Artículos
Desigualdad horizontal y democracia con desigualdad en México y Colombia
Horizontal inequality with democracy in Mexico and Colombia
Desigualdad horizontal y democracia con desigualdad en México y Colombia
Revista de Ciencias Sociales (Ve), vol. Esp. 25, pp. 295-311, 2019
Universidad del Zulia
Recepción: 20 Febrero 2019
Aprobación: 08 Junio 2019
Resumen: México y Colombia son dos países que, a pesar de sus diferencias notables en materia de estructuración del Estado y consolidación de nación, tienen enormes similitudes en sus violencias culturales que producen cierres sociales y mantienen a grupos poblacionales enteros sumidos en estatus culturales que inhiben su movilidad social, generando un proceso de desigualdad persistente. Este artículo, a partir del contraste entre un corpus teórico y una revisión histórica, pretende analizar dicho proceso a la luz del concepto de desigualdad horizontal, priorizando su perspectiva de estatus cultural. Esto con el fin de entender las formas simbólicas que soportan los procesos de estereotipación, y que de acuerdo con los resultados, dan cuenta de un entramado que termina definiendo el sujeto gobernado y el sujeto gobernable, en clara expresión de una democracia con desigualdad. Se concluye, que en ambos países los dispositivos culturales surgidos de su origen colonial, al designar atributos a grupos enteros, terminaron por perpetuar la desigualdad; en el caso de México a partir del concepto de ciudadanía étnica, que exaltó el indígena antiguo pero no el contemporáneo; en el caso de Colombia mediante una ideología de la igualdad representada por el mestizaje biológico.
Palabras clave: Violencia simbólica, desigualdad persistente, desigualdad horizontal, democracia con desigualdad, gubernamentalidad.
Abstract: Mexico and Colombia are two countries that, despite their notable differences in terms of state structuring and nation consolidation, have enormous similarities in their cultural violence that produce social closures and keep entire population groups immersed in cultural status that inhibit their mobility social, generating a process of persistent inequality. This article, based on the contrast between a theoretical corpus and a historical revision, aims to analyze this process in the light of the concept of horizontal inequality, prioritizing its perspective of cultural status. This in order to understand the symbolic forms that support stereotyping processes, and that according to the results, account for a framework that ends up defining the governed subject and the governable subject, in clear expression of a democracy with inequality. It is concluded that in both countries the cultural devices arising from their colonial origin, by designating attributes to the entire groups, ended up perpetuating inequality; in the case of Mexico, based on the concept of ethnic citizenship, which exalted the ancient indigenous but not the contemporary; in the case of Colombia through an ideology of equality represented by biological miscegenation.
Keywords: Simbolic violence, durable inequality, horizontal inequality, democracy with inequality, governmentality.
Introducción
Hoy a primera vista es posible encontrar un denominador común entre Colombia y México: La situación de violencia directa originada en el fenómeno el narcotráfico. Se puede afirmar que dicha realidad, que aqueja actualmente, a México corre en paralelo a la vivida por Colombia décadas atrás (Palacio y Serrano, 2010, Valencia, 2018), sin embargo, este fenómeno de violencia vinculada al narcotráfico no debiera ocultar las prolongadas situaciones de la misma, simbólica y estructural que han vivido ambos países desde el periodo colonial y que hoy determinan sus modelos de configuración nacional y los condicionantes socioculturales que constituyen la base de su cultura política. Esto no implica afirmar que las características de la violencia directa en Colombia y México sean equiparables.
No obstante, en ambos casos los dispositivos culturales impuestos por las elites dominantes han generado formas de governmentality (Focault, 1998), que unidas al poderío económico, han configurado a lo largo de su historia un sujeto gobernado, desde determinantes de clase, etnia, género, o edad.
Lo anterior, obliga a hacer el tránsito del análisis de esa violencia directa, claramente visible, abrumadora y que en la mayor parte de los casos nubla la vista; hacia sus mecanismos legitimadores, inscritos en la lógica de la violencia estructural, que en México y Colombia presentan diferencias notables en materia de estructuración del Estado y procesos de consolidación de nación, pero tienen enormes similitudes en las violencias simbólicas o culturales que han permitido, en ambos países, que el paradigma de desarrollo no impacte en los niveles de desigualdad, y produzca cierres sociales que imposibilitan la movilidad social.
Las reflexiones que se presentan a continuación se enmarcan en el proyecto de investigación “Análisis comparativo de la evaluación del impacto social, ambiental y territorial de los proyectos urbanos desarrollados en América Latina”, investigación cofinanciada por la Universidad de Medellín, la Universidad de San Buenaventura- Sede Medellín y El Colegio Mayor de Antioquia. Asimismo, hacen parte del proyecto de investigación “Cultura y metrópoli” que financia la Universidad Autónoma del Estado de México. El primer proyecto tiene como producto la construcción de un sistema de indicadores físicos, ambientales y sociales, con base en una combinación de fuentes primarias y secundarias, que permita monitorear los impactos de los proyectos urbanos en zonas de periferia, los insumos recolectados para este sistema y su lectura en contexto a partir de la construcción de un corpus teórico y un rastreo histórico de dichas problemáticas, son la base para el presente artículo.
Al respecto, los análisis que soportan este artículo se basan en un aparato teórico estructurado a partir del concepto de desigualdad horizontal (Stewart, 2010a), alternativa al estudio de la desigualdad en términos clásicos, que permite trascender de los determinantes económicos inmersos en la lógica de la desigualdad vertical (aunque no los excluye), y vincular al examen de los componentes políticos, sociales y los estatus culturales que configuran los marcadores de identidad grupal. En tal sentido, este artículo priorizará el análisis de los dispositivos culturales y los mecanismos de cierre social que, como “trampas” colectivas, mantienen a ciertos grupos poblacionales en un estado de desigualdad persistente (Tilly, 2001), y que se transmiten de generación en generación.
La información que se integra permite afirmar que la desigualdad persistente evaluada desde la perspectiva de la desigualdad horizontal tiene, además de los componentes de explotación y acaparamiento comprendidos por Tilly (2001), una base cultural que se desarrolla al interior de la sociedad y de los grupos socioculturales. Este artículo comprende la cultura, como la forma en que los grupos sociales diversos participan de manera heterogénea de los dispositivos culturales hegemónicos, que delinean las maneras simbólicas de entender el poder y explican su distribución mediante mecanismos construidos a partir de la clasificación jerárquica de los grupos. De ahí que la cultura sea un insumo para la gobernabilidad, en tanto las ideaciones simbólicas pueden transformarse en dispositivos para el control social.
Para dar marco a este entramado teórico se aborda el asunto de la construcción cultural de la sociedad moderna en México y Colombia. Ambos países, además de ser comparables desde sus tipologías de violencia directa (Valencia, 2018), desde lo cultural dan cuenta de un entramado social que determina formas simbólicas de definición de los otros que mantienen a ciertos grupos poblacionales en situación de permanente desigualdad. Se parte de la idea de que el devenir se construye mediante esa dialéctica del tiempo en que las acciones del pasado repercuten en las del presente y del futuro, de ahí que las formas cómo se construyó el contrato social en el pasado, son insumo para conocer el devenir, pues implican la ocupación de posiciones tomadas por los distintos grupos en la estructura social (Addison y Brück, 2016).
En tal sentido, el artículo pretende aproximarse al concepto de “democracia con desigualdad” a partir del análisis de las formas simbólicas que permiten los procesos de “estereotipación” cultural desde de la asimilación horizontal de los mecanismos para ser gobernado (Reygadas, 2008). Se retoma por tanto la categoría de governmentality de Foucault (1988), pues los grupos sociales se someten y disciplinan en función de que comparten similares definiciones de ellos mismos y de los otros, lo que genera dispositivos que indican qué es el poder y cómo se distribuye. Se concluye que el origen colonial de ambos países dejó un legado de dispositivos culturales que terminaron por perpetuar la desigualdad; en el caso de México a partir del concepto de ciudadanía étnica, en el caso de Colombia mediante una ideología de la igualdad representada por el mestizaje biológico.
1. La desigualdad horizontal como soporte de la desigualdad persistente, la importancia de los dispositivos culturales
La desigualdad es uno de los temas de estudio más recurridos en las ciencias sociales. Ya Marx y Engels (1980), dieron cuenta de la desigualdad social y la forma de lucha de clases que ésta toma en el devenir histórico. La sociología clásica de influencia weberiana analizaba tres factores independientes pero interrelacionados que soportaban la desigualdad en la sociedad industrial: El poder, los recursos y el status. No obstante, su atención se centraba en los recursos y el poder, colocando al status en una posición accesoria a los otros dos, lo que imposibilitaba ver la importancia que tiene para la gente cuidarlo como forma de representación frente a los otros, e impide comprender cómo las diferencias sociales basadas en el status, el género y la raza, se entrelazan con la organización de los recursos y el poder (Ridgeway, 2014).En respuesta a esta limitante, las corrientes actuales del estudio de la desigualdad incorporan variables adicionales de corte sociocultural que superan la mirada estructural. Jelin, Motta y Costa (2017), identifican tres aproximaciones: Una primera, encaminada a pasar del interés exclusivo en el estudio de las disparidades socioeconómicas a un entendimiento más comprensivo de las inequidades, incluyendo variables como el poder y las asimetrías existenciales; una segunda, dedicada al estudio de los patrones actuales de las inequidades, invitando a superar los análisis nacionales, e introduciendo variables relacionadas con las inequidades globales y la posición de los actores sociales en las estructuras trasnacionales; y un tercer campo de estudio, y el cual interesa al presente artículo, que busca integrar las múltiples categorizaciones además de las de clase, que inciden en la formación de las jerarquías contemporáneas, como son: El origen, el género, la raza, la etnia, la edad, la religión, y el lenguaje; diferencias que según los autores no son jerárquicas sino horizontales. En esta perspectiva se pueden ubicar las críticas de Tilly (2001) al análisis clásico individualista de la desigualdad en la sociedad capitalista. Para el autor este responde a un modelo básico compartido, que tiene como centro la revisión caso a caso de determinantes como posición, recompensas a dicha posición y mecanismos clasificatorios; revisión que desconoce que dicha posición ocupada no es producto de un reclutamiento individual sino de una categoría asignada y mutuamente reconocida, representada en prácticas intergrupales, conexiones internas y relaciones interpersonales que generan categorías que facilitan un trato desigual y una comprensión compartida, asociada a esa categoría (Tilly, 2001). Asimismo, Tilly (2001) argumenta que la inequidad entre grupos en una sociedad es mantenida por la combinación de la explotación y la oportunidad de acaparamiento; lo que daría origen a la desigualdad persistente, cuando estos mecanismos de reproducción de las desigualdades se unen a la construcción y mantenimiento de jerarquías ordenadas por pares categoriales en una simbiosis entre categorías sociales de diferencias y estructuras de inequidad. Este proceso da lugar para Joan y Debraj (1994), a la alienación que algunos grupos humanos tienen frente a otros, y que es determinante de las nociones de cohesión e identidad al interior del grupo. Es aquí donde cobra vigencia el concepto de desigualdad horizontal, el cual “sostiene que ciertos marcadores de identidad son más pertinentes que la clase socioeconómica para crear la identidad compartida necesaria para formular agravios procesables que sean lo suficientemente fuertes como para superar el dilema de la acción colectiva” (Bahgat, et al, 2017, p.12).
Así, en la base de esta combinación de asignaciones categoriales y su respuesta en la reafirmación de la identidad de grupo la desigualdad horizontal, permite visibilizar las desigualdades existentes en lo económico, lo político, lo social y el estatus cultural entre grupos determinados dentro de una cultura, grupos cuyos miembros se distinguen del resto de la sociedad, por características de raza, grupo étnico, religión, secta, región, entre otras. Allí radica la diferencia con la desigualdad vertical, pues la horizontal se refiriere a discrepancia entre grupos culturalmente definidos y no entre individuos (Stewart, 2008; 2009; 2010b). La importancia de este concepto radica en sus efectos en el bienestar individual, la eficiencia económica y la estabilidad social, razón por la cual algunas de estas desigualdad pueden derivar en conflicto violentos (Steward, 2002; Østby 2003; Stewart, 2009).
De forma particular, Stewart (2002; 2009) caracteriza la desigualdad horizontal como un caso especial de privación relativa, que focaliza el punto de referencia para la comparación no en el individuo sino en el grupo, dicha comparación produce descontento y frustración para el grupo que se mira en relación con otro más privilegiado en la sociedad, impulsando el interés por la redistribución, pero también puede ser una fuente de “oportunidades internas debido a la fuerza y la naturaleza colectiva de los agravios y las emociones que puede generar la desigualdad compartida. Muchos grupos de identidad tienen redes sociales y recursos preexistentes que los movimientos nacientes pueden aprovechar para movilizar a los miembros del grupo (Bahgat, et al, 2017).
Otra potencialidad que podría atribuirse al concepto radicaría en permitir explorar los dispositivos culturales usados por los estratos sociales para definir la elegibilidad de sus miembros, esto en total consonancia con la propuesta de cierre social de Weber (1998). Los mecanismos de cierre estamental se forman de dispositivos culturales que clasifican a los que entran y los que no entran en dichos estatus. De esta manera, la sociedad en su conjunto contribuye a perpetuar la desigualdad, a través de “trampas” movilizadas por dispositivos culturales que definen a los grupos bajo esquemas de estereotipos que terminan por limitar su desarrollo y potencial intrínseco (Figueroa, 2003).
A partir del concepto de desigualdad horizontal, se puede afirmar que existe un capital social reducido para los grupos que cargan con mayores estigmas, además esta desigualdad es persistente de generación en generación, y produce en el grupo desfavorecido la percepción de no tener la capacidad para salir de la situación de empobrecimiento (Stewart, 2009); lo cual se refleja en las limitadas posibilidades de movilidad social, en gran medida por los escasos contactos que se mantienen con miembros de otras clases y estatus sociales, y la forma natural como son asumidos los mecanismos de pertenencia y cierre. Las formas de auto concebirse se articulan con los reconocimientos que otros hacen sobre tal o cual grupo (Taylor, 1999; Fraser, 2006 en su reformulación de la propuesta Hegeliana), de ahí que la desigualdad horizontal se explique por las interacciones simbólicas, que son también relaciones de poder.
Es el caso del ultraje infringido al poeta negro Juan Francisco Manzano por la Marquesa del Prado alrededor de 1830 quien, como narra Revueltas (2014), “castigaba todo en Juan Francisco, pero en especial la poesía” (p.532). El horizonte del poeta queda restringido por los estereotipos culturales que sobre su clase social recaen; incluso cuando fue liberado de su esclavitud, torna a convertirse en esclavo; un esclavo de género distinto, por el mutismo auto infligido en virtual del estigma. El ejemplo muestra los mecanismos de cierre social internalizados que permiten mantener en la pobreza a quienes en potencia poseen talentos que les permitirían movilidad social(1). El arsenal cultural estereotipado es una forma de dominación (Maldonado, 2012) tanto vertical (en la medida que ayuda a las elites a mantener el poder) y horizontal (en la medida que la violencia se ejerce desde los interiores de la sociedad). La lógica de la desigualdad horizontal termina por limitar “escapes” de la pobreza y coloca a sectores poblacionales en permanente desventaja, como afirma Roberts (2010), dada la asociación que se genera entre estereotipos, pobreza, crimen y violencia.
2. Desigualdad horizontal y entramado institucional. Detonantes de la democracia con desigualdad
América Latina es una región qué a pesar de su proceso paulatino de crecimiento económico, presenta altos niveles de desigualdad, un ejemplo de ello son las desigualdades étnicas. “Se estima así que más del 80% de los 40 millones de indígenas de la región están en pobreza extrema” (Kliksberg, 2005, p.416). Solo para los casos de estudio de este artículo, según el Anuario Estadístico de América Latina y el Caribe de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL, 2018), el Producto Interno Bruto per cápita para 2017 en México era de 8.530,2 y para Colombia de 5.806. Esto en contraste con el rango crítico donde se ubican ambos países con respecto al Gini: México 0,504 y Colombia 0,521. En particular en México el 1% de la población recibe 21% de los ingresos de todo el país (Esquivel, 2015).
Esta aparente contradicción, crecimiento económico sin reducción de la desigualdad, permite formular la hipótesis que existe un entramado social que contribuye, en países como México y Colombia, a perpetuar dicha desigualdad. El proceso de conformación y mantenimiento del Estado – Nación puede ser la respuesta.
No obstante, es importante partir de reconocer que entre México y Colombia existen diferencias estructurales en el proceso de conformación de nación. En México, la Revolución logró canalizar el clamor popular en un afán homogeneizador de los diversos intereses políticos e introyectó en la población una resignación a los estatus sociales construidos. En Colombia, existe un proyecto de nación truncado, fragmentario y regionalizado (Palacio y Serrano, 2010; Duncan, 2014; Valencia, 2018) que contrasta con la ideología de la igualdad representada en el mestizaje biológico.
Sin embargo, ambos casos presentan una serie de dispositivos culturales (Foucault, 1998) que, al designar atributos a grupos enteros, terminan por mantener los estatus mediante fórmulas simbólicas que los amordazan. Es aquí donde entra a jugar un papel fundamental la idea de “Democracia con desigualdad” y su vínculo con la cultura política.
Como afirma Huntington (1991), las críticas realizadas en el siglo XX a los dos elementos básicos de la teórica clásica sobre democracia: Voluntad del pueblo como fuente y bien común como objetivo, provocaron un distanciamiento del concepto de su sentido sustancial, para privilegiar entre las cuatro definiciones de democracia: Constitucional, sustantiva, procedimental, procesal (Tilly 2007); a su acepción procedimental.
Desde esta perspectiva, de acuerdo con Schumpeter en 1942 (Huntington, 1991) la democracia se definiría como un método que propiciaría el acuerdo institucional para llegar a decisiones políticas, mediante el ejercicio del poder de decidir en una lucha competitiva por el voto del pueblo. Sin embargo, esta aproximación permite solo comprender un sentido de la democracia, la electoral, pero no logra abarcar el sentido pleno que conlleva una democracia social en el sentido promovido por Tocqueville, caracterizada por la igualdad de condiciones y guiada por un espíritu igualitario que refleje la ausencia de un pasado feudal.
Por su parte, el concepto de democracia con desigualdad, alude a baja calidad de la democracia social, en tanto no todos acceden a calidades de vida suficientes. En condiciones de desigualdad horizontal, la cultura política ya no es resultado de la ciudadanía y el sistema de representaciones políticas (Cárdenas, 2012), ni sustenta “un orden democrático que pone el acento en el valor de los derechos, las libertades y las oportunidades” (Dahl, 2008, p.110); sino que representa los procesos clasificatorios entre grupos, que definen jerarquías y estatus, así como establecen los parámetros para simbolizar el poder. En tal sentido, la cultura política representa la ideología dominante que le da sentido colectivo, en el ámbito de lo simbólico, a la desigualdad material, en la medida que justifica el orden social desigual a partir de sus formas de distribución del poder.
En esa medida la hegemonía (Gramsci, 1999) representa la cultura que normaliza el statu quo existente de una sociedad, construye las nociones de gobernados y gobernantes en una relación no cuestionada, que representa las maneras como los estratos sociales comprenden el poder y a las personas que lo (deben) ejecutar (Varela 2005). Así, la governmentality (Foucault, 1998) como la posibilidad de compartir una cultura general que coloca a unos, mediante dispositivos legítimamente aceptados, en los estratos más altos, y a otros, en los más bajos.
Este mecanismo de conformación plena del orden social (desigual) potencia su capacidad de mantenerse, en la medida que todos comparten significados en torno a los estatus y estamentos sociales, es decir, la misma cultura política o la misma cognición normalizada del orden existente en palabras de Fraser (2006). Estos estereotipos, una vez internalizados, se convierten en dispositivos colonizadores de las mentalidades, como decía la vieja hipótesis de Fanon (1980), reduciendo los horizontes de la movilidad.
Las formas clasificatorias sobre los distintos grupos, que terminan por “acomodarlos” y “amordazarlos” en los márgenes de la estructura social y política, se convierten en ejercicios de poder cuyos vehículos de expresión se encuentran en las relaciones sociales horizontales, a partir de la implementación cotidiana de estereotipos que establecen cierres sociales entre los estratos. Esta función de legitimación fue expuesta por Galtung (1990) como violencia cultural, la cual a su vez puede ser usada para justificar formas de violencia directa o estructural, llevando a la estructuración de categorías de ciudadanos de segunda clase, donde el grupo en desventaja debe expresar, al menos en el escenario público, la cultura del dominante. Éstas son las trampas que perpetúan la desigualdad por medio de la inhibición de la movilidad social y son la expresión de la desigualdad horizontal (Stewart, 2002; 2008; 2009; 2010a).
2.1. La construcción cultural de la sociedad mexicana y la desigualdad horizontal
Desde la época colonial, los criollos mostraron formas de apropiación de los logros de los grupos subalternos (construcciones arquitectónicas, calendarios astronómicos, el uso del cero) para justificar sus acciones independentistas (Villoro, 1984; Brading, 1988). Herederos de una genealogía reducida a segunda clase respecto al nacido en España, los criollos construyeron al indio americano del pasado como su emblema de origen. En esta elipsis se evadió al indio contemporáneo y en esta evasión se le colocó en la base de la jerárquica estructura social. Vale el indio antiguo, más no el contemporáneo (Navarrete, 2004). Este proceso iba a generar, en la etapa post guerra de Independencia, las bases de lo que se llamó el colonialismo interno (González, 2009) que derivaría en relaciones políticas, donde los herederos de los criollos serían el grupo dominante.
Territorialmente, a su vez, estas nuevas relaciones políticas generarían las llamadas regiones de refugio, en las que los enclaves más occidentalizados ejercían el poder político y mercantil, en sus distintas zonas de influencia, en las que las comunidades indígenas giraban en torno a dichos centros de poder en manos de los blancos (Aguirre, 1987), dando cuenta así de los dos mecanismos que dan origen en América Latina a la desigualdad horizontal de los pueblos indígenas: Sometimiento y despojo de tierras (Puyana, 2018).
Con el surgimiento de las nuevas republicas, el indio es colocado en el estatus más bajo de la nueva estructura social y territorial al perder, como ocurrió en casi toda América Latina, el fuero especial creado para ellos por la Corona Española para protegerlos y garantizar la producción indígena y la tributación (Puyana, 2018).
Durante el periodo independiente se consideró la categoría de ciudadanía para todos los habitantes del país, “en la ideología de las élites criollas, la soberanía popular y la ciudadanía eran indispensables para el ejercicio del poder político” (Puyana, 2018, p.55), todo esto sobre la base de un ciudadano ideal que se concretaba en el hombre blanco y económicamente solvente, que inspiró una idea de igualdad en medio de la desigualdad (Zarza, 2010; Puyana, 2018).
Ante esta prerrogativa se proclama la necesidad de la unidad cultural nacional. Este proceso obligaba al etnocidio, envuelto en una retórica de igualdad de oportunidades para todos. Se “escondía” la obligación, selectiva para los indígenas, de cambiar sus identidades primarias a favor de la nacional y ciudadana que pretendía la formación del Estado Nacional moderno, se puede decir que el objeto era cambiar la “matria” (relaciones primarias) (González, 1997) por la patria (relaciones civiles), así concreta la discriminación étnica a partir de uno de sus dispositivos privilegiados, la invisibilización (Puyana, 2018).
El resultado de este proyecto occidentalizador que se enarboló en México fue la emergencia de, como indica Navarrete (2004), una nueva categoría étnica en cuyo contenido ideológico mostraba la igualdad de los mexicanos en su conjunto, desde la concepción de mestizo. Quizás sea éste un momento crucial para el despliegue del proceso de estereotipación simbólica en México, pues partiendo de un supuesto mestizaje entre indios y españoles, se construye la identidad de esta nueva categoría cultural, que escondía mecanismos de cierre social en la medida que sólo asignaba membrecía a quienes compartieran los valores y las aspiraciones de la imaginaria sociedad moderna occidental con la que México se construyó.
Al respecto, Navarrete (2004) indica que de 1808 a 1930, 20% de la población de México dejó de considerarse indígena; pero este proceso no necesariamente fue por mestizaje biológico, sino por el abandono de la cultura indígena y el acomodamiento a la cultura occidental prototípica del mestizo. De esta forma, la ideología mestiza se convirtió en ideología nacional y, con ello, en un cúmulo de significados que asignan su lugar a cada grupo en el entramado de la jerarquía social. Se observa en este proceso la relación intrínseca entre la violencia simbólica (estereotipos y dispositivos para crear cierres sociales) y la violencia estructural (pobreza, menos participación en la riqueza material), pues los grupos más estereotipados negativamente (pigmento de la piel más obscuro, menores ingresos, menores relaciones sociales, relaciones más cercanas a sus regiones de origen) se mantienen en los estratos más bajos de manera perpetua.
Se proyectan así una serie de dispositivos culturales para hacer de la diversidad un determinante de la desigualdad. Navarrete (2004), sostiene que una sociedad construida bajo este esquema de ciudadanía étnica (la de mestizos), genera una especie de régimen social que puede denominarse de pluralidad jerárquica, y tal vez allí radica el estancamiento institucional que explica la experiencia de la democracia con desigualdad, pues para ejercer el poder se requiere formar parte de un grupo que posea ciertas cualidades simbólicas, que van desde el color de la piel hasta la identificación plena con el proyecto de sociedad moderna y occidental. Los menos adecuados para puestos de toma de decisiones serán estigmatizados y la opinión pública (la hegemonía, la cultura política) accionará de manera contundente para cerrarles el paso.
La Revolución Mexicana representará una coyuntura de cambio y continuidad de la desigualdad horizontal. Genera las condiciones para que el pueblo obtenga cierto margen de movilidad social (educación gratuita y acceso a la tierra agrícola) sobre la construcción de un imaginario nacionalista, que permitió con sus símbolos, ideologías, mitos e instituciones, ratificar un Estado populista donde el autoritarismo se compensaba con el clientelismo obtenido (Valencia, 2018). Este modelo clientelista dio continuidad a la definición estereotipada del indígena. Si en el siglo XIX se trata de un ind que las construcciones sociales de una nueva sociedad debe apaciguar, con el siglo XX se mantiene la idea de que el indmedianteígena rencoroso que no comprende los horizontes de la sociedad moderna y por lo tanto, se le debe “apaciguar” (Florescano, 2001); en el siglo XX se proyecta la imagen de un indígena anómalo respecto a lo que la modernidad exige.
En México la idea de una integración social fundada en las diversas naciones que habitaban el territorio sucumbió ante la de construir grupos étnicos que debían integrarse paulatinamente al contrato social de la llamada nación mexicana. Esta idea cercenó por completo la posibilidad de un tipo de organización política fundada en el pluralismo (Sánchez, 1999).
Esta imagen además influyó poderosamente en el menosprecio de la contribución económica a las comunidades indígenas, pues fueron construidas como meras anomalías que debían ser incorporadas a las filas del progreso económico capitalista en el que se subía México. De ahí, que con fundamento en estas ideas y ante la necesidad de pacificar al país, Álvaro Obregón, presidente emergido de la Revolución Mexicana
(…) estableció una política de conciliación de intereses y de compromisos con las facciones políticas más fuertes en cada estado. A estas les concedió un amplio margen de autonomía para que cada grupo regional pudiera reconstruir sus redes políticas y sociales, y renovar así el preexistente clientelismo, lo que terminó por marginar a los sectores populares e impidió el nacimiento de una efectiva participación ciudadana. (Sánchez, 1999, p.58) y, una activa participación en la economía de esta nueva nación.
Desde diciembre de 1982, México abandonó el modelo de sustitución de importaciones, reformó el régimen de comercio exterior y dio apertura a los flujos de capital extranjero, reduciendo los aranceles a las importaciones. Estas políticas tuvieron implicaciones sobre la estructura social al ubicar en el estatus de pre modernos a campesinos, pequeños ejidatarios y pueblos indígenas, con el consecuente interés por introducirlos en la modernidad a partir de su vinculación con el libre comercio.
Además, en paralelo se produjo un deterioro de la producción agrícola a consecuencia de la competencia con los productos importados de EEUU, lo que redundo en la perdida de importancia en la estructura de la economía mexicana de los sectores comerciables, agricultura y ganadería, los cimientos de la economía indígena (la agricultura de subsistencia, especialmente la producción de maíz, frijoles, café y cacao como la primera actividad económica de la población indígena). “Las regiones en las que la agricultura es la actividad principal registraron tasas de crecimiento más lentas después de las reformas” (Puyana y Murillo, 2012, p.3).
Por su parte, la industria quedó en manos de los sectores dominantes de siempre, como afirma Esquivel (2015) en Informe para OXFAM, la falta de competencia económica y un débil marco regulatorio permitieron el poder monopólico u oligopólico por parte de algunas empresas, agravando los problemas de marginación de la población menos favorecida.
Asimismo, en particular desde el enfoque étnico, después de la Revolución Mexicana el indígena será, nuevamente, objeto de construcciones sociales que lo mantendrán al margen de las decisiones, en los estratos más bajos y en los territorios más marginados. Desde un análisis de desigualdad espacial y bajo el supuesto que el 60% de los pueblos indígenas en México viven en municipios indígenas (Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas [CDI/PNUD], 2006), Puyana (2015) demuestra la relación proporcional entre número de población indígena que habita los municipios e índice de rezago social.
Ejemplo de ello es cómo en estos municipios el ingreso rural agrícola es más bajo que en el resto del país, al igual que el gasto social per cápita y son ubicables las brechas de pobreza alimentaria, de capacidades y de patrimonio, brechas que cuentan con una diferencia de alrededor de 20 puntos porcentuales entre los municipios con más de 70% de población indígena y los que tienen menos del 40% de esta. Esto lo reafirma Esquivel (2015), la población hablante de una lengua indígena es cuatro veces más pobre que la población no hablante, el 38% de la población hablante indígena vive en pobreza extrema, a diferencia del 10% de la población total que vive en esa condición.
No obstante, adicional a estas violencias estructurales, en el caso de México es alarmante el incremento de las violencias directas, entendidas estas como las que cuentan con un emisor intencionado y consciente de las consecuencias que generará el ejercicio de su violencia (Galtung, 2003); y como las rutas explicitas de la desigualdad horizontal golpean no solo por etnia y clase sino por género y edad, en el caso mexicano, las mujeres han sido uno de los grupos poblacionales más afectados.
Según la Encuesta 2016 del Instituto Nacional de Estadística y Geografía de México (INEGI, 2017), el 66% de las mujeres de 15 años y más ha experimentado al menos un acto de violencia emocional, física, sexual o económica durante su vida. En particular, en materia de violencia directa, entre 2007 a 2012 se cometieron en México 1.909 feminicidios, lo que representa una tasa de 3,2 por cada 100 mil mujeres (Geneva Declaration, 2015).
Sin embargo, la literatura cualitativa sobre desigualdad horizontal y género se centra en factores estructurales, básicamente dirigidos a analizar la participación política, el acceso a la educación o la tasa de fertilidad de las mujeres (Stewart, 2008), en consonancia con la tendencia a privilegiar la democracias electorales y sobre la hipótesis que la inclusión política y social de las mujeres reduciría la propensión de los países a los conflictos violentos (Stewart, 2008). No obstante, estos abordajes desconocen el peso de los marcadores de identidad de género en las violencias directas sobre ellas, marcadores grupales que han permitido a autoras como Segato (2016) acuñar el término femigenocidio.
Las distinciones simbólicas funcionan como instrumentos políticos de dominación pero también pueden crear identidad compartida para formular agravios procesales que permitan superar el dilema de la acción colectiva (Bahgat, et al., 2017). Es el caso del levantamiento hace 24 años de los indígenas del sur del país congregados en el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN). Su objetivo era visibilizar la presencia del mundo indígena en México. Bajo la consigna “nunca más sin nosotros” se buscó despertar las conciencias de la población del país frente a la situación de los pobres y los indígenas, pero también de las mujeres. Lamentablemente en 2018, el EZLN propone una candidatura presidencial zapatista que no logra los requisitos suficientes para su registro ante las instituciones electorales, lo que los deja fuera de la contienda. De nuevo el sistema social mexicano se subsume en violentos dispositivos culturales que excluyen y marginan al indígena.
2.2. La construcción cultural de la sociedad colombiana y la desigualdad horizontal
Colombia fue uno de los países de América Latina que presentó el más rápido proceso de mestizaje biológico desde el periodo de la Colonia. Para algunos, esto se explica por la poca densidad poblacional y para otros, debido a los procesos de destrucción y dominación generados en la Conquista. Ejemplo de este mestizaje son las cifras de distribución poblacional de la Nueva Granada a mediados del siglo XVIII; según el Censo de 1778:
(…) el grupo blanco y mestizo representaba cerca de 80% de la población, el indígena 15% y el negro esclavo 5 por ciento. La mayor parte de la masa indígena estaba concentrada en tres sitios, a saber, Santa Fe, Tunja y Cauca. (Jaramillo, 1968, p.25)
A este proceso de mestizaje se sumó la incorporación, en el imaginario nacional, de un mestizaje ideológico que propició por años la percepción de una sociedad homogénea, donde incluso la población afro encontró un lugar con la población mestiza: El mecanismo ideológico era la llamada sociedad nacional. Esto a pesar del alto grado de segregación y marginación presente en las ciudades andinas y la pobreza de la población “mestiza” y “mulata” provenientes de las zonas de asentamiento negras (costas pacífica y caribe). Sin embargo, el proceso de mestizaje, contario a su pretensión homogeneizante, puso de manifiesto un ideario de las clases dominantes que generó un proceso de estratificación social cimentado en un sistema de segregación similar al de castas, que otorgó privilegios a las élites locales y regionales.
El afianzamiento del mestizaje en la Nueva Granada en el Siglo XVIII, supuso el paso de una sociedad abierta en el periodo previo a la independencia (en la medida que se reconocía la composición plural de la sociedad), a una sociedad cerrada debido a limitaciones en materia de movilidad social (Jaramillo, 1968); de ahí que el mestizaje, junto con la acumulación de riqueza, los derechos patrimoniales y división del trabajo, fueron las bases para el proceso de estratificación de la sociedad neogranadina (Jaramillo, 1968).
Lo anterior implicó que los determinantes de este proceso de estratificación no se circunscribieran de forma específica a características raciales o culturales, sino que se construyeran fundamentalmente a partir de criterios económicos (Jaramillo, 1968). Se configuran así los dispositivos simbólicos que procurarían la desigualdad horizontal, mediados por la riqueza y la pobreza que, por otra parte, hoy permiten el ascenso social de clases emergentes vinculadas con economías ilegales, en especial en los ámbitos local y regional.
Cabe resaltar los mecanismos de respuesta de las poblaciones marginadas. Es el caso de la vehemente defensa de territorios que realizaron tanto la población indígena como la afrocolombiana en lo que se llamó la “era de las revoluciones” (Helg, 2011); lucha que fue borrada por la historiografía oficial mediante persistentes procesos de estigmatización. En el caso de la población indígena, la respuesta a estos procesos fue la búsqueda de inserción en la cultura política nacional, que estuvo mediada por “el desafío explícito a los roles tradicionales que justificaban las desigualdades y la discriminación. Esto implicó la construcción de una nueva identidad” (Peñaranda, 2015, p.41), que hoy se expresa en procesos organizativos como los del Consejo Regional Indígena el Cauca (CRIC), proceso que a su vez asume mecanismos explícitos de cierre social, que ubican la resistencia como su bandera de interlocución con la institucionalidad.
Por ello, la distinción tajante entre desigualdad vertical, como origen de conflictos armados y desigualdades horizontales, como determinantes de fenómenos de violencia societal (Uribe, 2010), es debatible para el caso colombiano cuando se observa la relación imbricada entre pobreza, procesos de cierre social que derivan en segregación de grupo y una cultura política homogeneizante que da origen y prolongación al conflicto armado.
En ese sentido, el control sobre la tierra ha sido el elemento estructurante de la configuración del poder político en la Colombia y ha determinado un modelo de ascenso social que ha sido el detonante de las múltiples confrontaciones armadas vividas por el país a lo largo de dos siglos de vida republicana. El vínculo inquebrantable entre élites locales, estructura agraria patrimonialista y conflicto armado, es determinante de las desigualdades que movilizan en los grupos un ánimo belicoso cimentado en los procesos de violencia simbólica. Con la detentación de la riqueza y el control armado de los territorios fue posible, para las élites emergentes, la ruptura de los mecanismos de cierre social de clase.
Claro ejemplo de ello es el ascenso social, la incursión en la clase dirigente y la construcción de una base social a nivel local, logradas por los narcotraficantes a partir de su incursión en la elite terrateniente en la década de los 80, y su apoyo financiero durante la crisis industrial de los 80 y 90. Por su parte, su ejército de sicarios y los posteriores grupos delincuenciales que recibieron su legado en materia de control territorial, lograron romper desigualdades horizontales a partir de su nuevo lugar como proveedores de seguridad, justicia y servicios en las poblaciones abandonadas por el Estado (Valencia, 2018) como dice Duncan (2014), generando así una “subcultura delincuencial” basada en referentes de: Estatus, respeto y poder, ligados al uso de la violencia armada.
De igual manera, el dominio de la tierra, construyó la base de los dispositivos culturales de dominación persistentes hasta hoy en Colombia, en una clara simbiosis entre riqueza y clase, como soportes fundamentales de la construcción de cultura política y la definición del sujeto gobernable (Foucault, 1998). Un ejemplo claro de la dicotomía gobernante- gobernado en esta cultura política es la contraposición entre el imaginario creado alrededor de la idea del terrateniente, bajo el apelativo “paisa” y “cachacho”, y el jornalero, presentado en el campesino, el afrodescendiente e incluso el indígena, en lo que llama Duncan (2014) clientelismos de hacienda.
De esta forma, se generaron dispositivos culturales cuya intención era exacerbar los rasgos diferenciadores entre la población de la zona andina y la de las zonas costeras (en su mayoría afrocolombiana), dando muestra de una democracia con desigualdad, donde se legitima la distribución desigual del poder con base en mecanismos simbólicos que ubican a los otros (no mestizos biológica o ideológicamente) en situación de inferioridad. Por tal motivo, a diferencia del caso mexicano, en Colombia se mantienen hoy los fueros especiales para la población indígena y son utilizados para los procesos de la reforma agraria y restitución de tierras a los propietarios originales (Puyana, 2018), lo que a pesar de ser un mecanismo de reafirmación positiva da cuenta de la permanencia de los mecanismos de cierre social.
Los dispositivos simbólicos se convierten, en la lógica de Galtung (1990), en legitimadores de la violencia estructural. Es el caso de la población afrodescendiente que a pesar de representar el 10% del total de la población del país, en sus zonas de concentración cuentan con Índices de Condiciones de Vida (ICV) mucho menores que la población no perteneciente a algún grupo étnico: Los afrocolombianos residentes en la región pacífica (una de las zonas de mayor concentración de esta población) contaban para 2007 con un ICV de 53,6 a diferencia del 65,5 de la población que residía en esa región e indicó no pertenecer a etnia alguna, (Urrea y Viáfara, 2007; PNUD, 2010).
Adicionalmente, el INB de los afrodescendientes es 10 puntos porcentuales mayor al de todo el país (34,5% para población afro y 24,4% para el resto), asimismo superan en un 6% las líneas de pobreza e indigencia (en materia de pobreza las cifras son de 60% para afros frente a 54,1% para el resto, y en indigencia el porcentaje de población afro era de 24,1% frente a 18,6%, del resto) (Urrea y Viáfara, 2007; PNUD, 2010).
Aproximándose a otro de los indicadores altamente sensibles, la cobertura educativa, cabe destacar que para 2009 “la tasa promedio de cobertura bruta (80%) de los 108 municipios con significativa población afro [era] inferior a 16 puntos porcentuales frente a la tasa del resto de los municipios (96%)” (PNUD, 2010, p.74). Estos datos ilustran la afirmación de Puyana (2018) según la cual, la desigualdad que afecta a los afrodescendientes puede ser más grave que la de los indígenas, debido a su incapacidad para diferenciarse y auto identificarse sobre la base de la lengua para exigir ciertos derechos.
Estos dispositivos simbólicos a su vez legitiman la violencia directa, haciendo que indígenas, afros, mujeres, jóvenes y campesinos, sean, desde las diversas rutas descritas para la desigualdad horizontal, las principales víctimas del conflicto armado y la violencia que vive el país. En tal sentido, cabe destacar que Colombia contaba al primero de mayo de 2018 con un total de 8.650.169 víctimas del conflicto armado, siendo el desplazamiento forzado la principal victimización registrada con un total de 7.358.248 víctimas, de estas 2.329.298 son niños y niñas menores de 18 años. Del total de víctimas registradas en el Registro Único de Victimas (RUV) al primero de mayo de 2018, 230.675 se declararon pertenecientes al grupo étnico indígena y 848.984 pertenecían al grupo afrocolombiano (Red Nacional de Información [RNI], 2018).
Las principales victimizaciones que recaen sobre estos dos grupos étnicos son: El desplazamiento forzado con 192.427 víctimas indígenas y 738.247 afrodescendientes, las amenazas con 9.445 víctimas indígenas y 39.425 afrocolombianas, y los homicidios con 8.603 víctimas indígenas y 31.043 afrocolombianas (RNI, 2018).
No obstante, como se dijo anteriormente aunque el enfoque predominante para abordar el análisis de la desigualdad horizontal sea el étnico (Østby, 2008), este tipo de desigualdad también puede tomar rutas explicitas en el género y la edad. Esto es evidente en el caso colombiano donde el 50,1% de las víctimas del conflicto armado son mujeres, es decir 4.623.140, siendo las principales victimizaciones el desplazamiento forzado con 3.752.912, víctimas mujeres, el homicidio con 459.143 y la desaparición forzada con 78.071. En estos dos últimos casos se observa solo una leve distancia entre el número de casos de hombres (mayor porcentaje) y el número de casos de mujeres, sin embargo, cabe recordar el impacto diferencial del conflicto armado sobre las mujeres claramente descrito por la Corte Constitucional Colombiana en el Auto 092.
También es de destacar la victimización de población LGBTI, que a pesar de su claro subregistro, cuenta con 2.889 víctimas registradas, y sus principales victimizaciones son el desplazamiento forzado con 1.961 víctimas, las amenazas 483, los delitos contra la integridad sexual con 185 casos y los homicidios 108 (RNI, 2018).
Conclusiones
Colombia y México son sociedades en las que los efectos de la estereotipación social, producto de su respectivo origen colonial, ejercen fuertes presiones sobre los grupos subalternos, que se traducen en la perpetuación de la desigualdad de sus sociedades. Los procesos de estigmatización de los grupos sociales se encuentran enraizados en las relaciones de poder que se ejercen desde la sociedad, es decir, se trata de una serie de símbolos asignados a los grupos en los que se juegan valoraciones que terminan por encasillarlos en los estrechos márgenes de una posición en la jerárquica estructura social.
Se sostuvo que la desigualdad de ingresos se relaciona estrechamente con la desigualdad horizontal, desde su perspectiva de estatus cultural. La primera es una manifestación de la violencia estructural, siguiendo a Galtung (1990); y la segunda funciona como trampa para perpetuarla, en tanto violencia simbólica. Las manifestaciones de la desigualdad horizontal de tipo cultural se dan fundamentalmente mediante la violencia simbólica, en lo que aquí se llama la estereotipación de los grupos sociales y sus dispositivos de cierre social. De ahí que sea la expresión empírica de las relaciones entre grupos que no encuentran la ocasión propicia para dar el salto y cambiar de estatus social. En sociedades como la colombiana y la mexicana se puede constatar que los orígenes coloniales de ambas, determinan el funcionamiento de los dispositivos culturales para clasificar a los grupos.
En los dos países, uno caracterizado por los estatus bien definidos y el otro por la ideología del mestizaje, se observa una inevitabilidad de los privilegios de las élites. En términos espaciales estos dos procesos de configuración societal, llevan a lugares distintos. En México se generaron las llamadas regiones de refugio que configuraron un pacto social de dominación, expresable en las relaciones de colonialismo interno; mientras que en Colombia, las regiones mostraron la completa ausencia de solidaridad y pacto social entre las élites y los pueblos, construyendo estratos sociales bien identificados. Esta distinción genera, para Colombia, un campo propicio para la violencia estructural, mientras que en México se despliega más enfmo los grupos estigmatizadosnguaje desde el que se contruyen los significados de la polMaron la completa ausencia de solidaridadáticamente la violencia simbólica; pero en ambas sociedades con expresiones claras de violencia directa.
El poder simbólico en la sociedad funciona como una trampa que limita la superación de las brechas. Estos dispositivos de estereotipación no permiten el despliegue pleno de la democracia social, más bien funcionan para mantener a las personas amordazadas a sus estratos sociales y en esa medida definen los perfiles de quiénes pueden entrar a la élite y quiénes no. En una sociedad de estratificaciones simbólicas, la democracia se ejerce con desigualdad, pues los estereotipos terminan por legitimar dichas desigualdades, en eso consiste la cultura política. Sin embargo, los casos ilustran grupos estigmatizados con pretensiones de movilidad enalteciendo la propia cultura (estereotipada). Se trata de los indígenas en México, de los indígenas y las comunidades negras, en Colombia.
Así, la desigualdad horizontal representa una vía para explicar la persistencia de la desigualdad vertical. El lenguaje que requiere se finca en la cultura y en las formas simbólicas de entender el poder, lo que genera las condiciones sociales para administrar la violencia social desde el Estado. A esta administración política se le llama democracia con desigualdad, lo que significa asumir institucionalmente la función de administrar la violencia, en la medida que la sociedad la usa simbólicamente (para clasificar y amordazar). Colombia y México encuentran en su cultura política (generadora de estereotipos), una trampa para superar las brechas de la desigualdad y una excusa adecuada para el ejercicio de la administración pública entendida como democracia con desigualdad.
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Notas