Historia
Las fiestas de la proclamación de Carlos IV en Gran Canaria
The fiestas of the proclamation of Carlos IV in Gran Canaria
Las fiestas de la proclamación de Carlos IV en Gran Canaria
Anuario de Estudios Atlánticos, vol. AEA, núm. 65, pp. 1-37, 2019
Cabildo de Gran Canaria

Recepción: 19 Febrero 2018
Aprobación: 17 Abril 2018
Resumen: El presente trabajo no solo tiene por objeto el estudio del qué o cómo se hizo la proclamación de Carlos IV en Gran Canaria, sino también el porqué. La situación de crisis generalizada que se vivió en 1789 no impidió, tan sólo retrasó, la celebración con toda solemnidad del acto de la proclamación y juramento del nuevo rey, por constituir la expresión pública de la fidelidad de la isla de Gran Canaria hacia la Corona y el compromiso de sus habitantes de defender y conservar su territorio, a cambio la renovación y confirmación del privilegio de exención fiscal concedida desde los tiempos de la conquista. Al tratarse de un territorio alejado de los centros de poder y desde el punto de vista político un espacio secundario en el entramado general de la monarquía, las instituciones participantes en los actos obtenían el favor real mediante la propaganda, enviando al término de los festejos relación de todo lo hecho. De aquí el que se pusiese el mayor interés en confeccionar un atractivo “plan” de fiestas de carácter religioso y cívico (danzas de carros, comedias, arquitecturas efímeras, etc.),cuyo desarrollo conocemos a través de las descripciones realizadas por cronistas contemporáneos y otras fuentes documentales varias. Más que en la situación de crisis y en el esfuerzo y gastos que hubo que realizar, el episodio desagradable de las mismas radicó en los conflictos de etiqueta o protocolo y de asientos en las funciones habidos entre las distintas instituciones de gobierno de la isla.
Palabras clave: Gran Canaria, fiestas, proclamación real, danzas, luminarias, arquitecturas efímeras, conflictos de etiqueta.
Abstract: The present work is not only aimed at studying what or how the proclamation of Carlos IV was made in Gran Canaria but also why. The situation of a generalized crisis that was lived in 1789 did not prevent, just delayed, the celebration with full solemnity of the act of the proclamation and oath of the new king, for constituting the public expression of the fidelity of the island of Gran Canaria towards the Crown and the commitment of its inhabitants to defend and conserve their territory, obtaining in exchange the renewal and confirmation of the privilege of tax exemption granted from the times of the conquest. Being a territory far from the centers of power and from the political point of view a secondary space in the general framework of the monarchy, the institutions participating in the acts obtained the real favor by means of the propaganda sending at the end of the celebrations relation of all done Hence, the greatest interest in creating an attractive “plan” for religious and civic events (car dancing, comedies, ephemeral architectures, etc.), whose development we know through the descriptions made by contemporary chroniclers and Other documentary sources. More than in the crisis situation and in the effort and expenses that had to be carried out, the disagreeable episode of these was based on etiquette or protocol conflicts and seats in the functions that existed between the different governing institutions of the island.
Keywords: Gran Canaria, parties, royal proclamation, dances, luminaries, ephemeral architectures, etiquette conflicts.
Introducción
En la larga serie de trabajos realizados por el profesor Bethencourt Massieu figuran las fiestas y celebraciones reales en Canarias, en particular los actos festivos celebrados en Las Palmas (Gran Canaria) por el nacimiento del futuro Luis I y los celebrados en La Laguna (Tenerife) por la proclamación de Carlos III, cuya fuente en sendos relatos obra de la mano y pluma de Pedro Agustín del Castillo y de José Viera y Clavijo[1]. Es por ello por lo que, desde puntos de vista distintos y con fines también distintos pero coincidentes en el objetivo de la mejor comprensión del hombre y la sociedad canaria, en este homenaje a su persona y labor investigadora prestamos atención a la ceremonia o celebración festiva que en Gran Canaria conmemora la proclamación de Carlos IV, recordando a los súbditos la grandeza y continuidad dinástica de la Monarquía. Una finalidad esencial de la proclamación era el establecimiento de los vínculos que unían a los súbditos con los poderes del Antiguo Régimen, en especial con la Corona. La proclamación y el juramento del nuevo rey constituyen la primera y principal manifestación pública de la fidelidad de la isla Gran Canaria hacía la Corona y el compromiso de sus habitantes de defender y conservar su territorio, porque de ello iba a dependerla renovación y confirmación del privilegio de exención fiscal concedida a las islas Canarias desde los tiempos de la conquista[2]. Aunque la Corona era la más beneficiada, prácticamente todas las instituciones de la isla intervenían en los actos pues, al tratarse de un territorio alejado de los centros de poder y desde el punto de vista político un espacio secundario en el entramado general de la Monarquía, conseguían el favor mediante la propaganda enviando al término de los festejos relación de todo lo hecho. De esta manera, el alcance de esta celebración sobrepasa con creces el ámbito local al que en un principio estaba adscrito. Sin embargo, la información manejada no proviene de la relación que de esta ceremonia fue escrita, probablemente por el padre Pintado[3], para ser enviada a la Corte, donde probablemente pudo ser publicada o impresa, sino de fuentes diversas o varias de origen inquisitorial y judicial, correspondencia privada, diarios e, incluso, de algunos acuerdos o actas del Ayuntamiento, cuyo archivo desapareció en el incendio de las casas consistoriales en 1842. Esta aparente modestia de las fuentes utilizadas no disminuye o devalúa el interés de la información que aportan sobre los preparativos de la fiesta, constitución de las comisiones o diputaciones encargadas de organizar los actos de proclamación, lugar del juramento del nuevo monarca, programa de actos religiosos y civiles, arquitecturas efímeras, conflictos entre las instituciones que intervienen en la ceremonia, en la que cada uno tiene su lugar porque es además ese lugar el que define en la sociedad quién es quién, etc.
El ceremonial de la fiesta de la proclamación de los reyes fue establecido por el Cabildo de Gran Canaria el 14 de marzo de 1666, con ocasión de la exaltación al trono de Carlos II, por carecer de antecedentes sobre las proclamaciones anteriores debido a la pérdida de los papeles y libros del archivo con la invasión de los holandeses en 1599[4] y a la desaparición del libro de actas de 1621 en que se produjo la proclamación de Felipe IV[5]. Este ceremonial fue una fuente de conflictos entre el Cabildo y los corregidores con el alférez mayor en torno al acompañamiento de irle a buscar y llevar a sus casas el día señalado para ello (y también la víspera y día de san Pedro Mártir, patrono de la isla) o con otras instituciones de gobierno como la Audiencia y la Inquisición por motivos de etiqueta o protocolo y de asientos en las funciones. Por su título, al alférez mayor correspondía llevar y levantar el pendón de la ciudad el día de la proclamación de los reyes. Este pendón estaba depositado en la Catedral y de allí se sacaba tanto para la procesión de san Pedro Mártir, patrono de la isla, como para la proclamación de los reyes. Desde mediados del siglo XVII, el alférez mayor don Agustín del Castillo León, previo acuerdo del Cabildo, costeó un nuevo pendón que se guardaba en sus casas y era el que se utilizaba en las ceremonias de proclamación de los reyes[6].
El acto esencial del juramento y proclamación se mantiene más o menos constante con el transcurso de los tiempos y lo que varía es su grado de lucimiento en función de las relaciones del corregidor de turno con el alférez mayor. Los conflictos entre las instituciones de gobierno de la isla se explican por el hecho de que estas ceremonias o manifestaciones externas no son en absoluto intrascendentes: tratan de exaltar el poder regio y el sistema social y político que lo justifica y legitima. Dada su utilidad en la defensa del sistema, estas ceremonias públicas son escenario e instrumento para una lucha o rivalidad nada amistosa entre las instituciones que se disputan el control del sistema en el ámbito urbano. Esos roces y enfrentamientos que se originaron en la organización y en el desarrollo de las ceremonias públicas son un reflejo del mantenimiento o existencia de diversas jurisdicciones, de privilegios y exenciones. A todas les guía y une el apoyo al monarca, pero no suelen mostrarse dispuestas a renunciar a sus prerrogativas y derechos, al tiempo que tratan de utilizar también en provecho propio las celebraciones públicas.
Los roces empiezan desde el momento mismo de la notificación del suceso o acontecimiento desde las instancias centrales hasta la capital de la provincia. Conocido el acontecimiento que se debía celebrar, las distintas instituciones, a veces de forma autónoma o bien conjuntamente, asumen los intereses de la Corona y daban forma y contenido a los actos. Comienzan las invitaciones para las ceremonias, el envío de comisionados o «legacías» de una corporación a otra, los desencuentros, etc. Lo que parecía una rivalidad amistosa deja paso a una confrontación dura porque las instituciones urbanas tienen claro que la organización y presencia en las ceremonias públicas son una oportunidad incuestionable para dejar clara su preeminencia ante las demás y ante los que acuden a los actos. No estamos ante una cuestión formal, sino ante una cuestión de poder y autoridad. De aquí el que surja el conflicto tanto por la organización y desarrollo de la ceremonia como por el protocolo, pues no solo se trata de mantener su prestigio y relevancia social, sino de defender sus jurisdicciones[7].
Con ocasión de los funerales por Carlos III, primero, y en los actos de la proclamación de Carlos IV, después, hicieron acto de presencia los conflictos entre las distintas instituciones de gobierno de la isla. Quizá para evitarlo o por las disputas de etiqueta surgidas, el Ayuntamiento acordó el 4 de febrero de 1789 encargar al regidor don Isidoro Romero y al diputado don Francisco de Laisequilla hiciesen un libro de ceremonias para la ciudad con arregloa lo que constase haber usado siempre el Ayuntamiento[8].
La proclamación y juramento del nuevo rey
En la madrugada del domingo 14 de diciembre de 1788, después de dar la orden y el santo para el día siguiente, Carlos III deja este mundo a los setenta y dos años, diez meses y veinte y tres días de edad[9]. La noticia de su muerte no se supo en la «ciudad de Canaria» hasta el arribo a la isla el 7 de enero de 1789 del bergantín san Cayetano[10], propiedad de José Greck, comerciante de origen maltés pero avecindado en Las Palmas[11]. No obstante, las instituciones de gobierno de la isla, en particular el Ayuntamiento, no tuvieron conocimiento de la noticia por el conducto oficial, sino por el “luto militar” comunicado por el comandante general marqués de Branciforte por carta orden al gobernador de las Armas, don Cristóbal del Castillo, prueba del ascendiente o protagonismo castrense entonces en vigor y que contrasta con los funerales heroicos y patrióticos del siglo XIX[12]. En la tarde del 23 de enero el Ayuntamiento tuvo conocimiento oficial de la muerte de Carlos III, por lo que se acordó proceder a la publicación de los lutos y a hacer las reales exequias según se había practicado en otras ocasiones. La celebración de las exequias en la Catedral tuvo lugar en la tarde del día 18 de febrero, vigilia, y en la mañana del 19, función, a manos del magistral don Luis de la Encina[13]. En los convites y en la celebración de las exequias se suscitaron distintos conflictos de etiqueta entre el Ayuntamiento, el Cabildo eclesiástico, la Audiencia y el Tribunal de la Inquisición, que acabarían teniendo su continuidad en la ceremonia de la proclamación de Carlos IV.
Con fecha de 23 de diciembre de 1788, el nuevo rey Carlos IV ordena al Cabildo de Gran Canaria «que se haga la real proclamación, aunque no se hayan hecho las reales exequias» por Carlos III. El pliego cerrado, recibido por el corregidor Vicente Cano, fue presentado y abierto en el cabildo de menestrales celebrado el 28 de febrero de 1789. Como para entonces las honras fúnebres ya se habían celebrado en los días 18 y 19 de febrero[14], en el cabildo ordinario de 6 de marzo se acordó que por los diputados de corte contestaran que la Ciudad, «luego que se haya aprontado lo necesario», hará la proclamación «con la posible brevedad»[15]. La brevedad no fue posible pues, aunque tras las rogativas por el gobierno del nuevo rey se iniciaron los preparativos de la proclamación, en dos ocasiones, 26 de julio y 25 de agosto, se cambió la fecha de celebración hasta que finalmente se realizó el 10 de septiembre, una vez superadas las dificultades económicas, la falta de «provisiones» y la lentitud en el diseño y realización de las diferentes diversiones y decorado de la plaza mayor y calles de la ciudad de Las Palmas.
Rogativas por el nuevo rey
Las rogativas por el nuevo rey se iniciaron en la Catedral de Canarias el 7 de marzo de 1789 cuando el Cabildo eclesiástico, en virtud de orden recibida de la Corte y con convite al secular[16], dio comienzo a los nueve días de rogativa «con Su Majestad expuesta a la misa mayor» por el acierto del gobierno del rey Carlos IV y concluyó el día 15 con la procesión general de rogativa con la imagen de Nuestra Señora de la Antigua por las calles de la ciudad[17]. Por su parte, el Cabildo secular, según acuerdo de 16 de marzo, pasó el domingo 22 a la iglesia del convento de la Vera Cruz, orden de san Agustín, para la misa solemne de rogativa que la ciudad hacía «por la salud y vida de los reyes nuestros señores, acierto en el gobierno y sus buenos y prósperos sucesos», con aviso a los religiosos y también a los capitulares que no acudieron a dicho cabildo[18].
La fecha de la proclamación
a.- 26 de julio
Acabadas las rogativas por el nuevo rey Carlos IV, comenzaron los preparativos para su proclamación y juramento. Primeramente, en el cabildo de16 de marzo de 1789, se estableció la fecha para el 26 de julio, festividad de Santa Ana, patrona de la Santa Iglesia Catedral de Canarias, en consideración a que, para solemnizar el acto, «es necesario ocurrir por algunas cosas precisas a la Península, que requieren tiempo, y, así mismo, esperar se recoja la cosecha para que los artesanos y los vecinos estén más desahogados para los gastos que les correspondan hacer»[19]. A estos inconvenientes se añadieron otros, surgidos durante los meses de abril y mayo, como los «catarros epidémicos» o «epidemia general de catarro»[20], que ocasionaron tan grave quebranto «que todos los más han quedado tan desfallecidos y doloridos como si hubieran padecido una gravísima enfermedad», que causó más daño en los campos «por la falta de los reparos precisos, y excesos que hacen, de lo que ha resultado morir algunos, en especial en la Vega, Moya y Arucas, pero gracias a Dios ba ya cerenando». Con la enfermedad se presentó el hambre[21], que «ha contribuido mucho, pues en estos últimos días se han visto en muchas partes a la extrema; ya gracias a Dios está quasi remediado con la cosecha que ba abundando»[22]. La primavera, en palabras de Romero Ceballos, fue sumamente lluviosa y fría, «tanto que en las medianías y cumbres se perdieron la maior parte de las sevadas y los trigos, de mui poco dar, de suerte que se recurrió a poner en nobenario a Nuestra Señora del Pino con lo que se levantaron las aguas y siguió hasiendo sol sin llover»[23]. A mediados de junio, como escribiera el capitán don Jacinto Falcón:
el tiempo ba cerenando y está más templado, con lo que las gentes se ban despejando, pero este verano lo tendremos falta de nuestro verde que son las frutas, porque con los fríos se han (h)elado, y caydo; el fruto de vino también es corto, espesialmente el vidueño, que en partes es quasi ninguno; el malvacía no está de lo peor, está de mediana cosecha; el trigo es general la cosecha pero da mucho menos de lo que se esperaba, según las experiencias de lo que se ba recogiendo; la cevada que se (h)a recogido ya ha salido a una tercera menos de lo que esperábamos[24].
Aunque el tiempo se iba serenado y estaba más templado, concluye don Jacinto que:
la escases sigue aún, pues los pobres se han comido la cevada y siempre neçesitados; y se hallan en el estado de andar tras de el trigo para hacer gofio, comprándole a quatro pesos. Todos travajos para ellos y los que lidiamos con una plaga de necesitados que nos persiguen. Dios remedie esta necesidad[25].
Todos estos inconvenientes hacían presagiar, a mediados del mes de julio de 1789, que el acto de la proclamación no podría celebrarse en la fecha prevista y, al igual que en La Laguna[26], se pensaba en su aplazamiento y, aun así, no sería fácil llegar a tiempo[27]. Tal posibilidad la adelanta don Jacinto A. Falcón a su hijo Antonio Abad, ausente en la isla de la Palma acompañando al obispo en su visita pastoral, al manifestarle que:
aquí, se está con bastante incomodidad por la tardansa de Grec para el efecto de la proclamación que se tenía determinado hacer el día de la señora Santa Ana, pero ahora se dice será el de san Luis, Rey; pero siempre en duda porque en ese barco le viene al alférez mayor, tu tío, todos los géneros para vestidos de lacayos, pages y demás familia; y éstos se han de hacer después de que venga, que se necesitan bastantes días por lo que se dificulta pueda hacerse aun ese segundo día.
No obstante, la tardanza del arribo del navío de Greck no sería la única causa del retraso de la fiesta, pues poco se había obrado en los preparativos, ya que, «aquí, no hay dispuesto hasta ahora otra cosa que un barco, costeado por los comerciantes y marina, que dicen ha quedado muy bueno»[28].
b.- 25 de agosto
Así las cosas, el Ayuntamiento de la isla, dada la cercanía del 26 de julio y «no habiéndose aún recogido las mieses[29], ni llegádole las prevenciones que mandó a buscar a la Península el señor alférez mayor», acordó el 21 de julio trasladar la ceremonia de la proclamación para el 25 de agosto, fecha en que celebra «sus días» la reina doña Luisa de Borbón. A los tribunales de la Real Audiencia e Inquisición se les dio aviso verbal al día siguiente por medio de la diputación formada por don Manuel del Rio y don Francisco de Laisequilla, y por “oficio” al Cabildo de la Santa Iglesia Catedral[30].
Con anterioridad al 26 de julio, pero después de acordado el traslado de la función para el 25 de agosto, día de San Luis, llegaron algunas de las «prevenciones» mandadas a buscar por el alférez mayor a la Península con el arribo a la isla del navío de don José Greck, tras algo más de un mes de navegación, que traía «bastante surtimiento de enredos para las damas». También vinieron los dulces para el alférez mayor don Francisco del Castillo, «que se temía con fundamento que estarían muy revenidos y averiados», pero, pese al «mareo de más de un mes, llegaron buenos porque el encargado los puso en los caxones con separaciones de tablillas y mucho papel»[31]. Lo mismo ocurrió con el jaez pues, como señala don Jacinto A. Falcón, «dicen está muy bueno» al igual que las «demás cosas para su función también lo bastante, con que se halla satisfecho»[32].
A mediados de agosto de 1789 nada hacía temer por la celebración de la proclamación el día de san Luis. Tal es así que el 16 de agosto de 1789, después que se tuvo noticia por carta de Carlos IV del nacimiento de una infanta, se acordó por el Cabildo la continuación de otros tres días de luminarias a los del 25, 26 y 27 de agosto destinados para la proclamación, a saber los día 28, 29 y 30 de agosto, pasando la «diputación de estilo», compuesta por el regidor Manuel del Río y el diputado Pedro Ferrera, a los tribunales de la Audiencia e Inquisición, «oficio» al Cabildo eclesiástico y «recado» a los conventos para los repiques[33].
c.- 10 de septiembre
Sin embargo, dos días más tarde, el 18 de agosto, se acuerda un nuevo retraso de la fiesta de la proclamación para el día 10 de septiembre por haber representado los comisionados «no poder concluirse ni perfeccionase las fachadas y demás invenciones» para el 25 de agosto, fecha destinada para dichas fiestas[34]. Por parte del tesorero de la Catedral, a su vez comisionado encargado del decorado del frente y su pórtico se había pedido a la ciudad reconsiderara la fecha por el motivo de la cercanía de la festividad de la Natividad de la Virgen el 8 de septiembre, pero no quiso «alargar algunos días la proclamación» y el comisionado, “con el motivo de hallarse con la diputación de la función de Nuestra Patrona (Nuestra Señora del Pino), en Teror”, abandonó el encargo y «se mantubo por allá hasta finalizadas estas fiestas»[35].
La diputación de las fiestas de la proclamación y el convite de las instituciones
En el primer cabildo del año, el Ayuntamiento de Gran Canaria procedía al nombramiento, entre otros, de los concejales que debían integrar la diputación de fiestas, encargada de la organización de aquellas fiestas religiosas y civiles, populares o no, que estaban previstas en el calendario[36] y que hasta las reformas administrativas de Carlos III estuvo integrada por dos regidores perpetuos y después, por un regidor y un diputado del común. En casos o circunstancias excepcionales como las exequias y funerales por los reyes y sus familiares, su proclamación, parto de las reinas, nacimiento de los príncipes, etc., se nombraban otros dos concejales que, junto a los anteriores, integraban la diputación de ceremonias públicas, que tenía como principal cometido la organización de honras y festejos promovidos por las autoridades para celebrar de manera extraordinaria un acontecimiento[37]. Con motivo de la muerte de Carlos III y la proclamación de Carlos IV se activó esta diputación de ceremonias públicas encargada de organizar los funerales por el monarca desaparecido y las fiestas de la proclamación del nuevo rey.
Desde que se fijó la proclamación de Carlos IV para el 26 de julio de 1789, fueron nombrados «diputados de dichas fiestas» don Isidoro Romero y don Manuel del Río, como regidores, y don Francisco Laysequilla y don Andrés Cabrera, como diputados del común y se acordó que Romero y Laysequilla hiciesen el convite para el referido acto a los tribunales de la Real Audiencia e Inquisición y al Cabildo eclesiástico[38] mediante «diputación» y por vía de «oficio» a la Sociedad Económica de Amigos del País, si bien en cabildo de 17 de abril de 1789, a petición del síndico personero, se acuerda pasar nuevo «oficio» por los comisionados para conidarle a las funciones reales, «pero que los bancos los habrán de poner unos detrás de otros y no de otra manera»[39]. En cabildo de 24 de abril de 1789, don Isidoro Romero y don Francisco de Laisequilla informaron de las respuestas dadas por la Audiencia e Inquisición[40] al igual que de los «oficios» remitidos a la Económica, rectores del Seminario y Colegio de San Marcial, así como el dirigido al comandante general en solicitud de los regimientos y salvas para dicho día. Únicamente dejaron de evacuar la diputación al Cabildo eclesiástico «por cierto pasaje que aconteció a la diputación» pues, además del «convite» para la jura, debía insinuar a dicho Cabildo, según lo acordado en el celebrado el 30 de marzo:
disponga para el día siguiente de la proclamación el aparato correspondiente para una misa solemne votiva de acción de gracias y Te‑Deum con sermón que predicará el señor Magistral, todo lo que costeará la Ciudad, y asimismo hará poner un dosel en el Presbiterio, en el lado del Evangelio, para colocar debajo de él los retratos de S.S.M.M. durante el acto de dicha función[41].
Suspendido el pase de la Diputación, la ciudad acuerda en 24 de abril que por los diputados Romero y Laisequilla se pase «oficio» al Cabildo eclesiástico participándole el «convite» y la misa de acción de gracias, «remitiéndoles el certificado para hacerles ver que se pasa oficio y no diputación por dicha razón»[42]. La respuesta del Cabildo eclesiástico no se produce hasta el 17 de mayo en que, por medio de un oficio «firmado sin B.S.M., ni Muy Señor mío, sino con firma rasa» por los señores don Rafael Ramos y don Pedro Manzano, aceptan el convite al acto de la proclamación, señalando que la misa de acción de gracias «era costumbre ser de su obligación hacerla y convidar a la Ciudad, como lo harían a su tiempo, como constaba de sus libros capitulares». El Cabildo secular, dejando de lado los problemas de etiqueta, acordó en el celebrado el 22 de mayo que por los mismos diputados Romero y Laisequilla «se les contestase y ofreciese los reales retratos a fin de que, si quisiesen, los colocasen durante dichas funciones como a patronos»[43].
Los cambios en la fecha de la proclamación obligaban a hacer un nuevo «convite» a las distintas instituciones de gobierno de la isla. Por acuerdo de 21 de julio, se notificó el cambio de fecha del 26 de julio al 25 de agosto a la Real Audiencia e Inquisición mediante «diputación» compuesta por don Manuel del Río y don Francisco de la Laisequilla, y por «oficio», al Cabildo eclesiástico[44]. Con el cambio del 25 de agosto al 10 de septiembre, a los tribunales de la Audiencia e Inquisición se pasó «nueva diputación» formada por don Manuel del Río y don Pedro Ferrera, en tanto que al gobernador de las Armas y Cabildo eclesiástico tan solo se les pasó «oficio»[45]. En la seguridad de que en esta ocasión no iba a haber nuevo retraso, en el cabildo celebrado el 21 de agosto se acordó que los diputados de fiesta, puestos de acuerdo con el corregidor, pasen «el plan» de las fiestas de proclamación para su conocimiento a dichos tribunales y Cabildo eclesiástico, para que «lo tengan entendido» y «asistan, si gustan, en las horas señaladas»[46].
Plan de la proclamación: preparativos de las demostraciones de júbilos
Desde que el 16 de marzo se fijó la proclamación para el 26 de julio, se cursaron las invitaciones correspondientes a los gremios, incluso el de labradores, e instituciones de la ciudad por si querían participar en las demostraciones de júbilo en obsequio del rey, para lo que debía llamar el corregidor tanto a sus alcaldes de los gremios «a fin de animarlos y dirigirlos» como a sus protectores «para que se interesen en ellos». Dos de los diputados nombrados para hacer los convites solicitaron por vía de «oficio» a la Sociedad Económica[47] y a los rectores del Seminario y del Colegio de San Marcial[48] hiciesen «las demostraciones de júbilo que les dicte su amor y fidelidad en tan solemne acto», en tanto que el corregidor dirigió iguales «oficios» a los beneficiados y curas y «órdenes» a los alcaldes de toda la isla para que el día de la proclamación «hagan hacer las demostraciones de júbilo de iglesia y de policía que puedan»[49].
Para llevar adelante las demostraciones que se ofertasen, el 25 de marzo de 1789 se celebró en las casas del corregidor Cano una Junta de gremios o menestrales, con asistencia de los regidores y diputados protectores de gremios conforme a lo acordado el 16 de marzo, en la que se acordó su distribución y convenio en la forma siguiente:
1.- Los plateros, sastres, barberos, sangradores, cereros, doradores, relojeros, pedreros y canteros harían «una demostración de júbilo mancomunada» y nombrarían de diputado «de entre ellos con su consentimiento» a Antonio Padilla, Marcos Sánchez y «el sastre portugués». Al libre criterio de este cuerpo de gremios dejaron la «elección de la invención que quisieren tomar para motivo de función».
2.- Los labradores acordaron lo mismo, «con función o demostración separada», y nombraron como diputados al teniente coronel don Pedro Russell, don Pedro Westerling, don Esteban Icasay don José Arbonies, pero estos se excusaron y nombraron a don Isidoro Romero y Francisco de Laisequilla.
3.- Los comerciantes también decidieron hacer otra demostración y aceptaron como diputados a don José Avilés y a don Andrés Barreto, a «Belilagua»[50] y a don Benito, «los dos primeros nacionales y los dos últimos extranjeros».
4.- Los mareantes para su «demostración de júbilo» nombraron dos diputados.
5.- Los carpinteros, herreros, latoneros, zapateros, zurradores, carpinteros de blanco y de ribera, y calafates, aceptaron por diputados «que les nombró la Junta a su gusto» al maestro José Magas, herrero, al maestro Domingo Sánchez, carpintero, a José de Niz, herrero, y a maestro Medina, zapatero, a los que se les añadió el de los pedreros, albañiles y canteros”[51].
Habiendo el corregidor dado cuenta a la ciudad en el cabildo celebrado el 30 de marzo de lo «obrado» en la Junta de menestrales, según la comisión dada en el de 16 de marzo, se acordó darle las gracias por su celo y que escribiese a los alcaldes de los lugares de la isla participándoles el día de la proclamación y animándoles a que se junten los gremios para que estos se unan a los de la ciudad y no queden privados «del honor de obsequiar a S.M.»[52].
Aunque con lentitud y con las clásicas dificultades económicas, las diversiones o demostraciones de júbilo fueron realizándose. A fines de julio de 1789, acordado ya el cambio de la función para el 25 de agosto, don Jacinto A. Falcón escribe que «los gremios dicen harán algo, pero lo que suena es la barca que han hecho los del comercio y marinería, que todos la celebran de bien hecha, etc.» y concluye que «aquí, no hay dinero ni lo puede haber porque no hay comercio, ni arvitrios, sin embargo, se alegrarán las gentes porque no hay en este lugar en qué divertirse»[53]. Pese a todo, cuando a mediados del mes de agosto vuelve a escribir a su hijo, ausente en la isla de El Hierro, dice que, «aquí, se está travajando mucho con lo que se está preparando para las fiestas de proclamación» y que «las gentes no hablan ni travajan en otra cosa que lo de la fiesta, hasta los días festivos se han dispensado para ello». Entre los trabajos o arquitectura efímera destaca lo siguiente:
la perspectiva de(l) palacio (episcopal) se celebra mucho por el diseño, las entradas de la Plasa quedarán bonitas, pues se están haciendo arcos para su adorno, el de la Parroquia, que está a cargo de don Francisco María (de León)[54], disen es obra lucida, su autor don Diego Eduardo; los otros no serán tan lucidos porque se han acomodado a lo que les han (da)do de propios de la Ciudad, que no han pasado en los principales de sesenta pesos, y por los menores quarenta.
Entre las diversiones o alegorías concluidas señala la barca de los de marina, una cucaña de los de comercio «con sus buenos premios», mientras «otros, dicen, que hacen una maravilla, y los gremios de oficiales sus máscaras y otros juguetillos»[55]. Lo dicho por don Jacinto A. Falcón lo corrobora Francisco de Martínez Fuentes que, después de concluido su curso de ética en este año de 1789 y defendidas las conclusiones públicas, halló «regular dar algún descanso a la tarea anual con algún pasatiempo». Este lo encontró en las «varias distracciones honestas» que entonces presentaba la “Ciudad de Canaria” con motivo de los preparativos para la celebración de las fiestas reales por la coronación de Carlos IV:
En todas partes y todos los gremios de la Ciudad se trabajaba por la decoración de las calles. El Seminario Conciliar se ocupaba también en adornar su fachada, en preparar la iluminación y en hacer inscripciones latinas y castellanas alusivas a este objeto. Todo esto entretenía y consumía insensiblemente el tiempo de las vacaciones[56].
Y así llegó el día de la proclamación, que fue el 10 de septiembre de 1789 con varios regocijos públicos, que continuaron por 8 días hasta el 17 del mismo mes.
El ceremonial de la proclamación
El ceremonial de la fiesta de la proclamación de los reyes fue establecido por el Cabildo de Gran Canaria el 14 de marzo de 1666 por carecer de antecedentes sobre las proclamaciones anteriores debido a la pérdida de los papeles y libros del archivo con la invasión de los holandeses en 1599 y a la desaparición del libro de actas de 1621 en que se produjo la proclamación de Felipe IV. El acto esencial del juramento y proclamación se mantiene más o menos constante con el transcurso de los tiempos y lo que varía es el grado de lucimiento del mismo en función de las relaciones del corregidor de turno con el alférez mayor. Además del ritual de la proclamación y paseo del pendón por las principales calles de la ciudad, se declaraban tres días de luminarias con repiques de campanas de las iglesias de los conventos, salvas desde los castillos que guarnecen la ciudad, misa solemne de rogativa por la salud del soberano en la iglesia del convento de la Vera Cruz, otra de acción de gracias y «Te Deum» en la Catedral al día siguiente de la proclamación, música y orquesta de instrumentos de la S.I.C. en los días de luminarias desde el balcón del Ayuntamiento, comedias, por lo general cuatro, que se representan en la Plaza Mayor, máscaras, fuegos, etc., etc.
El acto de la proclamación
La proclamación, según la narración del regidor y cronista Isidoro Romero Ceballos en su «Diario», tuvo lugar el día 10 de septiembre de 1789, en medio de la Plaza Mayor, por el alférez mayor don Francisco del Castillo Amoreto Ruiz de Vergara, capitán de milicias y conde de Vega Grande, con las circunstancias que se expresan en el certificado que está colocado en el cabildo del día 1 de diciembre del citado año, «en el que está también la rrelasión de los nuebe días de fiesta que se hizieron, la que yo cohordiné y formé por encargo del Aiuntamiento»[57]. En efecto, los escribanos de Cabildo, en el celebrado el 1 de diciembre de 1789, presentaron el certificado que habían hecho de las fiestas de la proclamación de Carlos IV, en el que se acordó« copie en el acta y se saque un testimonio en relación» para, por los diputados de Cortes, pasarlo a manos del conde de Floridablanca, primer ministro de Estado y del Despacho Universal, «para que se sirva mandarla imprimir», enviando por mediación de dicho ministro «una a Su Majestad dándole parte de habérsele proclamado en esta isla, felicitándole por su exaltación al trono»[58].
Aunque en el cabildo de 1 de diciembre de 1789 se recogió una relación de todo lo obrado en el acto de la proclamación, la desaparición de los fondos documentales del antiguo Cabildo en el incendio de las Casas Consistoriales en 1842 nos impide conocer con detalle el ceremonial seguido. No obstante, el relato de la proclamación de Carlos IV se ha podido reconstruir a partir de la información proporcionada por el presbítero Francisco Martínez de Fuentes en «la carta dirigida a un amigo»[59], Agustín Millares Torres a través de las noticias tomadas del Libro de apuntes de la Inquisición[60], Isidoro Romero Ceballos con su Diario[61] y Jacinto A. Falcón en cartas escritas a su hijo el presbítero Antonio Abad Falcón[62].
El día 10 de septiembre fue el primero de las reales fiestas. Ese día, a las cuatro de la tarde y en la plaza principal, “sobre un tabladillo alfombrado para dejarse ver del innumerable pueblo”, se hizo el acto de la proclamación «con bastante lucimiento y desempeño de el alférez mayor». De inmediato, los castillos de la guarnición y la plaza ejecutaron una salva, ordenada por el comandante general al gobernador de las Armas de la isla[63], y se descubrieron los reales retratos, colocados «debajo de dosel, en medio del paseo que divide las salas de la Real Audiencia de las de la Ciudad»[64]. Este magnífico dosel de damasco carmesí, «con galones y flecos de oro», estaba colocado en «una especie de nicho grande de orden romano, rematando en un bello frontón», levantado en el teatro de la plaza[65]. Desde que se descubrieron los reales retratos, durante el día y la noche por espacio de tres días, había dos centinelas para custodiarlos a los dos lados del dosel, de acuerdo con la petición del Cabildo al comandante general para que ordenara al gobernador de las Armas de la isla prestara los auxilios de patrulla necesarios[66]. Los retratos de Carlos IV y doña María Luisa de Borbón, incluso el de Carlos III para sus funerales, se realizaron en Madrid en 1787, obra del pintor Ángel Bueno por un importe de dos mil ciento sesenta reales vellón de Castilla. Desde Madrid, vía puerto de Cádiz, fueron traídos a Gran Canaria, donde el pintor palmero Cayetano González se encargó de realizar el dorado de los marcos, obra del maestro José Alzola[67].
Tremoló el estandarte[68] el alférez mayor don Francisco del Castillo, acompañado del corregidor y demás componentes del Ayuntamiento, «botando después mucho dinero»[69]. A ello «correspondió» los repetidos vivas del pueblo y repiques de campanas[70], además de la salva general de todos los castillos y descarga cerrada de fusilería de toda la tropa que estaba formada dentro de la plaza[71]. Presenciaron este solemne acto los tribunales de la Real Audiencia e Inquisición, cerrados por nueve días, y el Cabildo eclesiástico. Los ministros de la Audiencia y el Cabildo eclesiástico lo hicieron desde sus respectivos balcones, en tanto que la Inquisición lo hizo por convite especial del historiador Viera y Clavijo en su casa de tres pisos que estaba concluyendo en dicha plaza, «desde cuyo balcón asistió en forma de tribunal»[72]. La proclamación, aunque es un acto que tiene lugar muy de tarde en tarde, permite el lucimiento de los regidores y deja traslucir la vertiente social del cargo. La suya y la de sus familiares. De aquí el que se destinara el balcón del Ayuntamiento para que asistan en él «la señora corregidora y las mujeres, madres, hijas, hermanas y viudas de los señores regidores, que viniesen con los señores concejales en cuerpo y con la decencia correspondiente a tan decoroso acto»[73].
Concluida esta ceremonia, el alférez mayor con el Real Estandarte en la mano, el corregidor y demás miembros del Ayuntamiento, todos montados a caballo con ricos jaeces, iniciaron el paseo de la proclamación por las calles de la ciudad «con la misma etiqueta, formalidad y ceremonias» que se observaron en la de Carlos III, según lo acordado por el Cabildo el 21 de marzo de 1789[74]. Como la compañía de caballos que iba delante de la ciudad en los actos de la proclamación se había suprimido, en su lugar concurrieron «cuatro alguaciles», vestidos «a costa de la Ciudad»[75]. Las calles del paseo se prepararon para la ocasión porque el Cabildo, «solo con tan plausible ocasión de proclamación», había permitido «sacar rama de la Montaña (de Doramas) y Pinares para enramadas de las calles, excepto del Monte Lentiscal», al tiempo que se suplicaba al corregidor ordenase por bando que «todos los vecinos de la carrera aderezasen las casas y las blanqueasen y colgasen y decorasen»[76].
Hubo un solo acto de proclamación y juramento en el teatro levantado en la plaza mayor porque no se ejecutó el acuerdo de 3 de agosto de 1789 por el que se pretendía que dicho acto «se repita en la plaza de señor san Bernardo, a cuyo efecto se arme otro tabladillo». De dicho acuerdo apeló a la Audiencia el alférez mayor don Francisco del Castillo para que «se guardase la costumbre de hacer un acto solo en la plaza de Santa Ana», la que se oyó en ambos efectos por la Ciudad, aunque «ya había ejemplar de haber repetido en dicha plaza de san Bernardo en la jura del señor rey don Carlos II, año de 1666»[77]. Por tanto, la proclamación se celebró sin resolverse si dicho acto se debía hacer en dos partes o en una sola, acordándose en cabildo de 16 de octubre que los autos «pasen al abogado»[78].
El paseo o carrera concluía en la misma plaza, «donde se fijó el Real Pendón en su sitio correspondiente; y allí se tremoló segunda vez por mano del corregidor con nueva descarga de artillería y fusilería». Las salvas ejecutadas por los castillos de esta guarnición y plaza al descubrirse el real retrato y a la conclusión del paseo por la ciudad y entren los señores capitulares en su sala, al apearse[79], fueron solicitadas por la ciudad en oficio de 24 de marzo (firmado por Romero y Laisequilla), según acuerdo de 16 de marzo, al comandante general Branciforte, quien las autorizó por carta de 18 de abril de 1789. Como estos actos se celebraban de tarde en tarde, surgían dudas en torno al número de salvas que se debían hacer[80]. Así, en cabildo de 27 de julio de 1789, se vio un oficio del gobernador de las Armas de la isla pidiendo «razón del estilo que había en cuanto al número de salvas el día de la proclamación», se acordó dar dicha razón[81], se insistió en la petición en el celebrado el 4 de agosto, pero esta vez «por testimonio de lo que resultase de los libros capitulares», y se acordó su remisión[82]. La ciudad también pidió a Branciforte mandase concurrir y poner sobre las armas los regimientos de la ciudad de Las Palmas y de Telde, como los más inmediatos, así como la compañía fija de esta ciudad de tropa viva y las dos de artillería. Por carta de 18 de abril de 1789, Branciforte, además de agradecer a la ciudad el esmero puesto en este acto, manifestó haber dado órdenes al gobernador de las Armas para que se hiciese cuanto se pide, salvo «de la novedad de hazer vajar el Regimiento de Telde que, desde luego, traería gravamen y perjuicio a muchos pobres», lo que era contrario a las intenciones del monarca y, evitándose, se obsequiaba mejor a «los pobres y al rey»[83]. Al margen de la brillantez del acto, la presencia de la tropa era necesaria para el mantenimiento del orden, razón por la que, en cabildo de 9 de mayo de 1789, se acordó «in voce» escribir al comandante general para que, dando las órdenes oportunas al gobernador de las Armas, preste los auxilios de patrulla que se necesiten durante las funciones de proclamación[84].
Una vez concluido el acto, se retiraron las autoridades y tribunales que habían quedado formados en la misma ceremonia. Por la noche del mismo día «se sirvió con esplendidez y lucimiento un refresco general» en casa del alférez mayor «en obsequio al soberano», el cual se concluyó «con bailes y música y cantaron algunas de las señoras concurrentes». Esa misma noche también comenzaron las luminarias.
El alférez mayor: refresco en su casa la noche del 10 de septiembre
Figura esencial en el acto de la proclamación por tocarle levantar o tremolar el pendón junto con el corregidor de la isla. El 17 de marzo de 1788, un año antes de iniciarse los preparativos para la proclamación de Carlos IV, había muerto el alférez mayor don Fernando Bruno del Castillo, primer conde de la Vega Grande y a quien había correspondido levantar el pendón en la proclamación de Carlos III en 1760. Cuando el Cabildo acordó fijar la fecha de la proclamación de Carlos IV para el 26 de julio, también dispuso que por uno de los escribanos de Cabildo se diese aviso al alférez mayor «para que lo tenga entendido»[85]. Por entonces, don Francisco J. del Castillo Ruiz de Vergara Amoreto, el primogénito de don Fernando, no había obtenido el título de regidor y alférez mayor perpetuo de la isla, el cual le fue expedido el 20 de marzo de 1789 y fue recibido como tal en cabildo de 24 de abril de 1789, jurando, según la fórmula de estilo, asistir la mayor parte del año a los cabildos[86]. En el cabildo del día siguiente 25 abril, el alférez mayor pidió «se le guardasen fueros y preeminencias, yéndole la Ciudad a buscar y llevar a su casa la víspera y día de san Pedro Mártir». En respaldo de su petición presentó una ejecutoria de amparo de la Real Audiencia, «pero reservándole en ella el derecho a la Ciudad». Después de la salida del alférez mayor, se acordó llamar a cabildo para el lunes 27 de abril[87]. En dicho día, habiéndose tratado y conferido sobre si la ciudad «pasaría toda junta con su corregidor a traer y llevar a sus casas la víspera y día de san Pedro Mártir al señor alférez mayor», se oyó el dictamen del abogado:
reducido a que en el día no podía fundarlo por no tener a la vista todos los antecedentes aunque sí la ejecutoria de posesión presentada por el alférez mayor, y, habiendo por particulares, convenidose se consultase a la Real Audiencia respecto a haber más de treinta años que no se usaba este privilegio y que, en caso que la Real Audiencia determinase que se le fuese a buscar, se ejecutase con la protesta de que no parase perjuicio al derecho de la Ciudad, y que desde luego se pidiesen los autos a la Real Audiencia, se llevasen al abogado de la Ciudad y se entablase el juicio de propiedad.
En consecuencia, se acordó se haga «la consulta que han propuesto dichos señores (particulares)» al tribunal al día siguiente «a primera hora de audiencia» se le ofrece el abogado, si así lo quería la ciudad, a pasar a dicho tribunal «a alegar lo conveniente» y se acordó aceptar la oferta y darle las gracias[88]. El 28 de abril, estando juntos en el cabildo «todos los señores (concejales) para pasar a las vísperas de san Pedro Mártir, patrono de la isla», entró el escribano de Cámara y dio lectura a dos autos de la Real Audiencia. Por el primero, se mandaba a la ciudad que, bajo de las protestas hechas en el cabildo del día anterior, «pasase a buscar según costumbre al alférez mayor a sus casas la víspera y día de san Pedro Mártir, patrono de la isla»; y por el segundo, que, «en caso de no poder asistir el señor corregidor por enfermedad u otros motivos legítimos, fuese en su lugar el regidor más antiguo que se hallase presente». La ciudad, a uno y otro, acordó «se haga como lo dice dicho tribunal»[89]. Y no hubo más problemas, solo que el día 9 de mayo de 1789 se leyó el certificado del modo y forma que en dicho día de san Pedro Mártir pasó la ciudad a buscar y llevar a su casa al alférez mayor[90]. Aunque la cuestión sobre el acompañamiento del alférez mayor tuvo su continuidad con posterioridad a la proclamación de Carlos IV, durante la celebración de esta no hay constancia de que por parte del alférez mayor se exigiera al Cabildo y su corregidor el cumplimiento de dicho privilegio.
En la noche del día de la proclamación, el alférez mayor don Francisco del Castillo dio en su casa un refresco y baile «que duró hasta las dos de la mañana». A él no asistió el corregidor don Vicente Cano porque «no se convidó a su mujer». Quizá por este motivo, la noche del 17 de septiembre, para concluir las reales funciones, después de la representación de la «tragicomedia titulada Antaxerjes» o «La lealtad de un hijo vence la crueldad de un padre», el corregidor don Vicente Cano, «sin haber sido costumbre sino por lucirlo y emulación del alférez mayor», dio en su casa de la calle de la Herrería «un abundante refresco» o «un refresco general» a todas las personas de distinción, «al que no asistió dicho alférez, ni los inquisidores, ni el oidor Mier». Todo se remató «con bailes y música y varias tonadillas que ejecutaron perfectamente las señoras convidadas»[91].
Para este refresco, el alférez mayor contó con la «fortuna» de «que haya nieve en Canaria, porque si no le hubiera costado muchos pesos traherla de Tenerife[92], y con el riesgo de malograrse y faltarle el lucimiento de su función»[93]. Los primeros meses de 1789 fueron muy secos hasta que llovió la noche del 24 y 25 de febrero y nevó prodigiosamente los días 5, 6 y 7 de marzo «como ia (h)avía muchos años no sucedía en Canaria, de suerte que fueron llenos los dos posos del Cabildo eclesiástico y el de la Real Audiencia»[94]. Las «gentes» invitadas hicieron lo imposible por lucir sus mejores galas, «desbaratando batas y vestidos, y volviendo a hacerlos, según sus modas«, y «muchas de las doncellas se aderesan porque están convidadas para servir el refresco»[95]. El refresco, «accidentalmente se deslució, porque en lo formal tenía todas las qualidades de muy lúcido por la abundancia de (h)eladas distintas y de dulces muy de gusto y delicados, fue real su lucimiento y no había más que hacer al deseo». El «deslucimiento» se debió a la «mala disposición de los que lo dirigían y corto número de sirvientes para el crecido de concurrentes, que llegaría a 300 personas, poco más o menos». La sala contenía, con su alcoba:
más de 200, y para esta entrada no tenían sino doce salvillas servideras, y éstas dilatadas pues, después de dar platos, se pasó mucho tiempo sin servirse, y al principio entraron solas dos, porque esperaron a llenarlas después del repartimiento de platos, y entre las que lo servían había parte de ellas que no querían entrar en la pieza por vergüensa, y esto atrasó mucho el servicio, por lo que resultó que, quando volvían a entrar, ya los que primero tomaron tenían vacíos los vasos, y tomaban los que habían de seguir a los que no habían tomado, y con esta falta se confundieron y atrasaron el servirlo bien.
De esta manera:
los de la sala y alcoba estubieron recibiendo una hora vasos, y los que estábamos en el corredor de vedores todo este tiempo, y, aun después de haber empesado a servir a los de fuera, se pasaban las más a la alcoba por hallarse en ella los que ellas discurrían más acreedores, y hací nos trataron como a gente de inferior clase estando muchos de los primeros, como sucede en tales ocaciones que no caben todos en la pieza principal, pues había marqués, canónigos, religiosos y, de lo distinguido, la mayor parte.
En opinión de don Jacinto A. Falcón:
es cierto que para tanta concurrencia, eran presisos veinte y quatro salbillas o, al menos, diez y ocho seguidas para cubrir los de las piezas interiores, y de esa suerte se seguiría la de fuera en segunda salida, y de tercera podrán cubrir segunda ves la sala, y así sucesivamente, con lo que sería servido con lucimiento.
Todo esto lo atribuye al «genio» de don Francisco del Castillo, «que es particular, y los asociados que tenía no de semejantes en sus ideas».
Sin embargo, no le pareció deslucido la forma de servir los dulces, «en platos, a cada uno el suyo, pero bastante llenos», por «la cantidad y por la séquela», concluyendo que:
hoy se hace presiso en semejantes concurrencias valerse de tales arvitrios para no verse deslucidos los refrescos porque, como es una junta de todo género de edades, y aun de criansas, practican muchas desatenciones y grocerías en el tomar los dulces, como no se ignora.
Incluso señala que vio a algunos que:
sin embargo de haber válidose de dar a cada uno su plato bien lleno y para quitar confusión dexarle el plato para seguir por allí a los que no se les había dado, lo ocultaban muchos…, y volvían a tomar otro.
Tras señalar que «hay muy mala crianza entre nosotros», pues «de todo sobró abundantemente», el deslucimiento «consistió en no haber, antes de dar platos, tener llenas las salvillas porque como eran tantas las que los dieron se evacuó esta diligencia brevemente y la salida de salvillas muy tarde. Este fue el accidental motibo de su deslucimiento»[96].
Las luminarias
Tres años antes de la proclamación de Carlos IV, en julio de 1786, «se dio principio por algunos vesinos principales al uso en esta ciudad de poner faroles para alumbrado de las calles»[97]. Este «origen del alumbrado de las calles de Canaria» no fue suficiente para eliminar la oscuridad, siendo las luminarias uno de los principales atractivos de la proclamación que se iban a celebrar el 26 de julio, poniéndose esa noche y las dos siguientes por todos los vecinos de la ciudad, previa publicación del correspondiente bando por el corregidor «bajo las penas que tenga por conveniente», y lo mismo en el balcón del Ayuntamiento, en las casas del corregidor y de los concejales, para lo que se les daría a cada uno «cuatro hachas de a cuatro libras»[98]. En las tres noches de luminarias inicialmente acordadas, «asistirá la música y orquesta de instrumentos de la Santa Iglesia al balcón de la Ciudad»[99], y, mediando aviso del escribano de Cabildo, los priores y abadesas de los conventos dispondrían los mismos repiques de campanas que en el acto de la proclamación[100]. A la iluminación de calles y plazas se añadiría la que se ocultaba tras los altares o arquitecturas efímeras colocadas delante de los edificios.
Con el retraso de la proclamación hasta septiembre, los días de iluminación se elevaron a seis «por juntarse la jura con el feliz parto de la reyna»[101], pues estas también se retrasaron hasta los tres días siguientes fijados para las de la proclamación real, para lo cual convino el Cabildo eclesiástico, mediante «oficio» recibido en cabildo de 21 de agosto, en hacerlas en los mismos días, «no obstante haber tenido aviso directo para ello del rey»[102]. En la noche del 10 de septiembre empezó «la iluminación general», que duró los tres primeros días dos horas, de las ocho hasta las diez, y los tres últimos, una de las ocho a las nueve[103]. Terminaron el día 15 coincidiendo con el inicio de las comedias.
Don Jacinto A. Falcón inició la descripción de la iluminación del entorno urbano de la plaza mayor por el palacio episcopal, señalando que «estaba muy lúcido, parecía un pedaso de cielo muy estrellado, por el orden y simetría, y el muy crecido número de luces». Para Martínez de Fuentes, lo que daba el mayor brillo a la bella decoración del Palacio:
eran las innumerables luces que se ponían por la noche. Todo cuanto largo en la repisa y cornisa de la baranda con la cornisa de los arcos componían otros tantos cordones luminosos con tan bello lucimiento que envelezaba a todo el pueblo aquel golpe de iluminación tan completo. Las muchas gradas del trono todas iluminadas con luces pequeñas y miradas de cierto punto de distancia parecía un hermoso trono de luces fosfóricas simétricamente colocadas. Ahora a los extremos del edificio de palacio estaban clavadas en la tierra dos como elevadas piras compuestas de ruedas horizontales de iluminación y en el jardín un gran sol oriental con ráfagas de vidrio el cual brillaba mucho por las luces que tenía a la parte posterior con otras muchas que estaban en todo el espacio del jardín, ya entre las macetas, ya en las paredes en figuras de círculos y semicírculos culados (colocados) perpendicularmente con tal gusto que todo contribuía a formar una de las más hermosas iluminaciones[104].
Al palacio episcopal seguían las casas consistoriales, teatro (donde se iban a realizarlos actos de la proclamación y juramento) y de la Real Audiencia, que para don Jacinto A. Falcón «también hacían muy vistosa y ceria vista con el mucho número de hachas». La casa de Viera y Clavijo[105] «también lucía mucho porque todos los huecos estaban llenos de luces, en cada cristal de las vidrieras una». La casa del marqués de Torrehermosa «también tenía todos los balcones muy llenos de hachas». La Catedral, «asimismo en su perspectiva mucha iluminación, aunque no lucía mucho por quedar detrás de ella»[106].
El resto de la ciudad o Vegueta, «también lucía bien»: el Seminario, según don Jacinto A. Falcón, «tenía una perspectiva muy lucida y bien iluminada»[107], añadiendo Martínez de Fuentes que todo el armamento del decorado de su edificio «se iluminaba por la noche por ser apto para transmitir luz, pues su lienzo era papel blanco fino, muy proporcionado al reverbero de las luces que en gran número contenían por la parte interior»[108]. Mención especial hace don Jacinto a la casa de «Huesterlin», que «se particularizó con mucho número de faroles iluminados»[109] y a la de «mi compadre» Vélez, “que sus sobrinos lo dispusieron con lucimiento”[110]. La calle de la Herrería, donde estaban situadas la casa del corregidor Cano y el colegio de san Marcial, «por las muchas luminarias de sus casas, era una de la de más brillo de la noche»[111].
En el barrio de Triana, «igualmente hubo sus particulares ideas de iluminación y figuras o invenciones»: la casa de Rocha «estaba muy iluminada y con mucha gracia»;al igual que la de Russell[112]; la de don Cipriano Avilés, «además de la iluminación, un barco corredizo de una esquina a otra, bien iluminado»[113]; doña Lorenza Hidalgo Galindo[114], conocida como la Galinda, «también presentó en el ayre un gran cavallo con el rey Guanarteme de Gáldar, bien puesto y armado con espada en mano, etc., fue celebrado de inteligentes»[115], a lo que añadió Martínez de Fuentes que todo el «armamento» descansaba sobre un pórtico ancho que servía de paso a la gente, de cuyo techo, en el medio, estaba «pendiente una grande araña de cristal para iluminarse de noche y encima otras muchas luces que hacían un vistoso aparato de decoración»[116]. Por último, el veneciano Lorenzo Zanqui «tenía, asimismo, una iluminación bonita»[117] en el «hermoso castillo» con que había adornado la fachada de su casa, cuyo «lucimiento era competente a su arquitectura y no solamente era de día vistoso, sino también por la noche, pues él se iluminaba en lo interior»[118]; al igual que Domingo Galdós y otros[119].
«Todos a porfía», en palabras de don Jacinto A. Falcón, «parece se empeñaron a manifestar su deseo de celebrar la exaltación de nuestro monarca»[120]. Por su parte, Martínez de Fuentes concluye que:
todos los ciudadanos de Canaria se esmeraron en cumplir tan bellamente con la iluminación de las seis noches mandadas por orden superior, que no contentos con una simple iluminación, bastante para desempeñar su deber, idearon modos particulares de iluminar; reputándolos sin embargo insuficientes para expresar al vivo su singular alborozo. La iluminación de vasos con agua de varios colores colocados en líneas paralelas por dentro de las vidrieras de algunas casas, presentaban a la vista un matiz de luces muy hermoso[121].
Como ejemplos de esta iluminación señala la casa de la Real Administración de Tabaco[122] y la de la Real Academia de Dibujo. La primera:
estaba iluminada en su fachada con muchos espejos de reflexión tan propios para multiplicar las luces como para hacer vistosas sus luminarias. Y para el completo lucimiento tenía todo el pretil de su azotea coronado de vasijas de alquitrán encendido, cuyo fuego lucía excesivamente
Por su parte, la casa de la Academia de Dibujo[123] «hizo pintar en un grande lienzo el escudo de las Armas Reales para colocarlo en la ventana principal de su fachada, y lo preparó con tal disposición que, puestas por detrás las luces, era una de las más vistosas iluminaciones»[124]. Con todo, según Martínez de Fuentes:
lo que contribuyó mucho a la perfecta iluminación de las calles fue el albeo de cal con que se mandó aseara todas las casas de la ciudad, por cuyo motivo, reflectándose las luces más vivamente, hacían más luminosa la carrera
Cuatro días de funciones del templo y de regocijos
En la mañana del día11 de septiembre, antes del comienzo de las diversiones, se cantó en la Iglesia Catedral una misa solemne votiva de acción de gracias, con sermón, que predicó, asimismo, el canónigo magistral don Luis de la Encina, estando expuesto el Santísimo después de la función de Iglesia, todo costeado por la ciudad. A dicha misa sólo asistió el Ayuntamiento. Con toda probabilidad, a tenor de lo acordado el 30 de marzo de 1789 para que una diputación “insinúe” al Cabildo eclesiástico dispusiese el aparato correspondiente para dicha misa, en el Presbiterio de dicha iglesia y lado del Evangelio, se colocó un dosel y, «debajo de él, los retratos de Sus Majestades durante el acto de dicha función»[125].
Por la tarde dieron comienzo en la plaza los cuatro días, del 11 al 14 de septiembre, de las funciones de «los regocijos» y las «diversiones de carros». Como escribiera don Jacinto A. Falcón:
tres días hubo por la tarde sus diverciones de carros, dos, bien formados y adornados, el día de los labradores, y el de escribanos y demás del gremio, bien puestas las damas que los llenaban con su orquesta de música, y que representaron bien, etc.; el otro fue de mariantes con su galera muy cabal, y otro lanchón de moros”. A todos acompañó “una máscara de los gremios muy bien puestos, y instruidos en las contradansas y otros vayles, que dicen lo hicieron muy bien[126].
En los cuatro días siguientes, del día 15 al 18 de septiembre, tuvieron lugar las funciones de comedias, cuyo primer día fue precisamente el último de las seis luminarias.
Agustín Millares Torres a partir del libro de apuntes tomados de la Inquisición y Francisco Martínez de Fuentes en su «Noticia» o «Diario de las Fiestas», nos han legado un relato detallado de las funciones que se fueron haciendo en los días siguientes a la proclamación. A las funciones celebradas entre el 11 y 13 de septiembre no asistieron “«los tribunales y Cabildo» con formalidad, pues «cada uno lo hizo de particular donde quiso». Por la noche, después de los regocijos, continuaba la iluminación, siendo numeroso el público asistente. Así lo constata Martínez de Fuentes cuando señala que el día 11 de septiembre fue «innumerable el concurso que paseaba por la calle» y el día 12 destaca «el concurso de gente, mayormente en la plaza, que fue excesivo»”[127].
El encargado de las diversiones del día 11 de septiembre era el gremio de los labradores. Ese día, según el relato de los inquisidores:
entró en la plaza mayor una comparsa de labradores, con dos yuntas de bueyes, fingiendo que sembraban, y llevaban los instrumentos rústicos propios de su profesión. Seguía una danza de labradores de Teror y otra de matachines, y cerraba un carro triunfal tirado por cuatro caballos y dentro cuatro niños, vestidos con los frutos, representando las cuatro estaciones del año y una música[128].
El relato de Martínez de Fuentes es mucho más extenso pues:
salió en un carro muy vistoso la diosa Ceres con sus ninfas y unos jóvenes enmascarados, tocando instrumentos músicos que formaban una alegre orquesta. Venían rodeando el carro varios labradores con instrumentos de labranzas y por delante una danza de matachines perfectamente ensayados. Prendía esta comparsa un Fauno montado en una bestia como Dios solariego de los campos; y la guarnecía una compañía de soldados turcos armados de fusiles para adorno de la comparsa y para impedir el tumulto. En esta forma llegaron a la plaza y puestos delante de los reales retratos, descargando la fusilería, la diosa Ceres en pie dijo una Arenga poética; la cual concluida se empezó la danza de matachines, que se ejecutó con primor, tomando la contradanza los instrumentos de orquesta. Concluido todo, repitió segunda descarga la fusilería, saliendo del mismo modo formados para divertir la carrera[129].
Con posterioridad, añade Martínez de Fuentes:
entró en la plaza una máscara perfectamente ridícula (máscara de los procuradores), pero muy graciosa que formaron la procesión en trajes de togados con otras mil posturas y andrajos tan bien dispuestos que en la línea de irrisible que excitó la risa de todos los espectadores[130].
La información inquisitorial, en cambio, señala que los procuradores hicieron «una mojiganga, vestida ridículamente, aludiendo a su profesión», al día siguiente 12 de septiembre.
La mañana del día 12 no hubo acto alguno. Por la tarde, según el relato de los inquisidores, entró en dicha plaza «una danza del gremio de herreros y después otra de pescadores y mareantes, con los instrumentos propios de su instituto, redes, pesca, etc.». A esta danza le seguía «un lanchón de moros» o «una barquita muy curiosa de moros con vestidos tales, tirada por un par de bueyes», luego una «galera española», tirada «por tres pares de bueyes», con bastantes remos y tripulación, «bien vestida y toda muy armada». En la plaza, según el relato de don Jacinto A. Falcón, hicieron todo lo que practican en los encuentros de mar con enemigos, «hubo muchos tiros de una y otra parte, y, por fin, la rendición de moros, reconociendo a nuestro monarca por soberano»[131]. Acabado el combate, bailaron los herreros su danza y los procuradores, una mojiganga, «vestida ridículamente, aludiendo a su profesión». En el relato de los regocijos de este día hecho por Martínez de Fuentes se concreta que, en la tarde del día 12:
sacaron los mareantes, conducidos por bueyes, dos barcos, una galera y una goleta de muy buena construcción, particularmente la galera con bandera y gallardetes turcos y la goleta con pabellón y gallardetes españoles; cada cual armada con su respectiva tripulación en traje de la propia nación. Acompañaba a esta comparsa un número de pescadores enmascarados con instrumentos de su ejercicio; una danza diversa de la del segundo día también con máscaras y su guarnición de soldados trucos con fusilería. Llegaron en esta disposición a la plaza la goleta primero que la galera, ejecutando propiamente las bordadas necesarias. Llegó después la galera, y al avistar a la goleta habiéndose hablado con bocina enarbolaron su pabellón cada uno, asegurándolo con un cañonazo, pues tenían su artillería de pedreros; vinieron al combate se cañonearon recíprocamente con artillería y fusilería; abordó el turco el barco español, rindió su bandera y después de haber transbordado su gente se concluyó la operación con salva de artillería y vivas al Rey. Estuvo este espectáculo muy divertido y entretuvo bastante rato. Siguiose al contradanza delante de los reales retratos, tocando los instrumentos unos enmascarados y con ello se dio fin a la tercera tarde[132].
En la mañana del domingo 13 de septiembre «tampoco hubo nada» y la tarde la destinaron a la cucaña y a un «jueguillo de toros». Empezaron los regocijos:
por un juego de artificio de toros de cartón manejados por hombres. Los picadores parecían estar montados en caballos también de la misma materia y los toreros siempre con máscaras. Esta diversión, para satisfacer completamente no faltaba más que ejecutarse a lo vivo. Siguiose después una danza con máscaras tocando para este fin la música[133].
En opinión de don Jacinto A. Falcón, este «jueguetillo» no salió tan bien «por la direc(c)ión de Pinzón, salió como suya la imbención»[134]. Según el informe de los inquisidores, «fue lo peor de la función», que se redujo «a sacar dos toros y dos caballos de pasta que llevaban los cerrajeros, queriendo imitar con ellos una función de toros, pero en su ejecución mostraron no haber visto en su vida alguna». Después del «jueguillo» se procedió a «despojar» o a «dar a saco» a una cucaña que los mercaderes hicieron sobre la fuente situada en el centro de la plaza y llenaron de cuartos de carne, pan, calabazas, palomas, cerdos, cabras y carneros vivos, «diversión para los que cogían algo pero cosa simple para los asistentes», a juicio de los redactores del informe inquisitorial[135]. Don Jacinto A. Falcón no fue tan crítico con la cucaña pues señala que, además de costearla los comerciantes y que estaba bien provista de animales, aves y carnes, pan, verduras y frutas, «fue mucho el ruido y bullicio que hubo en la plaza y muchos tubieron que comer sus días con lo que tomaron»[136].
Por su parte Martínez de Fuentes señala que se concluyó la función:
con el espectáculo de una cucaña que estaba dispuesta en medio de la plaza de figura de figura piramidal, rematando en una hasta larga con bandera blanca y toda su altura era de 18 varas. Estaba provisto de todo género de carnes, comestibles, parte hecha en cuartos, parte viva, con abundancias de roscas de pan y en el medio una esfera cava como de una vara de diámetro llena de palomas vivas, la cual se abrió a la señala de un pistoletazo, a cuyo tiempo acudió a subir todo el populacho a tomar lo que estaba allí con una grande algazara y diversión de los espectadores[137].
Finalmente, en la tarde del día 14 entró en la plaza «una danza del gremio de plateros, fingiendo, con sus vestidos, todas las naciones», volviendo a salir «el carro triunfal» del día 11, «con su música y unos vestidos que figuraban las cuatro partes del mundo», y después siguieron los procuradores «con una mojiganga muy divertida»[138]. Martínez de Fuentes es más explícito y señala que en este quinto día de las funciones, las diversiones fueron:
un carro magnífico, el cual servía de pabellón una hermosa corona imperial y dentro de él iban sentadas cuatro bellas deidades que representaban a Europa, Asia, África y América en el traje propio de cada gente. Delante del carro caminaban una comparsa compuesta de europeos, asiáticos, africanos y americanos dispuesta para ejecutar bellas contradanzas. De guarnición venía el escuadrón de turcos que en los demás días y cerraban la comparsa cuatro enmascarados a caballo vestidos y pintados al estilo de cada una de estas cuatro partes. Así dispuestos llegaron a la plaza en donde cada una de las deidades dijo una breve y elocuente relación poética en honor del soberano, las cuales concluidas, se tocó la orquesta que iba dentro del mismo carro. A continuación empezó la contradanza de las cuatro naciones que se ejecutó con bello gusto y satisfacción de todo el pueblo. Al mismo tiempo entró en la plaza otra máscara fielmente ridícula que la del segundo día, presidida por el célebre don Quijote vestido con traje de su caballería y al lado su escudero Sancho. Varios pasajes de esta historia se representaban en las figuras con otras mil cosas alusivas a cada una de las partes del Universo. Toda esta comparsa con la máscara paseó después por las calles de la ciudad con el innumerable gentío que iba en su seguimiento[139].
El teatro de comedias
La representación de comedias era un acto habitual en las fiestas religiosas y en las proclamaciones reales. En el cabildo celebrado el 21 de marzo de 1789 se acordó que «ensayen cuatro comedias», que, a diferencia de lo ocurrido en la proclamación de Carlos III en 1760, se habrán de representar en la plaza mayor[140], donde se levantaría o formaría un teatro. Como en esa fecha, el acto de la proclamación iba a celebrarse el 26 de julio, la primera de las comedias se representaría el «octavo día después de la proclamación, o antes si se (h)avilitare el teatro, de que se dará aviso al público»[141]. Como escribiera don Jacinto A. Falcón a su hijo, había dudas de que las comedias fueran un éxito pues:
por costumbre, que jusgo será para reír, pero las gentes de España, como tienen deseo de representaciones, aunque sean ridículas, las quieren; y como serán por muchachos que ni han representado ni han visto hacerlo, parece que todos les hará gracia[142],
Concluyendo que «dicen saldrán mal por los malos representantes»[143].
Tres fueron las comedias que se representaron los días 15, 16 y 17 de septiembre, si bien el 18, a petición del pueblo y sin los retratos de los reyes ni ceremonial, se llevó a cabo la repetición de la última. Las representaciones se hacían por la tarde en la plaza, “desde las cuatro hasta la oración”, titulándose la primera «La Espigadera», cuya «ejecución se desempeñó bellamente tanto por la bondad del drama como por lo bien ensayados que estaban los actores, lo que causó al público un completo gusto y alegre entretenimiento». La segunda comedia que se representó el día 16 fue La vida es sueño y, en palabras de Martínez de Fuentes, «cada vez iba agradando más al pueblo la representación teatral y así fue más crecido el concurso»[144]. En la tarde del día 17 se representó la tercera comedia o tragicomedia titulada La Real Jura de Artajerjes o La lealtad de un hijo vence la crueldad de un padre[145], que se representó «con plena satisfacción de todo el concurso, contribuyendo mucho la propiedad de los trajes hechos al estilo oriental como esenciales para ejercitarse con primor las representaciones»[146]. Pese al pesimismo inicial, don Jacinto A. Falcón terminó por reconocer que, «respecto a la ninguna práctica, dicen lo hizieron bien y se entretubo la gente», añadiendo que «algunos juiciosos españoles y extrangeros han dicho que no esperaban ver aquí, esto, tan lúcido, etc.». Y concluye señalando que, en la isla de Tenerife, «es cierto y no podemos negar, hay muchas más facultades para hacer más y mejor lo que quieran, y supongo lo habrán hecho mejor que aquí, pero no con más concurrencia ni cuerpos tan respetables de tribunales».
La asistencia al teatro respondía a un orden. En su parte derecha estaba colocado el tribunal de la Real Audiencia, «en un tabladillo alto, cubierto de damasco con sus sillas de terciopelo, de toga y el señor regente sentado cerca del teatro». En el «mismo tablado, en sus silletas» se hallaban «la fiscala, la mujer del oidor Carbonell y la hija de Azofra», en tanto que los ministros de dicho tribunal lo estaban «en un banco de terciopelo, junto al pie del tabladillo, en el suelo». En el lado o parte izquierda lo estaba la ciudad o Ayuntamiento, «presidiendo el corregidor, frente del señor regente» y las «mujeres de regidores, corregidor y diputados, delante de ellos con sus silletas, lo mismo que las oidoras». El Cabildo eclesiástico y el tribunal de la Inquisición «no asistió en cuerpo» por «no colocarse después de aquellos»[147]. El tribunal de la Inquisición «no ignoraba la trama que había sobre darle puesto en el nuevo teatro» y que rodo nacía de la «mucha amistad» que el corregidor Cano tenía con el regente don Tomás Ruiz Gómez de Bustamante, llegado a Canaria el 23 de agosto de 1789[148], y con el fiscal de la Real Audiencia, pues «pasea con ellos y no hace cosa sin su parecer». A ello se añade que el fiscal era «poco afecto» al inquisidor fiscal:
con motivo de la mutación del teatro de comedias, no dejaría de haber torillo sobre los asientos, con que esto manifiesta que ya tenían supuestos los asientos en la forma que los han puesto y se confirma esta disposición, más, de que habiendo referido el señor inquisidor decano al señor oidor don Manuel Mier los recados del corregidor y demás que había pasado para que se compusiesen, sin ruido el señor Mier lo propuso al señor regente y le dijo que los señores inquisidores pedían con razón.
Llamado el corregidor a casa del regente, delante de los oidores Carbonell y Mier, le preguntó por «el nuevo plan», haciendo que lo ignoraba y, luego que le oyó, respondió que «estaba bueno, que él no tenía cuenta con inquisidores, que para inquisidor y medio que eran, se sentaran en cualquiera parte o que no fueran», y al señor Mier le dijo que «no volviera con chismes ni recados de inquisidores, por cuya razón riñó con el señor regente el señor Mier...»[149].
La arquitectura efímera
La celebración de la proclamación lleva consigo la transformación de una parte de la fisonomía urbana habitual. La ciudad de Las Palmas, al ser el escenario de la celebración, ve alterado su aspecto con construcciones de signo diverso. Se levantan templetes, altares y arcos de triunfo en las plazas y calles principales e, incluso, el aspecto externo de algunos edificios se remoza y engalana con falsas fachadas. Toda esta tramoya, como señala R. López, se completa con los carros triunfales que desfilan acompañados de comitivas y comparsas por las calles aderezadas con luminarias y colgaduras: faltó únicamente la exhibición de fuegos artificiales por estar prohibidos. Ninguno de estos elementos resulta gratuito: su orientación propagandística es manifiesta y por si acaso no lo fuera, los jeroglíficos y versos que cuelgan de muchos de ellos se encargan de manifestarla[150].
La decoración en la plaza mayor
La plaza principal o mayor «estaba bien adornada», con el «correspondiente aseo y decencia». Como escribiera Martínez de Fuentes, «los arcos de sus bocacalles, las fachadas de sus edificios principales hermoseadas y todas sus ventanas con colgaduras la hacían brillar con mucho lucimiento»[151]. Se trataba de convertir todo el entorno en un espacio lleno de luz y belleza con el fin de exaltar la grandeza de la Monarquía y la fidelidad de Gran Canaria al poder real. Esta arquitectura efímera tiene una finalidad propagandista que pretende hacer visible, aunque sea de forma idealizada, los aciertos y las esperanzas en el gobierno del nuevo rey. Los arcos que se levantan y los lienzos que se extienden a lo largo de las fachadas de los edificios conjugan motivos y temas iconográficos del mundo clásico que hacen más explícitos los contenidos[152].
El «frente» de las casas consistoriales y de la Real Audiencia, en palabras de don Jacinto A. Falcón, «se hallaba muy lúcido y magestuoso»[153], estando adornadas en expresión de Martínez de Fuentes, «con el mismo edificio que se construyó de intento para que sirviese de teatro a las comedias». Este teatro, levantado en medio de ambas casas:
excedía en algunas varas el techo de los portales y, en lo más alto, (en “el segundo cuerpo del teatro de comedias”) colocados los reales retratos (o los retratos de los reyes), devajo de un docel, con bastante magestad, y a sus pies se puso la Real vandera con la guarnición correspondiente[154].
Al decir de Martínez de Fuentes, su fachada «estaba ciertamente vistosa». Era:
un anchuroso pórtico escarzano de madera con gruesas pilastras azules y chapiteles dorados se orden jónico, el cual servía para las entradas y salidas a las representaciones teatrales. Sobre la cornija del pórtico estaba una grande baranda y en los extremos por una parte un famoso León bastante corpulento de bulto, sosteniendo recostado el escudo de las armas de Castilla y de León; por la otra un hermoso can en la misma postura con las armas de Gran Canaria. Al mismo lado de las barandas se levantaba una especie de nicho grande de orden romano, rematando en un bello frontón. En este nicho estaba colocado un magnífico dosel de damasco carmesí con galones y flecos de oro, bajo el cual estuvieron expuestos al pueblo, ínterin duraron los regocijos públicos los retratos del Rey y de la Reina nuestra Señora. Durante el día y la noche había dos centinelas para custodiar los reales retratos a los dos lados del dosel y desde la oración se encendían doce hachas grandes de cera puestas en blandones de plata al piso de dicha baranda para servir de iluminación. En medio de la baranda volando hacia la plaza estaba colocado el Real Pendón de la proclamación, hecho de rico tisú con el escudo de la nación en el centro. Últimamente, para que los corredores de hierro que hay en las fachadas de las casas de la Audiencia no quedasen sin adorno se vistieron de unas barandas doradas con relieves hechos primorosamente y dispuestos de modo que decorasen de día y luciesen con iluminación por la noche[155].
Los balcones de la Audiencia y del Ayuntamiento estaban «muy bien puestos»; en ellos «se presentaron las damas de una y otra gerarquía muy llenas de plumas, con sus lucidas batas y demás del gusto del tiempo»[156].
La casa regental «no dexaba de tener algún vestido que la hacía bien vista»; la que le seguía, que era la de Polo[157], «también tenía su adornito en balcón y bentanas que no desagradaba». Una y otra casa aparecían:
con bastante alma en las damas que las llenaban: en la regental la madama Monteverde y la Tavares, y otras no de esta gerarquía; en la de Polo la Falcón, reyna doña Isabel y sus infantas, y otras, todas con bastante artíficio[158].
El palacio episcopal «hacía todo su frente una perspectiva agradable, llenaba aquel costado de plaza de una deleytosa vista». En opinión de don Jacinto A. Falcón, «había de estar siempre vestido de aquella idea, solo le faltaba el alma femenina»[159]. Martínez de Fuentes añade que todo lo largo de la frontera de dicho palacio:
que es de bastante longitud, estaba adornado con una hermosa baranda corrida de balaustres azules en fondo blanco. El piso de ella quedaba sobre la puerta mayor de la casa episcopal. Volado a la calle por partes más de una vara y con tanta seguridad que se andaba libre por encima de él. De la cornisa de la baranda por toda su longitud se levantaba un orden de arcos pequeños correspondiendo a cada una de las ventanas de la fachada, aforrados todos de rama verde, con tal orden que presentaban a los ojos una de aquellas alegres perspectivas de arcos de arboleda que suele verse en los ángulos de los jardines grandes. Al medio de este edificio se levantaba desde el suelo un lúcido pórtico de tres fases mirando todos a la plaza, (en) cuya cornisa estaba colocado un trono de muchas gradas donde descansaba un hermoso pabellón, bajo del cual se contenía el escudo entero de España perfectamente pintado. Todo esto estaba dentro de un hermoso nicho de orden corintio sobre cuyo frontón descansaba una estatua de mujer muy majestuosa con sus jeroglíficos en las manos para significar la Religión. También se había formado ingeniosamente para la diversión pública en el ancho espacio del pórtico un divertido jardín, bien repartido en cuarteles de yerbas y en medio una pila de agua que continuamente brotaba con una violencia suficiente para elevarse al techo del jardín, lo cual divertía mucho la vista de los que miraban[160].
La Catedral, «también tenía su poco de adorno en el frente y pórtico». Aunque el comisionado encargado de su decorado, el tesorero de la SIC, abandonó el encargo con el motivo de hallarse con la diputación que enviaba el Cabildo eclesiástico a la función de «Nuestra Patrona», en Teror, y «no haber querido la Ciudad alargar algunos días la proclamación”, permaneciendo “por allá hasta finalizadas estas fiestas», también «hacía una gustosa perspectiva en un lienso que, sin sobrepuesto ni dobles, representaba un pórtico bien acompañado de colu(m)nas, frisos, cornizas, y demás correspondiente, lucía el arte del dibujante o artífice»[161]. Martínez de Fuentes complementa la información proporcionada por don Jacinto A. Falcón señalando que:
en la frontera de la Iglesia Catedral, se dispuso y colocó una de las mejores perspectivas que puede fingir la mano de un hábil artífice. Estaba pintada de color de mármol oscuro en lienzo fino, formando un majestuoso pórtico con ocho columnas y sus respectivos pedestales, todo de orden jónico. La cornisa superior del pórtico y todo su frontón estaba guarnecido de dentellones fingidos a la sombra, siendo estos adornos tan propios de una bella arquitectura. Sobre la cornisa del pórtico estaba colocado el escudo de las Armas Reales, como que era el sello de estos públicos monumentos. Remataba todo unos grandes perillones que adornaban a una hermosa jarra de flores, que era el trofeo de armas de la Iglesia Catedral, colocada encima del frontispicio. En el centro de este pórtico había una tarjeta grande con una pieza latina que explicaba el objeto de esta decoración. También había otras varias poesías en los pedestales en honor de nuestro soberano[162].
El otro lado de la plaza también «tenía algunos trosos vestidos». El costado del lado de la casa que vivía el marqués de Torrehermosa[163].
lo adornó con una especie de tapiz con algunas figuras que, aunque feas, hacían su figura; los balcones con pavellones y cortinages, y, lo más lucido, el lleno que tenían de madamas de primera plana, muy francesas algunas y, entre ellas, tú hermana Dolores[164].
La descripción de don Jacinto A. Falcón se complementa por Martínez de Fuentes diciendo que:
toda la fachada de su casa, desde la cornisa del techo hasta el suelo, estaba vestida de un grande lienzo de pinturas divertidísimas y jeroglíficos versos que aludían a los trofeos de su antigua y noble casa y a explicar el escudo de sus armas; acompañando a esta perspectiva otras muchas pinturas de imaginación para entretener la curiosidad de los aficionados. Volaban también de la pared guardando orden unos tres balcones adornados con el mismo gusto y, sobre ellos, unos pequeños arcos igualmente adornados para de allí asomarse a las funciones de la plaza. Finalmente, en el balcón del medio estaban colocadas las Armas del Rey y las del Marqués a la izquierda. Todas estas pinturas, miradas una por una, ofrecían por sí solas objeto bastante alegre y divertido[165].
Además de “estos adornos excelentes” que hermoseaban con lucimiento la plaza, añade Martínez de Fuentes:
contribuía no poco a su mayor brillo el adorno de las demás casas particulares, pues ninguna se veía sin que estuviese regularmente adornada, no sólo los balcones aforrados de damasco y de otros generosos lucidos con sus pabellones que daban mucha gracia a la general decoración[166].
Entre estas casas estaba la de Mariquita Antonia[167], que seguía a la del marqués de Torrehermosa, que «tenía su balcón bien adornadito, aunque no se manifestaba el alma pues, con el luto, todas entre sombras»; continuaba la de don Antonio Ruiz[168], quien «quitó a su balcón el medio cuerpo alto, y formó una carrosa de las musas, que cada una hacía su papel o figura»[169]. En el medio de este lado de la plaza se ubicaba la casa de Viera y Clavijo[170], que, en palabras de don Jacinto A. Falcón:
lucía su realidad, no tenía sobrepuesto más que el cortinage que se acostumbra poner en todos los balcones y ventanas; en el primer alto estaba el tribunal de la Inquisición, el que ocupaba el balcón con el citial y armas de Inquisición, las ventanas de avajo los ministros, y las dos de arriva las madas Rochas y sus consortes, las de Dapelo[171] y otros; en el más alto había gentes pero no supe quienes fueron[172].
Por el particular gusto de su adorno, opinaba Martínez de Fuentes, la casa de hermanos Viera y Clavijo «no se puede omitir en este papel», añadiendo que:
en cada uno de los vidrios de las muchas vidrieras que tiene la fachada de su casa, se veían figurados de color carmesís, ya un orden de coronas guardando bella simetría, ya leones interpolados con las coronas; y, en fin, según un arreglado gusto, se iban colocando de suerte que agradasen mucho a la vista. Por la noche correspondía a cada vidrio una luz. Así se formaba completamente una vistosa iluminación. También su azotea está adornada de unos excelentes vasos etruscos llenos de flores artificiales que la adornaban con gracia particular[173].
A la casa de Viera seguía la de Icaza que, «con la acostumbrada economía suya, tenía sus remiendillos en ventanas y balcón de pavelloncitos, etc.»[174]. Cerraba este lado de la plaza la casa del regidor don Antonio Romero Zerpa, con:
sus cortinas, pero tenía su alma de dos cuerpos, de madres, y reformadas uno; y otro, que era el más reducido, de la Grande Zerpa Manrrique, doña María de la Luz, doña Joaquina Manrique, tú madre[175] y otras, que no tengo presentes[176].
La decoración de las restantes calles y casas de la ciudad
El resto de calles y casas de la ciudad, en particular las de la carrera por donde andaba el paseo de la proclamación, estaban:
completamente adornadas no sólo con colgaduras y pabellones, sino también con decoraciones de sus fachadas o de arquitectura o de otras piezas de gusto fabricadas de suerte que luciesen por el día y se iluminasen por la noche[177].
El propio Martínez de Fuentes reconocía que «sería infinito escribir en particular de la decoración de cada una de las casas. Casi todas sin distinción adornaban según los posibles sus ventanas, puertas y balcones». Ni tan siquiera los conventos de religiosos dejaron de adornar e iluminar sus torres, «y con particular claridad el convento de padres franciscanos que colocaron en su campanario una estatua colosal que toda ella se iluminaba a las horas acostumbradas»[178]. Con estas decoraciones, sus propietarios o inquilinos se esforzaron en hacer visible su lealtad a la Monarquía y su preeminencia ante la sociedad no solo durante el día, sino también en las noches de luminarias dado el innumerable concurso de gente que se congregaba en el escenario de la fiesta.
En el barrio de Vegueta, el Seminario conciliar, establecido en las antiguas casas que fueron de los jesuitas expulsados por Carlos III en 1767:
se adornó toda su fachada con una hermosa galería de balcones postizos colocados a la misma dirección del balcón rectoral, que es el único fijo de la fachada. De estos balcones dos salían volados a la calle con simetría más que los otros sostenidos sobre dos repisas fabricadas de la misma materia que los balcones y pintadas con bastante gusto. El número de los balcones eran siete con los dos de las extremidades que tenían figura triangular para cerrar perfectamente este orden. Cada uno de los balcones sirviendo como de pedestal recibía sobre sí dos columnas curiosamente fabricadas de orden compuesto con chapiteles del mismo género y de bastante proporción para sostener un vistoso arco triple y encima de él un gran remate con sus dos perillones hechos a la mayor perfección. Todo esto colocado en la fachada formaba un orden majestuoso de pórticos que hermoseaba con bastante gracia la frontera de esta casa. Agregase a esto el brillo particular que daba a este edificio estar todo su fondo vestido de damasco encarnado y en medio un gracioso pabellón bajo el cual estaba colocada una elegante inscripción latina que empezaba con el nombre de nuestro augusto soberano escrito con letras de oro. También se pintaron en los remates de cada arco unos trofeos de las Armas del Rey, como los escudos de Castilla y León colocados en el medio y a los lados las armas de Granada y las de Gran Canaria. Todas estas pinturas eran alegres y entretenían la vista. No faltaron tampoco algunas inscripciones latinas y castellanas. En unas felicitaba el Seminario conciliar al Rey en la amable compañía de la Reina nuestra señora y en otras manifestaba al público sus lisonjeras esperanzas de que bajo la protección del nuevo Rey verá preso dentro de sus aulas las demás ciencias que le faltan para su completo adorno. Todo este armamento se iluminaba por la noche por ser apto para transmitir la luz, pues su lienzo era papel blanco fino, muy proporcionado al reverbero de las luces que en gran número contenían por la parte interior[179].
La casa que vivía el corregidor don Vicente Cano, en la calle de la Herrería, propiedad de una hija de don Esteban Llarena Calderón, marqués de Acialcázar y Torrehermosa[180]:
tenía en su fachada un grande pórtico de madera que constaba de dos cuerpos, de los cuales el que tenía como de base era más ancho. Ambos eran de una misma arquitectura, pero el cuerpo superior estaba adornado de colgaduras y en este mismo se ponían las hachas para la iluminación de la noche. Cada uno de los dos cuerpos tenía sus tres iguales faces para que, mirado de cualquier lado, ofreciese al instante el punto de vista que debía representar. Esta arquitectura estaba bastante alegre y hermoseaba primorosamente la fachada[181].
En la misma acera de la casa del corregidor se hallaba el Colegio de san Marcial[182], «cuya decoración de balcones y ventanas, particularmente de noche, con las luces que contenía, hacía resplandecer con grande claridad la calle»[183].
En el barrio de Triana, además de sus «particulares ideas de iluminación», también hubo, como escribe don Jacinto A. Falcón, «figuras e invenciones». La casa de don Cipriano Avilés tenía «un barco corredizo de una esquina a otra bien iluminado» y la de la Galinda «también presentó en el ayre un gran cavallo con el rey Guanarteme de Gáldar, bien puesto y armado con espada en mano, etc.», añadiendo que «fue celebrado de inteligentes»[184]. Martínez de Fuentes, aunque la Galinda era la mujer del maltés don José Greck, atribuye este último decorado a la compañía de malteses comerciantes, que:
levantaron en medio de la ciudad de Las Palmas un magnífico trofeo que servía de mucho adorno. Al nivel de las ventanas, apoyado sobre firmes pilares colocaron un tabladillo de todo el ancho de la calle sobre el cual erigieron una famosa Estatua colosal hecha con exquisito primor, montada en un grande y perfecto caballo que representaba al Guanarteme de Gáldar, príncipe de aquel territorio cuando se conquistó la isla. Aludía esta representación a la expedición que hizo este rey, acompañado del General de la conquista, para reducir a los Menceyes de Tenerife a la obediencia de los Reyes de Castilla. Esto se explicaba en unos versos que estaban escritos al pie de este edificio. Todo el armamento descansaba sobre un pórtico ancho que servía de pasaje a la gente. Del techo de este pórtico estaba en el medio pendiente una grande araña de cristal para iluminarse de noche y encima otras muchas luces que hacían un vistoso aparato de decoración[185].
Llamativo también resultó el decorado de la casa de un «comerciante veneciano», al que con toda probabilidad cabe identificar con don Lorenzo Zanqui[186], que adornó su fachada:
de un hermoso castillo trabajado con bastante curiosidad. Su entrada al piso de la calle era un pórtico en cruz para entrar a otras dos piezas del castillo, cuyas puertas se divisaban de su punto de vista. En estos pórticos se registraba un bien formado escuadrón de esclazones y otras varias pinturas para adorno de lo interior. En el fondo del pórtico recto se verá un animal nocturno con una inscripción de los salmos en la mano expresando claramente el Mecenas a quien se dedica la decoración Dico ego opera mea Regi. Había también en los dos lados de la frontera del castillo unas poesías castellanas en honor de nuestro soberano, explicando para el intento unos pasajes de Virgilio y de Marcial. Luego sobre la cornisa del castillo se levantaban tres más bien hechas pirámides, de las cuales la del medio era mayor y en ésta se expresaba ser nuestro soberano a quien se le consagraba este monumento. Adornaban estas pirámides al nivel de sus bases unos hermosos vasos etruscos cerrados que servían como de perillones para rematar con aire gracioso todo el edificio. Su lucimiento era competente a su arquitectura y no solamente era de día vistoso, sino también por la noche, pues él se iluminaba en lo interior[187].
En la casa de otro negociante, que bien podía ser Domingo Galdós u otro, «se formó otro vistoso castillo de la misma construcción, aunque no tan semejante». Según la descripción de Martínez de Fuentes:
tenía el adorno de una sola pirámide de bastante elevación y bien hecho. Su puerta coincidía con la puerta principal de la casa y así formaba un prolongado pórtico muy vistoso. En la frontera del castillo, por los lados de la puerta, se veían unas piezas poéticas en nuestra lengua felicitando al soberano reinante, y daba el último golpe a la hermosura de todo este armamento su clara iluminación al tiempo de la noche[188].
Por último, cita Martínez de Fuentes la decoración de la casa de un pintor, cuya identidad no se ha podido averiguar, dudándose entre Diego Nicolás Eduardo o Pedro Ossavarry y Sierpe:
un maestro hábil de pintura tuvo en un lienzo de papel (para iluminarlo con mayor acierto) que adornaba todo el balcón de la fachada de su casa una hermosa estatua de una deidad que representaba el arte de la pintura sentada con garboso aire al lado de una media columna como trozo de edificio sirviendo al mismo tiempo de trofeo a este noble arte. Al lado de esta estatua adornaba cierto genio con una lente de vidrio en la mano, de la cual salían divergentes una infinidad de rayos de luz hasta llegar a la superficie de una tabla que al frente sostenían otros dos genios. Todo indicando el auxilio que presta la ciencia óptica al arte de la pintura. Se descubría el fin de esta perspectiva por la inscripción que en una tarjeta sostenían dos genios testificando la protección de Carlos IV a esta noble arte[189].
Los Arcos colaterales a la Real Audiencia, Catedral y Palacio episcopal
En el cabildo de 27 de julio se adoptó el acuerdo de hacer «cuatro arcos triunfales en las bocacalles de la plaza mayor» con un coste de sesenta pesos cada uno, cerrándose de «bastidores» el «callejón de las casas regentales» con un gasto de veinte pesos. Estos arcos, según lo acordado por el Ayuntamiento, debían colocarse o levantarse: uno «en el callejón de la parroquia», otro en la «bocacalle del Relox» y otro «en la esquina del Presidio a la pared de enfrente», nombrándose como comisionado encargado de cada uno de ellos al capitán don Antonio Zerpa Romero, el teniente coronel don Francisco de León y Matos, don Juan Bravo de Laguna y don Pedro Ferrera para el «callejón de las casas regentales»[190]. Don Jacinto A. Falcón, además de confirmar los comisionados encargados de la confección, alude a sus directores cuando señala que las entradasa la plaza:
estaban también muy lucidas con los arcos que se le pusieron: el uno triunfal, a cargo de don Francisco María, dirigido por don Diego Eduardo, por el lado de la parroquia; el de el lado de el marqués (de Torrehermosa) a cargo de don Juan Bravo, así mismo bien ideado por Pérez, y con aprobación de inteligentes; el de el principal, al mismo tiempo bien formado y lucido, a cargo de don Manuel Padrón, el que con su reverso hizo el vestido para el de la Audiencia, que estaba a cargo de Taile, y lo hizo de suerte que no se pudo colocar, y le dixeron estaba bueno para la recoba; y con este motibo había igualdad. El de el Toril, que estaba a cargo de don Antonio Romero, se le encargó a Miguel Paz, dándole lo que la Ciudad le dio para ayuda de costa por no verse en presición de que se le obligase a su volso a contribuir con alguna cosa; y así salió deslucido aunque, sin embargo, lo ridículo también hase alguna parte en la diversión y gusto.
Toda la plaza, concluye don Jacinto A. Falcón, «estaba divertida y parecía otro mundo. Mucha paz, mucho júvilo y alegría en todos[191].
A Martínez de Fuentes debemos la mejor descripción de estos arcos. Sobre los arcos colaterales a la Real Audiencia señala que:
las dos bocacalles que entran en la plaza mayor colaterales a las casas de la Real Audiencia, que ocupan el medio, estaban hermoseadas con dos magníficos arcos de igual mérito y gasto, pintados sobre bastidores de lienzo con color de mármol ceniciento, como el más propio para presentar una perspectiva seria de Arquitectura. Eran sus columnas unas hermosas pilastras estriadas con chapiteles corintios y pedestales de composición, dispuesto todo con tal buen orden que presentaba a los ojos una muy arreglada perspectiva. El frontón de estos arcos formaba una especie de concha muy graciosa y en ella dos escudos de armas bien pintados: las armas reales columnarias y las de las Canarias. Sobre la cornija de cada arco por los extremos estaban dos grandes perillones que servían como de peana a dos estatuas de medio cuerpo, que sostenían de sus manos un festón de flores para adorno del friso, que ciertamente servía de mucha gala. Sobre los pedestales de las pilastras en peanas de perspectiva estaban colocadas cuatro bellas estatuas de las virtudes cardinales, que aludían a iguales disposiciones de espíritu en que se supone adornaba a nuestro rey Carlos, para cuya explicación estaban escritos en los mismos pedestales unos elocuentes epigramas latinos con su correspondencia en castellano. Estos arcos tan vistosos daban mucho ser al teatro de comedia que estaba puesto en el medio y adornaban con mucho lucimiento a uno de los edificios principales que decoran esta hermosa plaza[192].
Sobre los arcos colaterales a la Catedral refiere que dicha Iglesia, al igual que la Audiencia, tenía:
por sus dos bocacalles que entran a la plaza otros dos arcos colaterales, pero diversamente fabricados. No obstante, siendo estos dos edificios entre sí fronterizos a la longitud de la plaza y adornados con simetría, aunque no rigurosa, ofrecían un golpe de vista digno de la mayor atención. Uno de los arcos era de excelente perspectiva con colores vivos y el otro era de bulto, jaspeado de azul y blanco. El arco de perspectiva a causa de su fina pintura y vivos colores agradaba mucho a la vista y era lo más recomendable por imitar a los arcos triunfales en su forma, agregándose el bello lucimiento de la arquitectura jónica que en él estaba pintada. Hermoseaba al remate del frontón una estatua de medio cuerpo en perspectiva y por los lados sobre la cornisa dos perillones del mismo tamaño que daban a este arco triunfal la última hermosura. El arco de bulto que estaba a la derecha presentaba a la vista un precioso arco triunfal muy bien dispuesto y trabajado con esmero; ofrecía dos faces igualmente majestuosas y del mismo primor, unidas por el espacioso techo del arco, donde estaban doradas las armas reales. Sus columnas, pedestales y chapiteles eran todos de orden corintio, ejecutados con regla y bello justo. La cornisa que estaba sobre el friso sostenía encima por las extremidades dos grandes estatuas con sus jeroglíficos alusivos a significar LA LEALTAD Y LA CONSTANCIA como trofeos de la Gran Canaria. Había otra estatua de mucho garbo, representando al emperador Constantino con su estandarte en la mano y en él la cruz constantiniana, colocada en medio sobre lo último del frontispicio aludiendo al orden de caballería de esta última cruz establecido en Parma. Y todo esto se explicaba en unas poesías fijadas a los pedestales de las columnas para facilitar su inteligencia a los curiosos. Además de esto había en el arco otras curiosidades que no pertenecían a su esencia, pero entretenían en su particularidad la atención de los concurrentes. Sobre los pedestales, por la parte anterior del arco, estaban unas estatuas pequeñas de bulto representando una de ellas en traje de mujer con su palma en la mano y un perro al lado LA FIDELIDAD CANARIA; y las otras varios pasajes de la Historia primitiva de esta isla, como el homenaje que hizo ante los Reyes Católicos el GUANARTEME de Gáldar, el Rey Bethencourt, dándole a esta ciudad el nombre de Gran Canaria, el obispo don Juan de Frías, enarbolando el estandarte de la conquista; y todo esto con sus buenas poseías castellanas para manifestar su verdadera alusión[193].
Por último, se describen los arcos colaterales a palacio. Este:
tenía también por los extremos de su edificio dos arcos, de los cuales uno estaba de perspectiva y el otro en el mismo de bulto de la Iglesia Catedral, de quien se dio ya noticia, pues coinciden en una misma bocacalle ambos edificios por una parte. El arco de perspectiva imita en su color al jaspe azul con betas blancas y en su arquitectura compuesta. Sobre cornisa descansaba una grande baranda volada a la calle con tres arcos pequeños encima, la cual servía como de tribuna para de allí ver los regocijos de todos los días. Últimamente, bajo de ella estaban colocadas las Armas de Castilla y de León, con que se demostraba ser erigido aquel arco para la Real Proclamación[194].
La prohibición de los fuegos artificiales y de la danza de los gigantes
La proclamación de Carlos III fue la última en la que ardieron fuegos artificiales. Tales festejos, como lo señala Romero Ceballos, consistieron:
en una máscara, tres comedias públicas, tres noches de luminarias, rrepiques, músicas y invenciones esquisitas de fuegos en la plasa maior, en donde se hizo la jura, viéndose en ella lucir el garvo, visarría, riquesa y liveralidad del Alférez maior don Fernando del Castillo y de toda la noblesa[195].
En la proclamación de Carlos IV ya no los hubo conforme a la prohibición establecida en la pragmática de fuegos de 15 de octubre de 1771. Como en el cabildo de 21 de marzo de 1789 se decidió dejar para otro cabildo «acordar sobre máscaras y fuegos»[196], fue en el celebrado el 17 de abril cuando se acordó consultar -por medio del procurador mayor a primera audiencia- con la Real Audiencia «si debe haber fuegos, según lo literal de la pragmática de fuegos de 15 de octubre de 1771, en las funciones reales»[197]. Cuando el alcalde de Telde contestó a la invitación hecha por el corregidor, según acuerdo de 16 de marzo de 1789, a participar en «las demostraciones de júbilo de iglesia y de policía», lo hizo ofreciéndose «a hacer un día de función en uno de los días siguientes de la proclamación y fuegos si se les permitía»[198]. Por el corregidor, según acuerdo de 9 de mayo, se le dieron las gracias y que, «cuando la Real Audiencia determinase sobre la consulta que sobre ello se le tiene hecha, se les respondería»[199]. Sin embargo, en el mismo pliego real que contenía la orden por la que se concedía la ayuda de costa para lutos y gala a los concejales del Ayuntamiento, el rey prohibía hubiese fuegos en las fiestas reales. De la prohibición se tuvo conocimiento en el cabildo celebrado el 14 de julio[200]. Sobre el expediente consultivo introducido en la Audiencia por el Ayuntamiento sobre si en las fiestas de la real proclamación de Carlos IV «se podrán disparar fuegos artificiales», no hubo unanimidad en el tribunal pues el voto emitido por Francisco Carbonel del Rosal el 11 de mayo de 1789 fue que «no están prohibidos los dichos fuegos acordados por las Ciudades en las funciones de proclamación» (y en lo demás como lo dice el fiscal), en tanto que el de don Manuel Mier Terán fue que «sin específica concesión y licencia de S.M., no se pueden disparar ni fabricar dichos, aun en las reales fiestas de proclamación». El oidor Mier va más lejos y propone que, con relación de este expediente, respuesta fiscal y decreto, siendo conforme a su voto, se publique nuevamente la Real Pragmática de 15 de octubre de 1771, por la que se imponía las penas que comprende a los contraventores y «comisándose los que se hallen fabricados por los perjuicios, daños y costos que se puedan causar en todas las islas en caso de tolerarse, y no en otro caso»[201].
En estas fiestas reales también se prohibió «la danza de gigantes y machachines (matachines)» pedidos por los gremios al Cabildo eclesiástico, no obstante “ser de dictamen contrario» don Isidoro Romero, por lo que renuncia a la diputación de fiestas reales que tenía «por habérsele desairado, no obstante haber ya intervenido en ello pasando oficio a dicho efecto al Cabildo eclesiástico, y tener ya en su casa los gigantes para dicha fiesta»[202]. Aunque desde 1770 el tribunal de la Real Audiencia venía prohibiendo o cercenando el costo que se causaba con el motivo de «diablitos» en la función del Corpus[203], en cabildo de 24 de julio de 1789 mandó pedir informe «dentro del día», a petición del gremio de carpinteros, del «por qué no deja salir los gigantes en las diversiones de las fiestas de la proclamación». El Cabildo se limitó a acordar el propio día el envío al tribunal de un testimonio del acuerdo anterior con informe del procurador mayor[204].
El gasto de la proclamación
Calcular el coste económico de la fiesta de la proclamación es poco menos que imposible en un estudio de las características del presente. No solo se trata de conocer lo gastado por las instituciones públicas, sino por las privadas o particulares. Conocer el gasto realizado por el Ayuntamiento de la isla en la proclamación es una tarea imposible de realizar por las razones ya dichas de la desaparición del archivo histórico o antiguo en 1842. Solo a partir de datos aislados y parcelados podemos intentar una ligera aproximación. Mientras el Ayuntamiento de Gran Canaria dispuso de cierta libertad en el manejo de sus fondos, es decir, hasta mediados del siglo XVIII, el gasto efectuado en la celebración de la proclamación de los reyes solo se vio condicionada por la mayor o menor disponibilidad de recursos, pero a partir de la Real Cédula e Instrucción de 30 de julio de 1760 a ese condicionante se añadió otro mayor porque no podía hacer gasto alguno que excediera de los cien reales sin que lo autorizara la Real Audiencia, primero, o el regente en calidad de Intendente, después del Reglamento particular de propios de Gran Canaria de 1782[205]. Así pues, la proclamación de Carlos IV fue la primera que sufrió estas últimas restricciones en el gasto.
Desde que los concejales del Ayuntamiento tuvieron noticia de la muerte de Carlos III, trataron de tener cubiertos los previsibles gastos. Así, en el cabildo de 23 de enero de 1789, se acordó representar al rey dos dudas o cuestiones: una, «si se ha de abonar luto y gala en la jura a los individuos del Ayuntamiento» dada «la esterilidad de los años y el gasto que se les ha ofrecido, para que se le abone, y lo que han de gastar de gala para la jura»; otra:
si los regidores que son militares en la clase de graduación que no les corresponde sino banda, por uniformidad de estar todo el cuerpo de la Ciudad de negro, habrán de poner chupa calzón y media negra en calidad de regidores[206].
En el cabildo de 25 de enero de 1789 se trató sobre los 40 pesos que se han de dar a cada concejal, acordándose se llame a cabildo[207]. En el celebrado el 22 de mayo se acordó se den a cada concejal y escribano:
cuarenta pesos para los galas de los que asistan al acto de la proclamación y no faltasen por enfermedad que tengan al mismo tiempo que les imposibilite de asistir, y a los que viven en el campo[208] se les escriba sobre el traje que han de tener para que haya uniformidad[209].
Por una orden real, remitida en pliego cerrado por el segundo agente en la Corte don Domingo Martínez Ugarte, presentada por don Isidoro Romero, diputado de Corte, en cabildo de 14 de julio, se accedía «por esta vez y sin ejemplar» a la súplica de la ciudad para que se abonen «veinte pesos a cada uno (concejal) para ayuda de la gala uniforme a solo los que asistan al acto de la proclamación»[210]. El rey, además de prohibirlos fuegos en dichas fiestas reales, dispone que «los gastos no excediesen de los que se habían hecho en la última proclamación»[211]. De dicha orden se dio traslado a la Junta de propios para su cumplimiento. En el cabildo de 4 de agosto los concejales presentes pidieron «la ayuda de costa» que el rey les mandó dar, que fueron cuarenta pesos:
la mitad para lutos y la otra mitad para gala de proclamación, esto es a los regidores que no fuesen militares de capitán abajo pues a éstos solo se les manda dar en lutos el gasto de las bandas y los veinte para ayuda de la gala uniforme
Acordándose se les diese y se pasase a la Junta de propios para su cumplimiento[212]. En el cabildo de 14 de agosto, don José Romero, el abogado de la ciudad, también pidió «su ayuda de costa para la proclamación», por lo que se acuerda se le dé[213].
Entre los gastos realizados al margen de los abonados a los miembros del Cabildo, podemos considerar los que se invirtieron en la adquisición de los retratos reales, costo de los arcos, compra de cera, etc. En el celebrado el 21 de marzo de 1789 se acordó que para «los gastos que vayan ocurriendo, se entregue por el mayordomo de propios a los señores comisarios el caudal que necesiten, llevando dichos señores cuenta y razón por menudo con justificación de gastos que se hicieren». Para esto y para todo lo demás que ocurra y está acordado, la ciudad les confiere todas las facultades que puede y le competen en semejantes casos, y «se encarga compren seis quintales de cera de la que ha llegado a este puerto a venderse de Mogador a cincuenta pesos el quintal»[214]. En cabildo de 9 de mayo de 1789 se acordó «in voce» que se labren cuatro quintales de cera para las funciones reales, lo que se encarga a los diputados de fiestas[215]. Aunque en cabildo de 10 de enero de 1789 se acordó pedir al fiscal del Consejo la aprobación de los gastos de los retratos reales[216], en el celebrado el 23 de marzo fueron aprobadas las cuentas presentadas por don Isidoro Romero de los gastos de los retratos de Carlos III, Carlos IV y María Luisa de Borbón en la forma siguiente: el costo de los retratos según recibo del pintor don Ángel Bueno dado en Madrid a 22 de agosto de 1787 fue de dos mil ciento sesenta reales de Castilla, el cajón veinticuatro reales, el encerado y bayeta para los bastidores interiores treinta reales, el porte hasta Cádiz ochenta reales, mozos y recoger los cajones suma todo tres mil setecientos cuarenta y dos reales corrientes, según cuenta dada, en Madrid, a 23 de agosto de 1787 por el agente Carrascosa. A dicha cantidad se añaden doscientos setenta reales del dorado de los marcos y costo de libros de oro y manos del pintor palmero Cayetano González con más cuatro pesos y medio, costo de madera y hechura de los marcos, pagados al maestro José Arzola[217]. En cabildo de 27 de julio de 1789 se acordó hacer cuatro arcos triunfales en las bocacalles de la Plaza Mayor para los que se señalaron setenta pesos a cada uno y otros veinte para cerrar de bastidores “el callejón de las casas regentales”[218].
Las fiestas se dieron por terminadas cuando los diputados presentaron “sus cuentas de los gastos” en el cabildo de 16 de diciembre de 1789, acordándose pasarlas a examen de don Manuel Padrón Perera y don Pedro Ferrera[219]. En el celebrado el 18 de diciembre, el diputado del común don Andrés Cabrera presentó las citadas cuentas en las que no se abonan la partida de 250 pesos que tomó don Isidoro Romero para la función de los gremios”, manifestando este que «daría sus cuentas sobre la inversión», acordándose llamar a cabildo[220]. Finalmente, en el celebrado el 30 de diciembre, los comisionados Padrón y Ferrera presentaron «vistas» las cuentas de las fiestas de proclamación, incluyendo el descargo de los doscientos cincuenta pesos entregados por la Junta de propios a don Isidoro Romero para «el carro y demás diversiones de máscara y danzas», acordándose aprobarlas y pasarlas a dicha Junta para su pago[221].
A modo de conclusión
Los regocijos públicos a la coronación de Carlos IV se hicieron «con bastante primor y lucimiento»[222] o «con bastante lucimiento y desempeño de el alféres mayor», permitiendo que las gentes de la ciudad estuviesen «bien divertidas con las fiestas». Todo ello con independencia de que a la isla de Tenerife llegaran otras informaciones pues, como escribiera don Jacinto A. Falcón a su hijo Antonio Abad el 5 de octubre de 1789:
las noticias que nos dices han llegado por allá en deslucimiento de ellas, no esperaba fuesen favorables de quien las himbiaron, pues es su común lenguage el despreciar todas nuestras cosas, porque quieren hallar aquí un Madrid, Granada, Sevilla, Barcelona o otra de las capitales de España, y no se acuerdan de otras ciudades y lugares de la Península en donde hallarán y verán lo mismo o peores expectáculos.
No obstante, concluye don Jacinto que estas fiestas «saldrán bien pintadas por el padre Pintado, según dicen, que está formando la relación de ellas»[223].
Con toda seguridad, puede concluirse que en Gran Canaria, al igual que en otros territorios de la Monarquía, ninguna proclamación ganó en suntuosidad ni duración a la celebrada en 1789 por el advenimiento de Carlos IV[224]. Pese a las disputas de etiqueta o asientos, las diferentes corporaciones ciudadanas contribuyeron a dar la magnificencia que este acontecimiento requería. Pero la aportación más importante correspondió a los distintos gremios locales, rivalizando en el despliegue de magníficas composiciones de carácter artístico y lúdico, descritas de forma minuciosa por autores como Martínez de Fuentes, Agustín Millares Torres, Isidoro Romero Ceballos o Jacinto A. Falcón. Lo más selecto de la sociedad local se benefició del refresco dado por el alférez mayor, bailes, música, etc., pero también los pobres tuvieron su oportunidad con las monedas repartidas por dicho alférez o el contenido de alimentos de la cucaña. También para el pueblo llano representaba una de esas escasas ocasiones que la dura existencia le ofrecía de poder gozar y admirar un espectáculo decididamente grandioso.
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Notas
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