
Recepción: 05 Febrero 2021
Aprobación: 27 Marzo 2021
Resumen: Se presenta un análisis crítico del desarrollo del concepto de ajuste categorial/conceptual (ACC). Se muestra con detalle cómo el ACC resultó de precisar la noción de que el comportamiento humano es convencional, resaltando dos propiedades: su significatividad y su sentido. Se analizan las dos principales tensiones que ha enfrentado el concepto y que explican su evolución: 1) su relación con los contactos funcionales, pues se ha propuesto que el ACC es ortogonal o subordinado a ellos, principalmente, y 2) el riesgo de formalismo, pues dado que los conceptos y categorías no son conceptos psicológicos, existe la amenaza de imponerlos como entidades en el transcurrir funcional del comportamiento. Se culmina esbozando una forma de rescatar las intuiciones lúcidas que el concepto introdujo, procurando evitar el riesgo formalista. Se presentan las implicaciones y algunos contrastes con otras tradiciones conductuales interesadas en el comportamiento humano.
Palabras clave: ajuste categorial, conceptual, comportamiento convencional, significado, sentido.
Abstract: A critical analysis of the development of the categorical/conceptual adjustment (CCA) concept is presented. It is shown in detail how the CCA concept resulted from specifying the notion that human behavior is conventional, highlighting two properties: its meaningfulness and sense. The two main tensions that the concept has faced, explaining its evolution, are analyzed: 1) its relationship with functional contacts, since it has been proposed that CCA is mainly orthogonal or subordinate to them, and 2) the risk of formalism because, since concepts and categories are not psychological concepts, there is the threat of imposing them as entities onto the functional course of behavior. The paper outlines, finally, a way to rescue the lucid intuitions that the CCA concept introduced, trying to avoid the formalistic risk. The implications and some contrasts with other behavioral traditions interested in human behavior are presented.
Keywords: categorical, conceptual adjustment, conventional behavior, meaning, sense.
Toulmin (1972/1977) caracterizó el desarrollo conceptual en las disciplinas científicas proponiendo un modelo evolutivo, según el cual, el cambio conceptual puede entenderse como un proceso de variación y selección intelectual. Según este modelo, en un momento dado de la historia de una disciplina, hay variantes o innovaciones conceptuales que coexisten con otros conceptos bien establecidos. Tales innovaciones se aceptan “como conceptos ‘bisoños’, admitidos ‘a prueba’, como posibles maneras de resolver problemas destacados, pero que aún no han sido acreditados o desacreditados” (p. 209). El destino de la innovación conceptual puede ser de aceptación, rechazo, o aceptación con modificaciones (como ramificaciones, hibridaciones, entre otros). Un análisis como el de Toulmin parece necesario y útil con los conceptos de un sistema comprensivo (cf. Kantor, 1959) tan vasto y dinámico como el propuesto por Ribes (Ribes, 2018; Ribes y López, 1985).
Ribes (2006-2007) introdujo la noción de ajuste conceptual o pertinente para referirse a “la correspondencia conceptual del comportamiento con el (o los) criterio (s) situacionales” (p. 18). El ajuste conceptual corresponde a una categoría adverbial: cualifica que lo que se haga tenga sentido (p. 15). El criterio que permite sancionar el sentido lo refiere como “criterio de pertinencia” en la situación, y lo hace equivalente a las categorías (p. 9), por lo que todo ajuste conceptual supone un ajuste categorial (en adelante, se hará referencia al ajuste conceptual/categorial como ACC). En síntesis:
cuando se habla o se hace algo apropiado en el contexto de un acto, el ajuste de las expresiones y actividades a los límites y contornos funcionales de un criterio de pertinencia en la situación (las categorías), ejemplifica la “adquisición”, “posesión” o “uso” de un concepto (Ribes, 2006-2007, p.7)
A esta definición del ACC le acompañó una taxonomía de cinco tipos (por aceptación, por uso, por elección, por correspondencia y por construcción), que, sin ser explícito, sugería una simetría con los cinco tipos funcionales que constituyen la base de su propuesta (cf. Ribes y López, 1985).
El ACC como innovación conceptual ha tenido una historia desde entonces. Sin aludir explícitamente al concepto, Ribes (2018) afirmó: “En términos no psicológicos, se usan palabras conceptualmente, pero no se identifican los conceptos, sus límites categoriales y sus justificaciones sociales correspondientes. Los individuos por lo general se comportan conceptualmente sin necesidad de comportamiento lingüístico reflexivo” (p.280). Sin embargo, la alusión explícita al ACC la hizo cuando consideró sus criterios de tipificación, afirmando que se emplearon “de manera intuitivamente correcta, pero imprecisa en su aplicación teórica” (p. 293). Ribes (2018) los planteó como modos en los que se da un tipo específico de ajuste funcional que denominó contacto por transformación, y que corresponde a lo que previamente se denominaba sustitución no-referencial.
Así, aunque Ribes (2018) conserva la idea de que puede haber comportamiento conceptual sin identificación explícita de sus criterios, termina reservando el apelativo para designar sólo al comportamiento que explicita los criterios y opera con ellos. ¿Cuál fue la razón por la cual cambió la aplicación del concepto de ACC? ¿En qué consiste la imprecisión en su aplicación? Con el presente análisis nos proponemos responder a estas preguntas. Para lograrlo, elegiremos dos de las preguntas orientadoras que ofrece Toulmin (1972/1977): 1) ¿En qué circunstancias apareció la innovación conceptual?, que podría leerse como ¿cuál fue la necesidad que llevó a acuñar el nuevo concepto, dado que los conceptos disponibles no la cubrían?; y 2) ¿Cuáles fueron los puntos de debate que llevaron a variantes abortivas y exitosas del concepto? Para responder la primera pregunta se realizará una reseña histórica de las alusiones al concepto desde 1986 hasta 2007, mostrando las variaciones en el mismo. Posteriormente, se responderá la segunda pregunta mostrando cómo se desarrolló el concepto desde 2007 hasta 2018. Finalmente, se propone una forma de recuperar sus bondades pero evitando caer en los problemas que reveló su uso.
I. ¿CUÁL FUE LA NECESIDAD TEÓRICA QUE QUISO CUBRIRSE CON LA INNOVACIÓN CONCEPTUAL?
La tesis que origina la innovación conceptual es que el comportamiento humano se distingue del comportamiento no humano porque es posibilitado por un medio de contacto convencional (Ribes y López, 1985). Lo que se posibilita es el contacto con propiedades funcionales convencionales o compartidas socialmente; es decir, por ejemplo, que una persona pueda comportarse en función de algo como la “humildad”. Este tipo de comportamiento, como interacción, se llamó convencional. No obstante, lo que se ha llamado “comportamiento convencional” ha cambiado, por lo que caracterizar esta historia es relevante para comprender el contexto en el que surgió el concepto de ACC.
En la primera formulación del comportamiento convencional, Ribes (1986) afirmó: “[…] que todo el comportamiento humano es funcionalmente hablando, comportamiento convencional, en la medida en que interactúa desde el inicio con un ambiente convencional” (p. 128). Así mismo, Ribes (1992) precisó que el ambiente convencional es la cultura y se caracteriza por cuatro aspectos: 1) es construido, y por tanto tiene una historia particular, 2) es compartido; 3) no depende de las circunstancias naturales o físico-químicas inmediatas; y 4) se transmite como costumbre.
El comportamiento humano y, por ende, convencional, sin embargo, puede contener tanto respuestas con morfología convencional (gestos y palabras) como no convencional (cf. Ribes, 1986, p. 123), que forman sistemas reactivos que se integran entre sí. Según Ribes (1986), los momentos de desarrollo de estos sistemas reactivos serían prelingüísticos, si se corresponden con interacciones contextuales, suplementarias y selectoras (p.129), y serían lingüísticos, si se corresponden con interacciones sustitutivas referenciales y no referenciales (p.131). Así, entonces, hasta este punto, comportamiento convencional no era sinónimo de comportamiento lingüístico, y éste sí lo era de comportamiento sustitutivo. La Figura 1 esquematiza estas relaciones.
A principios de los noventa, el pensamiento de Ribes sobre el comportamiento humano cambió radicalmente tras la lectura e incorporación de Wittgenstein a su obra. Las primeras intuiciones quedaron plasmadas en Ribes et al. (1992) y en Ribes (1993). Dos fueron las principales modificaciones: a) el lenguaje cambió su estatus dentro del sistema teórico, y b) se especificó lo que se quería decir con el carácter convencional del comportamiento.
Con respecto a lo primero, Ribes et al. (1992) y Ribes (1993) concluyen que el lenguaje no es un fenómeno psicológico, y, por ende, no hay ningún comportamiento específico que sea el lenguaje. Así entonces, el comportamiento sustitutivo ya no equivalía al comportamiento lingüístico, sino que “toda la conducta humana es lingüística, incluso cuando las acciones comprendidas no abarcan morfologías ‘lingüísticas’” (Ribes, 1993, p. 67). De este modo, buscando la consistencia con lo que se había escrito en los ochenta, comportamiento convencional es sinónimo de comportamiento lingüístico, y éste no es sinónimo de comportamiento sustitutivo. La Figura 2 esquematiza la nueva propuesta.

Posteriormente, Ribes (2000) introdujo una modificación en su comprensión del lenguaje dentro de su sistema teórico. En este reafirma su idea de que todo comportamiento humano es lingüístico, pero aclara que lo es sólo referido al medio o sistema social en el que se desarrolla, no psicológicamente; lo es de esta segunda forma sólo cuando es sustitutivo. En sus términos: “…la conducta se vuelve propiamente lingüística cuando además de responder a ese medio también media, reproduce y construye las circunstancias que lo constituyen. Esto ocurre cuando el individuo substituye contingencias extra y transituacionalmente mediante su comportamiento convencional” (p. 230). Así entonces, retoma la concepción inicial y concluye que sí hay un tipo de comportamiento lingüístico y sería el sustitutivo. El esquema sobre el comportamiento convencional se transforma como lo ilustra la Figura 3:
El segundo aspecto que se precisó tras la incorporación de Wittgenstein fue la naturaleza del comportamiento convencional o lingüístico. En un principio (cf. Ribes y López, 1985) sólo se esbozó que dicho comportamiento se configuraba en función de acuerdos tácitos o explícitos entre las personas, pero esto resultaba bastante improductivo heurísticamente. ¿Cuál es la manera más precisa de caracterizar la cualidad convencional o lingüística de todo comportamiento humano? Ribes et al. (1992) plantean que esa cualidad consiste en que las actividades humanas pueden tener sentido y son significativas para y a través de otros (p. 62).
El sentido no es un atributo del comportamiento no humano, mientras que es omnipresente en las actividades humanas. Valoramos el sentido que tiene hacer o decir algo referido a los demás o a nosotros mismos, y nos comportamos tácita o explícitamente en función de eso. ¿Cómo puede entenderse el sentido de una acción? La mejor aproximación que nos ofrecen Ribes et al. (1992) es que todo sentido descansa en supuestos inherentes y tácitos de una práctica social, que pueden entenderse como sus criterios o su gramática profunda (p. 64). Este último concepto lo propuso Wittgenstein (1953, observación 664) distinguiéndola de la gramática superficial: La gramática profunda define cualitativamente cuál es el juego de lenguaje en el que se inserta una palabra a partir de la forma como se usa como, por ejemplo, si se está rogando, sugiriendo, exigiendo, etc.; por su parte, la gramática superficial permite entender el lugar de la palabra en una oración a partir de su posición y estructura. El sentido depende de la primera y se predica con base en los criterios usualmente tácitos que estructuran una práctica social. Estos criterios ofrecen un referente o concepción a partir del cual nos comportamos respecto a los eventos del mundo (p. 69-70) y, por tanto, constituyen una “forma de vida” (Wittgenstein, 1953). El lenguaje, entendido como criterio: “modula lo que vemos y cómo lo vemos, lo que sentimos y cómo lo sentimos, de qué y cómo hablamos y nos comportamos y así por el estilo” (p. 70).
En síntesis, afirmar que todo comportamiento humano es convencional o lingüístico equivale a afirmar que se organiza en función de criterios inherentes a las prácticas sociales de las que forma parte, y que permiten predicar que sea significativo y que tenga sentido.
Lo que queda ahora por resolver es en qué consisten tales criterios y cómo es que permiten predicar el sentido del comportamiento a partir de una determinada concepción del mundo o forma de vida. Responder a esta pregunta fue la necesidad que motivó la aparición de una innovación conceptual: el ACC. La respuesta se fue articulando muy gradualmente hasta llegar a este concepto, pero las raíces ya se encontraban en Ribes et al. (1992) y Ribes (1993).
El núcleo de la respuesta residía en definir tres cosas: 1) en qué consiste el significado de una acción o una expresión (o que sean significativas), 2) en qué consiste su sentido, y 3) en qué consisten los criterios con base en los cuales pueden sancionarse ambas cosas. A continuación, se revisará brevemente cómo se definieron los tres aspectos hasta 2007, año en el que se publicó la innovación conceptual que estamos analizando.
1) Sobre el significado. Ribes et al. (1992) habían aludido a que una de las dimensiones del lenguaje era su carácter de instrumento social, es decir, que usamos gestos y palabras con efectos en los demás. Según los autores: “Los significados son las palabras siendo usadas” (p. 63); así mismo, “los conceptos son el uso adecuado de las palabras” (p. 64). Ribes (1993) directamente vinculó a los conceptos con los juegos de lenguaje: “Los conceptos, como funciones de las palabras y las conductas entrelazadas, sólo son comprensibles como parte de un juego de lenguaje” (p. 292). Una década después, Ribes (2003) retomó su análisis sobre los conceptos y añadió que las palabras están incluidas en expresiones y son éstas las que definen si se usan apropiadamente o no. Esto significa que un concepto no es absurdo en sí mismo, sino que lo es a la luz de la expresión en la que se inserta la palabra. En síntesis, las palabras son instrumentos del lenguaje con las que se logran efectos en los demás. A su vez, las palabras componen expresiones, que definen si su uso es apropiado o no; en ese sentido, las expresiones funcionan como juegos de lenguaje o contextos de uso. Este uso es su significado o concepto.
2) Sobre el sentido. La alusión al concepto mismo de sentido fue vaga al comienzo. Lo que Ribes et al. (1992) ofrecieron al respecto fue una idea de Wittgenstein (1953) de que el sentido está vinculado a un orden. En palabras de este autor: “…parece claro que donde hay sentido debe de haber orden perfecto” (Observación 98). Un comportamiento con sentido sería uno en el que se reconoce un orden. Ribes et al. (1992) propusieron una segunda dimensión del lenguaje, como medio, que permitía identificar los atributos de ese orden. Tal medio correspondía al medio de contacto convencional original (Ribes y López, 1985), y se caracterizó como la red total de significados de la práctica social, como la forma de vida de Wittgenstein (1953), la “segunda naturaleza”, la realidad convencional (cf. Ribes et al., 1992, p. 62), la gramática profunda y los supuestos tácitos (p. 64). Así caracterizado, el concepto de medio de contacto convencional es el de mayor envergadura ontológica en la caracterización del comportamiento propiamente humano. Ribes (1993) agrega que tales supuestos tácitos o fundamentos no son ni verdaderos ni falsos, sino que sólo se aceptan o rechazan (p. 295). Ribes (2003) introdujo las categorías como los criterios que delimitan los buenos y malos usos de las palabras, de acuerdo con ciertos contextos de aplicación como lo son las expresiones. Por ende, las categorías establecen los límites en los que el uso de una palabra, i.e. un concepto, tiene sentido o no; el sistema de esos límites constituye la geografía lógica o gramática profunda que permite sancionar el sentido de lo que se hace y lo que se dice. Hay que resaltar que Ribes (2003) aplica estas nociones de categoría y concepto al análisis de las teorías científicas, pues allí cumplen un rol constitutivo, sin desconocer que incluso en el lenguaje ordinario operan de múltiples formas. En síntesis, se dice que el comportamiento humano tiene sentido cuando se reconoce en él un orden u organización concebible dentro de un sistema de categorías, que se acepta como una realidad dada o forma de vida.
3) Sobre los criterios del significado y el sentido. De lo anterior se colige que estos criterios son los de los juegos de lenguaje y las formas de vida; o bien, los criterios para identificar usos significativos (criterios conceptuales) y los criterios para delimitar su sentido (criterios categoriales), respectivamente. Ribes et al. (1992) proponen una tercera dimensión del lenguaje, como circunstancia del comportamiento, en la que podemos encontrar algunos rasgos de esos criterios, a pesar de que se traslapa con la segunda dimensión. Los autores plantean que estos criterios son el núcleo que define los juegos de lenguaje (p. 69), y permiten identificar que uno de éstos se ha cumplido, y, por ende, una forma de vida (p. 64), sugiriendo una relación inclusiva entre ellos. Nos dicen de qué estamos hablando, de qué se trata el comportamiento, le da contexto. Y, a su vez, definen lo que es y lo que no, lo que se ve y se puede ver, lo que existe, etc., en un momento y lugar definidos. Ribes (1993) sintetiza diciendo que el comportamiento es el contenido funcional de los juegos de lenguaje, es decir, viendo lo que la gente hace identificamos de cuál juego de lenguaje se trata.
Ribes et al. (1996) avanzaron en la precisión de la naturaleza de los criterios convencionales o lingüísticos (es decir, los criterios de significado y sentido). Los autores especifican que estos criterios operan delimitando el sentido de un comportamiento de acuerdo con un juego de lenguaje o práctica social (p. 221). Así, por ejemplo, una teoría ofrece criterios que delimitan lo que tiene sentido o no preguntarse y cómo responderlo.
Ribes et al. (1996) distinguieron los criterios convencionales de otros dos tipos: los criterios de ajuste funcional y los criterios de logro. Los diversos esquemas que hemos presentado sobre la evolución del concepto de comportamiento convencional (Figuras 1-3) muestran diversas maneras de encuadrar los criterios de pertinencia con los criterios de ajuste funcional, y por eso, la distinción es crucial. Los criterios de ajuste funcional corresponden a las características del ajuste para que satisfaga los respectivos niveles de desligamiento definidos para cada tipo de interacción propuesto por Ribes y López (1985, p. 225-226). Ribes (2004) los hizo explícitos como isomorfismo, operación, permutación, transitividad y reflexividad, para cada uno de los tipos de ajuste, respectivamente. Como se ha mostrado en los esquemas de las Figuras 1-3, el comportamiento en función de criterios de pertinencia (i.e., convencional) parece ser ortogonal o independiente de los criterios de ajuste funcional. Es decir, un mismo criterio de pertinencia puede satisfacerse de formas diversas, funcionalmente hablando. No obstante, Ribes (2004), pareciera tratarlos indistintamente al decir que el criterio de ajuste funcional, como causa final, define el “‘sentido’ de una interacción” (p. 123).
Por su parte, los criterios de logro son impuestos por las características de los objetos y las demandas sociales que definen la funcionalidad del comportamiento en una situación dada. En palabra de los autores: “…los primeros [los convencionales] definen el sentido y pertinencia de las prácticas, mientras que los segundos [los de logro] definen logros o resultados de éstas” (p. 224). Desde mucho antes, Ribes (1989) había abundado sobre los criterios de logro como unos de efectividad y variación, que permiten predicados adverbiales y disposicionales del comportamiento en la forma de habilidades, competencias y aptitudes. Por ejemplo, una demanda social que impone un criterio de logro puede ser saber sumar y restar, saber conducir un vehículo de cierta manera, dominar la gramática de la lengua materna, etc. Lo que se hace se sanciona como correcto o incorrecto, o haberlo hecho bien o mal, mientras que los criterios de sentido permiten sancionar si algo es absurdo o no. Saber montar en bicicleta no es un asunto de sentido sino de efectividad por lo que el predicado es cualitativamente distinto. Sin embargo, hay dos maneras en las que ambos criterios se relacionan: 1) los criterios de logro suponen hacer cosas con sentido como requisitos para satisfacerse (dar la espalda al manubrio, por ejemplo, no tendría sentido si se quiere montar en bicicleta), y 2) algunos criterios de logro consisten en hacer cosas con sentido como, por ejemplo, aprobar un examen de analogías con por lo menos 80% de efectividad.
En este punto, ya estaba el terreno listo para que Ribes (2006-2007) integrara en un solo escrito todas las ideas previas. Así, la necesidad que dio lugar al ACC como innovación fue la de articular los criterios categoriales y conceptuales como descriptores de lo que significa el comportamiento convencional y, por tanto, la cualidad propia del comportamiento humano. La tesis que se desarrolló tiene el siguiente razonamiento: afirmar que todo el comportamiento humano es convencional significa que “todo el comportamiento humano, de una manera u otra, refleja una funcionalidad de naturaleza conceptual” (p. 9). Esto significa que “Nos comportamos ante el mundo y los otros, no por criterios de verdad y falsedad, sino con base en lo que tiene sentido y lo que no lo tiene. Y precisamente a eso es a lo que nos referimos cuando hablamos de categorías y conceptos” (p. 21). Éstos son construcciones sociales o lingüísticas (p. 8). Las categorías son los criterios de pertinencia de la situación (p. 9), es decir, de lo que tiene sentido o es absurdo, y constituyen la arquitectura convencional del ambiente humano (p. 13) y su medio de contacto (p. 21). Por su parte, los conceptos son las funciones de las palabras y los actos, delimitados por las categorías (p. 8), y constituyen la arquitectura de los sistemas reactivos convencionales (p. 13), que fijan el límite del campo psicológico (p. 21). Por eso se concluye que todo comportamiento humano es conceptual, sin que esto suponga que se teorizan o hacen explícitos tales criterios. Esto llevaba a una implicación última y es que el comportamiento conceptual tendría que organizarse en los cinco niveles funcionales de la taxonomía ribesiana. En efecto, así lo propuso Ribes (2006-2007) planteando cinco tipos de ACC, simétricos a sus funciones psicológicas (ver páginas 19-20). La reconstrucción esquemática del comportamiento convencional que venimos haciendo queda actualizada en la Figura 4.
En conclusión, la introducción del concepto ACC precisa lo que significa que todo comportamiento humano sea convencional o lingüístico (referido al ambiente que lo contextualiza): que es un comportamiento organizado en función de criterios categoriales y conceptuales. Así mismo, que cualquier descripción de interés psicológico del ACC requiere de su ubicación en el marco de las funciones psicológicas de la taxonomía ribesiana. Por esto, por ejemplo, habría una manera suplementaria de ajustarse conceptualmente.

Los ajustes conceptuales que acompañan cada función psicológica se propusieron para analizar el comportamiento de acuerdo con categorías y conceptos.
II. ¿CUÁLES FUERON LOS PUNTOS DE DEBATE QUE LLEVARON A VARIANTES ABORTIVAS Y EXITOSAS DEL CONCEPTO?
La introducción del concepto de ACC representó, por lo menos, las siguientes ventajas para el estudio del comportamiento humano desde la perspectiva ribesiana:
1) Añadió una propiedad que permitió trascender una concepción de la convencionalidad como acuerdo compartido, que, aunque intuitiva, resultaba poco fértil heurísticamente.
2) Permitió vincular la convencionalidad del comportamiento humano con una tradición muy robusta en psicología experimental, como es la del logro conceptual, a pesar de las grandes diferencias interpretativas que introdujo Ribes (2006-2007).
3) Presentó un enorme valor heurístico al ampliar las coordenadas de análisis del comportamiento: éste no sólo se organiza en función de criterios de ajuste funcional (que definen el grado de desligamiento funcional), sino, además, de acuerdo con criterios de pertinencia (que definen el sentido de lo que hacemos), y de criterios de logro (que definen si lo que se hace es efectivo para alcanzar determinado objetivo), entre otros.
4) Asumido cabalmente, el concepto impactaría todos los estudios sobre el comportamiento humano, independientemente de la línea de investigación, pues detallaba la naturaleza del medio de contacto convencional: aportaría a precisar el complicado panorama experimental en el estudio de la sustitución referencial, enriquecería el análisis de los parámetros relevantes en el estudio del comportamiento social, entre otros.
En los años siguientes, Ribes incorporó el concepto en sus análisis de diversos aspectos del comportamiento. Sobresale el artículo de Ribes (2007), que vale la pena transcribir, porque sintetiza claramente su postura:
…no es impropio decir que todo ajuste posibilitado por un medio de contacto convencional es un ajuste categorial (Ribes, 2006-2007). Categorías y conceptos, como entidades lingüísticas, no son propiedades o características de las funciones de estímulo-respuesta, sino que se ubican en el ámbito lógico del medio de contacto convencional. Las categorías delimitan la pertinencia funcional del comportamiento en situación. El individuo humano se ajusta siempre a criterios categoriales (lo que es o no es, lo que pertenece o no pertenece, lo que es apropiado o no es apropiado) en la forma de la actualización pertinente de “logros”, que se identifican con “adquisición, posesión, aplicación o expresión” de conceptos (p. 236).
En esta se resalta que el comportamiento convencional es un ajuste categorial, que los criterios categoriales constituyen el medio de contacto convencional, que posibilitan el comportamiento humano por medio de la delimitación de su pertenencia, y que ésta se concreta en logros conceptuales. El medio de contacto convencional no son las prácticas sociales así no más sino algo muy puntual de ellas: sus criterios categoriales. Y lo que queda posibilitado por éstos es que lo que se haga y se diga, como instancias conceptuales, tenga sentido.
Además de un trabajo de grado contemporáneo al artículo de referencia (Márquez, 2006), entre 2010 y 2012 se presentaron cinco tesis de maestría con estudios bajo esta orientación (García-Utrera, 2011; Hernández-Cárdenas, 2010; Hernández-Torres, 2012; Navarro, 2011; y Villamil, 2010), y se publicó un artículo experimental (Rodríguez et al., 2011). Esta fue la época del “boom” del ACC. En la mayoría se usaron tareas de clasificación y en uno se usó una tarea de igualación de la muestra con prueba extra-dimensional. Estos trabajos sugirieron el potencial heurístico del nuevo concepto, pues abarcaron tópicos comunes en la psicología tradicional, como el aprendizaje conceptual y la comprensión, así como fenómenos propios de la taxonomía ribesiana, como la sustitución referencial. Sin embargo, también revelaron que el nuevo concepto no tenía contornos muy bien definidos, o que se refirieron conceptos distintos con la misma expresión. La consecuencia de esto, es que se puso en evidencia un problema que ha marcado el devenir del nuevo concepto: la confusión entre los criterios de ajuste, de pertinencia y de logro, así como entre el criterio categorial y conceptual.
Por otro lado, casi todos los estudios mencionados se aproximaron a lo que Ribes (2006-2007) denominó ajuste por aceptación, entendido, básicamente, como el aprendizaje de un juego de lenguaje o de un pequeño sistema de conceptos. La simetría entre la clasificación de las cinco funciones psicológicas y la de los tipos de ajuste conceptual que quedó esquematizada en la Figura 4, sugería que en las tareas para estudiar el ajuste por aceptación tendría que reconocerse de algún modo algunas propiedades de la función contextual. Al parecer, se consideró que esto se cumplía con el hecho de que los criterios de clasificación no eran definidos por el individuo y éste sólo tenía que ajustarse al juego definido por otros, de forma análoga como en la función contextual la contingencia entre estímulos no está mediada por la respuesta del individuo.
La relación entre el ACC y el ajuste funcional se convirtió en el principal asunto teórico por resolver a partir de este momento. Pérez-Almonacid (2010) propuso que el ajuste funcional en humanos se da gracias a un sistema categorial, entendido como la arquitectura de un medio de contacto convencional. Esta arquitectura es un sistema de delimitaciones prácticas de la pertinencia de lo que se hace o dice. Así, cuando se hacen cosas pertinentemente se está ajustando categorialmente, y esto, a su vez, siempre se da en la forma de algún o algunos ajustes funcionales. De este modo, una misma pieza de comportamiento puede descomponerse analíticamente de acuerdo con dos criterios: a) de pertinencia, si se sanciona qué tanto tiene sentido lo que se hace (i.e., qué tanto corresponde con los límites categoriales de una situación particular), y b) funcional, si se verifica cuál(es) es(son) el(los) tipo(s) de interacción psicológica actualizada, de acuerdo con su nivel desligamiento funcional.
Pérez-Almonacid (2010) recalcó que la relación entre ambos tipos de ajuste es de posibilitación: lo distintivo del ajuste funcional humano es que se da gracias a que se actualizan criterios pertinentes. Posteriormente, Pérez-Almonacid y Quiroga (2010) precisaron que la manera en la que se da esa posibilitación es definiendo funciones de estímulo convencionales posibles. No es el medio de contacto en abstracto o formalmente concebido sino el comportamiento efectivo de acuerdo con sus criterios lo que permite que estén disponibles determinadas funciones convencionales. Sin embargo, no son dos comportamientos distintos sino una sola pieza conductual analizada bajo dos criterios: el de pertinencia y el funcional. Así, entonces, el ACC sería el grado en el que el ajuste funcional que actualiza una función de estímulo convencional lo hace de acuerdo con las delimitaciones de una práctica social.
Consistente con lo anterior, Pérez-Almonacid (2010) reportó que Ribes, por comunicación personal, consideraba que la relación entre el ajuste funcional y el ACC no era simétrica, como podría interpretarse en Ribes (2006-2007), y como se esquematizó en la Figura 4 del presente documento. Es decir, lograr un ajuste por aceptación de acuerdo con un criterio de pertinencia, por ejemplo, no significa que el ajuste funcional que se esté dando sea contextual. El planteamiento fue que en un ACC podrían configurarse muchos tipos de ajuste funcional de forma sucesiva pero que exige una mínima aptitud funcional. Recuérdese que, según Ribes (1989), una aptitud funcional es la capacidad que tiene un individuo de comportarse exitosamente en tareas que exigen determinado nivel de ajuste funcional, aunque en un episodio particular no se comporte de esa manera. De este modo, un ajuste por aceptación exige que una persona tenga mínimo una aptitud contextual, un ajuste por uso exige una aptitud mínimo suplementaria, y así sucesivamente, hasta el ajuste por construcción que exige una aptitud sustitutiva no referencial. Pero en un episodio particular, una persona puede estar ajustándose por aceptación, por ejemplo, sustituyendo no referencialmente. Es decir, la persona aprende un juego de lenguaje pertinentemente y la actualización de las funciones convencionales de los eventos implicados se hizo teorizando, pero podría haberse hecho de otro modo. Esto se esquematiza en la Figura 5, mostrando su continuidad con los esquemas de las figuras anteriores.

Líneas continuas indican la aptitud funcional mínima requerida y las discontinuas muestran sólo un ejemplo de cómo un ajuste funcional dado puede ser parte de cualquier ACC.
Pérez-Almonacid (2010) subrayó una distinción adicional: las categorías pueden entenderse como límites prácticos implícitos que delimitan lo que es pertinente hacer o no en una circunstancia (cf. Ribes, 2007), o bien, como productos lingüísticos que abstraen tales límites y que constituyen el material para el proceder intelectual. Las primeras se llamaron categorías episódicas y las segundas categorías teóricas. Kantor (1950) privilegió el segundo uso, pero enfatizó que siempre surgen de situaciones operativas concretas de la vida cotidiana. Esta distinción resalta, entonces, que el ACC en un ajuste sustitutivo no referencial implica tratar con categorías teóricas explícitamente, pues esto es distintivo de este tipo de ajuste funcional. Sin embargo, el ACC en los demás ajustes funcionales podría lograrse sólo comportándose según los límites prácticos o categorías episódicas sin hacerlas explícitas. El aspecto más relevante de la distinción entre el ACC logrado con categorías episódicas y el logrado con categorías teóricas, es que permite describir la abstracción como un tránsito entre unas y otras. A partir de las delimitaciones prácticas, y por medio de diversos ajustes funcionales, se va logrando operar con el sistema categorial que en un principio constituía sólo una forma de vida y termina siendo aquello con lo que se opera explícitamente.
El año 2012 fue especialmente crítico para la reflexión sobre la naturaleza del medio de contacto convencional. Este concepto atraviesa varios tópicos como su relación con la sustitución contingencial y con el ACC. En tres publicaciones de ese año puede notarse un nodo de transición entre el concepto de ACC mostrado hasta ahora y el que finalmente presentó Ribes (2018).
Con ocasión del tercer congreso Wittgenstein en Español, Ribes (2012a) sugirió que la interfaz entre el ACC, como comportamiento convencional, y el ajuste funcional, podría entenderse en términos del actuar como. Todo comportamiento psicológico humano hace parte de juegos de lenguaje y, por ende, se describe no como acciones desprovistas de sentido sino plenamente configuradas en función de una práctica social que las hace pertinentes y significativas. Esto coincide con la relación que Pérez-Almonacid (2010) señaló entre el ACC y el ajuste funcional: el ACC es el grado en que un ajuste funcional basado en propiedades convencionales satisface los criterios de la práctica que contextualiza estas propiedades. El ajuste funcional y el ACC no serían, entonces, dos tipos distintos de comportamiento sino el mismo analizado en función de dos tipos distintos de criterio: el funcional y el de pertinencia social, respectivamente. El comportamiento humano se organiza simultáneamente en función de ambos criterios co-existentes.
El actuar como devino, entonces, en una expresión equivalente al de comportamiento convencional o lingüístico, y, por ende, al de ACC. Y todos estos fueron descriptores de la manera en la que el ajuste funcional o comportamiento psicológico siempre se organizaba en función de prácticas sociales. La equivalencia entre el actuar como con el ACC queda respaldada, por ejemplo, en la siguiente cita:
…el ‘actuar como’ se concibe como parte de un flujo cambiante de límites categoriales marcados por los criterios prácticos de las propias instituciones en tanto acuerdos prácticos… La funcionalidad de las prácticas está regulada por la situacionalidad delimitada por los criterios categoriales en ese momento (Ribes, 2012a, p. 120).
Ese mismo año salió publicado un libro dedicado a la sustitución de contingencias (Padilla y Pérez-Almonacid, 2012), época en la cual se concentraron los esfuerzos de varias comunidades académicas en su discusión y comprensión. Allí Ribes (2012b) hizo una distinción entre la arquitectura categorial de la situación, referida a los criterios del medio de contacto, y la arquitectura contingencial de la situación, referida a las relaciones de condicionalidad vigentes. Ambas arquitecturas operan en la misma situación y por medio del comportamiento se actualiza una de múltiples arquitecturas categoriales que están disponibles en potencia. La mayor riqueza y diferencialidad de estas arquitecturas dispone mayor variedad de funciones de estímulo convencionales y, por ende, habilita que la persona “vea” más cosas.
Ribes (2012b) ratificó que el ACC es la actualización de los criterios categoriales que constituyen el medio de contacto convencional. Explica que esa actualización opera cuando los criterios categoriales delinean implícitamente los límites del campo en las funciones no sustitutivas, cuando se determina explícitamente su aplicación en la sustitución extrasituacional (referencial) y se manipulan en la sustitución transituacional (no referencial). Esto tipificó el ACC en dos: implícito y explícito, exigiendo interacciones no sustitutivas y sustitutivas, respectivamente. Ribes (2012b) añadió algo que revela una transición hacia una modificación del concepto: “[el ACC] sólo puede tener lugar cuando se dispone históricamente de una aptitud sustitutiva” (p. 26), lo cual suena incoherente cuando se ha planteado el ACC implícito, que exige una aptitud no sustitutiva. Seguramente estaba pensando en el ACC explícito, que exige interacciones sustitutivas, y sobre lo cual abundó. Explicó que sólo en la sustitución no referencial habría cambio en la arquitectura categorial, pues sus componentes son conceptos y categorías. Además, que ese cambio va “acompañado de alguno de los tipos de ajuste categorial que requieren forzosamente interacciones sustitutivas respecto al criterio categorial que se actualiza” (p. 26). Es decir, toda sustitución transituacional implica un ACC en tanto cambio de la arquitectura categorial. Pareciera que Ribes tuvo la inclinación a considerar que este cambio es por excelencia el ajuste categorial, prácticamente indiferenciado de la sustitución transituacional en tanto cambio explícito del sistema de relaciones categoriales y conceptuales funcionales en una situación. Pero en este documento no se comprometió con esta idea y concluyó afirmando: “Eso no implica que cuando tiene lugar un ajuste categorial, el ajuste funcional requiera ser de naturaleza sustitutiva transituacional. Los cinco tipos de ajuste categorial pueden auspiciar ajustes en los cinco niveles funcionales de ajuste” (p. 27), lo cual es consistente con lo que se había desarrollado hasta este punto.
La modificación que anticipó Ribes (2012b) quedó desarrollada en Ribes y Pérez-Almonacid (2012). Los autores propusieron dos formas de actualizar el medio de contacto convencional: una, implícita, que consiste en comportarse pertinentemente frente a otros y que se da de forma simultánea con ajustes funcionales de cualquier nivel; y la otra, que es la que recibiría el designativo de ajuste categorial propiamente dicho, sería la actualización explícita del medio de contacto convencional. Literalmente:
el ajuste categorial constituye una actualización lingüística explícita del medio de contacto convencional, y en esa medida, requiere que el individuo que realiza el ajuste posea una aptitud substitutiva transituacional, aun cuando el ajuste funcional que siga en el medio de contacto actualizado no requiere tener lugar en tal nivel funcional (p. 244-245).
Los autores terminaron precisando que constituye un genuino acto teórico de explicitación de los criterios categoriales bajo los que va a tener lugar (p. 245) un ajuste funcional en una situación determinada.
Tres cosas son relevantes destacar de esta transformación del concepto:
1) El comportarse convencionalmente ya no es equivalente al ACC, sino a otro concepto referido como la actualización implícita del medio de contacto convencional.
2) El ajuste categorial propiamente dicho implica dos momentos: 1) un episodio sustitutivo no referencial en el que se opera explícitamente con las categorías de un dominio, y 2) un momento posterior en el que la persona se comporta de acuerdo con la operación categorial que hizo en el momento uno. Es decir, si se interactúa sustitutivamente de forma no referencial con las categorías de un dominio, pero luego la persona no se comporta en función de eso (no hubo ampliación funcional, cf. Ribes y López, 1985), no se hablaría de ajuste categorial. O si el cambio en el comportamiento de una persona no es resultado de haber hecho explícitas las categorías que servirán de criterio de pertinencia de su comportamiento, sino que son resultado de otro proceso, tampoco cuenta como ajuste categorial.
3) La relación del ACC con el ajuste funcional ya no es como se ilustró en la Figura 5 sino que forzosamente incluye un episodio sustitutivo no referencial y posteriormente otros episodios en cualquier nivel de interacción funcional.
Desde 2012 y hasta 2018 no se publicó nada sobre el ACC, a pesar de que fue un periodo de debate intenso sobre el tema en el Centro de Estudios e Investigaciones en Conocimiento y Aprendizaje Humano. Lo escrito en Ribes (2018) coincide básicamente con la última noción analizada. En este texto se reconoce la actualización implícita del medio de contacto convencional, que antes se denominaba ajuste categorial implícito, afirmando: “En términos no psicológicos, se usan palabras conceptualmente, pero no se identifican los conceptos, sus límites categoriales y sus justificaciones sociales correspondientes. Los individuos por lo general se comportan conceptualmente sin necesidad de comportamiento lingüístico reflexivo” (p.280). Ratificó, además, que el ajuste categorial y sus tipos son modos en los que se da la sustitución transituacional, que denominó allí contacto por transformación. Advierte, no obstante, que en la tipificación del ajuste categorial se emplearon conceptos “de manera intuitivamente correcta, pero imprecisa en su aplicación teórica” (p. 293). En la Figura 6 se esquematiza la última concepción registrada del ACC y su relación con el comportamiento convencional, teniendo como referente el mismo esquema que hemos utilizado a lo largo de este análisis.
En el último tratamiento que ofrece Ribes (2018) del concepto se destacan dos asuntos, y que se revelan como las dos principales razones por las cuales el concepto dejó de ser desarrollado en los últimos años: hablar del comportamiento conceptual no es hablar psicológicamente, y la tipificación del ajuste categorial y su aplicación fue imprecisa. Ambos tienen que ver con el riesgo del formalismo en el análisis conductual, por lo que a continuación lo analizaremos.

El riesgo de formalismo en el análisis conductual
Desde el surgimiento del funcionalismo a principios del siglo XX, en contraste con el estructuralismo (cf. Angell, 1907), se puso de manifiesto la crítica al análisis del contenido de las ideas como algo relevante para la psicología. El acento habría que hacerse en el análisis de las funciones y no las estructuras, pues éstas abrían paso a un sinfín de construcciones hipotéticas, y a metodologías infértiles. Watson (1920) asumió esta crítica explícitamente cuando trató con los conceptos. En sus términos:
Uno de los primeros obstáculos que tuve con la psicología estructural fue su tratamiento de los conceptos e ideas generales. Mucho antes de que el conductismo me trajera a sus filas, llegué a la conclusión de que tales cosas no tenían sentido; que todas nuestras respuestas son a cosas definidas y particulares. Nunca he visto a nadie reaccionando a una mesa en general sino siempre a un particular representativo (p.179).
De este modo, el proyecto funcionalista y su devenir conductista ha tenido históricamente reservas frente a un riesgo formalista en el análisis psicológico. Ese riesgo formalista se define como la inclusión innecesaria de conceptos formales, estructurales u holistas como entidades con las que se interactúa, reemplazando el análisis de la actividad de los individuos en su relación con objetos y eventos particulares. Precisamente, Ribes (2019) afirmó que en su última obra quiso corregir algunos remanentes moleculares, lineales y formalistas de su trabajo previo.
En particular, en lo referente al ACC, Ribes (2018) enfatiza la diferencia entre dos sentidos: en primer lugar, los conceptos y categorías como productos lingüísticos que conforman un lenguaje muerto, y que son materia de análisis de las disciplinas formales. Por otro lado, y en segundo lugar, los conceptos como patrones de reacción y acción lingüísticos relacionados entre sí, que constituyen segmentos de prácticas respecto de las cosas en un ámbito determinado, y las categorías como los límites de ese ámbito. A la psicología le corresponde estudiar la funcionalidad de ese comportamiento.
El formalismo se presentaría en la forma de un intelectualismo según el cual se asume que considerar los conceptos y categorías como productos lingüísticos tienen primacía ontológica sobre considerarlos como comportamiento, pero, además y principalmente, que tienen un rol explicativo de la dinámica funcional que se está analizando. Ribes (2018) plantea el orden inverso. En sus palabras: “Las categorías y los conceptos no dan cuenta de las prácticas lingüísticas en los distintos dominios sociales, sino que son las características funcionales de estas prácticas las que “explican” la aplicabilidad de conceptos y categorías” (p. 280).
Mezclar las dos lógicas, la formal y la funcional, acarrearía problemas como suponer que el funcionamiento de los patrones reactivo/activos lingüísticos está gobernado por relaciones formales como las que estudian los lógicos o los lingüistas, cuando, según el autor, tales relaciones formales sólo se identifican en los productos lingüísticos, que son justamente productos del comportamiento. En sus palabras: “…debe cancelarse toda interpretación que le otorgue a unidades formales, independientes del flujo práctico en que “ocurren”, un papel funcional por sí mismas” (p. 291).
De acuerdo con lo anterior, Ribes (2018) considera que hablar de comportamiento conceptual no es hablar psicológicamente, pues el adjetivo no corresponde al lenguaje funcionalista, sino que lo toma prestado del lenguaje ordinario, corriendo el riesgo de que se incorporen las connotaciones formalistas del primer sentido mencionado. En la misma línea, el concepto de ACC como se había planteado originalmente podría llevar a la mala interpretación de que cuando las personas se comportaban convencionalmente o pertinentemente, tendrían que involucrarse en algún tipo de procedimiento intelectual con conceptos y categorías, incurriendo en lo que Ryle (1949) había advertido como sesgo intelectualista. La transición desde considerarlo un ajuste categorial implícito hasta reservarlo para designar las modalidades del ahora llamado contacto por transformación, sugiere un intento por blindarse de ese sesgo. En efecto, al ubicar los tipos de ajuste categorial como modos en los que se da el contacto por transformación es coherente con el hecho de que este contacto es de naturaleza intelectual, en el sentido clásico, y opera con conceptos y categorías, por lo menos en su dimensión de patrones reactivos lingüísticos.
En conclusión, lo que apreciamos del devenir histórico del concepto de ACC es que se planteó como consecuencia de precisar lo que significa la convencionalidad del comportamiento humano. En un primer intento de abordarlo funcionalmente, se equiparó a los tipos de ajuste funcional, garantizando así no caer en el sesgo intelectualista. Sin embargo, se fue diferenciando gradualmente de tal ajuste funcional en la medida en que se reconoció que estaba referido al medio de contacto convencional y no a los objetos de interacción, como sí lo está el ajuste funcional. La relación entre el ACC y el ajuste funcional se convirtió en un embrollo teórico que llevó a la última solución ofrecida: el ACC propiamente dicho es la forma como ocurre un tipo de ajuste funcional: el que describe el contacto por transformación.
III. RESCATANDO LAS REFLEXIONES QUE PERMITIÓ HACER EL ACC: HACIA UNA PROPUESTA DE DESARROLLO
Las ventajas de la introducción del concepto de ACC señaladas al inicio del apartado anterior son un motivo suficiente para rescatar algunas de las intuiciones valiosas que motivaron su aparición, minimizando el riesgo formalista. En lo que sigue, se desarrollarán las principales implicaciones del concepto, y se mostrará una agenda de investigación que se considera viable y prometedora.
1. El carácter convencional o lingüístico del comportamiento humano se concreta en que puede predicarse de él que tenga sentido y significado, y esto corresponde con lo que se ha llamado criterios categoriales y conceptuales.
Como se ha sugerido, el valor agregado de reconocer la convencionalidad como un sello distintivo del comportamiento humano no queda suficientemente cubierto al apelar al acuerdo o a la costumbre, ni esto tampoco facilita idear manipulaciones
experimentales. Es en el hecho de que las prácticas convencionales permiten sancionar el sentido y el sinsentido, así como definir los significados legítimos de los actos y las palabras, donde encontramos la cualidad del comportamiento humano más desafiante analíticamente. Y es justo allí donde Wittgenstein (1953) aportó las más lúcidas ideas para abordar este asunto, pues su pensamiento es rico en distinguir lo que tiene sentido y lo que no, así como los contextos de uso de las palabras.
Lo relativo al sentido y al significado corresponde con criterios categoriales y conceptuales, respectivamente, según lo que hemos mostrado hasta ahora. Pero, ¿cómo se vinculan estos criterios con el comportamiento psicológico? Esta pregunta lleva al siguiente punto.
2. El comportamiento psicológico, como contacto funcional, puede organizarse en virtud de criterios conceptuales y categoriales, por medio de la actualización de propiedades funcionales posibilitadas por tales criterios.
El comportamiento es uno solo y el concepto definitorio del análisis psicológico es el del ajuste o contacto funcional. Sus criterios son correlativos a sus formas de desligamiento funcional (Ribes, 2018; Ribes y López, 1985). Plantear otros ajustes es cuando menos confuso. Haber planteado en algún momento al ACC como ajuste, y en particular como un ajuste al medio de contacto convencional fue un error categorial, pues se trató a dicho medio como si fuera un objeto de interacción, y eso desembocó en los líos sobre la relación entre dos tipos de ajuste.
Las categorías y conceptos son entidades lingüísticas (Ribes, 2006-2007) que consisten en criterios y, por ende, no son objetos de interacción en las interacciones cotidianas. Su estatus lógico para la psicología es el de posibilitadores de funciones de estímulo de los objetos (cf. Pérez-Almonacid y Quiroga, 2010). Por ende, la forma en que los criterios categoriales y conceptuales afectan el comportamiento psicológico es habilitando propiedades funcionales de los objetos de interacción. Estas propiedades funcionales no son categorías ni conceptos sino propiedades molares posibles de contactar por un individuo por el hecho de que tales criterios preexisten como constitutivos de las prácticas sociales. En este sentido, tales funciones de estímulo convencionales (cf. Ribes y López, 1985, o culturales, Kantor, 1933, o institucionales Kantor, 1982, en tanto compartidas), pueden denominarse de forma más precisa propiedades funcionales conceptuales y categoriales.
Las propiedades funcionales conceptuales de un objeto de interacción se definen porque permiten tratar al objeto como de un cierto tipo y no de otro, es decir, como instancia, constituyendo, además, predicados potenciales del objeto. Tales propiedades pueden actualizarse comportándose de forma diferencial a ellas sin que esto exija que se han abstraído. En este caso, podría decirse que hay un logro conceptual que es de naturaleza implícita (cf. Pérez-Almonacid et al., 2014). Cuando se usan explícitamente las propiedades funcionales conceptuales en sí mismas como entidades de las que se predica algo, es decir, como conceptos en sí mismos, se trata de un tipo particular de ajuste en el que tales propiedades devienen objetos lingüísticos funcionales, como puede ser el caso del contacto por transformación.
En este caso, hablamos de abstracción conceptual o conceptualización (Pérez-Almonacid et al., 2014). Por ejemplo, un ademán de una persona puede tener sólo una función discriminativa o de señal si ante su ocurrencia es más probable obtener una consecuencia por hacer algo. Pero si, además, ese ademán permite que se trate a esa persona como una persona arrogante (como un caso de arrogancia), se actualiza una propiedad conceptual en la forma de ese atributo que puede llegar a ser predicado. En términos wittgensteinianos, el ademán funciona como síntoma del criterio que caracteriza al juego de lenguaje de la arrogancia. De ahí que varios autores (cf. Conant, 1998; Ter Hark, 1994) vinculen a los juegos de lenguaje como contextos de uso o de aplicación de un concepto. Parafraseando a Watson (1920), no interactuamos con la arrogancia en general sino con personas específicas cuyo comportamiento satisface los criterios sociales de la arrogancia por medio de formas de hacer y decir características, que constituyen propiedades funcionales para el comportamiento de otra persona que comparte esos criterios. Sin embargo, si separamos o abstraemos la propiedad “arrogancia” y hacemos de ella una entidad de la que se predican cualidades, deviene un objeto lingüístico con el que se hacen cosas como ejemplificarlo, distinguirlo, clasificarlo, definirlo, etc., pero insistimos, no es un pre-requisito funcional para que se responda a ese atributo como propiedad funcional de una persona.
Por otra parte, las propiedades funcionales categoriales se definen porque condicionan la actualización coherente de las propiedades conceptuales de un objeto, constituyendo así predicados potenciales de estas últimas. Son así, propiedades de orden superior inherentes a las propiedades conceptuales, lo que las hace difícil de separar analíticamente. En este sentido, todo logro conceptual implica un logro categorial (cf. Pérez-Almonacid et al., 2014). Ambas propiedades se separan cuando la aplicación de una propiedad conceptual resulta incoherente o ininteligible, incluyendo casos en los que una expresión o un acto son significativos pero inaplicables en una circunstancia. Retomando el ejemplo anterior, tratar a una persona de cierto modo en virtud de su arrogancia podría implicar dos errores distintos: 1) justificar el trato por la arrogancia cuando la persona realmente se refería a la insolencia, por ejemplo, lo cual sería un caso de incongruencia (inadecuación o imprecisión) en el uso conceptual, pero ambos usos siendo coherentes por ser del mismo tipo (cualidades de personas); o 2) justificar el trato por la arrogancia explicando que se refiere a la facultad que tiene la persona de abrogar una ley, por ejemplo, lo cual es un caso de incoherencia (sinsentido o absurdo) en el uso del concepto, pues confunde dos tipos distintos de cosas. Si la separación de ambas propiedades permite la sustantivación de la propiedad categorial, habilidad poco común, hablamos de abstracción categorial o categorización (cf. Pérez-Almonacid et al., 2014), como cuando se define en qué consiste un tipo de cualidad. Un ejemplo notable de comportamiento en función de propiedades categoriales es lo que Wittgesntein (1953, Observación 90) denominó investigación gramatical, es decir, el reconocimiento de los criterios de uso de los conceptos. Sólo revisando sutilmente contextos de uso, o juegos de lenguaje, de las palabras y expresiones, pueden notarse sus criterios categoriales aunque éstos no se abstraigan como entidades lingüísticas, pues en la mayor parte de los casos nos enfrentamos con los límites del lenguaje mismo.
Claramente los requisitos de desligamiento funcional serán distintos cuando se estudia un logro u otro. Si el énfasis recae sobre estos aspectos del contacto funcional, las propiedades funcionales conceptuales y categoriales no interesan en su contenido sino en lo que exigen psicológicamente; se asumen como propiedades auxiliares. Al contrario, si lo que interesa es el análisis del comportamiento convencional, se exploran cuáles funciones de estímulo se actualizan y qué tan coherente y congruente resulta el comportamiento en función de ellas, y los tipos de desligamiento serían categorías auxiliares.
Otro ejemplo puede aportar a la comprensión de lo que se está proponiendo. Ver una superficie lisa de cemento en el que me puedo sentar en la calle mientras espero a alguien no requiere apelar al contacto con una propiedad conceptual. Hacerlo justamente implicaría un sesgo formalista, pues pondría como condición del contacto físico efectivo con la superficie el hecho de que sea tratada como ejemplar de un concepto, lo cual a todas luces no es una condición necesaria. La propiedad funcional de ser un lugar que dispone sentarse es lo que Gibson (1979) denominó una disponibilidad (affordance) y la puede actualizar cualquier organismo que pueda posarse en ella. Por el contrario, si alguien se sienta ahí explicándole a otro lo que es una superficie sólida, estaría actualizando una propiedad conceptual de ésta (ser sólida), pues la trataría como una instancia de un concepto, aunque no esté en condiciones de categorizar la solidez. Del mismo modo, quien ve en la superficie un ejemplar de áreas y ángulos, que son conceptos de la geometría, actualiza propiedades conceptuales atribuidas. Gibson (1979) señaló el sesgo formalista de la teoría tradicional de la percepción, de origen kantiano (cf. Kant, 1770/2012), al notar que el espacio es un concepto abstracto de la física y, por tanto, no es lo que percibimos (así como el tiempo), sino que percibimos superficies, arreglos de superficies, etc. El espacio es una abstracción posterior a nuestra percepción de los lugares y que corresponde con una abstracción categorial cuando se aplica en función de relaciones sistémicas que un dominio como la física puede ofrecer.
3. Las propiedades conceptuales y categoriales son molares
Las propiedades funcionales conceptuales y categoriales son molares porque son sistémicas y exigen, así mismo, un comportamiento que no se puede describir sólo como respuesta. En la medida en que son determinaciones o atribuciones del objeto, hacen parte de un orden o sistema que establece límites, fronteras o divisiones, que permiten “ver” y tratar algo como algo y no como otra cosa. De ahí que Wittgenstein (1953) y Ribes (2012a) hayan descrito eso como “ver como” y “actuar como” respectivamente. La naturaleza sistémica de los criterios categoriales queda bien descrita con los conceptos de gramática profunda en Wittgenstein y de geografía lógica en Ryle (1949). Así mismo, la naturaleza sistémica de los criterios conceptuales queda bien representada en el concepto de juego de lenguaje wittgensteiniano, así como en el realce que hizo Vygotsky (1934/1982) de que los conceptos forman sistemas.
Alguien podría ver en el Guernica manchas “negras”, “grises” y “blancas”, y allí las distinciones serían estrictamente físicas; otro podría ver un toro, un foco y un caballo; alguien más vería una escena de la Guerra Civil Española; y otro vería eventos relacionados con la propia vida de Picasso. Los tres últimos sugieren tres sistemas conceptuales y categoriales de prácticas sociales diferentes dentro de los cuales se admiten algunas distinciones y no otras. Es la propia organización del sistema (o gramática en términos de Wittgenstein) la que establece los criterios que permiten sancionar si un acto es coherente o congruente, aunque esa gramática no sea objeto de estudio psicológico. Así mismo, tales propiedades son molares porque no pueden actualizarse atendiendo a un solo elemento sino a su lugar en el sistema; además, son funcionales a un tipo de acto que cubre el terreno empírico de lo que se denomina interpretación en el lenguaje ordinario.
Afirmar que alguien interpreta algo es afirmar que lo ve como algo, o que actúa frente a eso como siendo algo; el comportamiento no es el resultado de la interpretación, como sugeriría un sesgo intelectualista, sino que la interpretación es la manera conceptual de organizarse el comportamiento. Algunos verbos se prestan para describir eso como, por ejemplo, alguien trata a otra persona en términos de un atributo, alguien ejemplifica la solidez con la superficie, alguien interpreta el cuadro, alguien explica el evento en términos de algo, etc. La convencionalidad del comportamiento humano, entonces, es un atributo que designa su capacidad para interpretar el mundo. En términos coloquiales, el comportamiento convencional, lingüístico o conceptual es la interpretación. Quizás en esto encontramos un punto de acuerdo con Roca (2001). Este sentido del comportamiento convencional, como atributo funcional que cualifica un comportamiento, es distinto de aquellos usos en los que Ribes (1986; 1993) afirma que todo comportamiento humano es convencional, pues en estos casos no cualifica psicológicamente al comportamiento, sino que acentúa que siempre estamos participando de prácticas sociales, incluso, aunque no estemos interpretando. Confundir los dos usos nos llevaría inevitablemente a un sesgo formalista que quiere evitarse.
La implicación última de tratar al comportamiento convencional como interpretación y el carácter sistémico de las propiedades conceptuales y categoriales es que las unidades de análisis pueden definirse de forma más o menos molecularmente, cubriendo una amplia gama de fenómenos de interés. La unidad más molecular de análisis es lo que en la literatura se ha denominado formación de conceptos, que evolutivamente comienza con el estudio de la discriminación de propiedades físicas (aún no conceptuales), y avanza hacia el estudio de la detección de invariantes en medio de variantes por medio de diversas tareas2.
Por su parte, las unidades más molares de análisis implican considerar los sistemas conceptuales y categoriales (SCC) que se actualizan cuando se responde a un objeto en términos de una función convencional, caracterizando el comportamiento implicado en contar historias y comprenderlas. Las narrativas son muestras de SCC en la forma de relatos, cuentos, mitos, leyendas, explicaciones, novelas, etc., y se usan desde temprano como formas de darle sentido a los eventos del mundo.
En otras palabras, las narrativas nos permiten articular coherentemente un sistema de propiedades conceptuales y categoriales de diversos objetos y eventos. Es en el marco de estas historias que se configura lo que podríamos denominar la comprensión social en los términos mentales del lenguaje ordinario que heredamos de nuestros padres. En este sentido, aprendemos a atribuir “intenciones”, “creencias”, “deseos” (cf. Tompkins et al., 2019), a hablar de sí mismo y del otro, del aquí y el allá y el entonces, etc. en el contexto del juego y de las interacciones cotidianas.
Esos SCC, en tanto criterios sociales de uso coherente y congruente, se van diferenciando progresivamente con nuestro propio comportamiento, subordinando otros criterios e instancias (verticalmente) permitiendo logros abstractos (abstracción conceptual o categorial, propiamente dichas, llegando a abstracciones de dominio completas, que corresponde al caso de la teorización), extendiendo el espectro de instancias que los satisfacen (horizontalmente) (Pérez-Almonacid et al., 2014), y cruzando especies y géneros (oblicuamente). Es prometedor utilizar este marco de referencia para repensar las clásicas controversias sobre la adquisición y el desarrollo del lenguaje. Se puede proponer, por ejemplo, la hipótesis de que la explosión lingüística de los primeros años no se debe principalmente a una extensión horizontal explicada por procesos de emergencia o derivación de relaciones asociativas entre estímulos (Sidman, 1994; Hayes et al., 2001) sino por relaciones entre las propiedades conceptuales de los objetos que permiten gradualmente abarcar más instancias de acuerdo con la organización o gramática del SCC. Así mismo, se abren cuestiones de interés para el estudio del comportamiento implicado en hacer y comprender chistes, metáforas, analogías, ironías, etc., todos fenómenos descritos como juegos conceptuales y categoriales, y que caracterizan plenamente al comportamiento humano complejo.
4. El estudio del comportamiento en función de criterios conceptuales y categoriales puede hacerse caracterizando episodios (decir con sentido y comprenderlo) o disposiciones (posicionamiento)
Reiterando una idea previa, el análisis del comportamiento basado en criterios conceptuales y categoriales no deja de ser un análisis funcional que contempla posibles formas de desligamiento, sino que se centra en la caracterización de la forma en la que se actualizan funciones convencionales de estímulo. Cuando se realiza un análisis funcional, la función de estímulo convencional es subsidiaria del estudio del desligamiento porque éste es el foco del análisis. Por su parte, en el análisis de pertinencia las funciones de estímulo convencionales y sus relaciones son las que dirigen la caracterización. En este segundo caso, el desligamiento se asume, pero puede omitirse del mismo modo como ocurre en los análisis de los estilos interactivos o del comportamiento inter-individual (cf. Ribes et al. 2016).
En el mismo sentido, entonces, el análisis del comportamiento convencional puede hacerse viendo episodios o viendo tendencias. Cuando se asume la óptica del desligamiento, se puede analizar, por ejemplo, un episodio de contacto por extensión con un inicio y fin definido por un criterio de logro tácito o explícito; o bien, se puede analizar la aptitud de involucrarse en tales episodios como capacidad y disposición que no se agota en un solo episodio. El primero lleva a los análisis de los contactos funcionales en sí mismos, mientras que lo segundo lleva al terreno de las aptitudes, competencias y habilidades (cf. Ribes 1989). Aplicando la misma lógica, el análisis de episodios de comportamiento convencional cubre los casos de hacer, decir y comprender cosas con sentido y significado, mientras que el análisis de la disposición a adoptar una manera particular de comportamiento convencional cubre fenómenos ordinarios tan diversos como las creencias, las actitudes, las posiciones y posturas ideológicas, teóricas, entre otras. A este segundo campo lo denominamos el análisis del posicionamiento (Bautista, 2020).
Sobre el primer campo sólo hemos explorado el terreno de la así llamada comprensión (cf. Pérez-Almonacid et al., 2015). En términos ordinarios, hablar de comprensión se justifica cuando se trata con el significado y el sentido de lo que se dice y se hace, y designa un término episódico y de logro. Coloquialmente, comprendemos textos, discursos, escenas, ironías, estrategias, silencios, etc., y éstos son distintas formas de juegos conceptuales y categoriales. Comprendemos algo cuando a partir de una muestra que se nos presenta podemos hacer contacto congruente y coherente con todo el SCC; es decir, a partir de lo explícito contactamos lo implícito o, en otras palabras, inferimos o anticipamos como logro. Esta anticipación, a diferencia de la que ocurre en relaciones entre estímulos como en el condicionamiento, no es una anticipación sólo espacial o temporal sino primordialmente una anticipación de una relación conceptual respaldada por la gramática del SCC, que la legitima (interpretación pertinente) o deslegitima (sub o sobre interpretación o tergiversación). Por esto no consideramos que sea una buena estrategia tipificar la comprensión según el desligamiento implicado (v.gr. Carpio et al., 2000), aunque siempre el comportamiento involucrado en la actualización de la función de estímulo convencional presente algún grado de desligamiento funcional. En particular, lograr hacer inferencias legítimas requiere mediación lingüística, es decir, relacionar propiedades conceptuales o categoriales entre sí de acuerdo con lo que la organización del SCC admita como legítimo (cf. Pérez-Almonacid et al., 2014). Cómo se logra eso y de qué parámetros depende es quizás el reto analítico más importante para entender la conducta humana compleja.
Sobre el segundo campo, Bautista (2020) propuso que el posicionamiento designa a la forma idiosincrásica individual en la que se suele actuar y hablar, teniendo como referentes los criterios conceptuales y categoriales de una práctica social. Corresponde a un término adverbial y disposicional que caracteriza la manera personal en la que un individuo usualmente participa en dicha práctica, así como el desarrollo de las destrezas o técnicas que la práctica le exige para participar efectivamente (Ter Hark, 1994). Incluye el estudio evolutivo de la integración individual a las prácticas sociales o socialización (Ribes, 2018). El análisis consiste en identificar la perspectiva de una persona frente a algo (cuáles funciones de estímulo convencional que actualiza), tocando el área de las así llamadas “actitudes” y “puntos de vista”, entre otros; su postura frente a un asunto pertinente a una práctica social, como posición justificada explícitamente en términos de los criterios conceptuales y categoriales; y la posición, como descripción formal de la ubicación de su postura en el SCC. Así, por ejemplo, el análisis funcional del posicionamiento se interesa en documentar la forma como diversos parámetros del SCC operan en la manera en la que una persona fija una postura política o teórica, y cómo la mantiene resistiéndose al cambio; o explora, por ejemplo, la manera en la que se configura la perspectiva sobre los atributos de otros, en la forma de lo que la tradición denomina “imaginarios” o “representaciones sociales”; describe la manera en la que los niños adoptan una perspectiva en primera persona con relación a perspectivas en segunda o tercera persona, habilitándolos para hacer atribuciones pertinentes en un espacio social, lo cual se vincula con la denominada área de la “Teoría de la Mente” en la comprensión de “falsas de creencias” (v.gr. Tomasello, 2018), entre otros. Todos estos fenómenos describen la participación individual en las prácticas sociales, desplazándose vertical y horizontalmente por el SCC que las constituye. En cierto sentido cubre lo que el lenguaje ordinario llama las “creencias” de las personas como esos criterios que se aceptan tácita o explícitamente y que sirven de fundamento del propio comportamiento. Consideramos que no es posible hacer un análisis fructífero de estas áreas si no se contemplan explícitamente como dominios conceptuales y categoriales, y si no se caracteriza el comportamiento en función de éstos.
V. A MANERA DE RESUMEN Y CONCLUSIÓN
El concepto de ACC no se introdujo abruptamente en la tradición ribesiana. Al contrario, fue apareciendo gradualmente en el intento de precisar, de la mano de Wittgenstein, lo que significaba que el comportamiento humano fuera convencional o lingüístico. Las principales tensiones que marcaron el origen, desarrollo y desvanecimiento del concepto fueron:
1. La distinción entre lo convencional o lingüístico desde el punto de vista del ambiente cultural e institucional del que no podemos escapar, por un lado, y lo lingüístico como un atributo del comportamiento, por el otro. Esto llevó a afirmaciones confusas como que todo comportamiento humano es lingüístico, si lo vemos desde el ambiente, pero no todo comportamiento humano es lingüístico, si lo vemos desde la funcionalidad psicológica.
2. Hablar de lo lingüístico conlleva hablar de significado y sentido, términos difusos que se vinculan con los conceptos y las categorías, respectivamente. De este modo, se pasó de una caracterización vaga de lo convencional como lo acordado, a una definición más precisa de que el comportamiento humano responde a criterios conceptuales y categoriales de las prácticas sociales.
3. Si el comportamiento es ajuste, entonces fue natural pensar en el nuevo concepto de ACC. No obstante, generó confusión su relación con la taxonomía de cinco funciones (Ribes y López, 1985) y esto ha marcado los tres hitos fundamentales de su desarrollo: 1) el ACC es simétrico al ajuste funcional tipificado en las cinco funciones, pero recibe nombres distintos; 2) el ACC es ortogonal al ajuste funcional; y 3) el ACC y sus tipos es el despliegue del contacto por transformación.
4. La segunda opción, el ACC como ortogonal al ajuste, despertó prevenciones formalistas, pues si no era lo mismo que el ajuste funcional, suponía que el ajuste podría darse respecto del medio de contacto convencional, o respecto de conceptos y categorías y no de objetos. Esto llevó a la última corrección, pues el único ajuste funcional en el que esto ocurre es el contacto por transformación. No obstante, reservar el concepto para ese caso tan específico, aunque justificado, desvió de nuevo la atención de las reflexiones útiles que se habían obtenido al precisar la naturaleza conceptual y categorial de las prácticas sociales que constituyen el ambiente humano.
5. En este documento se ofrece una propuesta que reconoce el riesgo formalista pero que busca rescatar las precisiones logradas con el desarrollo del concepto de ACC. De este modo, reafirma que psicológicamente sólo hay contactos funcionales con objetos. Este contacto actualiza funciones de estímulo de diversos tipos, entre los cuales se cuentan funciones convencionales, lo cual quiere decir, que son definidas por los criterios conceptuales y categoriales de las prácticas sociales. Esto habilita denominarlas propiedades funcionales conceptuales y categoriales, respectivamente, en la forma de atributos. Estas propiedades son molares en el sentido en que son sistémicas y así mismo exigen patrones conductuales que las actualicen. Por medio de una mirada, por ejemplo, como señal aparente, se actualiza un atributo de nobleza, del mismo modo en que Wittgenstein propuso la relación entre síntoma y criterio. En este sentido, puede afirmarse que el comportamiento convencional cubre básicamente lo que llamamos interpretación en el lenguaje ordinario.
6. El abanico de posibilidades de investigación es amplio y plausible: si se abordan episodios y logros, se estudia la forma como la gente hace, dice y comprende cosas con sentido y significativas. Si se abordan disposiciones y maneras, se estudia el posicionamiento idiosincrásico de las personas en las prácticas sociales, en la manera de perspectivas y posturas. En ambos casos se pueden caracterizar los desplazamientos verticales (cada vez más abstractos, en los que se aíslan las propiedades conceptuales y categoriales y se opera con ellas como objetos funcionales), horizontales (en los que se extiende el alcance de un criterio), y oblicuos (como cruces categoriales y conceptuales), en virtud de la gramática del SCC que ofrecen las prácticas sociales, y que permiten sancionar la coherencia y la congruencia del comportamiento. La mediación lingüística se propone, por lo pronto, como el comportamiento crítico para lograr esos desplazamientos. La Figura 7 sintetiza la propuesta esbozada. Allí se muestra la distinción entre criterios analíticos del comportamiento humano individual, en donde los criterios funcionales y los de pertinencia pueden ser auxiliares el uno del otro según el propósito; que pueden distinguirse, a su vez, por la forma de segmentar el análisis, ya sea como episodio o como disposición; y finalmente, se señala a la mediación lingüística como un concepto central, que se puede corresponder con distintos tipos de contacto funcional.

7. Consideramos que es una propuesta plausible que promete un desarrollo fértil de la comprensión del comportamiento humano complejo desde una tradición no mediacional. La propuesta es una derivación coherente de la tradición ribesiana, aunque su desarrollo no exige comprometerse con una taxonomía particular del comportamiento. La razón es que caracterizar el comportamiento en función de criterios de pertinencia no depende de cuántos y cuáles tipos de comportamiento de acuerdo con criterios de contacto funcional: puede ser dos, tres o cinco y puede trabajar con cualquiera de ellos, pues ambos criterios son independientes. Por otro lado, la propuesta está emparentada con las de otras tradiciones conductuales como, por ejemplo, con la Teoría de Marcos Relacionales (TMR, cf. Hayes et al., 2001). Lo que define su cercanía es el acento en el comportamiento y su explicación con base en propiedades y parámetros ambientales. Sin embargo, cuáles parámetros se consideran relevantes marca una distancia enorme. Por ejemplo, nos desmarcamos de la TMR al plantear que lo que hace significativo y con sentido al comportamiento humano no es responder a relaciones asociativas derivadas entre estímulos, como lo sostiene esa teoría, pues esto sólo documenta la potencialidad de extender horizontal- mente relaciones de primer orden, pero no ofrece lugar a las relaciones entre conceptos y categorías, que es donde se encuentra la mayor riqueza analítica. Desconocer estas relaciones lleva a algunos problemas expuestos en otro lugar (Pérez-Almonacid, 2012), como por ejemplo, tratar como equivalente una relación parte-todo y una relación género-especie, porque sólo se recupera su carácter inclusivo en la forma de un estímulo que es miembro de una clase de estímulos; o plantear que conceptos como “convivencia”, “historia”, y otros, que son sistemas de relaciones no ostensibles, se comportan como claves contextuales y, por ende, como un tipo de estímulos discriminativos. Confiamos en que la propuesta puede resultar estimulante para la discusión.
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