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Desde la sociología de las emociones a la crítica de la Biopolítica

Lucía Mantilla
Departamento de Estudios en Educación. Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades. Universidad de Guadalajara, México , México
Rogelio Luna Zamora
Departamento de Sociología. Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades. Universidad de Guadalajara, México, México

Desde la sociología de las emociones a la crítica de la Biopolítica

Revista Latinoamericana de Estudios sobre Cuerpos, Emociones y Sociedad, vol. 9, núm. 25, 2017

Universidad Nacional de Córdoba

Resumen: Este trabajo presenta un análisis comparativo del acercamiento al estudio de las emociones desde la perspectiva del pensamiento sociológico y la crítica a la biopolítica contemporánea.El objetivo de este trabajo es aproximarnos a señalar las diferencias entre la sociología clásica y en particular, la sociología de las emociones y los estudios de la biopolítica contemporánea. La aproximación de la crítica de la biopolítica se hace con los pensamientos elaborados de Roberto Esposito y de Giorgio Agamben más que con el clásico trabajo de Michael Foucault.Se expone en particular el tránsito de la sociedad rural a la urbana o el proceso de modernización que supone la pérdida de la comunidad y la preeminencia del individuo desde ambas perspectivas. En particular se presenta un estudio de caso del análisis de este proceso desde la sociología de las emociones, se analizará cómo la crítica a la biopolítica nos proporciona la posibilidad de cuestionar las dicotomías propias del pensamiento occidental que subyacen en el análisis de las emociones.

Abstract: This work presents a comparative analysis of the approach to the study of emotions from the perspective of sociological thinking and the critique of contemporary biopolitics.The objective of this paper is to point out the differences between classical sociology and in particular, the sociology of emotions, and the studies of contemporary biopolitics. The approach of the critique from a biopolitics perspective is built upon the thoughts and theory of Roberto Esposito and Giorgio Agamben more so than upon the classical work by Michael Foucault.As focal point of the paper, the individual is analyzed during the transition from rural to urban societies, i.e. the process of modernization that involves the loss of the community. In particular, a case study of the analysis of this process from the sociology of emotions is presented, thus enabling the analysis, from the biopolitics critique, of questioning the dichotomies of Western thought that underlie the analysis of emotions.

Las emociones como objeto de estudio

La perspectiva construccionista, que podríamos considerar el enfoque dominante, en el campo o subdisciplina llamada sociología de las emociones, estudia “lo emocional” escapando al análisis tradicional de la psicología y del psicoanálisis. El énfasis no es aquí colocado en la historia personal o en las vicisitudes de la vida individual, más bien, el objeto de análisis de la sociología de las emociones es establecer los nexos, relaciones entre la dimensión social y la esfera emocional del ser humano: “Se trata de una sociología aplicada a la amplísima variedad de afectos, emociones, sentimientos o pasiones presentes en la realidad social” Bericat (2000: 150).

En este campo se concibe a las emociones (evidentemente in-corporadas y sentidas por un sujeto en constante interacción con los otros) como prescripciones creadas por el sistema social, pero no solo porque las emociones son también procesos sociolingüísticos, es decir, definidas vía la semántica que proporciona los términos que nos facilitan nombrar, comprender, situar y asimilar la experiencia emocional; sino que también en su fenomenología, es decir, en tanto tomamos conciencia y otorgamos significado a la “sensación” y cualidad de la experiencia emocional en sí misma (Armon-Jones, 1986a: 37).

Por supuesto, en el campo de la sociología de las emociones encontramos diversos énfasis conceptuales que nos permiten, entre otras cosas, zanjar y resolver el vínculo entre emociones y racionalidad que, en principio, parecerían discursivamente opuestas. Así, para Lutz (1986) las emociones tienen una racionalidad en tanto que son parte del repertorio de la expectación sociocultural, es decir, su significado funcional se establece en la restricción de conductas y actitudes no deseadas, afianzando así los valores culturales del ámbito social.

Más aún, las emociones son también objeto de control social, de instrumentalización racional por parte de organizaciones y grupos en el poder. De este modo, la teoría del control emocional desarrollada por Hochschild (1990) sostiene que los individuos ajustan su acción y comportamiento social de acuerdo estrategias de género, de prescripción conductual y de sentir en relación a los distintos roles que desempeñan, e inclusive, se extiende a estrategias de etnia y clase social. De esta suerte, el sentir y el expresar emociones, obedecen a regulaciones normativas que trascienden lo personal y encierran consecuencias y significados políticos en el orden social.

Así, las emociones son socialmente interpretadas pero también gestionadas, se vinculan con significados socialmente compartidos, constituyen un signo comunicacional, son constitutivas siempre de toda interacción y nos permiten dar sentido, valga la redundancia, a lo que sentimos para actuar en consecuencia y de manera coherente, en nuestro entorno sociocultural (Hochschild, 1990).1

Más específicamente, podemos referirnos a una cultura emocional que modula la intensidad y otorga cualidades morales a la experiencia emocional, también delimita el objeto y la forma de las reacciones emocionales en relación al contexto y la situación donde son expresadas, sea en el ámbito público y/o el privado. En este marco, es también posible distinguir un vocabulario emocional, así como normas que regulan la expresión emocional, prescripciones sociales y culturales que convocan a sentir de determinada manera ciertas emociones consideradas más deseables que otras. Es decir, social e históricamente compartimos creencias sobre la conveniencia de sentir unas y reprimir otras emociones.

Así, la cultura emocional contiene nociones sobre cómo debemos gestionar y expresar los sentimientos, es decir, un cierto deber ser respecto a las emociones que se puede apreciar muy claramente en los “libros de consejos, películas, tratados religiosos, teorías psiquiátricas, o leyes (por ejemplo, qué constituye un crimen pasional)” (Hochschild, 1990: 124, citada por Bericat, 2000: 164).

Afín a esta noción, Williams (1977) analiza los procesos de trasformación social a través de observar cambios en la llamada “estructura de los sentimientos” o “estructuras de la experiencia” 2 que le permiten diferenciar los sistemas de consciencias sociales más “fijas” y formales en el tiempo, y construidas dentro de instituciones y formaciones sociales, como serían las ideologías o las concepciones del mundo. De esta manera, para Williams la estructura de sentimientos es una hipótesis cultural para entender sus elementos y sus conexiones en una generación o periodo histórico. La estructura de sentimientos se relaciona con formas y convenciones en figuras semánticas, y de la cuales cada clase social se apropia para vivir sus experiencias, en el sentido de qué sentir, cómo sentirlo y cómo expresarlo.

Así entonces, se encuentra también una ética práctica respecto a las emociones que son funcionalmente constituidas para el mantenimiento de un sistema particular de valores, es decir, donde las emociones se acompañan de un juicio moral, el cual es valorado como deseable y justo. Es importante señalar que los sentimientos morales tales como “culpa”, “pena” o “vergüenza” no son ontológicamente previos al juicio moral; se requiere de la cognición de cierto grado de reglas morales para que tales sentimientos puedan ser sentidos (Armon-Jones, 1986b: 34-35).

Ahora bien, desde el enfoque de la biopolítica, esto es, desde el análisis de la vida como objeto de la política, el discurso sobre el control y expresión emocional ocupa un lugar completamente central. Esto significa que no solamente existe en torno a las emociones una construcción social (valores, normas, regulaciones, etc.) sino más aún, una construcción biopolítica en torno a la vida emocional. Así, la dimensión emocional de la vida es integrada en el discurso occidental sobre la vida misma y, en particular, para jerarquizar qué vida es más merecedora de ser vivida, de ser considerada vida humana o, si se prefiere, más humana.

Nótese que la expresión de las emociones en la antigua Grecia se consideraban situadas en la parte zoé de la vida, la parte vegetativa, característica por igual de los animales, esclavos, mujeres y niños, así como también de los dioses. La zoé se situaba en el ámbito doméstico, por oposición al político, propio de la vida en la polis (la ciudad) que pertenecía a la parte Bios de la vida, es decir la vida cualificada, vida politizada que se expresa no en el habla, sino en el lenguaje:

Sólo el hombre, entre los vivientes, posee el lenguaje. La voz es signo del dolor y del placer, y, por eso, la tienen también el resto de los vivientes (su naturaleza ha llegado, en efecto, hasta la sensación del dolor y del placer y a transmitírsela unos a otros); pero el lenguaje existe para manifestar lo conveniente y lo inconveniente, así como lo justo y lo injusto. Y es propio de los hombres, con respecto a los demás vivientes, el tener sólo ellos el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto y de las demás cosas del mismo género, y la comunidad de estas cosas es la que constituye la casa y la ciudad (1253a, 10-18) (Agamben, 2006: 17).

Así el bios suprime su propia vida vegetativa y emocional en la polis, mientras que en el espacio doméstico queda reservado para esclavos mujeres y niños. La relación zoé-bios da cuenta de algo pasado que aún permanece vigente en el presente y es también un futuro anterior (la arché), para cuyo estudio Agamben (2010) señala, a posteriori, haber empleado el método de la arqueología filosófica.

En síntesis, la biopolítica enfatiza el carácter transhistórico y político de la distinción zoé–bios, distinción que ya contiene una censura sobre la expresión de las emociones y que, al margen de las particularidades históricas, desde la Grecia y Roma antigua implican que en el discurso occidental del poder sobre la vida, se distingue razón, lenguaje y emociones y cuerpo Jerarquizando de tal modo que la vida cualificada implica un menosprecio de ambos, emociones y cuerpo.

Esta construcción biopolítica tiene implicaciones muy serias, en el libro Homo Sacer I (Agamben, 2006) se enseña que bios contiene un suplemento lingüístico y que es precisamente esta dicotomía la que abre el espacio, la posibilidad de concebir una nuda vida –una vida desnuda, una zoé sin bios- creación del poder que sigue siendo extremadamente efectiva:

Aquello que llamo nuda vida es una producción específica del poder y no un dato natural. En cuanto nos movamos en el espacio y retrocedamos en el tiempo, no encontraremos jamás –ni siquiera en las condiciones más primitivas– un hombre sin lenguaje y sin cultura. Ni siquiera el niño es nuda vida: al contrario, vive en una especie de corte bizantina en la cual cada acto está ya revestido de sus formas ceremoniales. Podemos, en cambio, producir artificialmente condiciones en las cuales algo así como una nuda vida se separa de su contexto: el “musulmán” en Auschwitz, el comatoso, etcétera (Agamben, 2005: 18).

En el discurso biopolítico de occidente, la misma oposición excluyente-incluyente ocurre a nivel del cuerpo y el alma. En la reflexión de Esposito (2009) la separación entre zoé y bios invade, por decirlo así, el interior del ser humano y queda atada a la subjetividad. Así, lo que el autor denomina el dispositivo de la persona, supone una diferencia entre ser humano y persona, siendo la persona la que controla o debe controlar su parte animal. En la concepción liberal actual, la persona es propietaria de su cuerpo, pero para ser propietaria de su cuerpo, la persona no puede coincidir con él, ya que es cualificada justamente por la distancia que la separa del cuerpo, así “persona –podría decirse, es aquello que en el cuerpo es más que cuerpo” (Esposito, 2009: 23).

En un cierto sentido, la sociología de las emociones y el pensamiento crítico respecto a la biopolítica coinciden. No obstante, éste último -aun cuando no toma por objeto las emociones- hace énfasis en develar críticamente la dicotomía establecida entre emoción/razón, cuerpo/alma y, en particular, destaca la enorme importancia que, en términos de la interpretación sobre la vida y el poder sobre la vida politizada, adquiere el biopoder sobre las emociones y el cuerpo.

La preeminencia del individuo y el declive de la comunidad

Si bien es cierto que, en la literatura sociológica clásica, el estudio de las emociones apenas se hizo presente de manera marginal y residual, todavía hasta antes de la década de los ochenta del siglo pasado (Luna, 1998; 2005; Bericat, 2000), lo cierto es que podemos encontrar una consideración acerca de que el proceso de modernización acarrea un proceso de individualización y el declive del lazo social, más específicamente de la comunidad.

Así, en el pensamiento sociológico clásico, se encuentran tipologías que pensadas desde un modelo binario oponen categorías analíticas: en Tönnies, Comunidad vs. Sociedad; en Durkheim, Solidaridad Mecánica vs. Solidaridad Orgánica; en Marx, Feudalismo vs. Capitalismo, en Weber Dominación Tradicional vs. Dominación Legal y Racional y, finalmente, el llamado “modelo de variables” que, más recientemente, marca las diferencias entre Relaciones Expresivas vs. Relaciones Instrumentales, en Parsons.

Todas estas tipologías hacen referencia a un movimiento social que va del estilo de vida comunitario, donde la pertenencia al grupo rige el orden social, hacia el estilo de vida propio de la sociedad moderna basado en la racionalidad, el legalismo, las relaciones instrumentales y la neutralidad afectiva que acompaña la emergencia del individuo.

Para Tönnies (1987) la sociedad moderna implica en sí misma, la pérdida de la comunidad, es de suyo un mal necesario, pero no admite una evaluación ética; el autor compara este proceso como el crecimiento de un niño que evoluciona en adulto por efecto del crecimiento. Aunque la preocupación de Durkheim por la pérdida de la comunidad, y en particular, de la solidaridad orgánica es notable (1951, 1973), Durkheim también ve un hecho inevitable: el desarrollo de la división del trabajo, y consecuentemente de la civilización moderna, no tiene un valor intrínseco o absoluto “se desarrolla porque no puede dejar de desarrollarse” (Durkheim, 1973: 122). Aún para Simmel (1977) la cultura moderna significa la predominancia de “el espíritu objetivo” sobre “el espíritu subjetivo”. La modernidad lleva a los individuos a una actitud de reserva, indiferencia y aversión ante el contacto con extraños.

A la inversa, para Marx, la pérdida de los viejos lazos es resultado de la sociedad capitalista que convierte al hombre egoísta en su fundamento real; la burguesía, reduce incluso las relaciones familiares, a una relación monetaria (véase, por ejemplo, El Manifiesto del Partido Comunista y La Cuestión judía (1978). Sin embargo, como es bien sabido, la comunidad no está perdida de modo irreparable, el planteamiento utópico del comunismo implica precisamente su recuperación. La tipología de Marx mantiene una cierta tensión, es decir, obedece a un materialismo histórico, una etapa sucede a la otra, pero lo que moviliza su cambio es la participación humana, no hay tránsito sin conciencia y lucha de clases.

Para Weber (1981) tampoco la comunidad depende exclusivamente de condiciones estructurales tales como aspectos demográficos, ausencia de clases sociales, etc. Weber concede gran importancia al sentido que el actor otorga a su acción social, por lo tanto, comunidad y sociedad, en tanto formaciones sociales son representaciones de algo que en parte existe y, en parte, debería existir (y también no existir), ellas orientan la acción social en la mente de los actores sociales.

Parsons establece una diferencia entre las relaciones basadas en elementos adscritos, difusas, afectivas y particularistas que corresponden a la Variable Expresiva; en contraste, las relaciones específicas, neutrales y universalistas corresponden a la Variable Instrumental y son consistentes con un orden social, en el que los individuos persiguen un “logro” personal; estas variables no son sólo tipos históricos sino también posibles elecciones del actor social, debe señalarse que a éstas últimas Parsons las valora positivamente (Wallace y Wolf, 1991).

Debemos considerar también obras sociológicas que sí tomaron en cuenta la esfera emocional, tal es el caso de Norbert Elias, en su obra El proceso de la civilización (1987) referida a los cambios sociales, económicos y culturales que vivieron los países occidentales desde el medioevo tardío hasta el siglo XIX. El autor da cuenta de la vinculación entre los procesos sociogenéticos y psicogenéticos que dieron paso a trasformaciones estructurales y socioculturales propias de la modernidad, que se fueron objetivando en hábitos sociales y culturales, y que, en virtud de la coacción social sobre las conductas individuales, dieron lugar, vía la internalización, a la modelación de mecanismos de auto-coacción psíquica de los propios individuos.

En este proceso civilizatorio, Elias (1987) hizo particular énfasis en la amplificación del sentimiento de la vergüenza relacionada con el cuerpo, las maneras de mesa y de interacciones más sofisticadas, en particular la privatización en la intimidad de la sexualidad y de prácticas relacionadas con el cuerpo; este proceso de refinamiento ocurrió primeramente en las cortes, y luego pasó a difundirse hacia la emergente burguesía y clases sociales inferiores.

Dentro de esta perspectiva, puede analizarse el rompimiento del anterior orden social basado en una fuerte coacción externa sobre los individuos, limitándoles en sus decisiones personales, de suerte que las estructuras sociales externas se les imponía en su proyecto de vida posible, como externalidades difícilmente eludibles; aún más, su poder de coacción era indiferenciable de sistemas tan profundamente internalizados en virtud a la socialización, que se veían como constitutivos de mecanismos de auto-coacción (Elías, 1987). El proyecto de la modernidad tenía como propósito, precisamente, generar mecanismos que permitieran la liberación del individuo y la realización subjetiva, en otras dimensiones donde le fuera permitido al individuo la realización personal.

También para Giddens (1992), las formaciones sociales del occidente, en la etapa actual de la modernidad tardía, presentan altos grados de diferenciación social estableciendo configuraciones sociales que suponen que: a mayor desarrollo industrial y de servicios –desarrollo tecnológico- los mecanismos de dominación y control de los miembros de la sociedad y de las comunidades en su conjunto, han dado pie a una mayor presencia de la individualidad, reflexividad y subjetividad.

Foucault abordó este tema desde la perspectiva de la gubernamentabilidad, aspecto del que no haremos aquí referencia ya que nos interesa hacer énfasis en la más reciente mirada de la biopolítica contemporánea.

La vergüenza y el miedo social en un estudio de caso. De la homogeneidad a la fragmentación sociocultural

No cabe duda de que este tránsito de lo tradicional a lo moderno, puede ser corroborado en observaciones concretas. En el análisis de Luna (1998, 2005) acerca del proceso de modernización de una sociedad predominantemente campesina y mestiza en México, puede observarse que el llamado respeto funcionó como código de ética práctica, concepto articulador de ambos, la conducta individual y los lazos sociales. El respeto era el código que regía las interacciones de subordinados con las jerárquicas del orden social tradicional: el cura de la parroquia, los maestros de escuela en el ámbito público y al interior del espacio doméstico los padres, los hijos varones de mayor edad que se extendía hasta los tíos de segundo grado. El respeto implicaba silencio, reverencia y obediencia incondicional.

La obediencia a dichas jerarquías por parte de los subalternos (al margen de su clase social), se combinaba con discursos acerca del deber ser, una desviación implicaba vergüenza a nivel individual, descrédito, falta de reconocimiento, pero simultáneamente miedo a los rudos y severos castigos corporales.

Thomas Scheff (1995) plantea que los sentimientos de la vergüenza y el orgullo, como contraparte, son las emociones sociales básicas vinculadas a la exposición social de la autoimagen. Ambas emociones están en la base que regula los lazos sociales del individuo y su entorno: “la vergüenza es la emoción social por antonomasia en tanto surge de la supervisión de nuestras propias acciones mediante la percepción del yo, de la persona, desde el punto de vista de los otros” (Scheff, 1990: 281; citado por Bericat, 2000: 168).

En este sentido, es complicado saber si las motivaciones del respeto obedecían a la autocoacción interna basada en la cognición, en el convencimiento moral o si obedecían a la obligación impuesta de comportarse apropiadamente de acuerdo al formato prescrito, so pena de la violencia física normalizada como castigo. Con esto último se quiere establecer el cómo, los anclajes de la estructura social de la localidad, descansaban sobre un orden social cargado también de intersticios culturales, que fueron expandiéndose a medida que avanzaba la modernización.

Efectivamente, las emociones básicas predominantes en la localidad en el periodo previo a la modernidad, eran el miedo y la vergüenza, ambas emociones articuladas a un aparato de poder y control que se anclaban en el entramado de la configuración social local, basada en normas y valores fuertemente cohesionados y articulados a una ideología o cosmogonía religiosa católica, con parámetros morales claros de significación del bien y del mal, y, por supuesto, de los castigos y sufrimientos a que se exponían quienes trasgredieran aquellas regulaciones del deber ser y, por contrapartida, los premios a que se hacían merecedores aquellos que tuvieran un comportamiento de acuerdo a las creencias, normas y valores vigentes.

Al igual que el miedo, la vergüenza en la cultura local tenía varias fuentes situacionales y contextuales que de acuerdo a éstas, dependía la graduación e intensidad de la vergüenza; las motivaciones menos deseables de vivirla o experimentarla eran las relacionadas con la imagen pública –la mirada de “los otros”, “el qué dirán”- que podría dar motivo para lesionar la imagen de probidad y, particularmente, la decencia relacionada básicamente con la imagen del recato femenino. De esta suerte, la cultura patriarcal vinculada al código del respeto, se asociaba al honor e imagen de la masculinidad en la vigilancia y disciplinamiento de la sexualidad femenina. La conducta femenina en cuanto al vestir y su comportamiento público y aún privado, debía ser regida por un estricto sentido del pudor. Fallar en el ejercicio y salvaguarda de la imagen pública de sus mujeres acarrearía la vergüenza para las propias mujeres que quedaban en entredicho y, por supuesto, para la imagen de los varones de la familia responsable, que serían el hazme reír de los otros varones.

El proceso de cambio sociocultural se empezó a gestar de manera clara a partir de la década de 1950, con el arribo de novedades tecnológicas en el sector agrícola y en la economía de la microrregión. A nivel social y como detonador de una nueva mentalidad se instaló una secundaria en 1952. Esta institución sin duda fue un elemento de modernización crucial y significativo, ya que implicó la emergencia de nuevos actores sociales, que fueron ganado presencia en la estructura social de la localidad, a saber: los jóvenes. Este grupo de población ahora desligado de las actividades agrícolas, comenzó a disfrutar de un tiempo de ocio que su dedicación al estudio les permitía. Es importante mencionar que los niños pasaban de la escuela primaria, directamente al trabajo agrícola al que quizás no habían abandonado plenamente.

El acceso y expansión de equipamiento urbano típico: mejoramiento de las vías de comunicación, electrificación, la masificación de la radio y el cine y en especial la aparición de ese nuevo medio masivo de comunicación: la televisión, que quizás fue el medio más efectivo para afectar la sensibilidad social.

El crecimiento económico fue un fenómeno presente en varias regiones de México entre 1950 y 1980, con tasas de crecimiento superiores al 6% del Producto Interno Bruto. En la etapa neoliberal actual, a partir de 1980, las tasas de crecimiento han fluctuado en el mejor de los años, sobre el 2.5% anual. La diversificación de las actividades económicas trajo aparejados nuevos anhelos de realización laboral y profesional para sectores sociales medios en expansión; el ingreso al mercado laboral de los nuevos trabajadores, se dirigió a buscar empleo en nuevos giros económicos que fueron mejor remunerados que el tradicional empleo como jornaleros en los campos agrícolas.

La emergencia de los y las jóvenes, se acompañó de nuevas expectativas e ilusiones. El movimiento estudiantil de 1968 llegó sólo como un eco a la cultura local, sin embargo, no dejó de sentar su huella en la sensibilidad social; el resultado fue que se amplificaron las disonancias de nuevos sentimientos de resistencia a los viejos modelos de control social, hicieron acto de presencia nuevos imaginarios y deseos que impulsaron ciertos cambios en los estilos de vida: la moda de los años sesenta en el vestir de los y las jóvenes, la recepción de nuevos giros musicales- entre otras nuevas modalidades que afectaron la sensibilidad psicosocial, que significaban en sí mismas, contra-conductas, constituían una falta de respeto y que fueron reconfigurando las significaciones de la cultura emocional y los valores que afectaban la subjetividad, la noción de intimidad de los cuerpos y del yo individual, frente a la mirada de los otros.

Así, la rigidez de las relaciones sociales que descansaba en las jerarquías tradicionales, se ahuecó junto con la pérdida de fuerza del código del respeto; el umbral de contextos y situaciones sociales generadoras del sentimiento de vergüenza, se difuminó limitando sus fronteras a otras pautas del comportamiento social. El miedo antes articulado estrechamente a creencias relacionadas con la cosmogonía de la iglesia católica, a referentes del bien del mal, se resignificó en varios sectores sociales de la cultura local, ahora vinculado con otras categorías seculares.

En otras palabras, la modernidad en la localidad, efectivamente, como lo han planteado los teóricos de la sociología, ha conducido a la pérdida de la comunidad jerarquizada tradicional, y ha dado paso a nuevas modalidades de la interacción social, donde la personalidad individual tiene mayor prominencia, el yo actúa y aparece más desenvuelto y liberado de la coacción social externa del viejo orden social.

Aunque se percibe la modernidad en la localidad, no deja de ser un ambiente provinciano, presenta actualmente una vida sociocultural hibrida, matizada por anclajes todavía pueblerinos y salpicada con conductas de ciertas áreas características de la globalización cultural. Podría decirse que la sintomatología de la cultura-mundo planteada por Lipovetsky y Serroy (2010) no alcanza su extensión avasalladora en la cultura local; ciertamente, se pueden observar fenómenos culturales de nuevo tipo, en particular en la población joven, que muestra comportamientos semejantes a los citadinos, los cuales se nutren de la irradiación de influjos provenientes de diversos espacios de la globalización de la economía, conectados en redes virtuales con dispositivos como el teléfono celular y la conexión a internet.

En la configuración sociocultural actual, la vergüenza y el orgullo se desenvuelven en estructuras emocionales disímiles, a partir de la coexistencia de entornos sociales fragmentados en un entramado sociocultural cada vez más denso y complejo, que posibilita la coexistencia de valores y esquemas interpretativos fragmentados y contradictorios, que en la etapa del neoliberalismo actual, insistimos, presentan amplias fisuras que tienen que ver con la fragmentación social, de suerte que los sentimientos y motivos del orgullo y la vergüenza, son muy dispares e incluso, paradójicos, con la aparición de rasgos francamente relacionados ya no con el miedo sino con el terror a grupos de narcotraficantes y otras formas de violencia física que directamente amenazan la vida: desapariciones, secuestros, feminicidio, etc.

Paralelo a estos procesos recientes, otras prácticas culturales que se observan con regularidad y frecuencia, son las relacionadas con el cuidado del cuerpo y la atención de sí mismos, ingiriendo alimentos más sanos y ejercitando el cuerpo, es un fenómeno cada vez más usual y cotidiano. El ingerir suplementos alimenticios como vitaminas y hacer uso de cremas, mascarillas, masajes, etc., para conservar la tonalidad de la piel y prolongar la juventud.

Se ha individualizado y diversificado los gustos en el vestir de hombres y mujeres, el ambiente cultural relativo a la sexualidad es más relajado, de alguna hay más respeto como forma de autodefensa, se ha pasado del respeto a otros hacia el respétame en mi diversidad. En general, se observa que hay mucha más amplitud y tolerancia para respetar las diferencias y preferencias no heterosexuales, el divorcio, las familias monoparentales, etc.

Las preocupaciones y angustias más sentidas son el temor a ser víctimas de la violencia proveniente de grupos de narcotráfico –en varias ocasiones han aparecido cabezas en la plaza central del poblado- y, sobre todo, la angustia e incertidumbre laboral, toda vez que en la región no hay muchas posibilidades de ocupación laboral, temor que se hace más presente en los dilemas ocupacionales de los jóvenes profesionistas. Adicionalmente, en la economía regional, la expectativa de emigrar a los Estados Unidos de Norteamérica, que hasta hace pocos años era una opción relativamente fácil de lograr, hoy día se ha tornado cada vez más difícil. Hay entonces, cierta atmósfera de resignación y desencanto.

La aportación de la biopolítica al estudio de las emociones en el transito comunidad y sociedad

Creemos que la biopolítica puede aportar al estudio de las emociones, y a la sociología que estudia el tránsito de la sociedad tradicional a la moderna, desde cuatro puntos de vista:

En primer lugar, destacando que la sociedad moderna es también fruto del biopoder, es decir, desnaturalizando el tránsito de lo tradicional a lo moderno e incluso a lo postmoderno, sin omitir el saber- poder, las múltiples instituciones, programas gubernamentales, etc., que sostienen el proceso de modernización. Así, Lund (1996) encuentra que los conceptos de modernidad y tradición no son sólo analíticos y heurísticos, sino también altamente estratégicos. Ese proceso de modernización, en ambos, la dimensión jurídica y también la dimensión donde se construyen las subjetividades, son procesos que se han universalizado.

Es importante destacar que la modernidad es también fruto de una política en el sentido de Retamozo (2009), es decir, no pertenece solamente a la arena de lo político, no se expresa solamente en un ideario, sino también a la administración de lo instituido. En este marco puede comprenderse la universalización de las cárceles, las escuelas, los hospitales, etc., es decir, esa multitud de instituciones sin las cuales sería muy difícil comprender la sociedad moderna y el orden social que produce estas subjetividades.

Para Foucault el vínculo entre biopolítica como poder soberano y como poder gubernamental y forma de vivir la vida es clarísimo, más aún, para el autor la biopolítica corresponde a una serie de regulaciones, de normalizaciones a nivel de la población y del cuerpo individual, las nuevas instituciones, que expande el antiguo convento hasta convertirlo en el paradigma panóptico de la sociedad moderna. Pero también regulación sobre la población: normas de higiene, seguros de vida, cuidados de la niñez y la vejez, etc.

Nótese que aquí el sujeto, a diferencia del individuo, en el pensamiento sociológico, implica un vínculo entre poder-saber que es interiorizado, el poder es entonces una relación de poder en la cual todos participamos. Así “El contrato podía bien ser imaginado como fundamento ideal del derecho y del poder político; el panoptismo constituía el procedimiento técnico, universalmente difundido, de la coerción” (Foucault, 2002: 134).

En segundo lugar, este enfoque destaca el vínculo entre poder soberano y la vida subjetiva en torno a la figura patriarcal. El poder del padre, del magistrado y posteriormente la imagen del “padre de la patria”, están estrechamente relacionados. Efectivamente, desde la perspectiva de Agamben, la biopolítica tiene un origen más antiguo que el señalado por Foucault, es decir, no emerge en la sociedad moderna, por el contrario, el poder soberano como derecho de vida y muerte ya pertenecía al páter familias romano, estaba inscrito en la expresión vitae necisque potestas, esto es, el derecho que el padre tenía sobre la vida y muerte de los hijos varones estaba inscrito de modo consustancial a la patria potestas, surgía espontáneamente de la relación padre-hijo, llevándonos directamente al origen subjetivo del poder (Agamben, 2006).

Ahora bien, la muerte del padre está presente en la lectura que hace Esposito acerca del tránsito de la sociedad tradicional a la moderna. Más precisamente, el miedo a la propia muerte y la muerte del padre, son en ambos el aspecto central que subyace en la representación democrática. Así, nos dice Esposito, que para Hobbes el miedo no sólo origina el nuevo pacto social, sino que lo protege, lo mantiene vivo. El miedo de nuestro estado de naturaleza, es un miedo recíproco (de los unos a los otros), el miedo que da origen al Estado moderno, es nuestro miedo común, de todos a uno, esto es al Estado que tiene el monopolio legítimo de la violencia y que, en su opinión, remite a la idea freudiana de la muerte del padre que cede su lugar al Estado.

El tercer aspecto al que aporta la biopolítica, es el relacionado con la pérdida de la comunidad, la cual es un no posible desde la óptica biopolítica. Tanto para Agamben como para Esposito, lo común pertenece aquí a una esfera o ámbito diferente, no pertenece al dominio de lo privado, ni de lo público, pero tampoco al de la sociedad civil. Desde este enfoque es imposible concebir la desaparición de la comunidad en el mundo humano.

Para Esposito (2003), la palabra communitas (comunidad) proviene del latín donde com es un con (nos casamos con, hablamos con, jugamos con), el con es un respecto a, es entonces una condición, antes que un valor (o un contravalor). Mientras que mumus es lo que vincula, lo que junta. La condición de ser juntos, que no es solamente la suma de sujetos (sujeto remite a sujeción, atadura, amarre), no es una sustancia ni un en-sí-para sí; tampoco está en un lugar, porque es el lugar mismo, donde se encuentran los unos con los otros, la comunidad es el mundo de la existencia, de donde se parte para buscar cuál es el sentido de la vida en común.

Desde esta perspectiva, Esposito crítica a Hobbes quien propone el individualismo como solución a las complicadas relaciones humanas, pero también a Parsons, quien pone el énfasis ya no en el individualismo clásico, sino que ve en el individualismo el contenido mismo del lazo social; en Parsons, la asociación de los individuos se da justamente a través de su separación funcional. La “sociedad comunitaria” de Parsons constituye el reverso mismo de communitas, su doble inmunización: en vez de detenerse en la no relación, Parsons teoriza una relación de individualidades, no relacionadas.

Para Agamben (1990), el lenguaje, pero también el pensamiento –constituido por él- son ejemplos notables de lo que es común, que por cierto es también potencia, en el sentido de que contiene múltiples posibilidades de formas de vida. En ese sentido la dicotomía entre comunidad e individuo, o universal y particular, es un falso dilema como lo dice cuando se refiere a la comunidad que viene y se refiere a lo singular, la comunidad que viene es justamente esa en la cual debería prevalecer la singularidad del cual sea “el ser que sea cual sea importa”.

La última y más preocupante mirada sobre la sociedad actual, se refiere al énfasis, a la centralidad de la parte zoé que, como ya hemos visto, ha sido discursivamente separado de la vida y que caracteriza, precisamente, a la sociedad actual como señala Agamben: “La muerte impidió a Foucault desarrollar todas las implicaciones del concepto de bio-política, y también mostrar en qué sentido habría podido profundizar posteriormente la investigación sobre ella; pero, en cualquier caso, el ingreso de la zoe en la esfera de la polis, la politización de la nuda vida como tal, constituye el acontecimiento decisivo de la modernidad” (Agamben, 2006: 13)

Para Agamben estamos frente al orden jurídico, pero en el Estado de excepción, dicho de otro modo, se suspende el derecho desde el derecho mismo. Un ejemplo concreto lo ofrece el trabajo de Celorio (2017) sobre la forma en la que desde el orden jurídico se beneficia a empresas mineras multinacionales, despojando de sus derechos sobre los recursos naturales en particular a las comunidades indígenas, lo que ella denomina desposesión de derechos en el marco neoliberal actual.

Finalmente, sabemos que la célebre afirmación de Foucault acerca de la sociedad moderna en la cual el derecho de soberanía se preocupa más por “hacer vivir y dejar morir” (Foucault, 2001: 218), ha perdido cierta vigencia hoy por hoy. Esto es, si ya Foucault hablaba de la declinación tanatopolítica de la biopolítica durante el fascismo, cuando el Estado en nombre de “defender de la sociedad”, se otorgó el derecho de eliminar razas “inferiores”; Más recientemente se analiza preocupadamente cómo hemos caído en la necropolítica. Así, para Fuentes (2014), este “defender la sociedad” en América Latina se incorporó a una violencia politizada, focalizada y vertical durante los regímenes militares, una violencia normalizadora en tanto defendía un orden social basado en valores tradicionales, vinculados con los roles de las sociedades autoritarias patriarcales, y las lógicas oligárquicas de la organización de la producción; no obstante, en las últimas décadas han cambiado las formas de violencia en América Latina, hacia violencias colectivas y despolitizadas, que se expresan cada vez más en linchamientos y en la emergencia de grupos de autodefensa, grupos armados privados que controlan territorios ante la debilidad del Estado. Esta violencia que emerge en sectores muy vulnerables “y en contextos signados por una elevada desconfianza en los sistemas de justicia, por la incertidumbre y el miedo” (Fuentes 2014: 303).

En síntesis, si bien ambos enfoques podrían considerase complementarios para comprender la importancia de la vida emocional en el proceso de modernización y en la época actual, la biopolítica es un enfoque que permanece atado a la mirada de la filosofía política enriqueciendo los estudios tradicionales y aportando una mayor visibilidad y claridad conceptual sobre los múltiples despojos y violencias que ha acarreado el neoliberalismo en la actualidad.

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1 En ocasiones, la estructura social y la cultura emocional producen efectos emocionales independientes, es decir, que no siempre las reacciones de una relación estructurada son las esperadas por la prescripción social (Hochschild, 1983; Stearns, 1985; Stearns & Stearns, 1986. Citados en Gordon, 1990: 146).

2 La noción de experiencia en Williams se restringe a la vivencia presente y no a recuerdos y conocimientos referidos al pasado.

Notas

1 En ocasiones, la estructura social y la cultura emocional producen efectos emocionales independientes, es decir, que no siempre las reacciones de una relación estructurada son las esperadas por la prescripción social (Hochschild, 1983; Stearns, 1985; Stearns & Stearns, 1986. Citados en Gordon, 1990: 146).
2 La noción de experiencia en Williams se restringe a la vivencia presente y no a recuerdos y conocimientos referidos al pasado.
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