Los álbumes familiares más allá de sí mismos. Una exploración en su estética, banalidad y naturaleza social.

Family albums beyond themselves. An exploration into its aesthetics, banality and social nature.

Wilson Stiven Bohórquez Barrera
Universidad de Antioquia., Colombia

Los álbumes familiares más allá de sí mismos. Una exploración en su estética, banalidad y naturaleza social.

Calle14: revista de investigación en el campo del arte, vol. 20, núm. 36, pp. 125-143, 2025

Universidad Distrital Francisco José de Caldas

Recepción: 05 Marzo 2024

Aprobación: 25 Mayo 2024

Resumen: El siguiente artículo presenta una exploración en torno a un dispositivo visual narrativo fundamental para reconstruir el pasado y construir la identidad/memoria de un grupo social determinado, por tanto, de una cultura particular: los álbumes familiares. El énfasis recaerá en dos propósitos complementarios. Por un lado, reconstruiremos la discusión sobre su especificidad, ante todo, su dimensión material. Así, la intención fundamental estará dirigida en discutir un aspecto que suele ser omitido en las investigaciones históricas: los álbumes deben considerarse tanto como objetos incrustados en prácticas sociales que producen diversos efectos, como también con cualidades específicas: tamaños, colores, patrones, texturas. Por otro lado, consideraremos que los álbumes familiares nunca son solamente memorias particulares, antes bien, en ellas es posible vislumbrar, tanto posibles pasados, como también encontrar variadas preguntas sobre cómo conservar las memorias de la vidacotidiana y las diferencias existentes entre los recuerdos del espacio público y del espacio privado.

Palabras clave: Familia, Fotografía familiar, Identidad, Memoria, Práctica social.

Abstract: The following article presents an exploration of a fundamental visual narrative device to reconstruct the past and build the identity/memory of a specific social group, therefore, of a particular culture: family albums. The emphasis will fall on two complementary purposes. On the one hand, we will reconstruct the discussion about its specificity, above all, its material dimension. Thus, the fundamental intention will be directed at discussing an aspect that is usually omitted in historical research: albums should be considered both as objects embedded in social practices that produce various effects, as well as with specific qualities: sizes, colors, patterns, textures. On the other hand, we will consider that family albums are never just particular memories, rather, in them it is possible to glimpse both possible pasts, as well as find various questions about how to preserve the memories of daily life and the differences between the memories of the past. public space and private space.

Keywords: Family, Family photography, Identity, Memory, Social practice.

Introducción.

En un amplio sector de las ciencias sociales y humanas contemporáneas el término giro de la memoria (memory turn) se ha consolidado como uno de los conceptos clave para describir la inusitada importancia que ha adquirido la memoria en diversos ámbitos: desde el nuevo historicismo y la teoría literaria, hasta la historia sociológica, la etnohistoria, la filosofía de la ciencia, la teoría del arte y las discusiones éticas y jurídicas. Sobre la huella de este éxito se ha legitimado en los últimos años, no sólo un fructífero campo de estudio e investigación, transversal a distintas disciplinas, sino también importantes propuestas a nivel de la museografía y de la praxis artística. Tales acercamientos han generado, curiosamente, un proceso de inflación que ha producido resultados contrastantes: si, por un lado, ha decretado un interés inusitado por la memoria, por otro ha vuelto al término giro de la memoria tan elástico que se ha convertido en vago y heterogéneo, muy parecido a un “concepto contenedor” en cuyo interior pueden convivir perspectivas muy diferentes entre sí. Medios, prácticas y estructuras tan diversas como el mito, los monumentos, la historiografía, el ritual, el recuerdo conversacional, las configuraciones del conocimiento cultural y las redes neuronales se engloban hoy en día bajo este amplio término “paraguas”. La causa principal debe buscarse, acaso, en la naturaleza interdisciplinaria de este nuevo campo de estudio cuya extrema variedad de enfoques, intereses y temáticas vuelve difícil la identificación de un objeto particular del discurso.

A pesar de todo, el giro de la memoria puede significar muchas cosas, pero no cualquier cosa. El término alude a un cambio importante ocurrido en las ciencias humanas respecto a la importancia que la memoria ocupa, no sólo en sus propios planteamientos, sino también en el diseño de sus estrategias investigativas, la elección de los temas o preguntas susceptibles de investigarse1 y, consecuentemente, en las metodologías a seguir.

Es un giro que se produce fundamentalmente gracias al impulso de figuras como Aby Warburg, Walter Benjamin, Carl Einstein, Maurice Hawlbauchs, Marc Bloch, Arnold Zweig, Karl Mannheim o Frederick Bartlett, que recogieron una tradición iniciada por Nietzsche, Dilthey y Schleiermacher, y cuyos ecos en el pensamiento más reciente pueden encontrarse en pensadores aparentemente tan dispares como Frank Ankersmit, Reinhart Koselleck, Hans Georg Gadamer, Raphael Samuel, David Lowenthal, Mieke Bal, Stephen Greenblatt, Pascale Casanova, Georges Didi- Huberman, Hans Ulrich Gumbrecht, Carlo Ginzburg, François Hartog, Enzo Traverso, Peter Burke, Astrid Erll, entre otros. Nos parece encontrar en todos ellos un aire de familia que los hace deudores de una tradición intelectual común. Esa tradición no ha configurado propiamente una escuela, sino que ha producido un giro, o sea, un cambio de escenario y de puntos de vista, lo que no impide que cada uno desarrolle o haya desarrollado una función propia o insista en alguna perspectiva peculiar.

Así, la difusa idea del giro de la memoria puede servir para identificar un fenómeno enteramente cultural, interdisciplinario e internacional que, desde la década del sesenta, ha configurado lo que algunos autores —entre los cuales cabría mencionar a Bernd Faulenbach, Sandra Carreras, Gabriele Camphausen o Elizabeth Jelin—, han denominado una cultura de la memoria que se expresaría en varios fenómenos políticos y culturales. Desde la perspectiva teórica que nos ocupa en este artículo —la historia del arte y la cultura visual — se expresaría, por citar unos casos, en la preocupación por la conservación de monumentos, de objetos, de formas de vida, de paisajes, de géneros musicales o de patrimonios. Citaremos algunas de estas manifestaciones a título de ilustración. En la música se manifiesta en una enfermedad que Simon Reynolds define como retromanía, esto es, una fijación de la cultura pop por lo retro y la conmemoración: bandas que vuelven a juntarse, reediciones, mashups, biopics y documentales de rock. La enfermedad por lo retro no se restringe únicamente al ámbito musical.

En opinión del crítico inglés, esa patología es posible rastrearla en una variedad de fenómenos pertenecientes al amplio campo de la economía y la cultura visual: en el auge de los remakes de películas que fueron un éxito de taquilla décadas atrás, en el reciclaje de series televisivas o dibujos animados para la pantalla grande y en el mercado de la indumentaria vintage que diseñadores como Marc Jacobs y Anna Sui han practicado con total libertad.

Si saltamos de la música a la arquitectura artística encontramos una tendencia a recuperar viejos edificios industriales, no solo como museos, sino también como estudios de artistas2.

Sin negar el interés de famosos precedentes históricos, como la Bateau Lavoir, una antigua fábrica de pianos de Montmartre donde tuvieron sus estudios Picasso y otros artistas de la Belle Epoque, la masiva apropiación por parte del mundo del arte de los edificios mercantiles e industriales en desuso es un fenómeno reciente que comenzó a gran escala en los últimos cincuenta años. En este periodo de tiempo, en efecto, quedaron atrás tiempos en que solo los artistas bohemios y otras poblaciones marginales recuperaban edificios en estado de abandono. Desde los años ochenta muchos inversores compraron antiguos mercados, iglesias desconsagradas, molinos y almacenes, para convertirlas en galerías de arte, museos y centros culturales híbridos. Si tomamos Europa, no es exagerado asegurar que prácticamente cada país cuenta con uno o varios casos. En Inglaterra, por tomar uno de los casos más emblemáticos, el Museum of Modern Art de Oxford funciona en una antigua fábrica de cerveza y son muchas las galerías de arte moderno en naves y almacenes, como el City Arts Centre y la Fishmarket Gallery de Edimburgo, el museo David Hockney en Saltaire, o el Quay Arts Centre de Newport, todos creados en los años ochenta. Aunque el ejemplo más deslumbrante surgió en Liverpool con la restauración de un enorme muelle, el Albert Dock, luego abierto al público como un complejo centro cultural y comercial, cuyo buque insignia es la Tate Gallery of The Nort, inaugurada en 1986.

Pocos años más tarde Charles Saatchi abrió al público su colección de arte contemporáneo en un antiguo garaje y almacén de pinturas de un barrio de Londres, mientras que otro edificio industrial londinense, la central eléctrica de Bankside es la sede elegida de la Tate Gallery, abierta en el 2000.

Siguiendo en el ámbito de la historia del arte, la cultura de la memoria se ha expresado en una fiebre de archivo —usando la expresión del curador Okwui Enwezor— tendiente a recuperar numerosos materiales fotográficos que tuvieron un origen privado por medio de donaciones, adquisiciones, depósitos o comodatos. Fotografías en blanco y negro de obras de arte, de acontecimientos que ya no mueven la rueda de la historia, de lugares y paisajes transformados por el tiempo, de antiguos personajes de la cultura o el deporte, encontraron una nueva vigencia en la actualidad. Del mismo modo se recuperaron y pusieron en valor archivos que las propias instituciones tenían como obsoletos, así como archivos históricos de agencias de prensa, de editoriales, etc. Y, gracias a estas iniciativas, también empezó un proceso de recuperación de un dispositivo visual especial: los álbumes familiares.

La importancia de este último proceso representa, sin pretensiones de caer en afirmaciones arbitrarias, una verdadera revolución historiográfica en la medida en que las colecciones fotográficas familiares nunca son solamente memorias particulares. Antes bien, en ellas es posible vislumbrar, no solo muchos posibles pasados, sino también encontrar las más variadas preguntas sobre cómo se conservan las memorias de la vida cotidiana, de la infancia, de la familia y qué diferencias existen entre los recuerdos del espacio público y del espacio privado. La fiebre de archivo por recuperar estos particulares dispositivos visuales contrasta con las pocas investigaciones consistentes que valoran en su justa medida la estética y la memoria socio-cultural que albergan. Aunque en las últimas décadas se ha valorado sustancialmente el estatuto epistemológico de la imagen3, respecto a las fotografías familiares la situación no ha cambiado sustancialmente. Desde la perspectiva de las investigaciones históricas, los álbumes fotográficos familiares siguen siendo documentos de carácter secundario cuando no claramente marginales, meras ilustraciones de lo que los textos escritos dicen o, en el mejor de los casos, objetos de estudio que necesitan ser explicados, pero no fuentes históricas propiamente dichas.

Esta valoración no hace justicia, por supuesto, al potencial que ofrecen los álbumes familiares para la reconstrucción de la memoria cultural al representar, en su conjunto, los estilos de ropa de una época determinada, lugares de veraneo u objetos, pasatiempos o actividades que definieron a una generación. Y, lo más determinante, deja en vilo la posibilidad no solo de embarcarse en una discusión sobre las convenciones y la estética que los define, sino de responder interrogantes de capital importancia en la investigación histórico-artística: ¿cuáles son los elementos compositivos de las fotos dentro del álbum familiar y su función como constructor de memoria?, ¿cómo se recupera la función narrativa del álbum físico, a partir de las experiencias personales y la activación de la anécdota, para repensar la importancia de la imagen dentro del álbum?, ¿por qué las personas escogen unas fotografías como representativas de su vida y su trasegar en la ciudad?, ¿qué referentes quieren transmitirnos?, ¿cómo los leemos?, ¿por qué elegimos recordar ciertos momentos de nuestra vida personal y familiar olvidando otros? A la discusión de algunas de estas preguntas dedicaremos los próximos apartados del artículo, así como la estética y las convenciones de los álbumes fotográficos.

Figura 1
Figura 1

María Teresa Lema. Fotografía atribuida a Pastor Restrepo. Medellín, 1878.Colección de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín

1. Estética y convenciones de los álbumes familiares

Los álbumes familiares se convirtieron menos en un registro pictórico de los miembros de la familia que ennarraciones visuales del triunfo personal: nacimientos, fiestas infantiles, primeros días de colegio, graduaciones, bodas, aniversarios, otras ceremonias y eventos especiales. La familia mostraba sus posesiones (casas, autos, mascotas) y, en sus fotos de viajes, los hoteles que visitaban o las compras que realizaban. A diferencia de los retratos del siglo XIX, casi todos mirando a la cámara -es decir, a otro miembro de la familia o a un amigo que los fotografiaba- sonreían.

Wickens-Feldman, Encyclopedia of Twentieth-CenturyPhotography, 2006.

Desde que George Eastman logró perfeccionar, a finales del siglo XIX, el modelo de cámara sencilla fácilmente transportable –y reemplazó los aparatos grandes y pesados soportados en trípodes—, se dio inicio a una de las transformaciones culturales y visuales más importantes del siglo XX: el surgimiento de la fotografía aficionada que penetró y registró en diversos círculos privados dando origen a los álbumes de clubes, gremios, grupos sociales y, por supuesto, familiares. Observando las convenciones que han regulado históricamente los álbumes fotográficos y su lugar de ubicación, es posible asegurar que casi todos los grupos sociales han valorado culturalmente la presencia de la fotografía y, consecuentemente, han expresado esa valoración en diversas formas de contextualización. Éstas pueden incluir las pequeñas e impersonales fotos de documento que se guardan en billetera o en los tradicionales álbumes familiares que reflejan las más diversas referencias simbólicas que comprometen no solo la legitimidad social de quienes son retratados, sino los trasfondos y creencias desde las cuales son coleccionadas las imágenes que contienen. No se pueden dejar de lado los típicos portarretratos que ponen en juego códigos sociales altamente reglamentados que determinan si su ubicación debe establecerse sobre un mueble dentro de la sala, en un escritorio en la oficina o puesto de trabajo. Sin embargo, entre los diferentes grupos sociales que conforman una determinada ciudad, el sentido que se espera encontrar en esas imágenes puede diferir en mayor o menor medida, dependiendo de los contextos con los cuales es posible apropiarse de las fotografías, contextos que están en directa relación con las situaciones en que están inscritas.

Pese a esta importancia, el gran número de críticos académicos que escriben sobre la cultura visual contemporánea se interesan muy poco por esta amplia producción e intercambio de imágenes. La mayor parte de esos trabajos se centran en las imágenes realizadas por profesionales: películas y fotografías, ya sean proyectadas en cines o televisiones, colgadas en galerías de arte o utilizadas como publicidad, como parte de la información periodística o en diversos tipos de sitios web. Los escasos trabajos que se han realizado sobre la fotografía familiar contemporánea suelen ser bastante contradictorios4, situación que explica las razones por las cuales las fotografías ordinarias que tomamos, guardamos, exhibimos y enviamos no se consideran lo suficientemente importantes como para justificar un examen crítico sostenido y riguroso.

Dada esta situación conviene preguntarse lo siguiente: ¿a qué responde el desdén mostrado por la historiografía fotográfica al álbum familiar?, ¿qué razones asisten para que connotados historiadores de arte no valoren en su justa medida las narrativas visuales que albergan en estos dispositivos domésticos?,¿cuál es la especificidad de la fotografía familiar y en dónde reside su diferencia respecto a las fotografías de carácter artístico o generadas con un propósito exclusivamente estético?,¿debemos centrarnos en la narrativa privada o debemos considerar el álbum como un objeto de conocimiento sociológico?, ¿podemos hablar de una estética específica? ¿cómo cambia la narrativa, la estética y, sobre todo, el rol del espectador cuando se pasa del álbum analógico al formato digital? Siguiendo a Geoffrey Batchen en su artículo Snapshots: Art History and the Ethnographic Turn (2008), podría adelantarse una respuesta tentativa a estos interrogantes cuando asegura que los álbumes familiares no solo tendrían dificultades para encajar fácilmente en una narrativa histórica, todavía ansiosa e insegura, centrada en la originalidad, la innovación y el individualismo, sino que también, por ser la más numerosa y popular de las formas fotográficas, representa un problema interpretativo absolutamente central para cualquier estudio ambicioso dedicado a la historia de la fotografía. Sin tener en cuenta los prejuicios artísticos que siguen guiando gran parte de los acercamientos históricos, las fotografías familiares, en opinión de Batchen, nos desafían a encontrar otra forma de hablar de la fotografía, una que pueda explicar de alguna manera su determinada banalidad y, de hecho, de la mayoría de las demás imágenes fotográficas (Batchen, 2008: 124).

La resistencia a considerar a los álbumes familiares como susceptibles de discusión e investigación histórica residiría, adicionalmente, en lo que muestran y en la forma en que lo hacen. Así, la mayoría de los debates sobre las fotografías familiares, comienzan definiéndolas como fotos que muestran a los miembros de una familia. A continuación, se afirma que las instantáneas familiares muestran a esos miembros de la familia de formas particulares y limitadas: normalmente en situaciones felices y simbólicas, como bien lo señalaron Jo Spence y Patricia Holland en la introducción al clásico libro Family Snaps: The Meanings of Domestic Photography de mediados del ochenta:

No hay fotos de mamá planchando o trabajando en el álbum familiar; no hay fotos de rabietas de adolescentes y muy pocas de niños o ancianos enfermos. En cambio, los miembros de una familia aparecen de vacaciones, o en fiestas de cumpleaños, o en sus jardines traseros, o en un asado de fin de semana, o en una salida de campo a un parque, situación que ha llevado a que las fotografías familiares sean criticadas por perpetuar una imagen idílica de la familia nuclear o por reproducir las visiones dominantes de identidad clasista, de género y racial (Holland y Spence, 1984: 39).

Además de lo que muestran, también se dice que las fotos familiares se reconocen por cómo lo muestran5. A menudo se comenta que no son visualmente innovadoras. Las poses y los acontecimientos son predecibles, las composiciones son banales y los encuadres torcidos son fácilmente aceptables. Justamente es este estilo tan “descuidado”, así como la convencionalidad de sus temas, lo que ha contribuido a la recepción menos que positiva que han recibido las fotos de familia por parte de un sector importante de los estudiosos de la fotografía. A título ilustrativo de estas críticas conviene citar la que esgrimió Richard Chalfen en Snapshot Versions of Life:

La colección de instantáneas de una familia representa una de las muchas construcciones de una realidad simbólica que se ha acordado tácitamente y que comparten los miembros de una misma cultura. El hecho de que las personas que comparten una misma cultura coincidan de forma independiente en sus elecciones de imágenes apropiadas y convenciones asociadas hace que muchas colecciones de fotos personales se "parezcan" mucho. Irónicamente, esta abrumadora sensación de similitud y redundancia impide con frecuencia un interés sostenido en la colección de imágenes de otra persona (Chalfen, 1987: 142).

Pero, ¿por qué se considera que el tema limitado de las fotografías familiares representa un problema?, ¿realmente su repetitividad merece ser calificada de anquilosada, estereotipada y trillada?, ¿quizás si se prestara más atención a lo que se hace habitualmente con las fotos, su sentimentalismo y su repetición, podrían llegar a ser interesantes en lugar de una razón para descartarlas? Es preciso reconocer que las críticas esgrimidas son parcialmente ciertas en la medida en que los álbumes familiares tienen una “abrumadora sensación de similitud y redundancia” (Chalfen, 1987: 42), presentan “estrategias anquilosadas y estereotipadas en composición, tema y estilo” (Evans, 2000: 112) y son “empalagosas en su contenido y repetitivamente poco creativos como imágenes” (Batchen, 2008: 123).

Ahora, si bien es cierto que las fotos de familia sólo retratan una gama de temas particulares, de manera determinada, no es menos cierto que su contenido es sólo una parte de las múltiples variables que las definen y determinan (figura 2). En su valoración es determinante lo que los miembros de una familia hacen con ellas. Es decir, las fotos de familia son un tipo de imagen particular que se inserta en prácticas específicas, y es la especificidad de esas prácticas lo que define a una fotografía como foto de familia tanto o más que lo que retrata. Lo importante de una fotografía familiar residiría entonces en lo siguiente: quién la tomó, a quién muestra, dónde y cómo se guarda, quién hizo copias de ella y las envió a otras personas, quiénes son esas otras personas y cómo la miran todas esas personas. Como han señalado recientemente varios autores (Batchen, Cohen, Di Bello), la mayor parte de la crítica fotográfica ignora casi por completo las prácticas sociales en las que se inscriben la toma, la realización y la circulación de las fotografías. En ese sentido, soslayan que las fotografías, en tanto objetos, participan en una práctica social elaborada y multifacética y, a través de esa participación, producen un conjunto específico, y a veces intenso, de significados, sentimientos y posiciones. Así que, además de lo que significan las fotos familiares, es necesario atender a lo que se hace con ellas y los sentimientos que eso conlleva. Esto no quiere decir que se deje de lado su asunto semiótico, esto es, lo que representan y significan en términos visuales. Antes bien, supone tratarlas no sólo como objetos incrustados en una práctica social que produce diversos efectos, sino también con cualidades específicas: tamaño, color, patrón, textura. Implica, así mismo, asumirlas con una cierta “biografía social” en el sentido de que pasan de unas manos a otras, viajan por diversas instituciones y circulan en diferentes contextos políticos, sociales y culturales. En los archivos, su viaje continúa de una sección a otra, de una caja a otra. Además de la imagen en sí, otro aspecto a tener en consideración son las cualidades materiales de las fotografías —el montaje, el recorte, el retoque y el coloreado— y las diversas formas de inscripciones en el anverso y el reverso. De tal suerte que, como objetos, las fotografías son siempre algo más que su imagen:

Una fotografía es algo tridimensional, no sólo una imagen bidimensional. Como tal, las fotografías existen materialmente en el mundo, como depósitos químicos en el papel-o, podríamos añadir, como señales eléctricas en un sensor de imagen-, como imágenes montadas en una multitud de tarjetas de diferentes tamaños, formas, colores y decoraciones, como sujetas a adiciones en su superficie que extraen sus significados de formas de presentación como marcos y álbumes. Las fotografías son tanto imágenes como objetos físicos que existen en el tiempo y el espacio. (Edwards y Hart 2004: 1)

Figura 2
Figura 2

Fotografías familiares. Europa, inicios del siglo XX. Colección personal de Marie Joseph Restrepo (Escobar Villegas, 2014: 159).

Aunque parezca una afirmación simple y obvia, lo que opera aquí es un importante desplazamiento metodológico que trasciende el contenido: no es sólo la imagen en sí misma el lugar del significado, sino que sus formas materiales, reforzadas por sus estrategias de presentación, son fundamentales para la función de las fotografías como objetos socialmente relevantes. Naturalmente, este cambio de enfoque conduce al reconocimiento de que la comprensión de las representaciones fotográficas no pasa por una mera cuestión de reconocimiento visual o semiótico, sino por comprender que todas las experiencias visuales están mediadas por la naturaleza material de los formatos y presentaciones de las imágenes. Como bien lo ha argumentado el antropólogo y curador Nuno Porto, a propósito de su trabajo en el Museo de la Universidad de Coímbra, deberíamos pensar en términos de objetos representativos e impresos en lugar de una representación impresa:

La posibilidad misma de entrar en el depósito del Museo de Antropología de la Universidad de Coímbra, abrir cajas y escudriñar fotografías producidas en el Museo Dundo hasta 1975, se basa en un hecho elemental: que las fotografías son cosas. Se hacen, se usan, se guardan y se almacenan por razones específicas que no necesariamente coinciden. Son cosas, en el sentido de que pueden ser transportadas, reubicadas o desechadas; o dañadas, rasgadas y recortadas porque su visualización implica una o varias interacciones físicas. Cuando se consideran simplemente como imagen, como representación impresa, las fotografías se convierten en fotografía, y tienden a analizarse como un problema semántico. De hecho, huella de representación sería un término mucho mejor que representación impresa. La impresión es un objeto, mientras que la representación rara vez lo es. Mi propuesta es que las fotografías se consideren a través de su constitución material. El sistema material de las fotografías incluye otros artefactos, las concepciones que rigen su uso y la organización de procedimientos, conocimientos, materiales y agentes que participan en su producción, circulación y consumo (Porto, 2006: 38)

La materialidad, tal y como la utiliza aquí Porto, adopta dos formas amplias e interrelacionadas. En primer lugar, se trata de la plasticidad de la propia imagen, el papel en el que se imprime, el tono y los efectos superficiales resultantes. Aunque no es un indicador de la función, la presentación física es una parte esencial del modo en que una determinada fotografía transmitía el mensaje a un público específico. Así, una fotografía tomada con una cámara de visión y volcada en un álbum de presentación comunicaba una voluntad, un propósito y un mensaje, muy diferentes a los de una fotografía grabada con una cámara estereoscópica y vendida en una serie de estereovisiones. El tamaño importaba: un daguerrotipo de placa entera representaba una declaración poderosa, mucho más que un cuarto de placa o una sexta placa, debido al coste y al estatus que confería la elección del tamaño de la placa. El proceso también era algo importante: la elección de un ambrotipo en lugar de una impresión en papel implicaba un deseo de singularidad; el uso del platino en lugar de la gelatina de plata daba a entender una consciencia de estatus; el uso de la tonificación con cloruro de oro sugería un deseo de permanencia. Todas estas decisiones fueron tomadas conscientemente por las personas que participaron en la formación de una fotografía o álbum determinado. En segundo lugar, están las formas de presentación —carta de visita, tarjetas de gabinete, álbumes, montajes y marcos— con las que las fotografías estaban inseparablemente unidas.6 Ambas formas de materialidad conllevaban otra: las huellas físicas del uso y del tiempo. O mejor expresado, la materialidad se presentaba estrechamente relacionada con la biografía social7, razón por la cual una fotografía o un álbum de fotos no podría entenderse plenamente en un solo momento de su existencia, sino como parte de un proceso continuo de significado, producción, intercambio y uso en prácticas sociales en las que participan activamente.

Figura 3.
Figura 3.

Retrato de una mujer. V.I.P. Restrepo. Medellín, 1870. Colección de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín.

Los álbumes familiares, adicionalmente, presentan la posibilidad de narrar una determinada historia familiar —con las omisiones, silencios y marginaciones de cualquier historia— y, particularmente, tienen una incidencia fundamental en la creación de una espacialidad y temporalidad particular: el espacio y la temporalidad doméstica. ¿En dónde reside esa especificidad y ese poder para crear temporalidades y espacialidades?, básicamente en la forma en que representan a la familia: generalmente juntos en situaciones de jolgorio o celebración. De manera excepcional, se pueden encontrar personajes retratados de forma individual: bebes recién nacidos u otros miembros en plano medio o plano medio largo. Más que ningún otro objeto, las fotografías familiares han desempeñado una función crucial para la transformación de un espacio construido en un hogar emocionalmente resonante para un grupo particular de personas afiliadas entre sí. Es importante destacar que no se trata sólo de hacer que una casa parezca un hogar, decorándola con objetos personales (aunque esto es parte de lo que ocurre). También se trata de hacer que una casa sea doméstica reuniendo a los miembros de la familia en ella a través de fotos de ellos. Ahora bien, estos espacios domésticos son particularmente complejos y ambiguos en la medida en que no sólo articulan la unión, sino también la ausencia, el vacío y la pérdida. Más aún, lo que impulsa la conservación de gran parte de los álbumes familiares es la necesidad de tener fotos de la familia y los amigos porque, por supuesto, lejos de estar presentes, los parientes y amigos están realmente ausentes durante gran parte del tiempo.8

Así que las fotos se toman, se miran y se difunden en relación con una ausencia espacial. O mejor expresado, las fotografías de la familia se ven como un rastro de la presencia de una persona, pero también se conservan, se muestran y se hacen circular para ser conscientes de la omnipresencia de la ausencia y la distancia.

La integración de las fotos familiares es, pues, temporal y espacial, pero sus tiempos y espacios conllevan tanto ausencia como presencia. Esta mezcla es especialmente evidente en el modo de exposición de las fotos familiares adoptado por cientos de familias en diversas latitudes. Así, siguiendo a David Halle en su fascinante estudio sobre los distintos tipos de imágenes visuales expuestas en las casas de diferentes grupos sociales de Nueva York, es posible advertir que las fotos familiares siempre están agrupadas, a veces en gran número, en las paredes o en marcos colocados sobre superficies planas. A partir de esta frecuencia y disposición, y sobre la base de algunas entrevistas, concluye que las fotos familiares tienen que ver con la pertenencia a la familia, con la frecuencia de los momentos familiares felices—montones de fotos de la familia sonriendo— y con la inestabilidad familiar —los grupos de fotos pueden reorganizarse fácilmente para eliminar a los excónyuges tras los divorcios — (Halle, 1993: 112). Además de estas características, podría señalarse otra no sugerida por Halle: su dispersión espacial. Como hemos argumentado líneas atrás, las propias fotos ofrecen una presencia que recuerda la ausencia y la distancia, pero también lo hace la agrupación de fotografías. Esparcidas por las paredes, agrupadas en estanterías y armarios, las colecciones de fotos familiares son a la vez el estar aquí/allí y el no estarlo, razón por la cual su integración en el espacio doméstico se ve acechada por la desintegración. Lo que tenemos es una nueva categoría espacio-temporal: inmediatez espacial y anterioridad temporal, siendo la fotografía una conjunción ilógica entre el aquí-ahora y el allí-entonces (Batchen, 2019: 67). Gran parte del placer de las fotos parece estar en esta dimensión de allí- entonces: servir de estímulo a los recuerdos que, de otro modo, no se recordarían.

Es preciso reconocer, sin embargo, que las espacialidades y temporalidades evocadas por los álbumes familiares son complicadas. Por un lado, los “recuerdos” fotográficos se toman como evidencia visible y referencial del proceso de envejecimiento. Así, por ejemplo, una parte importante de los recuerdos rememorados por las fotos son del desarrollo de los niños o, mejor expresado, están marcados explícitamente por las fotografías de las “primeras veces”: las primeras visitas, la primera salida, la primera sonrisa, la primera comida sólida, el primer diente, los primeros zapatos, el primer baño, la primera fiesta de cumpleaños. Y las fotos, por supuesto, también se ven como una prueba del envejecimiento de la madre y el padre. Expresado en otras palabras: la temporalidad de los álbumes familiares es de naturaleza circular pues su interlocución visual me confirma lo sucedido y, por tanto, evita que exista alguna novedad posible. Justamente por ello le compete al álbum mostrar lo ya conocido: que la niña cumplió quince años. Reiterar lo exigido socialmente: que la familia vive feliz. O, finalmente, repetir una acción: el gesto de felicitación ante un logro familiar (un triunfo deportivo o unos grados de bachillerato y/o universidad), las festividades de navidad o las vacaciones. En ese sentido, más allá de las críticas señaladas líneas atrás, la fotografía es un imperativo familiar: son imágenes que acompañan el devenir de cada familia.

Los álbumes, muchas veces con evidentes libretos ceremoniales que los guían, arman una narración visual a partir de ritos aprendidos y reproducidos en el seno de la familia. Por generaciones, portan los secretos familiares, a la vez que los ocultan, relacionando siempre el tiempo íntimo o familiar con la historia social. Así, las fotos van armando una narrativavisual donde se guarda mucho de la memoria colectiva familiar y en la que la familia construye una crónica-retrato de sí misma para subrayar la firmeza de sus lazos. La salvaguarda de los recuerdos familiares, el depósito identitario del grupo y la creación de un pasado común, son algunas de las funciones que estos álbumes poseen. Los padres preparan el álbum como un valioso legado al futuro, transfiriendo allí las imágenes de lo que ha sido. Esta conservación confirma la unidad del grupo en el pasado, refuerza la unidad familiar en el presente y proyecta el grupo hacia el futuro. Sin embargo, aunque los recuerdos visuales de cada familia parezcan únicos al referir momentos compartidos por pocos, nada hay más estereotipado que un álbum fotográfico. Es la paradoja de la toma instantánea ritualizada: en cada fotografía hay convenciones que la regulan, dispuestas en ángulos, encuadres, sujetos fotografiados, acontecimientos fotografiables y, por supuesto, las poses y los gestos de estos sujetos como sonrisas, abrazos, mirada a cámara, entre otros.

Figura 4.
Figura 4.

Emiliano Mejía y Tulio Mejía. Wills i Restrepo. Medellín, 1870. Colección personal d la familia Gallo Martínez (Escobar Villegas, 2014: 171).

Figura 5.
Figura 5.

Laura Restrepo de Pérez. V.I.P. Restrepo. Medellín, 1875. Colección personal de la familia Gallo Martínez (Escobar Villegas, 2014: 171).

Además, otra de las características de estas fotografías es que, a diferencia del arte, en ellas la exhibición de los afectos prevalece sobre la búsqueda de lo bello por sí mismo. Entérminos de Bourdieu (Bourdieu, 1989), la fabricación y contemplación de la fotografía de familia ponen entre paréntesis todo juicio estético, ya que prevalecen el carácter sagrado de lo fotografiado y la relación que tiene con el fotógrafo. Este primado de la dimensión funcional-afectiva por sobre la estética es propio de la fotografía familiar, y explica también, según Hirsch, su localización precisamente en el espacio de una contradicción particular: entre el mito de la familia ideal y la realidad vivida de la vida familiar (Hirsch, 2013: 24).

En la misma dirección, las fotos familiares son el lugar donde se traza la intersección entre historia pública y privada, entre las memorias individuales o de grupo y la historia social. “Si el álbum es rito, es memoria. Pero esa memoria ha de entenderse relacionada al olvido, pues los acontecimientos que guarda la familia en fotos no son todos los de su vida, sino algunos que pasaron el proceso selectivo puesto en el tiempo (Silva, 2012: 37). Se conforma así una memoria selectiva en imágenes: no todas las situaciones se retratan, no todas las fotos se conservan o se imprimen, no todas las fotografías impresas se guardan en el álbum. Las fotos que quedan hablan también de las fotos que hubieran podido ser y no fueron, también en las imágenes grupales pueden evidenciarse las ausencias de ciertos miembros de la familia. El álbum colabora con el establecimiento de un pasado que es construido y dinámico, ya que los cambios son posibles: se puede agregar fotos, quitar otras o cambiarlas de lugar. Ahora bien, este pasado no es construido aleatoriamente por cualquier miembro de la familia sino por uno en particular: las mujeres. Esta particularidad explica, justamente, las razones por las cuales los álbumes poseen una calidad narrativa que los hace únicos, esto es, sus fotos son contadas generalmente con voces de mujeres, lo que afecta y sostiene toda su documentación doméstica:

Contar los relatos de los álbumes con voces de mujer, cuando llegaba una visita a casa, cuando se celebraba un evento de familia, creó una ceremonia moderna no suficientemente reconocida ni estudiada que bien podría entenderse como un particular género narrativo sobre memorias de la vida privada. Género literario, digamos, que se logró poniendo a interactuar extrañas mezclas; de una parte, mostrar imágenes fotográficas, la mayoría de las veces, producidas en distintos tiempos pasados; y juntarlas al arbitrio de la narración del álbum y, de otra parte, contarlas en tiempo presente y real, para actualizar a quien ve y escucha tal acto de parte de una relatora de episodios de la vida familiar. Si bien “ella” será relatora, no la misma narradora. El álbum tiene como narrador colectivo a toda la familia, pero una de ellas lo relata. Mientras tanto la familia controla lo que vale preservar como imágenes para sus herederos, pues en asuntos de memoriafutura lo que digan sus fotos es verdad. Verdades de los mitos de familia, por siempre, quizá (Silva, 2008: 82).

Es ese sujeto colectivo, representado en la figura femenina, el que ensambla el relato familiar a partir de un proceso que dará como resultado una narración bio o autobiográfica. Este acto es el que Martha Langford denomina como “contar el álbum” (Langford, 2001) y el que permite, adicionalmente, incluir al álbum dentro de la literatura memorialista. No sólo por su carácter biográfico, por fijar recuerdos y alentar la construcción de una memoria compartida, sino también por su dimensión narrativa: por crear una unidad temporal que sintetiza lo heterogéneo en una acción total y completa, por disponer de un principio organizador que confiere a la narración un orden y por articular una estructura cronológica en secuencias, subtramas, capítulos (Puerta Leisse, 2013: 87).

Figura 6
Figura 6

Retrato de joven. Fotografía atribuida a Pastor Restrepo. Medellín, 1873.Colección personal de Nebur Zelev (Escobar Villegas, 2014: 125).

Conclusiones

Con el gran desarrollo del proceso fotográfico en el siglo XIX, el formato del álbum fue la opción natural para resguardar colecciones fotográficas y, en consecuencia, de preservar, no sólo la memoria familiar, sino socio-cultural. Gracias a una serie de investigadores vinculados a la historia del arte y la historia cultural, la importancia de los álbumes fotográficos no admite ninguna discusión como documentos ineludibles en la reconstrucción de los imaginarios de una determinada época. En ese sentido, por citar un caso, son de capital importancia en la investigación microhistórica, esto es, en la reconstrucción de las historias privadas, atrapadas en alcobas matrimoniales, celebraciones de cumpleaños, trabajos manuales, procesiones de Semana Santa o las que discurrían en solares o huertas. No es un hecho fortuito que en ellos sea posible encontrar una articulación más compleja del espacio histórico al presentarlo como un espacio híbrido en el que lo tradicionalmente histórico (la Historia como mayúscula) se intercepta con realidades alternativas (la historia o las historias): experiencias marginales, acontecimientos sin trascendencia, obsesiones colectivas, lo privado y lo popular, lo irracional y el cuerpo, el chisme. Es decir, lo que intentamos subrayar es que, pese a su carácter privado, representan una importante ventana para analizar procesos sociales y culturales. Un estudio comparado pondría de manifiesto cómo en ciertos álbumes familiares es posible registrar los cambios estéticos en relación a aspectos ligados, ante todo, a asuntos relacionados al cambio de vestuario y las decoraciones interiores de las casas. En algunas fotografías, por ejemplo, se podría vislumbrar el reemplazo de prendas más recatadas por la minifalda a finales del sesenta, o la introducción de una decoración de las casas más moderna en sintonía con la consolidación de una clase media urbana.

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Notas

1 Para el historiador israelí Alon Confino, por citar un caso, los estudios sobre la memoria han revelado nuevos conocimientos sobre el pasado y han sacado a la luz temas que hace una generación no se conocían. En el ensayo Memory and the history of mentalities (Confino, 2008), ofrece un ejemplo muy elocuente. Los estudios sobre la memoria echaron por tierra la venerada opinión de que los alemanes, después de 1945, guardaron silencio sobre la guerra y el exterminio de los judíos. Desde su consideración, hoy sabemos que esta opinión fue una invención de los historiadores. Por el contrario, en Alemania Occidental (donde, a diferencia de la Alemania Oriental, había una esfera pública abierta) existía un animado debate sobre el nacionalsocialismo en las esferas local y privada, así como en la vida pública y política. Es difícil subestimar, opina Confino, la importancia de este hallazgo para la forma en que ahora entendemos la sociedad alemana occidental de posguerra.
2 Valdría la pena mencionar que este fenómeno ha traído consigo un proceso de gentrificación o de aburguesamiento de los barrios o sectores rehabilitados, cuyas consecuencias sociales no son beneficiosas para todos los ciudadanos: son especialmente perniciosas para los habitantes originarios –o, al menos, vecinos anteriores a la rehabilitación– que disponen de pocos recursos económicos y, por lo tanto, viven en régimen de arrendamiento y son más frágiles ante cualquier subida de precio de los inmuebles. En muchos lugares del mundo el arte se ha venido utilizando como la punta de lanza de los fenómenos de gentrificación. Como bien lo ha demostrado Iria Candela en Sombras de ciudad (2007), desde que en los años setenta se lograra una ejemplar transformación del barrio anteriormente industrial del SoHo –South of Houston (Street)– de Nueva York, especialmente gracias al halo bohemio y sofisticado que le dieron los abundantes artistas que se mudaron a él en busca de amplios y asequibles lofts, el mismo patrón se viene repitiendo en diferentes cascos históricos, en busca del mismo efecto SoHo. Tanto así, que a veces parece confiarse en la cultura como motor casi exclusivo de la rehabilitación urbana.
3 Este cambio se ha producido impulsado gracias a la aparición del denominado giro pictórico. Este giro abre el camino, no solo a nuevas teorías sobre los fenómenos icónicos, sino principalmente a dos nuevas vías de investigación: por un lado, la imagen como lugar de análisis y; por otro lado, la reivindicación de una lógica propia de la imagen que posibilita la comprensión de nuevas formas de sentido más allá de lo verbal.
4 La influyente obra de Beaumont Newhall The History of Photography, que ha tenido varias ediciones desde la década de 1930 y ha servido de lectura estándar para generaciones de historiadores de la fotografía, no menciona el álbum familiar, por ejemplo. Más aún, incluso el texto Photography: A Cultural History (2002), de Mary Warner Marien, aunque recusa la posición de Newhall, reduce la importancia de los álbumes familiares y la heterogeneidad formal que presentan. Desde otra perspectiva, muchas críticas feministas se han mostrado abiertamente hostiles a la fotografía familiar y no la ven como un campo con posibilidades subversivas. Citando a menudo el trabajo de la fotógrafa y escritora Jo Spence (1986) como inspiración, críticas como Jessica Evans (2000), Deborah Chambers (2001), Valerie Walkerdine (1991) y Annette Kuhn (1995) encuentran las imágenes del álbum familiar especialmente opresivas para las mujeres en la medida en que, bajo una supuesta óptica emocional, encumbren la dominación a la que históricamente han estado sometidas en el espacio doméstico. Solo hasta la última década es posible registrar una serie de investigadores —entre los cuales cabe mencionar a Elizabeth Edwards, Christopher Pinney, Gillian Rose, Anna Dahlgren, Geoffrey Batchen, Sigrid Lien, Martha Langford o Patrizia DiBello— que se han enfrentado a los desafíos interpretativos que suponen este tipo de fotografías. En cierta medida, este interés por los álbumes fotográficos familiares mostrado por museos, coleccionistas e historiadores responde, como lo asegura Mette Sandbye en el artículo Looking at the family photo album: a resumed theoretical discussion of why and how, a la sensación de estar en medio de algo nuevo y decir adiós a una tecnología antigua y analógica.
5 Es preciso considerar también lo que las fotos familiares omiten. De acuerdo con Patrizia Di Bello los álbumes pueden revelar lo que normalmente se deja fuera de la imagen, los secretos no expresados, los deseos reprimidos y las fantasías prohibidas, por ejemplo, porque llevan las huellas materiales del intento de borrar a una de las personas representadas o porque el espacio en blanco de un álbum señala una fotografía eliminada (Di Bello, 2007: 5). A lo que apuntamos a señalar, parafraseando a Jay Prosser, es que las fotografías familiares “contienen una comprensión de la pérdida” (Prosser 2005: 1) en diferentes niveles: lo efímero de un momento memorable demasiado esquivo para ser realmente capturado, un momento que sólo puede ser representado sacándose a sí mismo de la imagen, distanciándose de ella a través del objetivo de la cámara; la nostalgia en relación con la promesa de felicidad e intimidad escenificada en una fotografía pero nunca experimentada de verdad; la glosa de una realidad emocional demasiado difícil de reconocer por medio de las convenciones fotográficas; la pérdida de una persona representada, ya desaparecida; la desaparición del contexto familiar en el que se produjo y vio la fotografía, junto con la comunicación oral que acompañaba la visión de la fotografía (álbum) y, por último, pero no menos importante, la pérdida del contexto cultural, social e histórico en el que este acto fotográfico específico tenía sentido.
6 La materialidad de los álbumes fotográficos ha cambiado notablemente en la era digital. Luego de la caída de la producción del negativo como soporte fotográfico, debido al imponente advenimiento de los medios digitales, se pueden percibir diferentes tendencias que marcan el camino de estos dispositivos de memorias familiares, por denominarlos de cierta forma. Desde hace unas décadas, en efecto, los álbumes ya no están representados en papel, ni en lienzo sino codificados en impulsos eléctricos. Habitan en discos rígidos, en tarjetas de memorias y se visualizan en pantallas de celulares, computadoras, televisores o redes sociales. En ese sentido entonces la materialidad de los álbumes familiares solo existe si hay electricidad. Sin ella no existirían.
7 En relación con la fotografía el concepto de biografía social se entiende, de acuerdo con Elizabeth Edwards, relacionada con las formas de materialidad que aquí se esbozaron. La primera es la biografía social del contenido de las imágenes, como las diferentes impresiones, los formatos de publicación, las diapositivas, entre otras, que implican cambios de forma material. En segundo lugar, la biografía social de un objeto fotográfico concreto que puede o no modificarse físicamente a medida que se desplaza por el espacio y el tiempo.
8 Barthes fue muy elocuente sobre otro tipo de ausencia que persigue a las fotografías porque, además de la referencialidad que ofrecen, de la certeza de la presencia y del “esto ha sido”, existe también, señala, la certeza de un “esto será”: esta anterioridad futura es la muerte. “Tanto si el sujeto ya está muerto como si no, toda fotografía es esta catástrofe” (Barthes 1989: 96). Su énfasis está, pues, en las ausencias hechas por el tiempo. Dicho, en otros términos, la fotografía constata, en la seguridad del “algo ha sido”, el certero “ya no será”. En la misma dirección, Susan Sontag cree que toda la foto es un memento mori, ya que certifica el paso del tiempo (Sontag, 2006). En cierta medida esto explica las razones por las cuales, a fines del siglo XIX, y comienzos del XX, debido al alto costo de las primeras tomas y a lo poco frecuente del evento fotográfico, muchas veces algún integrante de la familia fallecía sin haber sido retratado. La última oportunidad de hacerlo era durante las primeras horas que seguían a la muerte, dentro de un género preciso y muy usual por entonces: el retrato fotográfico de difuntos.
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