos tradicionales con los cuales han trabajado el espacio, y proceder a la revisión y vinculación de las nuevas nociones y sentidos de este referente, así como a destacar su importancia y valor en la vida humana y el desarrollo social (Lussault, 2015). Se trata de contribuir a recuperar la idea del territorio como actor fundamental en la reconstitución del mundo rural (Velásquez 2016), de tal forma que los actores de este ámbito comprendan que lo espacial-territorial no es sólo un asunto técnico, sino también de compromiso y participación (Graves, 1985).

Los referentes conceptuales

Sobre el espacio

Las categorías de tiempo y espacio resultan importantes para el ser humano, en la medida que permiten referenciar el acontecer personal y social (Trepat y Comes, 1998). En efecto, los seres humanos viven y desarrollan sus experiencias de vida en tiempos y espacios socioculturalmente definibles. Pero más allá de ello, como observó Harvey (1979), no debe olvidarse que los mismos procesos sociales, como prácticas humanas, implican permanentes interpenetraciones espacio-temporales, de las cuales derivan problemas que no sólo son de orden filosófico, sino, en especial, de orden social, cultural, político y económico; es decir, problemas que tienen que ver con la realidad misma, en cuanto que estos referentes no son receptáculos, ni actúan en la vida humana como algo aséptico y neutral, sino como posibilidades u obstáculos para el ejercicio de la justicia social, el bienestar social y una plena y total autonomía (Lefebvre, 2013; Delgado, 2003, y Wallerstein, 1997).

Ello hace ineludible la reflexión, por lo menos básica, sobre el carácter espacial de la vida humana como condición necesaria para la creación de ordenamientos espaciales y territoriales, que contribuyan no sólo al bienestar de las comunidades, sino también para que el planeta pueda ser el hogar de cada uno de los grupos que lo habitan (Morín, 2001). En primera instancia, debe plantearse que el espacio de hoy está lejos de ser ése que, según Lefebvre (2013, p. 53), “era contemplado como un medio vacío, un receptáculo indiferente al contenido, pero definido según ciertos criterios no expresados: absoluto, óptico-geométrico, euclidiano-cartesiano-newtoniano”, para dibujar, explicar y justificar la realidad.

Por el contrario, el de ahora es un espacio dinámico, pero igualmente contradictorio, que se vive, se sufre, se modela y se reordena por las interacciones, los juegos de poder y los conflictos propios de cada comunidad. Como lo reitera Lefebvre (2013, p. 54), se está frente a un espacio que requiere afrontar la superación de la contradicción que se da “entre las teorías del espacio y la práctica espacial”, una contradicción sofocada “por las ideologías que enredaban las discusiones sobre el espacio” y no permitían develar su condición de producto socialmente producido, cuestión sobre la que insisten, igualmente, numerosos geógrafos contemporáneos como Harvey (2007) y Soja (1993). Desde esta perspectiva, se está frente a un espacio que se abre y se despliega o se contrae por las mismas condiciones que caracterizan su accesibilidad y las oportunidades que puede ofrecer o negar; que se organiza y se reordena según las necesidades, las expectativas, las opciones y las contradicciones que caracterizan cada grupo humano (Delgado, 2003; Harvey, 2003), pero también frente a su condición dialéctica de producto-productor (Lefebvre, 2013).

Por lo tanto, el espacio social que se vive, se produce a partir de determinadas condiciones sociales, económicas y políticas que orientan su despliegue y su ordenamiento; por ello Lefebvre (2013, p. 55) observa que no hace referencia “a un producto cualquiera, cosa u objeto, sino a un conjunto de relaciones”, específicamente, las relaciones de producción que deben ser miradas con atención. En efecto, para Lefebvre (2013, p. 56), “en tanto que producto, mediante interacción o retroacción, el espacio interviene en la producción misma: organización del trabajo productivo, transportes, flujos de materias y energías, redes de distribución de los productos, etc.”, de la misma forma que permite visibilizar los juegos de poder y expresa una geometría de la vida comunitaria que, por lo mismo, debe ser puesta en evidencia.

No se reduce, por lo tanto, al paisaje que tantas veces enseñó la geografía, ni a la memoria colectiva sobre el lugar que se habita, sino a un entramado dinámico y conflictivo, donde los seres humanos se juegan posibilidades, se enfrentan a problemas, de distribución y de disfrute, de inclusión o de exclusión (Delgado, 2003, y Smith, 1980), y por eso hace visibles las condiciones de vida que caracterizan a cada comunidad. Se trata de una cartografía de la vida social no sólo de ahora, sino también de la posible, ya que supone un mapa que puede ser permanentemente dibujado y transformado (Serres, 1995).

Como plantea Brown: “los seres humanos somos animales territoriales. Nos relacionamos con fuerza al espacio que nos rodea y continuamente elaboramos mapas mentales del territorio que ocupamos y atravesamos” (Brown, 1985, p. 7); con esto se genera una relación y una elaboración cada vez más simbiótica, identitaria y compleja con los espacios o, si se prefiere, los territorios se viven y se habitan hasta el punto que, en las actuales circunstancias históricas, lo asumimos no como dato o depósito de recursos, sino como interlocutor de una idea de vida y de desarrollo (Medina, 2003), sin el cual resulta imposible pensar un modo de vida, una forma de ser, de habitar el mundo, una idea de desarrollo. Las comunidades y los lugares se construyen y se reconstruyen mutua y permanentemente (Brown, 1985).

Desde otra perspectiva, Bollnow dice que esta categoría va más allá de la noción de espacio vital, que tanto entusiasmó a los geógrafos del pasado; por el contrario, se convierte en una experiencia rica en significados, en la medida que permite tanto el despliegue como la resistencia, que posibilita la identidad y el ser: “la espacialidad es una definición esencial de la existencia humana” (Bollnow, 1969, p. 27), lo cual no debe traducirse en que el ser humano ocupa un volumen del espacio y que éste es un recipiente dentro del cual se ubica la vida humana, sino más bien que, por su propia naturaleza, el ser humano está en continua realización-posibilidad frente al espacio; es decir, es ontológicamente espacial, tal como lo planteó en su momento el filósofo alemán Heidegger (mencionado en Bollnow, 1969).

Asimismo, Hall (1989), mediante aquello que denominó la proxémica, destacaba la importancia del espacio personal y del enorme papel que juegan las experiencias culturales en la elaboración de los espacios cotidianos y sociales; planteaba, de igual manera, que las formas de organización y vivencia del espacio, como expresiones elaboradas de la cultura, abren un extraordinario conjunto de posibilidades mediante las cuales hombre y naturaleza se moldean mutuamente; de ahí que estas relaciones adquieran matices diferentes, según la cultura a la cual se pertenezca. Pero, de igual modo, llamaba la atención sobre la necesidad de una educación crítica, que permita una adecuada lectura sobre la creación y organización de los espacios. También conviene recordar que, dado que la organización social implica también la expresión de vivencias y relaciones de poder, las cuales suscitan conflictos (Lussault, 2015), se hace necesaria una visión de la geografía del poder que subyace en las diferentes disposiciones y ordenamientos territoriales (Delgado, 2001 y Harvey, 1979), para poner en evidencia el despliegue y la acción de la organización política de la comunidad y la geometría del poder que la caracteriza (Ortiz, 2000).

Ahora bien, si como observa Bruner (2000, p. 31), la educación implica la apropiación de lo que culturalmente se “considera esencial para una forma de vida buena, o útil, o que merezca la pena, y cómo los individuos se adaptan a esas demandas en la medida que afectan sus vidas”, resulta necesaria la pregunta sobre cómo contribuye la escuela rural colombiana a la apropiación de los referentes aquí enunciados, frente a los desafíos de la globalización y el posconflicto, de tal manera que no sólo ayude a la reconstitución de los tejidos rurales y sus territorios, sino también a la formación de sujetos caracterizados por una mirada crítica y propositiva sobre las relaciones sociales y sus ordenamientos espaciales. Se requiere, por tanto, una educación sobre lo espacial, es decir, una formación que permita el desarrollo de lo que Lussault (2015) denomina competencias espaciales, y que implica tanto la apropiación de las teorías, como el desarrollo de una mirada crítica sobre los procesos y las estructuras espaciales (Delgado, 2001; Graves, 1985; Kuklinski, 1985) lo que, unido al manejo de los mecanismo de participación ciudadana, propicien formas de intervención y participación en la consolidación de su carácter y organización (Velásquez, 2016; González, 1995).

El espacio, entonces, se convierte en el lugar donde las condiciones de vida se materializan y se visibilizan, lo cual permite plantear una cartografía de la vida comunitaria, su grado de bienestar, sus opciones, sus limitaciones, sus alegrías, sus dolores (Arocena, 1995) y, por supuesto, sus contradicciones; pero dado que dicha cartografía es construcción social, es decir, construcción o imposición histórica de nexos y relaciones sociales entre sociedad y espacio (Lefebvre, 2013; Claval, 1979), también abre la posibilidad de su transformación, siempre y cuando se visibilice dicha cartografía y se hagan explícitos tanto sus fundamentos como las posibilidades para la creación de geografías alternativas (Smith, 1980). Para que ello ocurra, la geografía de la vida debe ir más allá de la idea de paisaje que se enseña en la escuela, pues ésta no permite visibilizar esa geometría del poder, o si se quiere, la forma como se distribuyen las condiciones de vida, como producto de la manera en que las comunidades regulan las relaciones de los seres humanos que lo habitan y con la naturaleza misma y que generan tipos específicos de espacialidades humanas.

En efecto, sobre el espacio se disponen, se despliegan y se ordenan los diferentes elementos constitutivos de la vida humana (Claval, 1979), lo cual, a su vez, se traduce en ordenamientos humanos; es decir, en territorios caracterizados por las condiciones y las herramientas que permiten su ordenamiento, generando posibilidades de acceso o no a ciertas condiciones y prerrogativas de vida y de habitar el planeta, pero también a opciones de transformación. De esta manera, estos ordenamientos espaciales no son naturales, sino que deben ser planteados como creaciones humanas destinadas a brindar, en un diálogo entre sociedad, cultura, economía y naturaleza, las mejores condiciones de vida posibles para los seres humanos y la propia naturaleza. Ahí radica la importancia de una educación frente al espacio y la espacialidad humanas, como condición necesaria para la construcción de territorios de vida, de identidad, de convivencia pacífica y de equidad.

Por ello debe ser claro que los asuntos sobre la geografía; es decir, la organización y el ordenamiento espacial, no pueden ni deben ser reducidos a criterios técnicos y descriptivos sobre encuadramientos en pos del aprovechamiento del suelo, la explotación del hábitat o la capitalización de los recursos (Santos, 2000); tampoco a asuntos de una racionalidad dictada al margen de la calidad de la vida y del reconocimiento del territorio como sujeto vivo y participante; debe ser un acto de vida, de solidaridad y de diálogo respetuoso entre dos sujetos que se reconocen y que se requieren: comunidad y naturaleza. Como plantea Morin (2001, p. 53), en la medida que comprendamos que, “como seres vivos de este planeta, dependemos vitalmente de la biosfera terrestre”, estaremos en condiciones de producir ordenamientos territoriales para la vida y no para una visión impuesta, instrumental y poco clara de desarrollo.

Por consiguiente, se requiere movilizar el conocimiento escolar, el saber local y la participación comunitaria para la elaboración de múltiples y diversos mapas, así como imaginar y negociar la construcción de territorios de paz que permitan responder a los nuevos desafíos de este tiempo, a las expectativas de la comunidad, y para saber dónde se está en cada momento de la existencia y de la historia. Por otra parte, la construcción social de dichas representaciones puede convertirse en una herramienta valiosa para afrontar constructivamente el desafío implicado en un conflicto que lesionó gravemente las estructuras básicas de las comunidades y los territorios rurales (Tovar y Erazo, 2000). Al decir de Serres (1995, p. 11), como “colección de mapas útiles para localizar nuestros movimientos, un atlas nos ayuda a responder a estas cuestiones de lugar. Si nos hemos perdido, nos encontramos gracias a él”.

Acerca del territorio

Aunque la perspectiva neoliberal de la globalización proclama el fin de las espacio-temporalidades humanas, sobre el supuesto de que la nueva revolución científico-tecnológica hace de este mundo una aldea donde, presumiblemente, todo está al alcance de todos (Santos, 2000), lo cierto es que la nueva fisonomía de este nuevo mundo exige y plantea otros ordenamientos espacio-temporales, por lo cual, desde la perspectiva espacial, el territorio-la localidad emerge con particular fuerza y reclama el estatuto de actor social; de este modo, se convierte en aquella idea de espacialidad, es decir, de vida, de sociedad, de economía y de cultura, que exige participación en el proceso de construir y ordenar un mundo mejor (Medina, 2003).

Desde esta perspectiva, el territorio, como nueva expresión del sentido-lugar de lo social, lo cultural, lo político y lo económico se plantea, aquí y ahora, como un actor ineludible y fundamental en todo proceso encaminado a reorganizar la sociedad, el mundo, la realidad (Medina, 2003). Ello, sin embargo, requiere sujetos con una formación que les permita comprender la importancia del territorio, pero también la de ejercer su derecho a la participación en la constitución y ordenamiento del mismo. La escuela rural puede y debe jugar un papel importante en tal sentido.

La noción de territorio tiene una larga tradición tanto en el lenguaje de la cultura humana como en el de la geografía escolar y, en tal sentido, se entiende y se asocia a la posesión por parte de una comunidad, de una superficie determinada que, a su vez, contiene unos recursos y un espacio aéreo (Delgado, 2001; Arocena, 1995). Durante largos periodos esta premisa geográfica privilegió la descripción sobre la interpretación y con ello eludió el sentido y la importancia del territorio como ámbito de vida y de poder; sin embargo, como observa Delgado (2003, p. 17), la crisis de la Modernidad no sólo dio un nuevo estatuto al espacio y a la espacialidad humanas, sino que implicó “el reconocimiento de la importancia del espacio y la espacialidad en todos los fenómenos, sistemas y procesos sociales”. Con ello la noción de territorio asumió una nueva perspectiva y se revistió de un nuevo sentido de gran vigor en los procesos de interpretación y construcción de la realidad.

Asimismo, la denominada crisis del desarrollo (Escobar, 1999) favoreció el surgimiento de la noción de desarrollo local, con lo cual la concepción de territorio adquirió nuevos significados y sentidos e hizo visible la necesidad a atender otros factores y consideraciones a la hora de pensar los ordenamientos territoriales que tendrían que caracterizar los nuevos tiempos. En tal sentido, esta idea de lo local implica la existencia de una relación entre comunidad y territorio, que conforman una unidad “portadora de una identidad colectiva expresada en valores y normas interiorizados por sus miembros, y cuando conforma un sistema de relaciones de poder constituido en torno a procesos locales de generación de riqueza” (Arocena, 1995, p. 21).

Por consiguiente, como observan Montañez y Delgado (1998, p. 1 ), las nociones de espacio y territorio resultan hoy imprescindibles, si se desea pensar en un proyecto social incluyente, dado “que ellos no constituyen conceptos absolutos, ni neutros, ni desprovistos de contenido; por el contrario, el territorio y la región son expresiones de la espacialización del poder y de las relaciones de cooperación o de conflicto que de ella se derivan”. Esto hace necesaria su clara conceptualización y caracterización, así como una mejor valoración de lo importantes que resultan, cuando se trata de reescribir la relación comunidad-naturaleza, en una afinidad en la cual las comunidades locales buscan redefinir y fortalecer los lazos comunitarios y las condiciones de vida.

En primera instancia, debe observarse que, una interpretación cabal y consistente del territorio, parte del hecho de que las geografías postmodernas asumen el espacio, no como una entidad fija, inmóvil y permanente, sino como el resultado de procesos y estructuras dinámicas que “hablan” cada vez más sobre la realidad social, su dinámica, sus contradicciones y posibles alternativas (Delgado, 2003). Esto es, frente a la crisis interpretativa de la Modernidad, surgen y se imponen nuevas visiones de la naturaleza del espacio y de su impacto real en la vida de los seres humanos, que obligan a miradas distintas para desenmascarar el supuesto carácter inocuo y neutral de las diferentes formas sociales de la organización del espacio , así como del impacto que ellas tienen en las desigualdades, las injusticias y las inequidades sociales (Harvey, 2003).

En tal sentido, las nociones de espacio y territorio pierden el carácter de entidades absolutas e independientes, lo mismo que su concepción de receptáculos de lo social, y se convierten en elementos esenciales para comprender y construir la realidad (Harvey, 1979). Por ello deben ser asumidas como parte integral de todo proceso de construcción y organización de la realidad, pues sin ellas, resulta imposible pensar en un proyecto social, ya sea local, regional o nacional. Es pues, necesario que las comunidades aprehendan y se apropien de ellas, de tal manera que puedan ejercer su derecho a participar en la construcción de territorios y localidades donde sea posible una vida caracterizada por la convivencia democrática, la justicia y la equidad: sólo así el proyecto social y nacional podrá considerarse incluyente (Montañez y Delgado, 1998).

Desde esta perspectiva, el territorio se muestra como un concepto que supera la visión geopolítica y jurídica tradicional, fuertemente asociada a la idea de Estado Nacional, y se convierte en resultado de una nueva relación entre historia y naturaleza, sostenida por las nuevas concepciones acerca del espacio (Delgado, 2003), en la cual una comunidad se apropia de un lugar y lo convierte en elemento constitutivo y esencial de su propuesta de vida y desarrollo. Como lo manifiesta Precedo (2004, p. 14), frente a lo global, el territorio representa “un valor de lo local que va desde la reafirmación de la identidad territorial de los lugares, como antídoto al desarraigo y homogeneización de los procesos culturales, sociales y psicológicos”, que suscitan los ordenamientos de la globalización y que poco contribuyen a una convivencia más justa y equilibrada tanto entre los seres humanos, como con la naturaleza. El territorio es, pues, una posibilidad de humanización de las relaciones entre los habitantes del lugar y de lo local con lo global.

La noción de territorialidad no se asocia exclusivamente con la idea de ser y estar en un determinado trozo de tierra,, sino que también es condición clave en la idea de hacerse humano y distinto pues, como observan Montañez y Delgado (1998, p. 124), la territorialidad humana está fuertemente asociada a “un conjunto de prácticas y sus expresiones materiales y simbólicas capaces de garantizar la apropiación y la permanencia de un determinado territorio por un determinado agente social”. Por lo tanto, la cuestión del territorio no se reduce al espacio físico, al paisaje simple y llano; por el contrario, es un asunto de derecho, de identidad y de afecto, a partir del cual se define dónde se está en el mapa de la vida, quién se es y con qué elementos sociales, culturales, políticos, económicos y productivos se busca participar en el diálogo regional, el proyecto nacional y en la idea de una aldea planetaria que busca acercarnos y comprometernos.

Precisemos, en atención a lo antes dicho, que el territorio no es, por consiguiente, una fortaleza para cerrarse al mundo, sino, por el contrario, la condición básica y fundamental para poder dialogar con el ámbito regional, el país nacional y la aldea global; es la posibilidad real de vencer la fragmentación y la desarticulación que ha originado el centralismo político y que impidió la expresión de las localidades a nivel nacional y global. Como plantea Arocena (1995), los procesos locales refuerzan su identidad y su capacidad de diálogo, en la medida que establezcan relaciones con otros territorios, que se propicien intercambios en nuevas condiciones. La dinámica de lo local con lo global, sin duda, requiere territorios consolidados, y por ello resulta crucial el fortalecimiento de las relaciones comunidad-territorio. El mismo autor observa que “la identificación de un grupo humano con un trozo de tierra se consolida si hay intercambio con otros grupos humanos: el arraigo a un territorio se hace más fuerte si es posible la comparación, la defensa y la proposición de cambios” (Arocena, 1995, p. 25).

Por consiguiente, la territorialidad como expresión de la nueva espacialidad humana, se presenta como un desafío para un mundo rural que ha sufrido el desarraigo y la ruptura de los lazos básicos, a consecuencia de los procesos de desplazamiento que produjo el conflicto armado y que dejó a cerca de diez millones de personas “lanzadas de forma violenta de sus localidades, sus espacios de vida y de trabajo” (Tovar y Erazo, 2000, p. 7), y que, frente a los procesos del posconflicto, buscan rehacer sus vínculos de vida, identidad y trabajo, lo cual no se resuelve con el simple proceso de retorno, dado que esos lugares ya no son lo que ancestralmente fueron, e imponen nuevos usos, nuevos problemas, nuevas delimitaciones y nuevas expectativas que impelen a crear un nuevo tipo de contrato tanto social como natural; éste exige de las comunidades conocimiento, reapropiación del lugar y, sobre todo, un firme criterio de participación de los ordenamientos espaciales que permitan recuperar la convivencia y la identidad fracturada.

Por lo tanto, territorio y comunidad deben convertirse en el camino para la construcción de escenarios de vida donde se logre fortalecer los lazos y la convivencia comunitaria, pero además generar procesos de participación en la construcción de una perspectiva de vida y de futuro, producto de la iniciativa local, entendida como la capacidad que pueden y deben desarrollar las comunidades tanto para atender sus propias expectativas de vida y de desarrollo, como para vincularse al proyecto social, regional y nacional (Arocena, 1995). Sin embargo, ello requiere de la escuela rural un trabajo educativo y pedagógico que no sólo forme a los actores locales, sino que también contribuya a la aprehensión del territorio como un vital y poderoso aliado en la construcción de las nuevas condiciones de convivencia pacífica y de bienestar social.

Desde esta perspectiva, la escuela rural no debe olvidar que la ancestral relación entre comunidad y territorio, es decir, entre historia y naturaleza, ha sido alimento fundamental de generaciones de pobladores rurales y que existe allí una memoria, unos lazos y unas prácticas de vida que es necesario visibilizar, recuperar y poner en una nueva perspectiva. Como observa Arocena (1995, p. 25), esta relación comunidad-territorio es tan profunda, que es posible verla en la personalidad de la comunidad tanto como en la del territorio y, por lo tanto, “la identificación de un grupo con un trozo de tierra se vuelve un factor de desarrollo en la medida en que se potencie sus mejores capacidades y lo proyecte hacia el futuro, superando inercias, y creando nuevas formas de movilización de los actores humanos y los recursos materiales”. En ello resulta clave la idea de una escuela rural comprometida con el territorio.

Finalmente, vale la pena recordar que el ejercicio de la condición de ser humano, de sentirse perteneciente a un proyecto, así como el de hacer real y concreta la expresión de la verdadera ciudadanía, en el sentido de ser agente y actor de procesos de gestión de aquello que interesa a la comunidad, exige la presencia y la identificación de un territorio. En efecto, la noción de territorio lleva implícita una idea de poder, es decir, la posibilidad de hacerse partícipe de la creación y la participación de una forma de vida, de un sentido del desarrollo y del bienestar de la comunidad.

Algo sobre el posconflicto

Con relación a la cuestión del momento histórico que vive la sociedad colombiana, debe plantearse que el acuerdo de paz suscrito entre la guerrilla de las FARC y el Estado colombiano, mediante el cual se pone fin a más de medio siglo de una violenta y compleja confrontación, situación ésta que abre paso al posconflicto, es decir, a un proceso en el cual “mediante inversiones en capital humano e infraestructura física para mejorar las condiciones de bienestar social de las poblaciones y territorios afectados por el conflicto armado” (Morales, 2015, p. 15), genera, especialmente para el mundo rural y, por supuesto, para la institución educativa que allí hace presencia, un conjunto de desafíos y expectativas que, como observa Zamora (2005), comprometen la acción de una propuesta educativa pertinente y renovada. En efecto, la escuela rural necesita revisarse a sí misma para ponerse a tono con la nueva idea del proyecto social, pero también aceptar que debe asumir una nueva forma de ser y actuar dentro de la realidad nacional y, en particular, dentro del mundo rural, para contribuir de forma significativa al logro de un proyecto social que atienda las nuevas condiciones y sus desafíos (Vera, Vera y Gil, 2018).

Por lo tanto, el posconflicto no sólo debe asumirse como el conjunto de procesos que buscan la recomposición de toda la sociedad colombiana (Gómez-Restrepo, 2003), sino como un verdadera oportunidad para la escuela rural, en una doble perspectiva: hacer de ella una institución que, entendiendo esta historia de violencia, de quebrantamiento de la comunidad, de desarraigo y desplazamiento, pueda revalidar su papel de institución clave en el mundo rural y estar en condiciones de asumirse como un interlocutor válido y creativo, en una comunidad que mira “cómo este tejido social que la contextualiza en su dinámica, que en buena parte le da sentido y ante la cual debe pensarse y proyectarse” (Ramírez, 2007, p. 63).

Ahora bien, ese pensarse y proyectarse debe conducirla al planteamiento de un proyecto educativo institucional que, por un lado, la dirija a la apropiación de los nuevos referentes epistemológicos y conceptuales con los cuales se miran el espacio y el territorio, y por otro, facilite y desarrolle el diálogo de saberes locales y universales, mediante una propuesta pedagógica que contribuya a la formación de sujetos sociales y tejidos comunitarios capaces de construir y organizar un territorio que fortalezca los vínculos comunitarios y a la vez conduzca a un pertinente y sólido sentido de la convivencia pacífica y el desarrollo.

Igualmente, es de esperar que la mencionada propuesta educativa forme sujetos conscientes del valor y la importancia del espacio y el territorio, de manera que estén en condición de hacerse partícipes de la construcción de un proyecto social, dentro del cual puedan ser y actuar como agentes dinámicos y propositivos, que contribuyan al conjunto de transformaciones sociales que habría de suscitar el posconflicto. Sin duda, esta necesaria articulación de la propuesta educativa con la naturaleza, los problemas y las expectativas del mundo rural (reconstitución del territorio, la convivencia pacífica) se antoja como el más importante y definitivo de los retos a que se enfrenta la escuela rural en este crucial momento de la historia, dado que la debe llevar a repensar, de manera integral, su naturaleza y su misión.

La escuela puede y debe construir territorio

Como se ha reiterado, las nociones de tiempo y espacio son inherentes a la organización y funcionamiento de la escuela y a los códigos culturales que identifican y caracterizan la acción educativa y formadora que ésta realiza; el sociólogo Durkheim (mencionado en Varela, 1992, p. 7) “confiere especial importancia a las categorías de espacio y tiempo, pues son estas nociones las que permiten coordinar y organizar los datos empíricos y hacen posible los sistemas de representación que los hombres, de una determinada sociedad y de un tiempo histórico concreto, elaboran del mundo y de sí mismos”. Por ello resultan cruciales en el quehacer escolar y en su tarea de formar niños, niñas y jóvenes que asuman una visión del mundo y de la realidad.

Ahora bien, la presencia de estas dos categorías en la organización y en la propuesta educativa no necesariamente se traduce en la presencia de una consistente y sólida formación espacio-temporal en los escolares, dado que, de por sí, la propia institución impone criterios sobre los diferentes ordenamientos (temporales, mediante los horarios rígidos y lineales o espaciales, como la disposición, igualmente rígida, de los salones y sus mobiliarios), corroborando, con ello, algunos de los presupuestos de Foucault (1996), y evita que éstos sean aprehendidos como construcciones sociales de carácter participativo y susceptibles de ser transformados. De ello se desprende una imposición y un ordenamiento autoritario y poco crítico del tiempo y del espacio, así como su utilización como mecanismos de control y disciplina de los cuerpos a nivel individual y colectivo (Foucault, 1996; Foucault et al., 1991). La existencia de aulas diseñadas bajo los supuestos de la geometría euclidiana es un buen ejemplo de la imposibilidad de vivenciar el territorio como un espacio para la interacción social y la convivencia, así como del hecho de que “los alumnos, como destinatarios del proceso. asumen unos papeles que descansan sobre la pasividad, la aceptación, la elusión de responsabilidades organizativas” (Santos, 1994, p. 234).

Incluso la enseñanza de estas dos categorías, tanto en la geometría como en la geografía, no abre espacio para su aprehensión como posibilidades; como bien observó Kuklinski (1985, p. 261), si bien es cierto que una disciplina como la geografía hace presencia en los diferentes niveles del sistema educativo, no genera una aprehensión consciente de estas categorías, sino más bien “se crea la impresión de que nuestros poderes para determinar el orden espacial son muy limitados y que la forma de este orden es prácticamente independiente de nuestras decisiones y acciones”. Hay, por lo tanto, una concepción del espacio preestablecida, cuya decisión sobre su naturaleza y valor viene dada por agentes externos.

Ello, por consiguiente, genera lo que Kuklinski (1985) denomina una ausencia de responsabilidad social sobre los ordenamientos espaciales y territoriales, lo que coloca a la institución escolar en la tarea tanto de territorializarse, es decir, de tomar conciencia del ámbito en el que actúa, conocerlo y reconocerlo y apropiarlo de tal manera que pueda generar propuestas que contribuyan a su desarrollo, y adelantar procesos de formación ciudadana y política que contribuyan a la creación de conciencia sobre dicha responsabilidad social, de manera que se pueda contar con sujetos que asuman su papel de protagonistas en la configuración de una nueva relación entre historia y naturaleza, la cual no debe seguirse depositando sólo en las manos de tecnócratas y planificadores cuyos mapas, justamente, carecen de aquella riqueza sociocultural, de la historia y de los significados que los pobladores dan a sus territorios. Se requiere, por lo mismo, una escuela que asuma que su territorio va más allá de las abstracciones del conocimiento sobre el espacio, y que se pueden comenzar a configurar las aulas, los espacios escolares y, lógicamente, la vida y la historia de cada poblador del contexto rural. Sin duda, la Escuela Nueva, con los denominados mapas veredales, generó un importante antecedente (Mogollón y Solano, 2011).

En dicha perspectiva, como plantea Boxi (2003, p. 5), la escuela debe convertirse en un ámbito vital de formación espacial y, para ello, debe “potenciar el territorio rural como un territorio asequible, legible y democrático capaz de crear situaciones de aprendizaje que doten al sujeto de las capacidades básicas para su integración a una sociedad diversa y multicultural a partir del reconocimiento de su propia identidad”. Es decir, de un colectivo educativo y comunitario que no se queda en la descripción del paisaje, sino que dada su cercanía y vivencia en él, tiene la capacidad de recorrerlo, de investigarlo, de leer sus significados, físicos y comunitarios, culturales, económicos y productivos y, por lo mismo, puede cartografiarlo y crear los atlas de lo que allí se ha vivenciado, se vivencia ahora y se podría vivenciar a futuro.

Como plantean Trepat y Comes (1998), se hace necesario que los maestros y las maestras desarrollen un aprendizaje vivencial, en el cual descubrir el espacio sea motivo no sólo para conversar sobre él, sino, fundamentalmente, para pensar el mismo con el fin de descifrar y visibilizar lo que se esconde bajo su orden y su estructura, así como interpretar y entender las motivaciones, las historias, las relaciones, los acuerdos y los conflictos que dieron origen y sentido a su expresión. También, para mostrar cómo una comunidad expresa, en dicho orden espacial, una forma de concebir el espacio y el territorio mediante el trabajo colectivo y las formas específicas de relacionarse para dar un sentido a la naturaleza, así como para hacer visibles unos valores, unas tradiciones, unos intereses y unas expectativas que no son únicas ni definitivas, toda vez que se trata de un proceso de construcción social, mediante el cual se construye y reconstruye un ámbito territorial.

Para ello, la escuela debe abrirse a la comunidad y diseñar aquella cartografía de la vida que exprese el saber y la racionalidad del espacio, pero también la experiencia y la sensibilidad de quienes, tras largas jornadas de relación con la naturaleza, han construido una forma especial de ser y estar en la vida y han dado al territorio una fisonomía particular que ha permitido generar cierta condición de convivencia pacífica, aún en proceso o que, dado el posconflicto, debe reconstituirse.

De esta forma se plantea el mapa y, por consiguiente, los atlas que podrán ser las herramientas que permitan no sólo delimitar el territorio y establecer sus relaciones de vecindad, cercanía o lejanía con otros territorios, como lo ha hecho tradicionalmente, sino también como una herramienta vivencial capaz de ayudar a la visibilización de historias, usos, localizaciones, relaciones, tradiciones productivas, cambios y mutaciones, entre otros, que permiten pensar en un espacio con historia, que es construcción social, que es diálogo permanente entre comunidad y naturaleza y que, en esencia, es el resultado de historias vividas por una comunidad, en un territorio que está abierto a posibilidades, pero que, igualmente, exige reconocimiento como actor esencial de dichas historias.

Por ello mismo, la propuesta didáctica encaminada a pensar el espacio, debe poner en una nueva perspectiva la cartografía (Trepat y Comes, 1989), de tal manera que la cuestión no se reduzca a identificar los distinto tipos de mapas, sino que, a partir de gráficas sencillas, se cree el sentido de la ubicación socio-espacial y sus implicaciones, se pase luego a la creación de las cartografías básicas, es decir, a aquellas que, como producto de la exploración y la vivencia del terreno, permiten visibilizar e interpretar lo que el territorio es y cómo llegó a ello, para, finalmente, aventurar la creación de atlas sobre el territorio posible, que debe permitir a los sujetos dialogar sobre cuál es el ordenamiento socio-territorial deseable y participar en su constitución.

En esta perspectiva, la escuela rural no sólo se apropiará el territorio, lo reconocerá y lo identificará, sino que también avanzará en la tarea de generar, en la comunidad misma, un sentido de responsabilidad con y para el territorio, de manera que cada sujeto lo identifique y lo reconozca, pero también lo asuma como una creación que debe reflejar la personalidad comunitaria, una forma específica de convivencia comunitaria y la base esencial de un proyecto de vida que pone en evidencia una forma peculiar de desarrollo (Ramírez, 2007). Por lo tanto, se puede generar un proceso de formación sobre lo espacial, que mediante la elaboración expresa de mapas que manifiesten lo vivido y lo sentido por la comunidad, contribuirá a apropiar y reconstituir el territorio como el escenario de la convivencia democrática que genere el bienestar que las comunidades reclaman.

A manera de conclusión

La escuela rural debe posicionarse en su territorio, que no es otra cosa que el conjunto de ámbitos dentro del cual la comunidad rural vive y desarrolla una historia, pero para ello debe volverse hacia los actores rurales y con ellos redescubrir esa relación historia-naturaleza que da sentido e identidad a la vida comunitaria. Si bien la escuela es portadora de aquella racionalidad de base científica que debe poner a prueba, a su vez, debe reconocer que en dicha comunidad hay también un sentido, una experiencia de vida y un territorio, que resultan igualmente valiosos y no se pueden desdeñar y que no sólo debe ser parte integral de su proyecto formativo, sino también de interlocución en la idea de contribuir a generar ordenamientos espaciales y territoriales pertinentes.

La situación de posconflicto implica la vuelta al territorio de millones de campesinos colombianos desplazados y, con ello, la reconstitución de la vida comunitaria y sus territorios; por ello ofrece a la escuela rural la posibilidad de proponer y participar en la construcción de aquellos nuevos territorios en los cuales la convivencia pacífica será posible. si los maestros y las comunidades son claros y conscientes de los aportes que pueden hacer para su construcción. La escuela rural, por un lado, debe revisar sus conceptos y prácticas espaciales y, las comunidades rurales, por otro, trabajar en la idea de un nuevo contrato natural, como lo plantea Serres (1991), pues la construcción de nuevos territorios exige el reconocimiento de la naturaleza como otro y otorgarle derechos, para hacer posible el diálogo que permita, a través del territorio, el encuentro entre la comunidad y la naturaleza.

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