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La Santa Muerte, entre la mano invisible del mercado y la visible de la violencia
La Santa Muerte, between the Invisible Hand of Market and the Visible of Violence
Contribuciones desde Coatepec, vol. XV, núm. 30, pp. 107-130, 2016
Universidad Autónoma del Estado de México

ARTÍCULOS ORIGINALES DE INVESTIGACIÓN


Recepción: 11 Julio 2016

Recibido del documento revisado: 01 Julio 2016

Aprobación: 21 Julio 2016

Resumen: Este artículo propone argumentos que buscan explicar, desde una perspectiva sociológica, la difusión del culto de la Santa Muerte entre diversos sectores sociales, la gran mayoría de índole subalterna. El punto de partida es la concepción amplia de violencia del sociólogo noruego Johan Galtung. Desde tal concepto, se analiza tanto a los individuos como el contexto social que los envuelve, el cual les ocasiona una permanente sensación de inseguridad y abandono. Lo anterior crea la necesidad de encontrar amparo bajo un poder (en este caso de carácter religioso) que apoye a los sujetos en la búsqueda de estructurar un sentido para sus vidas y concretarlo en prácticas, bajo una sensación de protección sobrenatural.

Palabras clave: Santa Muerte, Culto, Violencia, Informalidad, Neoliberalismo.

Abstract: This article proposes arguments that seek to explain, from a sociological perspective, the spread of the cult of Santa Muerte among various social sectors, the vast majority of subaltern nature. The starting point is the broad conception of violence provided by the Norwegian sociologist Johan Galtung. From this concept, we analyze both individuals and the social context that surrounds them, which causes them a permanent feeling of insecurity and abandonment. This creates the need to find shelter under a power (in this case religious) which support the subject in seeking to structure a sense to their lives and transform it into practices, under a sense of supernatural protection.

Keywords: Santa Muerte, Worship, Violence, Informality, Neoliberalism.

Introducción

Actualmente las creencias religiosas están sufriendo reacomodos. En un entorno de rápidos cambios económicos, tecnológicos, culturales, políticos, la mayoría de la población lucha por sobrevivir rodeada de nuevas inseguridades, temores y desconciertos. Buscando sentido y protección para su vida mucha de esa población recurre a lo religioso; de ella, un alto porcentaje decide alejarse de las opciones tradicionales y prefiere el amparo de nuevas ofertas espirituales. En el caso mexicano –y en el latinoamericano– si bien se da una pérdida de adeptos por la Iglesia católica, uno de los fundamentos básicos en la formación de la cultura de la región, se incrementan, en cambio, los miembros de otras iglesias y cultos: testigos de Jehová, mormones, pentecostales, los autodenominados “cristianos”, conversiones predominantes en la clase media baja; creencias de origen oriental: budismo, elementos de espiritualidad hinduista (yoga), entre la clase media y la media alta. Visto en conjunto, la importancia de lo religioso en América Latina se mantiene, pero configurando hoy una pluralidad de creencias y movimientos sincréticos que sí constituye una novedad (Parker, 2005). Por diversas que sean las creencias que participan en esta reorganización, sus bases éticas presentan muchas coincidencias sobre lo que se considera una “conducta correcta”; todas ellas derivan sus principios de las enseñanzas de lo que unánimemente miran como textos sagrados: escritos bíblicos o textos de filosofía oriental.

Esto es solo un aspecto del cambio religioso en México y la América Latina contemporánea; otra faceta incluye una versión más heterodoxa de lo religioso: aparecen algunos cultos (o se incrementa su peso) que permiten una relación diferente entre lo divino y la conducta cotidiana de los creyentes. Jesús Malverde, la Santa Muerte, en el caso mexicano; el culto a San Miguel Arcángel –distinto a la veneración que se tiene para él dentro de la Iglesia católica–, en el colombiano, pertenecen a este tipo. Se puede afirmar que lo peculiar de estas creencias está en la permisividad que otorga a la conducta de los creyentes frente a la rigidez de las normas que le imponen las iglesias tradicionales. Dicha permisividad llega a avalar a la conducta violenta que practican algunos segmentos de creyentes. Se acepta a la violencia como un elemento natural de la condición humana en algunos casos y, en otros, incluso se la alienta: el culto colombiano a San Miguel Arcángel, por ejemplo. Este escrito intenta proponer, en el ámbito mexicano, posibles explicaciones para la expansión del culto de la Santa Muerte en el contexto violento que vive el país. Para conseguirlo, empieza refiriéndose al posible origen de la imagen, describiendo sus características y dando una mirada a la heterogénea variedad de sus devotos. Luego examina, de manera amplia, la relevancia que ha alcanzado la violencia en el país, tanta, que ha generado un clima de inestabilidad e inseguridad general. Enseguida se refiere a la pérdida de influencia social de la política y de la iglesia institucional, así como al culto de la Santa Muerte como una de las alternativas; haremos énfasis en algunas características de este, y, a partir de allí, se intentarán encontrar argumentos para comprender por qué individuos provenientes de muy dispares segmentos de la sociedad se sienten atraídos por el culto, muchos de ellos desplegando actividades violentas y haciéndolas su medio de subsistencia.

La Santa Muerte es una manifestación de religiosidad popular centrada en el culto de una imagen: un esqueleto humano que representa a la muerte misma, personificada como ser sobrenatural con un infinito poder sobre la vida y la muerte de los humanos. El esqueleto como símbolo de la muerte es de origen cristiano, empleado durante siglos para recordar la caducidad de la vida terrena y la importancia de la eterna (Reyes, 2011). En el caso que estudiamos, en cambio, la Santa Muerte simboliza un esencial apoyo con el que los creyentes creen estar protegidos para enfrentar sus dificultades y preocupaciones en esta vida.

Ya sea como representación pictórica o escultórica (sobre todo en esta última variante), aparece siempre ataviada con arreglos que sus fieles consideran espléndidos. En ocasiones pueden depender del gusto del propietario de la imagen, en otras, las vestimentas se estiman adecuadas para determinadas circunstancias (Perdigón, 2015), pero las más de las veces sus ropajes son inspirados en los de figuras de la tradición católica: monjes, santos o en los de la misma Virgen María, como muestran las innumerables fotos de Claudia Reyes Ruiz (2010). Los creyentes del culto se declaran, casi siempre, católicos, aunque los representantes oficiales de la Iglesia rechazan de manera total la figura y su culto (Perdigón, 2008). Este culto repite, con variantes, los rituales que se acostumbran realizar frente a las imágenes de santos o vírgenes dentro del catolicismo popular: se colocan ofrendas en un altar improvisado, se realizan oraciones, se dicen misas, todo a cambio de favores de la Santa Muerte para los devotos que los soliciten. Hasta aquí todo aparenta una devoción semejante a la ofrecida a muchas figuras de la tradición católica; pero junto a velas, cirios, flores, a la Santa Muerte no le molesta que le ofrenden mariguana o cualquier otra droga, ni tampoco que, entre súplicas para encontrar trabajo, sanar de una enfermedad, conseguir novio, le soliciten la enfermedad o la muerte de alguien, un día productivo en la venta de drogas, no fallar cuando, por dinero, se “trabaja” eliminando a otro. Es decir, su particularidad fundamental radica en los amplísimos límites que admite para la conducta cotidiana de sus devotos

Evolución del culto a la Santa Muerte

Se desconoce cuándo y dónde se originó el culto. Hay quien afirma que tiene orígenes prehispánicos (Araujo, 2015). Pero de esto no existen evidencias, ni tampoco parece verosímil. Eliminados los sacerdotes de los dioses nativos por los conquistadores –élite cultural creadora y monopolizadora de las racionalizaciones que daban sentido y coherencia a sus rituales–, lo que permaneció entre los sectores indígenas de “abajo” de la visión religiosa prehispánica terminó totalmente subordinado a los principios católicos, como se puede ver en el culto a la Virgen de Guadalupe, por ejemplo. Lo que sí es probable, aunque indemostrable, es que los indígenas de los siglos XVI, XVII y XVIII hayan tomado el desastre demográfico que acompañó a la conquista y colonización española como manifestación de un infinito poder de la muerte y que, por ello, la consideraran uno de los más poderosos dioses cristianos, digna de adoración. “Si nos limitamos a México: en vísperas de la conquista, su población es de unos 25 millones; en el año de 1600, es de un millón” (Todorov, 2001, p. 144). No sería extraño que los indígenas de esos tiempos hubieran razonado así frente al que se juzga como el mayor genocidio conocido en la historia de la humanidad. Refuerza esta consideración el arqueólogo Carlos Navarrete, “quien explica cómo hacia el año de 1650 en Guatemala se empezó a rendir culto a varias figuras de esqueletos, que se presumía eran representaciones de San Pascual, a quien se le atribuía el milagro de haber terminado con una peste que azotaba a la región” (Fragoso, 2011, p. 7).

Lo cierto es que la evidencia de mayor antigüedad de este culto está certificada por investigadores en la segunda mitad del siglo XVIII, como una reutilización de la imagen cristiana de la muerte, sin reminiscencias de ritos prehispánicos (Gil, 2010). Los investigadores vuelven a encontrar imagen y culto a principios del siglo XX. La presencia cotidiana de la muerte durante el período de lucha armada de la Revolución mexicana posiblemente reavivó el culto. Pero su auge parece comenzar en la década de los sesenta del siglo XX, cuando se hace notorio que figuras de esqueletos son veneradas en varios pueblos del país y que ya para entonces empieza a volverse también un culto urbano (Gil, 2010).

Hoy se considera el culto de la Santa Muerte como una manifestación de religiosidad popular que presenta un continuo incremento en su número de adeptos. Podría contar con, aproximadamente, dos millones de creyentes (Bojalil, 2008).

¿Qué características sociales comunes poseen los creyentes en la Santa Muerte? No son un conglomerado humano homogéneo. Los hay en los más diversos segmentos sociales, jóvenes y viejos, de diferentes oficios (Lara, 2008). También madres en búsqueda de protección a su familia, políticos con ansia de poder (Gaytán, 2008), aunque el número de devotos de cada segmento es diferente. En parte por la relevancia que se les ha dado en crónicas periodísticas, televisión, novelas, películas, se destaca entre sus devotos a individuos provenientes de sectores sociales que viven de manera cotidiana en medio de una violencia directa y letal: narcotraficantes, sicarios, secuestradores, “narcomenudistas” (distribuidores de droga al menudeo), asaltantes, ladrones, prostitutas, “el mundo del crimen” (Gil, 2010). También muchos recluidos en prisión (Castellanos, 2004), así como miembros de segmentos sociales excluidos por prejuicios culturales serían devotos de la Niña Blanca, como también se le conoce: homosexuales, lesbianas, transexuales. Pero los anteriores son una minoría, la mayor proporción la aportan sectores de población urbana de bajo nivel económico y cultural, marginados de los beneficios estatales, de la educación, del desarrollo y la modernidad (Reyes, 2010). Es un culto que ha adquirido relevancia entre la variedad de santos y vírgenes a quienes solicitan amparo aquellos que trabajan en la informalidad laboral, que en el México de hoy agrupan el mayor número de la población económicamente activa. Ese mundo en el que sus miembros tienen en común su condición de marginalidad respecto a la política social del Estado y formas de sobrevivencia consideradas ilegales o inaceptables por ese poder estatal, aunque la situación de indiferencia, rechazo o persecución oficial muestra una amplia estratificación.

Sin renegar de su condición de miembros de la Iglesia católica ni de sus valores éticos fundamentales, pero sí al margen de la ortodoxia, muchas versiones de catolicismo popular centran su interés en algún santo o alguna imagen que consideran particularmente milagrosa. Las pretensiones de los fieles de la Santa Muerte son mayores: se afirman como católicos, pero algunos viven una práctica que los ubica claramente fuera de los valores aceptados por la Iglesia oficial. Para comprender el fenómeno examinaremos la interrelación de violencia, fenómeno que en la realidad social del México de hoy –y de América Latina– aparece como central, con la situación de amplios segmentos de sectores subalternos y con la adopción y adaptación de elementos culturales de carácter religioso para propiciar legitimidad a nuevas formas de sobrevivir.

El contexto violento

Por violencia entendemos toda situación o acción que limite o destruya los intereses o el ser mismo de un individuo o grupo de individuos en beneficio de otro u otros. Evidentemente, esto implica un ejercicio de poder que puede ser momentáneo o permanente, individual o grupal, institucional o informal, legal o ilegal. Elemento fundamental en el desarrollo histórico de cualquier nación, la violencia es producto y necesidad de una situación social desigual. Ya sea para mantener tal desigualdad, con las ventajas consecuentes para quien la ejerza, ya para eliminarla, la violencia siempre aparece; puede juzgarse como acción criminal o elogiarse como elemento activo en la lucha por la justicia. Siendo expresión de intereses opuestos de todo tipo, también su valoración cambia acorde a quién la emita y cuándo se realice. Violentos son quienes aparecen en las páginas rojas de los diarios y violentos fueron Hidalgo y Morelos, protagonistas de la historia de México. Pero la violencia que se propone destruir la desigualdad es, de modo inevitable, momentánea; para hacer verdadero su resultado tiene por fuerza que dejar de ser, una vez conseguido su objetivo. La violencia que cuida una estructura desigual de la sociedad, en cambio, debe permanecer, con una dinámica que adopta múltiples variantes.

Esta amplitud del fenómeno de la violencia se analiza de manera más certera si se adopta la propuesta teórica del sociólogo noruego Johan Galtung (2003). Desde su perspectiva, la violencia se presenta como el gran obstáculo social para que las potencialidades de los individuos logren transformarse en realidades. En su visión, la violencia se concreta como una interrelación de tres elementos que pueden considerarse como tipos de violencia: estructural, directa y cultural.

En esta perspectiva teórica, la estructura misma de la sociedad, en tanto basada en la desigualdad, es violenta. Se aprovecha en beneficio de pocos y perjuicio de muchos; una élite minoritaria monopoliza decisiones que incumben a todos, organiza y legitima la opresión y explotación de la mayoría mientras acumula para si los beneficios. Es el tipo de violencia que mayor y más profundo daño causa. Esta, la violencia estructural, cuenta con un largo proceso histórico en el que, si bien se puede reconocer un proceso civilizatorio en general, se concreta en cada momento negando a la mayoría las posibilidades que dicho avance civilizatorio crea para el desarrollo de la individualidad personal. El conocimiento de la naturaleza crece, los argumentos sobre la esencia humana se acrecientan, las propuestas sobre posibles futuros de la sociedad se intensifican, pero donde la violencia estructural prevalece se niega a un alto porcentaje de la población la integración en la educación formal y, por tanto, la inclusión en las nuevas preocupaciones y perspectivas humanas. Igual ocurre en la atención médica: violencia estructural y negación a las mayorías de las posibilidades actuales de aprovechar los adelantos en la investigación médica ya convertidos en terapias se ven como naturales. Lo mismo se puede decir sobre la situación de la vivienda, de la cultura, de la recreación (Jiménez, 2012). Y de un punto que para el tema tratado aquí adquiere particular relevancia: la situación del trabajo, que hoy en México y en prácticamente toda América Latina, la región socialmente más desigual del mundo, la mayoría lo realiza en la precariedad y la informalidad. Es decir, a mayor desigualdad, mayor violencia estructural, con la consecuente frustración vital de millones, aislados de los diversos logros de la civilización. Tan permanente ha sido la presencia de este tipo de violencia en la historia y en la cotidianidad que es percibida por la mayoría como natural y no como anomalía violenta. Por esto Galtung la califica como “invisible”.

La violencia directa es aquella que de manera común se considera como tal. Aquí el instrumento para practicarla sería la fuerza física, la palabra que agrede, el gesto que desprecia. También un objeto cualquiera o una de la variedad de armas creadas por el hombre para destruir o someter. La practican individuos, grupos, instituciones con fines dispares: rebelión, represión, sometimiento, venganza, robo, asesinato. Su fin, ya considerado legítimo, ya ilegítimo, es destruir o someter en su materialidad un individuo, un grupo, una institución: la rebelión como reacción social contra instituciones consideradas dañinas; la represión, respuesta institucional para mantener su orden. Así, la variedad de manifestaciones de violencia directa siempre tiene su contraparte, también violenta (Jiménez, 2012).

La violencia cultural consistiría en el empleo de aquella serie de valores, normas, tradiciones, que en el transcurrir de la historia han legitimado las actitudes y acciones de un individuo o grupo de individuos para eliminar, someter o explotar a otro u otros. También para crear una visión del mundo que oculte el aspecto violento de la estructura social. Es decir, son construcciones culturales que permiten crear, legitimar y mantener poder. Al igual que con la estructural, Galtung califica a este tipo de violencia como “invisible”, pues quienes la practican o se someten a ella la consideran formas naturales de proceder. Su variedad es amplísima: presente en lo religioso, con su temor a la justicia divina; en lo político y su manejo de la legalidad jurídica; en lo económico y la organización desigual del trabajo; en lo educativo y la supuesta sabiduría del maestro; en lo familiar y la autoridad del padre; en el género y la preponderancia de lo masculino; en lo racial y sus fantasiosas diferencias naturales; en lo cotidiano y las actitudes machistas (Galtung, 2003).

Mirada desde esta perspectiva, la realidad social mexicana contiene un alto grado de violencia estructural. Violenta es la desigual distribución del ingreso:

… un reporte de WealthInsight (2013) revela que en 2012, había en México 145,000 individuos con una riqueza neta superior a un millón de dólares (sin incluir el valor de su residencia habitual). En conjunto, sus riquezas ascendían a un total de $736 mil millones de dólares. Estos millonarios –representantes de menos del 1% de la población total– concentraban en ese año alrededor del 43% de la riqueza total del país (Esquivel, 2015, p. 16).

Como violencia de este tipo se pueden considerar las decisiones en política económica y la corrupción con que incrementan sus niveles de acumulación las élites empresariales y de la burocracia estatal. Las deficiencias y corrupción del sistema de justicia y su consecuencia, una impunidad generalizada: “… un sistema judicial mexicano que solamente resuelve entre uno y tres de cada 100 delitos cometidos durante la transición política mexicana del priismo al panismo, y luego al priismo otra vez” (Buscaglia, 2015, p. 48). Violencia estructural es también el sistema educativo mexicano, con la baja calidad de la preparación que imparte:

La calidad de la educación en México ocupa uno de los últimos lugares de listado de 124 países, lo que dificulta el desarrollo de una fuerza de trabajo sana, educada y productiva, según el Reporte de Capital Humano 2015 elaborado por el Foro Económico Mundial ( El Financiero , 13 de mayo, 2015).

Igualmente, estructuralmente violenta es la carencia de vivienda digna para la mayoría. El presente y el futuro de todos los excluidos de los derechos de seguridad social y jubilación, tanto por la informalidad laboral como por la implantación del sistema de las afores que elimina en los hechos el derecho a recibir una pensión. La situación del trabajo es el aspecto de violencia estructural que más golpea en la cotidianidad de millones de familias. Aquellos que laboran dentro de la formalidad, de la legalidad, acatan obligadamente las reglas de la reforma laboral vigente desde 2012. Aquí se reglamenta una vida cotidiana del trabajador absolutamente sometida a las variaciones en el actuar de la empresa, con la productividad que exige el mercado globalizado como razón. Además, se utiliza esta situación del obrero para incrementar los beneficios de la empresa llevando los salarios de los trabajadores a límites de sobrevivencia

…un mexicano que trabaja una jornada formal completa y que percibe el salario mínimo sigue siendo pobre. Si con ese ingreso ha de mantener a un miembro más de su familia, a ambos se les considera pobres extremos. El salario no está ni cerca de ser suficiente para adquirir una canasta básica que les provea de los nutrientes mínimos indispensables para llevar una vida saludable (Esquivel, 2015, p. 29).

Aún peor es la situación de aquellos que sobreviven en la informalidad laboral. La migración del campo a las ciudades, fenómeno que en toda América Latina se agudiza desde mediados del siglo XX, provoca el incremento del sector marginal urbano (ante todo, marginal al trabajo). Aunque presente desde tiempos coloniales (Rubial, 2005), ya es mirado como primordial en las décadas de los sesenta y setenta del siglo XX por los científicos sociales de la región (Quijano, 1976). En México, hoy la informalidad laboral agrupa el mayor porcentaje de Población Económicamente Activa (PEA).

Según la Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (ENOE), la tasa de informalidad en México para el primer semestre de 2016 es de 57.4 (ENOE, 2016).

Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT):

… el mayor problema que enfrenta el mercado laboral en la actualidad es la informalidad, que representa el 58% de la población ocupada (29 millones de personas), siendo la más afectada la población juvenil. Entre los jóvenes de 14 a 19 años la informalidad es de 84.6%, disminuyendo a 60,45% en el grupo de 20 a 24 años, y a 50.8% en el grupo de 25 a 29 años (OIT, 2015, p. 8).

Bajo la denominación informalidad laboral se agrupa toda una gama de trabajos, ninguno con registro y autorización de las instituciones estatales, pero con múltiples diferencias entre sí. Actividades comerciales sin lugar fijo (“comercio ambulante”), con productos que también manejan los establecimientos formales. Venta callejera de comida preparada, comercio de artículos robados, de drogas al menudeo, tráfico de drogas, aquí se agrupan desde labores fuera de lo institucional por su mera falta de registro, hasta actividades delincuenciales. Como se aprecia en el párrafo citado, afecta sobre todo a la población juvenil, la más propensa a caer en ocupaciones que implican violencia directa. La situación de ilegalidad común a toda esta realidad condena a quienes sobreviven en ella a luchar en el desamparo y la inseguridad, sin protección institucional alguna, con el permanente acoso de las autoridades que, legalmente o no, detienen, extorsionan, impiden o aprovechan en su beneficio tales actividades.

Por sus características ocupacionales, tal como lo postula el economista peruano Hernando de Soto en El otro sendero (1987), estudio sobre los informales en su país, puede considerárseles como pequeños empresarios con una práctica capitalista libre de restricciones. En palabras del escritor Mario Vargas Llosa, firme defensor del esquema económico neoliberal, en el prólogo del citado texto:

… hombres y mujeres que a fuerza de voluntad y de trabajo a veces sobrehumanos, sin la menor ayuda por parte del país legal y más bien con su hostilidad declarada, han sabido crear más fuentes de trabajo y más riqueza en los campos en que pudieron obrar que el todopoderoso Estado, mostrando a menudo más audacia, empeño, imaginación y compromiso profundo con el país que sus competidores formales (De Soto, 1987, pp. XXV-XXVI).

Veintinueve años después de escritas esas líneas, se puede agregar que en prácticamente toda América Latina el neoliberalismo, con su competencia asimétrica, que incrementa la acumulación allí donde los recursos de capital abundan y empobrece a los que no cuentan con ellos, condena a estos “competidores” a reproducir permanentemente un capitalismo de la miseria y a sobrevivir en él.

La violencia directa se ha incrementado en México desde la declaración de guerra al narcotráfico por el gobierno de Felipe Calderón en el año 2006. Entre 2007 y 2011 los enfrentamientos armados entre cárteles de la droga y entre estos y el ejército y la policía han provocado 51.501 muertos (Valdés, 2015). Lo explica la poderosa estructura trasnacional de los cárteles de la droga, la guerra que mantienen entre ellos y con el ejército, marina y policías, la corrupción generalizada de funcionarios de los tres niveles de gobierno (municipal, estatal y federal) y de elementos policiales, las múltiples actividades de los elementos armados (sicarios) al servicio de los cárteles: asesinatos, secuestros, “ordeña” de petróleo, cobro de “derechos de piso”, extorsiones y asesinatos a migrantes, realizadas algunas como labores del cártel, otras de manera independiente, conforme los sicarios van incrementando su poder y adquiriendo autonomía (Valdés, 2015). Pero también está la violencia de las instituciones estatales: represión, tortura, desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales (Mastrogiovanni, 2015). Así como las desapariciones, producto de múltiples factores: “Hasta marzo de 2015, en el país se enlistaron oficialmente 25 mil 821 personas ‘no localizadas’ en el Registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas, del Sistema Nacional de Seguridad Pública” (Goche, 2015).

También son altas las actividades del crimen común: asaltos, robos, secuestros; así mismo es notoria aquella violencia más ligada a la vida cotidiana, violencia de género, intrafamiliar, acoso escolar (bullying) .

Todo lo anterior ha generado un nuevo panorama de violencia cultural en el México de hoy que podría exponerse como:

a) El resquebrajamiento de la concepción del trabajo como la actividad natural del ser humano que da sentido a la vida, genera estima propia y ajena y permite una vida digna para el individuo y la familia. Quiebre causado por la actual hegemonía de la versión neoliberal del capitalismo, con el libre mercado como centro, donde especulación financiera, corrupción generalizada, automatización, insignificancia de las organizaciones gremiales obreras, etcétera, han colocado a la mayoría de quienes viven de su trabajo en una situación de permanente inestabilidad. Su consecuencia es la generalización de una visión del mundo donde todo es válido para sobrevivir, donde cada quien es una suerte de enemigo del otro, de cualquier otro, en una competencia permanente de todos contra todos.

b) El desarrollo de una violencia cultural de bajo nivel en el mundo de la actividad informal urbana. El comercio informal se relaciona con el cliente con una fusión del tradicional “no dejarse”, “chingarse” al otro, y de la moderna mercadotecnia, con su permanente pretensión de engañar a todos. Mezcladas con la tradición avanzan aquí las modernas técnicas de publicidad, una de las facetas de la nueva violencia cultural del mercado. No se pretende afirmar que actividad informal y delincuencia sean sinónimos, pero sí que muchas de sus actividades presentan claras tendencias al engaño, al “todo se vale” en asuntos de competencia de mercado. Se expresaría como actitud “transa” en el pequeño comercio o en actividades de servicios (venta de artículos robados o piratas, fraudes en servicios de fontanería, de mecánica, de reparaciones eléctricas).

c) Una reactivación y neo-utilización por el crimen organizado de una cultura tradicional de violencia, sobre todo en algunas zonas rurales (Guerrero, Veracruz, la región de tierra caliente de Michoacán), para destruir la competencia de otras estructuras empresariales del mismo tipo que les disputan la producción, el tráfico y los mercados de la droga; así como para defenderse de fuerzas militares y policiales. También el desarrollo, por esas mismas organizaciones criminales, de una nueva violencia extrema, donde el exceso es norma, que funciona como mensaje de dominación, creando o agudizando una cultura de sometimiento de la población. Violencia directa y violencia cultural íntimamente ligadas.

d) La aceptación y celebración de la violencia como elemento habitual, natural y hasta indispensable de la vida cotidiana por ciertos sectores, ante todo juveniles, provenientes de grupos sociales marginales. Se expresa en el narcocorrido, que la canta y exalta como medio para lograr la realización personal; con el sicariato (asesinato por dinero) convertido en “aspiración profesional”; en la determinación de enfrentar la vida como el gozo pleno e inmediato de todo lo placentero, valiéndose de los medios que sean; el dicho “más vale cinco años como rey que cincuenta como buey” exhibe esa actitud. Viejos valores, donde individualismo y violencia propios del “macho” son esenciales para ser estimado como hombre se adaptan a contextos novedosos.

e) Una cultura de inseguridad y miedo generalizado, experimentada por todos los estratos de la población. Se teme perder el trabajo, se vive con angustia la posibilidad de extorsión y secuestro; de salir a la calle, de ser asaltado, convertirse en la víctima accidental de un pleito ajeno. Se mira en el desconocido a un posible delincuente, se recela del policía, de la administración de justicia, de la burocracia, de las instituciones bancarias y del vecino.

Se ha ido formando una especie de atmósfera cultural donde la omnipresencia de la violencia provoca que, frente a ella, cada quien asuma actitudes personales; de rechazo temeroso o de aceptación y práctica de alguna variante violenta como medio de vida. Es en este ambiente donde se expande el culto a la Santa Muerte.

La Santa Muerte como alternativa al fracaso de la Iglesia y la política

Durante siglos, desde la época de la Conquista, los desamparados recurrían a la protección de figuras del imaginario religioso de la Iglesia católica; tal proceder contaba con el aval indiscutible de esta. Para comprender el fenómeno estudiado requerimos entender por qué estas construcciones culturales han perdido poder como elementos adecuados de amparo frente a otras que no se someten a la ortodoxia católica.

En épocas anteriores, la vida de la mayoría de los mexicanos y sus familias estaba determinada por el lugar geográfico y social en que nacían. Se nacía y se vivía como campesino o hacendado, como hombre del campo o de la ciudad. El esfuerzo personal se concentraba en asegurar la vida eterna. De acuerdo con González (1998), el mensaje católico de que “salvación solo la hay en la otra vida” y de que la Iglesia dictaba las normas de conducta y administraba los medios (sacramentos) para lograrla era coherente con la realidad vivida por los creyentes. Pero hoy preocupa esta vida, la terrena; multitudes la experimentan como insoportable. Desconcertados, consideran sus oraciones como no oídas y rechazan el afán de la Iglesia católica de monopolizar normas de conducta y medios de salvación. El creyente y el escéptico, el resignado y el ambicioso conviven en el mismo individuo. Temen y respetan a las figuras tradicionales del imaginario religioso católico, pero no esperan mucho de su ayuda en lo inmediato. También les consta que el paraíso se puede vivir aquí: telenovelas, películas, noticias sobre la vida de potentados y grandes corruptos demuestran su existencia. Si pertenece a la mayoría excluida se debate entre limitarse a satisfacer las necesidades primarias para sobrevivir o abrirse a la posibilidad de “salvación terrena”, de construir su paraíso aquí con el único capital que puede invertir: astucia y violencia.

Si las prácticas religiosas tradicionales, ante todo la católica, pierden peso como creadoras de sentido y guías de conducta, la esperanza en la opción política también se resquebraja. Hasta la década de los setenta del siglo XX un cambio político y económico radical era visto por muchos como una utopía creadora de sentido; lejana o cercana en el tiempo, existía como alternativa. La desintegración de la Unión Soviética y la globalización del capitalismo neoliberal debilitaron su peso, desgaste agudizado por la multitud de mensajes de gobiernos, empresarios, medios de comunicación que desde los ochenta del siglo pasado proponen al libre mercado como la única construcción social acorde con la naturaleza humana. Cuando desde esa década llegaron las crisis económicas recurrentes en las sociedades de mercado neoliberal, se las percibió como similares a sequías o exceso de lluvias, como catástrofes naturales; lo correcto era acatar su inevitable presencia y adaptarse a ellas. Minusvalorada la perspectiva de un cambio construido desde la racionalidad política, lejano de la realidad el discurso de la ortodoxia católica, se encontró aceptable por muchos, como alternativa de apoyo y sentido –allí, en el campo de lo religioso, que siempre ha constituido la base de la cultura popular– acercarse a una figura que ya existía de manera marginal, la Santa Muerte, construyéndole los matices adecuados para convertirla en protectora en esta tan cambiante y dura realidad actual.

¿Cómo, de ser un hecho, un acontecimiento que se teme y del que se evita hablar, la imagen de la muerte pasa a convertirse en símbolo de esperanza y protección para millones de creyentes en el México de hoy? Ya se vio que la figura que la representa es vieja construcción de la Iglesia, tradicional recordatorio de la caducidad de esta vida. En México, como en cualquier otro lugar, se le teme y su inevitabilidad la propone como siempre presente, puede aparecer en cualquier momento. “Cuando te toca, te toca” es un dicho común. La particularidad mexicana es su simultánea aceptación. Se la reta e incluso se la recibe y se baila con ella, como se procede con otro humano cualquiera. Si no aparece en casa en plan de trabajo, si lo hace con ánimo de festejar, es magnífica persona y más vale congraciarse con ella, como el hombre del pueblo considera debe proceder con todos los poderosos. Esta visión alterna ha ido construyéndose con la conjunción sincrética de tradiciones indígenas y católicas, que aparece con nitidez en el Día de Muertos, una especie de fiesta triste donde se recibe a los parientes que ya se han ido, pero que alegra la muerte con sus calaveras de mil colores; actualmente también con influencias de los festejos estadounidenses de la Noche de brujas (Halloween) .

Ha contribuido, además, la búsqueda por intelectuales y artistas de símbolos que representen la identidad mexicana, entre los que destacan imágenes de la muerte. Motivo de meditación en Muerte sin fin de José Gorostiza, elemento esencial en Pedro Páramo de Juan Rulfo, presente siempre en las novelas de la Revolución (Mariano Azuela y Los de abajo , Martín Luis Guzmán y La sombra del caudillo , Rafael F. Muñoz y ¡Vámonos con Pancho Villa! , y tantas otras), presente también en la producción cinematográfica nacional: El esqueleto de la señora Morales , de Rogelio A. González. Diego Rivera la recrea en sus murales: Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central . Octavio Paz analiza su importancia en El Laberinto de la Soledad:

Adornamos nuestras casas con cráneos, comemos el día de Difuntos panes que fingen huesos y nos divierten canciones y chascarrillos en los que ríe la muerte pelona, pero toda esa fanfarrona familiaridad no nos dispensa de la pregunta que todos nos hacemos: ¿qué es la muerte? No hemos inventado una nueva respuesta. Y cada vez que nos la preguntamos, nos encogemos de hombros: ¿qué me importa la muerte, si no me importa la vida? (Paz, 2006, p. 64).

Ahora, cuando la vida ofrece tantas posibilidades, por lo menos potencialmente a los desposeídos, que hoy pueden carecer de todo menos del conocimiento de los paraísos que habitan los privilegiados, cuando la pasividad rural de antes se convierte en necesaria actividad urbana, cuando las crisis recurrentes transforman la vida de millones en insoportable, sectores amplios de mexicanos parece que han encontrado una respuesta: la muerte importa como protectora de vidas que hoy también importan. Se pide las apoye a quien siempre ha demostrado ser su permanente vencedora: la muerte, que sobrevive a todo y a todos. Para llegar a esta versión santificada ya existía un largo proceso de acercamiento y aceptación.

Características de la Santa Muerte

Las declaraciones de la mayoría de los devotos de la Santa Muerte sobre su persistencia como creyentes católicos no son vanas, reflejan una verdad: es en este contexto –el católico– donde ocurren los cambios con los que millones de individuos enfrentan hoy la realidad desde una novedosa perspectiva religiosa.

Consciente de su pérdida de influencia cuantitativa y cualitativa, la Iglesia católica canonizó al indígena Juan Diego en el año 2002, con el ánimo de crear una figura religiosa con la que pudieran identificarse los sectores más desprotegidos, diversificando la oferta de apoyo y consuelo divino dentro de la ortodoxia católica. La estrategia no ha prosperado. Hoy resulta poco atractiva la vida de un humilde y obediente Juan Diego del que se sabe muy poco, aparte de su manifiesta capacidad para hacer mandados. Vivimos una realidad, como dice el lenguaje de la burocracia, de “emprendedores” autónomos, en la que la virtud que cuenta es la iniciativa individual, para nada la obediencia.

Si la burocracia eclesiástica intentaba actualizarse empleando la tradición guadalupana, algo similar ha ocurrido entre los devotos de la Santa Muerte. ¿Cómo conseguir que la figura mayor en el respeto y la confianza del pueblo católico mexicano, la Virgen de Guadalupe, apoye a quienes en su conducta cotidiana son la desobediencia permanente? En gran medida la Santa Muerte es la adecuación distorsionada del símbolo guadalupano a nuevas necesidades. La imagen de la Virgen de Guadalupe se construye y se vive sobre el modelo de la madre ideal: ser perfecto, que conduce por el camino del bien a sus hijos, sin permitirles ninguna desviación. La de la Santa Muerte, sobre el de una aproximación más realista a la verdad de muchas madres: dispuestas a defender a sus hijos siempre, culpables o no, colocando como única condición la dependencia del hijo para con ellas. Madres y poderosas las dos, pero la Niña Blanca más acorde con las necesidades de devotos que se mueven en un mundo de individualismo extremo y, por tanto, lejanos al papel de hijo ideal.

La Santa Muerte es una construcción de la religiosidad popular que presenta múltiples facetas de manera simultánea: dimensiones que se entrecruzan, superponen y mezclan: madre sobreprotectora, ser de comprobada existencia y evidente poder, intermediaria con los poderes divinos, una especie de burócrata influyente en la jerarquía del poder celestial. En suma, es una construcción imaginaria de poder para, bajo su protección, dar sentido a la vida en un mundo irracional que no hay manera de comprender, que prohíbe, impide, exige, teje redes de vigilancia que quiebran privacidad e individualidad, mientras exalta y propone el cultivo por cada quien de estas mismas características como medios de salvación personal en esta vida.

Frente a la fe, fuente de legitimidad y de certeza sobre la existencia de Dios, ángeles, santos y demás miembros del paraíso celestial en la tradición católica, la Santa Muerte avala su existencia con elementos más acordes con esta época “científica”: muestra evidencias empíricas. A todos nos consta la realidad de la muerte como hecho y el poder de este evento de trastornar planes y esperanzas. Si se considera a todo acontecimiento resultado de una acción y a esta de un actor, con buena disposición y mejor voluntad (los creyentes las tienen, y mucha), se puede concluir que la muerte existe como ente con voluntad y, por tanto, con vida. Su concreción en la realidad sería la imagen venerada. En una regresión que otorga características humanas y poderes sobrenaturales a un fenómeno fundamental de la naturaleza, trasforman a la muerte en un ser con poder y con voluntad, es decir con capacidad de optar por destruir o proteger.

La potestad de la Santa Muerte no es similar a la de un santo más, jerárquicamente se ubicaría como inferior a Dios, pero con mayor relevancia que los miembros del santoral; en parecer de Enriqueta Romero, quien desde 2001 organiza un culto público en el barrio de Tepito de la Ciudad de México: “primero es Dios, luego la Santa Muerte y después la Corte Celestial” (Reyes, 2010, p. 148). Su poder no incumbe solo a las formas de existencia (a esto se reduce la intervención de los santos), sino a la existencia misma; posee una jurisdicción definitiva sobre todos, con capacidad para expresarse en cualquier momento, con múltiples medios: violencia, enfermedad, epidemias, accidentes. La inmortalidad, única forma de rehuirla, ha sido por siglos la utopía perfecta, pero también la forma perfecta de lo imposible; el culto a la Santa Muerte sería un procedimiento para acercarse parcialmente a ese imposible; allí donde otros solo encuentran su fin, el devoto logra protección y aplaza lo inevitable.

Ya aceptada su existencia y su poder, se le atribuye un papel como representante e intermediaria, especialmente influyente, del poder divino. Aquí se muestra particularmente humana y actualizada. Como mucha de la burocracia terrena, con “mordidas” (sobornos) de por medio olvida límites y reglamentos. Una ofrenda o un compromiso bastan para que la tradición ética del catolicismo quede desplazada y todo se proteja y todo se autorice. Una madre puede solicitar que su hijo no abandone los estudios, otra que el suyo sobreviva en su trabajo de sicario, es decir que se desenvuelva como asesino eficiente; la prosperidad mediante la venta de tamales puede ser lo implorado en un hogar, y el éxito en la distribución de drogas al menudeo, en otro.

Al contrario de las imágenes de la Virgen María, en quienes los creyentes pueden suponer gestos de amor, bondad, simpatía; el rostro de la Santa Muerte (una calavera) exhibe total y permanente indiferencia. La protección se logra mediante una transacción: se solicita, se ofrece y se cumple, como en la burocracia o en el comercio. Quien busca su apoyo mira en esa imagen un reflejo de la conducta correcta en la sociedad actual: el otro solo importa en cuanto cumple.

El culto a la Santa Muerte es una estructura cultural en construcción; tarea que se da, de manera simultánea, en diferentes zonas geográficas, en distintos segmentos sociales. En todos los lugares y estratos sociales adaptándolo a la satisfacción de necesidades particulares. A ello se debe que no exista en el culto una ritualidad “oficial” que la unifique, a que las características personales que se le atribuyen a la imagen pueden diferir en distintas zonas donde existe el culto. Las actividades de los múltiples núcleos de creyentes “son movimientos desestructurados, libres, eclécticos y fragmentados” (Lara, 2008, p. 294). Aunque no en todos los lugares, es común que se la considere celosa y “cabrona”, típicas reacciones de alguien dedicado a los negocios. En un fragmento de un testimonio recopilado por Blanca Bravo, el entrevistado afirma, refiriéndose a un creyente dedicado al comercio de drogas y armas: “Al principio tenía a la Santa Muerte, a un Malverde y a un San juditas, pero dice que la muerte se empezó a enojar y a decirle en su pensamiento que no los quería y el bato los mandó a la chingada y le dejó el altar para ella sola” (Bravo, 2013, p. 8). Aquí, sus celos son los propios de un comerciante; al no aceptar la competencia de otras figuras religiosas reclama el monopolio en la atención a sus clientes. Aunque existen versiones distintas, también del cuidado que supuestamente pone en sus intereses proviene que La Cabrona sea uno de los nombres con el que se le conoce. Evidencia que a la Santa Muerte más vale cumplirle, quien olvida su compromiso provoca la venganza. En palabras de un devoto:

Mira la Santa Muerte puede ser como una espada de dos filos, tanto le puedes pedir cosas buenas como le puedes pedir cosas malas. Hay un dicho que dice tu pídeme lo que quieras, pero fíjate lo que me vas a pedir porque cuando te lo pueda lograr o cumplir a lo mejor no te va a gustar…mucha gente tiene ese dilema de que si no le cumples pues se va a cobrar ¿no? Se va a cobrar con la vida de un ser querido o de uno mismo (René Romero, entrevista National Geographic, 2010).

La religiosidad popular se va estructurando cercana a la realidad que viven y las carencias que padecen los creyentes. En la construcción de la Santa Muerte realidad y necesidades aparecen toscamente yuxtapuestas, inconexas y hasta contradictorias entre sí, tanto como distintos son los sectores sociales que acuden a su amparo. Capaz de protegerlo todo, ya la vida, ya la muerte, pero nunca desinteresadamente, demasiado humana para ser santa, demasiado poderosa para ser humana. A manera de hipótesis podríamos ver su construcción adoptando esquemáticamente la tesis de Ludwig Feuerbach (2002). Para él, los dioses no eran más que construcciones humanas en las que estos idealizaban la imagen que tenían de sí mismos; en la Santa Muerte podríamos mirar esto a manera de boceto rudimentario: lo único idealizado es el poder. Las otras características de la imagen muestran virtudes y defectos de cualquier humano de estos tiempos. También se podría considerarla como representación, en el campo de lo religioso, de los impulsos de vida y agresión que, según Freud (1992), conviven en todo humano.

El devoto se sabe en dependencia con la Santa Muerte por la libertad obtenida para actuar sin restricciones, según sus necesidades, en la vida cotidiana. ¿Por qué se elige a la muerte encarnada para gestionar tan amplia libertad? La Muerte, en su actividad tradicional, el dar fin a la vida de los humanos, también entrega libertad total: sobre el muerto no rigen sufrimientos, compromisos, leyes, reglamentos, valores o normas. Muerte y libertad real, total, siempre vienen unidas. Este es uno de los motivos del poder y la atracción de la Santa Muerte. En su culto, el devoto consigue algo cercano a esa libertad y con oraciones, rituales y tributos, su aval para continuar con vida. Así es como en su imaginario religioso el devoto típico asume y acepta su realidad de excluido social y adecúa a ella su actuar. Ausente de los beneficios de la estructura de protección social, educativa, médica, estatal en suma, no existente, “muerto” para las instituciones, encuentra natural no estar obligado a ningún compromiso formal con leyes o normas emanadas de ellas. Se adjudica así el derecho a vivir en libertad. En cambio, por tradición y convicción sí se mira legítimamente sometido al poder divino. Y la Santa Muerte es la construcción adecuada para, sin mostrar oposición a ese poder que teme y respeta, conseguir la aceptación divina de esa libertad en su actuar cotidiano, indispensable para sobrevivir en ese mercado del capitalismo de la miseria que configura su mundo. El mundo de innumerables individuos y familias en permanente inseguridad e inestabilidad, protegido por una imagen religiosa marginada por la Iglesia católica y por el Estado.

¿Cómo se crea un culto que rompe con los valores éticos de la estructura religiosa de la que proclama formar parte, la católica? Una de las razones de esta especie de selección espontánea de la figura de la muerte como protectora por individuos de los más variados sectores sociales, con las más dispares ocupaciones, es la ambigüedad histórica de su simbolismo. Tradicionalmente representa la finitud de esta vida, pero también lo demoníaco, por tanto, los valores opuestos a la ética cristiana. A esto se agrega que la construcción actual del culto mezcla elementos de rituales y valores del catolicismo popular con objetivos y prácticas esotéricas, de santería, de magia negra, todo lo que sus seguidores consideran incrementa su efectividad (Bravo, 2013). La tercera razón que lo explicaría es la general ruptura de las normas de convivencia social, tan común ya, que se la incluye como elemento factible de protección divina, sobre todo por aquellos que viven en la práctica permanente de esa ruptura sus actividades de sobrevivencia o enriquecimiento (carteristas, asaltantes, narcotraficantes). También ayuda a la permisividad ética de este culto la amplia variación de los rituales practicados por los devotos. Si bien es común la celebración de misas, rosarios, peregrinaciones, con una ritualidad próxima a la católica, ceremonias que tienden a crear comunidades y a extender el culto, también es relevante la práctica privada (Fragoso, 2011). Aquí cada devoto practica el culto a su buen entender, crea sus propios rituales, sin una normalización generada por una burocracia eclesial que imponga ritos, reglas y normas. A pesar de intentos en este sentido, como los del “obispo” David Romo (Gil, 2010), en el culto a La Niña Blanca prima una amplia libertad. Los límites que se imponen a lo solicitable dependen de la realidad que vive cada quien; no existiendo jerarquía eclesiástica de control el creyente es libre, se relaciona directamente con la Santa Muerte sin temor a ser descubierto o denunciado, algo indispensable para el segmento de creyentes que más llama la atención de las miradas externas, el del mundo del crimen (Bravo, 2013).

Normalmente las solicitudes a vírgenes y santos de los creyentes católicos muestran un tinte pasivo, la actividad debe realizarla el santo: conceder salud, encontrar un objeto perdido. Es el último recurso después de un esfuerzo sin resultados. Aunque también en el catolicismo tradicional muchas peticiones nacen de la necesidad cultural y psicológica del creyente de sentirse protegido en sus actividades, las dirigidas a la Santa Muerte muestran mayor tendencia a solicitar respaldo para una actividad: que el día de trabajo “rinda” vendiendo mucha mercancía, que un robo tenga buen fin, que, por esta vez, el muerto sea el otro. La Santa Muerte apoya la creación de futuro, los santos católicos ortodoxos la restauración del pasado. La Niña Blanca otorga seguridad y suprime culpas. La amoralidad con que el sicario realiza sus actividades parece depender de que no las considera una decisión propia, personal: él solo cumple órdenes de su patrón. Es un trabajo, como cualquier otro. Pero no pierde conciencia de lo que hace ni de que en cualquier momento los resultados podrían ser opuestos. Si es devoto, esa inseguridad le sujeta a quien toma la determinación definitiva: la muerte misma, a la que mira personificada como el más poderoso de los patrones. Si el patrón de “aquí” ordena terminar con la vida de alguien, el de “allá” (la muerte) toma la decisión final, él es tan solo la mano que ejecuta.

Conclusiones

La difusión y auge de imágenes protectoras de índole religioso entre los sectores populares urbanos de México rebate el “desencantamiento” del mundo (incremento de la visión y organización racional del mundo), que previó Max Weber para el mundo occidental. Si bien es una verdad manifiesta en países desarrollados, en otros, como el mexicano, en que la pronunciada desigualdad crea socialmente varios méxicos, a los sectores populares urbanos ese desencantamiento solo llegó parcial y superficialmente. La organización laica del Estado y una educación pública basada en la razón, impulsadas por los gobiernos desde el triunfo liberal en el siglo XIX, tendía a imponerlo. Resquebrajadas hoy las posibilidades de educación, en la mayoría de este segmento poblacional la visión mágico-religiosa se mantiene. Tampoco tiene motivos para encontrar racionalidad en el mundo de la práctica cotidiana. Lo contrario es más factible. Rotos los lazos comunitarios de su vida rural originaria, inmediatamente después de su migración a las zonas urbanas reorganizó con lazos menos sólidos una vida comunitaria en vecindarios, barrios, zonas marginales. Dos factores fracturaron estas nuevas comunidades: el incremento poblacional y, desde la década de los ochenta del siglo XX, la reorganización neoliberal de la economía que colocó al mercado como centro y eje de toda actividad humana. Los esbozos de Estado benefactor, construidos desde el triunfo de la Revolución mexicana, se quebraron con la adopción del nuevo paradigma político-económico que desaconseja esa práctica gubernamental. El Estado actual se ha transformado en una estructura burocrática que prioriza los intereses de las élites económicas nacionales y extranjeras; quiebra estructuras de protección social (como los parámetros de contratación laboral, los derechos de jubilación); retira apoyo a los pequeños campesinos y manipula las leyes para favorecer a los grandes conglomerados agroindustriales y a las empresas mineras; criminaliza en su conjunto al mundo del trabajo informal. De Estado dispuesto a negociar con diferentes sectores sociales y realizar concesiones para mantener cierto equilibrio, pasa a convertirse en el gran poder que propicia el incremento de la vulnerabilidad de los sectores subalternos y los privilegios de las élites. Mirado desde abajo, el Estado ha perdido su razón de ser, su legitimidad. Es, en los hechos, un poder enemigo. Reorganiza e incrementa la violencia estructural, ejerce con más fuerza e insistencia la directa y acepta, avala y difunde la violencia cultural en su versión de competencia de mercado. También, por los métodos que emplea para enfrentar a las grandes empresas del crimen organizado, provoca en este ámbito un incremento exponencial de violencia directa.

Para la población urbana que trabaja en la informalidad las normas legales no son válidas, no son de su mundo; ellas exigen estabilidad de actividades, solo a su margen se puede sobrevivir. La permanente improvisación es natural en el mercado de la informalidad, requiere marginación legal. Algo similar ocurre con las normas de la Iglesia católica: esta se precia de atesorar leyes eternas. De tanto obsesionarse en ello, se está convirtiendo en un museo de normas éticas, alejadas de la realidad en que sobrevive la mayoría. El sector popular urbano, informal, excluido, sufre doble desamparo: frente a las autoridades se siente perseguido; frente a las imágenes de vírgenes y santos, culpable.

Ante la nueva irracionalidad del mundo, de la que el poder estatal es impulsor y cómplice, muchos elementos de los sectores subalternos urbanos se amparan en otro poder, también irracional, pero más potente y más irrebatible que el estatal: la muerte, la máxima expresión del poder de hecho, con capacidad para imponerse sobre todos sin normativas, en cualquier momento, pero al final, siempre. Tradicionalmente temida, ahora también protectora en su versión creada por el imaginario religioso popular: la Santa Muerte. Este “contrapoder” (muy lejano del que proponía Gramsci) no presenta una actitud opositora al sistema; por el contrario, acepta al mercado como centro natural de la estructura social y económica; además, lo mira como sitio adecuado para desarrollar conductas y valores que permiten procesar en él intereses de sectores subalternos informales, excluidos, con necesidades extremas, y desarrollar así una especie de “capitalismo de la miseria”. Se acepta, entonces, que cada quien, cada grupo concreto proceda a la creación de normas acordes a sus circunstancias, en un mundo de violencia con muy diversas gradaciones, desde la violencia asesina del narcotráfico, del secuestro, hasta la violencia cultural del machismo y la “transa”, instrumentos con los que en todo intercambio económico cada quien intenta sacar ventaja.

El mundo actual, que en la mirada de financieros y empresarios aparece regido por la racionalidad del mercado, es vivido por los sectores del otro polo social como un proceso irracional e incomprensible de quiebre permanente de tradiciones, normas, cohesión y logros sociales. No presentándose alternativa, la adaptación para vivir en él es general. Una de las posibilidades para ello es la adhesión al culto de la Santa Muerte, culto individualizado que “naturaliza” la interacción social allí donde la anomia se ha convertido en endémica. Otro estudio afirma que este culto “sería un referente re-organizador de ese estado de anomia” (Castells, 2008, p. 21). Realmente ocurre lo opuesto; este nuevo “encantamiento del mundo” crea herramientas para integrarse a una realidad en persistente conflicto adaptándose a ella, no intentando una alternativa de estabilidad.

Este sería el resultado último del culto a la Santa Muerte. Acepta la ausencia de valores y conductas comunes que permitirían la cohesión y convivencia de todos, admite como normal y permanente la situación de anomia. Provoca que este quiebre general de valores y normas de conducta, habitualmente momentáneo en coyunturas de crisis, se consienta como la natural y permanente forma de enfrentar el día a día en el “mundo capitalista” de los desposeídos. Para un segmento de devotos el amparo de esta imagen incluso avala las prácticas violentas que constituyen su método de sobrevivencia. Constituye un testimonio del fracaso de la izquierda política; hoy, los sectores populares urbanos, desoyendo su llamado a transformar el sistema vigente, lo adoptan como suyo y crean instrumentos propios para desenvolverse en él. También rompe la hegemonía administrativa e ideológica del Estado y de la Iglesia. Las normas administrativas del Estado son tratadas como impedimentos para su actuar y, por tanto, eluden su ordenamiento y control.Las bases éticas y morales clericales ya no son las de un alto porcentaje de devotos. Pero sus diferencias con el Estado y la Iglesia son de carácter secundario; en esencia, el culto a la Santa Muerte es una versión irracional y cómplice de aceptación y adaptación a la realidad social y política actual, impulsada por las necesidades inmediatas de millones de personas que luchan por sobrevivir día a día en la inestabilidad permanente. Para muchos de sus creyentes, la Santa Muerte avala la práctica de conductas con principios de mercado, es decir, de conductas sin principios, tan solo con intereses. Aquí el imaginario religioso no conduce al creyente a paraísos eternos, solo pretende guiarlo en esta realidad que, parece, toma por natural y, por tanto, por eterna.

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Notas de autor

* Miguel Ángel Arteaga-Medina. Maestro en Sociología por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Actualmente es profesor de la Facultad de Humanidades de la UAEMéx.
** Brenda Sarai Mejía-Torres. Licenciada en Comunicación, Campus Universitario Siglo XXI. Maestra en Humanidades: Estudios Latinoamericanos por la Facultad de Humanidades, UAEMéx. Actualmente es profesora de licenciatura en el Instituto Universitario Franco Ingles de México y de Bachillerato en la Preparatoria Ignacio Ramírez Calzada de la UAEMéx.


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