Artículos

Entre la alienación del buen docente y la externalización de la educación

Between the alienation of the good teacher and the outsourcing of education

Tania ALONSO-SAINZ
Universidad Europea de Madrid, España
Alberto SÁNCHEZ-ROJO
Universidad Complutense de Madrid, España
Fernando GIL CANTERO
Universidad Complutense de Madrid, España

Entre la alienación del buen docente y la externalización de la educación

Utopía y Praxis Latinoamericana, vol. 27, núm. 96, 2022

Universidad del Zulia

Recepción: 02 Agosto 2021

Aprobación: 15 Octubre 2021

Resumen: El objetivo de este artículo es aproximarnos a una mejor definición de la identidad docente más allá del discurso de las competencias. Partimos de la hipótesis de que todas las características del docente se ponen en juego en su ejercicio profesional. Nuestros análisis hermenéuticos han concluido que los discursos públicos desatienden el debate sobre el buen docente, y que esto ocurre en la medida en que adquieren más protagonismo los fines externos que los intrínsecos de la educación. Por ello, se proponen acciones que favorezcan la presencia de bienes para la adopción del perfil más personal de la identidad docente.

Palabras clave: Identidad docente, privatización, profesión docente, Filosofía de la Educación.

Abstract: The aim of this article is to get closer to a better definition of teacher identity beyond the discourse of competences. We start from the hypothesis that all the characteristics of the teacher are put into play in their professional practice. Our hermeneutical analyzes have concluded that public discourses neglect the debate on the good teacher, and that this occurs to the extent that external educational aims acquire more prominence tan intrinsic education aims. For this reason, actions are proposed in order to enhance the importance of goods in a more personal teacher identity conceptualization.

Keywords: Teacher Identity, outsourcing, Teaching profession, Philosophy of Education.

INTRODUCCIÓN

Una de las asignaturas troncales que todos los estudiantes cursan en la formación docente inicial en el contexto español es “Organización del Centro Escolar”. En esta materia se enseñan, entre otros, los elementos y recursos de una institución escolar, y se introduce a los aspirantes a maestros en la importancia que tiene la buena relación entre la familia y la escuela para el adecuado desarrollo y desempeño de los alumnos. Esto incluye: las formas de comunicación, involucración, participación y colaboración entre la familia y el contexto escolar. Dentro de las múltiples formas que puede adquirir esta relación familia-escuela, queremos destacar el relato de una maestra de Educación Infantil de la Comunidad de Madrid que ha puesto en práctica una nueva forma de comunicación con las familias en los meses de pandemia por la Covid-19. Esta maestra ha decidido escribir cada cierto tiempo una carta a las familias contando cómo está viviendo ella la experiencia de enseñar en un contexto tan desafiante. Algunas de las cosas que transmite a las familias son: su miedo a que algunos alumnos se queden rezagados, la necesidad de que hagan más deberes que nunca para mitigar el desfase curricular -aunque sea la época más difícil para ello-, la estrategia que está desarrollando de alejarse físicamente de los niños y bajarse la mascarilla para sonreírlos y poder así interactuar, la impotencia que siente de no poder enseñarlos a hablar fácilmente si no ven la postura de su boca, o la impresión que le producen las preguntas sobre el dolor y la muerte que los niños de cuatro años de esta generación empiezan a afrontar con tanta urgencia.

Esta acción de escribir una carta mostrando sus intenciones y vulnerabilidades ha provocado en las familias una gran respuesta colaborativa, como nunca había visto en sus veinte años en ejercicio. La creatividad de esta maestra, ¿a qué se debe? ¿a las estrategias comunicativas que aprendió en su formación inicial docente? ¿a su originalidad y talento natural? ¿podemos achacar esta “buena práctica” a su formación, su experiencia profesional, su seriedad, la conciencia que tiene de su trabajo, su compromiso…? Por las conversaciones con ella, sabemos que no es una estrategia comunicativa aprendida en su formación; y para ella no está claro a qué se debe; y lo más interesante: tampoco le parece una cuestión de especial relevancia. Probablemente porque, a la hora de la verdad, todas las características de la persona (imaginación, sentimiento, razón, voluntad, memoria, inteligencia, experiencia, virtud, etc.) se ponen en juego a la vez; y un docente no activa el botón profesional y apaga el personal cuando entra por la puerta de su centro escolar, lo cual hace que sea una ficción tratar de diseccionar qué hay de virtud y qué de técnica en las practicas docentes.

Pero estas preguntas tienen relevancia para nosotros porque abren una perspectiva de reflexión diferente a la que promueven sobre la profesión docente los discursos y políticas actuales sobre profesorado. En una investigación reciente que revisa los marcos de competencias docentes entre los años 2007 y 2020 (esa lista de “imprescindibles” que debe tener un profesor docente para ser competente) se ha comprobado que el discurso dominante sobre la profesión consiste en la definición de una serie de competencias estanco que puedan dividirse en indicadores medibles y estandarizables y que incluyen: la competencia digital, la didáctico-pedagógica, la emocional, la social-ciudadana, la personal, la lingüística y la matemática (Alonso-Sainz, 2020, p. 294).

Estos marcos de competencias, desde hace años, andan buscando pautas de medida del desempeño docente, que permitan evaluar su tarea (Schultz, Hong y Cross, 2018). Lo que sucede, como veíamos en el caso de la maestra, es que las dimensiones más profundas del quehacer docente no aparecen divididas ni fácilmente catalogables. No es tan sencillo determinar de dónde viene su buen hacer, pero a la vez nadie duda de que se trata de una amalgama compleja entre características personales y competencias profesionales, lo que nos recuerda la indivisibilidad de la identidad profesional y personal docente (Day, 2018).

Mientras que la primera puede quedar definida por el conjunto de competencias expuestas, la identidad personal docente requiere de una mayor explicación. Por esta última comprendemos ese conjunto de características y rasgos de la persona que no podemos fácilmente vincular a las estrategias, habilidades o conocimientos recibidos durante su formación inicial o permanente y que, ni siquiera, la variable de la experiencia conduce necesariamente a su logro. Son ese grupo de actitudes, disposiciones, virtudes, o características del carácter que incluyen maneras de proceder con visiones sustantivas de lo que es una buena educación, una buena persona, un buen ciudadano, o un buen docente (Alonso-Sainz, 2020).

Ante esta dificultad de medir la “calidad docente”, lo que se propone desde las políticas educativas son marcos de evaluación que permitan medir lo que sí sea evaluable, cayendo en la problemática de tomar la parte por el todo, es decir, reduciendo el buen docente al docente eficiente, entendiendo a este como aquel que es eficiente en tres elementos de su desempeño: en la instrucción, en hacer que los estudiantes adquieran compromisos con la asignatura, y en la gestión del aula (Schultz, Hong y Cross, 2018). Sin embargo, el ejemplo de nuestra maestra sería difícilmente evaluable bajo estos criterios. Como afirma Kelchtermans (2018), mientras no hay nada negativo en querer ser eficaz a la hora de enseñar es, sin embargo, un riesgo pensar que el dinamismo de la tarea de enseñar se reduce a una suerte de inputs y outputs que están disponibles para ser medidos, evaluados y estandarizados. ¿Hay algo que podamos decir del buen docente que no se reduzca a los microrrelatos particulares y anecdóticos como el de nuestra maestra, y que tampoco se someta al lecho de Procusto de los genéricos y estandarizados marcos de competencias del docente eficiente?

En este artículo nos proponemos aproximarnos a ese perfil de buen docente; esto es, a la identidad personal docente, desde tres miradas. Por un lado, en el siguiente apartado denunciamos que, dada la dificultad de estandarizar ese perfil, el discurso sobre los bienes personales que irradian esa identidad docente está siendo social y profesionalmente invisibilizado, dejando este espacio, como vamos a ver, a organizaciones e instituciones privadas. Por otro lado, el apartado que sigue después, trata de aproximarse a la identidad personal docente recordando, precisamente, que la educación tiene, frente a la enseñanza y al aprendizaje, un calado moral, lo que implica acentuar tanto la relevancia de la singularidad personal del docente como la preeminencia de los fines, de los bienes, frente a los medios. Finalmente, la última mirada, es una propuesta normativa acerca de diversos modos de lograr acercarnos, desde la práctica, a la caracterización realizada de la identidad personal docente en los apartados previos.

¿EN QUÉ SENTIDO SE ESTÁ PRIVATIZANDO LA IDENTIDAD PERSONAL DOCENTE?

Como acabamos de señalar, en este apartado queremos desarrollar la tesis de que la identidad personal docente (el conjunto de características del “buen docente” que van más allá de lo técnico) se está privatizando en dos direcciones: primero, desechando del ámbito público la pregunta por el buen docente; y segundo, mediante el protagonismo de organizaciones privadas que promueven relatos de los mejores docentes.

La noción de bien y de “buen docente” en el espacio público

La dificultad que encontramos en el espacio público para hablar de buenos docentes hunde sus raíces en otro problema anterior: la noción de bien en el espacio público. Es cierto que durante la Antigüedad y la Edad Media el concepto de bien se sustentaba en realidades externas y superiores a los individuos, que les trascendían, pero que, al mismo tiempo, les unían en comunidad. Con la llegada de la Modernidad esto cambió. Este periodo de nuestra historia vino a mostrar a los seres humanos que, contrariamente a lo que hasta entonces habían pensado, estaban solos, cada uno consigo mismo; es decir, que no había nada externo a ellos en lo que verdaderamente pudiesen confiar y que, por tanto, no les quedaba otra que, por un lado, cultivar su interioridad, y, por otro lado, a fin de garantizar su supervivencia, llegar a acuerdos y pactar. Ni la tradición ni la divinidad eran ya portadoras de verdad; esta pasaba a ser un asunto puramente racional y, allá donde no alcanzase la razón, exclusivamente personal. La humanidad, que hasta entonces lo había compartido todo, que solo comprendía la individualidad como parte de la comunidad, se empezó a atomizar, abriéndose la vía para poder existir uno mismo con independencia de los demás. No es de extrañar que fuese a partir del siglo XVII cuando comenzase a surgir la necesidad de crear en las casas estancias individuales y privadas donde poder estar en soledad (Sánchez-Rojo, 2019), o que el contractualismo, a pesar de sus planteamientos diversos, se convirtiese poco a poco en la corriente de pensamiento político principal (Dotti, 1994).

El bien, que para los antiguos y medievales había sido una cuestión pública, emanada de los cimientos mismos que constituían la comunidad, pasaba a ser una cuestión privada, de elección personal, no dependiente de la interrelación de cada individuo con los demás miembros de la comunidad. Cada uno debe descubrir por sí mismo su idea de verdad y falsedad, de lo deseable y lo indeseable, del bien y del mal, lo importante es llegar en el espacio público a unos acuerdos mínimos que nos eviten chocar en exceso y, al mismo tiempo, nos permitan colaborar. Teorías de la justicia contemporáneas y muy influyentes en nuestra política actual, como la de John Rawls (2006), defienden que la moral pública puede construirse de manera independiente a cualquier visión del mundo concreta. Se trataría simplemente de alcanzar entre todos unos acuerdos mínimos, exigibles a cualquier ser racional, sobre los límites de la libertad individual y el respeto a los demás. Hay preceptos como no robar, no mentir o no matar, en los que es de suponer que todos estaríamos de acuerdo. Sin embargo, tal y como sostiene MacIntyre (1996), a pesar de que

hay un consenso de perogrulladas en nuestra cultura moral, estas pertenecen a la superficie y no a su sustancia. La retórica de los valores compartidos es de una gran importancia ideológica, pero ella disfraza la verdad acerca de cómo la acción es orientada y dirigida. Porque lo que genuinamente compartimos en forma de máximas, preceptos y principios morales no está suficientemente determinado para guiar la acción, y lo que está suficientemente determinado para guiar la acción no es compartido (pp. 221-222).

Efectivamente, todos podemos estar de acuerdo, en principio, en que no se debe matar, mentir o robar; sin embargo, lo que nos lleva a cumplir siempre y de determinada manera con esos preceptos no es su enunciación en abstracto, sino su puesta en práctica en circunstancias muy concretas y a las que siempre nos enfrentamos a partir de una visión del mundo y de la vida humana también concreta. Es decir, si bien todos coincidimos en que no hay matar, mentir o robar, nuestras justificaciones son diversas. Estas emanan de concepciones y creencias profundas de entender la vida humana, muchas veces incompatibles unas con otras.

Los acuerdos de mínimos descontextualizados sirven de poca ayuda porque la vida humana y los actos que cada uno de nosotros realizamos, están siempre contextualizados. Paradójicamente, el discurso político moderno parece querer decirnos que, para defenderlos públicamente, debemos de dejar de lado este contexto, este punto de partida, aquello que da fundamento a todo, haciendo que el argumento de defensa pueda ser aceptado por cualquiera, independientemente de sus creencias. La consideración personal del bien y del mal debe quedar fuera. A este respecto, afirma Llano (2015) que

la pérdida del alcance político de la ética, con la privatización del bien que ello implica, no es sino otra cara de la desmoralización de la política, de su tecnificación y pragmatismo crecientes, que se traducen en formas de insolidaridad (p. 93)

No le falta razón. Hay visiones sustantivas del bien que se ven claramente amenazadas. Siendo ricas expresiones de la vida humana, debido a la globalización y a la dominancia de ciertas concepciones vitales, es fácil que desaparezcan si no se las protege y protegerlas implica que en el ámbito político y en la vida pública se tenga en cuenta su particular contexto. Hace ya años Charles Taylor (1992) puso un ejemplo claro de este hecho atendiendo al caso del posicionamiento de Quebec ante la adopción de la Carta Canadiense de Derechos. Quebec, una de las diez provincias que conforman Canadá, quiso ser considerada de manera especial ante los posibles efectos que podían sucederse de la aplicación jurídica de esta carta. La comunidad quebequense reclamaba, por ejemplo, poder imponer determinado modelo educativo que asegurase la pervivencia de una tradición cultural propia, lo cual podía atentar, en principio, con el derecho de las familias a elegir libremente el tipo de educación formal que deseaban para sus hijos e hijas. Este era un derecho que estaba recogido explícitamente en la carta y Quebec pretendía atentar contra él, algo inaceptable para muchos otros canadienses. No obstante, para la comunidad quebequense era más importante garantizar la supervivencia de su cultura que la libertad individual de cada uno de sus miembros. Eso querían y no aceptaban menos.

Podemos encontrar numerosos casos como este; y es que, toda visión del mundo funciona con máximos y no con mínimos. Las políticas modernas y contemporáneas del reconocimiento nos han querido hacer ver que podemos convivir sobre la base de mínimos, que podemos llegar a acuerdos que nos permitan vivir respetándonos unos a otros sin entrar a debatir en torno a la mayor o menor idoneidad de nuestras distintas visiones del mundo, pero, en último término, tal y como hemos señalado, es a partir de ellas como actuamos. Una política centrada meramente en la garantía equitativa de ciertos derechos y libertades individuales es insuficiente, aparte de injusta. Esto se debe, por un lado, a que relativiza el valor humano de los distintos máximos culturales, cuando son ellos los que nos mueven y, por otro lado, a que oculta que detrás de esta primacía de la libertad individual también se esconden máximos culturales de visiones del mundo concretas. Es por ello por lo que, desde hace años, hay una corriente de pensamiento que viene reclamando que, a través de un diálogo intercultural respetuoso y contextualizado, pongamos en conversación nuestros distintos marcos culturales a fin de ir, poco a poco, construyendo una comunidad humana que abra el camino al establecimiento de unos principios sustantivos, que verdaderamente puedan ser compartidos, y que sirvan a nuestras acciones de guía y referente (González Rodríguez-Arnáiz, 2002).

Es evidente que conocer lo bueno no nos arrastra instantáneamente a ello, pero también es evidente que centrar nuestros debates en la frontera entre lo correcto e incorrecto, lo eficiente o ineficiente, reduce nuestras discusiones y acciones a un plano en el que es más fácil ponerse de acuerdo, pero a costa de haber achatado la realidad. Esto es aplicable a la ética de mínimos que se deriva de las políticas modernas y contemporáneas dominantes, y también, como ya hemos señalado, a los marcos de evaluación del desempeño docente. La configuración pública de la educación no es sino un reflejo de la manera en la que, de manera generalizada, están presentes en la política todos los asuntos que atañen al desarrollo humano de las personas. Es por eso por lo que la adopción de la terminología de “docente eficiente”, no creemos sea una simple actualización de términos más clásicos y hoy quizás ya desfasados como “buen docente”, sino que dice algo más sobre lo que navega en el imaginario social acerca de la incomodidad del del debate de los bienes en el terreno público.

Lo que ocurre en el campo de la educación, al igual que en cualquier otro espacio de interrelación humana, es que, por mucho que lo intentemos, el mundo no está vaciado de significado, sino todo lo contrario. La mayoría de las decisiones educativas se toman en el plano moral, situado, y lleno de significado; y esto es lo que provoca que el debate sobre los “buenos docentes” se abra, si no desde las instituciones públicas, sí desde las entidades privadas. Estas son de diversa índole, pero tienen en común la intención de esclarecer lo que significa ser un buen docente. Y lo hacen de distintos modos. La actividad más común es la de premiar a los casos de “buenos docentes”, para lo cual a veces definen una serie de características, competencias, conocimientos, actitudes y/o buenas prácticas que ciertos docentes han llevado a cabo, y en otras ocasiones cuentan lo que hace un docente “ejemplar” asumiendo que hay cierto significado compartido sobre lo que merece la pena ser destacado, sin criterios de calidad o excelencia previos. A continuación, veremos cómo los agentes privados (fundaciones o asociaciones) aprovechan la indefinición normativa de los “buenos docentes” en el espacio público para proponer modelos concretos.

El protagonismo de los agentes privados en la definición del “buen docente”

La necesidad de no dividir la identidad personal y profesional del docente ha encontrado salida en reconocimientos y evaluaciones informales de los docentes, promovidos por entidades privadas, como veremos en los siguientes ejemplos.

El primero de ellos es el famoso Premio Educa Abanca, convocado por ambas instituciones que dan nombre al premio (una educativa y otra bancaria). Se trata de un certamen para encontrar al “mejor docente” de España, tal y como publicitan en sus bases . Entre los criterios por los que son seleccionados estos docentes se encuentra el elemento “gesta o hecho significativo que cuente el alumnado”. En concreto, se refieren a esos “profesores que se involucran más allá de lo formal y dedicaron su tiempo a algo significativo que pudo marcar el cambio de rumbo del alumnado” . Es decir, sin concretar mucho más, se entiende, en primer lugar, que se puede hablar de buenos docentes, ya que “mejores” es un superlativo del adjetivo “bueno”. Y, en segundo lugar, la existencia de estos premios, entre otras cosas, pone de manifiesto que una parte importante de ser un buen docente es que mejore la trayectoria vital y escolar de un alumno, algo que no se puede medir o estandarizar, pero sí contar en narrativas, a modo de “gestas o hechos significativos”.

Por otro lado, nos encontramos con el Premio a la Mejor Historia Docente promovido por Smartick , una empresa que desarrolla un sistema virtual de aprendizaje de las matemáticas para niños, y que premia la historia del mejor docente de matemáticas, sin estándares preestablecidos, comprendiendo que hay un entendimiento común sobre lo que es ser un buen docente. Al premiado de la última convocatoria lo definían con expresiones como: “detecta el potencial de sus alumnos”, “es buena persona”, “tiene altas expectativas sobre sus alumnos”, “reta a los alumnos”, “enseña matemáticas con pasión y las hace atractivas”.

La actividad de estas fundaciones o empresas puede abordarse desde distintos frentes. Sin duda, una de ellas puede ser el estudio desde la desconfianza que genera que grandes bancos o multinacionales se preocupen de un modo altruista por la educación, es decir, desde la pregunta por el interés más o menos genuino por la mejora educativa que tienen empresas con ánimo de lucro. A esto ya se han dedicado otros (Saura, 2016; Ball, 2011) y no es nuestra intención aquí engrosar la pedagogía de la sospecha. Lo que nos interesa en este artículo es defender la tesis de que estas instituciones privadas aprovechan el vacío de propuestas sustantivas y de máximos en el espacio público para el fomento de modelos docentes que influyen el imaginario colectivo. Lo cual, más allá de indicarnos las intenciones más o menos ocultas de estas instituciones, nos alerta de lo que venimos diciendo: que las políticas públicas contemporáneas, con un halo de pluralidad y neutralidad, caen en el relativismo acerca de las distintas visiones del mundo, y en concreto, de la educación y de la docencia.

Por su parte, las instituciones privadas, liberadas de tener que ofrecer un acuerdo de mínimos, se atreven a difundir relatos docentes de máximos, más o menos acertados, pero con mayor visión sustantiva, es decir, sin renunciar al debate sobre lo mejor en la docencia, esto es, lo que debe ser mejor acogido y difundido. Este fenómeno se observa, principalmente, en que no tienen reparo en tratar de un modo unitario la identidad profesional y profesional, atreviéndose a mencionar características de toda la persona que se ponen en juego en el ejercicio de su profesión. Como veíamos, esos docentes premiados son definidos como “buenas personas”, “con altas expectativas sobre sus estudiantes” y que cambiaron el rumbo de su alumnado.

Esta situación produce, paradójicamente, lo siguiente: las instituciones privadas promueven con ímpetu una identidad personal y profesional del docente, no en contraposición al modelo público, sino “subiendo la apuesta” a máximos, dejando de hablar del docente competente y eficaz, y pasando a proponer imágenes de “buenos docentes”, “los mejores”, como ejemplos a imitar. Si afirmamos que es paradójico es porque son estas fundaciones, y no las instituciones estatales, las que saltan al espacio público como proponentes, influyendo sutil pero ampliamente en la imagen pública de la identidad docente, a partir de los relatos elegidos. Para recuperar, también en el debate público, esa visión unitaria de la identidad docente (personal y profesional), habremos de detenernos antes en revisitar la educación misma como actividad que ocurre siempre en el ámbito moral y que, por tanto, precisa de la sabiduría práctica del docente.

RECUPERAR LA EDUCACIÓN PARA RECUPERAR LA IDENTIDAD PERSONAL DOCENTE

Hace poco más de 70 años, el filósofo francés Jacques Maritain definía a la educación como un arte sumamente peculiar:

La educación – sostenía – es un arte particularmente difícil. Sin embargo, por su misma naturaleza, pertenece al ámbito de la moral y la sabiduría práctica. Podemos decir, entonces, que la educación es un arte moral, o mejor aún, una sabiduría práctica en la que está incorporado este arte. Ahora bien – matizaba el autor –, el arte es un impulso dinámico hacia un proyecto que debe ser realizado y que es el fin mismo de este arte. No hay arte sin finalidad; la vitalidad del arte es la energía con la que tiende a su fin, sin detenerse en ningún estadio intermedio (Maritain, 1993, pp. 14-15).

A continuación, pasaba el autor a señalar dos errores graves en la educación de aquel momento que, según él, estaban haciendo perder vitalidad a este peculiar arte. Ambos errores iban de la mano, implicándose uno al otro. Sucedía, a su modo de ver, que el discurso pedagógico dominante estaba tan centrado en perfeccionar los medios de aplicación de la educación, que terminaba erróneamente convirtiéndolos en fines, olvidándose al mismo tiempo de los fines verdaderos. El primer error era, por tanto, el desconocimiento de los auténticos fines y, el segundo, las ideas falsas sobre estos.

Nadie puede negar que educar está intrínsecamente relacionado con enseñar y aprender, así como con las maneras de hacerlo. Sin embargo, hablar de educación no es lo mismo que hablar del proceso de enseñanza-aprendizaje. Tiene la primera un calado moral que no tiene por qué tener el segundo y es ahí donde radica toda su importancia (Esteve, 2010). Lo esencial en educación nunca puede ser cómo educar, sino por qué y para qué hacerlo. Estas son las preguntas clave y en todo momento están insertas en determinado contexto, siendo por eso por lo que no siempre son adecuados los mismos medios, por muy perfeccionados que estén. Cierto es que la relación educativa es asimétrica, que siempre uno de los miembros de la relación tiene la responsabilidad de ir marcando el camino por el que irá transitando el otro; sin embargo, también lo es que este tipo de relación se inscribe dentro de las relaciones humanas (Jover, 1991) y esto hace que inevitablemente se vea siempre atravesada por cierto grado de imprevisibilidad. Se ha entendido tradicionalmente que el arte de la educación consistía fundamentalmente en la elaboración de una serie de teorías de carácter universal que posteriormente debían de aplicarse de manera invariable en la práctica. Es decir, como la fabricación de una serie de planos fijos que debían determinar exactamente la construcción. No obstante, esta perspectiva olvida el carácter humano de la educación, la inevitable presencia de la sorpresa. Es esto lo que hace que las teorías estén siempre alejadas de la práctica. Tanto es así que ha habido, incluso dentro del campo de la Teoría de la Educación, quien ha defendido que tal vez fuese mejor concebir la educación sin teoría (Carr, 2006). Y es que en la relación educativa lo verdaderamente importante es el contexto. No sólo es relevante la materia y la manera de transmitirla, sino quiénes sean en su singularidad concreta tanto el educador como el educando y cómo se comportan cuando se encuentran.

Tal y como sostiene Carvalho (2013, p. 72):

los objetos – ladrillos, chapas de acero, teclados de ordenador – reaccionan a las acciones, procesos y técnicas a los que son sometidos independientemente de quien los opera. De ahí que la sustitución de un operario no altere significativamente el producto industrial: la tecnología decreta la superficialidad del trabajador, de su experiencia y de su singularidad. Pero las personas – sobre todo los alumnos en formación – no reaccionan solo a las técnicas, métodos y procedimientos a los que son sometidos. Reaccionan también y fundamentalmente a la singularidad de la persona que los enseña, a su visión del mundo; reaccionan, por tanto, no solamente a aquello que un profesor hace, sino a quién él es.

Es por esto por lo que a un profesor no le es suficiente con adquirir competencias en torno a aquello que vaya a enseñar y cómo hacerlo atendiendo a distintas características sociales y psicológicas que puedan definir a su audiencia. Es esencial que siga asimismo una fuerte formación en tanto que sujeto. Debe saber quién es él en el mundo y qué legado debe dejar a sus alumnos para que, en la medida de lo posible, lo conviertan en un lugar mejor, más habitable. Para esto, indudablemente hace falta mucha teoría, pero no como hemos indicado antes que se viene entendiendo de manera tradicional; esto es, en tanto que estructuras conceptuales abstractas que deben bien definir, bien ser aplicables directamente sobre la práctica. Así es como la entendemos los herederos de la Modernidad, los antiguos la entendían de otra manera que es interesante en este punto recuperar. Para Aristóteles la teoría y la práctica no eran dos caras de una misma moneda, sino dos maneras distintas de vivir y de enfrentarse a la vida que, si bien no estaban conectadas, sí podían ejercer una sobre otra cierta influencia (Lobkowicz, 1967). De esta manera, a pesar de no ser estrictamente necesario conocer la esencia del lenguaje para poder hablar, de los distintos materiales para poder fabricar algo o del amor para poder amar, quien se hubiese dedicado a la contemplación de las esencias, podría sin duda hablar, fabricar y amar mejor que quien no lo hubiese hecho.

En esta misma línea, refiriéndose a la educación de las maestras de escuela, decía Matilde García del Real, maestra de jardín de infancia española de finales del siglo XIX, que

sus conocimientos, como todo el mundo sabe, son de dos clases, unos para su propio gobierno y otros para transmitirlos a los niños. Casi siempre se da preferencia a los segundos, pero estamos convencidos de que debe darse a los primeros (García del Real, 1885, p. 14).

De esta forma, recomendaba ella un poco más adelante que la maestra leyese buena literatura, que escuchase buena música, que asistiese a obras de teatro y museos, empapándose de todo tipo de manifestaciones culturales con independencia de sus alumnos y de lo que tuviese que enseñarles. No se equivocaba esta maestra en la tendencia que ya en aquel momento observaba y que a lo largo de los años hemos seguido manteniendo. Hoy en día todas las titulaciones relacionadas con la educación están centradas fundamentalmente en estudiar el proceso evolutivo del niño, desde una perspectiva neuropsicológica, y en métodos eficaces de enseñanza y gestión de las instituciones educativas de acuerdo con dicho proceso. La Historia, la Filosofía, la Literatura Universal y todas aquellas disciplinas que sustentan nuestra cultura están ausentes o con una presencia muy reducida en la formación inicial de los docentes. No obstante, son estas y no otras las materias que posicionan al profesor verdaderamente como educador, como mediador entre el mundo y la persona en formación. Se puede ser profesor de una materia, teniendo al mismo tiempo conocimientos reducidos de cultura general. No obstante, quien tenga estos últimos realizará su labor mejor. Trabajando con seres humanos, la influencia de las Humanidades, en determinadas circunstancias, puede llegar a ser crucial.

Teniendo esto en cuenta y siguiendo la definición que Herrigel (1972) hace del tiro con arco japonés, podríamos afirmar que la educación es un arte sin artificio. Eugen Herrigel fue un filósofo alemán que a principios del siglo XX pasó unos años en Japón aprendiendo el arte del tiro con arco. A su vuelta a Alemania relató su experiencia formativa, que había sido distinta a ninguna otra que hubiese vivido en Occidente. Decía Herrigel (1972) que

el «arte» del tiro con arco no significa para ellos [los japoneses] una habilidad deportiva cuyo dominio es principalmente físico, sino maestría cuyo origen ha de buscarse en ejercicios espirituales y que tiene por finalidad acertar en lo espiritual. En el fondo, el tirador apunta a sí mismo y tal vez logre acertar en sí mismo (p. 16).

A continuación, él va narrando todo un proceso de trabajo personal consigo mismo que poco tiene ver con técnica alguna a la hora de coger el arco, tensar la cuerda o apuntar. Tiene más bien que ver con su propio proceso de trabajo espiritual, siendo esto lo que le termina permitiendo coger el arco, tensar la cuerda y apuntar de tal manera que la mayoría de las veces logra acertar. Pero todo depende de sí mismo, es por eso por lo que este arte no tiene artificio definido. Pues bien, con la educación pasa exactamente lo mismo. No existe una técnica definida concreta que vaya a funcionar para la relación existente entre cualquier profesor y cualesquiera alumnos. Es el posicionamiento mismo del docente en el mundo el que le lleva a poder determinar cuál es la mejor manera de enfrentarse a determinada audiencia, cuál es el fin de educar y, desde un punto de vista pedagógico, qué está bien y qué no lo está.

Lo que la Pedagogía ha hecho es tratar de determinar y fijar un artificio específico para el arte de educar y, haciendo esto, ha acabado por perder su sentido esencial. Dedicada a optimizar unos medios que siempre son susceptibles de mejorar, ha perdido de vista los fines y es esto lo que hemos de recuperar si queremos que la profesión docente vuelva estar en manos de aquellos que la ejercen y a quienes, en principio, debería pertenecerles (Sánchez-Rojo y Gil Cantero, 2020). Actualmente la educación sirve a fines externos, ya sean políticos, sociolaborales, psicológicos o de cualquier otra índole que en, el fondo, le es ajena. Están, por tanto, externalizados. Recientemente ha aparecido, dentro del campo de la Filosofía de la Educación un manifiesto que, en esta línea, ha traído al debate público la necesidad de esta recuperación. Dicho manifiesto, que lleva por título Manifiesto por una pedagogía post-crítica, parte de una premisa muy básica, pero que es necesario hoy en día explicitar; a saber, que existen principios propiamente pedagógicos que hay que defender, siendo a los educadores a quienes les corresponde, primero descubrirlos y posteriormente defenderlos (Hodgson, Vlieghe y Zamojski, 2020).

Para este objetivo, el docente necesita, por un lado, tiempo, y, por otro lado, margen de acción. Está claro que “una profesión docente orientada a producir resultados de aprendizaje objetivables en los alumnos socava, agrieta, lo que significa el acto de educar” (Thoilliez, 2017, p. 54), pues en ningún caso estos determinan la calidad del desarrollo humano de cada persona atendiendo a su contexto y su realidad individual. El oficio de profesor no debería consistir solo, y ni siquiera fundamentalmente, en cumplir los objetivos que le vienen marcados por la administración pública, las familias o el ámbito sociolaboral, sino más bien en poner todo esto en suspenso, en abrir el mundo a los educandos a través de una determinada materia y en saber leer sus gestos, sus inquietudes, sus ganancias y sus carencias (Masschelein y Simons, 2014). Esto nos lleva a la necesidad de abrir espacios en la formación docente que le permitan ser consciente de la importancia de reflexionar, de armarse una buena biblioteca, y no solo de libros o de materiales, sino también de experiencias (Larrosa, 2019). El docente debe poder estudiar el mundo, pensar en torno a ese estudio y compartirlo después no solo con sus alumnos, sino también con otros compañeros (Rechia y Cubas, 2019). Es esta formación personal, más psicagógica que pedagógica, siguiendo una terminología foucaultiana (Fuentes, 2020), la única que puede garantizarnos el buen ejercicio de la sabiduría prudencial que ha de definir siempre la tarea de educar (Bárcena, 1986; Burbules, 2019, Bellamy, 2021; Alonso-Sainz y Gil Cantero, 2020). Es en esto en lo que consiste formar la identidad personal del docente. Como hemos podido observar, no es posible establecer fórmulas, no podemos decir de modo específico qué experiencias vivir, qué estudiar o qué conversaciones mantener; lo que sí es posible afirmar, sin embargo, es que experimentar, estudiar y conversar como estilo de vida puede sin duda ayudar.

PROPUESTAS PEDAGÓGICAS PARA RECUPERAR LA IDENTIDAD PERSONAL DOCENTE

A partir de las consideraciones vistas en los apartados anteriores queremos proponer, como es preceptivo en un texto pedagógico de carácter normativo, algunas implicaciones educativas especialmente centradas en mejorar la práctica de la formación de la identidad personal docente.

Por lo que se ha argumentado, parece conveniente para la formación de la identidad docente acentuar una perspectiva que resalte la importancia de los fines de la educación. Para que eso pueda darse es necesario subrayar, a su vez, que la esencia de la educación pasa por ayudar a las nuevas generaciones a concentrar su atención en ser mejores personas. En efecto, la educación en su significación más radical se dirige ayudar a los sujetos a encender, a despertar, el deseo de “querer seguir siendo, querer ser más, querer ser de forma más segura, más plenaria, más rica en posibilidades, más armónica y completa” (Savater, 1988, p. 20).

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La influencia tecnocientífica del desarrollo de la modernidad en las profesiones ha provocado que la docencia sea vista también, como se ha señalado, desde el diseño y la elaboración externa de dispositivos. La enseñanza que aspira a ser educadora no funciona solo así. El buen educador no funciona solo así. Educar no es medir ni calcular ni programar (cfr. Gil Cantero, 2020, p. 25). Educar no es hacer gestores. Educar es apropiarse de la llamada de los bienes que resuenan -tintinean- en algunos fines, bienes o límites. Educar es, por tanto, ayudar a asumir los deberes que me permite un mejor desarrollo humanizador. Educar es, pues, un quehacer, una tarea, una acción esencialmente inmanente, que nos transforma por dentro, que nos hace mejores o peores.

Pues bien, parece lógico considerar que para poder desencadenar en los educandos ese deseo humanizador de querer ser mejores, el educador tendrá que mostrarles, ejemplarizándolo en él mismo, en qué consiste ser una persona que también aspira a querer ser mejor. Esto es, el docente tiene que ser la encarnación, en su práctica profesional y personal, de ese deseo humanizador de querer ser más y mejor. De este modo, el camino de desarrollo de la identidad del futuro docente pasa especialmente por tener la intención sostenida de realizar valores en sí mismo para mover la fuerza ejemplarizante y la emulación en las nuevas generaciones. Como dice Ricoeur:

el enseñante provee algo más que un saber; aporta un querer, un querer-saber, un querer-decir, un querer-ser; expresa con mucha frecuencia una corriente de pensamiento, una tradición que, a través de él, lucha por la expresión, por la expansión; en él mismo habita una convicción, para lo cual vive; todo eso hace de él algo distinto de un transmisor de saber (…)” (2009, p. 188)

En ese querer-ser radica, precisamente, lo esencial de la formación de la identidad del futuro docente: en querer-ser-mejor porque “si no le importa la formación de sí mismo, ¿cómo va a dar valor a la ley moral, al destino y al deber?” (Capograssi, 2015, p. 71).

Por tanto, en la formación docente hay que hacer ver a los futuros profesores que su presencia en el aula y su comportamiento tiene que ser de forma continua la ejemplificación entusiasta y apasionada de querer ser mejores personas y mejores maestros. Provoca una fuerte impresión en el alumnado comprobar que su profesor se encuentra, igual que ellos, en un proyecto continuo de formación, de mejora, de superación y excelencia, con sus éxitos y sus fracasos.

Por lo que se ha argumentado, parece conveniente para la formación de la identidad docente acentuar una perspectiva que resalte la importancia de la lectura y el estudio en torno a las humanidades pues parece claro que para un educador es más importante conocer la condición humana y sus variadísimas formas de desplegarse que conocer, pongamos por caso, las piezas de un motor. En este sentido, afirma Fumaroli que:

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Educere es conducir fuera de la ignorancia, fuera de la barbarie, fuera de la brutalidad, para iniciar en el juicio y las costumbres civilizadas, y, si es posible, a esa vida libre, inventiva y visionaria del espíritu para la que el estudio de las obras maestras clásicas ha sido el humus desde los orígenes de Europa (2007, pp. 20-21).

Además, las humanidades son hoy más necesarias que nunca para resistir la deshumanización provocada por la digitalización y la mecanización, para transmitir el patrimonio cultural a las generaciones futuras, para preparar a los jóvenes para asumir la responsabilidad cívica, para defender las democracias contra el autoritarismo y el totalitarismo, y para permitir que los seres humanos sean compasivos, cariñoso y amorosos (Tirosh-Samuelson, 2018).

Cuentan que uno de los consejos del Che Guevara a sus hijos en la última carta que les escribió fue… “crezcan como buenos revolucionarios… estudien mucho”. El estudio de las humanidades permite al futuro docente, a través del desarrollo de la atención y de la memoria, aprender a escuchar lo que otros dicen y, por tanto, a fijarse en lo que la realidad nos tiene que decir. Un buen docente, en el sentido profundo que se ha defendido en este artículo, es el que tiene una adecuada capacidad de escucha -un buen oído pedagógico- con respecto a las sonidos y señales que los educandos van desplegando en sus tanteos iniciales para situarse en el mundo. Y para saber escuchar, para saber interpretar y aún empatizar con el alcance educativo de esas señales, el docente tiene que conocer la condición humana en sus significados más profundos, sobre todo, en sus necesidades, posibilidades y debilidades. Un buen docente, en la línea que se apuntaba en los apartados anteriores, es siempre un humanista, un especialista en la antropología existencialista, si se quiere, alguien preparado para ayudar a desplegar la condición humana de sus educandos a través del aprendizaje de las áreas culturales. Y esa ayuda es siempre un juicio valorativo. Por eso, el primer día de clase les podría decir: “No conozco vuestros nombres, no sé qué familia tenéis, ni de dónde venís. Tampoco sé cómo os fue el curso pasado y, sin embargo, os conozco perfectamente...sé lo que os hace reír y llorar, sé que deseáis que os quieran, sé que queréis aprender y ser reconocidos por ello, que os atiendan y ayuden a ser más y, sobre todo, sé que queréis que os mire fijamente a cada uno y os diga ‘sí, tú puedes’…”. En fin, el buen docente es un humanista de “miradas constantes, palabras precisas, sonrisas perfectas” (Thoilliez, 2019, p. 58).

Tal vez, la maestra de infantil a la que nos referíamos al principio de nuestro texto tenía la madurez suficiente para saber ver y oír, con significado educativo, las señales que indicaban las necesidades de los niños provocadas por el confinamiento. El contacto con las humanidades nos puede permitir preparar esa capacidad de escucha, para saber reconocer lo que los educandos nos están pidiendo en silencio con respecto a su querer ser más y mejores. Nos pueden, en fin, ayudar a lograr el conocimiento y la sensibilidad necesaria para saber percibir el latido humanizador con el que las nuevas generaciones llaman, en su auxilio y a su manera, a los adultos.

Por tanto, en la formación docente convendría incrementar las horas de lectura y estudio en torno a las humanidades porque “a menudo se olvida que un buen profesor es ante todo un infatigable estudiante” (Ordine, 2017, p. 80). Libros de pensamiento, no manuales ni material docente ni foros ni blogs, para el aprendizaje de asignaturas. Libros de largo recorrido, a ser posible gruesos, que digan algo, bien para afirmarlo, bien para negarlo; textos que nos enseñen a ver la fuerza constitutiva de la realidad educativa en sus elementos y sentidos más esenciales, libros que den que pensar (cfr. Gil y Sánchez, 2015, pp. 44-49). En definitiva, la lectura y el estudio en torno a las humanidades puede favorecer el desarrollo de la madurez necesaria para tener el tacto pedagógico necesario que requiere cada situación educativa porque

la práctica educativa no se entiende mejor, ni se afronta más justamente sólo por verla desde ‘el terreno de juego’. En cambio, teniendo criterios después se podrá enfrentar la realidad educativa de un modo más profesional, más original, en definitiva, más pedagógico (Alonso-Sainz, y Gil Cantero, 2019, p. 32).

Por lo que se ha argumentado y, sobre todo, como complemento a la propuesta anterior, parece conveniente para la formación de la identidad docente que estamos buscando acentuar también la realización de actividades voluntarias con colectivos en dificultad.

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En efecto, como le gustaba advertir reiteradamente a García Morente, “el maestro ha de tener un alma de tipo social. El maestro no puede ser un solitario, un hombre retraído, que halle en sí mismo las más profundas satisfacciones” (1975, p. 122). Por eso, es conveniente reconocer que la influencia positiva del estudio de las humanidades que veíamos antes no es suficiente para aspirar a ser un buen docente, especialmente en los niveles obligatorios de enseñanza. La práctica educativa exige, sobre todo, desarrollar una alta capacidad de sensibilidad y empatía para poder comprender las necesidades de los educandos. Esto supone adquirir el hábito y la actitud de preocuparse por los demás. Por eso, los futuros docentes necesitan prácticas cotidianas que les permitan vivir la experiencia de pasar de la individualidad cerrada en sí misma a vivir la experiencia de la realidad abierta a las necesidades y demandas de los demás pues el juicio educativo es siempre una deliberación prudencial centrada en el bien superior del otro.

De este modo, la prestación de algún servicio social, la participación en cuestiones cívicas y, sobre todo, la realización de actividades de ayuda con colectivos en dificultad puede favorecer la formación de la identidad docente que estamos buscando. Quien aspira a prepararse para llegar a ser un buen docente debe empeñarse en actividades que favorezcan su madurez. Salir de sí mismo, superar el egocentrismo adolescente y cómodo, sentir en la propia piel las necesidades de los demás, compartir actividades con personas de edades y horizontes distintos a los míos y aun opuestos, puede ayudar a configurar estilos de ser maduros y realistas, en cualquier caso, imprescindibles para un buen docente.

Por tanto, en la formación docente convendría incrementar las horas de voluntariado en proyectos comunitarios de ayuda a lo más necesitados para favorecer la adopción de compromisos y responsabilidades propias que permitan vivir, en primera persona, tanto la relevancia de los fines y de los bienes frente a los medios como el profundo carácter moral de la educación.

CONCLUSIONES

El objetivo principal de este artículo ha consistido en intentar aproximarnos al perfil del buen docente, esto es, a la identidad personal docente más allá del discurso habitual de las competencias. Nuestro supuesto inicial de partida es que todas las características de la persona (imaginación, sentimiento, razón, voluntad, memoria, inteligencia, experiencia, virtud, etc.) se ponen en juego a la vez en el ejercicio profesional docente. No hay, por tanto, un botón profesional para ser docente y un botón personal. Nuestros análisis nos han llevado a dos conclusiones principales y una propuesta práctica.

La primera conclusión es que dada la dificultad para estandarizar un perfil de identidad personal docente, el discurso sobre los bienes en general y sobre los bienes personales en particular tiende a invisibilizarse especialmente en los discursos públicos de la propia profesión pero no, paradójicamente, en los promovidos por instituciones y organismos privados, que van dejando de hablar poco a poco del docente competente y eficaz, pasando a proponer y transmitir más imágenes en torno a la idea de “buenos docentes”, “los mejores”, etc.

La segunda conclusión estriba en observar que el discurso sobre los bienes tiende a oscurecerse en la medida que se ha dejado de atender a los fines específicos de la acción de educar, centrando la atención, por el contrario, en fines externos, ya sean políticos, sociolaborales, psicológicos o de cualquier otra índole. Volver a atender al significado profundo de la educación nos permitiría recuperar un nivel de reflexión sobre lo pedagógico más centrado en los bienes específicos de los diferentes estilos de vida y, por tanto, tener una visión más amplia de la identidad personal docente.

La propuesta práctica ha consistido en sugerir varias acciones que puedan favorecer la presencia de bienes y de estilos de vida para la adopción del perfil más personal de la identidad docente: concentrar la atención en ser mejores personas, esto es, ayudar a asumir los deberes que me permite un mejor desarrollo humanizador; resaltar la importancia personalmente transformadora del estudio de las humanidades y, finalmente, acentuar también la realización de actividades voluntarias con colectivos en dificultad.

Notas

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