Monografía: Competencias emocionales en educación
La competencia para gestionar las emociones y la vida social, y su relación con el fenómeno del acoso y la convivencia escolar
The skill to manage emotions and social life and their link to bullying and good relationships at school
La competencia para gestionar las emociones y la vida social, y su relación con el fenómeno del acoso y la convivencia escolar
Revista Interuniversitaria de Formación del Profesorado, vol. 31, núm. 1, 2017
Universidad de Zaragoza
Recepción: 03 Noviembre 2016
Aprobación: 15 Enero 2017
Resumen: La educación tiene dos misiones: instruir a los escolares para que logren valerse por sí mismos en un futuro no demasiado fácil, y convertirlos en ciudadanos éticos que contribuyan al desarrollo común. Dentro de esta labor, la instrucción en las competencias socio-emocionales se sitúa como un elemento clave para la consecución de un marco positivo sobre el que asentar una vida en común. Así lo exponemos en el presente artículo, en el que se desgrana el papel que la inteligencia emocional, la competencia social y el dominio moral juegan en el desarrollo de la convivencia escolar y las situaciones que la amenazan, focalizándonos concretamente en el riesgo de bullying.
Palabras clave: Convivencia escolar, Bullying, Inteligencia Emocional, Competencia social, Dominio moral.
Abstract: Education pursues two aims: teaching schoolchildren faced with a potentially challenging future to become self-reliant and turning them into ethical members of society that can contribute to our shared development. Given these goals, teaching children social and emotional skills is essential to provide a positive framework in which to learn to live together. Consequently, in this article we identify the role emotional intelligence, social skills and a moral compass play in developing good relationships at school and in situations that threaten them, focusing specifically on the risk of bullying.
Keywords: Relationships at School, Bullying, Emotional Intelligence, Social Skills, Moral Development.
La convivencia como escenario de la vida social escolar
En las últimas décadas, el estudio de la convivencia escolar ha adquirido una gran relevancia por sus implicaciones en el aprendizaje y bienestar del alumnado, así como en su desarrollo emocional, social y moral (Ortega, Romera y Del Rey, 2009). El constructo convivencia escolar alude a la vida en común y las relaciones que se establecen entre los miembros de la comunidad educativa, y es considerado uno de los indicadores más precisos de la calidad de los contextos educativos (Córdoba, Del Rey, Casas y Ortega-Ruiz, 2016). Dada su relevancia educativa, numerosas investigaciones han centrado su interés en conocer los factores que favorecen la puesta en práctica de estrategias sociales, valores, actitudes y sentimientos que garantizan una coexistencia democrática, pacífica y armónica en el ámbito educativo. Estos factores pueden diferenciarse según su naturaleza grupal o individual. Los primeros se encuentran vinculados eminentemente a los contextos de desarrollo y aprendizaje. Entre ellos destacan la familia (como agente socializador de primer orden y miembro de la comunidad educativa) y la microcultura escolar, que va determinando el clima educativo que se respira en el centro y se convierte, por tanto, en el escenario en el que tienen lugar todos los procesos comunicativos y de aprendizaje escolar (Gómez-Ortiz, Romera y Ortega-Ruiz, 2016; Ortega-Ruiz, Del Rey y Casas, 2015; Romera, Gómez-Ortiz y García-Fernández, 2016). Pero, además, el impacto de los contextos concretos en los que tienen lugar las relaciones interpersonales que componen el entramado de la convivencia escolar, se encuentra moderado por la competencia individual para gestionar positivamente los vínculos interpersonales. La comprensión del punto de vista del otro, el respeto hacia uno mismo y los demás, la regulación de las emociones propias, la comprensión y correcta lectura de las emociones ajenas y la actuación conforme a un criterio moral basado en la tolerancia, la solidaridad y la justicia resultan ser los hilos que tejen la convivencia (Sánchez y Ortega-Rivera, 2004). A este respecto, la inteligencia emocional, la competencia social y el dominio moral se erigen como los factores individuales clave en los que se sustenta la convivencia escolar, los cuales determinarán en gran medida la gestión de las relaciones que establecen con otros miembros de la comunidad educativa y muy especialmente el estilo de afrontamiento de las situaciones de conflictividad y violencia escolar (Casas, Ortega-Ruiz y Del Rey, 2015;Elipe, Ortega, Hunter y Del Rey, 2012;Gómez-Ortiz, Romera y Ortega-Ruiz, 2017).
El objetivo de este artículo será examinar la conexión entre el dominio emocional, social y moral, y lo que cada uno de estos factores aporta a la configuración del ámbito social común y compartido que es la convivencia, poniendo especial énfasis en el papel que, en dicho entramado, ocupan las relaciones de los iguales, del alumnado.
Inteligencia emocional, empatía y desarrollo socio-moral
Como ya es ampliamente reconocido, la educación en la escuela ha de ir dirigida no solo a la adquisición de conocimientos y habilidades que permitan aprender, sino también al desarrollo de actitudes, valores y conciencia social que permitan aprender a vivir, a ser felices y a compartir solidariamente lo común y recíproco. Ello incluye aprender a conocernos y a aceptarnos tal y como somos; a aproximarnos a otros individuos o grupos para establecer contacto e interactuar de forma satisfactoria. Esto reforzará nuestra identidad como seres gregarios y el sentimiento de pertenencia al grupo, necesario para la conexión social y ética. En general, la percepción de los otros con quienes nos relacionamos más cotidianamente tiende a ser positiva, no solo porque son fuente de ayuda y comunicación, sino porque promueven la adherencia a convenciones sociales que facilitan la vida y producen satisfacción al recibir reconocimiento y afecto. En el desarrollo y aprendizaje social juega un papel fundamental la capacidad para identificar, expresar y entender aquello que sentimos, así como la de anticiparnos y poder comprender lo que sienten los demás, lo que nos permitirá gestionar nuestras emociones de forma efectiva y regular nuestro comportamiento de acuerdo a la situación (Zych, Elipe y Sánchez, 2016). Este conjunto de cualidades relacionadas con el manejo emocional se corresponde con lo que Mayer y Salovey (1997) denominaron inteligencia emocional.
En el alumnado se han identificado cuatro áreas en las que el déficit de inteligencia emocional puede ocasionar un gran impacto, las cuales están relacionadas con su nivel de bienestar y ajuste psicológico, con la cantidad y calidad de las relaciones interpersonales, con su rendimiento académico y con el desarrollo de conductas adictivas y que amenazan la convivencia escolar, como la disruptividad o la indisciplina (Extremera y Fernández-Berrocal, 2004). En relación a las conductas de riesgo asociadas a bajos niveles de inteligencia emocional, algunos estudios han subrayado su relación con el acoso escolar. Concretamente, se ha demostrado que los implicados en bullying, tanto las víctimas como los agresores, muestran mayores niveles de atención a sus emociones y menores niveles de regulación emocional que los no implicados en esta dinámica violenta. Los escolares victimizados por sus iguales también parecen manifestar un mayor desconocimiento sobre las reglas sociales de expresión de tristeza. Pero según las últimas investigaciones, el papel más eminente parece tenerlo la autorregulación emocional (Elipe et al., 2012;Garner y Hinton, 2010). En el reciente trabajo de Salmivalli y colaboradores (Roos, Hodges, Peets y Salmivalli, 2015) se pone de manifiesto cómo la ira y la dificultad para controlar los elementos cognitivos y emocionales que influyen en la agresión modulan la relación entre los pensamientos agresivos y el desarrollo de la propia conducta agresiva, haciendo que dicha planificación o tendencia agresiva termine conduciendo a la ejecución de un comportamiento violento en mayor medida que si no se diera este sentimiento o hubiera un mayor dominio en el control emocional de los sentimientos de ira.
También se ha utilizado parte de este argumento para explicar el proceso que puede llevar a las víctimas a manifestar conductas inapropiadas, rudas o agresivas hacia sus iguales, adquiriendo el problemático rol de agresor-victimizado. Así, se ha demostrado que el ser objeto de agresión por parte de los iguales puede minar la capacidad para regular las emociones de forma apropiada, lo que impide poner en marcha mecanismos de afrontamiento exitosos que conduzcan a una resolución idónea o más pacífica de la agresión, y evitando la venganza y el mantenimiento del conflicto hasta que llega a convertirse en un problema de violencia prolongada. Ello incrementa la probabilidad de desarrollar una conducta de agresión reactiva detonada por la frustración social y la ira mal gestionada, que podría ir dirigida no solo hacia los iguales sino también hacia el propio profesorado (Kaynak, Lepore, Kliewer y Jaggi, 2015).
Emociones, relaciones interpersonales y criterio moral
En el ámbito de las emociones, la capacidad para comprender los sentimientos de otras personas (empatía cognitiva) y especialmente para vincularse emocionalmente con ellas (empatía afectiva), también parecen jugar un importante papel en las dinámicas que afectan a la convivencia. Lo más positivo es desarrollar ambos componentes en su justa medida, de manera que nos permitan comprender el punto de vista cognitivo y los sentimientos de otras personas y conectar con ellas, sin que esto conlleve un abandono de la perspectiva personal o una anulación de los propios intereses (Zych et al., 2016). El desequilibrio en el desarrollo de la empatía afectiva aparece como un elemento de riesgo de la implicación en bullying, cuya direccionalidad varía según el rol analizado. En este sentido, la empatía afectiva parece ser una cualidad sobresaliente en las víctimas y un importante déficit en los agresores, que manifiestan una gran dificultad para contagiarse o verse afectados por las emociones que desarrollan otras personas, independientemente de que puedan llegar a comprenderlas (Jolliffe y Farrington, 2011; Kokkinos y Kipritsi, 2012).
Pero la importancia de la empatía emocional no se limita únicamente a su papel como elemento de riesgo que favorece de forma directa la implicación en dinámicas violentas que deterioran la convivencia. Esta capacidad también ha demostrado modular el juicio moral de las personas y, por ende, su capacidad para acometer actos moralmente reprobables, como la agresión injustificada a otro igual. El desarrollo moral se erige, por tanto, como un proceso esencial para el desarrollo de las pautas de reciprocidad ética que exige la convivencia, y parte de la asimilación de valores y normas que se adquieren durante el proceso de socialización (Ortega y Mora-Merchán, 2008). En este sentido, la propia interacción social también es una facilitadora de este proceso al promover esquemas de comprensión de pautas culturales, reciprocidad en la satisfacción de intereses y una elaboración de convenciones comunes que resultan tan importantes para la vida en común. Pero este proceso se verá dificultado si individualmente la persona no dispone de la capacidad emocional para ver las cosas desde el punto de vista de otro, ya que la raíz del juicio moral es ese role taking, que sitúa a la empatía y la solidaridad afectiva como elementos clave para el desarrollo de actitudes y conductas moralmente adecuadas (Kohlberg, 1982). Este proceso es subsidiario e interacciona con el nacimiento y la evolución de las emociones morales, que son aquellas que emergen como consecuencia del ejercicio social de interactuar y tener experiencias compartidas en las que, de forma sencilla y lógica, se exige la reciprocidad en cuanto a la satisfacción de necesidades individuales: si yo intento ser amable contigo, exijo implícitamente que tú lo seas conmigo. Las emociones morales se manifiestan al final del proceso, una vez se ha realizado la conducta moral o inmoral, o al imaginar sus resultados, reforzando los efectos de la toma de perspectiva o consideración del otro. El desarrollo de estas emociones depende del grado de adecuación a las normas y valores morales transmitidos por el contexto, lo que realza nuevamente el valor de la interacción social y la transmisión cultural, que analizaremos posteriormente con más detalle. Así, cuando el ajuste a dichas normas y valores es escaso, aparecen emociones como la culpa o la vergüenza, que evitan que transgredamos esos estándares o que nos centremos en reparar el malestar o daño causado por nuestra actuación inmoral. Sin embargo, cuando nuestra actuación es coherente con los valores aprendidos e imperantes en el contexto social inmediato (otra cosa es que sea el propio contexto social inmediato el que no sea justo, como cuando son los propios adultos los que dan ejemplo de escasa coherencia ética) nos sentimos orgullosos y empoderados, lo que incrementa la probabilidad de mantener esa conducta y/o realizarla en futuras ocasiones (Sánchez y Ortega-Rivera, 2004).
Teniendo en cuenta la lógica del desarrollo socio-moral, los escolares que agreden de forma injustificada a sus iguales, actuando de forma desajustada a las normas y valores que promueve la institución escolar, deberían sentirse avergonzados y culpables y evitar realizar esa conducta en ocasiones futuras. Sin embargo, según han demostrado diversos estudios (Menesini et al., 2003;Ortega, Sánchez y Menesini, 2002) estos escolares manifiestan en mayor medida emociones como el orgullo o la indiferencia, mientras que el resto de alumnos y alumnas reflejan un sentimiento de vergüenza o culpabilidad cuando se les pide que informen acerca de cómo se sentirían si ejecutaran este comportamiento de agresión injustificada. La explicación de este resultado se fundamenta en el mecanismo de desconexión moral, que alude a aquellas argumentaciones o justificaciones esgrimidas por el ser humano para liberarse de la responsabilidad personal y malestar que surgen cuando actuamos de forma opuesta a los valores de referencia. Así, los agresores parecen desactivar con mayor frecuencia el sistema cognitivo de regulación de la conducta moral, reconstruyendo el significado de la conducta reprobable o distorsionando las consecuencias que dicha acción puede tener para terceras personas, llegando a justificar su comportamiento y a percibirlo como aceptable moralmente. Para ello, recurren a estrategias como la deshumanización, la no atribución de dolor a la persona victimizada o la culpabilización a terceros, lo que favorece su actuación dañina al negar la plena humanidad o el dolor de sus víctimas o culpar a otras personas de este resultado (Van Noorden, Haselager, Cillessen y Bukowski, 2014).
Los resultados de los estudios sobre desconexión moral también destacan el déficit de empatía como un elemento facilitador de la desconexión moral y por tanto de la agresión, al impedir el desarrollo de una conciencia sobre los efectos negativos que podía tener la agresión sobre la víctima, lo que favorece que la preocupación del agresor se focalice únicamente en su persona y en las repercusiones negativas que su conducta podría traerle (Menesini et al., 2003;Ortega et al., 2002).
Es importante, por tanto, trabajar para desarrollar la inteligencia emocional y la moralidad del alumnado, al ser elementos que se sitúan en la base del desarrollo de conductas tan nocivas para la convivencia como la agresividad injustificada. Pero el impacto potencial de estos componentes va más allá del daño que generan en la víctima, pues la combinación de estos elementos de riesgo favorece el desarrollo de un rasgo de personalidad, denominado dureza emocional (callous unemotional trait, en inglés) que se ha vinculado a diversas conductas delictivas y comportamientos externalizantes y antisociales. Este patrón, caracterizado por la carencia de empatía afectiva, la ausencia de culpa o afecto, o el uso de los demás para ganancias personales, se ha descrito como un rasgo de personalidad psicopatológico y predictor de conductas altamente desviadas cuyo denominador común es la realización de daño a animales o personas (Ciucci y Baroncelli, 2014).
Competencia social e implicación en fenómenos de acoso escolar
A lo largo de la infancia y como resultado de los procesos de convivencia, actividad compartida, comunicación y modulación emocional, se va desplegando la competencia social. La competencia social implica el desarrollo de comportamientos y habilidades que los escolares ponen en práctica en su vida social teniendo en cuenta las características del contexto en el que se desenvuelven. Una competencia que requiere no solo saber escuchar, exponer y compartir ideas, sino además que se aprenda a confiar y a respetar a los demás. El desarrollo de esta competencia permite crear y mantener el éxito en las interacciones que los escolares mantienen con los iguales, produciendo un gran impacto en la adaptación y ajuste psicosocial de niños y niñas (Cicchetti y Bukowski, 1995;Gómez-Ortiz, Romera y Ortega-Ruiz, 2017).
Se ha demostrado que la competencia social del individuo determina en gran medida el nivel de aceptación dentro del grupo, valorándose de forma positiva las conductas prosociales y cooperativas (Cillessen y Bellmore, 2011). En cambio, bajos niveles de competencia social, comportamientos agresivos, disruptivos y de instigación al conflicto tienden a adquirir un valor negativo y de rechazo (Górriz, Villanueva y Clemente, 2009). Se ha observado igualmente que bajos niveles de competencia social aumentan la probabilidad de agredir a otros tanto directa como indirectamente: la primera, porque los niños y niñas que son menos hábiles para resolver conflictos y situaciones sociales difíciles tienden a utilizar la agresión; la segunda, porque una pobre competencia social aumenta la probabilidad de ser rechazado por los iguales, lo que se convierte en un riesgo de agresión, al privar a estos niños y niñas de los aprendizajes sociales efectivos que proporciona la interacción entre iguales (Gómez-Ortiz et al., 2017).
En el marco de la red de iguales y a través de un proceso de interacción grupal y modelado, se van estableciendo de forma implícita las convenciones y valores que servirán de referencia al grupo. Estas convenciones y valores de referencia serán utilizados como criterios de aceptación social, reforzando y favoreciendo la integración de aquellos miembros que muestran un comportamiento más ajustado a los mismos, que, a su vez, tendrán menos posibilidad de ser victimizados. En este sentido, el propio grupo de iguales condiciona el dominio moral de los individuos, pues los valores grupales de referencia, coherentes con el criterio moral de los escolares más populares y aceptados, pueden no coincidir con las normas éticas que establece la institución escolar, desarrollándose en este caso contravalores o valores negativos entre los cuales es muy fácil que aniden fenómenos de violencia interpersonal como el acoso, lo que favorecerá que los escolares actúen de forma inmoral (Sánchez y Ortega-Rivera, 2004).
Las investigaciones sobre competencia social y bullying reconocen la falta de aceptación social y popularidad que caracteriza a las víctimas (Ortega y Mora-Merchán, 2008), así como la dificultad que suelen encontrar para disponer de amistades de calidad que puedan protegerlas o apoyarlas en su situación (Jia y Mikami, 2015). En cambio, la implicación en agresión, principalmente de carácter proactiva, tiende a estar asociada con la búsqueda de popularidad y aceptación dentro del grupo, lo que lleva delimitar el perfil de agresores que tienden a ser socialmente inteligentes y no suelen presentar déficits en el procesamiento cognitivo de la información social, ni en habilidades relacionadas con la teoría de la mente. Ello les permite identificar adecuadamente las emociones de otros iguales (aunque no contagiarse de las mismas dado su déficit de empatía emocional) y realizar atribuciones correctas a la conducta de los demás, correspondiéndose más este tipo de carencias con la agresión reactiva que desarrollan los agresores victimizados (Arsenio y Lemerise, 2001; Berger y Caravita, 2016; Sutton, Smith y Swettenham, 1999).
Sabemos que el agresor de bullying no es necesariamente un torpe social. Entonces, ¿qué podría estar explicando la conducta del agresor? Las razones que llevan a ciertos escolares a desarrollar una conducta violenta contra sus iguales sin que medie una justificación aparente han sido ampliamente analizadas. Se ha demostrado que, en la mayoría de los casos, la conducta de acoso es una forma de agresión proactiva usada estratégicamente para conseguir ciertas metas, como mantener el estatus social y la dominación sobre los iguales o acceder a ciertos recursos materiales. Así, se ha encontrado una tendencia creciente hacia la agresión contra los iguales en aquellos estudiantes que demuestran actitudes competitivas y rasgos de dominación social, lo que posiciona a estos rasgos como un elemento de riesgo para el desarrollo de conductas de agresión (Nocentini, Menesini y Salmivalli, 2013); y es que los escolares que se enmarcan en este rol parecen poner al servicio de sus objetivos sus sofisticadas habilidades sociales, planificando la elección de sus víctimas (Berger y Caravita, 2016;Sutton et al., 1999). Ello explicaría que suelan atacar a una o dos víctimas como máximo, lo que evita que estas puedan apoyarse y unirse, y que elijan a personas que destaquen por su falta de popularidad y/o alguna debilidad física o psicológica. Estas características garantizan el éxito de la ejecución del agresor gracias al apoyo o a la ausencia de reacción de la mayoría de los compañeros ante la agresión injustificada. La conducta del agresor se ve por tanto reforzada, siendo este reconocimiento social el que conecta sus metas con su conducta, perpetuando la agresión en el tiempo y consolidando el rol de agresor, así como la propia dinámica del bullying (Garandeau y Cillessen, 2006;Veenstra, Lindenberg, Munniksma y Dijkstra, 2010).
Conclusión
Los estudios y teorías revisadas ponen de manifiesto la importancia de promover la inteligencia emocional, la competencia social y el dominio moral del alumnado como procesos esenciales para el desarrollo de comportamientos cívicos, respetuosos y tolerantes que favorezcan el establecimiento de relaciones interpersonales positivas y satisfactorias. En este sentido, el éxito en esta gestión social se erige a su vez como elemento esencial de la convivencia, y como una oportunidad de aprendizaje, práctica y mejora de las habilidades y competencias mencionadas, cuya importancia no solo se circunscribe al desarrollo positivo en comunidad, sino también al propio bienestar individual.
De manera específica, se hace necesario desarrollar la empatía emocional del alumnado, fomentando a través del uso de narrativas (cuentos, historias, películas, teatro, etc.), entre otros medios, su capacidad para conectar emocionalmente con otras personas. Asimismo, es importante practicar las habilidades de comprender y expresar emociones propias, de leer las emociones y sentimientos ajenos y de ajustar sus propios impulsos a las exigencias de los guiones y procesos comunicativos que la convivencia exige. Por un lado, se requiere fomentar el uso de la capacidad de reflexión para reconocer los sentimientos propios de terceros y entender las causas de su manifestación. Muchos conflictos que terminan en fenómenos de maltrato o intimidación comienzan con episodios de descontrol de las emociones sociales, de expresiones inoportunas de ira, o incluso de exageradas expresiones de miedo. En este sentido, diversas actividades y dinámicas pueden ser diseñadas para fomentar su capacidad de regulación emocional y tolerancia a la frustración, ambos aprendizajes esenciales que dotarán a nuestros escolares de una mayor madurez para enfrentarse a las demandas de la vida real. Por otra parte, resulta esencial promover el establecimiento de una cultura moralmente ética utilizando, por ejemplo, las noticias de actualidad como punto de partida para reflexionar sobre los valores sociales, estimulando el reconocimiento de valores próximos a la solidaridad, y alejándoles del egocentrismo. También es importante atender al desarrollo de las convenciones implícitas en el seno del grupo de iguales para desarticular y combatir los contravalores que en ocasiones se fomentan y atentan contra el establecimiento de una convivencia escolar positiva. A veces, la exagerada necesidad de reconocimiento, el culto al protagonismo, se infiltra entre las pautas de la microcultura de los iguales, y ello estimula el establecimiento de contravalores como parte de las pautas y convenciones admitidas por el grupo.
Los procesos instruccionales no deben, por tanto, ser ajenos a los procesos de modulación de las emociones, reforzamiento de la competencia social y afianzamiento del pensamiento crítico y ético. Se trata de asumir que la enseñanza de habilidades sociales que favorezcan la integración grupal y eviten las situaciones de exclusión o rechazo social debe formar parte de la comunicación y el discurso que se despliega en la propia actividad de la enseñanza y el aprendizaje, que siempre ocurre en un escenario de interacción social cuyas claves emocionales y morales deben ser reconocibles tanto por los docentes como por el alumnado en general.
Finalmente, es importante destacar que los docentes somos uno de los modelos más importantes para nuestro alumnado, por lo que este mismo desarrollo debe ser trabajado internamente para mejorar nuestra competencia emocional, moral y social y, por tanto, nuestra capacidad para afrontar de forma efectiva las situaciones de conflictividad. En este sentido, Casas et al. (2015) han demostrado que la percepción del manejo interpersonal es uno de los factores que mejor refleja lo que el alumnado considera un clima escolar seguro, en el cual el bullying tiene pocas oportunidades de prosperar. En gran medida, es el profesorado con su comportamiento, su correcta lectura de las necesidades emocionales y sociales de sus alumnos y alumnas, el que establece los marcos en los cuales la inteligencia emocional de los escolares puede desplegarse, para afrontar los riesgos y sobre todo, para aprender a tener una vida social satisfactoria, en la cual los fenómenos de acoso sean rápidamente detectados y muy pronto expulsados de la convivencia. Así, la percepción positiva de las relaciones entre el profesorado y los demás miembros de la comunidad educativa, y la realización de conductas de apoyo y ayuda hacia el alumnado, favorecerán su inteligencia emocional, dotándolo de recursos para combatir de manera efectiva las posibles agresiones de otros iguales o para evitar realizarlas.
Agradecimientos
Este trabajo se produjo en el marco de los siguientes proyectos: PSI2016-74871-R, EDU2013-44627-P y PSI2015-64114-R (Plan Nacional de Investigación Científica, Desarrollo e Innovación Tecnológica). La primera autora agradece al Ministerio de Educación, Cultura y Deporte del Gobierno de España la concesión de la beca FPU.
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Notas de autor
Enlace alternativo
http://aufop.com/aufop/uploaded_files/revistas/14926983375.pdf#page=28 (pdf)