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RANCIÈRE Y E. LACLAU: DOS MODOS DE CONCEPTUALIZAR LA VACUIDAD
Rancière and E. Laclau: Two ways of conceptualising vacuity
RANCIÈRE Y E. LACLAU: DOS MODOS DE CONCEPTUALIZAR LA VACUIDAD
Utopía y Praxis Latinoamericana, vol. 26, núm. 94, pp. 215-227, 2021
Universidad del Zulia

Recepción: 11 Enero 2021
Aprobación: 26 Abril 2021
Resumen: Este artículo tiene por objetivo problematizar la lectura que de Jacques Rancière hace Ernesto Laclau. Hacia el final de La razón populista, única obra en la que Laclau se refiere a los postulados de Rancière, señala dos aspectos en los que en el planteamiento del filósofo francés se acerca al suyo; y, a su vez, se refiere también a otros dos en los que Rancière se distanciaría de su enfoque. Pretendemos sostener que lectura que Laclau realiza de Rancière es deficiente, tanto de los postulados a partir de los cuales trata de acercarlo a su pensamiento como de aquellos en los que se distancia de él.
Palabras clave: J Rancière, E Laclau, pueblo, populismo.
Abstract: The aim of this article is to problematise Ernesto Laclau's interpretation of Jacques Rancière. Towards the end of On Populist Reason, the only work in which he refers to Rancière’s theories, Laclau highlights two aspects in which the French philosopher’s proposition bears some similarity to his own. At the same time, he refers to another two in which Rancière's perspective differs from his. The aim of this article is argues that Laclau’s interpretation of Rancière is flawed in terms of the theories he formulates to try and highlight the similarities with his own thinking as well as those that reveal the differences.
Keywords: J Rancière, E Laclau, people, populism.
INTRODUCCIÓN
El presente artículo tiene por objetivo problematizar la lectura que de Jacques Rancière hace Ernesto Laclau. Hacia el final de La razón populista, única obra en la que Laclau se refiere a los postulados de Rancière, señala dos aspectos en los que en el planteamiento del filósofo francés se acerca al suyo; y, a su vez, se refiere también a otros dos en los que Rancière se distanciaría de su enfoque.
Ambos autores comparten una misma dimensión de lo político: el pueblo como el protagonista central. En este artículo no pretendemos proponer una comparación entre ambos autores, una mera yuxtaposición de ideas o algún tipo de síntesis de ambas propuestas, sino algo mucho más concreto y acotado: sostener que lectura que Laclau realiza de Rancière es deficiente, tanto de los postulados a partir de los cuales trata de acercarlo a su pensamiento como de aquellos en los que se distancia de él.
Laclau considera dos aspectos en los que el planteamiento de Rancière se acerca al suyo: primero, considera que la insistencia de Rancière en que una parte funciona como el todo, esto es, la función universal de las luchas particulares, coincide con lo que él llama “operación hegemónica”. O, dicho en otros términos, el principio mismo de contabilización y surgimiento de lo político en Rancière podría ser entendido desde la hegemonía; y segundo: la concepción de Rancière según la cual “una clase no es una clase” no estaría lejos de lo que él ha llamado “vacuidad”.
Y señala, a su vez, otros dos aspectos de Rancière en los que se distancia de su enfoque: primero: para Laclau, ambas propuestas inciden en la dimensión vacua de la política, pero el modo en que ambos conceptualizan la vacuidad difiere. Rancière afirma que el conflicto político difiere de cualquier conflicto de “intereses”, porque lo que está en juego es el principio de contabilidad como tal. Si esto es así, dice Laclau, entonces no existe ninguna garantía de que el pueblo como actor histórico se constituya en torno a una identidad progresista, porque lo que se ha puesto en juego no es el contenido óntico de lo que se están contando, sino el principio ontológico de la contabilidad como tal. Pero Laclau considera que Rancière, a la luz de los ejemplos que introduce a lo largo de su obra, identifica demasiado rápido la posibilidad de la política con la posibilidad de una política emancipatoria. Laclau, por su parte, considera que habría de ser plausible pensar incluso en una alternativa fascista en el área de lo incontable. La razón de tal deficiencia en Rancière, señala Laclau, se debe a que le falta dar un paso más: explorar cuáles son las formas de representación a las que puede dar lugar la incontabilidad.
En segundo lugar, está claro que para Laclau el pueblo de Rancière, como el pueblo del populismo, no es una descripción sociológica, pero Laclau señala que existe en la concepción rancieriana cierta ambigüedad que limita las consecuencias teóricas que pueden derivarse de su análisis, razón por la cual difieren en las formas de conceptualizar el pueblo. Y es que Rancière, según Laclau, identifica la institución de la política con la institución de la lucha de clases, mientras él piensa que es necesario ir más allá de la noción de “lucha de clases”: “no veo el motivo para hablar de la lucha de clases sólo para añadir, en la siguiente oración, que es la lucha de clases que no son clases”[1].
En lo que sigue, analizaremos críticamente la lectura que de Rancière realiza Laclau a partir de las problemáticas y los nudos conceptuales que consideramos están a la base de la errónea lectura laclausiana.
LA POLÍTICA: ENTRE LA CREACIÓN DE UN PUEBLO Y LA RUPTURA DE UNA CONFIGURACIÓN SENSIBLE
Para Laclau, populismo es sinónimo de política. No existe movimiento político completamente exento de populismo, porque, de algún modo, todos los movimientos políticos se mueven en el esquema pueblo/élites, interpelan al pueblo contra un enemigo a través de la construcción de una frontera en el interior de la comunidad. El populismo es definido, justamente, como una lógica política que consiste en la creación de un pueblo.
Desde esta perspectiva, cualquier organización política define a un pueblo, tal operación no es patrimonio exclusivo del populismo. El antagonismo es constitutivo del terreno político y, como tal, imposible de erradicar. Si populismo significa cuestionar el orden institucional vigente a través de la creación de un pueblo como agente histórico, entonces podríamos decir que para Laclau ‘populismo’ es sinónimo de político.
Así, la diferentia especifica del populismo que propone no tiene que ver con el hecho político de “construir un pueblo”, sino el modo como ello se hace, la construcción de un pueblo a partir de la contraposición pueblo/élites. Desde esta perspectiva, lo decisivo, entonces, pasa por ver si un movimiento político en cuestión reconoce o no su dimensión populista.
En la terminología tradicional, el concepto de ‘pueblo’ puede tener dos sentidos. Podemos entender ‘pueblo’ como populus (el conjunto de los miembros de una comunidad) o como plebs (los menos privilegiados). ¿Cuál es el ‘pueblo’ del populismo? No se trata de tomar partido por el populus o la plebs, por una distinción jurídicamente reconocida. El pueblo del populismo es algo menos que la totalidad de los miembros de la comunidad. Se trata de una plebs que reclame ser el único populus legítimo, esto es, una parcialidad que quiere funcionar como totalidad de la comunidad. No es una parte numérica sino simbólica la que se hace nombrar, una parte que marca el rumbo.
Hay una decisión teórica tras esta concepción de pueblo de Laclau: el pueblo no es un dato de la estructura social, una facticidad dada, sino una categoría política. Pueblo no se refiere a un grupo constituido, sino a un acto de institución que crea un nuevo actor; no constituye una expresión ideológica, sino una relación real entre agentes sociales. En tanto actor histórico, el pueblo se constituye a partir de una pluralidad de situaciones antagónicas. Es por ello que para Laclau toda identidad es relacional. Ni ‘pueblo’ ni ‘élites’ se refieren a una posición estructural, son conceptos indeterminados en un nivel estructural. Se trata más bien de un proceso de nominación que determina ambos sentidos, que los sitúa en un nivel imaginario. Si el ‘pueblo’ y ‘elites’ no tuviesen tal carácter de indeterminación, no sería posible pensar su función articulatoria, que constituye el núcleo central de la teoría del populismo de Laclau. A este problema ontológico alrededor de una división, fractura o brecha no superable dialécticamente es a lo que Laclau llama ‘populismo’.
El desarrollo de un grupo particular aparece, pues, como coincidente con el desarrollo general de la sociedad, de tal manera que puede hablar en su nombre, definir los temas y los adversarios. Laclau utiliza ‘parcialidad’ casi como un oxímoron, pues ha perdido su sentido puramente particular y se ha convertido en uno de los nombres de la totalidad. Esta ‘parcialidad’ no tiene un sentido partitivo, no se trata solo de la parte de un todo, sino también de una parte que es el todo. La relación que se crea, así, entre el populus y la plebs es de una tensión imposible de erradicar, en tanto que cada uno de los dos términos absorbe y expulsa, al mismo tiempo, al otro. Esta tensión sine die, señala Laclau, “es lo que asegura el carácter político de la sociedad, la pluralidad de encarnaciones del populus que no conducen a ninguna reconciliación final de los dos polos. Es por eso que no existe parcialidad que no muestre en su interior las huellas de lo universal”[2]. Es así como la plebs transforma su propia parcialidad en el nombre de una universalidad que lo trasciende. La lógica hegemónica es, justamente, la posibilidad de que una parcialidad se convierta en el nombre de una totalidad imposible: “la representación de la plenitud de la comunidad no puede eliminar enteramente el particular a través del cual la encarnación se verifica”[3].
La terminología romana populus/plebs también está presente en Rancière. El pueblo de Rancière, que también tiene siempre un sentido partitivo, no se presenta como una parte que quiere funcionar, a la vez, como el todo, sino que tiene que ver con la manera en que se divide un cuerpo social, con el objetivo de ver qué parte de la comunidad se cuenta y cuáles quedan fuera.
Si para Laclau la política es sinónimo de populismo, para Rancière la política es sinónimo de conflicto, de litigio. Política es lo que rompe la configuración sensible donde se definen las partes o su ausencia; la que desplaza a un cuerpo del lugar que le estaba asignado. La política no nace como una propuesta de organización, ni de construcción de un pueblo, sino como la apertura de un litigio sobre cada forma de reparto y su ordenación correspondiente.
La política es, pues, la capacidad colectiva de desplazar radicalmente los límites de lo que somos capaces de ver, escuchar, percibir. Por eso la batalla política no lo es entre partes en conflicto como grupos sociológicos, clases sociales definidas a priori (en esto coincide con Laclau), ni tampoco tiene por objeto la división contingente entre pueblo/élites (en esto difieren), sino entre mundos. En otras palabras, la batalla política tiene lugar entre particiones de lo sensible o regímenes de sensibilidad y de visibilidad. La política siempre es el litigio por un mundo que no se deja ver y otro que no quiere ver.
Laclau señala, pues, el objetivo más propio de la política es la creación de un pueblo. Pero para Rancière no existe un objeto, espacio o actividad propia de la política. Lo político es precisamente el ámbito en donde no existen propiedades sustanciales, es un proceso en el que las fronteras son puestas en cuestión. La política no tiene objetos o cuestiones que le son propias, porque su principio es la igualdad. La política es una “[…] manera de trabajar la universalidad inscrita en la ley para leer una igualdad que está todavía por construir”[4] (Rancière 2012: 519). Y la igualdad no remite a una dimensión táctica o estratégica, no es un dato que la política aplica ni una meta, sino la presuposición que debe discernir las prácticas que la ponen en acción.
LA DIMENSIÓN ÓNTICA Y ONTOLÓGICA
La vacuidad que signa el pueblo de Laclau tiene que ver con que el populismo no es una suerte de movimiento político, con una base ideológica estable, inscrita en una tradición de pensamiento e identificable con una base social específica. Bajo la etiqueta de ‘populismo’ se pueden inscribir una pluralidad de fenómenos, en tanto se trata de una serie de recursos discursivos que pueden ser utilizados de modos muy diferentes. El intento de Laclau no es el de hallar el verdadero referente del populismo, sino hacer justo lo contrario, señalar que el populismo carece de unidad referencial porque no está atribuido a un fenómeno delimitable, sino a una lógica social cuyos efectos atraviesan una variedad de fenómenos. Si algo caracteriza al populismo es, justamente, la imposibilidad de definir el término.
Desde esta compresión, el concepto de populismo que elabora y propone Laclau es estrictamente formal, ya que todos los rasgos que lo definen están relacionados de manera exclusiva con un modo de articulación específico, más allá de los contenidos concretos que se articulan. El populismo es una forma de construir lo político, no un contenido, no está ligado a contenidos ideológicos específicos o a prácticas de grupos particulares. Se trata de un modo de articulación de demandas que pueden ser de diversa naturaleza, una práctica de construcción de identidades que pueden tener sentidos ideológicos muy diferentes.
Desde esta perspectiva, resulta fundamental la diferencia que establece Laclau entre lo ‘ontológico’ y lo ‘óntico’[5]. El populismo es una categoría ontológica y no óntica, esto es, su significado no lo encontramos en los contenidos políticos o ideológicos que describirían las prácticas de un grupo específico, sino en un determinado modo de articulación de esos contenidos políticos o ideológicos.
En estricta relación con esta distinción entre lo ontológico y lo óntico, Chantal Mouffe, con quien Laclau comparte gran parte de su recorrido teórico, ha insistido en el eje heideggeriano de la “diferencia ontológica”[6] para introducir una distinción entre “la política” (el nivel óntico) y “lo político” (el nivel ontológico del antagonismo, del conflicto, de las luchas).
Tal división entre lo ontológico y lo óntico en Laclau, y su correlato post-heideggeriano en Chantal Mouffe, no es válido para Rancière. Y ello porque en Rancière la distinción entre política y policía no admite una interpretación ontológica, no existe un fundamento ontológico de lo social. Si así fuese, entonces habría un terreno puro de lo político o de la emancipación. Pero en Rancière la distinción política/policía es estética[7], no fija dos territorios de lo que es o debe ser, sino dos lógicas, una que delimita lo que es (la policial) y otra que cuestiona, desestabiliza y reconfigura (la política). Por ‘estética’ se refiere a lo que se presenta a los sentidos, a lo visible, decible, pensable; un reparto de lo sensible, que determina lo que puede o no ser visto, lo que se puede o no decir.
Y habríamos de añadir: la lógica política siempre opera en el interior de los repartos policiales, no hay una exterioridad a lo policial. Podría pensarse, entonces, que en Rancière lo policial es el terreno donde tiene lugar la política, las prácticas emancipatorias. Pero tal comprensión sería errónea: insistimos, lo policial para Rancière no es un terreno, sino una lógica que tiene efectos de desigualdad. No hay un terreno propio ni de lo político ni de lo policial, porque la política siempre tiene lugar en el intervalo (écart).
LA COMUNIDAD: EL TERRENO DE LO POLÍTICO
Si para Rancière no existe un espacio, un terreno propio ni de la lógica política ni de la policial, en Laclau el antagonismo necesita de un espacio común de significación, la frontera antagónica dentro de lo social.
La lógica populista traza una frontera de exclusión que divide a la sociedad en dos campos, el pueblo y las élites. La lógica populista propone una dicotomía cuyos dos polos son necesariamente imprecisos, con el objetivo de poder agrupar a todas las singularidades que supuestamente debe agrupar. Una serie de identidades o intereses particulares se agrupan alrededor de uno de los polos de la dicotomía. Para Laclau y Mouffe toda identidad depende de la diferencia entre un nosotros y un ellos[8].
Estos antagonismos no son internos sino externos a la sociedad, establecen los límites de la sociedad, la imposibilidad de constituirse plenamente. La sociedad no es el conjunto de agentes que tienen una existencia física y habitan un territorio determinado, la sociedad es un espacio no suturado donde no es posible reconducir la negación a una positividad:
El límite de lo social no puede trazarse como una frontera que separa dos territorios, porque la percepción de la frontera supone la percepción de lo que está más allá de ella, y este algo tendría que ser objetivo y positivo, es decir, una nueva diferencia. El límite de lo social debe darse en el seno mismo de lo social como algo que lo subvierte, es decir, como algo que destruye su aspiración a constituir una presencia plena. La sociedad nunca llega a ser totalmente sociedad, porque todo en ella está transitado por unos límites que le impiden construirse como realidad objetiva” (Laclau, Mouffe: 2001, p. 170).
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En el planteamiento rancieriano, por su parte, el desacuerdo es el litigio acerca del mismo espacio en el que irrumpe, inaugurando así una comunidad política. Hay dos maneras de contar las partes de la comunidad para Rancière. La primera sólo cuenta con partes reales, los grupos efectivos definidos por las diferencias en el nacimiento, las funciones, los lugares y los intereses que constituyen el cuerpo social. La segunda manera de contar la sociedad cuenta además la parte de los sin parte. La primera forma de contar es lo que se conoce como ‘policía’ y a la segunda le llama ‘política’.
Un proceso democrático implica para Rancière la irrupción de sujetos que reconfiguran las distribuciones de lo privado y lo público, lo universal y lo particular; que ponen en juego lo universal bajo una forma polémica. Por eso lo propio de la democracia es su carácter ilimitado: es el movimiento que desplaza sin cesar los límites. No existe algo así como un “bien común” que disputar. Antes bien, la política empieza cuando ese bien común se convierte en tema de litigio, cuando se sustrae ese bien común al monopolio de los que pretenden encarnarlo.
En sentido estricto, para Rancière el pueblo no existe[9], no tiene identidad previa sino que se pone en marcha al articular las competencias de los que no tienen ninguna competencia al irrumpir una configuración sensible, un orden determinado donde se definen las partes o su ausencia. La política es el desplazamiento de un cuerpo del lugar que le estaba asignado, tiene lugar ahí donde la parte de los sin parte manifiestan la contingencia del orden. De ahí también su distancia con una disciplina como la filosofía política, pues para él la política siempre viene después: “[…] no es nunca un acto originario sino una identidad paradójica de dos contrarios”[10].
No se trata de una propiedad identitaria, sino más bien de un desajuste, una mezcla entre aquello que es identificable y aquellas propiedades que nunca pueden alcanzar un nombre propio. O como afirma en El Reparto de lo sensible “[…] la política trata de lo que vemos y de lo que podemos decir al respecto, sobre quién tiene la competencia para ver y la cualidad para decir, sobre las propiedades de los espacios y los posibles del tiempo”[11], o en El desacuerdo “[…] el ejercicio de la política consiste en reconfigurar el espacio común, en introducir los sujetos y los nuevos objetos, en volver visible aquello que antes no lo era y en hacer entender como hablantes aquello que no era percibido sino como manifestaciones de animales ruidosos”[12].
Así, la policía es el poder que organiza y perpetúa las divisiones sociales, aquél que identifica y asigna, bajo un nombre propio o un determinado lugar, una definición estable e invariable a las identidades. De ahí que Rancière afirme que aquello que se reivindica como ‘filosofía política’ bien podría consistir en “[…] la conjunción de las operaciones del pensamiento por las cuales la filosofía intenta acabar con la política”[13], ya que el lugar de la política es el de la fractura. En este sentido, la policía es una privatización del universal que va subsumiendo las particularidades y la política “[…] des-privatiza el universal, lo vuelve a jugar bajo la forma de una singularización”[14].
De ahí que en Los Bordes de lo político Rancière sostenga que la política es el tratamiento de un daño, es la afirmación de una capacidad y una reconfiguración del territorio correlativo a esa afirmación. Por ello, no existe una división radical entre política y policía, dado que no existe una repartición positiva de las esferas (por un lado, las instituciones policiales; y, de otro, las formas de manifestación pura de subjetividad igualitaria auténtica), sino que es siempre un lugar común polémico en donde este trato se da, en el cruce de identidades que siempre admite una identificación imposible.
Por eso para Rancière el único universal político es la igualdad, pero no como valor inscrito en la esencia de la humanidad, sino como un universal que debe presuponerse, verificarse y demostrarse en cada caso. Por eso conceptos como ‘ficción’ y ‘disenso’ cobran tanta importancia en su planteo, porque son operadores de creación de efectividad de esos supuestos. Ficción no quiere decir fingir, sino crear la escena de aparición en que el disenso se manifiesta; y disenso no quiere decir malentendido, sino un determinado tipo de situación de la palabra, “aquel en que uno de los interlocutores entiende y no entiende al mismo tiempo lo que dice el otro”[15]. No se trata de una apelación solo a la comprensión de la palabra, sino a la cualidad misma de los interlocutores que la presentan.
Habríamos de introducir aquí el concepto de ‘interrupción’, clave en el pensamiento de Rancière, pues tiene una centralidad decisiva en la articulación y desarticulación de las lógicas que operan en el statu quo, construidas por procesos históricos y de acumulación, comprendido como un desenhebramiento que da comienzo a otra trayectoria. Para Rancière no existen esencias, sino que toda singularidad da cuenta de un recorte de un espacio de representación por el cual los órdenes se identifican. Su especificidad se juega en ese recorte –découpage–.
Por lo tanto, la política no será otra cosa que la reconfiguración de las condiciones de la experiencia, resignificando y resistiendo al estado de las cosas, en su supuesta única posibilidad, desde una interdependencia de ámbitos que se co-implican. Como bien señala Christian Ruby “[...] lo común no existe más en sí y para sí. Se hace en el movimiento mismo donde es puesto en cuestión el seno del conflicto”[16].
EL VACÍO Y EL EXCESO
Hay un sustrato teórico fundamental sobre la noción de vacuidad y exceso en Laclau: dado que existe un vacío, esto es, la falta de la estructura ontológicamente inerradicable, el exceso puede aparecer. En la teoría de Laclau el todo es imposible. La totalidad es necesaria, pero es imposible[17]. Laclau se refiere a la imposibilidad del discurso de nombrar objetivamente a la totalidad de lo social para sostener que al igual que en la emergencia del sujeto dividido por el lenguaje, lo social se presenta fracturado y dividido en su propia constitución por el discurso. Esta fractura, esta brecha que vuelve imposible pensar en una sociedad unificada y totalizable, es la condición formal y no empírica del antagonismo.
Así, el significante del pueblo, el nombre de la plenitud ausente, está vacío; representa lo universal, la totalidad imposible de la comunidad. El contenido concreto que llena de significado el significante vacío es puramente contingente. Es por ello que el discurso hegemónico es una unidad fallida, no es posible suturar la distancia, la brecha entre la particularidad y la universalidad. Quien enuncia ese significado vacío es el pueblo, el sujeto de la política. Pero el pueblo no es un enunciador claro y transparente, sino difuso, ubicado entre una singularidad y una multiplicidad.
Rancière concibe el exceso desde un plano bien diferente: el exceso tiene una autonomía conceptual; es la categoría central para explicar la aparición del demos, el exceso de la cuenta. La política empieza con la existencia de sujetos que son “nada”, que son un exceso, un desborde respecto al recuento de partes de la población. El pueblo no son los pobres, la parte desfavorecida de la población, los proletarios, etc., sino sujetos que inscriben como suplemento de toda cuenta de las partes de la sociedad. La actividad política siempre adviene como exceso en relación con la distribución de las partes a repartir entre las partes de la sociedad. Se trata de una figura específica de la cuenta de los incontados o de la parte de los sin parte. Por eso el conflicto político no opone grupos que tengan intereses diferentes, sino lógicas que cuentan de modo diferente las partes de la comunidad.
Para Rancière la policía busca nombres exactos, con el objetivo de definir e identificar, pero la configuración de un nuevo lugar es más bien la institución de una confusión, es siempre el “[…] lugar de asuntos ‘impropios’ que articulan una falla y manifiestan un daño”[18]. Así, el trabajo de la política consistiría, entonces, en operar en la indeterminación del ‘en sí’, inventando personajes, situaciones, acontecimientos, creando “existencias suspensivas”, introduciendo un cuerpo extranjero que aparece como un exceso que recarga el orden político:
“Las únicas comunidades que valen la pena son las comunidades parciales y siempre aleatorias que se construyen atentas a un oído dispuesto a una voz, una mirada en una imagen, un pensamiento en un objeto, en el cruce de palabras y de escuchas atentas a historias de unos y de otros, en la multiplicación de pequeñas intervenciones siempre amenazadas de perderse en la banalidad de los objetos o de las imágenes si las nuevas invenciones no despiertan el potencial que hay en ellos. No es una cuestión de buenos sentimientos. Es una cuestión de arte, es decir, de trabajo e investigación para dar una forma singular a la capacidad de hacer y de decir que pertenece a todos” (Rancière: 2007b, p. 84).
Es desde la práctica del ‘como si’, del lugar metodológico que tiene la ficción desde donde se van recomponiendo espacios, inventando nombres o personajes colectivos que no tienen lugar ni cuerpo verificable, que son excesos de impropiedad y que desplazan las cuentas del poder. Pero este “como si” no produce propiamente un cuerpo colectivo, sino que introduce en los cuerpos colectivos imaginarios, líneas de fractura y de desincorporación[19].
EN EL INICIO: LAS DEMANDAS O UN ORDEN QUE ESTRUCTURA LA ORGANIZACIÓN DE LA VIDA
Para Laclau hay una pregunta fundamental: ¿cuál va a ser nuestra unidad de análisis mínima? La respuesta a esta pregunta es crucial porque si tomamos como unidad mínima a un grupo ya constituido y articulado (partidos políticos, sindicatos, movimientos revolucionarios, etc.), entonces vamos a entender el populismo como la ideología o el tipo de movilización propio de ese grupo. Laclau se aparta de esta concepción y entiende el populismo como una de las formas de constituir la propia unidad del grupo. Es decir, se trata de determinar la práctica articulatoria, por lo que, y respondiendo a la pregunta acerca de la unidad de análisis mínima, habremos de identificar unidades más pequeñas que el grupo ya constituido para poder establecer el tipo de unidad al que el populismo da lugar. Así, la práctica política tiene una cierta prioridad ontológica sobre el agente; las prácticas son unidades de análisis más importante que el grupo.
¿Cuál es, entonces, esa unidad más pequeña por la cual Laclau comienza? La categoría de ‘demanda social’, en el doble sentido de petición y reclamo. Las demandas son las unidades menores en las que se puede dividir la unidad del grupo, siendo la unidad del grupo el resultado de una articulación de demandas. La demanda es la forma elemental de construcción del vínculo social. Laclau señala que demanda puede significar tanto petición como reclamo[20].
Por el contrario, en Rancière no existen las demandas como punto de partida, la política no se reducen a la reivindicación de diferentes demandas que habrían de ser satisfechas o ser el punto de partida para la construcción de un pueblo. El punto de partida es siempre en Rancière un orden que estructura la organización de la vida. Es por ello que no tiene necesidad de articular diferentes demandas, sino son las propias formas del pueblo, de los incontados, las que irrumpen en el orden existente, siendo la igualdad la presuposición que debe discernir las prácticas que la ponen en acción.
Es aquí donde podríamos concluir, a tenor de lo dicho, por qué el pueblo de Rancière, nunca podría asumir una identidad fascista: primero, insistimos en lo que dicho, porque la igualdad es la presuposición que debe discernir las prácticas que la ponen en acción. Y, segundo, la comunidad para Rancière no adquiere nunca una identidad, un cuerpo concreto que establece jerarquías, pues siempre está abierto a rehacerse, a ser redefinida por nuevas irrupciones políticas[21]. Es por ello que la comunidad en Rancière no puede ser un lugar de opresión y dominio, porque el pueblo nunca llega a ser constituido para siempre.
A diferencia de la concepción de pueblo de Laclau, el pueblo de Rancière no es el resultado de una agregación de fuerzas o demandas. En En quel temps vivons-nous? Rancière muestra su distancia de la noción de “cadena equivalencial” de Laclau. En la narrativa laclausiana la “cadena equivalencial” es lo que posibilita construir una subjetividad social más amplia a través de una unificación simbólica que supere la mera agregación de las demandas consideradas en su particularidad. La “cadena equivalencial” nace siempre a partir de la formación de una frontera interna, una dicotomización en el seno de la comunidad que señale un “ellos” frente a un “nosotros”, unas “élites” frente a un pueblo”. Pero en Rancière no existe la posibilidad de constituir una identidad, el pueblo no es una potencia de expansión encaminada a constituir una identidad popular, sino la igualdad como presupuesto, razón por la cual no es posible que el pueblo adquiera una identidad fascista. El pueblo de Rancière no es una entidad sustancial, sino “un pueblo igualitario en construcción”.
ORDENAR EL DESORDEN Y DESORDENAR EL ORDEN
Las situaciones de desorden social, las “crisis orgánicas”, son la precondición del populismo. Las demandas siempre se realizan buscando algún tipo de orden. Las condiciones de posibilidad de construcción de un pueblo sólo se articulan desde una situación de crisis, caracterizado por la multiplicación de demandas muy heterogéneas. El orden social concreto que pueda satisfacer ese reclamo es secundario. El rol que jugará la identidad popular no es el de proponer algún tipo de contenido en positivo, sino funcionar como “denominador de una plenitud que está constitutivamente ausente”[22].
Así, la emergencia de cualquier “pueblo” presenta dos caras: de un lado, es una ruptura con el orden existente, con el statu quo, el orden institucional precedente; por otro, introduce algún tipo de “ordenamiento” donde tiene lugar la dislocación sistémica, construir un orden donde solo había anomia. Es por ello que el populismo presenta una doble faz: de un lado, se presenta a sí mismo como subversivo en relación al orden de cosas existentes; y, de otro, es el punto de partida para la reconstrucción de un nuevo orden dado el debilitamiento del orden anterior.
La concepción de Rancière es diametralmente opuesta: lo político es aquello que interrumpe el curso normal de los acontecimientos, que rompe los lugares naturales que definen las partes. En ambos autores está presente un modo determinado de disputar el universal desde el particular. Pero la pregunta es: ¿Desde dónde opera el particular? En Laclau, desde el desorden ordenando; en Rancière, desde el orden desordenando. La política, desde la perspectiva rancieriana, no es un escenario de transformación social, con vistas a un fin, sino una interrupción del orden establecido, de aquello que nombra como ‘policía’. Y va a entender por policía el orden de aquello visible y decible, el conjunto de procesos y prácticas que el poder organiza excluyendo siempre una parte de la comunidad, “la parte de los sin parte”.
LA REPRESENTACIÓN: ENTRE LA ARTICULACIÓN Y LA DESIDENTIFICACIÓN
Señalábamos que Rancière y Laclau entienden el vacío y el exceso de manera diametralmente opuesta. De ahí se derivan dos concepciones diferentes de representación.
En Laclau, la forma de articulación, más a allá de sus contenidos, produce efectos estructurantes que se manifiestan, principalmente, en el nivel de los modos de representación. La identidad popular tiene para Laclau una estructura esencialmente representativa. El pueblo solo puede ser constituido en el terreno de las relaciones de representación. La construcción de un pueblo sería imposible sin el funcionamiento de los mecanismos de la representación.
Si aceptamos el marco teórico según el cual las identidades nunca son dadas de manera esencialista y siempre se producen a través de una construcción discursiva, entonces habremos de concluir que este proceso de construcción es un proceso de representación. Es a través de la representación que los sujetos políticos son creados, no existen previamente. La afirmación de una identidad política es interna, no externa al proceso de representación. La representación no es la representación de identidades ya existentes, sino la constitución de identidades. Las identidades son el resultado de procesos históricos contingentes de enunciación y articulación.
La representación constituye un proceso en dos sentidos: un movimiento desde el representado hacia el representante, y un movimiento correlativo del representante hacia el representado. De un lado, existe la voluntad de un grupo sectorial, y el representante ha de transmitir la voluntad de aquellos a quienes representa; pero, de otro, el representante debe demostrar que es compatible con el interés de la comunidad como un todo. Señala Laclau que está en la naturaleza de la representación el hecho de que el representante no es un mero agente pasivo, trasladando fielmente la voluntad de los representados, sino que ha de añadir algo más al interés que representa.
El doble movimiento que Laclau detecta en el proceso de representación está inscrito en gran medida en la emergencia de un pueblo: la representación de la cadena equivalencial por el significante vacío no es una representación puramente pasiva. El significante vacío es algo más que la imagen de una totalidad preexistente, es lo que constituye esa totalidad. El común denominador que expresa el símbolo popular no es un rasgo positivo compartido por todos los eslabones de la cadena. Si esto fuese así, entonces estaríamos inmersos en la mera lógica de la diferencia. Pero la política no consiste en la representación de intereses en la medida que la representación modifica la naturaleza de lo representado.
Rancière, por su parte, solo concibe la representación en el interior del orden policial, de la identificación, no del vacío. Y por eso la subjetivación no se construye a través de la representación sino de la desidentificación. En Rancière la falta proviene del exceso de los sin-parte, y no al revés. Es un exceso que desborda el marco de la representación.
En Rancière no existen alianzas que creen identidades, sino procesos de desidentificación en el momento mismo del litigio. Toda subjetivación es una desidentificación, una sustracción a la naturalidad de un lugar. Se trata de una subjetivación que crea lo común deshaciéndolo; crea lo común poniendo en común lo que no era común, declarando como actores de lo común a aquellos que eran simplemente personas privadas.
Sin embargo, sería erróneo pensar que Rancière está oponiendo democracia directa y representación. Para Rancière, las formas jurídico-políticas de las Constituciones y las leyes estatales jamás descansan sobre una sola y misma lógica. La representación presenta siempre una forma mixta: el Estado se funda en el privilegio de élites naturales, pero siempre es desviada de su función por las luchas democráticas. Así, por ejemplo, el sufragio universal no es una consecuencia natural de la democracia, porque la democracia no tiene consecuencia natural, sino que es siempre el lazo fracturado entre propiedades naturales y formas de gobierno.
LA LÓGICA DE LA ARTICULACIÓN Y LA RECONSTRUCCIÓN DE LOS MOMENTOS
Por hegemonía entienden Laclau y Mouffe la lógica general de la institución política de lo social. La hegemonía es la operación por la que una particularidad asume una significación universal inconmensurable consigo misma, una cierta particularidad que asume el rol de una universalidad imposible. Esta función de universalidad hegemónica no es para siempre, sino que es reversible en todo momento. Es un planteamiento que está atravesado por los debates sobre la relación entre universalismo y particularismo. El todo siempre va a ser encarnado por una parte. Como esa universalidad es un objeto imposible, “la identidad hegemónica pasa a ser algo del orden del significante vacío, transformando a su propia particularidad en el cuerpo que encarna una totalidad inalcanzable”[23]. Es decir, en toda relación hegemónica una diferencia particular asume la representación de una totalidad que la excede. La figura de la retórica clásica fundamental en toda operación hegemónica es la sinécdoque (la parte que representa al todo). No se trata solo de un recurso retórico más, junto a otros, sino que posee una función ontológica diferente. La sociedad es un objeto imposible en la medida que continúa siendo algo que está presente en su misma ausencia.
Pero la hegemonía no se construye desde un rechazo puro, no se trata de una exterioridad total. Acepta el orden hegemónico existente y busca rearticularlo dándole un sentido de contestación. Así, la hegemonía siempre tiene un pie en el sentido común existente y otro pie en la posibilidad de cambio. Es lo que Gramsci llamaba la “guerra de posición”, una estrategia que es siempre de desarticulación y de rearticulación. No se trata de un choque frontal sino de una guerra de trincheras. Es por eso que todo orden es hegemónico, esto es, construido a través de una articulación de relaciones de poder, el producto de una serie de prácticas. Y, en tanto hegemónico, todo orden excluye otras configuraciones posibles de poder que siempre pueden ser reactivadas a través de una lucha contrahegemónica. Laclau asume que todo orden hegemónico es contingente.
En Rancière, lo particular también es inconmensurable con el todo, porque lo excede (como en Laclau), pero no se trata de una representación, porque no hay identidad popular o espacio de inscripción, que en Laclau tiene siempre una dimensión representativa; y es inconmensurable también porque la lógica política y policial no llega a un momento de resolución o síntesis (en Laclau tampoco).
Ahora bien, en Rancière no existe un esquema hegemónico similar al laclausiano. La política en Rancière no es un proceso de desarticulación y rearticulación, sino el encuentro entre la lógica política y policial, que, como decíamos, no tienen una dimensión ontológica. Rancière piensa las sujeciones en términos de “repartos policiales” de lo sensible. Y la política es lo que rompe la configuración sensible donde se definen las partes o su ausencia; la que desplaza a un cuerpo del lugar que le estaba asignado.
El sentido de la emancipación en Rancière es el de la salida de una situación de minoridad, entendiendo por ‘menor’ aquel que necesita ser guiado para no correr el riesgo de perderse siguiendo su propio sentido de orientación, según el criterio de la lógica pedagógica tradicional[24]. Así, nadie sale de la minoría más que por sí mismo. La emancipación tiene que ver, pues, con la afirmación de la inteligencia y la verificación del potencial de la igualdad de las inteligencias; un comunismo de la inteligencia, un poner a funcionar la demostración de la capacidad de los incapaces, la capacidad del ignorante de aprender por sí mismo.
En Laclau, el surgimiento de lo político es el momento hegemónico, el momento de su inscripción. Es ese momento de cristalización el que constituye al ‘pueblo’ del populismo. La relación equivalencial deja de ser una mediación entre demandas y adquiere consistencia propia. La pluralidad que alberga la relación equivalencial se torna una singularidad a través de la cristalización, su condensación, en torno a una identidad popular. La heterogeneidad social tiene un rol constitutivo. Y ello requiere de una expresión simbólica positiva.
En Rancière, en cambio, el surgimiento de lo político se da en el mismo momento en que tiene lugar el litigio, no se trata de un momento pre político que necesita de la conducción hegemónica para ser nombrado tal. No hay lógica de la articulación en Rancière, sino momentos políticos. Un momento no es un punto que se desvanece en el curso del tiempo; también es un desplazamiento de los equilibrios y la instauración de otro curso del tiempo. No hay momentos que articular, sino momentos que reconstruir, entendiendo por tal una forma de temporalidad que singularice la conexión de estos momentos.
Notas
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[1] LACLAU, E. (2016). La razón populista. FCE, México, p. 221.
[2] Ibid., p. 81
[3] LACLAU, E. (2006). Misticismo, retórica y política. FCE, Buenos Aires, p. 22.
[4] RANCIÈRE, J. (2012). La méthode de l´égalité, entretien avec Laurent Jeanpierre et Dork Zabunyan. Montrouge cedex, Bayard, p. 519.
[5] LACLAU (2016), op. cit.
[6] MOUFFE, CH. (2016). El retorno de lo político. Comunidad, ciudadanía, pluralismo, democracia radical. Paidós, Barcelona.
[7] RANCIÈRE, J. (2012), op. cit.
[8] LACLAU, E., MOUFFE, CH. (2001). Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia. Siglo XXI, Madrid.
[9] RANCIÈRE, J. (2013). "El inencontrable populismo", en ¿Qué es el pueblo? Casus Belli, Madrid.
[10] RANCIÈRE, J. (2006). “L’usage des distinctions”, Failles, núm. 2, p. 6.
[11] RANCIÈRE, J. (2009b). El reparto de lo sensible. Santiago de Chile, LOM, p. 10.
[12] RANCIÈRE, J. (1996). El desacuerdo. Política y filosofía. Buenos Aires, Nueva Visión, p. 37.
[13] Ibid., p. 36
[14] RANCIÈRE, J. (2006), op. cit., p. 21
[15] RANCIÈRE, J. (1995). La Mésentente. Politique et philosophie. Paris, Galilée, p. 12.
[16] RUBY, CH. (2001). Rancière y lo político. Buenos Aires, Prometeo, p. 38.
[17] LACLAU, E. (2016), op. cit.
[18] RANCIÈRE, R. (2007a). En los bordes de lo político. Buenos Aires, La Cebra, p. 23.
[19] RANCIÈRE, J. (2009b), op. cit., p. 50.
[20] LACLAU, E. (2009). “Populismo ¿Qué nos dice el nombre?”, en Panizza, F. (comp.). El populismo como espejo de la democracia. FCE, Buenos Aires, págs. 51-71.
[21] RANCIÈRE, J. (2007a), op. cit.
[22] LACLAU, E. (2016), op. cit., p. 126.
[23] Ibid., p. 106.
[24] RANCIÈRE, J. (2009c). El maestro ignorante. Barcelona, Laertes.