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Foucault y la psicología: la ventana indiscreta

Foucault and psychology: the undiscrete window

Roberto FOLLARI
Universidad de Cuyo, Argentina

Foucault y la psicología: la ventana indiscreta

Utopía y Praxis Latinoamericana, vol. 26, núm. 92, pp. 45-53, 2021

Universidad del Zulia

Recepción: 28 Agosto 2020

Aprobación: 20 Noviembre 2020

Resumen: Foucault golpeó fuertemente a la Psiquiatría con su Historia de la locura. Mostró los minuciosos ejercicios de violencia que en el Hospital General de París se daban en nombre de la ciencia y la normalidad. Del rechazo a tal normalidad, se dio su rechazo al psicoanálisis, entendido como normalizador. Desde su estetización de la locura, asumida como el discurso revelador de la Anti-razón moderna, pasó a la consideración del dispositivo psicoanalítico como análogo al de la confesión cristiana, y a la creencia de que el peso dado culturalmente al sexo no devenía de pulsiones, sino que era puro efecto discursivo.

Palabras clave: Locura, Psiquiatría, Psicoanálisis, Sexualidad.

Abstract: Foucault hit Psychiatry hard with his History of Madness. He showed the meticulous exercises of violence that took place in the General Hospital of Paris in the name of science and normality. From the rejection to such normality, he gave his rejection to psychoanalysis, understood as normalizing. From his aestheticization of madness, assumed as the revealing discourse of modern Anti-reason, he passed to the consideration of the psychoanalytic

device as analogous to that of the Christian confession, and to the belief that the cultural weight given to sex did not come from drives, it was purely discursive effect.

Keywords: Madness, Psychiatry, Psychoanalysis.

INTRODUCCIÓN

No funcionó como psicólogo, ni como un estudioso sistemático del campo de la Psicología*1. Sin embargo, Foucault dedicó muchas páginas a las cuestiones de esta disciplina, como un vecino que mira desde fuera, y muestra los rasgos débiles de esta ciencia, ciertamente problemática. También en su propia saga discursiva al respecto –interrumpida, fragmentaria, disímbola- el autor francés mostrará su propensión a un “pensamiento negativo” (al que nunca llamaría así, por su rechazo hacia Hegel), a no forjar sino los pasos de un des/armamiento del pensamiento hegemónico, mostrado como recurso de poder, como construcción de dispositivos para operar en el dominio disciplinario sobre los cuerpos.

Es ese Foucault cuyo pensamiento ha provocado deslumbramientos que han llevado a repetirlo hasta el cansancio: el que visibilizó micropoderes por tanto tiempo escondidos tras los “grandes relatos” del pensamiento occidental, y con ello contribuyó también al ocultamiento relativo de la macropolítica. Aquel que no supo de un campo discursivo único: que estuvo aupado a la vez en la filosofía, la historia de las ideas, la historia a secas. Que tuvo intervenciones políticas y relativas a instituciones como las cárceles, que se metió en polémicas coyunturales y no sólo en los grandes temas de época, que desafió las clasificaciones epistémicas al proponer una arqueología de los saberes, que desnudaba la construcción misma de tales clasificaciones histórico-contingentes (Foucault:1969).

Es el Foucault enormemente original, pero que se cuidó de mostrar sus fuentes de una manera casi tramposa: sólo en el lecho de su enfermedad final confesó sus deudas con Heidegger (evidentes para los conocedores, pues su insistencia en el acontecimiento refería al evento heideggeriano, a su noción del ser/siendo) (Heidegger:1951). Y no sabemos que haya confesado las evidentes huellas que tuvo de los desarrollos de la Escuela de Frankfurt a la que denostaba, a la vez que a la teoría de la burocratización de Max Weber que los frankfurtianos criticaran.

Varios Foucault, sin dudas. Una especie de pre-Foucault, aquel que todavía en clave fenomenológica escribió sobre enfermedad mental y personalidad, aún desde el influjo de Sartre, a quien luego su obra buscará enterrar (como parte de quienes habían puesto al yo en el inicio de la comprensión del sujeto y de la historia)(Caruso:1969). Luego aparece el autor de la tesis de doctorado, el de la Historia de la locura en la época clásica, publicado luego en idioma castellano en dos tomos (1961). Aquí asoma un tanto el que veremos luego en Vigilar y castigar (1975), o en Microfísica del poder (1978): el Foucault más difundido, el de la relación saber/poder y el desarrollo detallado de todos los intersticios del sometimiento de los sujetos a las técnicas de imposición por vía de las regulaciones institucionales y los saberes profesionales y científicos que operan como justificación de esos poderes en ejercicio y operación permanentes. Entre la tesis y esta etapa de producción que fue la que más lo hizo célebre, el autor francés que viviera algún tiempo en Africa publicó sus trabajos más “epistemológicos”, dedicados a mostrar que las cosas existen siempre al interior de los discursos, y que la distinción tajante entre ambos niveles de existencia se hace imposible. Fueron entonces El orden del discurso (2005), La arqueología del saber (1969), Las palabras y las cosas (1966). Este último fue sin duda el más ambicioso, al establecer una periodización de los modos de entendimiento sucesivos en Occidente desde los inicios de la modernidad, y exhibir que los modos del decir eran a la vez los del percibir, de manera que la mirada quedaba determinada desde el discurso, según una apreciación que pudo ser muy compatible con la de Wittgenstein.

Luego vendría el período sobre saber/poder, que la crítica de la cárcel en Vigilar y castigar establecería de modo acabado, pero que ya había tenido antecedentes en la tesis de doctorado, e incluso en el libro levemente posterior El nacimiento de la clínica (1963). Todavía a este período podemos adscribir el primer tomo de su inconclusa Historia de la sexualidad, denominado La voluntad de saber (1976). La clave discurso/conocimiento/poder microfísico desaparece en los posteriores libros de esa Historia sobre lo sexual,

pasándose al análisis de la constitución del yo y la conciencia moral en el cristianismo primitivo, un giro insospechable desde lo que había sido su obra previa.

También lo fue todo el trabajo sobre la gubernamentalidad y la biopolítica, en buena medida difundido sólo luego de su muerte por SIDA en el año 1984, así como el estudio sobre las tecnologías de gobierno, desarrollado largamente en torno del neoliberalismo como una forma de constitución de la subjetividad.

No quiso que lo denominaran estructuralista, a pesar de su cuasi/fobia al lenguaje sobre el yo fundante, la conciencia o los valores humanistas, reputados por él como responsables de algunos de los peores desastres de la historia occidental. En nombre de los mejores valores, las más brutales objetivaciones, según él entendía. Y también se opuso –con mucha coherencia- a que lo denominaran “posmoderno”, en tanto su postura se asumió como un debate interno a las condiciones de la modernidad, y también porque el “post” no significa nada preciso en sí mismo, de modo que se trata de un rótulo cómodo pero un tanto vacío. Lo cual, por cierto, no impide que algunos entendamos que lo post-moderno existe y es digno de atención (p.ej. el libro de mi autoría Modernidad y posmodernidad: una óptica desde América Latina) (Follari:1990): pero está claro que la postura relajada de los autores posmodernistas (Lyotard, Vattimo, Baudrillard) poco tiene que ver con la analítica foucaultiana de los micropoderes, así como con su insistencia en el valor de las resistencias.

LA PSIQUIATRÍA COMO CADENA DE HORRORES

Alguien podría calificar de “unilateral” la larga enumeración que Foucault realiza en Historia de la locura en la época clásica de los castigos y las violencias que se ejercían en el Hospital General de París antes de la llegada de la Revolución Francesa, pero nadie podrá dudar de su minuciosidad, del cuidado acucioso en la referencia a las regulaciones de cuántos golpes, cuántos chorros de agua helada, cuántos días de encierro en condiciones extremas, debían propinarse a los internos, a los fines de “reeducarlos”, de “calmarlos”, de someter sus reacciones a una idea de adaptación a partir de la cual (acorde con el saber médico/psiquiátrico en ciernes) todo ejercicio de sometimiento estaba autorizado.

El libro detalla resoluciones, ordenanzas, regulaciones día por día, mes a mes, año a año, y muestra que no hubo ninguna progresión lineal hacia la desaparición de la violencia, la cual era fruto de un saber ilustrado que la justificaba y motivaba. Comienza aquí Foucault su demolición del edificio cómodo de la razón occidental autopercibida como intrínsecamente liberadora, como necesariamente emancipadora, como relato del despliegue histórico de la libertad creciente.

No habrá historia progresiva, ni desarrollo gradual. La noción de un decurso temporal que va de menor

a mayor, del sometimiento a la libertad, es rotundamente desmentida por la forma en que Foucault establece su relato, donde busca que brille lo momentáneo, el detalle, la minucia, todo aquello que el alisamiento de una razón abstracta y totalizante deja fuera.

El texto es implacable en la muestra de la violencia que sería la cara oculta necesaria de la Razón. Así como Sartre había enfatizado en su célebre Prólogo a Fanon del libro Los condenados de la tierra (Fanon:1965) que la Ilustración francesa era la justificación de la masacre colonial ejercida por ese país en la guerra de Argelia –ejemplo de represión planificada que prohijó en parte los siniestros campos de exterminio de la dictadura argentina iniciada en 1976-, Foucault no salió del territorio europeo para exhibir esa misma barbarie ejercida en nombre de la ciencia, el progreso y la razón. Es que argumentando el enfrentamiento a la locura, durante el Medioevo tardío se había propuesto la “stultifera navis”: la luego famosa nave de los locos. Así, los “cuerdos” y “normales” se permitían desasirse de la incómoda compañía de los definidos como insanos mentales. En nombre de la necesidad de imponer un mundo donde tales insanías no molestaran la tranquilidad de los demás, se ponía algunas porciones de alimentos en una nave, se ubicaban algunas mantas como para que pudiesen los locos abrigarse y/o descansar, y finalmente se subía a los indeseados y se desamarraba anclas, para que la nave se llevara definitivamente a esos coterráneos extraños a ese ancho mar donde –por vía de la muerte, obviamente- dejasen de fastidiar.

Foucault empezaba a diseccionar en relación al posterior hospital la lógica del encierro, que más tarde en su obra aplicará detalladamente al caso de la cárcel, e inclusive al dispositivo de la sexualidad moderna, especialmente en referencia a las prescripciones de la Iglesia católica. Deslindar territorialmente a los diferentes entendidos como indeseables habrá sido la tarea a realizar, auxiliada desde los dispositivos discursivos de saber que venían –no como justificación exterior sino en un entramado práctico concreto- a mostrar a tal encierro y las violencias que lo acompañaban, como absolutamente racionales y necesarios.

El escándalo entre los psiquiatras resultó enorme. Las reacciones airadas se multiplicaron cuando el libro

del entonces joven autor francés alcanzó difusión, en los comienzos de los años sesentas del siglo XX. Se había dado un hachazo muy fuerte a los procedimientos de violencia –tales como el electroshock, por aquel tiempo en boga-, y se había puesto a las instituciones hospitalarias psiquiátricas, así como a las clasificaciones sobre lo normal y lo patológico propias de los tratados de Psiquiatría, en una situación de cuestionamiento generalizado ante la población.

Foucault cuestionaba toda la clasificación clínica, a partir de exponer en la lupa a la dupla

salud/enfermedad como equívoca y maniquea. Esa polaridad ubica de un lado a los que tienen todos los derechos, del otro a quienes no tienen ninguno: de un lado la razón y la ciencia, del otro el delirio y la pérdida de la identidad. En nombre de ello, todo poder y toda violencia parecen justificarse. La díada que supone toda la luz de un lado y toda la opacidad del otro, la operación de la razón ilustrada por la cual ésta se arroga el monopolio de la legitimidad, es la base de violencias extremas realizadas en su nombre con la buena conciencia de ser “aplicación de la ciencia”. Castigos en nombre de la razón, golpes en nombre de la ciencia, barbarie en nombre del saber.

Toda similitud con lo que la figura de Sarmiento representó en la Argentina, es más que azarosa

coincidencia. Los latinoamericanos bien sabemos de cómo se arrasó a nuestras poblaciones indígenas –y parte de las criollas, como el caso del gaucho- en nombre de la civilización y del progreso. Culturas de alta complejidad como la incaica, la maya y la azteca, fueron literalmente aplastadas por vía militar y sometidas por vía eclesiástica, de modo que su esplendor arquitectónico y artístico, tanto como la riqueza múltiple de su cultura y sus creencias, fueron arrancados de cuajo en nombre del progreso. Progreso que no sólo aniquiló cuerpos físicos y liquidó extraordinarios desarrollos culturales, sino que sirvió para el saqueo de riquezas, como lo fueran los minerales llevados de manera masiva hacia territorio de la Corona española o la portuguesa, según el caso.

Foucault empezaba a develar esa cara oscura de la Ilustración –que, por cierto, los frankfurtianos habían

ya exhibido y explicado a su propia manera-(Marcuse:1965), mientras llamaba a una disección molecular de los mecanismos del poder. No era lo habitual trabajar sobre un espacio tan específico como el de la Psiquiatría, pues las izquierdas nos habían acostumbrado a hablar del poder en términos siempre macropolíticos, estructurales. Nuestro autor señalaría que, precisamente, la decisión de hablar de lo estructural servía a ocultar y disfrazar los poderes disciplinarios desarrollados al interior de las instituciones, en nombre de saberes como era el caso del psiquiátrico en esta obra, mientras luego se advertiría que también en el campo médico o el criminológico.

Resultaba curioso que la crítica a la Psiquiatría no incluyera nociones de psicoanálisis. En muchos espacios –y la Argentina fue claro ejemplo de ello durante los años cincuenta hasta los setenta del siglo XX- buena parte de las dificultades del psicoanálisis para lograr implantación se dieron por la impronta cerrada de la Psiquiatría de la época. Se trataba de una lucha por la legitimidad profesional, y por tanto, de una disputa por el prestigio, los cargos y las remuneraciones. Era mucho lo que estaba en juego, y en estos casos la profesión que está previamente consolidada busca impedir que la nueva pueda hacer pie. Es análogo a lo que había ocurrido alrededor del año 1900 y posteriores, con la aparición de la Arquitectura profesional enfrente de la Ingeniería previamente impuesta. Los ingenieros disputaban el saber sobre la construcción de viviendas y ambientes a los nuevos profesionales, tildándolos de ignorantes de las cuestiones estructurales, y de simples estetas que se preocupaban sólo de cuestiones secundarias. Es una lucha por la legitimidad que precisamente el mismo Foucault estudió luego con El nacimiento de la clínica, donde pudo mostrar que

los médicos no universitarios previos a la Revolución Francesa y a la consiguiente imposición de un saber profesional específico, resistieron incluso epistémicamente la “invasión” de los nuevos profesionales médicos, que comenzaban a disputarles el manejo de lo que luego Bourdieu tipificó como “el campo” de ejercicio por vía de saber legitimado.

Pero nada del psicoanálisis aparece centralmente en las referencias foucaultianas. Curiosamente, en

algún texto inicial sobre Freud, Marx y Nietzsche (1970), el autor francés había señalado en términos muy generales la deuda con cada uno de ellos, y los había celebrado en nombre de que fueron “autores de la sospecha”. Algunos han reseñado que se trató de “filósofos” de la sospecha, pero está claro –y Laurent- Assoun lo estudió en detalle- que Freud no sólo no era filósofo, sino que se cuidó de deslindar claramente su obra de lo que hace la Filosofía (Laurent:2001). Lo cierto es que allí se pudo apreciar una admiración hacia estos pensadores en cuanto habían ido más allá de las apariencias, y habían desafiado de ese modo a poderes consolidados e ideas preestablecidas. Sin embargo, la referencia era bastante general, no había detalle de las obras ni citas muy variadas de estos decisivos autores.

De tal modo empezaba a dibujarse la relación de Foucault con los “grandes relatos”, siempre problemática y contradictoria. De Freud y Marx, casi no hay citas: en contraste, en toda su obra Foucault se entretiene en transcripciones de autores menores y desconocidos, que según él proveerían los discursos más extendidos de diversas épocas y áreas de saber. Y por cierto que la relación con Marx pasaría de consideraciones laudatorias como que “es imposible pensar sin él”, a otras donde se lo hacía responsable por las políticas autoritarias del Partido Comunista Francés, o por los tormentos del Gulag en la Unión Soviética.

Es sospechable que, al margen de las evidentes diferencias conceptuales de Foucault con Marx o con Freud, estaba también en juego la cuestión implícita del lugar que Foucault se otorgaba a sí mismo en el pódium de los grandes pensadores de Occidente. Se peleaba con ellos, porque disputaba con ellos: podía reconocerles méritos e influencia, pero de ningún modo podía dejarse opacar por sus figuras. Foucault competía con Marx y con Freud: y vistos los resultados en el tiempo, hay que admitir que lo hizo con buenos resultados personales.

Es destacable advertir cuál era el criterio normativo desde el cual el autor francés atacaba a la Psiquiatría de su época. Este no es expuesto de una manera explícita, pero sin dudas aparece desplegado en las últimas páginas de la monumental Historia de la locura. Allí se construye una especie de final operístico, teatral, como en un orquestal movimiento intenso y en enorme crescendo. Foucault camina por el sendero abismático de una reivindicación de la locura, propone que en ella hay algo así como el trance donde se expresa la verdad. La locura sería la sabiduría sobre –y desde- lo otro, la apertura a todo aquello que el convencional mundo de la llamada cordura impide aprehender. Está en la locura la superación, el rebasamiento de esa cotidianeidad abroquelada de los adaptados a lo existente: la locura es una rebeldía en acto, es la asunción de místicos y delirantes, una capacidad de videntes para captar lo oculto por la rutina cotidiana de los “normales”.

La poesía de los autores malditos sirve a Foucault como odre donde verter estos contenidos extremos,

esta reivindicación de la experiencia/límite. En la locura se aloja la sabiduría, la inversión de la Ilustración es este espacio donde se asiste a romper con las expectativas del orden, de la llamada normalidad, de la adaptación a lo establecido. Nerval, Lautremont y otros poetas de los extremos desfilan desde la agitada pluma foucaultiana, pintándonos el paisaje de una apertura a lo Otro, a lo sublime y lo horrible, a lo impensable, a lo que la chata “normalidad” obtura.

Haciendo una segunda lectura, no cuesta advertir en este finalle intenso de Foucault, una definida

estetización de la locura. Se piensa a esta no desde la clínica o el ejercicio profesional del trato con los sujetos “psiquiatrizados”, sino desde la distancia analítica de los textos y los documentos. No es difícil, entonces, con-fundir psicosis con sabiduría, locura con genialidad, delirio con posición mística.

Y el problema no es menor, ciertamente. La locura no es una forma de sobre/racionalidad, ni la apertura al vértigo de vivencias diferentes: es un padecimiento extremo, adicional a los que cualquier experiencia humana conlleva. Los llamados “locos” –nombre deudor de una clasificación que no aceptaría el autor- no

son visionarios de sapiencias ocultas, ni actores de experiencias supremas e iniciáticas. Por el contrario, son sujetos de sufrimiento, de dolor, de angustia, de imposibilidad.

Este equívoco no es menor, y tiñe el final del libro de Foucault de una ambigüedad que no está tan presente en el resto de esa obra inicial. La crítica de la razón dominadora aparece claramente delineada, y mostrada en su ejercicio cotidiano. Tal razón ilustrada es diseccionada, y en ello el libro es una denuncia difícilmente refutable. El final, en cambio, es fuertemente literario y sin dudas equívoco: tomar a la psicosis como acceso a “saberes/otros” es engañarse sobre cuánto conlleva de dolor y sufrimiento, y sobre cuánto podrían ganar esos sujetos si llegaran a salir de esa situación. Situación que no es la de chamanes, visionarios o poetas, sino la de quienes padecen mecanismos psíquicos que se les imponen, y los llenan de dolor y de impotencia.

DE LA ARS EROTICA A LA SCIENTIA SEXUALIS

A pesar de aquel vago elogio inicial hacia Freud, Foucault -es de reiterar- nunca se llevó bien con el psicoanálisis. El autor celebratorio de la dispersión y portador de una especie de anarquismo nunca muy conceptualizado, se sentía incómodo con una teoría que entendía ligada a prácticas de normalización. Esto es algo que en parte fue dicho por el autor francés, en parte es deducible de su rechazo hacia cualquier criterio adaptacionista. Su condición de diferente (homosexual, en un tiempo en que ello era aun mayoritariamente silenciado) contribuyó sin duda a ese horror hacia aquello considerado lo “normal”, a lo cual supo diseccionar conceptualmente como arbitrario y discriminador.

Es cierto que él no habló públicamente de su homosexualidad. Pero como bien dijo una vez al respecto

el cantante mexicano Juan Gabriel –hoy también fallecido- “lo que se ve, no se pregunta”. De tal manera, la orientación sexual de Foucault no era explícita pero sí conocida. Sin dudas que ella se relaciona con su rechazo del psicoanálisis, entendido como “máquina normalizadora”, como exigencia de adaptación, como modo de suponer a la heterosexualidad como modelo de salud mental.

Muchos interpretamos que el psicoanálisis está lejos de esa concepción prescriptiva. Alguna vez dijo Lacan que las formas de normalidad son “la neurosis, la perversión y la psicosis”. Y sin dudas que el psicoanálisis mucho colaboró a superar la noción de división entre lo normal y lo patológico a nivel psíquico. Pero la interpretación de Foucault puso a la teoría psicoanalítica en el lugar de lo adaptativo, y hasta incluso en el de una cierta negación intelectualizante del goce sexual.

Los análisis foucaultianos del inicio de la subjetividad moral en tiempos de la Antigüedad griega y cristiana, muestran una concepción del sujeto en la que no hay idea de pulsión: los discursos operan sobre el sujeto constituyéndolo desde una especie de tabula rasa. Y ya venía siendo así en el primer tomo de esa Historia de la sexualidad. Así, en La voluntad de saber la hipótesis central es que no hubo gran silenciamiento sobre el sexo en la sociedad victoriana, al igual que en todas aquellas condiciones históricas cobijadas por el cristianismo como religión y ética dominante. Por el contrario: al revés de lo habitualmente pensado, Foucault se solaza en decirnos que se trató de hablar y hablar de sexo, de confesar pecados reales e imaginarios, de ser meticuloso acorde a reglas y catecismos, ir al confesionario a expresar con detalle los pensamientos, los deseos, las imágenes eróticas, las masturbaciones, las turbaciones a partir de lo visual o de lo táctil.

Es cierto que se hablaba de sexo, pero sólo en condiciones de culpa y de búsqueda de expiación.

También lo es que el sexo orillaba muchos discursos recónditos, escondidos, semisecretos de la pandilla, los amigos, el café, a veces de la familia. El sexo se hablaba en la medida en que no se hacía. Y por ello, es cierto que tenía fuerte presencia discursiva, si bien a menudo furtiva y clandestina.

Pero la hipótesis foucaultiana iba más allá: comparó a la confesión cristiana con el dispositivo psicoanalítico. En ambos casos un sujeto habla y el otro sólo escucha, hay una asimetría entre los dos, hay que ir a exponer la propia subjetividad. El psicoanalista es el sacerdote moderno, con él hay que instalarse para buscar nuevos modos de expiación de lo socialmente no tolerado.

Claro que estos parecidos estructurales no tienen en cuenta las diferencias nada menores entre analistas y sacerdotes. Con los primeros no se trata de contar para con ello expiar, sino de entender cuál es el propio deseo. El analista no tiene que oír pecados ni decidir por el recto modo de comportamiento, ni siquiera sugerir opciones: debe escuchar y –en su caso- interpretar. Nadie “sale limpio” de la sesión de psicoanálisis, el trabajo del inconsciente no permite la idea de rupturas bruscas ni de perdones generalizados.

En todo caso, la audaz operación de Foucault le permite una especie de rechazo elegante hacia un discurso que competía con el suyo respecto de la configuración de la subjetividad, y que a su vez propendía a algún tipo de re-captura de la experiencia por el concepto, en contra de cierta noción de disrupción acontecimiental presente en el escritor francés

Insistimos en que la sexualidad aparece en Foucault como una producción hecha desde el discurso. Nos

habrían hecho hablar de sexo, nos inventaron la centralidad de esa cuestión: incluso en ello el psicoanálisis no sería sino la cara invertida de la represión impuesta por la moral pacata. Para Foucault, el sexo es un invento del discurrir sobre el sexo.

La Antropología no parece apta para compartir esa idea: toda la cuestión que se juega en la universalidad de la prohibición sexual –en sus diversas combinatorias según estudió Levi-Strauss-(1995), deja claro que en relación con la reproducción (ligada a la sexualidad aún en sociedades que no hubieran advertido tal ligazón) se juega la identidad de los sujetos, según los órdenes patri o matrilineales de los linajes asumidos. Ello justifica la noción de Freud (obviamente anterior a los descubrimientos levistraussianos) según la cual “el sexo no es peligroso porque está prohibido, sino está prohibido porque es peligroso”. Es decir: en el sexo se juega la cuestión de quiénes somos, cuestión absolutamente crucial según no pocas figuras mitológicas. Por ello, es difícil aceptar la idea de que hablaríamos de él solamente en virtud de una imposición de poder que nos hace discurrir al respecto, para a la vez que haya quienes se arroguen la palabra legítima sobre nuestra presunta culpabilidad. La hipótesis foucaultiana es original y sorprendente, pero no parece compatible con lo que surge de la historia de la humanidad ni con lo que provee la experiencia clínica.

Lo cierto es que, cabe insistir, no hallamos la pulsión en Foucault. Eso no aparece. El sujeto constituido

desde lo discursivo no viene a combinarse con propensiones previas. Y el nudo de la sexualidad como temática un tanto obsesiva de las sociedades del siglo XX, no es entendido más que como uno de los dispositivos que la astucia del poder nos ha puesto para disciplinarnos, incluso en el momento en que creemos liberarnos.

No tuvo Foucault la tentación que sí tuvo alguien que le fue de algún modo cercano, Jacques Derrida. A

ambos puede señalárselos como post-estructuralistas, y como recuperadores de Nietzsche, el acontecimiento, la minucia y la diferencia. Derrida concurrió al seminario de Lacan, estudió un tanto de psicoanálisis, y se despachó con una crítica ácida e interna de la teoría lacaniana, en relación a la interpretación de La carta robada, de Poe. Escribió varios libros sobre el tema: en el primero, llamado El concepto de verdad en Lacan (1977), acusó al psicoanalista francés de reservar para el psicoanálisis (y, en última instancia, para el mismo Lacan) la noción de Verdad -con mayúsculas-, y por ello asumir un sustancialismo donde existiría un sitial de la verdad última, y un discurso no sometido a la contingencialidad radical en que todos los discursos operan, interpretándose mutuamente sin que exista punto de origen ni de clausura. Según Derrida el psicoanálisis pretendería –al menos en la versión lacaniana- un punto de sutura, un lugar de parada de la multiplicidad interpretativa, un sitio que se quiere interpretador no interpretado (Follari:2002).

Es más lograda la intervención derrideana que la de Foucault sobre el psicoanálisis: no es en vano que

el segundo apenas le dedicó páginas sueltas a la cuestión, no libros enteros como el autor de De la gramatología (1978). También en ello podemos rastrear el rechazo casi de piel de Foucault hacia el psicoanálisis, entendido por él en como si estuviera en continuidad con la tradición de la Psiquiatría que ya había buscado (y en buena medida logrado) demoler en su libro/tesis doctoral, y no en clave de la ruptura mutua que a menudo sacudió el campo de las efectivas prácticas profesionales de lo psicológico.

Acusa así al psicoanálisis de ser parte de la operación que pasó desde el ars erotica de la Antigüedad, a una pálida scientia sexualis de los tiempos modernos. Del placer de los lechos, al tedio de los libros. De la práctica del sexo a la ciencia sobre el sexo. Pero el psicoanálisis no contraviene ninguna ars erotica, ni pretende reemplazarla. En todo caso, busca que la scientia sexualis ayude, en sus consecuencias técnicas, a que esa ars erotica sea posible. Porque si se trata de acusar a un discurso que busca ser científico de reemplazar la vida por la teoría, habría que acusar a Foucault del subterfugio de reemplazar la vida y el erotismo por un discurso que habla (y que lo hace acerca de que no se debiera reemplazar a la vida y el erotismo por el discurso).

CONCLUSIÓN

En fin: el anarquista que reivindicaba la locura pudo así equivocarse, como lo hizo cuando creyó que seguir al ayatolla Khomeni era una manera de combatir la racionalidad occidental. No es simplemente en la anti-razón que habita lo que supere la asfixiante cárcel que él bien supo pintar de las instituciones ilustradas, con su disciplinamiento concomitante. No basta apelar a Rimbaud o a Raymond Russell para así demonizar a quienes busquen aminorar el sufrimiento de la psicosis o la neurosis (Foucault:1999). Una poética de los confines puede llamar a otras formas de vida, pero llevar también a dulcificar falsamente el sufrimiento psíquico, a estetizar la angustia, a exorcizar la tarea clínica. El anarquista puede dinamitar la institucionalidad académica o la clínica –tan diferentemente valoradas por Lacan-, pero la clínica y la academia también tienen armas para pensar el imaginario rupturista o extático, y dinamitar el mismo a su propio modo. La competición discursiva no tiene inicio ni final, y no hay en ella cauce definitivo que cierre las opciones.

Notas

BIBLIOGRAFÍA CARUSO, P (1969): Conversaciones con Levi-Strauss, Foucault y Lacan, Barcelona, Anagrama. DERRIDA, J.(1978): De la gramatología, México, Siglo XXI.

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LAURENT-ASSOUN, P.(2001): Introducción a la epistemología freudiana, México, Siglo XXI.

LEVI-STRAUSS, C.(1995): Antropología estructural, Barcelona, Paidós. MARCUSE, H.(1965): El hombre unidimensional, México, Joaquín Mortiz.

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