Ecocrítica, ecologismo y educación literaria: una relación problemática

Ecocriticism, Environmentalism and Literary Education: A Problematic Relationship

Juan García Única (1)
Universidad de Granada, España

Ecocrítica, ecologismo y educación literaria: una relación problemática

Revista Interuniversitaria de Formación del Profesorado, vol. 31, núm. 3, pp. 79-90, 2017

Universidad de Zaragoza

Recepción: 31 Julio 2017

Aprobación: 21 Octubre 2017

Resumen: Este trabajo se centra en el concepto de ecocrítica con una doble finalidad: establecer qué lugar ocupa esta dentro del movimiento ecologista y poner de manifiesto las dificultades de tratar de convertir la ecocrítica en un programa de educación literaria muy específico. Analizamos distintos tipos de libros para niños, todos ellos relacionados de alguna manera con la idea de naturaleza, con el objetivo de demostrar que hay al menos dos formas de abordar la relación entre lo humano y lo no humano. Aunque la idea de interconexión es común a ambas, la primera, holística, con frecuencia persigue una finalidad propagandística, mientras que la segunda recurre a las técnicas y el lenguaje de la literatura infantil para producir conocimiento sobre la naturaleza.

Palabras clave: Ecocrítica, Literatura, Educación, Ecologismo.

Abstract: This paper focuses on the concept of ecocriticism with a dual purpose: to establish its place within environmentalism and to highlight the difficulty of turning ecocriticism into the paradigm of a very specific literary education programme. We analyse different types of children’s books―all of them related in some way to the idea of nature―to demonstrate that there are at least two ways to approach the relationship between the human and the non-human world. Although the idea of interconnection is common to both approaches, the first one―the holistic way―usually pursues a propagandistic end, while the second one uses the techniques and language of children’s literature to generate knowledge about nature.

Keywords: Ecocriticism, Literature, Education, Environmentalism.

Ecocrítica, ecologismo y educación literaria: una relación problemática

Qué es la ecocrítica

No resulta sencillo definir de una manera del todo satisfactoria qué es la ecocrítica, pero sí podemos afirmar que hablamos de un concepto que empezó a acuñarse dentro del ámbito académico anglosajón, especialmente estadounidense, a partir de la segunda mitad de la década de los noventa del pasado siglo. Una de las primeras alusiones al término se remonta a 1995, año en que un profesor de Literatura Americana de la Universidad de Harvard, Laurence Buell, publicaba un copioso volumen, The Environmental Imagination, en cuya nota 20 mencionaba vagamente la palabra ecocriticism para definirla «as study of the relationship between literature and environmental conducted in a spirit of commiment to environmentalist praxis»(Buell, 1995: 430). Haciéndose eco de esta necesidad de casar la teoría de la literatura con el compromiso ecologista, muy poco después, en 1996, veía la luz una antología de textos críticos configurada según esos criterios, The Ecocriticism Reader, libro que en la actualidad se sigue considerando el primer hito de la disciplina. Así, hoy es raro encontrar un trabajo que se permita ignorar la definición de ecocrítica que Cheryll Glotfelty ofrece en la introducción general de la obra: «Simply put, ecocriticism is the study of the relationship between literature and the physical environment» (Glotfelty, 1996: xviii).[1]

Aunque hablamos, pues, de una disciplina relativamente joven, lo cierto es que desde este trabajo fundacional la producción intelectual que ha sido capaz de generarse dentro de ella no ha parado de incrementarse. Recogiendo el testigo de los textos citados, Richard Kerridge (1998: 5) dio por hecho enseguida que estábamos ante un nuevo tipo de crítica cultural cuyo sello de identidad habría de ser la extensión de la ecología por el terreno de las humanidades, superando con ello los límites de los campos de las ciencias ambientales, geográficas o sociales a los que tradicionalmente había sido confinada. Por último, y aunque él mismo dijese preferir el marbete de green studies al de ecocriticism, Laurence Coupe (2004: 4) le concedía al segundo el mérito de haber introducido una perspectiva crítica que lo era, además, en dos sentidos: en tanto militancia abiertamente ecologista, y en tanto valedora de un uso «crítico» del concepto mismo de naturaleza. De este modo, la ecocrítica podía entenderse como un campo de estudio dispuesto a hacerle frente en la teoría tanto al industrialismo como a la negación postmoderna del concepto mismo de naturaleza, según la cual esta no sería sino un mero constructo lingüístico desprovisto de realidad.

Sea como fuere, de todas estas definiciones se extraen dos rasgos que se mantienen invariables más allá de las diferencias de matiz: por una parte, la ecocrítica se ocupa de la relación entre literatura y medio ambiente; por otra, lo hace desde la perspectiva de una abierta conciencia militante en el movimiento ecologista. Esto explica que, en trabajos recientes, la ecocrítica no aparezca caracterizada como un método de análisis, sino más bien como una preocupación por llevar al terreno de los estudios culturales los problemas ecológicos (Clark, 2011: 303). A ello se le suma una insistente apelación a superar la parcelación académica en campos científicos, al objeto de forjar un discurso transformador y capaz de dar cuenta, mediante su inmersión en la historia cultural, de la compleja relación entre lo humano y lo no humano (Garrard, 2012: 181-223).[2]

Una idea básica: interconexión

Así pues, reducida a su condición de parcela de la teoría de la literatura militante en el ecologismo, la ecocrítica no parece presentar demasiadas contradicciones, pero ya no sucede lo mismo cuando trata de proponerse un programa educativo a partir de ella.[3] Vista desde ahí, se diría que la ecocrítica pretende fundamentarse a través de una pedagogía de la naturaleza cuyo sentido obligaría, en todo caso, a no dar por supuesto que sabemos siempre lo que decimos cuando decimos naturaleza, palabra de significado nada unívoco. Por ello algunos autores, como Clark (2011: 366-375), adoptan la precaución de discernir entre tres sentidos del concepto de naturaleza que pueden estar implicados de una u otra forma en la práctica: en uno primero y amplio, la naturaleza es la suma de las estructuras, sustancias y fuerzas causales que componen el universo; más restringido es el segundo, según el cual el concepto de naturaleza, en tanto equivalente del mundo no humano, de lo no artificial considerado como objeto de contemplación, asombro o terror, se opone al de cultura; por último, Clark detecta un tercer sentido para el que la naturaleza sería simplemente la característica definitoria de algo (hablamos, por ejemplo, de la «naturaleza humana» o de la «naturaleza de la democracia»).

Los dos últimos sentidos nos interesan especialmente en la medida en que entroncan, se sea consciente de ello o no, con la pedagogía rousseauniana de la cual parten los paradigmas constructivistas dominantes en la actualidad. En Emilio o De la educación, Rousseau empieza afirmando que la parte sistemática de su exposición «no es otra cosa que la marcha de la naturaleza» (2011: 37). Luego insistirá en que nacemos sensibles y con la capacidad de ser afectados de diversas maneras por los objetos que nos rodean, de modo que tan pronto como poseemos conciencia de nuestras sensaciones estamos dispuestos a buscarlos o rechazarlos en función de que nos resulten, primero, agradables o desagradables; después, convenientes o inconvenientes; y, por último, ajustados o no a la idea de felicidad o perfección que la razón nos brinda. De este modo, esa capacidad de ser afectados por los objetos se pierde conforme se ve coaccionada por nuestros hábitos y modificada por nuestras opiniones, lo que no impide a Rousseau afirmar abiertamente lo siguiente: «Antes de esa alteración, esas disposiciones son lo que yo llamo en nosotros la naturaleza» (2011: 47).

A ella, a la naturaleza, entendida como esa parte primigenia y esencial que supuestamente hay en nosotros antes de la acción de la cultura, establecerá Rousseau que hay que encaminar la educación. La ecocrítica encuentra así un precedente filosófico al que incardinar la relación entre ecología y educación literaria. No es el único, en todo caso. Uno de sus propósitos declarados es acabar con la distinción entre res cognitans y res extensa establecida por Descartes en el siglo xvii o, lo que es lo mismo, con la separación tajante entre el yo y el mundo, entendido este último en el sistema cartesiano como un vasto complejo regido por leyes mecánicas cuyo primer impulso lo recibe de Dios.[4] Visto así el problema, podría decirse que la ecocrítica se sostiene sobre una suerte de monismo filosófico que concibe la idea de mundo como continuum entre lo humano y lo no humano a través de su común inserción en el espacio de lo natural.

Además de los precedentes filosóficos que justificarían un eventual programa pedagógico, la ecocrítica entronca de manera clara con el movimiento romántico en su sentido más amplio. Tal cosa es evidente en literatura, donde los ecocríticos han privilegiado siempre el estudio de autores como William Wordsworth o el recientemente recuperado en España –y desde luego no por motivos azarosos– Henry David Thoureau. Pero el romanticismo es mucho más que un movimiento literario, pues sus ramificaciones se extienden, y de qué modo, hasta el momento en que se consolidan categorialmente las ciencias de la naturaleza tal como muchos las siguen entendiendo hoy. Fundamental a este respecto resulta la imponente obra de Alexander von Humboldt. En una suculenta y reciente biografía del naturalista prusiano, la autora, Andrea Wulf, insiste en la que, precisamente frente al mecanicismo cartesiano y escolástico, puede considerarse la singularidad humboldtiana: «Concibió la tierra como un gran organismo vivo en el que todo estaba relacionado y engendró una nueva visión de la naturaleza que todavía hoy influye en nuestra forma de comprender el mundo natural» (Wulf, 2016:71). Por más que no cite a Humboldt, resulta evidente que, sin este proceder, sin esta veta de interconexión entre las cosas frente al mecanicismo, no hubiera sido pensable siquiera la relativamente popular hipótesis Gaia de James Lovelock. Este último explica su posición como «the hypothesis that the entire range of living matter on Earth, from whales to viruses, and from oaks to algae, could be regarded as constituting a single living entity» (Lovelock, 2000: 403). [5]

Por último, un tercer precedente de la ecocrítica puede ubicarse en el activismo ecologista, para el cual la idea de interconexión a la que venimos aludiendo no resulta en absoluto ajena. De hecho, y desde que fuese publicada en 1971, una de las máximas más citadas es la primera ley de la ecología, «todo está relacionado con todo lo demás», establecida por Barry Commoner, quien no dejaba de hablar de «la existencia, en la ecosfera, de la complicada red de interconexiones entre los diferentes organismos vivos» (Commoner, 1973: 33-34).

En definitiva, desde sus postulados de base la ecocrítica adopta como idea clave la de interconexión: todo está conectado con todo. Veamos a continuación qué consecuencias puede tener esto en la educación literaria.

Para una crítica de la ecocrítica

Establecidos de la manera más clara de que hemos sido capaces tanto el concepto de ecocrítica como la idea de interconexión sobre la que se sustenta, un prurito de claridad nos lleva a tratar de distinguir ahora entre ecologismo y ecocrítica. Partimos de que el ecologismo es un movimiento que cabe entender dentro del ámbito de la racionalidad política, toda vez que subraya la necesidad de encarar los desafíos a los que nuestras sociedades parecen abocadas a causa de un cada vez más probable colapso medioambiental. Desde ese punto de vista, la racionalidad ecológica se orienta hacia cuestiones concretas, como pueden serlo las políticas de contención urbanística, la necesidad de apostar por las energías renovables frente a los combustibles fósiles o los planes de protección de especies en peligro, por citar solo algunos exponentes de una serie de problemas que cada vez se hace más evidente que habrán de desbordarnos. No hay ninguna razón, de hecho, para pensar que la literatura no pueda ser una aliada más en esa lucha. Quede bien claro aquí que no queremos negar eso.

Pero si distinguimos entre la ecocrítica y la ecología, sin llegar a oponerlos del todo, es porque la primera resulta peculiar en la media en que traza para la segunda un programa de construcción de sentido que le permite entrar en la disputa cultural. El terreno de la ecocrítica es por ello, y se quiera o no, el de la ideología. Y eso tiene repercusiones. Por ejemplo: por más que para la ecocrítica la cosmovisión monista, implícita en la idea de interconexión, constituya uno de sus fundamentos más incuestionados, es evidente que esta entrará en conflicto con otro tipo de cosmovisiones de corte pluralista, algunas de las cuales no son ni mucho menos ajenas al ámbito de la literatura. No ha de extrañarnos, sin embargo, que la sublimación romántica del mito de lo natural acabe abogando por un deseo de retorno a una tan hipotética como confusa unidad subyacente de todas las cosas, a una suerte de vuelta al paraíso perdido. Esto último no es irrelevante, pues para apreciar la diferencia y tener claro de qué estamos hablando, digamos que no es lo mismo adoptar medidas políticas concretas para reducir la polución del aire que hacerlo oponiendo a la idea de crecimiento económico «un movimiento de re-encantamiento, de resacralización» (Martos Núñez, 2012: 44) de la naturaleza, las más de las veces amparándose en unas difusas «sabidurías ancestrales» (42) que es muy dudoso se puedan avenir bien con nuestras prácticas y necesidades actuales; tampoco es lo mismo exigir que los diferentes gobiernos cumplan con los compromisos adquiridos en el protocolo de Kioto que suscribir la ambición declarada de la ecocrítica de «recobrar de alguna manera, en nuestra época crítica, ilustrada y secular, la idea de que el mundo natural es el libro en el que un Dios trascendente escribe su presencia» (Bula Caraballo, 2009: 68). [6] Digámoslo a las claras, dado que no se trata de un problema ni mucho menos ajeno a lo que sucede en un aula: una cosa es promulgar la racionalidad ecológica y otra muy distinta que eso nos lleve a suscribir necesariamente el programa ecocrítico, con toda su carga de mitología romántica, como vía imprescindible para alcanzarla.

El mayor punto de conflicto que observamos a la hora de convertir la ecocrítica en un programa de educación literaria es el siguiente: es propio de ella el trazar un relato holístico como principio hermenéutico, el ofrecer un sentido, en suma; y es propio de la literatura el resistirse a toda subordinación a un sentido único, en la medida en que la literatura no construye tanto sentido como sentidos. Si la primera es monista, la segunda tiende a ser pluralista.

Dos tipos de libros para niños

No deja de ser curioso que sea precisamente en un trabajo dedicado al nacimiento de la conciencia medioambiental en la literatura infantil y juvenil donde se subraye un proceso contradictorio: la ecocrítica promulga para la literatura la misma abolición del antropocentrismo que el ecologismo viene reivindicando desde los años 70 del siglo xx, pero para ello, cuando de libros para niños hablamos, no tiene ningún reparo en caer en el antropomorfismo, buscando despertar en los lectores más jóvenes un proceso de identificación (Laso y León, 2010: 355).

Intentaremos mostrar que hay una literatura infantil que trabaja la idea de interconexión de la naturaleza, clave tanto en el ecologismo como en la ecocrítica, a partir de esa equivalencia identitaria entre lo humano y lo no humano, lo cual suele implicar la tendencia a construir relatos que disuelven toda contradicción mediante la recurrencia a cosmovisiones míticas, al menos en tanto que dan por supuesta una cierta armonía de base; y también que hay una forma de hacer libros para niños que, no siendo necesariamente literarios, sí construyen la idea de interconexión valiéndose de técnicas y peculiaridades narrativas propias de la literatura infantil, normalmente para hacer de los saberes sobre la naturaleza algo más inteligible y significativo para los primeros lectores que un manual de biología. Si los primeros buscan la adhesión de los pequeños a una causa (en el caso de los dos que analizaremos, la causa animalista), los segundos invitan a la exploración.

Al objeto de no multiplicar hasta el infinito los ejemplos, tomemos como casos representativos del primer tipo dos libros comercializados, promocionados y distribuidos por la Fundación para el Asesoramiento y Acción en Defensa de los Animales (FAADA). Se trata de una institución privada, de militancia animalista, que en su espacio web cita como su misión la siguiente: «Promover el respeto por los animales en el ámbito social, legal y educativo». Con respecto al último ámbito, el educativo, se menciona expresamente el objetivo de promover «acciones formativas que fomenten la empatía y el respeto por los animales en la educación infantil, primaria y en la universidad». [7] Para cumplir con ese propósito, en su tienda comercializan, entre otros, los libros Sin palabras (2014) y Amigos (2017), del ilustrador barcelonés Roger Olmos.

Comencemos por el primero. Sin palabras es un libro duro que pretende explicar en imágenes, con ilustraciones de gran calidad, de qué manera muchos de nuestros hábitos cotidianos no serían posibles sin la explotación de los animales. Así, la leche que bebemos, el bistec que comemos o el elefante que divierte a los pequeños en el circo solo son posibles tras la muerte o el maltrato de los animales que nos proporcionan todo eso. Se nos hace ver así cómo muchos animales quedan desvirtuados en tanto seres sintientes por los humanos, quienes los reducen a su condición puramente maquinal (la vaca que proporciona la leche, por ejemplo, es representada como una máquina expendedora con cuatro patas de tal alimento para consumo humano, al tiempo que su cría mira impotente sin entender nada, en una imagen que acaso sin proponérselo sintetiza la teoría escolástica sobre el mecanicismo de las bestias). Conforme avanzamos en las páginas de este breve pero intenso libro, la idea de empatía se refuerza en negativo mediante la representación de unos animales cuya morfología es una mezcolanza entre lo humano y lo no humano, hasta que al final se cierra con la imagen más reveladora: un hombre, tras entender que ha de hacer algo ante esa situación de maltrato y explotación que lo deja sin palabras, extiende su abrazo a todos los animales, que sin excepción se lo devuelven recíprocamente, desde el inofensivo conejo al imponente tigre. Se trata de un símbolo algo tosco, pero magníficamente dibujado, cuya densidad reside en la idea de interconexión a la que tanto hemos aludido: todos los animales, humanos y no humanos, estamos entrelazados; todos somos uno en nuestra capacidad de sentir. Como el mundo, por cierto, era Uno antes de la Caída. Puede que el autor no sea consciente de eso, pero las resonancias míticas desbordan por completo su relato.

Algo parecido sucede con Amigos, del mismo autor. Nuevamente sin necesidad de texto, la historia se desarrolla en dos planos que se intercalan y contraponen: en uno de ellos, muy colorido, una niña lee un libro que habla sobre la amistad con los animales, a los que instintivamente ama, de modo que en su imaginación se disfraza como ellos, se siente como ellos, juega con ellos y, en definitiva, se sabe una con ellos; en otra, dibujada solo en gris, alguien prepara la cena e intuimos que, como colofón, a la niña se le acabará sirviendo en la mesa ese mismo cerdo del que se sentía amiga en su mundo interior. El autor, al final, no duda en declarar explícitamente su lectura: «Esta obra ilustra la admiración y la empatía que, de forma inherente, los niños sienten hacia todos los seres vivos» (Olmos, 2017). Pareciera hacerse buena aquí la máxima rousseauniana de encaminar la educación hacia esas primeras disposiciones que él llamaba la naturaleza.

Lo que de común tienen ambos libros, en todo caso, es que en ellos funciona la idea de que la infancia es una especie de territorio simbólico en el que se reconoce como en ningún otro nuestra verdadera naturaleza. Y en nuestra verdadera naturaleza la distinción entre animales humanos y no humanos queda abolida en virtud de nuestra común capacidad de sentir. No en vano, en los dos se fantasea con un futuro aureolar en el que la existencia sobre la tierra adquirirá tintes paradisíacos: una vez abolida la explotación de los animales no humanos, todos, humanos y no humanos, conviviremos entrelazados en ese inmenso abrazo que dibuja el autor. Todos estaremos interconectados armónicamente, pues no habrá diferencia entre el nosotros/yo y el mundo. Habida cuenta de lo que nos ofrecen, dejemos al lector de este trabajo decidir hasta qué punto cree conveniente o no llevar ciertas concepciones míticas a las aulas.

En una escala muy diferente se insertan los libros de corte enciclopédico sobre la naturaleza. Lola Gulias, hace más de veinte años, señalaba lo siguiente: «A medida que crecemos, temas mucho más aciagos como la energía nuclear, el agujero en la capa de ozono, el efecto invernadero, etc., van apareciendo tímidamente en la narrativa de ficción ya claramente juvenil» (1996: 26). Pareciera, como de alguna manera da por hecho Laso y León (2010: 358) en su interpretación de Gulias, que este tipo de libros se dirigen por sistema a los lectores más jóvenes, mientras que a la adolescencia se destinan las narraciones de corte más literario. No obstante, las dos obras que hemos citado arriba, aunque buscan un público transversal y ofrecen diversos niveles de complejidad, son esencialmente libros dirigidos a los más pequeños. Del mismo modo, los de corte divulgativo que vamos a comentar a continuación podrían soportar razonablemente bien bastantes exigencias de lectores adultos y experimentados.

Hace más de tres lustros, Teresa Colomer señalaba cómo la crítica y los estudios sobre literatura infantil «no solo seleccionan e importan tanto instrumentos de análisis como resultados de las otras disciplinas, sino que pueden desafiarlas con preguntas estimulantes que surgen precisamente desde el propio campo de la crítica infantil» (2001: 17). Si se da en la crítica este proceso, ello se debe a que tal hibridación se encuentra antes que nada en los objetos que analiza. Veamos algunos trabajos bastante recientes que proponen narrativas no del todo convencionales sin dejar de ser divulgativos.

Comencemos por dos volúmenes de la serie «Visita nuestro Museo» publicada en España por la editorial Impedimenta, Animalium (2016) y Botanicum (2016), escrito el primero por Jenny Broom y el segundo por Kathy Willis, y lujosamente ilustrados ambos por Katie Scott. [8] Lo que tienen de particular es que no se organizan como libros enciclopédicos al uso, sino reproduciendo la estructura de un museo: los capítulos son salas en los que cada exponente va numerado y acompañado de una breve explicación. De este modo, las rigurosas taxonomías que proponen no tanto se leen como se experimentan.

La idea de interconexión se trabaja de una manera más que singular en el espléndido Mundo natural. Compendio visual de las maravillas de la naturaleza (2016), escrito por Amanda Wood y Mike Jolley e ilustrado por Owen Davey. Lo curioso de este libro es que, aunque se puede leer de manera lineal, de principio a fin, está al mismo tiempo pensado para utilizarse según el modelo «Elige tu propia aventura». Cada gráfico remite a otro en un lugar alejado del libro, de modo que cada vez que se abre y se empieza un itinerario, la secuencia que se sigue es distinta en función de la propia curiosidad. De esta manera se acaba por explorar y conectar diferentes y variados hábitats, especies y comportamientos.

A modo de almanaque se organiza el delicioso Animalario universal del profesor Revillod (2003), un cuadernillo de estilo retro, en homenaje a los diarios científicos decimonónicos, escrito por Miguel Murugarren e ilustrado por Javier Sáez Castán. Cada lámina se divide en tres partes, separando la cabeza con las extremidades delanteras, el tronco y las extremidades traseras del animal. A partir del elefante, que figura en la primera lámina, es posible formar infinidad de combinaciones y descripciones con solo disponer la morfología de los animales de manera azarosa. El libro invita así a un tipo de juego que permite alternar la descripción a ratos científica y a ratos fantasiosa. [9]

Por último, mencionaremos un álbum: El día de la naturaleza (2016), escrito por Kay Maguire e ilustrado por Danielle Kroll. Aunque de carácter más convencional, lo que distingue a este trabajo es que, más que exponerlos, invita a explorar entornos naturales más o menos inmediatos (el jardín, el huerto, el bosque, la granja, el campo, el estanque, la huerta y, finalmente, la calle) deteniéndose a observar los distintos cambios que se producen en los organismos vivos a través de las cuatro estaciones. Una vez más, la idea de interconexión entre el yo y el entorno funciona de fondo, pero no para representar al segundo con rasgos humanizados, sino para sugerir al primero una mirada detenida sobre el presente. Presente que, por lo demás, se nos ofrece rico y plural.

Conclusión

Hay, en definitiva, al menos dos maneras de llevar al aula la relación entre lo humano y lo no humano a través de los libros para niños. En el primer caso, el programa que propone la ecocrítica da por supuesta la equivalencia identitaria entre un ámbito y otro. En ese sentido, la literatura para niños por la que apuesta no renuncia a la narración holística del «todo está conectado con todo», a través de la cual persigue introducir el discurso ecologista en el ámbito educativo. Solo que eso puede hacerse de diferentes maneras, y en esta en concreto a veces llega a parecer que se antepone el objetivo de captar adeptos a una causa ideológica al de educar lectores.

Junto a esto, permanece la vieja tradición de libros de tipo naturalista para niños, la cual, lejos de querer desaparecer o de agotarse, da muestras de renovación y readaptación a nuevos y cada vez más complejos lectores. Con ese propósito, acaba adoptando buena parte de las técnicas (troquelados, almanaques, narrativas no lineales, etc.) que han caracterizado la escritura de libros para niños, especialmente álbumes, en las últimas décadas. No es que esta vertiente renuncie tampoco a la idea de interconexión para explicar la relación entre lo humano y lo no humano, pero sí huye de elaborar a partir de ella una narrativa mítica con un sentido perentorio y ya acabado. En este caso se opta más bien por explorar las distintas formas de estimular la imaginación y la curiosidad de los lectores (fundamentalmente de los más pequeños, aunque no solo).

Digamos, por último, que frente a la tentación re-sacralizadora de la ecocrítica y su cosmovisión pretendidamente armónica, frente a los mitos románticos sobre la verdad de la naturaleza que están implícitos en la práctica hermenéutica que esta lleva aparejada, la lectura, en tanto reconocimiento y testimonio de la pluralidad del mundo, de sus conexiones y de sus discontinuidades, aunque también de sus contradicciones, resiste toda tentación de dejarse reducir a un único principio interpretativo. Todo ello sin dejar de posibilitar nuevos y valiosos sentidos en nuestra forma de observar el mundo físico y de relacionarnos con él. Y es que no estamos seguros en absoluto de que las aulas deban comprometerse con ciertas concepciones míticas, pero sí de que deben enseñar a mirar.

Referencias bibliográficas

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Notas

[1] Lo que, un poco más matizadamente, puede decirse que implica pasar de un enfoque antropocéntrico a otro geocéntrico: «Just as feminist criticism examines language and literature from a gender-conscious perspective, and Marxist criticism brings an awareness of modes of production and economic class to its Reading of texts, ecocriticism takes an earth-centered approach to literary studies» (Glotfelty, 1996: xviii).
2] Una panorámica mucho más completa que la que nos podemos permitir aquí, pero escrita también en nuestra lengua, puede encontrarse en los trabajos de Bula Caraballo (2009; 2010) o Marrero Henríquez (2014). Véase también el de Binns (2010) para hacerse una idea del estado de los estudios ecocríticos en el mundo hispánico.
[3] Como hace, por ejemplo, Bula Caraballo (2009: 74), quien en verdad pareciera estar identificando sin más el programa pedagógico constructivista con el ecocrítico.
[4] Así, por ejemplo, observamos cómo se da por supuesta esa separación entre res cognitans y res extensa en El mundo. Tratado de la luz: «Pues bien, nadie hay que no sepa que las ideas del cosquilleo y del dolor, que se forman en nuestro pensamiento al tocarnos los cuerpos del entorno, no tienen ningún parecido con éstos. Se pasa dulcemente de una pluma sobre los labios de un niño al adormecerse y siente cosquillas: ¿pensáis que la idea del cosquilleo que concibe se parece a algo de lo que hay en esa pluma?» (Descartes, 1989: 51).
[5] Básicamente, lo que Lovelock defiende es que la tierra está viva en la medida en que constituye «un sistema autoorganizado y autorregulado» (Lovelock, 2011: 45). Nuevamente la idea de interconexión nos aparece, solo que para Lovelock (2000: 137) tiene una serie de repercusiones que, más allá de impactar solo en el método científico, se prolongan hasta el terreno de la ética: si el hombre, por más que dominante, no deja de ser una especie animal más en el complejo sistema de la vida, un hipotético cambio en el balance de poderes pasaría a ser una cuestión de vital importancia.
[6] O sea, recuperar la idea del liber naturae propia de la sacralización medieval (Curtius, 1955). Idea que, por cierto, lejos de reducirse a una ocurrencia del autor citado, este toma de otro de los referentes internacionales de la ecocrítica: «Our skeptical, post-Enlightment, postmodern world is unlikely to recover the ancient idea that nature is the book in which a transcendent God writes His presence» (Bate, 1998: 66).
[7] Así puede consultarse en su espacio web http://faada.org/quienes-somos (consultado por última vez el 30 de julio de 2017 por nosotros).
[8] A quien por cierto también debemos un espléndido desplegable sobre la evolución de la vida en la Tierra (Scott, 2015).
[9] El mismo modelo, por cierto, lo emplea Sara Ball en su Combibestiario (2016) para formar animales prehistóricos.

Notas de autor

(1) Juan García Única es Licenciado en Filología Hispánica y Doctor en Literatura Española por la Universidad de Granada. Además de en la UGR, ha sido profesor también en la Universidad de Jaén y en la Universidad de Almería. Entre sus líneas de investigación actuales se hallan la ecocrítica, el concepto clásico de ocio aplicado a la lectura y la literatura española medieval. Es autor de la monografía Cuando los libros eran Libros (Granada: Comares, 2011).

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