Estudios

La normalización de la violencia. El adiestramiento cotidiano en la pedagogía de la crueldad

The normalization of violence. The daily training in the pedagogy of cruelty

Denise NAJMANOVICH
Universidad de Buenos Aires, Argentina

La normalización de la violencia. El adiestramiento cotidiano en la pedagogía de la crueldad

Utopía y Praxis Latinoamericana, vol. 29, núm. 105, e10864559, 2024

Universidad del Zulia

Recepción: 01 Noviembre 2023

Aprobación: 20 Febrero 2024

Resumen: El artículo propone una distinción radical en la forma de entender la agresión y la violencia humanas. Se intentará comprender la agresión como parte inextricable y también valiosa de la vida. Al mismo tiempo que se ha de mostrar que la violencia humana no tiene nada que ver con una necesidad vital, sino que es una política basada en la suposición y la imposición de una concepción jerárquica de la existencia, a partir de la cual se construyen relaciones de dominación y deslegitimación, desvalorización de los “subalternos”. Esta mirada se impondrá por la fuerza para luego ser racionalizada, normalizada y legitimada a punto tal que en muchas situaciones la violencia deja de percibirse conscientemente como tal. Quienes detentan el poder, se arrogan el derecho de definir qué ha de considerarse violento y qué no lo será, imponiendo a las víctimas un doble sometimiento a través de la pedagogía de la crueldad.

Palabras clave: Agresión, Violencia, Patriarcado, Dominación, Jerarquía.

Abstract: The article proposes a radical distinction in understanding human aggression and violence. It will seek to comprehend aggression as an inextricable and also valuable part of life. At the same time, it must be shown that human violence has nothing to do with a vital necessity but is a policy based on the assumption and imposition of a hierarchical conception of existence, from which domination and delegitimization relationships are built, devaluing the "subalterns". This perspective will be imposed by force to later be rationalized, normalized, and legitimized to the extent that in many situations violence ceases to be consciously perceived as such. Those who hold power arrogate to themselves the right to define what is to be considered violent and what will not be, imposing on the victims a double submission through the pedagogy of cruelty.

Keywords: Aggression, Violence, Patriarchy, Domination, Hierarchy.

INTRODUCCIÓN

“Violencia” y “agresión” son términos que, desgraciadamente, usamos casi todos los días. No parecen inocentes y desde luego, no lo son. Ninguna palabra lo es. En muchos casos se usan como sinónimos, lo que resulta muy cómodo a la hora de invisibilizar o naturalizar ciertos modos de violencia.

A contramano de la costumbre establecida, propongo una distinción radical en la forma de entender tanto la agresión como la violencia. En lugar de recurrir a citas de expertos, como si nosotros mismos no lo fuéramos, les pido que vean algunos videos que nos permitirán pensar desde la experiencia.

Hiyab
Video
Hiyab
Canal de YouTube Xavi Sala

Como pudimos apreciar la profesora no grita ni golpea a la alumna, por lo que muchos afirmarán que no hay agresión ni violencia. Sin embargo, muchísimas personas percibimos la violencia de la escena. ¿Cómo hacerle lugar a esta incongruencia? ¿Cómo pensarla?

Para convencer a Fátima, la docente recurre a varios tópicos de nuestra cultura. Una exigencia de uniformidad disfrazada de presunta igualdad: “¿No ves cómo van las otras? Todas somos iguales”; “No discriminamos a nadie, pero ¿qué pasaría si a cada uno se le ocurriera venir vestido de su religión?”. Una presuposición de que no es ella la que elige, sino su “violentos” padres musulmanes “¿Tus padres te pegan si no lo usas?”. Y el infaltable recurso a la autoridad, que también es una forma de librarse de toda responsabilidad: “Las reglas son las reglas no las he inventado yo”.

Fátima debe quitarse el hiyab, el velo que expresa su pertenencia musulmana, mientras están permitidos todo tipo de sombreritos, pañuelos y vinchas y, aunque no se vea en el video, tampoco están prohibidos los crucifijos. Independientemente de si estamos de acuerdo con el uso del hiyab, la profesora no tiene interés en escuchar ni tampoco en entender, porque ya lo sabe todo. Una catarata de argumentos aplasta a Fátima hasta con-vencerla. Esta es la violencia primordial: cuando se busca vencer al otro hay violencia, sean cuales fueren los modales que utilicemos. Fátima no es una legítima otra para la profesora, es una subalterna. Esa posición de superioridad‑dominación es la matriz generativa de la violencia humana.

Al ver el video somos testigos de una situación típica de violencia institucional‑estructural con las mejores intenciones y modales políticamente correctos. Estas prácticas crueles ya no necesitan ser agresivas, porque ahora estamos disciplinados. Sin embargo, para imponerse desde luego que lo fueron y cada vez que hay resistencia vuelven a serlo.

La temporalidad es más que importante aquí. Para imponer el modelo, hubo agresiones explícitas –como en los procesos de domesticación-. Al transcurrir el tiempo suelen dejar de ser necesarias porque ya nos han desensibilizado y nos es difícil resistir o promover cambios puesto que la violencia fue normalizada, legitimada, legalizada.

El adiestramiento disciplinario nos ha llevado a embutir nuestra experiencia en casilleros categoriales preformateados. Aunque muchas veces nos sentimos violentados, no siempre conseguimos ubicar claramente esa sensación. Sentimos la violencia, pero no sabemos bien cómo expresar lo que nos pasa.

El ejemplo de la profesora de Fátima es uno entre muchísimos, porque al no ser agresiva nos resulta difícil “justificar” nuestra sensación –a veces muy intensa- de violencia. Para cerrar el círculo de la crueldad, la misma cultura que legitimó la violencia obliga a las víctimas a justificar su sentir usando criterios que desoyen su experiencia.

La cultura patriarcal occidental se caracteriza ante todo y sobre todo por la normalización, naturalización, legitimación y legalización de la jerarquía. Comienza por la presunta y autoproclamada superioridad masculina y continúa con toda una pirámide valorativa, cuyas normas pueden haber variado con el tiempo, pero manteniendo siempre la estructura de dominación que tiene en la cima al hombre blanco, cis‑heterosexual, propietario –ya sea noble y/o millonario-, cristiano y/o ciudadano del norte global. Esos “señores” no han conquistado su posición con buenos modales, sino a punta de lanza o cañón, según la época y el gusto. Por supuesto, esa estructura jerárquica impuesta por las armas, al mismo tiempo fue legitimada por la constitución política, el derecho, la filosofía, la educación, la literatura.

Una vez impuesta la dominación, conquistada la posición de gobierno-control, domadas las “fierecillas” y los otros subalternos, la violencia patriarcal utiliza modos menos agresivos, pero no por ello menos violentos, para sostener su poder. Así nació lo que Rita Segato ha bautizado como la “pedagogía de la crueldad”, que ha moldeado nuestra experiencia a partir de lo que a aquellos que detentan el poder les resulta conveniente. El saber del cuerpo, la percepción singular, las diferencias de sensibilidad y el pensamiento propio de cada quien fueron domesticados –y ya sabemos que la doma occidental de gentil no tiene nada-. Nos adiestraron en cuerpo-alma para imponer los valores, las normas, los modos de existir convenientes a las élites en el poder. Así fue que muchas formas de violencia, especialmente todas aquellas que refieren a la jerarquización de la existencia, no sólo fueron normalizadas, legitimadas, sino también alabadas y dignificadas hasta el punto en que dejamos de percibirlas como violentas o que, cuando las percibimos, no podemos expresarlo o compartirlo con otros porque la cultura no admite nuestra experiencia singular.

Veamos otro video, para seguir pensando:

What were you wearing    Tracey Ullman's Show  Season 2 Episode 6 Preview   BBC One 360p
Video
What were you wearing Tracey Ullman's Show Season 2 Episode 6 Preview BBC One 360p
Canal de YouTube Podemos París

Aquí la víctima no es una mujer abusada, no es un varón afrodescendiente, o una persona de un pueblo originario. El protagonista no pertenece a un grupo marginal, no es pobre, ni miembro de una pequeña tribu urbana o rural, ni disidente sexual. La víctima es un varón, blanco y rico, alguien del tope de la pirámide jerárquica. Sus valores son considerados por nuestra cultura como universales por eso nos choca que esté siendo victimizado por las policías a quienes la asimetría de poder les permite desplegar su crueldad hasta con elegancia. Eso es lo que desentona, lo que nos confunde, inquieta, perturba. El video sorprende y a la vez, provoca la risa buscada, pero no siempre nos lleva a reflexionar.

Por eso quiero invitarlos a detenernos para pensar cómo llegamos a esta situación. Desde luego no fue en un día. Los adiestramientos llevan tiempo. La cultura patriarcal lo ha tenido de sobra, no sólo para escribir su discurso, sino para inscribirlo en nuestro cuerpo vivo (eso que Foucault llamó biopolítica).

Para seguir la corriente usual de la historiografía podemos remontarnos hasta los antiguos griegos. Pero esta vez no será para repetir la trillada fábula con que continúan educándonos. Ya sea ingenua o perversamente, los historiadores solo han focalizado en el ágora griega y así nublaron -cuando no invisibilizaron totalmente- todo aquello que no se acomodaba a la fábula de Grecia como la cuna de la democracia –paradójicamente depurada de madre-.

La democracia, que los antiguos griegos no valoraban mucho, solo reconocía como ciudadanos a unos pocos habitantes; varones, guerreros y autóctonos de la ciudad (entre el 15 y el 30% de la población según calculan la mayoría de los autores). La igualdad sólo se refería a ellos mientras los demás eran considerados subalternos.

Esta cultura jerárquica, guerrera, competitiva, justificaba y legitimaba las violencias relacionadas con la guerra, la esclavitud y el sometimiento de la mujer y otros considerados inferiores –que variaban con el tiempo, pero siempre los había-. Uno de los argumentos claves era que los hombres griegos iban a la guerra o imponían su dominio por razones superiores, mientras los animales y los otros pueblos luchaban porque eran naturalmente agresivos. Esta comparación, basada sólo en prejuicios y soberbia fue suficiente para que aún en la actualidad‑ sigamos creyendo que los animales carecen de genuina inteligencia y muchos aún piensen eso de las mujeres, los latinos, los afrodescendientes, los pobres, o cualquiera que la élite designe como inferior. Estos mitos del racionalismo son parte de lo que hoy suele llamarse el sentido común (que es la universalización forzada del sentido de la élite dominante).

Los generales, políticos, filósofos y cantores de gesta despojaron de pensamiento a los animales atribuyéndoles una pura brutalidad, mientras embellecían, cuando no endiosaban, las razones sublimes de sus guerreros (tema al que me referí en “De gallos y machos: los mitos de la razón”). No reconocieron la inteligencia femenina y consideraron a los esclavos meros “instrumentos parlantes” (ilustrativa expresión de Aristóteles). Todo ello mientras se loaban a sí mismos y sus poetas cantaban las “virtudes” de la conquista y de la competencia, normalizando la crueldad humana. Más aún: embellecieron la violencia con el maquillaje heroico (tarea que los medios masivos de comunicación continúan desarrollando, aunque ya sin elegancia alguna). Así, consideraron de una manera diferente su propia violencia–el “legítimo” derecho varonil de nuestra especie- y la agresión animal. En ese trayecto también separaron la razón y el instinto. Este fue el comienzo de un camino que luego la filosofía y la ciencia moderna profundizarían disociando completamente el cuerpo y la mente, la razón y la emoción, el pensar y el sentir. A partir de ese momento el ser humano (y fundamentalmente el varón) fue considerado una excepción en la naturaleza, imponiéndose la idea de que le correspondía adueñarse de ella, propuesta que con otros argumentos ya habían impulsado las religiones monoteístas.

La característica central de esa forma de concebir la razón ha sido la estructuración de un sistema de dicotomías. Estas no se limitan a disociar, sino que también suponen un enfrentamiento entre los opuestos separados y una jerarquización según la cual un término -hombre, razón, guerra- resulta privilegiado respecto del otro -animal, instinto, agresión-.

El plantear que la violencia humana es el fruto de razones superiores y de fines loables ha hecho que lleguemos a pensar cosas totalmente absurdas como “guerra preventiva” (hacer una guerra para prevenir la guerra), “víctimas inocentes” (como si hubiera víctimas culpables) o “justa violencia”.

Decía Machado que “No fue la razón sino la fe en la razón la que mató en Grecia la fe en los Dioses”. La razón humana, poco tiene que ver con las fábulas racionalistas sobre ella. Al mismo tiempo, esta creencia en una razón pura disociada del cuerpo fue crucial a la hora de justificar la violencia humana. A diferencia de la agresividad de los animales, la violencia humana fue considerada una actividad necesaria, incluso buena, y hasta ¡educativa! Por eso hablamos de una pedagogía de la crueldad. Aunque ya no es costumbre pegarles, ni merece aprobación el lema “La letra con sangre entra”, todavía se castiga y violenta a los niños y adolescentes de muchos modos, como vimos en el caso de Fátima y la docente.

En la Modernidad, con Descartes, se produjo un giro extraño en la narración que cambió el paisaje, pero no la perspectiva jerárquica. Los cuerpos empezaron a pensarse como máquinas, totalmente desvitalizados y disociados del alma, que fue atribuida principalmente al gentilhombre europeo. Las mujeres europeas no accedieron al estatus de seres plenamente pensantes hasta pasado el siglo XX –lo que queda de manifiesto en su imposibilidad de votar o de acceder a la educación, entre otras muchas vejaciones. Lo mismo se suponía de las personas de pueblos colonizados: que eran racionales en menor grado o incluso se dudaba que tuvieran alma, lo que justificaba la conquista. A los africanos no se les “otorgó” siquiera el estatus humano, lo que facilitó que fueran sometidos a esclavitud.

A partir de Darwin, para espanto de los teólogos y nobles, se admitió la animalidad humana. Lo que llevó a que rápidamente se fortalecieran algunas e inventaran otras justificaciones para la “excepcionalidad del hombre”. La fundamental siguió siendo la creencia inventada por Descartes de que la razón existe disociada del cuerpo. Por lo cual sólo éste correspondía a lo animal y lo que nos hacía excepcionales era una razón que se consideraba como una esfera trascendente que no compartía nada con la naturaleza.

Estos cambios en la concepción del ser humano también perturbaron las creencias sobre el rol de la agresividad. Dentro del modelo evolucionista, la agresividad dejó de ser patrimonio exclusivo de los animales y los subalternos para ser un rasgo constitutivo de todos los seres vivos. Ni siquiera los gentilhombres estaban libres de agresividad ya que la heredaban filogenéticamente. De este modo, en lugar de ser repudiada pasó a ser la “fundamentación” de la dominación masculina, blanca, europea, porque si bien se aceptaba que los humanos también somos agresivos, sólo los gentilhombres eran capaces de domar y encauzar racionalmente los instintos para utilizarlos con fines no sólo loables sino deseables ¡Qué bella narración para justificar el dominio sobre las mujeres, el racismo y la colonización!

La biología y especialmente la etología enmarcaron y focalizaron el comportamiento animal y humano en la dominación, la competencia, la lucha y la jerarquía. Se generó así un modo de investigar que se cegó voluntariamente respecto a las muchas, variadas y prolíficas formas de colaboración. Por supuesto, hubo excepciones, entre la que destaca la escuela rusa de naturalistas. El más famoso de ellos fue el anarquista Piotr Kropotkin de origen aristocrático que, aunque apreciaba la obra de Darwin, consideraba nefasta la influencia del economista y demógrafo Malthus, que fue crucial a la hora de concebir la centralidad de la competencia como mecanismo evolutivo.

En su extraordinario texto “La ayuda mutua” Kropotkin muestra la otra cara de la evolución: la importancia de la colaboración que es tanto más valiosa que la competencia. Desde finales del siglo XX y comienzo del XXI la importancia de la ayuda mutua y de la simbiosis como principal mecanismo evolutivo está siendo cada vez más reconocida. Tanto que hoy son muchos los investigadores que reemplazan la sentencia darwiniana por la “supervivencia del más amable”. En este camino de transformación de nuestra concepción evolutiva se destaca la obra de Lynn Margulis sobre la simbiogénesis como móvil fundamental de la evolución.

Los mismos racionalistas que acusaban a la Iglesia de negarse a ver por el telescopio de Galileo -algo tan falso históricamente que podríamos considerarlo un anticipo de las fake news‑ fueron completamente sordos y ciegos a todo lo que pudiera poner en duda la autoimagen de la supremacía del hombre‑varón que habían construido. Los oponentes de Galileo no se basaron en la Biblia solamente, ni apelaron únicamente a la fe. Los jesuitas en particular eran excelentes astrónomos, que aportaron valiosas miradas experimentales y argumentos conceptuales que hoy llamaríamos científicos. A diferencia de la imagen de unos fanáticos religiosos contra un único pensador racional que presentó Bertold Brech en su obra “Galileo Galilei”, la historia es más matizada, sutil y compleja.

Tampoco es un camino sin obstáculos el que necesitamos recorrer para salir de las capturas conceptuales que asimilan agresión y violencia, regimientan lo que debemos sentir y nos revictimizan cuando osamos cuestionar las definiciones heredas y las prácticas que de ellas se desprenden.

¿DE QUÉ HABLAMOS CUANDO HABLAMOS DE INSTINTO AGRESIVO?

Antes de adentrarnos en los entresijos de la agresividad convendría pensar a qué llamamos instinto y cómo se consolidó su significado.

El término “instinto” proviene del latín instinctus ‘impulso, motivación’ y este del verbo instingere, a su vez formado por el prefijo in−, ‘desde adentro, interno’ y el verbo stingere, ‘pinchar, impulsar, motivar’. Como vemos en su genealogía no incluía nada que refiera a la herencia, sino que comenzó refiriéndose a una urgencia interior que movía a la acción. Recién en el siglo XVI, comienza a decirse que el impulso es ciego: “es decir, que el animal no reconoce conscientemente el fin o no comprende la relación entre los medios y el fin” (Century Dictionary Online Lookup for 'instinct). Como era de esperar, en la mayoría de los textos aparece como algo característico de la conducta de los “animales inferiores”. Poco a poco fueron incorporándose más y más significados, que hicieron al término más confuso, pero a nadie le importó porque el objetivo era separar a la humanidad de su animalidad, “reino” al que aceptamos pertenecer…pero no tanto.

A la hora de pensar las conductas instintivas, la ciencia moderna no fue menos prejuiciosa que el saber antiguo. Solo que le dio legitimidad científica al término “instinto” que pretendiendo explicar demasiado lo confunde casi todo. Lejos de la claridad y distinción que pretendía Descartes, la idea de una acción puramente instintiva es una de las más neblinosas de nuestra cultura.

La noción de “instinto” funciona a la vez como un paraguas -que permite albergar sentidos completamente diferentes-, y como un tapón que obstruye el pensamiento sobre muchas formas de violencia a partir de su justificación y normalización.

Patrick Bateson (2002) enumeró algunas de las más habituales formas de utilizar este término en nuestra época: a) una reacción prefijada, b) una tendencia a comportarse de ciertas maneras específicas, c) conducta heredada, d) actividades mecánicas ciegas, e) una concatenación de reflejos, f) una forma innata de conducta o respuesta no aprendida, g) patrones y automatismos innatos, pre‑programados, h) una reacción impulsiva, i) Inmodificable una vez desarrollado, j) genéticamente programados, k) una conducta pre-cableada en el cerebro.

Algunos han definido el instinto como comportamiento variable, otros como invariable; unos como consciente, otros como inconsciente, unos como adaptativo, otros sin tal especificación, algunos como intencional, otros como ciego. Esta diversidad se ve agravada por la miríada de usos en los que lo instintivo se equipara con intuitivo, natural, irracional, espontáneo, como han mostrado tanto Bateson, como Mark Blumberg entre otros muchos. Semejante confusión ha hecho que investigadores muy respetados propongan dejar de utilizar el término “instinto” en la ciencia. Una excelente recomendación puesto que su utilización no fue el fruto de un intenso proceso de elaboración, sino que nació de la imaginería patriarcal y su necesidad de fundamentar la dominación humana‑masculina sobre la naturaleza toda, a la que sólo el varón blanco, miembro de la élite europea o europeizada, podía trascender.

Desgraciadamente, por muy sagaz y cuidadosamente construida que sea la crítica, el cambio conceptual no se producirá mientras no transformemos también los modos de hacer ciencia y de divulgarla. Una tarea ardua que llevará mucho tiempo, pero para la que muchos estamos trabajando. En este camino, una de las tareas prioritarias es poner en cuestión los mitos racionales: la disociación entre el cuerpo y la mente, la separación de la razón y los afectos, el divorcio entre el pensamiento y el instinto, la ilusión de la objetividad, y un largo etcétera.

Las formas actuales de referirnos a lo instintivo están muy influidas por una genética construida a partir de la metáfora del programa informático. De ese modo el “instinto” para algunos pasó a ser concebido como programado en los genes. Si esto fuera cierto, o tan siquiera posible, toda la conducta se desplegaría como lo hace un software en la computadora sin importar lo que ocurriese en el vivir. Los pulpos, para poner un ejemplo entre infinitos otros, tendrían programada la conducta que les permite abrir los jarros donde los humanos los encierran:

Paradójicamente la noción de un instinto pre-programado presupone una vida inmune al vivir. Todo está pre-establecido independientemente de los encuentros en los que participemos, dado que estos no influirían en los genes. Cuando lo pensamos es completamente absurdo, pero estamos tan acostumbrados a concebir todo como una máquina que nos resulta verosímil.

No se trata de una confusión solamente, sino de algo mucho más insidioso: a través de la idea de instinto se cuela una noción mecanicista‑algorítmica de la vida que no sólo empobrece nuestra comprensión, sino que hace de las experiencias del vivir algo superfluo. Por supuesto que la excepción a esta regla sólo se cumple para los que la inventaron: los hombres, que dicen ser los únicos propietarios de la razón que les permitiría transcender los instintos porque según ellos es independiente del cuerpo. Los demás somos meras máquinas corporales instintivas, pre‑programadas, desalmadas y bobas.

Por suerte, en las últimas décadas nuevas miradas han nacido en la ciencia que permitieron reconsiderar el pensamiento animal. Franz de Wall, uno de los etólogos más destacados de nuestro tiempo, titula así uno de sus libros más recientes: ¿Tenemos suficiente inteligencia para entender la inteligencia de los animales?.

En su magnífico libro ¿Qué dirían los animales, si les hiciéramos las preguntas correctas?Vinciane Despret, no sólo avanza en la comprensión del saber de los animales, sino que en el trayecto cuestiona los modos de investigación que se lo negaron. Pero allí no termina el camino de transformación puesto que no se trata sólo de los animales. También hemos comenzado a visibilizar y comprender la dúctil, sutil y poderosa inteligencia de las plantas gracias a una amplia y diversa corriente de investigadores entre los que destaco a Susan Simmard, Emanuele Coccia , Stefano Mancuso y Mónica Gagliano.

Los marcos teóricos que nos impusieron, parecieran habernos dejado tuertos para percibir y bastante tontos para pensar la inteligencia inherente a la vida, ya sea vegetal o animal (incluida la nuestra). Y, para colmo, han generado una ilusión de saber, una pretensión de superioridad, que hace aún más difícil romper el hechizo. La autoimagen heroica y colosal del ser humano que nuestra cultura ha forjado se vería desinflada, especialmente el hipertrofiado ego patriarcal. Dado que toda la civilización occidental basa su supremacía en la idea de la superioridad del hombre, cualquier cuestionamiento a esta jerarquía ataca directamente al ego de los varones, lo que nos permite también comprender la violencia de sus reacciones.

Precisamente para abordar esta delicada tarea les propongo hacer un trayecto que nos permita revisar nuestros prejuicios‑teorías. El primer paso consiste en hacerle lugar a nuestra existencia corpórea, sensible, emotiva, afectiva e intelectual no disociada y reintegrarnos al seno de la naturaleza a la que siempre pertenecimos (salvo en las fábulas de la imaginación moderna occidental). Precisamos entender nuestra específica animalidad y en ese camino volver a pensar las distinciones entre agresividad y violencia desde una mirada compleja y entramada.

En ese camino, quiero destacar que la oposición entre razón e instinto -que de modos tan diferentes afirmaron antiguos y modernos- no está solo relacionada con la negación de la inteligencia animal, sino también con una comprensión empobrecedora del saber de los seres humanos, al independizarla del cuerpo, la sensibilidad y los afectos.

En las últimas décadas del siglo pasado han comenzado a desarrollarse abordajes no disociados que nos permiten pensar de una forma muy diferente tanto lo que puede nuestro cuerpo, como nuestra potencia de pensar. Humberto Maturana ha mostrado que para todas las formas de vida sin excepción vivir y aprender son inseparables. Ninguna vida está pre-programada, aunque todas las formas de vida heredan de sus progenitores. Vivir es pertinente a la vida, lo heredado es transformado por el aprendizaje. Ni la genética, ni más ampliamente lo heredado, suponen un destino inexorable.

Ya en el siglo XVII Spinoza propuso una mirada de la naturaleza entendiéndola como una matriz generativa, como una dinámica vincular creativa en contraposición a la idea de mecanismo programado que resultaba tan adecuado al objetivo de dominar, manipular y extraer propio de la cultura moderna.

Desde esta concepción, que también cultivan muchos pueblos originarios, así como diversas formas del pensamiento chino, especialmente el taoísta y también algunos abordajes de la complejidad contemporáneos la naturaleza no es algo dado de una vez para siempre, ni programado, sino una actividad poiética, creativa, cuyos trayectos no son lineales. Esta concepción nos permite superar la mirada dicotómica con las que nos han formado.

En relación al instinto tenemos que cuestionar además de las ya mencionadas, la dicotomía que separa la naturaleza y la cultura, así como la que disocia la herencia y el aprendizaje. Cuando pensamos con Spinoza una naturaleza generativa y creativa podemos recuperar para la cultura el sentido de “cultivo” que la Modernidad dejó en el olvido. La trama de la vida es el cultivo en el que todes nos transformamos mutuamente, nada es fijo ni dado, nada está pre-programado.

En su libro Lenguaje y vida, Evelyn Fox Keller (1995) mostró la precariedad –y la perversidad- de la metáfora del programa genético, que nos hace creer en un destino ya definido. Toda vida es creativa, no existe nada como un “puro” reflejo, ni instintos completamente pre-programados. Al igual que la confusa noción de instinto esta metáfora se sigue usando aún a pesar de que muchísimas investigaciones han mostrado con creces lo inadecuada que es. ¿Será acaso porque es funcional a los prejuicios supremacistas y racistas, a los que los científicos no sólo no son inmunes, sino que muchas veces promueven?

Martin Kilikak
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Martin Kilikak

Los más encarnizados críticos del determinismo genético y de la noción de instinto han sido y continúan siendo los biólogos que estudian la ontogenia, es decir, los procesos mediante los cuales los organismos crecen y se desarrollan. Para ellos un esquema como el que se ve en el dibujo de la familia Kallikak no sólo es simplista, sino más bien siniestro. En sus investigaciones siempre han percibido y comprendido que el devenir vital no es un proceso lineal, ni tampoco es la ejecución de un programa, sino el despliegue de la potencia del ser vivo en un ambiente a través de los encuentros siempre cambiantes.

La vida es devenir en los encuentros, afectación y cultivo mutuo, “entre-cambio” colectivo sin límites a priori, sin dirección prefijada ni destino. El despliegue de la vida nada tiene que ver con lo que pueden los programas informáticos –ya sean los clásicos totalmente predefinidos o las nuevas “inteligencias artificiales” basadas en algoritmos generativos, incapaces de hacerse preguntas propias o de innovar más allá de lo que la base de datos les permite.

NI DEMONIZAR, NI JUSTIFICAR: COMPRENDER LA AGRESIÓN

Como hemos visto, nuestra cultura ha oscilado entre la demonización de la agresión, hasta la glorificación pasando por su justificación. La educación sentimental de todo varón “que se precie”, incluye abundantes lecciones para que aprenda a demostrar su hombría, su valentía, es decir: mostrar su agresividad. Mientras que a las mujeres nos enseñan lo contrario. Y si se nos ocurre mostrar los dientes nos tildarán de marimachos, feminazis o el insulto que les venga en ganas – muchas veces incluso si estamos respondiendo a un abuso-. Ya se sabe, la mejor víctima es la que está muerta.

Cuándo será denigrada o elogiada la agresividad y respecto de quiénes, dependerá de lo que a la élite dominante le resulte más conveniente.

Esta oscilación entre la maldición y el aplauso es propia de una perspectiva moralista que les invito a abandonar para hacerle lugar al pensar vital. Es preciso comprender la agresividad sin juzgarla en función de un modelo ideal –siempre arbitrario, siempre conveniente a la élite en el poder-. Esto de ningún modo significa ser complacientes con los agresores, sino encontrar formas de transformar nuestro modo de vincularnos y nuestra organización política.

El punto de partida para desarmar la captura moralista es comprender que en la naturaleza no hay un modelo obligado de existencia, ni una forma correcta de reaccionar… salvo por supuesto en los discursos de dominación ya sea los de los teólogos o los cientificistas que los reemplazaron. Toda vida es siempre convivencia. Por lo tanto, es inevitable que seamos afectados y a su vez afectemos a otros, cada quién a su modo. Por eso resulta sorprendente, y hasta sospechoso que los biólogos hayan denominado “irritabilidad” a nuestra habilidad de responder al mundo en el que convivimos.

Cuando leemos las definiciones notamos que se destaca solamente el aspecto dañino, despotenciador del encuentro. Tanto es así, que si buscan sinónimos de esta palabra aparecen primero: choque, topetazo, golpe, colisión, tropiezo, escaramuza, batalla, reyerta, riña, combate, lucha. Sin duda el diccionario es una guía turística del pensamiento patriarcal hasta tal punto que “encuentro” etimológicamente incluye “en contra de”. Esta mirada es tuerta, ya que no percibe ni aprecia el aspecto potenciador de los encuentros: el “junto con”, “gracias a”, “sinérgicamente”, ni se les ocurrió. Solo hacia el final de la lista de sinónimos aparece “coincidencia”, “reunión”, “entrevista” (que ya no son términos de enfrentamiento, pero sólo refieren a un contacto externo y son muy formales). Para colmo de males, por mucho que nos sorprenda, algunos diccionarios, basándose en la etimología de la palabra prensentan como antónimos conceptos como “acuerdo”, “armonía”, “amistad”, “concordia”.

No es extraña esta concepción de los encuentros cuando nos damos cuenta que es la mirada de una cultura individualista que concibe al otro como adversario en la competencia, objeto de conquista, fuente de peligro, cuando no directamente como enemigo.

Una mirada muy distinta es la que nos presentó Spinoza que en lugar de moralizar y juzgar buscó comprender y supo apreciar la potencia de ser afectadas de todas las criaturas de la naturaleza –humanos incluidos- tanto en relación a lo que nos perjudica como a lo que nos favorece, lo que nos inhibe o lo que nos vivifica.

La irritabilidad es descrita en la Wikipedia como “la capacidad de un organismo o de una parte del mismo para identificar un cambio negativo en el medio ambiente y poder reaccionar”. La versión en inglés está notoriamente mejor ya que nos dice que la irritabilidad es “La capacidad de excitación que tienen los organismos vivos para responder a los cambios de su entorno.” Sin embargo, ambas fuentes ¿aclaran? que el término se utiliza tanto para la reacción fisiológica a los estímulos como para la sensibilidad patológica, anormal o excesiva (mujeres al borde de un ataque de nervios, personas racializadas hipersensibles, entre otras muchas formas de descalificar a los sufren la violencia del sistema). Por supuesto se omite decir según los criterios de quién y si preguntamos nos dicen que son objetivos.

Revisando algunos textos más académicos de biología encuentro que muchos coinciden en entender la irritabilidad como la sensibilidad o la capacidad de detectar cambios en el cuerpo y alrededor de él. Casi inmediatamente, la mayoría agrega que es una disposición a responder o actuar contra los cambios. La dicha duró poco. Desde esta perspectiva la irritabilidad sólo tendría la función de proteger la vida. Sin duda también la tiene, pero no sólo, desde luego que no todo cambio es dañino. Con esta definición queda invisibilizado el hecho primordial: la irritabilidad es central para la promoción de la vida. Esta distinción es crucial: dado que la primera acepción es el fundamento del paradigma de la “seguridad” –frente al peligro, contra el otro-, mientras que la noción de promoción de la vida es clave para entender la ética del cuidado, que incluye la protección, pero no se limita a ella.

La ciencia patriarcal sólo ha sido capaz de pensar la capacidad de respuesta del ser vivo desde la metáfora de la guerra, es decir, como una reacción de defensa o como un ataque contra el otro que solo es considerado un enemigo. La medicina hegemónica ha hecho uso y abuso de esta metáfora: arsenal de medicamentos, guerra contra le enfermedad, combate inmunológico, atacar el tumor, lucha contra el virus y un larguísimo etcétera.

Sin embargo, desde una mirada compleja, ecosistémica –y no paranoica- la irritabilidad da cuenta de todos los modos de relacionarnos con los otros, de las inevitables tensiones del vivir en toda su esplendorosa gama. Para que se entienda mejor, es por la irritabilidad que percibimos el mundo, desde una puesta de sol, a una sinfonía, del llanto de un bebé a una suave caricia y –por supuesto- también el ruido de una explosión o cuando nos dan una patada. Sentimos todas las delicias y los dolores gracias a que somos “irritables” y actuamos en función de esa sensibilidad entramada con nuestra potencia de pensar. Es sin duda la característica básica del vivir que nos permite participar –activa y pasivamente- del encuentro con otros: desde el viento y el agua, hasta un amante, un profesor o un torturador. No nos relacionamos solo para luchar, también lo hacemos para amar, para aprender, para disfrutar e inventar. De hecho lo primordial de la vida es su generatividad, su fecundidad, su convivencialidad y lo secundario –aunque importante- es la defensa y el ataque.

La naturaleza no nos rodea, estamos embebidos en ella, participamos en ella junto a otros en una danza permanente de entrecambios. Por eso la “irritabilidad”, que mejor sería denominar con Spinoza “la potencia de ser afectados”, es una característica de todos los seres vivos. No es un “instinto”, no responde a un “precableado”, no se hereda en los genes, ni se expresa en la inmensa mayoría de los casos como un reflejo. Aprendemos a relacionarnos con el mundo de muchos modos en el juego de vivir. En ningún ser vivo hay nada prefijado, ningún programa mecánico-informático. Todos aprendemos continuamente, exploramos nuestro ambiente, tejemos vínculos y en cada uno la creatividad de la vida se expresa a su modo.

Más aún, la potencia de ser afectados no es privativa del ser vivo, pero en los seres vivos se da de un modo peculiar, puesto que nuestra organización ha surgido y pervive precisamente para sostener la vida a través de los encuentros. No existe un ser vivo independiente, todos somos co-dependientes. Todos afectamos y somos afectados, de infinidad de formas y nuestra respuesta no se limita al ataque o la defensa, como promueve el paradigma heroico, ni se restringe a la competencia, sino que está ligada también a la ternura, la curiosidad, el juego, el aprendizaje y a la capacidad de disfrutar, ligada a la sensibilidad. Si somos capaces de sacarnos la anteojera dicotómica podremos darnos cuenta que la irritabilidad refiere tanto a nuestra reacción cuando somos atacados como a nuestra búsqueda activa de nutrición, de sexo, de cariño o de belleza.

Supongo que a muchos les habrá llamado la atención la idea de la “potencia de ser afectados”. No es de extrañarse cuando hemos sido educados para entender la potencia exclusivamente como acción sobre el otro, cuando no contra él. Así hemos desvalorizado la receptividad porque la cultura androcéntrica supone que es femenina y puramente pasiva (que es como nos quieren imaginar a las mujeres). La irritabilidad al igual que la receptividad puede ser pasiva o activa, como lo muestran muy bien las distinciones entre escuchar y oír, ver y mirar, entre otras muchas. No actuamos en un mundo abstracto según un plan de acción prefigurado, respondemos a una situación siempre compleja a partir de nuestra potencia de ser afectados y afectar a otros. Si logramos salir de esa captura competitiva-guerrera-paranoica y habitar la experiencia vital en su multiplicidad y diversidad estaremos en condiciones de apreciar que la receptividad es tan o incluso más crucial para la vida que la acción y que, además, no existe una sin la otra. Cultivar la sensibilidad es un modo de afinar y potenciar los vínculos y con ellos la vida singular y colectiva.

Toda esta deriva por la irritabilidad fue imprescindible para generar un cambio de mirada que nos permita pensar la agresividad de otro modo, porque no es nada más que la complejización de la irritabilidad. Al igual que ella no se relaciona sólo con el ataque o la defensa, sino que incluye muchas conductas asertivas, proactivas y entusiastas.

PENSANDO LA AGRESIVIDAD HUMANA MÁS ALLÁ DE LAS FIERECILLAS Y LOS DOMADORES

Para entender las relaciones entre violencia y agresión en los humanos les propongo un itinerario del pensar que nos permita hacerle lugar a las complejidades de la vida, al mismo tiempo que nos libramos de los arquetipos que nos han impuesto y de sus ilusiones moralizantes. Se trata de abandonar la mirada plana y estrecha con que nos educaron y explorar nuestra experiencia pensando la diversidad de las situaciones como se dan en la vida en lugar de quedar cautivos en el “deber ser” de moda –ya sea de la religión, la ley o de la ciencia normativa-.

Erich Fromm fue uno de los pocos pensadores que lejos de demonizar la agresividad intentó comprenderla y distinguirla de lo que él llamó “la destructividad humana”, es decir, nuestra peculiar violencia. Comencemos por la sorprendente polisemia del término “agresión”, que describió magistralmente:

“El equívoco empleo que se ha venido haciendo de la palabra «agresión» ha ocasionado gran confusión en la abundante literatura sobre este tema. Se ha aplicado al comportamiento combativo del hombre que defiende su vida frente a un ataque, al asaltante que mata a su víctima para conseguir dinero, al sádico que tortura a un prisionero. La confusión aún va más allá: se ha empleado la palabra para el impetuoso acercamiento sexual del varón a la hembra, para los dinámicos impulsos hacia delante de un alpinista o un agente vendedor y para el campesino que labra briosamente su tierra.”

Esta enumeración, que ni siquiera es exhaustiva, nos muestra la inmensa variedad de acciones y situaciones que fundimos, y por tanto confundimos, en una única categoría. Para comprender la agresión es preciso abandonar la concepción mecanicista moderna de la naturaleza formada por átomos‑individuos‑engranajes independientes que tan solo chocan externamente.

Los abordajes de la complejidad que promuevo nos invitan a entender la naturaleza, como una infinita matriz generativa en la que estamos entretejidos. Edgar Morin con su bella prosa la describió así:

“El fenómeno que nosotros llamamos Naturaleza no es más que esta extraordinaria solidaridad de sistemas encabalgados edificándose los unos sobre los otros, por los otros, con los otros, contra los otros: la Naturaleza son los sistemas de sistemas, en rosario, en racimos, en pólipos, en matorrales, en archipiélagos. No existen realmente más que sistemas de siste­mas, no siendo el simple sistema más que una abstracción didáctica.”

Los taoístas suelen referirse a esta naturaleza dinámica, indisciplinada, creativa y generativa como un tejido sin tejedor. Me permito agregar: sin dueño y sin patrón. Una naturaleza en la que todos los procesos son inmanentes como nos enseñó Spinoza, es decir, que la naturaleza se gesta a sí misma, sin precisar de un ser sobrenatural que la haya creado y –menos aún- que la domine.

En esa naturaleza activa, generativa y creativa, convivimos unos con otros afectándonos mutuamente: la vida se da siempre en conversación (término que antiguamente significaba convivencia, encuentro de cuerpos vivientes y que desearía recuperar en su complejidad, diversidad y diversión). Las afecciones pueden ser tanto potenciadoras como despotenciadoras, habrá siempre encuentros sinérgicos y otros inhibidores. Es decir, algunos pueden ampliar, nutrir o enriquecer la vida y otros pueden restringirla, intoxicarla, empobrecerla. En la danza de la vida habrá discordia y acuerdo, composiciones y descomposiciones. La agresión es inevitable, porque siempre estamos componiendo y descomponiendo vínculos con otros y no sólo chocando externamente. La vida es un entre-cambio mutuo que nos transforma íntimamente, no tan solo un intercambio exterior-mecánico. Entramos en el espacio vital de los demás y ellos en el nuestro, entretejiéndonos.

Desde esta mirada entramada no existe, ni puede existir, algo así como un ser vivo aislado o independiente. Sin embargo, el individuo en nuestra cultura ha sido concebido invisibilizando la característica primordial de toda forma de la vida: el ser afectada y afectar a otros. En otras palabras: la vulnerabilidad es inherente al vivir. Nuestra cultura solo ha sido capaz de concebir el daño (recordemos que vulnus significaba herida en latín). Lo que no ha de extrañarnos de una cultura guerrera, androcéntrica y heroica que, alucinando una imposible invulnerabilidad, no pudo concebir ni apreciar las virtudes del ser afectados.

Para colmo de males, confundimos la vulnerabilidad con la fragilidad y usamos estos términos como si fueran sinónimos. Sin embargo, desde una mirada que comprende y valora el hecho inevitable de vivir entramados, de que nos afectamos mutuamente, y que muchas de esas afecciones son potenciadoras, la diferencia es abismal. Vulnerables son todos los seres vivos –todos, incluso los machirulos que se creen que no-. En cambio, frágiles son los objetos. El vidrio, la computadora y hasta las torres gemelas, son frágiles, ya que todas pueden ser destruidas y no tienen ninguna capacidad de regeneración, ni de aprendizaje, ni de evolución. Mientras que la gacela, la mariposa, el héroe o el galán de turno, son vulnerables.

Propongo por eso pensar la vulnerabilidad como un aspecto inherente de la apertura a la vida, como condición necesaria de la composición con los otros ‑tanto potenciadora como destructiva-, y también para el aprendizaje vital, ya que tenemos que ser afectados para percibir el mundo en el que vivimos. La vida es simultáneamente vulnerable y robusta. La apertura implica riesgos y heridas, pero también es la fuente de la ternura, de la percepción y todas las delicias.

Fromm hizo un trabajo importantísimo al distinguir la agresión adaptativa, ligada a los avatares de la convivencialidad y aquello que denominó la “destructividad humana”. Continuando su camino, y también modificando algunas de sus aproximaciones, considero que lo peculiar y característico de lo humano es que además de la agresividad hemos creado un sistema violento. La violencia humana nada tiene que ver con una necesidad vital. Es un modo de relación sistémica que racionaliza y así justifica la dominación, la conquista, la competencia, a partir de la invención e imposición de una jerarquía (siempre imaginaria por muy racional que se proclame). La irritabilidad la compartimos con todos los seres vivos, la agresividad con los más complejos, pero la violencia o como la llama Fromm “destructividad” es exclusivamente humana.

El fundamento del sistema patriarcal es, precisamente, esta construcción jerárquica que necesariamente se impuso por la agresión directa para que cada quien “ocupe su lugar” –el que el poder decidió que tuviéramos-. Una vez consolidado el sistema se perpetúa luego por otros medios que siguen siendo violentos, pero no necesariamente agresivos. Pero siempre es un sistema despotenciador de la vida y la mayoría de las veces destructivo. Lo que hace que resulte aún más absurda, cuando no perversa, nuestra costumbre de llamar “inhumanos” a los comportamientos dañinos.

Como hemos visto, la violencia, aun cuando muchas veces puede ser agresiva, no siempre ni necesariamente lo es. Ahora podremos profundizar un poco más, para lo que les pido que veamos otro video, para seguir pensando desde la experiencia.

Si vieras a esta niña en la calle, ¿pasarías de largo? | UNICEF
Video
Si vieras a esta niña en la calle, ¿pasarías de largo? | UNICEF
Canal de YouTube UNICEF en español

Desde la primera vez que lo vi, me conmovió profundamente. No puedo decir que he sido violenta exactamente de esa forma, pero sí de otras muy parecidas y creo que en nuestra cultura todos hemos ejercido y padecido este tipo de violencia. Una vez más, la niña no ha sido explícitamente agredida, no fue golpeada, ni insultada, pero fue profundamente violentada. ¡Incluso por los que hicieron el video que la expuso a esta humillante situación!

La desconsideración de la inteligencia de las mujeres, la desvalorización racista, la discriminación de las disidencias sexo-genéricas, el desprecio clasista, las infinitas tretas de explotación laboral que llamamos trabajo, son violentas. Más ampliamente: es violencia la imposición del arquetipo “normal” que nos moldeó en cuerpo-alma, es violento tanto para los que más o menos encajan en sus parámetros como para los que no se ajustaron y por eso fueron considerados patológicos o desviados.

LO QUE ESCONDE LA CONFUSIÓN ENTRE VIOLENCIA Y AGRESIÓN

“Qué violenta la calma con la que los empachados nos aconsejan que agradezcamos las migajas.

Nina Ferrari”

Todavía hoy nos siguen enseñando a temerle a las brujas y no a los que las quemaban. Esa es la trampa que espero ayudar a desmontar con esta distinción entre agresividad y violencia. Al comprender sus diferencias podemos empezar a percibir y a pensar cómo se engendraron las múltiples violencias estructurales del sistema, cuáles fueron las formas en que resultaron naturalizadas, justificadas, legalizadas y legitimadas. Nuestro saber en tanto seres vivos ha sido desvalorizado y anestesiado en cuerpo-alma, el conocimiento del cuerpo negado y la sensibilidad aletargada, la razón colonizada por la lógica patriarcal, que se nos impuso como la única posible.

El sistema se arrogó el derecho de decir qué ha de ser considerado violento. Quiénes y cuándo y cómo están “autorizados” a hacerlo -obviamente los expertos designados por la élite en el poder-. Se nos expropia así de nuestra propia sensibilidad y de nuestra capacidad de evaluar qué es lo que nos violenta, daña, injuria. ¿Qué puede ser más conveniente a un sistema de dominación?

Cuando las mujeres, las personas racializadas o de clases no privilegiadas, los disidentes, los marginados, los anormales que fuimos y somos víctimas de la opresión osamos abandonar la servidumbre voluntaria en la que nos formaron y protestamos, resistimos, luchamos, es decir, cuando damos lugar a una defensa vital agresiva… resulta que somos acusados de ejercer la violencia.

La condena está escrita de antemano ya que los tribunales –que poco y nada tienen que ver con la justicia- expresan abrumadoramente la racionalidad patriarcal. Así es cómo se produce la revictimización de las víctimas, encerrándonos en un círculo vicioso siniestro: la violencia de la dominación está o bien invisibilizada o bien legitimada, pero la agresividad de nuestra respuesta siempre es incriminada.

Por eso es crucial distinguir la violencia sistémica de la agresión: para quebrar el círculo vicioso por el cual cuando por fin tenemos el coraje de expresar y resistir a esas violencias nos acusan de ser hipersensibles, exagerados, desquiciados y, en el colmo de la crueldad, resultamos condenados por ejercer la violencia. Esa es la ironía más perversa con la que es preciso terminar urgentemente.

La trampa mortal, y hablando de violencia no es un eufemismo, que nos hunde en el círculo vicioso surge precisamente de esta confusión tan conveniente al sistema de dominación entre violencia y agresividad. Llevamos siglos de disciplinamiento, de una domesticación y adiestramiento en cuerpo‑alma que no sólo nos dificulta percibir la violencia, sino que degrada la potencia de nuestra denuncia pues los demás aún no la sienten o entienden como tal y también inhibe o castiga nuestra legítima resistencia. Más aún, en la actual cultura de la positividad y la felicidad, la agresividad se ha convertido en un tabú, como expone con lúcida y dramática claridad el terapeuta de niños y jóvenes Jesper Juul. La pretendida “educación emocional” es sobre todo un sistema de adecuación afectiva al imperio neoliberal y su violencia a la que tenemos no sólo que someternos sino que hacerlo con entusiasmo y alegría. Cuanto más violento es el sistema, y estamos llegando a cotas altísimas, más publicidad de la alegría: seminarios universitarios, ministerios, departamentos empresariales, coaching omnipresente. Al mismo tiempo asciende la demonización de los atrevidos que osan cuestionar: gente agresiva de mala onda que no tolera ni salarios de hambre, ni alimentos cada vez más caros y más nocivos –transgénicos y agrotóxicos mediante-, ni jornadas laborales cada vez más extensas –hasta llegar al “full life” (“vida completa” en lugar de full time, horario completo).

Por eso hoy es preciso no sólo visibilizar la violencia naturalizada, sino entender el valor de la agresividad en la vida, tanto para promoverla como para destruirla. Las acciones agresivas son situadas, surgen de nuestro modo de actuar, reaccionar o responder en el encuentro con el mundo. La agresividad está relacionada con la búsqueda de nutrición, también con el deseo de conseguir algo difícil, con la defensa frente a un ataque, la resistencia a la violencia o una situación humillante y muchas otras situaciones donde es necesario garantizar la superviviencia. La violencia, en cambio, es una política de deslegitimación a partir de una concepción jerárquica según la cual unas vidas valen y otras no, lo que habilita, justifica y promueve la dominación. Una vez que nos convencieron, amaestraron, domaron e impusieron el derecho de dueñidad, la violencia puede dejar de ser agresiva puesto que nos hemos vuelto esclavos voluntarios.

Para acabar con esta captura es recomendable seguir los pasos de Clarice Lispector cuando afirmó: “Dejo registrado que, si vuelve la Edad Media, yo estoy del lado de las brujas”.

Notas

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