Agua, memoria y territorio en la literatura infantil: El valor del agua (2011), de Julio Llamazares
Water, Memory and Territory in Children's Literature: El Valor del Agua (2011), by Julio Llamazares
Agua, memoria y territorio en la literatura infantil: El valor del agua (2011), de Julio Llamazares
Revista Interuniversitaria de Formación del Profesorado, vol. 31, núm. 3, pp. 129-140, 2017
Universidad de Zaragoza
Recepción: 30 Agosto 2017
Aprobación: 21 Octubre 2017
Resumen: El agua ha sido utilizada en la Historia de la Literatura como representación semiótica de diferentes realidades y con una finalidad didáctica, ya que permite al autor de un texto dirigir un mensaje intencionado al lector. En el caso de la literatura española actual, el agua aparece en algunas novelas y textos de literatura infantil que narran la historia de pueblos inundados por pantanos. En este artículo realizamos un análisis de un texto de literatura infantil, El valor del agua (2011), obra que relata el destierro forzado de un personaje cuando las aguas de un pantano anegan todas sus posesiones.
Palabras clave: Agua, Pantano, Pueblo, Memoria, Territorio, Destierro.
Abstract: Water has been used in the history of literature as a semiotic representation of different realities and with educational purposes, because it allows the author of a text to send a message to the reader. In the case of contemporary Spanish literature, water appears in some novels and texts of children’s literature that narrate the story of towns flooded by reservoirs. In this paper, we carry out an analysis of a children’s literature text, El Valor del Agua (2011), a work that tells the forced exile of a character when the waters of a reservoir wash away all his possessions.
Keywords: Water, Reservoir, Town, Territory, Memory, Exiled.
Agua, memoria y territorio en la literatura infantil: El valor del agua (2011), de Julio Llamazares
El Agua y algunas de sus representaciones simbólico-semióticas y didácticas en la Historia de la Literatura
El agua es un símbolo ampliamente utilizado en la escritura de textos literarios (Aziza, Olivier y Strick, 1978: 78-84). Como afirman Martos Núñez y Martos García (2015: 123), «el agua es algo narrable, esto es, contable, algo que se puede fabular en forma de una experiencia singular transmitible de boca en boca».
En la Historia de la Literatura Universal los símbolos son utilizados para la expresión de un concepto inefable, que difícilmente puede ser explicado en plenitud a través de palabras. Podemos, por tanto, afirmar que el agua, como símbolo, ha sido utilizada con una finalidad didáctica para dibujar, a través de las palabras, realidades que van más allá de la propia expresión oral y escrita de estas. En este sentido, desde los orígenes de la Historia de la Literatura el agua ha sido empleada como símbolo de vida, de muerte, del bien y del mal, verdades que encierran en sí mismas matices poco tangibles y de carácter sacro (Martos, 2012: 38).
Del mismo modo, el agua ha sido el medio a través del cual muchos autores de Literatura han exteriorizado sus representaciones mentales en torno a los atributos, positivos o negativos, de este bien natural. El agua es, pues, representación semiótica del pensamiento del creador de textos literarios (Piñeyro, 2006). Además, como sostiene Lozano (2016), «el agua es también un gran espacio semiótico idóneo para las metáforas». Es lo que puede observarse, como a continuación veremos, en textos clásicos y canónicos de la Historia de la Literatura Universal, si bien nos ceñiremos, sobre todo, a obras de la literatura española.
Clásicos como Homero y Virgilio hablan en La Odisea y en La Eneida, respectivamente, de aguas positivas y de aguas negativas. Los ríos de aguas positivas representan la plenitud de la vida y los ríos de aguas negativas conducen y desembocan en el Infierno (Ramos, 2006: 5). El mismo Virgilio utiliza el símbolo del agua para hablar del locus amoenus en sus Bucólicas, uno de los tópicos literarios que más ha calado en la tradición literaria europea del Renacimiento y del Barroco. También en las Bucólicas el agua es la vita flumen, es decir, la vida es un río y, mientras haya río, habrá un camino que recorrer.
En la Edad Media, la lírica popular escrita en gallego-portugués presenta el agua como un compañero de amor con el que poder dialogar y esperar la llegada del amado (ondas do mar de Vigo / se vistes do meu amigo). Paralelamente los villancicos utilizan el agua que mana de una fuente para representar el lugar en el que los amados podrán reunirse (En la fuente del rosel / lavan la niña y el docel […] Él a ella y ella a él / lavan la niña y el doncel). En Los Milagros de Nuestra Señora, Berceo explota de nuevo, como Virgilio, el tópico del locus amoenus, y utiliza el agua para describir un paisaje verde y de aguas cristalinas (manaban de cada canto fuentes claras corrientes). Por su parte, Manrique, en sus Coplas a la muerte del maestre don Rodrigo, a partir del tópico de la vita flumen otorga al agua un valor simbólico y didáctico asociado a la muerte: «Nuestras vidas son los ríos / que van a dar a la mar / que es el morir».
En el Renacimiento el agua aparece de nuevo ligada al tópico del locus amoenus. Garcilaso de la Vega se refiere, en las Églogas, a «un agua clara con sonido que atravesaba el fresco y verde prado». Es este el lugar perfecto para que los pastores se dediquen a cantar sus desventuras amorosas. San Juan de la Cruz, en Cántico Espiritual, emplea el símbolo del agua como reflejo del alma del Amado: «¡Oh cristalina fuente / si en tus semblantes plateados / formases de repente / los ojos deseados / que tengo en mis entrañas dibujados!»
Ya en el Barroco, Góngora, en la Fábula de Polifemo y Galatea, convierte la sangre de Acis, el amante de Galatea, en un río que va a dar a la mar. El agua es, de nuevo, símbolo de una vida que parece consumirse. Por otra parte, el teatro de Tirso de Molina, en El Burlador de Sevilla, concede al agua un significado asociado a las calamidades que pueden suceder en la representación teatral, que es iniciada con una fuerte tormenta de agua, relámpagos y truenos.
En el Romanticismo el agua es frecuente símbolo de libertad. Así debe entenderse el medio iluminado –el inmenso mar- a través del cual el protagonista de La Canción del Pirata, de Espronceda, puede vivir una infinidad de aventuras en solitario y lejos de un mundo terreno establecido.
Como se ha visto en este breve, pero significativo repaso por las distintas representaciones semióticas que el agua ha tomado en las páginas de la Historia de la Literatura hasta el siglo xix (en especial nos hemos centrado en la española), el agua ha sido el pretexto para articular una trama literaria con un mensaje muy determinado. Esto permite al lector reflexionar sobre el valor que el autor le otorga a esta realidad que va más allá de un simple río, una determinada fuente o toda la extensión de un gran océano.
En la narrativa española de finales del siglo xx, este bien de la Humanidad ha sido tratado en algunas obras literarias como una fuente de energía a partir de la cual se obtienen otras energías, sepultando, eso sí, lugares y parajes que quedarán solo en la memoria de los oriundos del lugar inundado. Acín (2011) señala algunas obras literarias del siglo xx que recrean la historia de pueblos sumergidos en las aguas de pantanos. Esta realidad es la que aparece, por ejemplo, en la obra de dos destacados novelistas españoles de finales del siglo xx y comienzos del xxi: Tomás Martín Tamayo y Julio Llamazares. A estos dos autores queremos referirnos más detalladamente por ser dos escritores que claramente abordan la problemática del texto de literatura infantil, El valor del agua (2011), del que nos ocupamos explícitamente en este artículo: el agua y los pantanos como causantes de la desaparición de los pueblos.
Pueblos sumergidos por aguas: el caso de Julio Llamazares (1955-).
La cifra de que alrededor 500 pueblos yacen bajo las aguas de embalses y pantanos en España es un dato que permite hablar de lo que esta realidad representa para muchas regiones de España: muchos pueblos y pedanías fueron literalmente tragados al construir, y también al derrumbarse, numerosas presas hidroeléctricas edificadas en la época del Franquismo (Herranz, 1995: 79-101). Otros lugares habitados también desaparecieron gracias a que aumentó el cauce del río más cercano. Son pueblos que oficialmente no aparecen en los mapas, si bien es imposible borrarlos de las memorias de sus primeros habitantes y posteriores generaciones, que organizan jornadas festivas para rescatar del olvido lo que fue un lugar habitado y conocido por ellos. Estos hechos, para muchos de consecuencias muy graves, han quedado en la memoria de numerosos ciudadanos, que fueron obligados por las aguas de un pantano o un embalse a abandonar sus tierras y posesiones dejando atrás un pasado que los persigue para siempre (García Ruiz, 2013).
Uno de los medios de rescatar del olvido a estos pueblos es el de la Literatura. La Literatura no solo ayuda a recordar sucesos históricos más o menos novelados según convenga al autor, sino que sobre todo posee un valor didáctico porque se convierte en cauce perfecto para transmitir un mensaje que aspira a calar en el espíritu del lector.
En el caso que nos ocupa, es decir, el de pueblos desaparecidos bajo las aguas de pantanos, Julio Llamazares (1955-), novelista de gran actualidad, aborda en una de sus novelas, Distintas formas de mirar el agua (2015), esta dura realidad.
Como afirma Cárcamo de Arcun (2006) en referencia al motivo de la desaparición de pueblos bajo el agua de pantanos y su presencia en la obra de Llamazares:
Motivos reincidentes en poemas, novelas, cuentos y crónicas, como la soledad y la recreación de la vida natural y humana extinguida o en proceso de extinción, con la consecuente pérdida de culturas y tradiciones, parecen inevitables en un escritor que presenció el fenómeno de despoblamiento de antiguas aldeas, como consecuencia del proceso de modernización. La desaparición de Vegamián, que el autor menciona a menudo en las entrevistas, configura el mejor símbolo, el más personal, de esos cambios: bajo las aguas del Porma quedó sepultado para siempre el pueblo donde nació en 1955.
En este sentido, en una entrevista concedida en febrero de 2015 a El Cultural, Llamazares afirmaba: «Nadie se acuerda ya de los destierros provocados por pantanos». Esta afirmación la hacía con motivo de la publicación de una novela, Distintas formas de mirar el agua (2015), en la que Llamazares cuenta la vida de una familia del valle de Porma (León), cuyas posesiones urbanas y rústicas les fueron expropiadas para la construcción del embalse de Juan Benet, inaugurado en 1968 y con una capacidad de 317 hm³. La construcción de esta obra sumergió completamente los pueblos de Vegamián, Campillo, Ferreras, Quintanilla, Armada y Lodares, y afectó parcialmente a tierras de Utrero y Camposolillo. Precisamente Vegamián fue el pueblo en el que el padre de Llamazares ejerció como maestro, con lo que esta novela, que no es del todo autobiográfica, está inspirada en alguno de los recuerdos de la familia de este novelista. La prosa de Llamazares tiene, pues, en esta y otras novelas de este autor (La lluvia amarilla (1988), por ejemplo) una función de perpetuar la memoria histórica de personas y territorios que se resisten a desaparecer, a pesar de los intentos de determinadas voluntades por alcanzar este fin (Herpoel, 1997; Penzkofer, 2007).
Distintas formas de mirar el agua es una obra que relata la historia de una familia natural de Ferreras a la que expropiaron sus bienes urbanos y tierras por un precio ridículo, muy inferior al real. Lo que les pagaron apenas les alcanzó para pagar la hipoteca de su nueva casa y otras tierras, que tuvieron que conocer y volver a cultivar. Domingo, el padre de familia de la novela, se negó a volver nunca a su pueblo anegado por el pantano de Porma. Su única voluntad fue que al morir sus cenizas fuesen esparcidas lo más cerca de su lugar de origen. Así, la novela avanza en el breve periodo de tiempo que su familia tarda en arrojar sus cenizas al punto de la orilla del pantano más cercano al pueblo sumergido. Esta sencilla ceremonia da pie a que su viuda, sus hijos, sus yernos y nueras, sus nietos y nietas, reflexionen sobre su relación con el abuelo Domingo y con aquel pueblo perdido bajo las aguas de un pantano. Se trata del gesto de devolver a la tierra a quien nació en ella (López López, 2016: 339-344).
Julio Llamazares ya había abordado unos años antes el tema de los pueblos inundados por el agua de los pantanos en un texto de literatura infantil: El valor del agua (2011), obra publicada por Los Cuatro Azules e ilustrada en tonalidades negras y blancas por Antonio Santos Loro. El tono severo pero adecuado que Llamazares utiliza para dirigirse a un lector infantil es el que permite a este autor explicar temas delicados para este público, como la vejez y la pérdida de un territorio anegado por las aguas de un embalse.
En El valor del agua un niño, de nombre Julio, como el propio Llamazares, presencia cómo su abuelo va envejeciendo en un lugar que no es su casa. El abuelo solo recuerda el amor de la abuela, los trabajos emprendidos por este para sobrevivir tras la muerte de su esposa y, sobre todo, la pérdida de su pueblo inundado por el agua de un pantano. El encuentro entre la vejez y la niñez alcanza su plenitud cuando el abuelo le entrega al niño Julio un puñado de una tierra desaparecida, la de su pueblo anegado, que él guardó siempre y que le pide a nieto Julio que esparza entre sus cenizas, cosa que Julio realiza al final de la narración, cuando el abuelo muere. Este es el argumento de El valor del agua, un texto ilustrado que para nada deja indiferente al joven lector, también al adulto, ya que la relación entre el abuelo y su nieto se fragua a partir de unos recuerdos que el agua no puede borrar de la mente de ambos personajes.
Julio y su abuelo: el valor del agua para ambos personajes
El valor del agua, de Julio Llamazares, es un texto literario en el que este autor leonés narra cómo es la relación entre Julio, un niño que puede simbolizar el alter ego del propio Llamazares, y su abuelo, de quien no se dice cuál es su nombre. En esta narración, el personaje de Julio no es otro que aquel que quiere recordar y perpetuar la memoria de su abuelo y de un lugar sumergido bajo las aguas de un pantano. A partir de esta identificación entre el autor del texto y uno de los dos personajes principales de este, el niño Julio, Llamazares pretende captar la atención del joven lector con la finalidad de contarle una historia que, por un lado, lo obligará a pensar y a posicionarse ante una realidad tan dura como es el abandono de un pueblo inundado por las aguas de un pantano; y, por otro, a gustar de un texto que ha estado escrito especialmente para él y que puede, por tanto, formar parte de sus lecturas en esta etapa inicial de formación de una sólida competencia lectora y literaria.
El texto comienza in media res con una exclamación que el abuelo dirige a su nieto y que marcará todo el devenir del texto: «Cierra el grifo, que se gasta el agua» (Llamazares, 2011: 6). Esta, y esta otra, «No malgastes el agua, que cuesta mucho» (Llamazares, 2011: 6), eran las dos cantinelas que Julio escuchaba cada vez que se dejaba un grifo abierto en la casa en que ambos viven. Julio no comprende qué valor tan especial tiene el agua para su abuelo. Parece como si este no pensara en otra cosa que no fuera el agua. Las posiciones del niño Julio y de su abuelo están al inicio de este texto literario francamente alejadas, dado que para el abuelo el agua tiene una importancia que Julio no consigue entender. Es aquí donde el lector infantil, con o sin la intervención de un mediado lector, puede cuestionarse qué valor tiene el agua para ambos personajes en este punto del texto y cómo el agua es el punto de desencuentro entre dos generaciones que parecen tener intereses dispares.
El abuelo es un personaje que Julio percibe como un hombre pensativo y, sobre todo, solitario, a pesar de que ambos personajes vivían juntos en un piso de la ciudad junto a sus padres y hermanos:
Aunque, a decir verdad, el abuelo debía de pensar mucho. Se pasaba las horas sentado en su butaca del salón o en cualquier banco del parque absorto en sus pensamientos. Rara vez hablaba con otras personas […]. (Llamazares, 2011: 8).
En este texto, Llamazares tiene interés en presentarnos, a través de la voz de un narrador subjetivo, quién es verdaderamente el abuelo de Julio, un hombre que, ya con la edad de su nieto, ayudaba en la finca a sus padres y subía al monte todos los días con la comida para el pastor. El abuelo, durante la mayor parte de su vida, había sido ganadero y agricultor, si bien su último oficio antes de que le llegara la edad de la jubilación fue el de empleado de la limpieza. Los tres son oficios solitarios, de poca relación con las personas. Quizás por ello el abuelo es un hombre de pocas palabras. Es así como lo va percibiendo Julio, como un hombre «absorto en sus pensamientos» (Llamazares, 2011: 14). La única ocupación que parece tener el abuelo, ahora que es mayor, es la de hacer recados a la madre de Julio, cuidar de Julio cuando sale del colegio y «por lo general, no hacía nada, salvo leer el periódico y ver la televisión. ‘¡Qué aburrimiento!’, pensaba Julio mirándolo» (Llamazares, 2011: 16).
El abuelo vive con la familia de Julio, en la que nadie, excepto este personaje infantil, le hacía caso:
Pero lo peor de todo es que nadie le hacía caso. Ni sus padres, que estaban siempre ocupados, ni sus hermanos, que se pasaban las horas, cuando volvían del instituto, mirando la televisión o jugando en el ordenador sin hablar siquiera entre ellos (Llamazares, 2011: 18).
Solo Julio escucha a su abuelo, cuando juntos regresan del colegio y este, en ocasiones, le explica historias de su pueblo y de su juventud. En este punto del texto Llamazares comienza a mostrar cómo la relación del niño Julio y de su abuelo comienza a fraguarse a partir de los relatos que el anciano le contaba a su nieto. Nótese que solo en muy contadas ocasiones el abuelo le explicaba a Julio algo de sus años cuando dejó el pueblo y se mudó a la ciudad, si bien el niño siente una enorme curiosidad por el contenido de estas historias.
A partir de este momento narrativo, y a medida que el abuelo va abriendo su corazón a su nieto, Llamazares destaca la buena sintonía entre el abuelo y su nieto Julio. Esta buena sintonía entre las dos generaciones hará que el símbolo del agua comience a tener un significado muy determinado en el texto. Así, entre los relatos que más contaba el abuelo está aquel relacionado con el abandono obligado del pueblo en el que había nacido y vivido el abuelo:
La historia que más contaba era la de cuando se marchó de aquel. La contaba con tristeza, como si la volviera a vivir al rememorarla. El pueblo del abuelo era un pueblo de montaña, pequeño pero bonito, que desapareció del mapa tragado por un embalse que sepultó a otros como él. (Llamazares, 2011: 26).
Julio comienza a vislumbrar el valor que el agua tiene para su abuelo, si bien, con la inocencia propia de un niño, no llega a comprender lo que este bien natural supuso para la vida del abuelo. El niño Julio, como cualquier lector infantil de este texto, deberá empezar a conocer qué sentido tiene el agua para el abuelo pues, aunque esta es fuente de prosperidad para los pueblos, en este texto de Llamazares puede adquirir un significado relacionado con la muerte y desaparición de poblaciones que antaño habían gozado de esplendor. Es aquí cuando, de nuevo, el mediador lector puede intervenir para plantear esta dicotomía que ha de hacer pensar al joven lector.
Llamazares se detiene a relatar cómo fue el abandono del pueblo del abuelo y de las pertenencias de este: el abuelo abandonó el pueblo en Navidad, una fecha que ya no será nunca entrañable para este personaje. Además, tuvo que vender sus vacas «que se llevaron en un camión con paradero desconocido» (Llamazares, 2011: 28). Incluso relata cómo fue la última noche en el pueblo, en la que los pocos habitantes que quedaban en el lugar se juntaron a cenar en la casa de uno de ellos. La cena se desarrolló en un absoluto silencio, «como si estuvieran en un velatorio, decía siempre al contarlo» (Llamazares, 2011: 30). Solo el efecto del aguardiente arrancó algunas palabras de los presentes que decidieron abrir sus corazones ante la más que forzada despedida. El abuelo fue a vivir a la ciudad con la abuela, a la que Julio nunca conoció. El motivo fue que esta, al poco de llegar a la urbe, murió «de melancolía y pena» (Llamazares, 2011: 34), al dejar atrás para siempre sus orígenes.
Todas estas historias relativas al pueblo del abuelo, Julio las percibe con la mirada de un niño. Como afirma el mismo Llamazares en el texto, este personaje infantil no distingue entre la realidad y la fantasía, y su convencimiento es que, si el abuelo se incluía entre las historias que este le contaba para entretenerlo, lo hacía única y exclusivamente para impresionarlo. Incluso el niño Julio llega a pensar que si sus hermanos se aburrían con el abuelo era porque las historias de este eran tediosas y que a él empezaba a ocurrirle lo mismo: «Así que no le extrañaba –pensaba Julio cuando fue cumpliendo años- que sus hermanos dijeran que se aburrían oyéndolas [las historias del abuelo], puesto que a él ya empieza a ocurrirle lo mismo». (Llamazares, 2011: 36).
Con el paso del tiempo, cuando Julio tenía diez años, el abuelo pasó a vivir en una residencia de ancianos. Había perdido la memoria y sus padres, que se quejaban de que sus hermanos no se ocupasen del abuelo, lo ingresaron en este espacio para ancianos. El abuelo ya no es solo un hombre solitario y viejo, sino que el abuelo es incluso una persona abandonada por sus propios familiares. No solo fue repudiado por aquellos que con agua lo expulsaron de sus tierras, sino que su propia familia decide no hacerse cargo directamente de él, con lo que este texto de literatura infantil va adquiriendo unos tintes trágicos asociados al aparente desarrollo de las generaciones. Es decir, el abuelo no solo ha sido expulsado de su tierra natal por las aguas de un pantano, sino que además ha sido expulsado de su familia y arrinconado en un geriátrico. El niño Julio no entiende bien por qué se produce esta situación de abandono, ya su mirada de niño no le permite entender hasta qué punto la pérdida de territorios -pueblo y familia- pueden marcar el devenir vital de una persona.
Las visitas al abuelo, al inicio del ingreso en la residencia de viejos, eran cada domingo, pero con el paso del tiempo, debido a que el abuelo había perdido la memoria, se convirtieron en bimensuales.
En una de estas visitas, el abuelo, que ya no reconocía a nadie y que parecía que le diera lo mismo que fuesen a verlo o no, se queda solo con Julio en su habitación. Sus padres y hermanos habían bajado a la cafetería del centro, ya que el interés que tienen por el abuelo es nulo. El abuelo, como si recuperase la memoria y la conciencia, llama a Julio por su nombre y le pide que lo ayude a levantarse de su silla. Julio lo obedece y lo acompaña al armario en el que guarda sus pertenencias. De él, saca su tesoro más preciado: una caja antigua de zapatillas, con tierra dentro, en la que Julio leyó en la etiqueta el nombre de la provincia de la que procedía el abuelo. La tierra de la caja era, en efecto, del pueblo del cual procedía el abuelo. Simboliza un territorio que para el abuelo del niño Julio tiene un valor y un nombre: el del pueblo anegado por las aguas de un pantano. La relación entre abuelo y nieto va más allá del simple conocimiento mutuo. Julio conoce el origen geográfico concreto de su abuelo. Hasta entonces, Julio desconocía estas señas de identidad del abuelo
Julio no descubre a sus padres y hermanos el tesoro que en forma de caja con tierra le había legado su abuelo en un momento de lucidez. Lo guarda con él hasta que muere el abuelo, unos meses después de que este personaje le entregara el tesoro. Julio esparce la tierra en el cuerpo de su abuelo difunto,
la que [el abuelo] guardaba en aquella caja de zapatillas como otros guardan fotografías o cartas de su juventud, y que a Julio le hizo comprender el verdadero valor del agua. Porque la tierra que había en aquella caja que el abuelo había guardado tantos años para que la arrojaran sobre su tumba cuando muriera, era tierra del pueblo en el que nació y en el que fue feliz con la abuela hasta que el pantano los expulsó de él (Llamazares, 2011: 50).
El agua adquiere, pues, para Julio un valor muy determinado: es el motivo por el cual su abuelo y su familia tuvieron que abandonar y renunciar a sus orígenes más queridos. Es por eso que el abuelo contaba historias de su pueblo sumido en la tristeza. El agua para Julio ya no será solo ese bien natural del cual se beneficia todos los días, sino que el agua es ya, y para siempre, motivo por el cual Julio sabe que sus orígenes no están en la ciudad en la cual vive con sus padres y hermanos, sino en un lugar de montaña anegado por el agua de un pantano que expulsó a su familia del pueblo a la ciudad.
Conclusiones
El agua es un bien natural que la Historia de la Literatura ha utilizado con diferentes significados en diversas composiciones narrativas, poéticas y teatrales (Martos Núñez y Martos García, 2013: 72). Con la construcción de pantanos y centrales hidroeléctricas en la España franquista, muchos pueblos de montaña quedaron anegados por estas construcciones y sus habitantes se vieron forzados a abandonar sus orígenes. La narrativa de Julio Llamazares aborda esta realidad de agua y destierro en textos de una extraordinaria belleza y sobriedad: El valor del agua (2011) y Diversas formas de mirar el agua (2015).
El valor del agua (2011) es un texto de literatura infantil ilustrado en el que Llamazares narra la historia de un abuelo que es forzado a abandonar sus posesiones y pueblo natal ante la construcción de un pantano en la zona. El abuelo cuenta a su nieto Julio cómo fue ese abandono y las consecuencias que supuso para la vida de este. El lector actual de este texto percibe que el agua no solo es ese bien natural que cada día está presente en el devenir vital de su vida, sino que el agua es también un símbolo de desarraigo para todas aquellas generaciones que fueron obligadas a dejar lo más sagrado de sus vidas: sus territorios anegados sin que ni siquiera los habitantes de estos pudiesen cuestionar el porqué de esta actuación tan frecuente en la España de mediados del siglo xx.
El valor del agua es, pues, un texto de literatura infantil sobre el destierro asociado al paso del tiempo y a la memoria. Llamazares no solo tiene la intención de explicar en la voz de un narrador omnisciente quién era el abuelo de Julio y cuál era su primitivo origen geográfico, sino que sobre todo otorga al agua un valor que, al principio del texto, no es conocido por uno de los personajes principales de la narración, Julio.
Julio no concibe por qué el abuelo le insiste en que no malgaste el agua que sale del grifo. Ni siquiera llega a entender las historias del pueblo del abuelo anegado por las aguas de un pantano. Piensa que son ficticias y un tanto aburridas. Solo al final de la historia, cuando el abuelo le confiesa a Julio cuál es su procedencia geográfica, comprenderá el verdadero valor que el agua tiene para el abuelo: es aquel bien natural que con normalidad llega a los grifos de las casas, pero que al abuelo lo expulsó de su casa y de unas tierras a las que nunca más podrá volver.
El agua se convierte de este modo en motivo de reflexión para Julio y para el lector de este texto. Podemos hablar, así, de una poética del agua, ya que lo más importante del agua no es su apariencia física, sino el trasfondo sentimental que aparece asociado a ella (Bravo, 2012: 13), además de toda su potencialidad y vitalidad (Martos García y Martos García, 2015). Su valor no depende tanto de la cotidianidad con la que este personaje la consume normalmente, sino que el agua puede ser el motivo por el cual una familia tiene que renunciar a lo más sagrado: su origen y pertenencias. Es este el mensaje que Llamazares, en toda su rotundidad, quiere transmitir al joven lector para que este mismo saque sus conclusiones tras la lectura de un texto que para nada lo deje indiferente.
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Notas de autor
Enlace alternativo
http://www.aufop.com/aufop/uploaded_files/revistas/15128170497.pdf#page=130 (pdf)
https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=6246408 (html)