Resumen: Durante el siglo XIX el utilitarismo social fue un instrumento importante para el progreso de la nación mexicana. Este modelo surgió de la experiencia europea que impulsó la importancia del trabajo como instrumento decisivo para lograr el éxito económico. En este sentido, la responsabilidad laboral, comprometida y positiva, constituyó una actitud inherente a las personas en las sociedades racionales y metódicas. Dicho modelo calificó a los individuos en dos categorías: 1) sujetos útiles, ciudadanos trabajadores y productivos y 2) sujetos inútiles, es decir, sin trabajo: vagos, viciosos y delincuentes. El objetivo de este trabajo consiste en analizar la transformación de los delincuentes en sujetos útiles, según el utilitarismo social de Yucatán del siglo XIX.
Palabras clave:Utilitarismo socialUtilitarismo social, Trabajo Trabajo, Buenas costumbres Buenas costumbres, Delincuencia Delincuencia, Yucatán Yucatán.
Abstract: During the nineteenth century the social utilitarianism was an important tool for the advancement of the Mexican nation. This model emerged from the European experience that boosted the importance of work as a decisive instrument for achieving economic success. In this sense, the committed and positive working attitude was an inherent responsibility to people in rational and methodical societies. This model qualified individuals into two categories: 1) useful subjects, citizens and productive workers and 2) useless subjects, ie without work: lazy, vicious and criminals. The aim of this paper is to analyze the transformation of criminals into useful subjects, according to the social utilitarianism in Yucatán in the nineteenth century.
Keywords: Social Utilitarianism, Work, Good Customs, Crime, Yucatán.
ARTÍCULOS ORIGINALES DE INVESTIGACIÓN
Buenas costumbres y utilitarismo social. Medidas contra la delincuencia en el Yucatán decimonónico
Durante el siglo XIX, en México se creía que para alcanzar el progreso era necesario implementar una política social en la que el trabajo fuera determinante para el desarrollo del país, modelo que se encuentra reflejado en la prensa mexicana y yucateca de la época ( La Revista de Mérida , 18 de marzo de 1875), como lo señalan diversos autores (Pérez Toledo, 2001; Pérez-Rayón, 2001). En este sentido, los individuos debían ser responsables y estar comprometidos con sus obligaciones laborales, ello redundaría en el desarrollo de las sociedades, convirtiéndolas en racionales y metódicas (Hobsbawm, 1997; Kocka, 2000)
Una de las tareas más complejas a las que se enfrentaban las autoridades para implementar este modelo en la sociedad mexicana era cambiar la mentalidad de los individuos, sobre todo de la población de los estratos sociales más bajos, quienes, por regla general, consideraban el trabajo como un medio de satisfacer sus necesidades diarias y, por ello, dedicaban una parte importante de su tiempo al ocio. Este comportamiento era todo lo contrario a lo que el sistema capitalista de la época y el pensamiento liberal propugnaban, gracias a esto se recurrió al discurso, considerado como un valor primordial para el desarrollo social: el ciudadano útil, responsable y comprometido con el trabajo.
A esta idea del bien común y de ciudadano útil, Langewiesche (2000) la denomina moral social, y la identifica como ética laboral. En la época solía asociarse lo moral y lo ético con connotaciones religiosas, sin embrago, se produjo un cambio en el discurso de lo que podíamos denominar moral civil, de la que surgiría un compromiso entre el Estado y la sociedad, cuyo fin era lograr una perfecta simbiosis para alcanzar el progreso. Las claves que definían este pilar social se fundamentaban en la formación de nuevos ciudadanos capaces de hacer propios los valores que emanaban de esa idea de progreso, individuos comprometidos con sus trabajos y con la sociedad.
Ante la grave situación política, económica y social mexicana de inicios del siglo XIX, las autoridades consideraban el trabajo como el motor para el proyecto nacional basado en el progreso social y económico. Dicho proyecto demandaba la incorporación de todos los individuos a los que clasificaba en dos categorías: 1) como sujetos útiles, es decir, ciudadanos trabajadores y 2) sujetos inútiles , individuos que no trabajaban o lo hacían de manera esporádica; en esta categoría se incluían también a los denominados vagos, viciosos y malentretenidos (Aranguren, 1982; Im Hof, 1993; Miranda, 1998; Ribera, 2002). Estos tres últimos tuvieron especial importancia para el Estado porque representaban una alteración de los valores que pretendían imponer al conjunto de la sociedad. Por ello, el Estado implementó políticas sociales con la finalidad de erradicarlo que se consideraba inutilidad social y formar hombres nuevos que se guiaran en una conciencia basada en las reglas morales, éticas y honorables, las cuales subyacían a esta idea del modelo basado en la importancia del trabajo como generador del bien común, es decir, un buen ciudadano y un hombre civilizado. Este discurso es recurrente en la prensa de la época (El Siglo Diez y Nueve , 28 de mayo de 1851; Las Garantías Sociales , 24 de febrero de 1858).1
Así, a mediados del siglo XIX aparece reflejada la siguiente idea: “el trabajo, la industria y la riqueza […] hacen a los hombres verdaderamente virtuosos” (Hale, 1982, p. 165). De esta forma, la ocupación laboral en un trabajo digno se convertía en un aspecto fundamental de la política decimonónica, destinada a cambiar el considerado México atrasado de ese entonces en uno más avanzado, en términos sociales y económicos. En las ideas de progreso se preconizaba el trabajo como un recurso básico para el desarrollo de la nación; sin embargo, no se le daba la misma importancia a la innovación o al perfeccionamiento técnico que eran parte fundamental del progreso y necesarios para el bienestar general (Droz, 1981). No obstante, para alcanzar estos logros era precisa la existencia de un clima social proclive; en esta época se vivía una situación de inestabilidad política y social debido a levantamientos militares, corrupción, criminalidad, delincuencia, etcétera, que asolaban al país. Para hacer frente a estos aspectos era primordial formar individuos honorables, de buenas costumbres y dedicados al trabajo, que contribuyeran a la creación de un país estable y económicamente avanzado, a la altura de Estados Unidos y de algunos países europeos considerados como ejemplos a seguir.
Durante el siglo XIX, el concepto de buenas costumbres se utilizaba de forma recurrente, hacía referencia a una serie de atributos o valores que debían seguir todas las personas para lograr individuos de moral intachable y reconocidos socialmente, lo que incluía también ser trabajador y un buen ciudadano sin vicios, seres sociales con sustento en la moral y en la ética. Las buenas costumbres y la ocupación laboral constituían la regla que garantizaba la sanción y aceptación de un conjunto de comportamientos sociales destinados al progreso y que evitarían cualquier tipo de alteración al orden que se pretendía establecer; para el desarrollo social y económico del país eran precisos la estabilidad y el orden en todos los ámbitos, pues ello contribuiría a garantizar las condiciones idóneas para el alcanzar el progreso.
El trabajo era considerado el factor fundamental para alcanzar todas las metas propuestas, el trabajador era un compendio del discurso que hacía referencia a su compromiso, responsabilidad y valores morales y éticos respecto al trabajo. La prensa jugó un papel fundamental para difundir estas ideas ya que fue utilizada por los poderes públicos de forma reiterada. En la prensa yucateca de mediados del siglo XIX se encuentran numerosas referencias a la importancia del trabajo como motor social y lo negativo que era para la sociedad estar desocupado. Reiteradamente se alega en contra de la ociosidad, considerada perniciosa para la sociedad y generadora de todos los males, incluimos un texto de 1851 en el que se hace énfasis a lo señalado:
El trabajo del espíritu eleva la inteligencia y corrobora la voluntad. La ociosidad rinde el cuerpo mas tal vez que un trabajo moderado; enerva el alma, roba el carácter su vigor; a la mente su penetracion y al corazon su primitiva frescura: da al cuerpo y al alma una vejez prematura y los reduce á una completa impotencia. Pero el hombre eminentemente activo por su naturaleza, no puede permanecer mucha tiempo desocupado, y la ociosidad se diferencia del trabajo en que el hombre ocioso se ocupa en cosas frívolas é inútiles, al paso que el hombre laborioso se ocupa séria y útilmente. Hay en la sociedad una multitud de fruslerías y de miserias en que se ceba con lastimoso ahinco la inteligencia de los hombres ociosos, y que sirve de pasto á su corazon; su alma se llena fácilmente con aquel alimento ligero y sin consistencia, porque es estrecha y no puede á causa de esto, contener mas que poca cosa, y muchas veces dan mas importancia á esas pequeñeces, que los hombres inteligentes á las cosas grandes y principales que los ocupan […] Si la ociosidad enseña muchos vicios, el trabajo enseña por el contrario muchas virtudes […] No hay vicio que no enseñe la ociosidad. El que no está ocupado piensa en hacer algo malo, y lo hace cuando se le presenta la ocasion para ello. La inaccion entrega al espíritu desórden de los pensamientos mas incoherentes, y abre el corazon como una plaza pública a los mas culpables deseos. Para distraerse del fastidio que nunca deja de traer en pos de sí el hombre va á pedir consuelos y goces á lo que no puede darle mas que penas y remordimientos, conviértese una carga para sí mismo y una descarga sobre el primer objeto que encuentra agradable el peso de las desazones que lo abruman. Hállase indefenso contra los ataques del vicio y contra las seducciones del placer (El Siglo Diez y Nueve, 28 de mayo de 1851, s. p.).
Dos décadas después se encontró un discurso similar, lo que indica que las políticas que se pretendían aplicar no obtenían el resultado deseado. Se puede observar que los escritos se centraron cada vez más en culpabilizar al ocio como el generador de todos los vicios y el responsable de ocasionar en la sociedad y en el individuo desazones que incidían en su falta de bienestar; de esta forma se hacía énfasis en lo pernicioso que resultaba el alejamiento de las buenas costumbres. Para 1875, en el periódico El Pensamiento de la capital yucateca podemos leer lo siguiente:
El móvil que vigoriza al hombre, apartándole de la indolencia, y que le hace adquirir el medio mas noble de vivir con beneplácito de la generalidad, es indisputablemente aquel que trajimos invívitos en nuestro sér, y ser vió marcado en nuestra frente desde la arborada de nuestros dias. […] El trabajo trae consigo la paz del alma, que es el encanto de la vida. La ociosidad es el fastidio de ella, que arrastra males de funestas consecuencia. El contento, es el resultado inmediato de las buenas acciones: el tedio es el resultado del desenfreno y de las malas costumbres. […] El que se entrega á la holganza, se expone á vicisitudes de grave trascendencia. El hombre, como consecuencia precisa de la envoltura de su sér, es propenso á contentar sus deseos y si en el acto de querer realizar cualquiera de aquellos á que puede lícitamente aspirar, pero que requieren la intervencion fisica para alcanzarlos, se muestra indiferente á todo y olvida aun el libre exámen, fuera de sí, rompe los vínculos sagrados que le unen á la sociedad, y se precipita en el abismo, por que vé en su sima la persecusion de lo que pretende y de lo que no puede prescindir: le falta aquel supremo esfuerzo del espíritu para triunfar en la lucha (El Pensamiento , 16 de mayo de 1875, s. p.).
A comienzos del siglo XX este mismo discurso se repitió, lo que demuestra que, lejos de ser exitosa, la política social no tuvo los resultados pretendidos por las autoridades. En el Diario Popular , publicado en 1908, se observa un discurso semejante a los publicados seis décadas antes, el cual pone énfasis en los beneficios del trabajo para la buena salud física y espiritual de los individuos.
El hombre que consagra su vida al trabajo, ya sea para atender á sus necesidades, ya sea para dedicarse al bien de sus semejantes, pasa la vida alegre y tranquilo […] El trabajo principia para el hombre desde sus primeros años. Trabajar no es solo ejercer un oficio como el sastre, el carpintero, el agricultor, ó una profesión científica como el médico, el abogado ó el ingeniero; el trabajo es la constante dedicación que se necesita para vencer la ociosidad y estar siempre ocupado (El Diario Popular , 14 de abril de 1908, s. p.).2
La disyuntiva trabajo-ocio recorre todo el discurso del siglo xix y principios del xx, es unánime la consideración del trabajo como una idea positiva y contraria a la ociosidad, calificada siempre de forma negativa. También existieron discursos que hablaban de los jóvenes, así se puede leer en la prensa de 1908 que los “ocios juveniles conducen al vicio y al abismo” (El Diario Popular , 27 de febrero de 1908, s. p.). En síntesis, el trabajo es inherente a un país para “llegar á ser un pueblo floreciente y dichoso, pues debe á la sábia naturaleza grandes veneros de riqueza pública, que explorará en sus buenos tiempos, porque se halla animado al deseo de hacerlo, porque ya ama por convencimiento el trabajo” (Las Garantías Sociales , 24 de febrero de 1858, s. p.).3
La idea de orden para alcanzar el progreso representaba una práctica en la que no podían separarse trabajo y prosperidad porque se consideraban inherentes; es decir, asumían el papel fundamental de hacedoras de conciencias a través de la ocupación laboral y la disciplina, los cuales conformaban el carácter del hombre que debía llevar a su país al progreso. De ahí que el trabajo constituyera el núcleo orgánico que definía los valores colectivos.
La sociedad decimonónica se vio inmersa en una transformación que obligaba a los individuos a integrarse en el proceso de conformación social y económica propuesta por el Estado, cuya finalidad era alcanzar sus metas en un país donde el orden y el progreso eran fundamentales para lograr un México moderno y desarrollado, por lo que los buenos ciudadanos, trabajadores y prósperos, eran fundamentales para lograr tales objetivos.
En palabras de Pedraza (2004), el progreso consistía en la dinamización del orden racional y constante. En el modelo social mexicano no se logró dicha tarea debido a las múltiples tensiones y conflictos político-militares que se multiplicaron desde la primera mitad del siglo xix. Hasta el período del porfiriato se dieron los primeros logros con la formación de una industrialización y un mayor desarrollo de la clase obrera, no exenta de contradicciones.
El ambiente de presunta paz y tranquilidad social durante aquél período fue consecuencia de un férreo control político a través de la represión militar y policial. El discurso moral y ético del trabajo acabó fracasando porque si bien hubo un incremento importante de la clase trabajadora, esta se formó a costa de una tremenda opresión hacia muchos sectores de la misma. Los ideales sostenidos en el discurso decimonónico fracasaron al sucumbir las autoridades ante una élite económica, nacional e internacional que demandaba una mano de obra barata (Ribera, 2002). Las consecuencias sociales del orden y progreso del discurso porfiriano acabaron menoscabando el bienestar de la clase baja trabajadora y, sobre todo, el de la población indígena.
Uno de los aspectos medulares de la idea de las buenas costumbres se basaba en la educación, considerada indispensable para alcanzar la prosperidad social, pero el Estado debía garantizar las condiciones para alcanzarla a través de diversas vías. La educación era entendida, en su término más amplio, como hacedora de individuos con diversos conocimientos que ayudarían en la formación de sujetos honorables que practicaran esas buenas costumbres, no obstante, también eran instruidos en la disciplina por el trabajo. El papel del Estado era organizar un buen gobierno que conciliara el sistema moral que incluía todas las esferas de la vivencia colectiva –política, económica y social– con el objetivo de garantizar el funcionamiento de la sociedad, imbuida de las buenas costumbres. Esto significaba que el aparato político, órgano rector de la sociedad, debía crear leyes acordes con el discurso sostenido que sancionaran el orden deseado; al mismo tiempo debía desarrollar un aparato administrativo eficiente para sustentarlo, evitando la corrupción en la medida de lo posible; sin embargo, la responsabilidad definitiva correspondía a un actor social principal: el ciudadano, aquel comprometido con el progreso.
En contradicción, el sistema tuvo múltiples fracturas y colapsó, pues sin orden no había moral, sin moral no había disciplina, sin disciplina no se ejercía un trabajo eficiente y sin trabajo no había progreso. Estas premisas tuvieron mucha importancia, ya que el combate al ciudadano deshonesto solo se contendía con el ciudadano honorable, formado en escuelas y útil a la sociedad y a la patria, como se denominaba en la época: “un patriota benemérito y virtuoso ciudadano” (Castillo, 1865, p. 8). Para todo ello, era preciso la impronta de modelos considerados de utilitarismo social.
El utilitarismo social es una idea que comienza a desarrollarse a finales del siglo XVIII, se basaba en que todos los individuos, independientemente de su condición, debían contribuir al bienestar social. Una de las políticas empleadas para tratar de neutralizar las contradicciones que se daban en México fue la aplicación, principalmente en las ciudades, de un programa de trabajo que incorporara a los vagos, quienes se dedicaran a juegos considerados ilícitos, a los delincuentes de cualquier tipo y a los criminales. Esta política ya se había puesto en práctica en el siglo XVIII con las reformas borbónicas, aunque su aplicación tuvo escasos resultados. Procuraba la prevención y corrección de los individuos considerados como no útiles para que pudieran contribuir al bien público. Se consideraba que la vagancia y los vicios, como el alcoholismo o el juego, podían llevar a cometer cualquier tipo de delito. El sujeto inútil reconvertido en sujeto útil se consideraba como una de las políticas del utilitarismo social más importantes del siglo XIX.
Durante el primer imperio, el 12 de julio de 1822, se decretó un bando para que vagos, holgazanes y ociosos fueran perseguidos y encarcelados. Este bando fue una repetición de un decreto del 11 de septiembre de 1820 que dictó suspender los derechos ciudadanos a aquellos individuos sin empleo u oficio, a su vez, derivaba de la Real Orden del 30 de abril de 1745 y del Real Decreto del 7 de mayo de 1765 (Arrom, 1989). Estas disposiciones fueron las que marcarían la pauta sobre la regulación de orden social y la vagancia durante el siglo XIX.
En el caso de Yucatán, estas políticas se trataron de implementar a través de tres modelos diferentes: 1) a los sujetos considerados no útiles se pretendía transformarlos en ciudadanos útiles a través de medidas de carácter correctivo; en un principio, se les obligaba a trabajar la tierra como jornaleros; posteriormente, a finales del siglo xix, comenzaron a poner en práctica la enseñanza de algún oficio; 2) otro modelo era incluir en el ejército a aquellos individuos dedicados a la vagancia; por último 3) se buscaba emplear a dichos sujetos en la mano de obra de diversos servicios públicos.
En las primeras décadas del siglo xix, los alcaldes auxiliares de los barrios de la ciudad de Mérida aprehendían a los hombres considerados sin modo honesto de vivir –vagos, viciosos y ociosos– y los obligaban a cultivar veinte mecates de milpa a fin de librarse de la cárcel (BY, Actas de cabildo de Mérida, Libro 17, ff. 77v-78).
En 1865, durante el denominado Segundo Imperio, se continuaban utilizando estas prácticas mediante un proyecto social que procuraba la dedicación al trabajo para evitar la incidencia de la vagancia y el ocio. Se conmutaba la pena de cárcel por la obligatoriedad de cultivar, cada año, sesenta mecates de milpa de maíz (La Nueva Época , 4 de marzo de 1864). En este sentido, el modelo insistía en la importancia de que todos los individuos tenían el potencial de contribuir en la economía del país; no obstante, este método conllevaba prácticas abusivas contra los delincuentes, obligándoles a trabajar más allá de lo que imponía su condena. Los vagos, viciosos y malentretenidos, calificados como los principales causantes de los desórdenes sociales, fueron incorporados en esta política de “utilitarismo social”.
Estas medidas no significaron la solución a los problemas sociales y no siempre fueron efectivas. El objetivo central de esta política fue procurar solucionar los graves conflictos sociales mediante este modelo correctivo, lo más importante era el bien público y no el individuo –quien debía contribuir con su trabajo al proceso de recuperación económica–. En estos términos, la intención era generar en las mentes de todos los sujetos sociales una valoración positiva por el trabajo y así comprender su obligatoriedad. De esta manera actuarían como catalizadores de la mentalidad de la nueva sociedad que se pretendía.
El utilitarismo social fue una idea que permeó a la sociedad meridana decimonónica. Este pensamiento surgió hacia 1822 gracias a la fractura del modelo delito-castigo, a los que contravenían el orden social y a la emergencia del modelo delito-corrección-utilidad social. Este modelo correctivo también comprendía que los hombres, sin ninguna excepción, tenían la obligación de proporcionar beneficios a la sociedad, desde este punto de vista, las condenas por las comisiones de delitos se iban transformando hacia unos modelos de castigo acordes con ese utilitarismo social; una nueva visión de la corrección de las desviaciones a través del castigo. Desde el siglo XVIII fue desapareciendo la idea de que la comisión de un delito llevaba a la aplicación de un castigo que podía comprender cárcel, azotes, galeras, etcétera. En su lugar, se generaron propuestas que sugerían que los problemas sociales podían solucionarse aprovechando los recursos humanos considerados inútiles para canalizarlos en acciones y actividades en provecho de la sociedad. Las nuevas ideas consideraron que las cárceles constituían centros de criminalidad; en consecuencia, el Estado llevó a cabo medidas para rehabilitar dichos centros, ahora se convertirían en recintos donde los delincuentes, mientras cumplían su pena, podían aprender un oficio, de esta forma se estimulaba la formación de nuevos individuos, es decir, de nuevos ciudadanos; así, la cárcel se convertía en un lugar para aprender oficios y para educar a los ahí recluidos con disciplina en las buenas costumbres (BY, Folletos, caja 1. 1814, IIMiranda, 1998; Pérez Toledo, 2001). Esta modificación en el sistema carcelario, que consistía en cumplir la pena recibiendo una educación y aprendiendo un oficio, definiría un nuevo sistema de sentencias judiciales. Gracias a esto nació la idea de que todos los sujetos debían ser partícipes de la construcción nacional en la medida que los inútiles podían convertirse en útiles ; en la práctica no se cumplieron tales expectativas debido a la reincidencia en los delitos de muchos condenados cuando fueron liberados.
En la tercera década del siglo XIX se inicia en la ciudad de Mérida una persecución implacable contra los vagos a los que se les acusaba de provocar todos los conflictos sociales; con el fin de erradicarlos fueron perseguidos y recluidos en un presidio correccional creado al efecto. Este nuevo recinto debía cumplir con las condiciones necesarias para favorecer la reinserción del delincuente en la sociedad, a través de la enseñanza de distintos oficios con el propósito de regenerar sus modos de vida y reincorporarlos en el programa social de progreso. No obstante, este primer intento de crear un nuevo presidio fracasó, no por la falta de interés de las autoridades políticas de la ciudad, sino por la notoria carencia de recursos económicos para su sostenimiento. La enorme cantidad de personas recluidas condicionó el éxito del proyecto y las otras cárceles continuaron existiendo sin los servicios y atenciones que se habían propuesto (BY, Manuscritos, hojas sueltas, caja xx, 1825, ½, 006; agey, Poder Ejecutivo, ayuntamientos, caja 2, vol. 2).4
Esta primera experiencia sentó las bases para volver a ponerla en práctica en la segunda mitad del siglo xix. En la década de 1860 se construyó otro establecimiento municipal: “creado para mejorar la condición moral y material de los individuos que se destinan á ella” (Ancona, iv, 1882-1883, p. 264). En este nuevo recinto, los presos tendrían la oportunidad de recibir instrucción primaria (enseñanzas de moral, caligrafía, lectura, aritmética, gramática y dibujo lineal) y aprender distintos oficios en los talleres de artes y oficios (carpintería, herrería, platería, sastrería y zapatería) con maestros especializados (Ancona, IV, 1882-1883). Por las mismas fechas también se inauguró en Mérida la primera Casa de Corrección para Menores. El funcionamiento de estas nuevas instituciones fue positivo, ya que, ante el éxito del modelo, se crearon otras prisiones con las mismas características, tanto en Mérida como en Tekax, Valladolid e Izamal y todas contaron con reglamentos de artes y oficios (Ancona, v, 1886-1889, p. 87). La misma orientación tuvo la moderna Penitenciaría “Juárez”, inaugurada en Mérida en 1895 (AGEY, Poder Ejecutivo, gobernación, reglamentos, caja 502).
Un segundo modelo que trataba de erradicar a los individuos considerados inútiles fue el destinarlos a servir en el ejército.5 La primera noticia que abordamos sobre la práctica de este modelo en el país data de 1824, cuando en Oaxaca, Michoacán, Zacatecas, Puebla, Estado de México, Veracruz, Guanajuato y Jalisco decretaron que los condenados a prisión se convertirían en reemplazos del ejército (Serrano, 1993). Dos años después, el Ministerio de Guerra trató de evitar los reclutamientos por este método, ya que consideraba que los vagos y viciosos propagaban la indisciplina y malas costumbres a los otros miembros de las tropas, también se les acusaba de haber contribuido a crear la desmoralización de los compañeros y empujarlos a la deserción. En muchos lugares continuaron aplicándola porque el método de la leva forzosa mediante los sorteos era impopular.6
Debido a un decreto de 1826, en Yucatán se incorporaba a los vagos al ejército a través del método de reemplazos, también aquí las levas forzosas eran impopulares. A lo largo del siglo xix fueron numerosos los decretos emitidos por las autoridades para continuar con la práctica de destinar al ejército a las personas consideradas inútiles, como puede observarse en las disposiciones de 1827, 1828, 1829, 1835, 1842 y 1864 (BY, Actas de cabildo de Mérida, libro 20, f. II 9v, 122; Peón y Gondra, i, 1832: 81-82; BY, Actas de cabildo de Mérida, libro 21, f. 69-69 v; agey, Poder Ejecutivo, decretos y leyes, caja ii, vol. i; agey, Poder Ejecutivo, decretos y leyes, caja 4, vol. I, exp. 2; Aznar, I, 1850);7 cabe señalar que por estos medios no se cubrían todas las demandas de los ejércitos. En 1826, se ordenó en el partido de Mérida el reemplazo de 45 hombres para la Milicia cívica y otros 40 al servicio de la Marina Nacional (BY, Actas de cabildo de Mérida, libro 20, f. 119v, 122). De estas plazas solo se cubrieron 34 de la Milicia y no hubo ningún reemplazo para la Armada (BY, Actas de cabildo de Mérida, libro 21, f. 69-69v). En 1838 se registraron 42 condenas por vagancia, mismas que fueron destinadas a la Milicia permanente de la ciudad (AGEY, Poder Ejecutivo, gobernación, vol. II, exp. 5).
Parece que el número de vagos era superior al de las condenas aplicadas, por ello, la cifra de estos individuos incluidos en el programa de reemplazos siempre fue limitada, esto se pudo deber a que los alcaldes de los barrios no informaban a menudo la existencia de vagos en sus respectivas jurisdicciones (Güémez, 1994). Uno de los mayores problemas al que se enfrentaban las autoridades era demostrar que las personas practicaban la vagancia, pues podían confundirse con algunos que se encontraban desempleados en esos momentos (La Revista de Mérida , 13 de junio de 1878). En 1831, por ejemplo, 11 individuos fueron condenados al servicio de las armas durante cinco años, a pesar de su insistente defensa de que eran inocentes de tales acusaciones (AGEY, Poder Ejecutivo, vol. 3, exp. 7, caja 24).
En términos generales, este método tuvo un éxito moderado, por un lado respondía a las urgentes necesidades de la nación para proporcionar sustitutos de los caídos en batalla o de aquellos que habían desertado y, por otro, sirvió para reducir el número de hombres reclutados a través de la impopular leva. La retirada de vagos y criminales de las calles cumplía con el objetivo de remediar la falta de suministro de hombres dispuestos a garantizar la defensa, seguridad y estabilidad nacionales. La tarea más significativa del Estado era convertir los sujetos inútiles e improductivos en sujetos útiles y productivos, cumpliendo con dos de sus compromisos y obligaciones: proteger a los ciudadanos y erradicar a los sujetos que trataban de mantener al margen las políticas que las autoridades pretendían (Miranda, 1998).
El tercer método para insertar a los individuos no productivos en la sociedad fue a través de los servicios públicos, ellos eran la mano de obra para el arreglo de calles, de edificios, de limpieza, etcétera, este modelo también era conocido en la época colonial. Desde inicios del siglo XIX se generalizó la práctica de este método, sus causas podían ser variadas, sobre todo debido a la escasez financiera de los cabildos y a la aglomeración de los edificios carcelarios donde se recluían a los delincuentes; así la condena revertía en utilidad social. La demanda existente de trabajadores para la reparación, mantenimiento o construcción de las obras públicas municipales fue cubierta por estos individuos que se convertían en ciudadanos útiles al brindar un servicio a la sociedad. Sin embargo, esto no quiere decir que mediante esta práctica todos los delincuentes podían lograr la condonación de las penas impuestas por cometer diferentes delitos u ofensas a la sociedad, sino solo para aquellos cuyas infracciones al orden no hubieran sido de los considerados más graves, tales como el asesinato o el abigeato, cuyas sentencias podían determinar la horca para el delincuente.
Por otra parte, la aplicación de este modelo no siempre resultó satisfactoria, existían diversas circunstancias que podían hacer fracasar los intentos de que los reos condenados por vagancia u otros delitos cumplieran con el servicio que se les encomendaba para cancelar su deuda con la sociedad. Cabe mencionar que la vigilancia durante la realización de los trabajos, por lo general, era muy limitada y, con frecuencia, los reos lograban escaparse. No obstante, la obligación de condonar los delitos por servicios públicos fue un método ampliamente utilizado.8 A pesar de que el empleo de los presos en los servicios urbanos y en las obras públicas fue abolido por decreto del 4 de octubre de 1875 (Ancona, v, 1886-1889), la ciudad de Mérida continuó utilizándolos, por lo menos, unos años después, hasta finales de la década (La Revista de Mérida , 13 de junio de 1878).
La existencia de numerosos individuos considerados inútiles obligó a las diversas autoridades a crear alternativas para solucionar los graves problemas y conflictos sociales. Ante el idealismo de que el progreso podía alcanzarse mediante el trabajo colectivo, el Estado buscó incorporar a todos los individuos al mundo laboral con el fin de mejorar la producción del país. Se trató de aplicar conceptos como la moral , cuyo elemento central era el fomento de las buenas costumbres, lo que tenía que ver con el buen comportamiento de los individuos y con su producción, de este modo, todos contribuirían en el progreso del país. Los vagos, viciosos, malentretenidos y delincuentes eran considerados un obstáculo para lograr el bien común, por tanto, las políticas públicas se orientaron a su reconversión social. Debido a ello, se dictaron diversas normas desde los poderes centrales con la finalidad de emplear a estos individuos en diversas tareas que contribuyeran al bien común.
El utilitarismo social se entendía como una política conducente a la solución de problemas económicos y sociales mediante el empleo de sujetos marginales que eran retirados de las calles y contribuían al bien común a través de su inclusión en el mundo laboral: aprendían algún oficio, se dedicaban a la milicia o eran la mano de obra en servicios públicos. De ahí que el sujeto inútil , al transformarse en un ciudadano trabajador, propiciaba que el desorden y los conflictos tendieran a desaparecer y favorecía al clima de estabilidad necesaria para el progreso de las actividades económicas y de la sociedad.
A pesar de todas las medidas llevadas a cabo por los diversos dirigentes en el período estudiado no podemos considerar que todas hayan tenido los resultados esperados. Por ejemplo, muchos de los sujetos considerados inútiles que se incorporaban al ejército desertaban antes de cumplir su servicio, otras veces huían con las armas reglamentarias y se dedicaban al bandolerismo. Las políticas de recibir una enseñanza para formarse en algún oficio y llevadas a cabo a través del internamiento en alguna penitenciaría eran desaprovechadas por los condenados y continuaban con sus antiguas actividades. Del mismo modo, aquéllos que se destinaban a trabajar en las obras públicas, ante la carencia de una constante vigilancia, huían de los trabajos. Por tanto, podemos concluir que, a pesar de las buenas intenciones de los gobernantes, las políticas destinadas a remediar a los sujetos denominados inútiles no tuvieron el éxito esperado.
AGEY: Archivo General del Estado de Yucatán. Mérida, Yucatán, México
BY: Biblioteca Yucatanense. Mérida, Yucatán, México.
Mosaico, 1849-1850
La Nueva Época, 1864
El Siglo Diez y Nueve, 1851
Las Garantías Sociales, 1858
El Pensamiento, 1875
La Revista de Mérida, 1875, 1878
El Diario Popular, 1908