ARTÍCULOS

La muerte liberadora del suicida o la manipulación ingenua de su fragilidad1

The Freeing Death of Suicide or the Naive Manipulation of its Fragility

Felipe Johnson Muñoz
Universidad de La Frontera, Chile

La muerte liberadora del suicida o la manipulación ingenua de su fragilidad1

Utopía y Praxis Latinoamericana, vol. 23, núm. 80, pp. 133-144, 2018

Universidad del Zulia

Recepción: 06/10/2017

Aprobación: 10/12/2017

Resumen: Cifras recientes muestran el incremento del suicidio y avisan acerca de un malestar en la sociedad actual. Es el ser humano quien, pese a su género, edad o condición socio-económica, puede atentar contra sí mismo. Mas, ¿qué es aquello que pertenece al hombre y que le permite dar fin a su propia vida? Entendiendo que el existir humano es siempre en una relación consigo, y que dicha auto-relación le advierte sobre su fragilidad en tanto que existir corporal, consideraremos el suicidio como una particular manipulación de la propia fragilidad con el fin de anular su facticidad aflictiva. Así, se discutirá que tras el suicidio se encuentra la fragilidad humana, entendida como un carácter existencial que permite al ser humano insistir en vivir, pero que también puede darle ocasión de persistir en morir.

Palabras clave: Suicidio, muerte, fragilidad, auto-relación, existencia.

Abstract: Recent figures show the increase in suicide and warn about a malaise of current society. It is the human being who, despite its gender, age or socio-economic condition, can attempt against itself. But what is it that belongs to the human being and allows it to end its own life? By understanding that human existence is always as a relationship to itself and that this self-relation warns it about its fragility as corporeal existence, we will consider the suicide as a particular manipulation of the own fragility in order to nullify its afflictive facticity. So, we will discuss that in the ground of suicide is the human fragilty, as an existential character that allows human being to insist on living, but gives it also the occasion to persist in dying.

Keywords: Suicide, dead, fragility, self-relation, existence.

1. EL SUICIDIO COMO UN PROBLEMA DEL EXISTIR INDIVIDUAL

Internet se ha convertido en una plaza pública con la cual, quienes integran la sociedad globalizada actual, cuentan como espacio validado de expresión. Es en la red donde la comunidad global tiene la ocasión de conocer perspectivas, acuerdos y desacuerdos, entre habitantes de todos los sectores del planeta. Mas, es ahí también donde cada uno de nosotros puede enterarse del descontento y malestar de quienes cuentan con este espacio virtual para publicar sus malestares, reproches y, ante todo, su propio dolor. Es en foros virtuales donde las disconformidades respecto de la propia vida y el existir se han hecho oír sin inhibiciones. No es extraño hallar en salas de chat sufridas expresiones de resentimiento y cólera frente a situaciones vitales, así como acceder a documentos en los cuales el acto de acabar con la vida como respuesta a tales pesares se promueve expresamente y se le glamouriza como estrategia loable (Cfr. Fiedorowick et al.: 2009, pp. 1-12). Reivindicaciones del suicidio, la descripción y prescripción de métodos eficaces para cometerlo e innumerables amenazas o avisos de que ya se ha resuelto acabar con la propia vida configuran una parte importante de los textos que la Web soporta y que están a disposición pública. Junto a ello, son numerosos los estudios que brindan cifras de suicidio advirtiendo sobre su aumento. Se trata de 800.000 mil personas las que cometerían suicidio anualmente, siendo la segunda causa de mortalidad en el sector de la población mundial entre los 15 y 29 años2. La sociedad actual descubre, así, un doloroso malestar que no le es indiferente.

Mas, ¿en qué sentido es posible entender el suicidio como un malestar y, más aún, como un malestar de la sociedad actual? Lejos estaríamos de responder a esta pregunta si le concibiéramos como la mera pérdida de una fracción significativa de la población mundial. Es cierto que las cifras no son desdeñables en cuanto expresan una situación humana general. Sin embargo, mientras éstas parecen establecer al suicidio como un riesgo respecto de una demografía que quiere conservarse en número, le desarraigan de su más propia concretud. Más que un número, son padres, familiares y amigos, quienes, confrontados con el acto suicida, padecen la pérdida de aquel o de aquellos con los que se ha proyectado una vida conjunta. Por tanto, el suicidio parece ser un malestar ante todo porque es la relación entre existencias concretas la que llega a una crisis. Así, por ejemplo, es Ludwig Binswanger quien puede caracterizar el sufrimiento ante el suicidio en dichos términos: “Si bien es cierto éste tu fallecer no me destruye a mí como el amante, ni mi amor, es cierto, no obstante, que me mata a mi como un por ti amado” (Binswanger: 1993, p. 483). Y es que con la muerte del suicida acaba también una relación de amor por parte de quienes sufren su ausencia. El suicidio, así, no es la muerte de un sólo individuo. Cuando muere el suicida se resiente también aquello que posibilita una sociedad, a saber, las relaciones humanas de amor desde las cuales ella se construye, y éste es precisamente el malestar que representa el suicidio en la sociedad actual.

Así, por tanto, indagar sobre el suicidio exige un examen del mismo en la concretud existencial a la que éste en tanto que acto humano pertenece. Pues, aunque el acto de acabar con la propia vida pueda ocurrir colectivamente, ya sea por razones cosmovisionales, políticas, religiosas o de otra índole, o pese a que el suicidio sea pactado en grupos virtuales (Cfr. Rajagopal: 2009, pp. 185-196), no es sino cada uno de esos existentes integrantes de una comunidad quien ha determinado, para y por sí mismo, atentar contra su propia vida. El suicidio, decimos entonces, no es un problema de cifras abstractas, tampoco es un problema de una colectividad, sino, ante todo, un problema de la propia individualidad, que, ya sea en un colectivo o en la más íntima soledad, se ejerce con una autodeterminación concreta y desconcertante.

Y, siendo así, no tardan en aparecer incontables artículos científicos dedicados a entender las condiciones individuales que desencadenan la ideación y conducta suicida, prescribiendo estrategias eficaces para su prevención. Mas, es en ellos donde se advierte un problema de fondo. En uno de los muchos estudios de esta clase se afirma: “Investigadores han sugerido que el suicidio está asociado con varios factores potenciales a nivel individual, como la edad, género, estatus marital, fumar, beber, salud, diversos factores psicológicos y estatus socioeconómico. Desde acá puede asumirse que el suicidio está asociado también con factores contextuales” (Han y Lee: 2012, p. 228). En efecto, el suicidio puede estar condicionado por una biografía sufriente, por la segregación de la sociedad, como ocurre con determinados grupos étnicos o minorías sexuales, por el acoso del así llamado bullying, del que son víctima adolescentes; puede explicarse en dependencia a situaciones intolerables de dolor físico a causa de enfermedades crónicas como el cáncer, o a la condenativa noticia de enfermedades mortales como el VIH; puede tener también relación con condiciones psiquiátricas como esquizofrenia, cuadros depresivos e impulsivos, y, con todo esto, la búsqueda de eventuales riesgos de suicidio parece no hallar un fin. El espectro de causas es inabarcable, y finalmente parece decirse que la ideación y el acto suicida dependen de todo aspecto de la vida humana, lo cual es lo mismo que decir, de nada.

Mas, si nuevamente se repara en lo anterior, quizás sea posible afirmar algo distinto. Puede decirse, en efecto, que lo único seguro entre tanto factor de riesgo suicida es que en cada uno de ellos se encuentra implicado el ser humano. Es éste quien, confrontado ante circunstancias desbordantes, puede considerar su propio fin como respuesta. Es cierto que condiciones vitales aflictivas pueden sugerir quitarse la vida a quien las padece. Pero, para que esto ocurra es necesario que a tal individuo le esté dada la posibilidad de ello. En efecto, pese a la indagación en los múltiples factores de riesgo, la pregunta de fondo sigue siendo cómo es que el ser humano dispone de la posibilidad de considerar su propia aniquilación como respuesta. A nuestro juicio, la identificación de causas y factores de riesgo del suicidio supone, pues, que un individuo que sabe de la propia posibilidad de interrumpir su vida enfrente desde esa posibilidad situaciones dolorosas como el aislamiento, la segregación, el sufrimiento y el resentimiento, o incluso que recurra a ella como un acto de autoafirmación en defensa de convicciones cosmovisionales propias. Y es que, si dicha posibilidad fuese ajena a nosotros, entonces, la llegada de tales situaciones no tendría cómo despertar una consideración de la propia muerte y éstas jamás podrían ser entendidas como factores de riesgo.

Por ello, el propósito de las siguientes discusiones será el de comprender al suicidio como una posibilidad humana que se alberga en el seno del mismo existir. Y si esto es así, la pregunta ha de ser: ¿qué caracteriza al existir humano concreto que le hace posible apropiarse de la posibilidad de su aniquilación, y que dada esta posibilidad puede él responder a las diversas situaciones que le puedan resultar intolerables con su muerte? A continuación, entonces, se esbozará un examen comprensivo del propio existir en tanto que suicida, para indagar de dónde puede venirle dada la posibilidad de atentar contra sí mismo. Con ello queremos entender que, más allá de que se le pretenda extirpar definitivamente con la detección de medidas y estrategias preventivas, la posibilidad de acabar con la propia vida le es inherente a toda sociedad, porque ella no es sino una sociedad integrada por seres humanos.

2. LA INTERRUMPIBLE CONTINUIDAD DEL EXISTIR FRÁGIL

La tarea que nos proponemos es, entonces, indagar cómo le viene dada al ser humano la posibilidad de considerar su propia muerte como respuesta a situaciones críticas. Y dicha tarea implica comprender que hay rasgos del existir que acusan tal posibilidad. En este sentido, el propósito de estas reflexiones no es desarrollar una consideración moral sobre el suicidio, como lo hiciera, por ejemplo, Hume (1826, pp. 556-567), justificándolo como ejercicio propio de la libertad humana de cara a un orden divino. Tampoco se tratará al suicidio como instancia de auto-afirmación frente al sinsentido de la existencia, como fue el interés del existencialismo3. El fenómeno del suicidio, afirmamos, no conduce inmediatamente al problema de la libertad, ni tampoco a su consideración en tanto que reivindicación vital, pues ambos suponen que el ser humano se entienda primero como aquel que puede acabar con su propia vida. Y este es precisamente el problema que nos interesa discutir.

Ahora bien, la vía natural que parece sugerir una reflexión sobre el suicidio es la de abordar su explícita vinculación con la muerte. Un entendido que quizás convenga ahora examinar. Se podría afirmar, en efecto, que, sabiendo precisamente de su mortalidad, es que al suicida le es dado matarse. Sin embargo, cabría preguntar si de un “saberse mortal” se sigue necesariamente un “apremio de morir”. Ciertamente, el suicida se encuentra en una determinada relación con la muerte. De cara a la misma, éste toma acciones para que llegue en cuanto antes. Mas, dicha relación tan particular no parece exigir estar presente en toda consideración de la muerte. Es Heidegger (2001, §§. 49-53), por ejemplo, quien señala otra posibilidad de relación con ella. Una, en efecto, que no implica hacer de ésta el tema y centro de las acciones. Ante todo, una apropiación de la muerte en tanto que la última de las posibilidades radicaría en hacer de la propia finitud el horizonte configurador de las posibilidades fácticas. Así, un “saber de la propia muerte” no debe albergar en sí forzosamente la posibilidad de “apresurarla”. Ha de haber algo más en el existir suicida que le permita echar mano a su muerte según la conveniencia propia. Y la pregunta es, entonces, ¿qué experiencia de sí es aquella que hace que la muerte propia aparezca como lo que puede ser manipulado para apresurarla?

Quizás dicha experiencia no sea del todo ajena al existir cotidiano. Es claro, podría decirse, que día a día útiles de toda clase se hallan a disposición para realizar alguna tarea. Mas, es ahí donde se advierte también que la experiencia del útil no puede ser reductible sólo al para qué de los mismos (Ibíd., §§. 15-18). Así, por ejemplo, mientras un útil como el cuchillo se encuentra a nuestra disposición para cortar alimentos, en la utilización del mismo cautelamos no cortarnos, sin que tal cautela constituya al útil en su para qué. A la relación ocupada con el cuchillo pertenece, en efecto, una cautela que igualmente forma parte de la ocupación, más que no se centra primariamente ni el cuchillo ni en la tarea misma, sino en nosotros como los que pueden resultar heridos en el trato. Lo mismo ocurre, por ejemplo, mientras contemplamos un paraje desde una determinada altura, precavidos de no exponernos al riesgo de caer. Mas, ¿de dónde viene tal cautela? ¿Se hace ella comprensible en relación con un necesario temor a la propia muerte?

Por lo pronto, es posible advertir que la precaución respecto del uso del cuchillo puede responder también a la posibilidad de no acabar con alguna lesión que luego nos impida otro tipo de ocupaciones. Asimismo, situados en una altura, podemos también prever una eventual fractura tras una caída que acarree consecuencias serias en nuestra salud. En otras palabras, esa relación cautelosa que pertenece a una ocupación cotidiana con el mundo es una que no requiere ser comprensible en directa relación con la muerte. Una lesión no es necesariamente estimada en su gravedad, en tanto que nos expone en mayor o menor medida a ella. Su gravedad puede también ser entendida en cuanto una inhabilitación del propio despliegue de la vida. En muchos casos, podríamos decir, el existir trata cautelosamente con el mundo precisamente porque es la continuidad de su trato con éste la que puede verse interrumpida. Y, si este es el caso, entonces, al margen de suponer una relación con la muerte, quizás sea posible entender que el fenómeno fundamental tras la cautela propia de la ocupación cotidiana refiere ante todo a que el existir, mientras se despliega, “cuenta” con la continuidad de su despliegue en tanto que relación fáctica.

En efecto, el trato cotidiano con el mundo parece caracterizarse por ser un despliegue existencial ejercido en una relación con su propia continuidad. Y si en algún momento ésta se viera interrumpida, esto es, si efectivamente nos lesionáramos o fuéramos impedidos por alguna enfermedad, “confiaríamos” en que de fondo ésta no ha sido radicalmente transgredida. Esperamos, pues, reponernos o recuperarnos, porque en nuestra relación con el mundo un “contar con nuestra continuidad” permanece de algún modo “intacto”. Mas, lo interesante es observar que esto no siempre ocurre así. Hay casos en los que esa relación del existir con su propia continuidad parece modificarse. Mientras el existir cotidiano se mueve en el mundo en una relación consigo que cuenta con ella, éste es también susceptible a hacer de su eventual interrupción el sentido dominante de su despliegue mundano. Es el caso, por ejemplo, de las fobias. A una mujer quien en su infancia habría sufrido un accidente tras la ruptura del taco de su patín, le sería imposible caminar si éstos no han sido fijados con clavos (Cfr. Binswanger: 1994, p. 245). Lo mismo ocurre en una particular fobia a la defenestración. Enterándose del suicidio de su vecino, quien habría acabado su vida arrojándose desde una ventana, otra mujer se vería sumida en severas crisis de angustia al hallarse cerca de éstas (Cfr. Perrier: 1984, pp. 222-254). En ambos casos se reitera una constante común a toda fobia, a saber, conductas evasivas y tranquilizadoras frente al objeto temido (Cfr. Ey et al.: 1989, pp. 337-340). Y lo interesante en tales casos es que tanto los tacos de los zapatos como la altura, siendo instancias de la vida cotidiana del todo inofensivas, pueden constituir situaciones profundamente aflictivas en tanto que riesgosas.

Así, entonces, mientras el existir cotidiano mantiene una relación consigo en tanto que continuo, es decir, mientras se despliega como una relación con el mundo que “cuenta” con la continuidad propia, las fobias enseñan que éste puede ejercerse también en tanto que un “perder la certeza de la misma”, centrado en su propio carácter interrumpible. Así, mientras que, en la vida cotidiana, pase lo que pase, nada parece poner en un serio riesgo esa continuidad con la que contamos, en las fobias, el existir ha hecho de su carácter interrumpible el horizonte del ejercicio de su relación con determinados objetos cotidianos, y siendo así, es como desde su amenazante interrupción estos pueden presentársele angustiantemente riesgosos. Por tanto, continuidad e interrupción de la continuidad pueden ser entendidos ahora como modos en los que el existir puede relacionarse consigo mientras se ejerce como una relación con el mundo. Y, acentuándose uno u otro, permiten un descubrimiento del mismo ya sea como un lugar “confiable” en el que habitar o como un lugar adverso y mortalmente dañino. En otras palabras, en su relación con el mundo, el existir se despliega relacionándose con su propia fragilidad. Una tal que, en tanto condición propia, no requiere ser entendida necesariamente respecto de la muerte, sino en términos de aquella continuidad e interrupción de la relación del existir con el mundo que este advierte en una relación consigo.

Así, tratamos con cautela útiles domésticos, nos precavemos de no exponernos a alturas “riesgosas”. Precipicios o el filo de los cuchillos son utilizados en la tarea como aquellos que advierten también que pueden herirnos. La fragilidad propia, anónima, se constituye, por tanto, en el horizonte del descubrimiento del mismo mundo. Sin una relación del existir consigo en tanto que frágil, esto es, respecto de su condición interrumpible, el mundo humano sería radicalmente distinto. Si el despliegue del existir, podemos decir, no se ejerciera, a su vez, como una relación con su propia fragilidad, nos comportaríamos como dioses inquebrantables en un mundo inofensivo. Y esto no puede hallarse más lejos de la experiencia que tenemos de nuestra más concreta vida en el mundo. Por tanto, si esto es así, la pregunta es: ¿con qué se relaciona el existir respecto de sí que le permite hallar en su propia naturaleza la experiencia de su ser frágil?

No cabe duda que una respuesta a tal pregunta ha de buscarse en la más concreta experiencia de sí mismo. Una, en efecto, que muestre la auténtica particularidad de esa auto-relación que caracteriza al existir en su mundo. Y, en este contexto, quizás sea Kafka quien testimonie la misma en su profundidad existencial.

Es seguro (confiesa éste en una carta) que un principal obstáculo de mi progreso lo constituye mi estado corporal. Con un cuerpo tal no se puede lograr nada… Mi cuerpo es demasiado largo para su debilidad, no tiene la más mínima grasa como para generar un calor benéfico, […], nada de grasa con la cual el espíritu alguna vez se pueda alimentar más allá de sus necesidades diarias sin perjuicio del todo” (Canetti: 1970, p. 28).

“Sin perjuicio del todo” dice un Kafka lúcido de la totalidad de su particular existir. De un existir que advierte en la más íntegra experiencia de sí, que ese cuerpo que él siempre es, le constituye en sus límites franqueables. Kafka, en efecto, no habla de su cuerpo débil como de una mera dimensión material carente de resistencia física. Ese cuerpo del que se lamenta es ante todo el que configura los escollos de su existencia total, y el que se acusa como un impedimento insuperable de su progreso vital. Así, por tanto, aquella debilidad con la cual tal existir se confronta no es la del mero cuerpo sólido, sino la de un existir encarnado y que se nutre de su corporalidad, que cuenta con ella, para desplegarse íntegro como un proyecto de mundo. La exigua grasa, entonces bien, más allá de referir a la falta de volumen objetual, señala, ante todo, la precariedad de fuerza y de energía vitales en vistas a un ansiado, aunque obstaculizado, despliegue en el mundo. En otras palabras, la de Kafka es la expresión de la propia fragilidad existencial, de la propia relación consigo que no es otra sino una relación en tanto que de carne y hueso. Una experiencia que no es otra sino la que aprehende una auto-relación del propio existir en tanto que un ser fácticamente corporal arrojado al mundo.

Así, entonces, es una relación del existir consigo en tanto que de carne y hueso la que le advierte que su despliegue no está garantizado, que en la medida en que es un ser corporal éste alberga en sí una condición inherente e indefectible como es su fragilidad. Es la experiencia de nuestro ser corporal, en efecto, la que nos advierte que, exponiéndole al riesgo, puede esto significar nuestro íntegro desplomo. Somos, pues, nosotros mismos en nuestra frágil integridad quienes albergamos la posibilidad inexcusable de interrumpirnos, ya sea parcialmente, es decir, enfermando, ya sea totalmente, esto es, muriendo. Por tanto, esta fragilidad que se acusa como propia de la relación del existir consigo, mientras éste se despliega corporalmente en el mundo, no radica primariamente en que seamos físicos y que nuestra materialidad sea la endeble. No es en una dimensión física que nos compone y que carece de resistencia material aquello en lo que nuestra fragilidad radica. Ahí donde ésta acusa su eminente rol existencial es cuando se le entiende como un carácter particular de esa relación consigo propia del existir en su mundo, y que es la que acusa su interrumpible continuidad. Y es en virtud de ella que un mundo riesgoso puede presentarse como el propio del existir humano. Pues, siendo físicamente endebles, mas careciendo nuestro existir de una relación consigo en tanto que frágil, seguiríamos comportándonos como dioses, aunque estos dioses, ciegos de su esencial condición, dieran coces contra los aguijones del mundo, y, entendiéndose aún inquebrantables, terminaran destruyéndose sin advertir jamás que hubo algo así como un “riesgo”. Nuestra fragilidad, entonces bien, es una relación con nuestra totalidad en tanto seres corporales, y en tanto que relación, es una que se mantiene como horizonte de nuestra vida, situándonos, siempre, en un mundo eminentemente “riesgoso” y del que, sin precavernos, podemos salir dañados. Mas, ¿es esto también lo que ocurre con el existir suicida? ¿De qué modo lo discutido anteriormente puede ayudarnos a comprender esta peculiar posibilidad del existir? Veámoslo a continuación.

3. LA MANIPULACIÓN DE LA FRAGILIDAD O LA PARADOJA DEL EXISTIR SUICIDA

Pues bien, una relación de nosotros en tanto que de carne y hueso es la que acusa nuestra fragilidad, es decir, nuestra interrumpible continuidad, entendida ésta como horizonte de despliegue de nuestro existir y sentido de configuración de la presencia del mundo en el cual vivimos. Desplegándose como una relación mundana cuyo sentido dominante es “contar con la propia continuidad”, el existir cotidiano puede integrar toda eventual interrupción como un lapso momentáneo que pronto se restablecerá. En tal posibilidad, éste es ciertamente cauto con las cosas del mundo, pues siempre se halla latente su eventual interrupción, mas dicha cautela se modera en la confianza de que es la propia continuidad la que prevalecerá. Y, sin embargo, en las fobias advertíamos otro modo de relación con el mundo. En ellas se vuelve enfático el propio carácter interrumpible, y, desde tal énfasis, la cautela cotidiana tiene ocasión de modificarse hasta volverse una desesperada evasión de las cosas inmediatas, pues todas ellas, en el horizonte de la propia interrupción, se presentan como instancias amenazantes. Por tanto, al modo de una auto-relación con nuestra interrumpible continuidad, caracterizábamos dos sentidos según los cuales un existir, atendiendo a su propia fragilidad, se podía ejercer en tanto que relación mundana.

Y, sin embargo, en ambas posibilidades el existir se muestra como una relación que de fondo anhela su continuidad. Ya sea mediante la cautela cotidiana, como al modo de una evasión fóbica, es ésta la que prima como aquello que requiere ser resguardado. El fóbico, es cierto, se fija en su eventual interrupción, pero en tanto carácter privativo de una continuidad que ansía preservar. Su condición interrumpible, aunque dominante en su relación mundana, es una inquietante privación de una continuidad pretendida por él a toda costa. En términos fácticos, en ambas posibilidades se acusa la pretensión de mantenerse en vida y, en este sentido, emergen conductas concretas de preservación. Sin embargo, dichas posibilidades no son las únicas. El existir puede configurarse según otro tipo de auto-relación en la cual su eventual interrupción guíe también su despliegue, más en la que ésta ya no sea vivida como una privación sino como una positividad. Este es, en efecto, el caso del suicida. Y es este modo de existir el que debe ser ahora indagado.

Quizás sea conveniente comenzar atendiendo a un caso referido por Binswanger. Se trata de Ellen West, una mujer quien, víctima de serios trastornos impulsivos y obsesivos, terminará con su vida ingiriendo una dosis letal de veneno:

Ya de niña encuentra ella ‘interesante’ accidentarse mortalmente. Por ejemplo, incrustarse mientras patina en el hielo. En sus momentos de equitación […] realiza temerarias peripecias, y en una caída quiebra su clavícula; encuentra lamentable no haberse accidentado efectivamente; al día siguiente monta su caballo y lo sigue conduciendo de la misma manera” (Binswanger: 1994, p. 102).

La descripción es sugerente. Aquello que en el existir cotidiano identificábamos como una cautela, y en el fóbico, como una evasión desesperada, ahora no se muestran como modos de trato con el mundo. El hielo o la velocidad del caballo, ya no se presentan como ocasiones que cautelar ni evadir. Ellen West rompe su clavícula, más el lamento de no haberse accidentado en serio señala que ella sabe que esa fractura pudo haber sido “mucho más” que una fractura, y lo que le parece mal es no haber concretado esa posibilidad en su plenitud. ¿Diremos de ella, pues, que se comporta como un dios inquebrantable en un mundo inofensivo? ¿Diremos que se trata de un existir al cual una auto-relación con su propia fragilidad le está privada? En absoluto. Ellen West conoce el riesgo de la velocidad de su corcel, así como de incrustarse en el hielo. Ella se encuentra, al igual que la relación cotidiana y la fóbica, en un mundo riesgoso y sabe también, al igual que ellos, de su fragilidad. En los tres casos hay una relación con el propio carácter corporal como ámbito de interrupción de la propia continuidad. Y, sin embargo, para Ellen West dicha posibilidad de interrupción aparece como aquello que puede ser forzado.

Nada más contrario a la experiencia del ser corporal que conocíamos con Kafka. Mientras éste se lamenta de la debilidad de su existir corporal como obstáculo de un proyecto vital, Ellen West enseña que la experiencia de la propia fragilidad puede llevar a atentarle de tal manera que un “accidente mortal” acaezca. Y en esa experiencia de sí en tanto que corporal, más para violentarle, Ellen West descubre, a la vez, un mundo igualmente riesgoso. No obstante, dicho carácter es ahora vivido de una manera tan particular como es sacarle provecho a su propia conveniencia. Este es, en efecto, el mundo particular del suicida. En trabajos psiquiátricos se dice: “el fácil acceso a medios letales, principalmente a substancias tóxicas y armas de fuego, puede ser considerado un facilitador importante en las tentativas suicidas” (Souto Da Rocha et al.: 2012, p. 75). Ciertamente, tener a mano tales medios contribuye a que la ideación suicida logre su cometido. Son cuerdas, armas de fuego, incluso la altura, los que resultan convenientes. Sin embargo, el hecho de que estos puedan entenderse en tal uso no depende de una constitución objetual autónoma de la realidad, sino, ante todo, de la relación de trato que les descubre, una que en el caso del suicida es del todo peculiar. Desplegada su ocupación con el mundo, en efecto, en el horizonte de la eventual interrupción que se acusa en la auto-relación del existir en tanto que, de carne y hueso, el suicida dispone de las cosas inmediatas, hace uso de la nocividad del mundo como oportunidades de forzar tal interrupción. Así, por tanto, el suicida trata con el mundo sin cautela, pues su trato posee el carácter de una manipulación de su interrupción a costa del riesgo del mundo.

Mas, ¿por qué insistir en hablar del suicidio en tanto que una relación con la propia interrupción, y no abordarlo desde un sentido común tan difundido como es una relación primaria con la muerte? Precisamente, porque aquello que debemos entender es el sentido de la muerte en el existir suicida, lo cual, empero, no implica elaborar una lista de las motivaciones particulares que llevan a un individuo a atentar contra su vida. Ellas son muchas: sufrimiento, hastío e incluso resentimiento y venganza. Y, sin embargo, parece serle inherente a la muerte suicida un rasgo tan particular como su premura. Ésta es, en efecto, lo que no debe tardar o aquello que debe ser facilitado en su llegada, respecto de los tiempos propios. Mas, ¿por qué y qué tiempos? En una nota suicida se lee: “No tengo ningún lugar donde ir o progresar. Una y otra vez caigo más al fondo respecto del lugar en el que caí la última vez. La caída duele más y más, entonces ¿por qué y para qué debo levantarme?” (Gilat y Tobin: 2009, p. 177). La figura del hundimiento rinde cuenta acá de la intensificación progresiva del propio malestar. Mientras más honda es esa caída, mayor es el sufrimiento. Y ésta no es sino la vivencia de un viaje sin retorno y en contra de la propia voluntad. Una situación, de hecho, que desborda y que, por lo mismo, demanda caer rendido ante ella. He ahí el sentimiento de impotencia que puede expresarse en un mensaje como éste: “Estoy tan enfermo de esta vida. Estoy tan cansado” (Ibíd., p. 176).

Pero la impotencia del suicida no parece radicar sólo en la intensidad del sufrimiento, sino, y ante todo, en la prolongación temporal de su condena. El malestar propio de la situación es vivido en lo que ha sido, es y será, y, por ende, anuncia en cada momento de su presencia la “eternidad” de su aflicción. Así, padeciendo y habiendo padecido el mal, y destinado a padecerlo “por siempre”, el existir sabe que las capacidades y fuerzas propias no pueden dar abasto, siendo la muerte la que debe llegar con urgencia como liberación frente a un dolor que se ha establecido para no irse jamás. “Quiero morir, que todo termine” (Ibíd., p. 179) es la expresión del sentido particular de la muerte suicida, como salida de una condena vivida y, más decisivo aún, todavía por vivir. Por tanto, pese a que el explícito deseo de la muerte presente en estos mensajes pueda sugerir que el suicidio ha de ser entendido primariamente en una relación con ella, resulta claro que ésta no es sino la consecuencia que se sigue del exceso de un malestar que se ha proyectado temporalmente. Y, si esto es así, entonces, aquello que mira el suicida, sorteando su muerte como liberación, no puede ser sino su más concreta facticidad.

En otra nota suicida se lee: “La verdad es que si tuviera que hacer un resumen de mi vida, tendria que dacir que fue una mierda […] Pero bueno, asi es la vida, siempre quise saber que había despues de la muerte, ojala que ahora lo puedan averiguar” (Rodríguez et al.: 2006, p. 51)4. Una vida injusta, miserable e insoportable es aquella situación vital en la que el existir parece fijar su atención para luego estimar su muerte. En tanto que liberadora, ésta se presenta como una ruptura respecto de una facticidad que no debió ser, no debe ser y que no debiese seguir siendo. Así, la muerte del suicida en tanto que ruptura deja ver que sólo puede adquirir su particular positividad en el interior de una relación del existir con su propia facticidad, entendida ésta como certeza única para sortear eventuales respuestas. En efecto, negando su facticidad cierta es que tal negación puede adquirir, a la vez, el sentido particular de volverla otra. He ahí el peculiar carácter redentor de la muerte suicida. Se trata de una negación del pasado, presente y futuro fácticos, mas no en cuanto una pura aniquilización, sino como “otro poder ser”. La muerte suicida, podríamos decir, entonces, adquiere su positividad como una efectiva reposición, un re-situar radical de la siempre referida facticidad. Y en tanto que re-posición es que el simple hecho de morir basta al suicida como respuesta. La muerte suicida, por tanto, se presenta como redentora, como una salida o un reposo siempre en vistas a lo que efectivamente constituye el suelo cierto del mismo suicida: su facticidad aflictiva.

Éste es, pues, el lugar de la muerte en este modo de existir tan singular. Su positividad adquiere su propio sentido, entonces, en el horizonte de una negación de la facticidad propia, en tanto que una re-posición de la misma. Y, siendo así, ya podemos entender que ella no se acuse como el auténtico fin del suicida, y, por ello, una comprensión del suicidio desde su muerte no parece dar necesariamente en el centro de su caracterización. El hecho de que sea común en el suicida el lamento sobre una vida que no le ha traído lo que esperaba no conduce sino a entender que él no se encuentra en relación con su muerte, sino con la facticidad que él ya es. He ahí la razón de un intento de comprender el suicidio desde una perspectiva como es esa interrumpible continuidad que destacábamos como modo particular de auto-relación del existir. Y es que ésta enfatiza, pues, una relación del mismo con su facticidad, como modo de “contar con su continuidad” o de “interrumpir esa continuidad” en ella. Y, desde esta perspectiva queda a la vista, a la vez, una posibilidad de despliegue que puede también constituir al existir para dar paso al existir suicida. Éste no sólo se caracteriza por el sufrimiento propio de su facticidad, sino, a la vez, por el énfasis del carácter interrumpible en su auto-relación, en vistas a tal facticidad. Y dicho carácter es el que se vuelve cada vez más enfático como modo de relación consigo, mientras el hundimiento en la propia aflicción progresa. Así, es la relación con la posibilidad de interrupción fáctica, siempre dada en la auto-relación del existir en tanto que existir corporal, la que se va fijando en la atención suicida como aquello a lo que puede echar mano para ser algo “otro” que sufrimiento.

Y, sin embargo, dicha posibilidad de interrupción no requiere ser en un comienzo absoluta. “Me corto (se lee en otro mensaje) […] hasta que el dolor se hace muy agudo y luego me relajo” (Gilat y Tobin: 2009, p. 180). Y es que el dolor puede presentarse también como ruptura del malestar, aunque en términos aún parciales. No obstante, en este nivel, las lesiones no pueden ser consideradas como el resultado del dominio total de la posibilidad de interrupción propia. Y esto incluso aunque ellas hayan podido dar lugar a la muerte efectiva del individuo. En este caso no se trata aún de una conducta propiamente suicida, sino de lo que en psiquiatría se entiende como parasuicidio, esto es, una acción autolesiva que no pretendería aún la interrupción total de la facticidad (Cfr. Serrano et al.: 2004, pp. 11-22). Y es que la conducta autolesiva propia del suicidio implica ya una modificación fundamental de la relación consigo. La acción en su caso ya no se fija sólo en los posibles medios, como el dolor de la autolesión, sino ante todo en la posibilidad misma de interrupción. Y es esto último lo que hace que el movimiento suicida sea absoluto, pues, siendo la relación con la propia interrupción una que implica volverse hacia el horizonte de la facticidad íntegra, entonces la re-posición del existir es exigida en su completud. Por tanto, lo que hace el suicida, desplegado en el énfasis de su interrupción, es fijarse en su cuerpo como la dimensión en la que se alberga su fragilidad y a lo que puede atentar para acceder a su anhelada re-posición absoluta. Así, entonces, el existir suicida no sólo radica en el despliegue de una facticidad que, negándose, busca ser otra, sino también en la manipulación de la propia fragilidad como el medio para realizar lo primero. Ambos caracteres parecen ser rasgos propios del existir suicida entendido desde aquella particular auto-relación que guía su despliegue total en el mundo.

Y es precisamente en este punto donde podemos detectar la paradoja que se alberga en esta posibilidad tan peculiar del existir humano. Por una parte, el suicida se ocupa del mundo en vistas a una “muerte liberadora”. Acá, el suicida se muestra en una relación explícita con su muerte. En su aflicción desesperada, éste descubre su propio mundo en su particular nocividad, aunque ya no en el carácter de lo riesgoso, sino como lo beneficiosamente dañino. Y en el interior de tal modificación fáctica, es que las cosas del entorno son descubiertas en una presencia singular que exige del existir un trato del todo distinto al cotidiano. Útiles, herramientas domésticas, aquello que antes podía adquirir su sentido en vistas a alguna tarea mundana, se acentúan ahora en tal carácter. El cuchillo cotidiano que antes podía presentarse para cortar alimentos o la cuerda, como aquello para atar o colgar otros útiles o incluso armas de fuego, para la autodefensa, son ahora descubiertos en tanto que oportunidades de manipulación de aquella dimensión corporal en la que el existir se ha fijado como el ámbito de su fragilidad. Y, finalmente, en esta modificación radical respecto del mundo y del sentido propio del trato cotidiano, emergen acciones en vistas a la autodestrucción.

El suicida, podríamos decir, entonces, se halla hundido en su facticidad, recurriendo desesperado a soluciones requeridas por ella misma, y su muerte en cuanto liberadora, por tanto, puede seguir siendo considerada una respuesta coherente al orden fáctico dado. Y, sin embargo, una comprensión del suicidio en este sentido exige precisar otro nivel aún más íntimo de su movimiento existencial total. Un nivel anterior a la situación mundana en la cual de facto el suicida se encuentra y a la que responde. Anterior al aparecimiento de la muerte como su objetivo y al descubrimiento del mundo en su carácter beneficiosamente dañino. Anterior, en definitiva, al descubrimiento de las cosas cotidianas como armas, sogas o alturas, en tanto que eventuales medios para infringir daño a su corporalidad y con ello a su existencia. El suicida, en efecto, no advierte que él responde a sus circunstancias ya instalado en aquella auto-relación en la que él mismo se ha constituido, y que es horizonte configurador de la concretud de su mundo y de la certeza particular de su facticidad. Y es que es una modificación de sí mismo en tanto que auto-relación la que le ha trasladado de un mundo riesgoso a uno en tanto que beneficiosamente dañino. En efecto, el suicida no advierte, en último término, que su condena se alberga en el seno de aquella relación consigo que ya se despliega atenta al carácter interrumpible de su particular continuidad. Y, así, éste, sin advertir tal modificación, con sus acciones concretas procura que la interrupción se lleve a cabo, jugando el juego de la auto-relación que él mismo es.

En efecto, la muerte suicida se presenta como liberadora sólo en el contexto de aquella facticidad en la que el suicida se halla instalado. Mas, vista ésta en el nivel de aquella peculiar auto-relación desde la cual él vive tal facticidad, se advierte que su carácter liberador es sólo una ilusión. Éste es uno que ya se ha articulado desde la fijación en la propia interrupción y, por tanto, más que implicar libertad, en tal nivel, la muerte no presenta sino el sentido particular de una insistente manipulación de la propia fragilidad por parte de un existir afanado en su interrupción. He ahí la paradoja que se alberga en el existir suicida. Buscando la libertad en su muerte, no advierte que lo que hace en cada momento es apresurar su fin, preso ya de sí en tanto que una auto-relación singular que se tiene como interrumpible. Y tal paradoja nos muestra la ingenuidad en la que éste se mueve, pues, aunque crea sobreponerse a las circunstancias y, así, triunfar con su muerte; aunque, destruyéndose, crea rebelarse definitivamente ante su situación aflictiva, siempre le pasó por alto que, manipulando su fragilidad, no era más que un servidor de sí mismo, y, por ende, que nunca logró enfrentar a aquello que debía enfrentar, a saber, a tal sí mismo en tanto que auto-relación. En otras palabras, creyendo que era su facticidad la causa de su tormento, y que, por lo mismo, su aniquilación era el medio para superarla, el suicida nunca advirtió que el auténtico problema ya estaba albergado en él, en su fijación en el carácter interrumpible en el que ya se había constituido. Por tanto, con su muerte, es cierto, el suicida acaba con su facticidad mundana, pero aquello donde el mal se albergaba auténticamente siempre permaneció intacto: un sí mismo afanado en su interrupción. El suicida, podemos decir, entonces, destruyó el mundo, aniquilándose, mas jamás al propio suicida. Tal paradoja es la que alguien que conoce la desesperación como condición humana fundamental puede identificar con lucidez. Es precisamente Kierkegaard quien puede decir de aquel que busca desesperadamente su propia destrucción: “Y es natural que no pueda destruirse, ya que la desesperación ha puesto fuego a una cosa refractaria al fuego, a algo que no puede ser pasto de las llamas, es decir: al yo” (Kierkegaard: 2008, p. 40).

Así, entonces, la paradoja del suicida radica en que éste, perdido en su facticidad y desde ella atendiendo a su muerte como liberadora, no hace otra cosa sino obedecer al movimiento existencial que él ya es, y que le insta a manipular ingenuamente su propia fragilidad, sin que ello implique en medida alguna una efectiva liberación. Y, aunque el suicida concretara, de facto, su aniquilación, éste, empero, habrá estado muy lejos de liberarse de sí, pues siempre habría sido leal al dictamen de esa auto-relación que él era, y ésta es la que finalmente habría triunfado, haciéndole sucumbir como su marioneta. He ahí, entonces, la paradójica situación del existir suicida, aquel que, entendiendo su muerte como liberadora, no se constituye sino en una manipulación ingenua de su fragilidad. Una paradoja que se nutre, por cierto, de una relación con aquella interrumpible continuidad, que, a su vez, refiere a una relación del existir consigo en tanto existir corporal. Y es esta paradoja la que enseña, por lo demás, cómo es que la posibilidad del suicidio no es sino una que se alberga en las entrañas existenciales del ser humano en su concretud. Por ello es que, aunque las búsquedas de las causas del suicidio puedan atender a tan diversas situaciones de riesgo, su heterogeneidad muestra, en último término, que el suicidio se alberga en el ser humano mismo, pues es él, conforme a su propia dinámica existencial, quien vuelve esas situaciones la ocasión de su propia aniquilación, ya constituido en una auto-relación particular. Es en él, en efecto, en el que tal posibilidad de relación consigo se halla anónima, silenciosa, tras cada situación desbordante en la que se instale, siempre dispuesta, por cierto, a volverse enfática para dictar la propia aniquilación como respuesta fáctica. El ser humano, podemos decir, entonces, es un modo de ser al que le es inherente la posibilidad del suicidio. Y, por lo mismo, toda vez que él pueda desplegarse, ya sea individualmente, como constituyendo comunidades, debe contar con que dicha posibilidad permanece susceptible a volverse dominante.

Por ello, y para concluir estas discusiones, podemos advertir, por último, que una reflexión sobre el suicidio en tanto que un malestar que aqueja a la sociedad actual no puede traducirse en un puro lamento frente a una situación incómoda y desconcertante, y menos aún derivar en la búsqueda de estrategias que pretendan disminuirlo o acabarlo, como si se tratase de un mero anexo a nuestro existir. Una consideración del suicidio como malestar de la sociedad actual ha de conducir, ante todo, a una indagación de aquellos rasgos fundamentales del ser humano en tanto que humano y, por lo mismo, implica una aclaración profunda de las posibilidades de modificación de las relaciones existenciales y mundanas en las que éste puede constituirse. He ahí la importancia de indagar comprensivamente el suicidio, más allá de cuantificarlo o darse por satisfecho con la elaboración de un listado de factores que lo entiendan en dependencia con situaciones concretas. En fin, la posibilidad de pensar en el suicidio como un malestar que aqueja a la sociedad actual no implica sino entender que éste no es un problema que merezca atención por su eventual incremento, sino porque dicho incremento pone en evidencia que se trata de una posibilidad inherente a toda sociedad, porque ella está constituida por un modo de vida como es el hombre, aquel que, relacionado con su fragilidad, con su ser corporal, puede insistir en vivir, pero también tiene la ocasión de afanarse en morir.

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Notas

1 Este trabajo se enmarca en el Proyecto Fondecyt Regular, nº 1150034.
2 Organización Mundial de la Salud. Centro de prensa. Disponible en http://www.who.int/mediacentre/factsheets/fs398/es/. Acceso el 05/12/2017.
3 Una perspectiva representada en obras fundamentales como El extranjero de Camus o La Náusea de Sartre. Para una síntesis de la posición existencialista (Cfr. Polo: 2006, pp. 45-56).
4 Rodríguez et al (2006, p. 51). Se ha respetado la ortografía del mensaje citado.
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