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Identidad, itinerario y temporalidad en el reconocimiento de sí. Algunos aportes al campo educativo
Identity, Itinerary and Temporality in the Self-Recognition. Some Contributions to the Educational Field
Identidad, itinerario y temporalidad en el reconocimiento de sí. Algunos aportes al campo educativo
Utopía y Praxis Latinoamericana, vol. 24, núm. Esp.4, pp. 166-177, 2019
Universidad del Zulia
Recepción: 10 Septiembre 2019
Aprobación: 21 Octubre 2019
Resumen: El presente trabajo se inscribe en el entramado de la hermenéutica del sí, de Ricoeur. Indaga en la problemática que enfrenta el sujeto que emprende el reconocimiento de sí. En tanto identidad ipse, el sujeto despliega su reflexión hacia sí en el presente, pero las coordenadas de su reconocimiento las encuentra en el pasado y en el futuro. La búsqueda de la respuesta al¿quién?, realizada en el terreno del lenguaje, parecierano revelarse como la certeza de un presente del tipo “yo soy”. Se esbozan posibles aportes de esta problemática al ámbito de la educación.
Palabras clave: identidad, ipseidad, mismidad, tiempo.
Abstract: The present work is circumscribed in the hermeneutics of the self, by Ricoeur framework. It investigates the problems faced by the subject who undertakes self- recognition. As an ipse identity, the subject unfolds his or her reflection towards himself or herself in the present, but he or she finds the coordinates of his or her recognition in the past and in the future. The search for the answer to who? Carried out in the field of language, seems not to reveal itself as the certainly of a present of the type “I am”. Possible contributions of this problem to the field of education are outlined.
Keywords: Identity, ipseity, selfness, tim.
INTRODUCCIÓN
“¿Quién es el sí mismo que se reconoce?”, “¿cómo lo hace?” y “¿cómo debiera expresarse, en términos temporales, el resultado del proceso de reconocimiento de sí emprendido por este sí mismo reflexivo?”, son las interrogantes que orientan el desarrollo de esta reflexión. El análisis que se propone considera, en primer lugar, tanto una delimitación de aquel ámbito de reconocimiento del ser, como su vía de abordaje. Ello exige presentar un esbozo, aunque sea breve, del contexto en el que Paul Ricoeur explica la inserción de la hermenéutica en la fenomenología. Y, por añadidura, del lenguaje en su faceta simbólica. En segundo lugar, se propone una descripción resumida del “sí-mismo” ricoeuriano, siguiendo la senda que el propio filósofo nos presenta en su obra Sí mismo como otro.
A continuación, se describe la noción de reconocimiento, desde la propuesta que se esboza en la obra Caminos del reconocimiento. Se problematizan las dos cimas del reconocimiento: la memoria y la promesa y se cuestiona la eventualidad de la mutabilidad de la identidad personal. No en el plano del carácter – preferentemente asociado a la mismidad- sino en el de la promesa –vinculada a la ipseidad. Con esto, se implica, necesariamente, la cuestión del tiempo. Empero, se evita una discusión amplia de la misma; más bien, se adopta una perspectiva que se restringe al tiempo histórico. Dicha decisión se fundamenta en la cualidad de historicidad del sí mismo que se estudia. Llegado a este punto, se abocetan dos situaciones problemáticas. La primera, tiene que ver con la trayectoria que parece seguir el sí mismo en su reconocimiento en cuanto ipseidad. Concretamente, como mantenimiento de un sí que se afirma en el presente, mirando hacia el futuro. Sin embargo, a la hora de atestar la promesa, pareciera faltar el énfasis en un punto de referencia que facilite la constatación de su cumplimiento. Se despliega aquí la necesidad de una mirada al pasado, pero no como tránsito obligado de constatación de la “identidad-idem”, sino de aquel “sí-mismo” que prometió, es decir, en cuanto “ipse”. Brota una segunda problemática, asociada al cambio del “sí mismo” en su tránsito a través de la temporalidad. Como ser histórico, que peregrina inevitablemente hacia la muerte, este “hombre capaz” que es el “sí-mismo”, está en condiciones de reconocerse en su historicidad. En este reconocimiento de sí, su identidad puede reafirmarse, como puede no hacerlo. El envilecimiento o la regeneración representan dos posibilidades extremas y permiten constatar más claramente la posibilidad de diferenciación entre la condición pasada de este ser y su presente. En cambio, la reafirmación de la ipseidad a través del mantenimiento de la promesa, puede enlazar pasado y presente en términos de una continuidad. Más concretamente, puede inducir a pensar en un “yo soy”. No en una perspectiva cartesiana, obviamente; sino en la actualidad de un sí mismo que se despliega y reconoce como presente. Es decir, que no ha cambiado. No obstante, aquella reafirmación es solo ilusoria y no puede ser tomada como garantía de un “yo soy”. Especialmente, si consideramos la conciencia inmediata como falsa conciencia. Luego, la conclusión respecto del reconocimiento siempre es la de un “sí mismo” que fue, o que ha sido, aun cuando mantenga opciones de seguir siendo en cuanto ser que se despliega en el mundo de la vida.
EL SER EN EL ENTRAMADO DE LA HERMENÉUTICA DEL SÍ
Una vía que permite la aproximación al ser en Ricoeur está dada por algunos de sus escritos que nos ofrece en la obra El conflicto de las interpretaciones (2003). Más concretamente, en el ensayo titulado “existencia y hermenéutica”, en el que expresa su intención de “explorar (…) las vías abiertas a la filosofía contemporánea por lo que podría llamarse el injerto del problema hermenéutico en el método fenomenológico” (Ricoeur: 2003, p. 9). El filósofo francés visualiza dos rutas, a las que denomina “vía corta” y “vía larga” (Ibíd., p. 11). La primera fue la ontología de la comprensión, desarrollada por Heidegger, que bien puede considerarse como una radicalización del último pensamiento de Husserl contra el objetivismo. El rasgo central de la reflexión de Heidegger es la prioridad adquirida por el ser, especialmente, ante el conocimiento. Inserto en la trama de la vida operante, el ser deviene como entidad finita, determinada por su carácter histórico. Con ello, la comprensión en cuanto método de las ciencias del espíritu como alternativa ala explicación utilizada por las ciencias naturales, pasa a segundo plano. La comprensión es, antes que un método, “la manifestación del ser, para un ser cuya existencia consiste en la comprensión del ser” (Ibíd., p. 15). Ricoeur no contradice estos fundamentos. No obstante, el rodeo que propone a través de la vía larga se dirige a atender las derivaciones epistemológicas de dicha ontología de la comprensión. Ello por dos razones. La primera, más propiamente epistemológica, dirigida a dar un cuerpo de conocimiento de base a las ciencias comprensivas. Es decir, proporcionar las condiciones necesarias que permitan la comprensión de un texto y el arbitraje entre las interpretaciones antagonistas de las distintas ciencias exegéticas. La segunda, para proporcionar una descripción directa del dasein en cuanto entidad constituida. Su apuesta intenta no disociar la verdad, “propia de la comprensión, del método puesto en práctica por las disciplinas provenientes de la exégesis” (Ibíd., p. 16). En consecuencia, su punto de partida es el plano del lenguaje, dado que “toda comprensión óntica u ontológica se expresa, ante todo y desde siempre, en el lenguaje” (Ibíd., p. 16).
En razón de lo anterior, la semántica constituye el primer eje que establece para referir al campo hermenéutico. Quedan entrelazadas interpretación y comprensión. Y, una vez aquí, la labor propiamente hermenéutica se extiende en aquel horizonte semántico supeditado al “doble sentido o sentido múltiple” (Ibíd.,p. 17). Es decir, “en la semántica de las expresiones multívocas” (Ibíd., p. 17), y que él propone llamar “simbólicas” (Ibíd., p. 17). Consiguientemente, el símbolo es “toda estructura de significación donde un sentido directo, primario y literal designa por añadidura otro sentido indirecto, secundario y figurado, que sólo puede ser aprendido a través del primero” (Ibíd., p. 17).
Es en este entramado en el que distinguimos un primer destello del ser. Primero, porque “toda hermenéutica es, explícita o implícitamente, comprensión de sí por el desvío de la comprensión del otro” (Ibíd., p. 21). Segundo, porque sólo en el proceso de interpretación es posible “percibir el ser interpretado. La ontología de la comprensión permanece implicada en la metodología de la interpretación” (Ibíd., p. 23). Y ello ocurre porque el “simbolismo (…) revela, por su estructura de doble sentido, la equivocidad del ser: «el ser se dice de múltiples maneras». La razón de ser del simbolismo es abrir la multiplicidad del sentido sobre la equivocidad del ser” (Ibíd., p. 65). Tal es la apertura que ofrece el lenguaje para acceder al ser. Y aunque otorga que no hay misterio en el lenguaje, sí hay misterio del lenguaje en la medida que “dice algo, dice algo del ser. Si hay un enigma del simbolismo, reside en su totalidad en el plano de la manifestación, donde la equivocidad del ser se dice en la del discurso” (Ibíd., p. 74)1.
La vía larga, entonces, nos remite al terreno del lenguaje como ámbito de manifestación del ser. ¿Permite esta vía acceder a su conocimiento? Y más propiamente, ¿encuentra aquí el ser una opción de acceder a aquello que podría denominarse su propio reconocimiento? La contestación sería afirmativa, toda vez que
(…) hemos aprendido de todas las disciplinas exegéticas, y del psicoanálisis en particular, que la conciencia pretendidamente inmediata es ante todo «falsa conciencia» (…). De aquí en más, será preciso conectar la crítica de la falsa conciencia con todo redescubrimiento del sujeto del Cogito en los documentos de su vida; una filosofía de la reflexión debe ser todo lo contrario de una filosofía de la conciencia (Ricoeur: 2003, p. 22).
Si asumimos como verdadero este postulado, la vía larga no es solo conveniente, sino ineludible para dar cumplimiento a un propósito encaminado al reconocimiento, y más particularmente, el reconocimiento de sí.
¿QUIÉN SE RECONOCE?
En esta parte de la reflexión cabe interrogar, ¿quién es este ser? Y, más propiamente, ¿quién es este ser capaz de su propio reconocimiento? La dificultad radica en el atopos que constituye el sujeto, es decir, “sin lugar asegurado en el discurso” (Ricoeur: 1996a, p. XXVIII). En otras palabras, un ser difícil de localizar en el vasto territorio del lenguaje. La búsqueda es acuciosa, tortuosa, lenta. El sujeto parece encontrarse en una indeterminada posición entre el cogito cartesiano y el anti-cogito; este último, relevado por otros filósofos, principalmente, Nietzsche. El primero, tan hiperbólico como la duda a la que debe su origen (Ibíd., p. XVI); el segundo, un “Cogito humillado” nacido de la incertidumbre puesta en el propio lenguaje que debiera servirle de sostén (Ibíd., p. XXV).
La filosofía del lenguaje desarrollada previamente es la plataforma para ascender al siguiente nivel, cuyos límites están dados por la teoría de la acción. Ricoeur reconoce un retroceso inicial expresado por el ocultamiento del “quién” de la acción debido a la preferencia que la filosofía analítica ha otorgado a la diada interrogativa “qué-por qué” (Ibíd., p. 42). Y, luego, a la consiguiente relación entre acontecimiento y causa que subsumen los motivos y las razones de actuar en una ontología del acontecimiento impersonal (Ibíd., p. 47-49). La restitución del agente a la acción arriba con el análisis conceptual de la intención. Concretamente, en su sentido como “intención-de” (Ibíd., p. 52). Ésta refleja una orientación hacia el futuro y, aun cuando pueda ser tipificada en el ámbito de la causalidad, su carácter teleológico remitiría al agente y sus razones de acción. Esto abre paso a una nueva cota para hallar al sujeto. A partir del concepto aristotélico de proháiresis entendida como “elección preferencial (o decisión)” (Ibíd., p. 80), Ricoeur manifiesta que se arriba “al núcleo del actuar propiamente humano, del cual dice Aristóteles que es «esencialmente propio de la virtud»” (Ibíd., p. 80). Ello permite posicionar el concepto de adscripción como “la reapropiación por el agente de su propia deliberación: decidirse es resolver la discusión haciendo suya una de las opciones consideradas” (Ibíd., pp. 83-84). A pesar de las aporías que levanta la adscripción, ésta refuerza la presencia del “quién” en la acción, en cuanto agente que tiene la seguridad de un poder hacer (Ibíd., pp. 83-84)3. Para Ricoeur es esta“fenomenología del puedo [en su asociación con una] ontología del cuerpo propio” lo que permite entrever lo que él llama una “ontología del sí” (Ibíd., pp. 104-105).
Las consideraciones anteriores obligan a pasar al plano de la teoría narrativa, pues permite solucionar un aspecto no considerado hasta el momento: la naturaleza histórica del sujeto. La “identidad personal sólo puede articularse en la dimensión temporal de la existencia humana” (Ibíd., p. 107). Y es aquí donde se hace ineludible la problematización del doble carácter de la identidad. Por una parte, como mismidad (o identidad- idem); por otra, como ipseidad (o identidad-ipse). La primera, se afirma en las relaciones de identidad numérica, identidad cualitativa, continuidad ininterrumpida y permanencia en el tiempo4. La ipseidad, en tanto, es aquella dimensión de la identidad personal que identifica al sí-mismo reflexivo5. En relación con la identidad, existen dos modelos de permanencia en el tiempo resumidos en las nociones de “carácter” y la “palabra dada” (Ibíd., p. 112). Por el primero, Ricoeur entiende
El conjunto de signos distintivos que permiten identificar de nuevo a un individuo humano como siendo el mismo. Por los rasgos descriptivos que vamos a expresar, acumula la identidad numérica y cualitativa, la continuidad ininterrumpida y la permanencia en el tiempo. De ahí que designe de forma emblemática la mismidad de la persona” (Ibíd., p. 113). También, “designa el conjunto de disposiciones duraderas en las que reconocemos a una persona (Ricoeur: 1996a, p. 115).
Por su parte, la palabra dada se condice con la ipseidad al expresar “un mantenerse a sí que no se deja inscribir, como el carácter, en la dimensión del algo en general, sino, únicamente, en la del ¿quién?” (Ibíd., p. 118). Consecuentemente, la palabra dada implica un mantenimiento del sí mismo que se opone a la mismidad, representada en el carácter como permanencia en el tiempo. Deviene, entonces, la dialéctica mismidad-ipseidad.
De esta manera, contra todas aquellas posturas que tienden a hacer de la identidad una manifestación impersonal o algo sujeto a indecidibilidad6, Ricoeur reafirma su carácter personal y su expresión como identidad narrativa deviene en personaje por medio del relato. La unidad narrativa de la vida, se concibe como “un conjunto inestable de fabulación y de experiencia viva” (Ibíd., p. 164), que refleja la inestabilidad y evanescencia propia de la vida real, de la cual es su correlato. No obstante, la acción narrada no es solo descripción, sino también prescripción. El agente actúa de acuerdo a preceptos, entre éstos, los éticos. Expresados como una “intencionalidad ética” se resumen como “la intencionalidad de la «vida buena» con y para otro en instituciones justas” (Ibíd., p. 176). Si esta intencionalidad ética trasunta en una experiencia de vida constituye, entonces, una atestación. Ello porque “la certeza de ser el autor de su propio discurso y de sus propios actos se hace convicción de juzgar bien y de obrar bien, en una aproximación momentánea y provisional del vivir-bien” (Ibíd., p. 186). Pero, para que ello sea posible, es indispensable la concurrencia de la alteridad, el sí-mismo se reafirma a través del otro, tanto en su dimensión de agente de la acción, como de paciente receptor de la acción del otro. En este último sentido, la pasividad se convierte en la atestación misma de la alteridad; una alteridad quebrada, constituida de experiencias inconexas (Ibíd., p. 353). Una pasividad que se manifiesta, en primer lugar, en el cuerpo propio o de la «carne», como entidad que pertenece y a su vez media entre el sí mismo y el mundo de las cosas. En segundo lugar, la pasividad expresada en la alteridad de la intersubjetividad; el sí mismo afectado por la palabra del otro. Por último, aquella alteridad expresada en la conciencia, en el sentido de Gewissen o conciencia moral. El sí-mismo es el ser-conminado por el otro y “constituiría entonces el momento de alteridad propio del fenómeno de la conciencia” (Ibíd., p. 392).
Constituido así, capa tras capa, este es el ser que está en condiciones de emprender su propio reconocimiento.
¿HACIA QUÉ RECONOCIMIENTO?
Al abordar la noción de reconocimiento, Ricoeur (2006, p.24) propone una transición reflexiva desde el área lexicofráfica a la de la filosofía. Esta alternativa no se proyecta a una mejora del léxico, sino a la formulación de “problemas propiamente filosóficos” (Ibíd., p. 31). No obstante, la discontinuidad de los enfoques de pensamiento surgidos en relación con la temática, parecen asentar una “cierta dislocación del orden de derivación lexicográfica” (Ibíd., p. 31). Desde el terreno filosófico la hipótesis que se sustenta es “que los usos filosóficos potenciales del verbo reconocer pueden ordenarse según una trayectoria que va desde el uso en la voz activa hasta el uso en la pasiva” (Ibíd., p. 33). En esta evolución, el reconocimiento parece lograr una autonomía creciente con respecto al conocimiento.
La primera acepción filosófica considerada es el binomio verbal identificar/distinguir. “Para identificar espreciso distinguir, y se identifica distinguiendo” (Ibíd., p. 41). En este tramo todavía se mantiene “indiferenciado el “qué” al que el reconocimiento hace referencia” (Ibíd., p. 35-36). En otras palabras, no se reconoce a un “quién”, sino un “algo”. El zócalo que sirve de soporte a la identificación y la distinción es el juicio, concebido como capacidad y, asimismo, como ejercicio u operación mental (Ibíd., p. 40). Consecuentemente, ello conduce la reflexión hacia dos filosofías del juicio que personifican dos visiones distintas de identificación: la de Descartes y la de Kant (Ibíd., p. 44). Para Descartes, reconocer se relaciona con el verbo admitir, con claridad y distinción, aquello que es verdadero. Fundamentalmente, reconocer es identificar y esta última acción es inseparable de distinguir (Ibíd., p. 47-54). Por su parte, en Kant, bajo el concepto de recognición, se desarrolla la noción de reconocer como identificación. Sin embargo, aquí identificar es relacionar, pero con una “prevalencia del punto de vista trascendental sobre el punto de vista empírico” (Ibíd., p. 57). De esta manera, juzgar “es colocar las intuiciones sensibles bajo un concepto; en una palabra, subsumir” (Ibíd., p. 62). A ello, agrega la consideración de tiempo, pero como representación a priori de la sensibilidad y, por tanto, perteneciente al ámbito de la estética trascendental. El tiempo es “la forma del sentido interno (…) considerada, sucesivamente, desde el punto de vista de la «serie del tiempo» (cantidad), del «contenido del tiempo» (cualidad), del «orden del tiempo» (relación)” (Ibíd., p. 58, 74). De tal manera, a través de esta complementación entre entendimiento y sensibilidad el sujeto expresa su capacidad de reconocimiento. Sin embargo, reconocer es todavía poco discernible de conocer.
Ricoeur sugiere, entonces, explorar “experiencias más significativas que muestren la diferencia entre reconocer y conocer” (Ibíd., p. 85). Las encuentra en aquellas investigaciones, problemáticas y fragmentarias, agrupadas bajo el rótulo del “ser-en-el-mundo”. En este plano, Merleau-Ponty releva la tensión entre la “confianza de la estabilidad de las cosas [ante] el cambio [que] forma cuerpo con el tiempo que pasa” (Ibíd.,p. 87-88). La aparición y reaparición de objetos y seres, sometidos al cambio por el transcurrir, postula una nueva significación del reconocimiento. La tensión es máxima cuando cita algunas de las reflexiones de Proust, en su obra En busca del tiempo perdido. Concretamente, en aquellos pasajes en que éste se enfrenta–entremezclado con asombro y angustia- a la dificultad del reconocimiento de personas antes conocidas, en ese momento transformadas por el paso del tiempo. Se allana así el camino para el reconocimiento de sí mismo.
Desde esta plataforma, Ricoeur concibe los antecedentes del reconocimiento de sí mismo en la culturagriega. Particularmente, en aquel ámbito que se define como el reconocimiento de la responsabilidad. Recurre para ello a los estudios que hace Bernard Williams sobre personajes de la literatura griega antigua. Estos nos dejan entrever un hombre “actuante y sufriente [pero] capaz de ciertas realizaciones (Ibíd., p. 100).
Un primer ejemplo lo constituye el análisis de la obra La Odisea. Específicamente, aquellos pasajes que narran el arribo de Ulises a su hogar y que dan cuenta del proceso de reconocimiento por parte de los suyos. Operan aquí “las fórmulas verbales del reconocimiento, el rol de las marcas de reconocimiento y el de los disfraces” (Ibíd., p. 103)7. Otro caso es el de Edipo en Colono, de Sófocles. En ésta, el protagonista evalúa sus propios actos. Se reconoce como agente de los mismos, aunque los crímenes que ha cometido no han obedecido a un comportamiento deliberado (hekon), sino contra su propia voluntad (akon). Por último, con Aristóteles amplía la temática desarrollada, al introducir el plano de la ética. Cuando se interroga por el bien más elevado de todos, Aristóteles identifica la felicidad. La tarea propia del hombre es, entonces, la de “vivir una vida «realizada»” (Ibíd., p. 112). La felicidad radica en el sujeto y ese resulta ser el sustrato más primitivo del reconocimiento de sí mismo. Unido a la noción de felicidad destaca la idea de virtud como “estado habitual que dirige la decisión (hexis prohairetike) (…) cuya norma es la regla moral [asociada con] el hombre prudente (phronimos)” (Ibíd., p. 113). Es este phronimos, fuente de phronesis (sabiduría práctica o prudencia) capaz de decisión, o prohairesis, que también significa deseo, asociada a un carácter (ethos) el antecedente del sí reflexivo que reconoce su responsabilidad (Ibíd., p. 114-115).
LAS VÍAS DEL RECONOCIMIENTO DEL SÍ MISMO Y EL PROBLEMA DE SU EXPRESIÓN TEMPORAL
El pensamiento moderno introduce un componente fundamental para el reconocimiento de sí: “la conciencia reflexiva de sí mismo implicada en éste” (Ibíd., p. 121). Al margen de esto, la continuidad con el aporte griego es evidente. Ricoeur sostiene la existencia de “un estrecho parentesco semántico entre la atestación y el reconocimiento de sí, en la línea del <> atribuido a los agentes de la acción por los griegos” (Ibíd., p. 124). Se despliega, entonces, una “fenomenología del hombre capaz” que permite acceder a las respuestas de aquellas interrogantes que demarcan el camino del proceso de reconocimiento. La sucesión de preguntas “¿quién habla?”, “¿quién actúa?”, “¿quién se narra?”, encuentran respuesta en el “poder decir”, “poder hacer”, “poder contar” y “poder contarse”. El círculo se cierra con la noción de imputabilidad bajo la forma interrogativa “¿quién es capaz de imputación?”. La respuesta se encuentra estrechamente unida con la idea de responsabilidad en un plano moral, dirigida al “otro hombre, [al] prójimo” (Ibíd., p. 142).
La memoria y la promesa constituyen las dos cimas del proceso de reconocimiento de sí. La primera sedirige hacia el pasado; la segunda al futuro. Aunque ambas deben pensarse juntas en el momento en el que se despliega el reconocimiento de sí (Ibíd., p. 145).
Hecho el camino que nos ha llevado primero a caracterizar al sí mismo y, posteriormente, las vías de su reconocimiento, cabe recordar la tercera pregunta que orienta la presente investigación: ¿Cómo debiera expresarse, en términos temporales, el resultado del proceso de reconocimiento de sí emprendido por el sí mismo reflexivo? La hipótesis prevaleciente afirma que, en la culminación del proceso de su propio reconocimiento, el sí mismo no puede sino reconocerse como un “yo fui” y, en el mejor de los casos, como un “yo he sido”. En la primera instancia, hay un deslizamiento hacia el tiempo verbal del pretérito indefinido que sella una relación con el pasado. Ello obedece a un cambio que expresa una ruptura con el presente. La segunda contingencia revela una solución de continuidad entre pasado y presente. Pese a ello, ésta es siempre probable, frágil y fragmentaria, si se toma en consideración la conciencia inmediata como falsa conciencia.
El balance, la conclusión, la consumación de un proceso de reconocimiento de sí, obliga, a la sazón, a realizar una mirada hacia el pasado. Ello implica proponer una inversión de la perspectiva de la identidad- ipse. Sin negar la orientación hacia el futuro que manifiesta la ipseidad, se apela a lo que aquí llamaremos su faceta retrospectiva. En Sí mismo como otro y, especialmente, en Caminos del reconocimiento, se plantea una identidad-ipse que se despliega fundamentalmente hacia el futuro. El punto de referencia parece estar en la promesa, la cual debe ser atestada. Se extraña aquí una mayor apelación a la memoria como fundamento de la atestación. Al encarar el tema del reconocimiento, Ricoeur vincula la memoria principalmente con la identidad-idem. Aunque igual desliza una relación de aquella con la ipseidad, específicamente, cuando asevera en Caminos del reconocimiento "con la memoria, se acentúa principalmente la mismidad, sin que esté totalmente ausente la característica de la identidad por la ipseidad" (Ibíd., p. 145). No obstante, no se aprecia un posterior desarrollo de esta relación. En una obra anterior, Sí mismo como otro, también insinúa un vínculo entre memoria e ipseidad cuando plantea “por semejante a sí mismo que permanezca un cuerpo —aunque no sea el caso: basta comparar entre sí los autorretratos de Rembrandt—, no es su mismidad la que constituye su ipseidad, sino su pertenencia a alguien capaz de designarse a sí mismo como el que tiene su cuerpo” (Ricoeur: 1996a, p. 125).
En mi opinión, esta capacidad de autodesignación en cuanto poseedor de un cuerpo toma como referencia a la memoria. En este caso, la memoria que se tiene de la corporalidad propia. A despecho del caso citado, igual se considera válido objetar a Ricoeur una ausencia, o en el mejor de los casos, la falta de mayor explicitación de la relación memoria-ipseidad. Y, por añadidura, la falta de un amarre más explícito con el pasado. Por ejemplo, en el caso del sí mismo que prometió, ya mirándolo como presente devenido en pasado, es decir, desde un "yo-prometo" a un "yo-prometí", debe atestar su promesa en un presente. Luego, la secuencia iniciada en un "yo-prometí”, deviene en presente con la afirmación "yo-atesto". En este punto del proceso de reconocimiento, ¿no es lógico asumir que se piensa ya en términos retrospectivos, y, por lo tanto, en una recurrencia a la memoria? Esto en razón de que nos situamos en un segmento de temporalidad en cuyos extremos están, de una parte, el pasado "yo-prometí", y, de la otra, el presente "yo-atesto". La cuestión resulta de suma relevancia por cuanto interpela aquella dimensión potencialmente modificable del ipse. En otras palabras, el foco sigue estando en el mantenimiento de sí, pero ya no como promesa, sino como conclusión de un reconocimiento que ha dado margen para la atestación. Las implicancias con la memoria, el tiempo y el cambio son indiscutibles. En contraposición al cogito cartesiano, carente de autobiografía y situación histórica, el cogito quebrado ricoeuriano está cargado de historicidad. Luego, ¿cómo concebir la relación con el tiempo que sostiene este sí mismo capaz de actuar, de decir, de narrarse y de responsabilizarse? Se busca la contestación en el tiempo de la historia.
Resulta pertinente posicionar aquí algunas de las reflexiones con relación a la temporalidad histórica.Respecto del tiempo histórico, se puede plantear
(…) la denotación del cambio con arreglo a una cadencia de lo anterior y lo posterior, que en principio es posible medir y que en las realidades sociohistóricas es un ingrediente esencial de su identidad, pues tales realidades no quedan enteramente determinadas en su materialidad si no son remitidas a una posición temporal (Aróstegui: 1995, p. 196).
Adicionalmente, el tiempo en la historia es aquel que opone cambio y duración. Este último término se refiere a un movimiento recurrente o estacionario. La expresión que mejor lo representa es la denominada historia inmóvil propuesta por Braudel (1976, p.17): “historia lenta en fluir y en transformarse, hecha no pocas veces de insistentes reiteraciones y de ciclos incesantemente reiniciados”. En tal sentido, “el tiempo no determina los hechos, sino que los hechos determinan el tiempo (…) el tiempo interno de las cosas es el que tiene verdadero sentido en la historia, no el tiempo externo de la cronología” (Aróstegui, 1995, p. 195). Si, porejemplo, de habla de la “era de la revolución”, sin duda, nos referimos a un período que puede medirse con relojes y calendarios, pero estos dispositivos sólo determinan su medición, mas no su duración. En último término, la duración está definida por los rasgos sustantivos del propio periodo que hace que un historiador o grupo de historiadores lo reconozcan como “era de la revolución”. Se asiste así a una relación dialéctica entre permanencia y cambio.
En consecuencia, el conjunto de cambios y sucesos que incluye aparición y desaparición de personas individuales, grupos e instituciones, de las que nadie puede sustraerse, nos lleva a establecer que la historia es un atributo “que tienen las cosas, especialmente, los seres humanos” (Ibíd., p. 196). Y, aunque es una realidad objetiva, también “hacemos de ella un pensamiento y un texto (…) es, por último, una conciencia, forma parte de las vivencias del individuo, informa su memoria” (Ibíd., p. 197-198).
Injertar estas consideraciones en la problemática del reconocimiento de sí supone un aporte fructuoso. Proporciona categorías que tributan a una mejor comprensión del proceso, especialmente, al que refiere al sí mismo reflexivo que culmina su actividad de reconocimiento. Como se anticipó en la hipótesis, una primera variante de conclusión del auto reconocimiento puede quedar resumida bajo la expresión “yo fui”. Orientado por su memoria, el sí mismo capaz “actúa”, recogiendo, examinando e interpretando las huellas de su historia personal; la “narra” y con ello “se narra”, sobreviene en personaje, capaz de responsabilizarse. Y le permite concluir que puede haber un cambio entre quién fue y quién sostiene ser en el momento en que emite el veredicto que atiende a la interrogante ¿quién soy? Su historia es, en tal sentido, cambio, variación, ruptura con el pasado. Particularmente, interesa aquí el evento de ruptura en el ámbito de la imputabilidad moral, pues se asocia al rasgo más propiamente humano del sí mismo. El texto Oratio de Hominis Dignitate, escrito en 1486 por el conde Pico della Mirandola (1463-1494) para prologar sus tesis destinadas a la Iglesia, ilustra magistralmente dos opciones extremas de la condición humana como posibilidad de existencia. Se sostiene que expresa -en otros términos, por cierto- las dos posibilidades extremas de la fenomenología del hombre capaz. Respecto de lo anterior, resulta ejemplificador el fragmento que el autor de aquel texto atribuye a Dios dirigiéndose al primer hombre, Adán:
No te he hecho ni celestial ni terrenal, ni mortal ni inmortal, para que seas tú mismo, como árbitro y honorable escultor y modelador, quien puedas darte la mejor forma que elijas. Podrás entonces degenerar a la condición inferior de bruto, o podrás regenerar en la condición superior que es divina, extraída del juicio de tu ánimo (Pico Della Mirándola: 2010, p.123).
Concurren aquí dos situaciones contrapuestas: el envilecimiento o la regeneración. Desde su posición inicial, el sí mismo capaz puede optar y seguir cualquiera de estos caminos. Independientemente de su elección, este ser, mientras esté vivo, siempre tendrá chance, la chance del cambio. Y si éste se consuma en medio de un proceso de reconocimiento de sí, tendrá por necesaria respuesta un “yo fui”.
La segunda opción sugerida por la hipótesis nos pone ante el caso de un “yo he sido”. Si nos mantenemos circunscritos en el plano ético y asumimos la persistencia del sujeto en el mantenimiento de sí, podemos suponer una secuencia del tipo: “yo he prometido”, “yo he atestado”, “yo he sostenido la promesa”: “yo he cumplido”. En tal sentido, en cada caso, se da cuenta de una acción ya realizada, que, no obstante, sigue vinculada con el presente. En perspectiva más propiamente histórica, se puede afirmar que esta posibilidad está cercana al tiempo histórico del movimiento recurrente, estacionario, de la historia inmóvil. Ello bajo el supuesto de aquel hombre capaz del mantenimiento de sí a lo largo de la senda espacio-temporal de su vida. La condición existente de la identidad, la ipseidad, pareciera desplegar todo su potencial. A pesar de esto, la vinculación total al presente no será posible. El “yo soy” como opción posible al reconocimiento de sí colisiona con el problema de la falsa conciencia: “no sólo el «yo» no puede volver a captarse más que en las expresiones de la vida que lo objetivan, sino que, además, la exégesis del texto de la conciencia se topa con las primeras «interpretaciones desviadas» [mésisterprétations] de la falsa conciencia” (Ricoeur: 2003, p. 22).
EL RECONOCIMIENTO DE SÍ COMO APORTE AL CAMPO EDUCATIVO
Trasuntada al terreno de la praxis, específicamente, al de la educación, resulta posible esbozar algunos aportes que a dicha esfera podría proporcionar la problemática tratada en las líneas precedentes. El desafío resulta atractivo, aunque embarazoso, toda vez que obliga a situar el proceso del reconocimiento de sí en el terreno de la filosofía práctica y en un ámbito para el que no fue pensado. No obstante, es posible sostener que la de Ricoeur, sin ser una filosofía de la educación, puede ser una “filosofía para la educación” (Domingo: 2015, p. 147). La que bien podría servir para acometer aquello que este filósofo vislumbró como la tarea fundamental del educador moderno: “preparar a las personas para entrar en este universo problemático” (Ricoeur: 1996b, p. 95). En efecto, “muchos de los hitos de la reflexión ricoeuriana piden una continuación educativa [entre éstas], la cuestión del reconocimiento” (Domingo: 2015, p. 148). Igualmente, “la relación pedagógica como relación entre el yo, el tú y la institución” (Ibíd., p. 148).
La reflexión que se propone en este apartado considera, precisamente, un enlace entre los dos ejes recién mencionados, el que expresado como un injerto del primero en el segundo puede tener un interesante potencial heurístico. Es decir, afrontar la relación pedagógica como marco situacional para el despliegue del proceso de reconocimiento de sí. Mirada desde esta lógica, la relación pedagógica en cuanto relación yo-tú¿no exige acaso un reconocimiento previo de ambos entes (yo y tú) –o. al menos, uno de ellos- para devenir en relación fructífera? Ya que, si se parte de la raíz etimológica de la palabra pedagogía (παιδίον, “niño” yἀγωγός, “guía, conductor”), ¿no cabe esperar que quien oficia de ἀγωγός haya transitado antes por el caminode su propio reconocimiento para así poder guiar a aquel παιδίον situado en la otredad? Más todavía, ¿no es también ese παιδίον una oportunidad para que el propio ἀγωγός pueda reconocerse? ¿No constituye el espacio educativo una posibilidad para que tanto el παιδίον como el ἀγωγός, puedan “decir”, “hacer”, “contar”y “contarse”? ¿No resulta aún más clara la posibilidad y necesidad de imputación moral en un terreno que, como el educativo, carga con el peso de promover, entre otros saberes, aquel fundamental referido a los valores? Más todavía, ¿no devienen estas acciones en imperativos indispensables para la inserción de la persona en este problemático universo?
Para ello, sin duda, resulta indefectible que el significado atribuido a la relación pedagógica trascienda ampliamente las fronteras de la mera instrucción. Pues, educar para entrar a este universo problemático
(…) exige tomar en serio lo que revela la condición humana, el mundo de hoy, a saber, la naturaleza problemática de la existencia y el hecho de que el hombre es para sí mismo un enigma. Entonces, la pregunta es saber si podemos concebir la educación como problematización (Fabre: 2011, p. 97).
Esta interpelación de Fabre resulta del todo pertinente, pues, si se comparte su diagnóstico, hoy
(…) la humanidad se define ante todo por un conjunto de problemas objetivos: alianza cruzada y filiación (la familia, la tribu), [necesidad de] gestionar la distancia entre hombres (castas, clases, naciones), regular los intercambios (idioma, comercio, guerra), asegurar la transmisión intergeneracional (escuela) (…) nunca las cuestiones de identidad fueron tan insistentes. Los roles ahora flotan: ¿quién puede saber hoy con certeza cómo desempeñar el papel de cónyuge, padre, maestro... o simplemente de hombre o mujer? (Fabre: 2011, p. 100-101).
Y ante lo recién expresado, cabe interrogarse si ¿no entrañan todas estas cuestiones una problemática de reconocimiento? Si se comparte los juicios de Fabre respecto de la relevancia de estos problemas de primer orden que interpelan a la humanidad; como la idea de que el propio ser humano es un enigma, la respuesta a esta pregunta debiera ser afirmativa. Extremando el argumento respecto del rol a asumir por elmoderno ἀγωγός, ¿no debe este guía o conductor ser primero capaz de conducirse a sí mismo? Puedeinquirirse, conjuntamente, si una condición necesaria para lograr este propósito es hacer antes un camino dereconocimiento ¿No nos encamina esto, además, a plantear el problema de la relación del gobierno de sí y a sustentar la necesidad de una especie de gobernanza personal que nos permita entrar en este universo problemático? Son interpelaciones que se dejan abiertas para exploraciones futuras.
Así las cosas, la problemática del reconocimiento de sí puede instituirse en una valiosa herramienta quepermita encarar el desafío del desciframiento del enigma humano. Con todo, siempre será esta una labor permanente. Pues, la ipseidad proyectada al futuro será siempre posibilidad. Su reconocimiento se concretará cuando, devenida en pasado anclado en la memoria, levante la atestación como evidencia. Una y otra vez.Trasladado al plano de la relación pedagógica, el ἀγωγός y el παιδίον se ven así imbricados en una relaciónyo – tú, en virtud de la cual el reconocimiento de sí, es también un reconocimiento mutuo. Pues, como ya seexpresó antes, las respuestas a las cuestiones de imputabilidad moral –por lo demás, fundamentales en educación- siempre exigirán un compromiso de responsabilidad a la otredad.
CONCLUSIONES
El presente trabajo ha propuesto un recorrido por la vía del reconocimiento de sí trazada por Paul Ricoeur. A partir de la interrogante ¿quién es el sí mismo que se reconoce?, se ha seguido el derrotero del cogito quebrado ricoeuriano, localizado en el territorio del lenguaje. Por medio de la mediación reflexiva es posible acceder a sus huellas e interpretarlas. Este ser herido y sufriente deviene en hombre capaz de algunas cosas. Poder hacer, poder narrar, poder narrarse, poder autoafirmarse a través de la promesa y atestar, como sujeto de imputación moral. La multivocidad expresada por la simbolicidad de sus huellas advierte un retraso en el tránsito hacia el encuentro que significa el propio autoreconocimiento.
La pregunta ¿cómo lo hace?, segunda interrogante relevada en este escrito, ha develado las dos cumbres del proceso de reconocimiento de sí: la memoria y la promesa. La primera enlazada, principalmente, con la identidad-idem; la segunda, con la identidad-ipse.
La última interrogante, ¿cómo debiera expresarse, en términos temporales, el resultado del proceso de reconocimiento de sí emprendido por este sí mismo reflexivo?, ha orientado la mirada hacia la ipseidad. Se reconoce el sentido futuro que tiene la promesa. Mas ésta también deviene en pasado y en huellas. Huellas multívocas, cuya simbolicidad debe ser, finalmente, develada y narrada. Luego, pensar en la conclusión de un proceso de reconocimiento, exige un giro del sentido temporal de la ipseidad. Es decir, pensarla retrospectivamente, en su relación con la memoria. Contestar a la duda ¿quién soy? supone una hermenéutica del sí, cuyo correlato es la comprensión de los propios indicios. Aunque se reconoce que Ricoeur expresa una relación entre ipseidad y memoria, se extraña una mayor explicitación y profundización de este vínculo.
Poner el foco en la memoria ha exigido atender el problema del tiempo y de la historia. A diferencia del ahistórico cogito cartesiano, el cogito quebrado está cargado de temporalidad, es un ser histórico. Ello justifica concebirlo como sujeto expuesto al tiempo histórico, entendido como tiempo interno, distinto del cronológico, cuya expresión opone duración y cambio.Injertada como dispositivo temporal en el proceso de reconocimiento de sí, la dialéctica entre duración ycambio performa los tiempos verbales asociados a la respuesta que se opone al cuestionamiento ¿quién soy? Las dos respuestas posibles, “yo fui” y “yo he sido” se anclan con el pasado. La primera supone una ruptura entre pasado y presente; la segunda, revela un lazo de continuidad entre los tiempos. El diálogo ficticio entre Dios y el hombre expresado en la Oratio de Hominis Dignitate resume dos opciones extremas que tiene el sujeto en relación con el camino moral.
El sí mismo es capaz de regenerarse o envilecerse. Empero, independiente del camino que tome, siempre será capaz de reconocerse y cambiar, si así se lo propone. Una decisión de cambio supone un reconocimiento de sí que se concluye como un “yo fui”. Por último, la atestación y el reconocimiento de una ipseidad mantenida a través de la promesa se engarza con el tiempo del “yo he sido”. El anclaje con el pasado sigue siendo fuerte; el vínculo total y exclusivo con el presente, en cambio, es más bien ilusorio. Si asumimos la inmediatez de la conciencia, en términos de falsa conciencia, el reconocimiento de sí nunca podrá concluir como un “yo soy”. La multivocidad del cogitoquebrado supone una confrontación entre el ser que somos y aquel que creemos ser. Y, como en una extraña situación de desdoblamiento, aquel cogito que cree ser, y que se busca en el reconocimiento de sí, debe transitar, cerca o lejos, de aquel ser que realmente es. Caminar lento, tortuoso, en el páramo de la vida, expresada y narrada en el lenguaje. Al finalizar el día, ha podido observar y estudiar la estela formada por sus huellas. Y se ha reconocido como lo que ha sido. Pero, en ese mismo instante, aquel ser que es realmente, permanece como una figura en el horizonte mirada a la contraluz del sol que empieza a ocultarse. Sólo puede verse su silueta, nada más.
Trasuntada a la praxis educativa, la problemática del reconocimiento de sí ostenta un interesante potencial heurístico. Especialmente, si se la sitúa en la perspectiva de una relación pedagógica que, entre otras cosas, busca contribuir a que el sí mismo sea capaz de transitar por los yermos de un mundo problemático.
BIODATA
Manuel MIERES CHACALTANA: Doctor © en Ciencias Sociales, por la Universidad de La Frontera, Chile. Magíster en Ciencias Sociales Aplicadas por la Universidad de La Frontera, Chile. Master sciences de la société mention éducation, travail et formation, por la Université Paris 12, Francia (actualmente, Université Paris-Est-Créteil-Val-de-Marne). Profesor de Historia, Geografía y Educación Cívica e Ingeniero en Administración por la Universidad de La Frontera, Chile. Profesor Adjunto de la Universidad Católica de Temuco, Chile. Entre sus líneas de investigación se encuentran prosocialidad y valores, historia de la educación y educación económica. Miembro de la Sociedad de Historia de la Educación Latinoamericana (SHELA) e Investigador Asociado del Centro de Excelencia en Psicología Económica y del Consumo (CEPEC), de la Universidad de La Frontera, Chile.
BIBLIOGRAFÍA
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Notas