Artista de provincia, objetos extrañados, tiempos de emancipación
Provincial artist, strange objects, times of emancipation
Artista de provincia, objetos extrañados, tiempos de emancipación
Calle14: revista de investigación en el campo del arte, vol. 20, núm. 36, pp. 47-59, 2025
Universidad Distrital Francisco José de Caldas
Recepción: 05 Julio 2023
Aprobación: 05 Marzo 2024
Resumen: Este artículo presenta una relación entre la idea de lo provincial y la emancipación desde el arte colombiano. Lo provincial, término acuñado por Beatriz González, supone un lugar de enunciación crítico y poético. La emancipación, por su parte, apunta a la búsqueda de sentido que supone la lucha contra las diversas formas de opresión, lucha que se expresa en prácticas y recursos artísticos que extrañan el orden regular y apuntan a un tiempo posible. Para plantear la relación entre estas dos ideas, se referencian algunos casos de obras de arte colombiano cuyo singular recurso ha sido la apropiación de un objeto cotidiano para suscitar una experiencia de extrañamiento. De esta manera, se muestra que al tomar un objeto, a la vez, se pone sobre la mesa el lugar de enunciación provincial del arte colombiano, entendido como una posición crítica de disensión y transgresión respecto al presente.
Palabras clave: arte colombiano, Beatriz González, Carolina Caycedo, emancipación, provincial.
Abstract: This paper explores the relationship between the idea of ‘what is provincial’ and emancipation, within Colombian art. Coined by Beatriz González, the term ‘provincial’ supposes a place of critical and poetic enunciation. Emancipation, on the other hand, pointsto the search for meaning that the fight against the various forms of oppression, a fight expressed in artistic practices and resources that disrupt the conventional order and envision alternative possibilities. To establish the relationship between these two ideas, this paper references select Colombian artworks that employ the unique strategy of appropriating everyday objects to evoke a sense of estrangement. Through this analysis, it is shown that by taking one object, the place of provincial enunciation of Colombian art understood as a critical position of dissension and transgression of the present, is brought to the forefront.
Keywords: Beatriz González, Colombian art, Carolina Caycedo, emancipation, provincial.
Como la historia es un cúmulo de alteraciones y no un camino recto, me siento muy vinculada a la historia de una provincia y no a las satisfacciones universales en la búsqueda de la verdad de los artistasinternacionales.
Me siento precursora de un arte colombiano; más aún, de un arte provinciano que no puede circularuniversalmente sino acaso como curiosidad.
Beatriz González, 1976
Después de la toma del Palacio de Justicia en 1985, Beatriz González ve su obra y afirma “ya no puedo reír más”. Ve que la violencia no teme a la risa, al señalamiento cómico crítico; observa por televisión la magnitud de cada hecho, a pesar de la secuencia imparable de hechos; se indigna ante la indolencia de la farándula política y empieza a prestar atención a los rostros dolidos que van y vienen, y de los que se prefiere no hablar; participa incluso del sentir de una madre que ve partir a su hijo al campo de guerra, a recibir entrenamiento para matar, sin posibilidad de negarse. Justamente en ese mismo año, su hijo fue llevado al servicio militar obligatorio, un hurto del hijo que no alcanza a ser rito de algo, que humilla la voluntad y hiere el cuerpo, lo antagónico de todo valor y principio que una madre y un padre quisieron para su hijo.
Su temor se hace furor cuando a la resignación se suma la angustia por enterarse de que dos bachilleres del grupo de jóvenes entre los que iba su hijo murieron debido a una atención deficiente después de recibir una vacuna, y aún así, los jóvenes fueron despachados a zona roja. González cambia las lágrimas por objetos para componer un túmulo en honor a los bachilleres fallecidos. Túmulo funerario para soldados bachilleres (1985) es un ejemplo de una de las últimas piezas en las que González recurre a objetos de uso como recurso expresivo y poético. En este caso, un muñeco de cemento del Niño Dios y unos materos, pintados todos de camuflado, terminan expresando su sentir:
Yo estaba muy enfurecida y resolví hacer una obra inspirada en los túmulos funerarios que colocan en las carreteras cuando hay un accidente. En esa época, la imagen del Niño Dios con los brazos extendidos no era tan famosa como es ahora, que le piden cosas placenteras… Era el símbolo que ponían en las carreteras sobre un pedestal y en ese pedestal se ponía la imagen del niño dios con los brazos extendidos. (Museo de Memoria de Colombia, 2022).
González deja salir la indignación que la risa ocultaba; no que haya perdido el sentido del humor o que cierta acidez no sea evidente en sus obras posteriores, sino que ya no es posible sentarse a reír con el televisor de Betancourt o sus noches de copas, como si eso fuera lo más meritorio de atención o juicio. En sus propias palabras: “la situación es muy grave; lo que sucede es que como somos un país de humoristas, no hemos dimensionado el drama” (Museo de Memoria de Colombia, 2022). Así como González, serían cientos las voces y lágrimas de madres a quienes les arrebataron sus hijo y esperaron sin certeza su regreso. El túmulo hace un alto, impide seguir el camino, el angelito es capturado por el camuflado para remarcar la muerte que allí señala, los materos se reconocen usuales, comunes, populares, tanto como las vidas que se han llevado.
Ilustración 1. Beatriz González. Túmulo funerario para soldados bachilleres (1985).Tomada de Museo de la Memoria (2022)
La inminencia de la obra está en no seguir “guardando” túmulos en el patio de la casa, sino en exponerlos a la vía y la memoria. A partir de ese momento, González perderá el objeto y se concentrará en el rostro de los cuerpos desconocidos de la violencia en Colombia:
“Las víctimas de la guerra pasaron a ser el centro de sus obras. Madres que lloran a sus hijos, cadáveres que flotan río abajo o cuelgan de un guando, hombres y mujeres que piden justicia, todos tomados de las noticias que recorta día tras día de los diarios colombianos” (Vanegas, 2019, p. 232). Ya el objeto mueble de los años setenta y su mundo interior burgués del gusto y la cómoda rutina no podían tener lugar. Solamente reaparecería el objeto en Naya (2002) dentro de la línea de reflexiones sobre las víctimas: en medio de un asedio paramilitar de meses en la zona del alto y el bajo Naya, la Semana Santa de 2001 presenció una masacre con un número indeterminado de víctimas, pero que los testimonios de los sobrevivientes permiten calcular en más de 100 personas asesinadas, aunque la mayoría de sus cuerpos agredidos y mutilados fueron arrojados por barrancos (Comisión Colombiana de Juristas, 2020).
Sobre esta macabra escena llega la noticia a González en ese año de 17 jóvenes que murieron en la masacre de Naya–solo los años y la investigación posterior han develado hechos y cifras–. En memoria de estos jóvenes, González dedica 17 taburetes sobre los que pinta la imagen de su cuadro Empalizada (2001). El cuadro es uno cargado de dolor: la empalizada que debía proteger deja expuesta, desnuda, abierta a la mujer que allí se postra; al otro lado de la empalizada se llora y se cubren los ojos, pero a este lado, al de la mirada, una mujer llora desnuda su pérdida, en cuatro, sobre la tapa de un féretro. Frente a la empalizada, a este lado del cuadro, para el espectador es inevitable verla vulnerable, disponible, como si la fuerza que debía protegerla fuera a devorarla, ultrajarla, empalarla en cualquier momento. Ese símbolo de vulnerabilidad y disponibilidad de la vida nuda se traslada sobre los taburetes para señalar la pérdida de esos jóvenes y darles un lugar colectivo, más allá de la cifra y la noticia. Tan es así que en 2020, Beatriz González, ya tan pletórica de símbolos como la edad otorga, reitera la instalación de Naya en la exposición Cinta amarilla, donde una cinta policial marcada con los cargueros de cuerpos de su obra Auras anónimas guía el recorrido por la sala, sus dibujos y recortes hasta llegar a los taburetes. Estos sencillos objetos, disponibles en el Pasaje Rivas, potencialmente presentes alguna vez en cualquier hogar, conjugan lo popular y anónimo con las marcas de una indignación reactivada–o que requiere ser constantemente reactivada–.
Ilustración 2. Beatriz González. Naya (2002). Tomada de Catálogo Razonado BeatrizGonzález (2021)
Las características de estos objetos dejados en el patio de la casa es que una vez se hacen expresión, traen consigo un universo de sentido que explora la posibilidad de sentir indignación crítica, pero sobre todo, de dar un lugar al acto expresivo como acto emancipador. Visto así, ciertamente, no podría afirmarse que solamente las obras posteriores a 1985 en González se proyectan como emancipación. Todo lo contrario, pues la contraposición crítica a la que alude su intertextualidad en cada uno de sus muebles implica tomar el desajuste, la disociación, la rotura como una opción liberadora desde el sentir. El arte de hoy es una cosa que sobrevive de la expectativa de interpelar el sentir, saltándose todas las condiciones materiales y las estructuras institucionales, así como su racionalidad empresarial, a fin de perseguir un paso transformador. Por ahora, diría, la lección de González está en ser capaces de reflexionar sobre la propia historia, sobre el lugar y rol de cada quien en esa historia, y, además, conectarla con la disposición y sensibilidad hacia la manera en que percibimos y representamos a las víctimas de toda esa historia.
Lo provincial y el lugar de la emancipación
Mientras los objetos de uso tienden, por desgaste, hacia el destino que los sume en el olvido de un patio, conforme a la línea de tiempo de su uso, la obra insiste en la dirección inversa, esto es, en introducir en la experiencia cotidiana lo que está afuera. La poética del arte objetual implica adoptar el sentido de lo perdido o extraño en el objeto para convertirlo en elemento de significación y expresión central, introduciendo con ello la rotura en la experiencia. No en vano son muebles de pasaje popular, incluso de un estilo poco avaluado, los que explora González; pero también, en otros artistas se revela esta búsqueda en el propio territorio: se trata de los juguetes viejos en el desván de Bernardo Salcedo, desde su serie Cajas blancas (1965) hasta sus Cosas nuevas (1979); de la cama de una casa en ruinas en Orestiada, oda a Oreste Síndici (1989) de José Alejandro Restrepo; de un solitario violín en Mario Opazo, Solo de violín (2010); de enseres domésticos racializados de la negrita en Negra Menta (2003), Negro Utópico (2001) y Mambo Negrita (2006) de Liliana Angulo; o de 582 machetes oxidados en Bamba, martillo y refilón (2010) de Fabio Palacios. El objeto de uso que se ha hecho obra deja atrás el sino de su usabilidad que le brindaba anonimato y se hace pieza singular, cuyo cotexto artístico compone una significación espacial y experiencial que hace la obra.
En esa densidad de significación, se fundamenta la posibilidad de lo “provincial”. Beatriz González acuñó este término para hablar de sí misma como artista, una artista de provincia. Ello implica establecer un lugar de enunciación situado y capaz de enfrentarse de manera crítica a las influencias discursivas e ideológicas que tienden a borrarlo, esto es, poner en tensión lo que se es al cuestionar la universalidad de lo que se afirma ser y desde dónde se dice, a través de un acto de enunciación creativo. En este caso, este acto implica adoptar lo extraño de una cama, juguetes, muebles, escobas y machetes para que, en la escena que compone y la experiencia a la que invita, se evidencie un lugar de enunciación privilegiado, de tal manera que estimula un interrogante emancipador, una pregunta liberadora que transforma al sujeto de la experiencia de la obra en un sujeto extrañado por ella. Libera el objeto, libera la obra, libera el sentido y la experiencia. Al hacerlo, no obstante, ya no soy meramente un sujeto del enunciado, pues la obra plantea una posición para mí ante el escenario de Angulo como parte del modelo racista doméstico. Tampoco soy un sujeto de enunciación, el cual interpela críticamente el escenario y los códigos compartidos, sino un sujeto enunciador con la obra, despojado, al menos por un instante estético, de los códigos, me ubico en el distanciamiento que requiere y hace posible pensar y sentir sin ellos.
La obra de arte provincial instaura un lugar de enunciación para el cual el sujeto pasa de ser un contemplador–situación que en sí misma, aunque receptiva, supone una posición de enunciación clara, fija y ajena–a ser un co-enunciador del mensaje crítico de la obra y, más importante aún, también del distanciamiento sobre el lugar cómodo de la cotidiana experiencia para quedar re-ubicado en el plano que instaura ese distanciamiento. “No podemos reír más” con González, al igual que no podemos ver la historia del himno nacional con los mismos ojos de fervor infantil, con Restrepo, ni convivir tranquilamente con la feminización y racialización que hila la labor de la cocina con la historia de la opresión, de la mano de Angulo. Esa desestabilización de los sustratos discursivos de la experiencia es ya una interpelación que deja abierta la rotura, guía la intensidad con que se recepcione la pregunta liberadora que porta la obra y que nos lleva a ser partícipes activos del lugar del sujeto enunciador que instaura esa pregunta.
El punto al que hemos llegado es que no es solamente una cuestión de contenido, ni de forma de enunciación aquella que compete a la emancipación. Lo provincial no se limita al señalamiento de “provincialismo” ni a los prejuicios que sustentan las diferencias entre centro hegemónico y regiones periféricas. La raigambre de lo provincial se refleja como lugar de enunciación y se expresa justamente en la búsqueda de emancipación; en esa pensabilidad más allá de las matrices heredadas e influencias normalizadas de pensamientoy de sentir que terminan arraigadas en las formas de subjetivación. De ahí que la posibilidad de emancipación requiera pasar por el sujeto, por transgredir sus formas e incitar su reposicionamiento como sujeto enunciador con la obra.
En esa posición, que es justamente aquella de quien puede verse a sí mismo en el acto de enunciación, la voz que se enuncia ya no es ni la individual del ego ni la reproductora de lo mismo, sino la que compete, o incluso llama a comparecer, el ser en común en torno a esa diferencia compartida, a esa singularidad que nos convoca y nos hace vivir el empático extrañamiento de la obra. No se trata de confundir el artista con el sujeto co-enunciador, pues la mayoría de las veces las exploraciones artísticas terminan abriendo escenarios que superan la intencionalidad del personaje. El sujeto co-enunciador con la obra corresponde a una posición pragmática emergente de la experiencia de extrañamiento de la obra y que compete a lo común que allí irrumpe, por inusitado que sea. La emancipación pasa por una interrupción de lo normalizado para exponer, en esa rotura, un común que se hace singularidad (Acosta & Quintana, 2010, p. 64). Lo que se confronta aquí es justamente el impedimento normalizado en el sentir y en el pensamiento de ver la rotura necesaria; la experiencia de extrañamiento en la obra y del sujeto traspasa las fronteras de la particularidad individual para instaurarse como singularidad que nos compete y que, por ello, instaura el lugar de un sujeto que podemos ser. La ideao ideal mismode emancipación es nada sin la posibilidad de pensar y dar un lugar a una forma de sujeto que pueda vivir su desarraigo provincial.
De este modo, la idea misma de emancipación se hace vector de lo provincial y la forma de sujeto que ella requiere. Empero, no es fácil seguir y lograr esta fuerza. Como la obra de González ya había enseñado, puede ser el esfuerzo de toda una vida y, aún así, quedar inconcluso ante los dolores de la vida misma. Así que a la emancipación no se llega y, aunque se persigue, no se alcanza. Tiene la forma del deseo. Se mueve la materia toda para alcanzarla, pero en cuanto se acerca se escapa, pues cada apalabramiento como cada materialización o forma de expresión busca contener lo que es, per se, escapismo; simbolizar lo que se conecta con el afuera; institucionalizar en obra lo que es desarraigo provincial. La obra entonces termina por perseguir e instaurar su propia disociación, sin la cual la emancipación no sería pensable. Para García Canclini, la mirada emancipatoria en el siglo XXI se confronta con la convicción de que las distintas sujeciones son interdependientes y las redes de dominación han hecho opacas las identidades de los actores y dispositivos de opresión.
Ya no se cuenta con la confianza crítica marxiana del señalamiento fetichista e ideológico de un enemigo claro y concreto.
Los desplazamientos y globalización de las finanzas, la transparencia del consumidor para el sistema de mercado que sabe qué hace antes de que consuma, la carencia de confianza ciudadana y el desinterés político, entre otros aspectos, señala el autor, sumen la vida social en un registro de incertidumbre social. Entre la precariedad y la incertidumbre se reproducen subjetividades sumisas cuya perocupación central es la supervivencia. Incluso, como afirma García Canclini, la noción misma de resistencia se nota sesgada e ineficiente, pues se confina a unos sectores convenientes en formas de mercantilizar la cultura, como la ecología, la etnicidad o el género, “pero casi nunca postulan un frente solidario y eficaz para transformar estructuras donde estas dimensiones de la dominación trabajan juntas” (Canclini, 2014, p. 276). La idea de una emancipación no corresponde, entonces, a los ejercicios de develamiento discursivo del control de los cuerpos, deseos, conductas y representaciones sociales. En estos límites, solamente se acota lo dado y se contiene lo dicho y el sujeto que habla en la opacidad de la estructura vigente. Por el contrario, resulta necesario un ejercicio poético de rearticulación de lo visible y lo invisible, de lo dicho y lo anónimo, que acuse como extraño lo dado. Por ello, destaca García Canclini,
quizá el arte más estimulante de hoy sea el que busca renovar la convivencia en tensión con la crítica que hace visible el disenso entre los regímenes de sensibilidad y los regímenes de comprensión. Convivir sin dejar de disentir, resistir no con la ilusión de alcanzar la transparencia sino de reducir la opacidad y evitar que nos arrinconen en la sobrevivencia. (2014, p. 281).
La emancipación no es resistencia, ni se reduce a la denuncia crítica; convive con el reto poético de pensar una rearticulación posible.
Un tiempo posible
Empero, lo posible plantea un problema mayor. ¿Cómo puede pensarse algo que pertenece a lo futuro, a lo que aún no es, a partir de formas que pertenecen al pasado, a una temporalidad que emana de lo heredado? Rancière se pregunta: “¿Ha pasado el tiempo de la emancipación?”. Si contemplamos el “tiempo de la emancipación” como perteneciente a las expectativas de la modernidad y del progreso de los pueblos, claramente sería cosa añeja. La emancipación aparece como una cita dependiente del poder de su contrario, acotada a los límites de su control y desarrollo. Es el problema de pensarse emancipado por hacerse menos subdesarrollado o más mimetizado. Si el mimetismo no se vendiera como liberación y progreso, perdería buena parte de su efectividad; el “casi iguales, pero no exactamente” del mimetismo en palabras de Bhabha (2002) ha funcionado en ese tiempo de liberación emulada y de independencia falseada, la cual termina reproduciendo la misma matriz y estructura del poder colonial. Por ello, la supuesta necesidad de un libertador o un caudillo que ejecute la independencia que el pueblo, por mentalidad y torpeza, no podría lograr es una comodidad histórica, pues la figura misma de este personaje es mimética del orden y el poder soberano. Por el contrario, afirma Rancière:
la emancipación es la ruptura con ese esquema que une la concepción unilineal– “progresiva”–del tiempo con la reproducción de la jerarquía de los tiempos… El trabajo de la emancipación es entonces el de autonomizar la potencia igualitaria detrás de toda relación de desigualdad, el de construir su propia esfera de eficacidad. Construir esta esfera de eficacidad quiere decir construir un tiempo que le sea propio, un tiempo que puede comenzar no importa cuándo, no importa dónde y no importa por qué. Tal construcción supone una ruptura con el orden instituido de la distribución del tiempo y con su esencia, el imperativo del “trabajo que no espera”. (2014, p. 23).
Ello supone que hay que construir la dimensión del propio tiempo. Vivir el tiempo de la propia experiencia, en lugar de las velocidades del orden y la institucionalidad. De ahí que hablemos de rearticulación, pues lo que se hace materia de articulación proviene de la posibilidad de darle forma al presente de las relaciones. Usualmente se piensa el tiempo del pasado dado al futuro porvenir. Pero la emancipación compete al presente inminente, pues justamente el instante se muestra doble en su temporalidad: o se ajusta al tiempo de lo preestablecido, el trabajo y la rutina, o se desajusta, se sincopa, se hace rotura y obliga hacer otro ritmo.
Para Rancière, esa apertura de tiempo en el caso de los proletarios que convertían la pausa laboral en momento de poesía implicaba poder participar en varios mundos de experiencia. Pues, en lugar de la experiencia compartimentada de los horarios individualizantes del trabajo, la rearticulación poética del presente cuestiona el orden del día y permite percibir el lugar de cada uno dentro de lo común. Como no habría una forma paradigmática de rearticulación, lo que emerge es una multiplicidad de alternativas de interrupción, cada una con su propia elongada experiencia. Esto puede ocurrir, siguiendo a Rancière, en un movimiento social, pero también, según estimo, tendría lugar en un acto pedagógico, en un encuentro familiar, en una lectura de poesía y, sin duda, en una experiencia de una obra de arte, pues en lo cotidiano también se tejen tiempos y formas de subjetivación:
La emancipación demanda vivir en varios tiempos a la vez. Las formas de subjetivación por las cuales individuos y colectivos toman sus distancias en relación con los imperativos de su condición son a la vez rupturas en el tejido sensible de la dominación y en las maneras de vivir en su marco. (2014, p. 26).
Por ello, toda acción tendiente a la emancipación se apoya en la búsqueda y rearticulación de un plano en el cual sea posible “vivir como iguales en el mundo de la desigualdad en lugar de esperar el reino de la igualdad prometido” (2014, p. 26). ¿No es justamente esa la motivación del arte colombiano? ¿No es esta la insistencia de las obras/muebles al estilo González? Entre el violín de las vidas perdidas de Opazo y los enseres de cocina de Angulo, por ejemplo, se demanda un plano de emancipación que tenga su propia temporalidad; la rearticulación poética del presente apunta a esa opción, por más que sus tensiones de base permanezcan. Y es por ello que, tal y como las obras ilustran, el presente de la emancipación siempre está en obra.
En 1999, Carolina Caycedo (1978-) y el grupo de amigos universitarios con quienes conformó el Colectivo Cambalache (1997) recorrieron las calles de la ciudad, desde el barrio La Soledad hasta el barrio Venecia, haciendo una parada obligada en la célebre “olla” del “Cartucho”1, llevando consigo “El Veloz”, un carro de balineras para reciclaje. La acción fue titulada El museo de la Calle, pues El Veloz cargaba objetos varios disponibles para el trueque con los transeúntes: llegados a un punto, las cosas se instalan en el suelo, se exponen sobre el carro, se disponen al intercambio de objeto por objeto. Y son los habitantes de la calle los principales asistentes y sorprendidos, no solo de que el término museo hiciera la calle y llegara hasta ellos, sino de que sus posesiones–un zapato, una pipa de basuco, un cuchillo, un pedazo de papel–adquirieran valor de cambio y de que, con ellos, su participación en este circuito fuera posible. El Colectivo Cambalache rearticula el mundo en las calles mismas de la ciudad. Con el transcurrir del carro y de las horas, los objetos iniciales ya no están y el museo se empieza a poblar de seres materiales extraños, pero representativos de esta vida del afuera del circuito comercial de las cosas y su ciclo de vida, tal y como, relata Caycedo:
Una especie de bastón, con una cuerdita para colgárselo como un fusil en la espalda, no es que yo me haya colgado un fusil [risas]… con una cabeza de un payaso de plástico en un extremo, adornado con muchas cosas de colores… era muy barroco, muy lindo… y en la punta un chuzo con el que te podían matar. (Lara, septiembre 17, 2017).
Federico Guzmán, miembro del colectivo, describe en el blog del proyecto que el resultado constituyó una diversidad testimonial de la vida cotidiana en las calles de Bogotá; ese escenario oscuro y olvidado, generalizado como “ñero” y despreciable, acomodado al nivel de las basuras, contiene su propio ritmo, su propia lucha y esperanza, en el que cada objeto posible puede resultar de valía para alguien más que se encuentra arrojado a la sobrevivencia del día y a recoger para comer, para dormir o para anestesiar la existencia en la dosis del día.
Este museo reconoce a su público y se desplaza entre sus posibilidades. Resulta connatural al encuentro entre iguales “hacer el cruce”; cuando nada nos distingue, todo es intercambiable. El cambalache es el acto recíproco en el que esto es posible vía la nivelación del valor de uso y el valor de cambio. Pero lo que suena libertario nace aquí de la carencia y abyección absoluta. Es el acto del reciclaje lo que motiva este espacio de trueque simbólico que, de hecho, es lo que tiene lugar en las calles entre recicladores:
Los recicladores utilizan la calle como espacio de intercambio. Trapichean y recontextualizan objetos, imágenes y todo tipo de material callejero para cambiarlo o revenderlo. Transforman el “material secundario” en su materia prima. El trueque es común. El cambalache es su espacio. (Guzmán, 1999, párr. 31)2
El Museo de la Calle termina yendo a ver lo que existe pero nadie quiere reconocer, a ver las cosas con otros ojos y participar con seres humanos que la sociedad ha desechado, tal vez, para terminar encontrando que los poetas, los profesionales, los expolicías, las familias, etc., que allí viven una nómada vida del rebusque no son tan distintos de quienes insistimos en separarnos de ellos y solo están en ese afuera por nuestra terca persecución de mimetizarnos en la normalidad de los símbolos del capital.
Si nos dejamos llevar por El Veloz, ese objeto particular que se desplaza luchando con buses y miradas despectivas, desaparecen las pretensiones de un futuro mejor o de un pasado explicativo. El tiempo presente se elonga y articula con el respetuoso encuentro con las realidades que confrontan la comodidad y seguridad del silencio y la invisibilización, sobre todo aquella que justificó desalojar 9000 personas de una calle habitada para construir el parque Tercer Milenio, como si el lugar fuera el problema y no la miseria que allí se oculta. Por ello, para Guzmán,
el Veloz no se enfrenta al Caos exterior, sino que lo ingiere y lo incorpora dentro de sí. De la misma manera, en múltiples roces y encontronazos, la cuadrícula de nuestras ideas preconcebidas se va abollando a base de golpes con la realidad y se transforma en la rueda engrasada que conduce el proyecto. (1999, párr. 61).
Reciclar el caos, rebuscar la vida, abollar los prejuicios con la realidad, se hacen principios estéticos vigentes en la existencia que se apropian. Se ingieren en la obra para instaurar con franca literalidad el espacio de una provincia de trueque en el que el presente tiene valor cuando la vida está al borde del olvido. Llevarnos por las calles de Bogotá es un interrogante emancipatorio en la obra que se basa en la rearticulación poética del presente, en el que cada objeto del museo de la calle resulta potente movilizador de subjetividades que del olvido pasan a la participación.
Como la obra de Cambalache muestra, el objeto en la obra se convierte en vector de una rearticulación de los signos del presente a través de una participación extrañante que se muestra transgresiva frente a la normalidad de una subjetividad sumisa. Hace aparecer sentires y significaciones que evocan formas de subjetividad alternas, una multiplicidad más acorde a la diversidad de formas de vida en esta geografía que a las influencias de los discursos modernizantes y las herencias unívocas coloniales. De este modo, el objeto se convierte en la obra y en el vehículo del interrogante emancipador que invita a la experiencia de extrañamiento. Es a través del intercambio de objetos del museo de la calle que se elimina la mediación del dinero y se nivelan las relaciones entre seres. Pero también se expresa en el hombre-silla del carguero de Restrepo, o su cama de cantor de prócer en casa de boñigas y la retroactividad mítica con la que cuestiona la comodidad histórica.
Antonio Caro, Feliza Bursztyn, Bernardo Salcedo y Álvaro Barrios mostraron una generación que encontró en el repertorio de su propia vida, memorias y acontecimientos los objetos con los que subvertir el cerramiento del lenguaje del arte. La negritud en Angulo, Clemencia Echeverri o Fabio Palacios se materializa en objetos y su mundo de existencia que acusan los signos que la mirada implanta, pero cuya herencia y fuerza de opresión no discierne en términos de racismo y orden jerarquizado, a la vez que esos objetos expresan la potencia de la cultura por ser más allá del lugar otorgado en esa jerarquía y por instaurar su propio lugar de enunciación. La lección de González de lo provincial se hace un principio poético y estético ineludible en un escenario marcado por las influencias y por la disociación del sujeto: en una sociedad marcada por el colonialismo, el arte requiere ser expresión de aquella necesidad de las subjetividades de contar con su propia provincia. La permanente referencia y lucha con lo heredado, nace de esa condición seminal, instaurando, a su vez, el plano en el que un mueble, una cosa, un objeto puede significar una rearticulación poética de los signos del presente.
Así, la idea de emancipación desde lo provincial no puede consistir en levantar enemigos de otras latitudes, sino en, al decir de Ticio Escobar, interceptar lo ajeno dentro de lo propio y seleccionar lo que sirve, incluso tergiversarlo para adaptarlo. Según este crítico, aquella ha sido una pulsión de la manera en que, a pesar de las condiciones de opresión y lucha, “muchas comunidades, miserables y humilladas, reconstruyen tercamente sus mundos de sentido”, mediante “construcciones simbólicas sin las cuales la comunidad se quiebra y se dispersa” (Escobar, 1994, p. 49). Por ello, la emancipación no tiene lugar por desplazamiento de lo extraño hacia lo exótico, ni por inclusión global, desde una posición que usurpa justamente la raíz simbólica. Así, “la cuestión no está en salvar a las culturas discriminadas haciéndolas subir, camufladas, al pedestal del gran arte, sino en reconocerles un lugar diferente de creación” (Escobar, 1994, p. 50). Ese lugar corresponde, en nuestra consideración, con el lugar de lo provincial, entendiendo que no se instaura como mera oposición ni por ocurrencia individual, sino que extiende la base común del sujeto disociado en cuya rotura encuentra la posibilidad de expresión, disensión y transgresión del presente.
Referencias
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Notas