Resumen: En el artículo se realiza una interpretación con conceptos psicoanalíticos de los sueños del protagonista de Los cantos de Maldoror del Conde de Lautréamont. La situación narrativa, los acontecimientos y las ardientes y rápidas imágenes oníricas crean un nuevo lenguaje, una nueva gramática; pareciera que lo delirante, como elemento activo, se extiende de la vigilia al dormir. Probablemente Maldoror ficcionaliza una subjetividad psicótica, por lo tanto, el cumplimiento de deseo en el sueño, tolerado gracias a un efectivo disfraz en la neurosis, acaece desde el registro lacaniano de lo real: soñar se vuelve ominoso.
Palabras clave:SueñoSueño,ForclusiónForclusión,Poesía líricaPoesía lírica,Lo realLo real,PsicosisPsicosis.
Abstract: This work is a psychoanalytic interpretation on three strophes about the dreams of Los Cantos de Maldoror’s protagonist by the Count of Lautréamont. The narrative situation, the events and the vehement and speedy oneiric images create a new language, a new grammar. Delirium, as an active element, is extended from wakefulness to sleeping time. Maldoror fictionalizes a psychotic subjectivity, therefore the wish-fulfillment in dreams (tolerated under an effective disguise in neurosis) takes place from the real of Lacan’s thought: to dream becomes ominous.
Keywords: Dreams, Poetry, Delirium, The Real, Psychoanalysis.
Artículos de investigación
Los sueños de Maldoror, interpretación psicoanalítica de un personaje de ficción
Maldoror’s dreams, a fictional character’s psychoanalytic interpretation
Recepción: 01/06/2017
Aprobación: 29/05/2018
Publicación: 30/01/2020
La intuición de lo inherentemente humano ha sido expuesta por la pluma de los poetas y escritores, grandes conocedores de las pasiones que dan sentido a la existencia de un individuo. Los personajes de ficción se presentan así, como entes intangibles capaces de evidenciar de forma verosímil el actuar y sentir del hombre.
El presente estudio busca exponer lo anterior en el análisis del personaje principal de una obra de poesía lírica a través del tamiz de la teoría psicoanalítica. Para tal fin, se recurre a Los cantos de Maldoror, obra realizada en la década de los sesenta del siglo xix por Isidore Ducasse (1846-1870), poeta uruguayo, mejor conocido como el Conde de Lautréamont.
Los cantos mantiene la lógica siguiente: el tiempo y el espacio existen como fragmentación, no se termina de articular una continuidad visible en el acontecer, y de hacerlo, está dislocada. Cada peripecia de Maldoror, personaje principal de la obra aludida, y cada escenario, si se consideran por separado, parecen inconexos, dan saltos inesperados. Los eventos se reiteran constantemente, aunque la segmentación solo es aparente, dado que existe un patrón: la respuesta del protagonista. Sin embargo, los personajes son reinventados continuamente. La obra evoca la lógica del sueño.
El objetivo del artículo es demostrar que para Maldoror el acto de soñar acontece de forma tal que evoca las imágenes del trabajo onírico del psicótico; en otras palabras, imágenes aterrorizantes y causantes de angustia. De esta manera, se analizan algunos sueños del cuarto y del quinto canto, y también se incluyen afirmaciones referentes a la acción de soñar de la decimoprimera estrofa del primero y segundo canto.
Previamente se hace una breve descripción de aspectos importantes de la obra y ciertas puntualizaciones sobre el personaje para que sea posible analizar las estrofas mencionadas, por lo cual se describe el tipo de enunciación del personaje. Se parte de la narración y la voz de los personajes, es decir, del discurso. Mientras que para describir la situación narrativa, se recurre a la propuesta del libro La voz y la mirada. Teoría y análisis de la enunciación literaria de María Isabel Filinich. También se refieren conceptos clave de la teoría psicoanalítica como el complejo de Edipo, la forclusión y la metáfora paterna, con el fin de explicar con mayor claridad las imágenes oníricas.
Finalmente, se analiza el contenido de las estrofas con los siniestros sueños de Maldoror mediante los cuales se intenta demostrar que se ficcionaliza una subjetividad arcaica. Para la disertación analítica se apela, como fuente principal, a “La interpretación de los sueños” de Sigmund Freud. Además, se expone a lo largo del escrito por qué soñar es ominoso para el protagonista, y qué razones hay detrás, esto, al tomar como base la teoría psicoanalítica; en otras palabras, se explica de qué manera la forclusión del Nombre del Padre y la simbiosis surgen desde lo real en las imágenes oníricas, sin disfraz.
¡Despierta, Maldoror! El encanto magnético que ha gravitado sobre tu sistema cerebro-espinal, durante las noches de dos lustros, se evapora.
Conde de Lautréamont
En relación con Filinich (1999), la narración o situación narrativa es el acto por medio del cual un sujeto asume la función de narrar una historia a otro. El discurso es el instrumento del que se dispone para el estudio de un texto literario. Su análisis implica el vínculo de tres niveles: la historia, el relato y la narración.
En el primer nivel los acontecimientos configuran el contenido del discurso o las acciones narradas. El segundo es el modo de contar, el discurso que da cuenta de la serie de hechos y pone en evidencia el universo de ficción. El tercero es la situación narrativa o enunciación ficcional; en este, el interés del relato ficticio está colocado en el narrador y en el narratario (a quien se dirige la función narrativa).
El narrador, como explica Filinich (1999), ocupa el papel de locutor al dirigirse a un alocutario (narratario); como sujeto de la enunciación, sostiene un discurso que actualiza la estructura del diálogo y, por lo tanto, asume el Yo subyacente a todo enunciado que se dirige a otro (Tú), de tal manera que el relato podrá referirse a los demás pronombres (yo-tú-él) que ocuparán el lugar de la tercera persona. Hay relatos Yo-yo-Tú, Yo-él-Tú y Yo-tú-Tú, en estos se reflejan las funciones del narrador (Yo), el narratario (Tú) y el personaje (yo, él, tú); la actuación del último pertenece a la historia, y la del primero, a la situación narrativa.
Los cantos combina los tres tipos de narración, así cada estrofa es ambigua. La voz es multidireccional y hay variedad de modos de enunciación. Filinich (1999) explica que la desestructuración del discurso intenta borrar las marcas del acto narrativo para mostrar el carácter fragmentario y contradictorio de la experiencia perceptiva; de esta manera, las diversas peripecias de Maldoror tienen como cara principal una aparente desconexión. El acontecimiento es de matiz onírico y la enunciación es versátil; todo sucede como si se pasara rápidamente de una imagen a otra, de un acto a otro.
De acuerdo con Filinich (1999), los relatos antes mencionados pueden presentarse como enunciación interna. Si las narraciones Yo-yo-Tú discurren en el presente, enfatizan el registro de acciones de una consecuencia. También pueden enunciar la libre asociación de imágenes, percepciones, acontecimientos y sensaciones en un momento contemporáneo al acto perceptivo (monólogo interior) o evocar un recuerdo: “Tomé una navaja cuya hoja tenía un filo acerado y me abrí las carnes en los lugares donde se unen los labios” (Lautréamont, 2012: 186).1 En las narraciones Yo-tú-Tú se encuentra un narrador implícito y un tú que lleva a cabo las acciones narradas. El personaje juega un doble papel: es actor de los acontecimientos y destinatario del discurso: “Oh lámpara de mechero de plata, mis ojos te perciben en los aires, compañera de la bóveda de las catedrales, y buscan la causa de tal suspensión” (159). En los relatos Yo-él-Tú, el narrador destina al narratario la descripción del estado de conciencia de un personaje: “He ahí a la loca que pasa bailando mientras, vagamente, recuerda alguna cosa” (191). Con los tres tipos de narración (Yo-yo-Tú, Yo-él-Tú o Yo-tú-Tú) y con el personaje en el centro se configura una sola historia, lo cual da soporte al universo de la obra, a pesar de que muchos de los relatos puedan parecer inconexos.
Las cualidades del mundo de Maldoror son similares al trabajo del sueño o a los procesos del inconsciente. Estos últimos son, según Freud, “Ausencia de contradicción, proceso primario (movilidad de las investiduras), carácter atemporal y sustitución de la realidad exterior por la psíquica” (2007b: 184). La estructura general de la obra se constituye de esta manera, por lo que se puede percibir como si se tratase de un sueño; sin embargo, muchas de las peripecias del protagonista se asemejan más a una pesadilla.
Como se verá más adelante, pareciera que los sueños de Maldoror no tienen ninguna clase de velo que matice el deseo inconsciente, lo que en el soñante genera angustia. En este estudio se plantea que lo mencionado ocurre así porque probablemente dicho deseo se edita desde lo real; es decir, surge sin simbolizarse, quizá a causa de la forclusión de un significante esencial: el Nombre del Padre. Con el afán de aclarar lo expresado se puntualizan de forma breve algunos conceptos de la teoría psicoanalítica que serán de gran utilidad en el desarrollo del análisis planteado.
En la teoría freudiana, el trabajo del sueño es un estado propicio y regular. Posibilita que el contenido inconsciente del ello se incluya en la conciencia:
El sueño es un acto psíquico de pleno derecho, su fuerza impulsora es, en todos los casos, un deseo por cumplir; el que sea irreconocible como deseo, así como sus múltiples extravagancias y absurdos, se deben a la influencia de la censura psíquica que debió soportar en su formación (Freud, 2007a: 527).
Además, Freud indica que hay dos mecanismos que surgen en el sueño: la condensación y el desplazamiento:
Hay, sobre todo, una llamativa tendencia a la condensación, una inclinación a formar nuevas unidades con elementos que en el pensar de vigilia habríamos mantenido sin duda separados. A consecuencia de ello, un único elemento del sueño manifiesto suele subrogar a todo un conjunto de pensamientos oníricos latentes como si fuera una alusión común a estos, y, en general la extensión del sueño manifiesto esta extraordinariamente abreviada por comparación al rico material del cual surgió. Otra propiedad del trabajo del sueño, no del todo independiente de la primera, es la presteza para el desplazamiento de intensidades psíquicas (investiduras) de un elemento sobre otro, de suerte que a menudo en el sueño manifiesto un elemento aparece como el más nítido y, por ello, como el más importante, pese a que en los pensamientos oníricos era accesorio; y a la inversa, elementos esenciales de los pensamientos oníricos son subrogados en el sueño manifiesto sólo por unos indicios mínimos. Además, al trabajo del sueño le bastan, las más de las veces, unas relaciones de comunidad harto ínfimas para sustituir un elemento por otro en todas las operaciones ulteriores (2007d:165-166).
Ambos mecanismos son capaces de embozar el contenido onírico, a saber, un deseo inconsciente, el cual es necesario para que se forme un sueño. Dice Freud: “una moción pulsional de ordinario sofocada (un deseo inconsciente) ha hallado mientras uno duerme la intensidad que le permite hacerse valer en el interior del yo” (2007d: 164).
Para el psicoanalista francés Jacques Lacan, el hombre está inserto en un universo de lenguaje; al respecto, Bleichmar y Leiberman (2009) comentan que un individuo, por el solo hecho de ser nombrado, es introducido en el sistema lingüístico; en consecuencia, el sistema lo transforma en un significante más de la cadena. Un sujeto es un significante para otros sujetos o significantes. Ambos autores aluden al enunciado lacaniano “El sujeto es hablado por el Otro” (2009: 174). Y qué es el Otro sino la ley:
El Otro es la ley, las normas y, en última instancia, la estructura del lenguaje. El sujeto, en la medida que lo es, no existe más que en y por el discurso del Otro. Estamos alienados por el lenguaje ya que somos efecto de él (2009: 175).
Por otra parte, Lacan, en el seminario cinco Las formaciones del inconsciente, comenta:
En el más acá, que es el campo de la demanda, el puro y simple Otro dicta toda la ley de la constitución del sujeto, aunque sólo fuese tomándolo, simplemente en el plano de la existencia de su cuerpo, por el hecho de que su madre es un ser hablante (2015: 402).
De lo anterior se desprende que el Otro es quien da desde el principio las palabras para desear. Señala qué desear. La necesidad de un bebé, por ejemplo, es inscrita y satisfecha por la madre en un universo de lenguaje, pues la palabra nombra y encierra el goce y el amor de la experiencia.
Sin embargo, debe tomarse en consideración lo expresado por Maleval, quien agrega:
El Otro, escribe Lacan, es el lugar de la memoria descubierta por Freud bajo el nombre de inconsciente, que condiciona la indestructibilidad de ciertos deseos. Sin embargo, se trata de una memoria simbólica cuyas leyes son distintas en su esencia y en sus manifestaciones de las leyes de la reminiscencia imaginaria (2002: 73).
Así, el Otro entrama un orden simbólico. En este sentido, el Nombre del Padre es una instancia pacificadora ante las trampas de lo imaginario, ya que no solo designa a un primer Otro, el cual podría tildarse de omnipotente.
Ahora bien, es conveniente explicar la importancia que tiene el concepto de ley en psicoanálisis. Siguiendo las ideas de Lacan (2015), es aquello que se articula propiamente en el nivel del significante: el texto de la ley. En otras palabras, no es preciso que una persona esté presente para sostener la autenticidad de la palabra, sino que hay algo que autoriza dicho texto:
En efecto, a lo que autoriza el texto de la ley le basta con estar, por su parte, en el nivel del significante. Es lo que yo llamo el Nombre del Padre, es decir, el padre simbólico. Es un término que subsiste en el nivel del significante, que en el Otro, en cuanto sede de la ley, representa al Otro. Es el significante que apoya a la ley, que promulga la ley. Es el Otro en el Otro (2015: 150).
La metáfora del Nombre del Padre es indispensable por el hecho de que funda la ley en el sujeto, articula un cierto orden del significante: complejo de Edipo, ley del Edipo o ley de prohibición de la madre. En el interior del Otro es un significante esencial. Según los planteamientos lacanianos alrededor de la ausencia de este, o su forclusión, se centra todo lo que ocurre en la psicosis. A propósito de lo expresado, Maleval indica que la forclusión afecta al Nombre del Padre, no a cualquier otro significante o a experiencias singulares y, “al no estar articulado en lo simbólico, cuando retorna surge en lo real. Resulta, además, que este significante no es cualquiera: sostiene la función paterna, aislada ya por Freud como esencial para asegurar el punto de apoyo del sujeto” (2002: 74). Maleval agrega que en la psicosis hace falta un significante: hay una lesión en el campo del Otro.
Para Vaccarezza (2004), el ser humano puede desenvolverse en el mundo como consecuencia de los avatares que surgen en el complejo de Edipo freudiano, el cual supone, a grandes rasgos y bajo el riesgo de ser reduccionista, la ligazón libidinal con el padre del sexo opuesto y la reacción hostil contra aquel del mismo sexo; es vivido entre los tres y cinco años de edad, y su resultado es la constitución del sujeto. Dor (2006) alega que es de suma importancia, puesto que una organización psíquica es resultado de los amores edípicos, o del despliegue que el sujeto mantiene con la función fálica. Dicha relación trae consigo un orden, aunque también puede ser ocasión de desorden. Su particularidad es que es irreversiblemente determinada.
A propósito del complejo de Edipo, Lacan (1998) propone tres tiempos: en el primero, el niño se identifica con el objeto de deseo de la madre; es deseo del deseo materno, y para lograrlo es suficiente con ser el falo. El niño, explica Vaccarezza (2004), está fundamentalmente vinculado al deseo de la madre, primer significante que se inscribe en el sujeto. Aquí tiene lugar el estadio del espejo, fase inaugural del sujeto cuando este último se encuentra con su imagen especular (eso que no es, pero podrá llegar a ser). En esta fase, siguiendo las ideas de Lacan (1998), ocurre un empuje interno que va de la insuficiencia a la anticipación. El sujeto, presa de una identificación ilusoria, maquinará fantasías a partir de una imagen fragmentada del cuerpo, lo que va a generar una forma ortopédica de su totalidad.
En el segundo tiempo, la función paterna instaura una ley: la prohibición del incesto. El padre funge como doble privador. Separa tanto a la madre (no integrarás a tu producto) como al niño (no te acostarás con tu madre, ya que es mi mujer) de la fusión primaria, del atrapamiento imaginario (Lacan, 1998). El bebé ya no colma el deseo materno, dado que este último anhela algo más que el niño, un deseo tercero. Vaccarezza (2004) explica que, si el padre no es solicitado, o si al ser solicitado no acude, vence el plazo de esa comparecencia; por lo tanto, el Nombre del Padre, segundo significante que se inscribe en el sujeto, queda forcluído.
Dor agrega que el Nombre del Padre da cuenta de la castración por mediación simbólica. Es un momento estructurante para la evolución psíquica del niño, quien, gracias a este, se desliga imaginariamente de la madre y adquiere categoría como sujeto deseante. El fracaso de la metáfora del Nombre del Padre puede acarrear procesos psicóticos; si no se presenta, se dice que ha sido forcluído. Comenta Dor: “el advenimiento de una promoción estructural en el registro del deseo corre el riesgo de estancarse en una organización arcaica en la que el niño queda prisionero de la relación dual imaginaria con la madre” (2000: 113-114). Por su parte, Maleval indica que Lacan renovó el campo de la psicosis al colocar en el lugar del Otro a la forclusión del Nombre del Padre. De forma resumida, las consecuencias son las siguientes:
la particularidad del desencadenamiento de los trastornos (a saber: el encuentro de Un-padre en el marco de una pareja imaginaria), la ausencia de la significación fálica en el seno de un delirio cuyos elementos no son dialectizables, el predominio de la dimensión metonímica del discurso, la intrusión psicológica del significante, y la evitación, mediante indiferencia o agresión de la relación transferencial (2009: 276).
Por otro lado, si la metáfora del Nombre del Padre no se forcluye, en palabras de Lacan (1999), el niño se desprende de la dependencia respecto del deseo materno. Las respuestas en la identificación con el objeto de la madre pueden ser fobia, neurosis o perversión. Si el niño reniega de la castración de la madre y del Nombre del Padre, la postura subjetiva resultante será perversa.
En la perversión, el niño no quiere ver castrada a la madre, por ello intentará hacer las veces de falo para restituirle ese objeto perdido. Ocurrió la metáfora del Nombre del Padre, pero el perverso no acepta la privación del falo de la madre por el padre. Por otra parte, cuando no se forcluye ni se deniega. Según Dor (2000), el niño se coloca como sujeto y no como objeto del deseo del Otro materno, de este modo pasa a la simbolización en el lenguaje; por su parte, el padre es asociado a la ley simbólica que encarna. Sin embargo, debido a la sustitución, al nombrar al padre también, por metonimia, se nombra el primer significante que ha sido desplazado hacia el inconsciente.
En el tercer tiempo, con la declinación del Edipo, tiene lugar el complejo de castración, y el sujeto asume una identidad sexual, dado que conoce la falta y la diferencia. La madre aparece castrada y ni el niño ni el padre pueden colmarla (Vaccarezza, 2004). Además, expone Lacan (1999), el padre es interiorizado como ideal del yo. El final del Edipo será distinto para el hombre y la mujer.
Se plantea que la enunciación de las peripecias de Maldoror pueden brindar la pista para pensar su dinámica en los términos anteriores. Su acontecer, análogo al de un ser que se plantea como perseguido por otro, su posición ante personajes como el Creador, quien es similar a los objetos parentales, y sus sueños, que más adelante se revisan, son narrados de tal manera que se asemejan a los procesos, a las figuras del psicótico y a los avatares que se despliegan cuando se ha forcluído el significante del Nombre del Padre.
Si se siguen los comentarios de Maleval, probablemente se pueda ubicar a la figura del padre en la pareja imaginaria que sigue al protagonista en la forma del Creador o, incluso, al primer Otro del atrapamiento imaginario, pues pareciera que el protagonista ha quedado atrapado en la imagen especular del primer tiempo del Edipo; además, es característica de este, la fragmentación de su enunciación y la forma delirante u onírica de su mundo.
Con Maldoror se tiene la impresión de que no llega más allá de la creencia en la omnipotencia materna, y que la ley del padre no llega ni aparece en el momento crítico. En el delirio o en el sueño se edita por primera vez, llega precipitada y súbitamente para martirizarlo, como dice Lacan: “el psicótico es un mártir del inconsciente, dando al término mártir su sentido de ser testigo. Se trata de un testimonio abierto” (2013: 190). Más adelante se revisa de qué manera la ferocidad de los sueños evidencia ese testimonio en un texto de ficción.
Por lo anterior, es verosímil que el mundo onírico se extrapola al acontecer del héroe o, bien, que algo semejante al delirio entra a escena en el sueño desde lo real, detengámonos en este concepto clave de la obra de Lacan. Evans menciona tres órdenes o funciones que constituyen el esquema del pensamiento lacaniano:
Lo simbólico: Su dimensión lingüística es la del significante, ello no implica que la relación entre significante y significado sea fija; es el ámbito de la alteridad radical, el lugar del Otro (el inconsciente es su discurso). Es territorio de la ley, de la cultura y regula el deseo. Sus relaciones son tríadicas; también es la sede de la ausencia y de la falta.
Lo imaginario: se caracteriza por relaciones duales y prototípicas entre el Yo y la imagen especular, sus lugares son intercambiables; se asocia con la ilusión y el señuelo, la seducción y la fascinación. Es formador del yo en el estadio del espejo. Sus principales espejismos son la totalidad, síntesis, autonomía, desdoblamiento y, sobre todo, semejanza. Su dimensión lingüística está en el significado y la significación.
Lo real: No sólo es opuesto a lo imaginario sino que se sitúa más allá de lo simbólico. No hay ausencia, siempre está en su lugar; es en sí mismo indiferenciado, sin fisuras. Se encuentra fuera del lenguaje y es inasimilable a la simbolización; es lo imposible, la cosa-en-sí. Tiene connotaciones de materia, o sea, de sustancia material que subtiende lo imaginario y lo simbólico; se vincula con el cuerpo en su fisicalidad bruta (opuesta a la función en lo imaginario y simbólico) (1997).
Estos registros se articulan entre sí y coexisten anudados en un sujeto neurótico; pero en la paranoia lo imaginario prevalece sobre lo simbólico; mientras que, como indica Lacan (2013:71): “Lo que fue rechazado de lo simbólico aparecen lo real”. Además, Nasio (1988) agrega que lo real acaece como un hecho súbito, masivo y sin llamado. Tanto el delirio, como la alucinación y el paso al acto son ocasionados por un desorden de la simbolización de una fallida experiencia de la castración; lo cual significa que lo imaginario no es atemperado por lo simbólico. Así, el Creador, quien bien pudiera ser el representante en lo imaginario de la forcluída metáfora paterna o de la ley, castiga al personaje cuando concilia el sueño.
Los artificios y acontecimientos de la obra se van encadenando por el personaje que solo tiene existencia “al margen del acto intencional del narrador de convocar su presencia e introducirlo en escena” (Filinich, 1999: 154). Maldoror es un ser complejo, inaprensible según se transita de uno a otro canto; sin embargo, su multifacética identidad posee un hilo que lo dota de una organización verosímil. A través del discurrir de sus sueños se puede intentar analizar su enunciación como si se tratase de una asociación libre.
En la obra que se trabaja hay ciertas similitudes con los procesos del inconsciente, tanto en el decir del personaje como en su constitución de acuerdo con la subjetividad de ficción. Lo onírico y lo delirante se confunden, pareciera que lo delirante se extiende al sueño y viceversa. Se ha tenido la oportunidad de comentar que los procesos del inconsciente aparecen en lo real. Según Freud, en estos últimos:
Prevalece una movilidad mucho mayor de las intensidades de investidura. Por el proceso del desplazamiento, una representación puede entregar otra todo el monto de su investidura; y por el de condensación, puede tomar sobre sí la investidura íntegra de muchas otras (2007b: 183).
Por consiguiente, es necesario revisar algunos acontecimientos que bien son el antecedente de una subjetividad de ficción arcaica. Culler menciona: “la narrativa ha seguido las peripecias de los personajes y cómo se definen a sí mismos y son definidos por combinaciones variables de su pasado; las opciones que han elegido y las fuerzas sociales que actúan sobre ellos” (2000: 133). La estrofa decimoprimera del primer canto dice algo al respecto en la voz de un personaje incidental (Yo-él-Tú):
Plegue al cielo que su nacimiento no sea una calamidad para su país, que le ha arrojado de su seno. Va de lugar en lugar, aborrecido por todos. Unos dicen que le abruma una especie de locura original, desde su infancia. Otros creen saber que es de una crueldad extrema e instintiva, de la que él mismo se avergüenza, y que, por ello, sus padres murieron de dolor (108).
La descripción de la madre condensa el carácter agresivo del héroe, también en esta estrofa se adelanta la manera en que se presentan los sueños de aquel perseguido por la locura que se castiga a consecuencia de las martirizantes pesadillas que lo inmovilizan y desangran (Yo-él-Tú):
Añaden que, días y noches, sin tregua ni reposo, horribles pesadillas hacen que mane sangre de su boca y de sus orejas; y que los espectros se sientan a la cabecera de su cama para arrojarle a la cara, impulsados a su pesar por una fuerza desconocida, unas veces con voz suave, otras con voz semejante a los rugidos de los combates, con implacable persistencia, ese apodo siempre vivaz, siempre horrendo, y que sólo perecerá con el universo (110).
En los dos primeros cantos de la obra se plantea que Maldoror es un hombre que nació de mujer y que era bueno. En los siguientes, la lógica temporal se pierde para dar paso a lo onírico; ya no hay padres, pero hay un Dios persecutorio y cruel que lo atormenta y que, por las características que le atribuye el personaje, evoca al Otro en lo real.
Por otra parte, se tiene la confesión de un niño que advierte una potencia que se muestra hostil, persecutoria y también grandiosa. Más tarde, el infante, posiblemente Maldoror, se manifestará de forma agresiva con esa presencia perturbadora que hace las veces de los padres, también desde el registro de lo real en la figura de un Dios cruel. En el rezo infantil el personaje alega que las oraciones son impuestas; además, es una confesión de temor al Todopoderoso porque puede conocer sus pensamientos más ocultos y es peligroso: “Quisiera amarte y adorarte; pero eres demasiado poderoso y hay temor en mis himnos… No quiero unirme a tan temible amigo” (164-165).
Desde las estrofas iniciales se plantea la angustia del héroe ante Dios y su grandiosidad catastrófica: “Tus equívocas diversiones no están a mi alcance y, probablemente, sería su primera víctima” (165). Maldoror podría quedar a su libre capricho, deseo y disposición, como ocurre en la relación dual, cuando el niño de pecho es prisionero del deseo materno.
Si se toman en cuenta los fragmentos anteriores, se tienen algunos elementos para argüir que todo acontecimiento próximo al personaje se sustenta en temas como el temor a las figuras paternas evocadas en Dios; también se alude a la unidad con dichas figuras. Así, pareciera que la angustia en la enunciación del héroe es una prueba de la aniquilación y de la debilidad que ese Otro ejerce, de la temible omnipotencia de Dios. Pero no solo ocurrirá en la vigilia o en el misterioso pasado, este poder divino también lo alcanza en sueños.
Ya se tuvo ocasión de mencionar que la enunciación del personaje es similar al mundo del sueño; las estrofas y el carácter de sus imágenes poseen leyes similares a las del inconsciente, como la ausencia de contradicción y el carácter atemporal. El cantar se despliega a la manera de lo onírico con majestuosos cambios, eventos y escenarios; sin embargo, todavía hay estrofas que parecen pesadillas.
En la tercera estrofa del quinto canto, el personaje, en enunciación interior (Yo-yo-Tú) habla de sus razones para no dormir; el tono onírico es sutil y los elementos fantásticos se reducen a niveles mínimos y se rescatan los caracteres aterradores del Creador. Después de un discurso en el que se pregunta sobre la existencia de hombres que busquen por sí mismos el castigo o que se sometan a la mano del verdugo, habla de la condena que él mismo se provoca: “Hace más de treinta años que no he dormido. Desde el indecible día de mi nacimiento, siento por las tablas somníferas un odio irreconciliable. Yo lo he querido; que no se acuse a nadie” (262).
La fuerza que impulsa el sueño es lo inconsciente; este es el sustituto de la vida infantil alterada por transferencia a lo reciente, es decir, la escena infantil retorna; tiene un sentido y un valor psíquico. Hay algunos que son un franco cumplimiento de deseo y, en otros, el deseo es irreconocible porque ha sido elidido (censura onírica). En los sueños de Maldoror lo que ocurre es esto último, se trata de un cumplimiento de deseo sin matizar, y adicionalmente un castigo: “lo que en ello se cumple es igualmente un deseo inconsciente, el de un castigo del soñante a causa de una moción de deseo no permitida, reprimida” (Freud, 2007a: 550). Esto, si se considera que tanto el cumplimiento como el castigo suceden en lo real.
¿Por qué un hombre no dormiría durante treinta años? ¿Por qué negarse a los placeres de un sueño reparador? Hay una pista en la estrofa que se reitera constantemente y que no se debe olvidar: “Una secreta y noble justicia, hacia cuyos brazos tendidos me lanzo por instinto, me ordena acosar sin tregua ese innoble castigo” (262-263). El héroe concibe al acto de soñar como el aniquilamiento de las facultades humanas; cree que perder el razonamiento es un castigo que le produce dormir. Lo anterior va más lejos. En el sueño no tiene control de sí mismo, dado que se arroja al dominio de un poder más fuerte, probablemente al del inconsciente, o al de la omnipotencia de lo materno o de la ley.
Quizá en Maldoror el deseo se muestra tal como es, la censura onírica no tiene lugar y, como en el delirio, lo real se edita desde el exterior sin simbolización. Por lo tanto, al personaje lo angustia la posibilidad de soñar mientras duerme, puesto que corre el riesgo de verse expuesto al ojo del Creador o de ser un objeto de manipulación.
Si dormir es una forma de ser degradado a objeto, de perder la subjetividad, es heroico permanecer con los ojos abiertos: “Noche tras noche, obligo a mis lívidos ojos a mirar las estrellas, a través de los cristales de mi ventana. Para estar más seguro de mí, una astilla de madera separa mis hinchados párpados” (262). Si duerme, quizá solo despertará para dejar de vivir, pues de cualquier manera ya se habrá perdido entre las voraces fauces de su perseguidor: el gran objeto exterior. Así es como el héroe llama al ojo que está siempre al acecho y que puede evocar de forma ficcional a ese primer Otro materno que le dice al pequeño qué desear, también es objeto de deseo, por lo que probablemente se muestra como un ser temible y al mismo tiempo deseado, o a ese Otro de la ley que acecha cualquier acto punible con su ojo, todo, desde el registro de lo real. Por otro lado, en la vigilia Maldoror no sueña, delira, además, aparecen las mismas imágenes y los mismos temores que lo persiguen, sin embargo, tiene más control:
Cuando la aurora aparece, me encuentra en la misma posición, con el cuerpo apoyado verticalmente y de pie contra el estuco de la fría pared. Sin embargo, sucede a veces que sueño, aunque sin perder ni un sólo instante el vivo sentimiento de mi personalidad y la libre facultad de moverme (262).
En la neurosis, el estado onírico es una fachada tolerable para la conciencia, pero no parece que Maldoror ficcionalice una subjetividad neurótica, por eso sufre la presencia tan nítida del deseo. Algunos procesos del sueño mencionados por Freud (2007d) son una memoria más amplia, el uso de símbolos lingüísticos sin restricción y la reproducción de impresiones de la primera infancia que fueron olvidadas. En la siguiente cita se observa cómo es narrado por el personaje:
Cuando la noche obscurece el curso de las horas, ¿Quién no ha combatido contra la influencia del sueño en la yacija empapada de glacial sudor? Este lecho, atrayendo hacia su seno las moribundas facultades; es sólo una sepultura compuesto con tablas de abeto escuadrado. La voluntad se aleja insensiblemente, como ante una fuerza invisible. Una viscosa pez enturbia el cristalino de los ojos. Los párpados se buscan como dos amigos. El cuerpo es sólo, ya, un cadáver que respira. Finalmente, cuatro enormes estacas clavan en el colchón la totalidad de los miembros. Y advertid, os lo ruego, que en definitiva las sábanas son sólo sudarios (263-264).
Como ya se adelantaba, la catalepsia producida por el sueño es percibida por Maldoror como el fin: soñar no solo es angustiante, sino que la acción de dormir lo revela en un estado de muerte: el lecho es una cama mortuoria. Con la finalidad de no recostarse, se queda pegado a la pared, por lo que mantiene el control de sí mismo: “Aunque el insomnio arrastre, hacia las profundidades de la fosa, esos músculos que exhalan ya un olor a ciprés, jamás la blanca catacumba de mi inteligencia abrirá sus santuarios a los ojos del Creador” (262). Más adelante agrega: “Al menos está comprobado que, durante el día, todo el mundo puede oponer una útil resistencia al Gran Objeto Exterior” (263).
Durante la vigilia está a salvo y conserva su voluntad. Sin embargo, no sale bien librado, por lo que sufre en alma y cuerpo. Él, a diferencia de aquellos que duermen, logra ponerse a salvo del gran objeto exterior. Se siente orgulloso de eso, pues protege, como puede, su precaria subjetividad:
Pero cuando el velo de los vapores nocturnos se extiende, incluso sobre los condenados que van a ser colgados, ¡oh!, su intelecto cae en las sacrílegas manos de un extraño. Un implacable escalpelo escruta sus espesas malezas. La conciencia exhala un largo estertor de maldición, pues el velo de su pudor recibe crueles desgarrones. ¡Humillación!, nuestra puerta permanece abierta a la feroz curiosidad del Celestial Bandido… Quiero morar sólo en mi íntimo razonamiento (263).
En la estrofa aludida, el Creador es el espía de la subjetividad de Maldoror. Rasga desde el exterior en lugar de hacer funcionar la ley. Rompe el control del héroe exponiéndolo al extranjero o al gran objeto exterior que lo invade, manipula, desgarra y lo despoja de su voluntad. Además, desde la estrofa de la plegaría infantil, Maldoror ya creía que podía esconder su odio al dejar de dormir. Se puede decir que el gran objeto exterior hace presencia de forma similar al Otro materno del primer tiempo del Edipo; de esta manera, se puede entender por qué Maldoror considera el poder de esta presencia como ilimitado:
Es raro que encuentre reposo en la noche; pues horrendos sueños me atormentan cuando consigo dormirme. De día, mi pensamiento se fatiga en extrañas meditaciones mientras mis ojos vagabundean, al azar, por espacio; y, por la noche, no puedo dormir. ¿Cuándo tengo que dormir pues? Sin embargo, la naturaleza necesita reclamar sus derechos. Como la desdeño hace que mi rostro palidezca y que mis ojos brillen con la agria llama de la fiebre (164).
Por otra parte, se observa en la estrofa del insomnio a un Maldoror con la misma actitud: si él duerme, el Creador puede penetrar en su inteligencia y despojarlo de su control; así que al mantener la vigilia, también lo elude. Igualmente se guardará el odio que siente por él y se protegerá de conservar su subjetividad ante la muerte. Hay una lógica armada alrededor de Dios; a propósito de lo anterior, hay una idea interesante de Nasio (2001), quien señala que las ideas delirantes pueden tomar un cariz místico y relacionarse directamente con Dios u otras apariciones milagrosas. De este modo, el Creador de la obra evoca en los sueños la presencia de lo real en lo materno y también la forclusión de la metáfora del Nombre del Padre.
En La interpretación de los sueños, no se había propuesto la tópica del ello, yo y superyó; sin embargo, ya se reconocía su papel, principalmente del último. Al respecto Freud dice: “Nos resultaba imposible explicar la formación del sueño si no osábamos suponer la existencia de dos instancias psíquicas, una de las cuales sometía la actividad de la otra a una crítica cuya consecuencia era la exclusión de su devenir-consciente” (2007a: 534). el gran objeto exterior o el ojo persecutorio de Dios no censura a Maldoror, sino que lo angustia, pues lo que pudo ser el superyó se edita en lo real; sumado a ello, el ojo persecutorio lo controla: el personaje es incapaz de eludir su influjo.
Según Freud (2007d), el superyó observa al yo, le da órdenes, lo juzga y lo amenaza con castigos; es percibido como función de juez, es decir, como conciencia moral. Con frecuencia su severidad es mayor que la de los padres, ya que es la continuación en el mundo interior de la figura de los modelos reales. Debido a que algo de lo superyoico se evoca en lo real, y lo real está ligado a lo inconsciente, este último se muestra tal cual es, y el efecto que tiene se encuentra en el orden de lo ominoso, de modo que es inclemente ante el indefenso héroe.
Si Maldoror sueña, el gran objeto podría apoderarse de él; por lo que, a través del insomnio prolongado, se opone: la vigilia es un modo de defensa. El personaje elige un sufrimiento moderado antes que soñar. De hacerlo, sería castigado por el ojo vigilante (superyó, en lo real) y perdería su subjetividad en manos del extranjero.
Por otra parte, en la sexta estrofa del cuarto canto, el héroe discurre sobre una pesadilla del pasado que lo atormenta todas las noches. Dice en un monólogo interior (Yo-yo-Tú): “Soñaba que había entrado en el cuerpo de un cerdo, que no me era fácil salir de él, y que revolcaba mi pelambre en los charcos más cenagosos. ¿Será una especie de recompensa? Objeto de mis deseos, no pertenecía ya a la humanidad” (237).
Este fragmento puede ilustrar el tiempo de simbiosis con la madre, cuando el niño no era más que deseo del de esta última. El sueño representa una fase de plenitud y, por ende, es comprensible que resulte angustiante, pues algo originalmente familiar, y quizá también deseado, se descubre temible y como algo cumplido: “Mis pies estaban paralizados; ningún movimiento venía a traicionar la certidumbre de aquella inmovilidad forzosa. En medio de sobrenaturales esfuerzos para continuar mi camino, desperté y sentí que me volvía, de nuevo, hombre” (239). Adicionalmente, se repite una situación similar al sueño previo, puesto que en el estado de unión con el cerdo hay una inmovilidad forzada, tal vez por un objeto exterior a él, en este caso el animal.
En Maldoror la angustia fue generada por un sueño en el que retornaba a la unidad pérdida: “el retorno al crimen sepultado en la noche de su misterioso pasado” (112). Aquello que alguna vez fue familiar ahora es desconocido, y su retorno es inefable: regresa absoluto, sin velo, ominoso. Sentimiento que “es aquella variedad de lo terrorífico que se remonta a lo consabido de antiguo, a lo familiar desde hace largo tiempo” (Freud, 2007c: 220).2 Por lo tanto, la pesadilla genera desasosiego e inmoviliza al personaje: “mis pies estaban paralizados” (239).
En la séptima estrofa del quinto canto hay otro sueño. En este, Maldoror no se puede mover: una araña lo ha paralizado. Nótese cómo se reitera la inmovilidad del que sueña por un ente ajeno a él y quien toma el control. Se confirma con su discurso que delira despierto para no quedar a disposición de su victimario:
Cuando se ha asegurado de que el silencio reina por los alrededores, saca sucesivamente, de las profundidades de su nido, sin la ayuda de la meditación, las distintas partes de su cuerpo, y se acercan con precaución a mi yacija. ¡Cosa extraordinaria!, yo, que hago retroceder el sueño y las pesadillas, me siento paralizado en la totalidad del cuerpo, cuando trepa por los pies de ébano de mi lecho de raso. Estrecha mi garganta con sus patas y me chupa la sangre con su vientre (278).
Asimismo, la inmovilidad renueva el tema del perseguidor. Ahora, una araña lo visita y sorbe su sangre. La situación del animal se relaciona directamente con el Creador y sus caracteres. Alonso (1999) explica que un arácnido es considerado como símbolo de mal presagio o de la creación. Hasta el presente punto, lo anterior no dice nada sobre el héroe, pero hay algo más: simboliza la agresividad. La araña ataca a la víctima indefensa que está atrapada en la tela; imagen que recuerda al héroe atrapado y paralizado en el lecho, como testigo de su propio suplicio; mientras la araña lo incorpora, él no puede hacer nada en su indefensión. Es interesante cómo cumple su innoble castigo resistiéndose a dormir pese a todo. En el mito griego, en relación con Aracne, menciona Chevalier:
Adquiere la reputación de haber sido alumna de Atenea, pero pretende no deber su talento más que a sí misma. Desafía a la diosa. Atenea borda los doce dioses del Olimpo en su majestad, Aracne los amores de los mismos con mortales. Atenea, furiosa, desgarra la tapicería y golpea a su rival con la lanzadera. Aracne se ahorca; pero Atenea no le permite morirse y la transforma en araña (aracne en griego) que continúa hilando y tejiendo al cabo de su hilo. La araña, con su ridícula tela actual, simboliza el menoscabo del ser que quiso igualarse a los dioses: es el demiurgo castigado (1999: 116).
La araña es dueña del destino: lo teje y lo conoce. Se dice que su aparición en sueños implica el acecho y abrazo a la presa. También simboliza la indisoluble ligazón entre el Creador y su criatura (animal-telaraña). Para Corominas (1991) es agresiva, porque prepara pacientemente una trampa a los insectos para después devorarlos.
En suma, la araña es un eco de la madre todopoderosa del primer tiempo del Edipo que, en el momento de la simbiosis, es capaz de reintegrar a su producto. En Los cantos, el Creador está empapado de las características de ese primer Otro, aunque también del de la ley que regula cierto orden, el cual se edita en lo real, directo del deseo inconsciente, entonces no hay un velo que lo metaforice. Por otra parte, Maldoror anhela igualarse a Dios y acecha a otros personajes; no obstante, esta última elucidación se encuentra más allá de los fines del estudio.
Resumiendo, Maldoror renuncia a dormir con tal de no soñar. Si duerme, si cede al deseo, el Creador hurgará entre sus secretos escondidos y no tendrá más opción que quedar paralizado como si estuviese atrapado en una telaraña o en una cama mortuoria. Permanecer despierto es su única defensa. Sus sueños siempre tienen el mismo sentido: el Todopoderoso lo persigue y puede manipularlo o inmovilizarlo. Surge en lo real lo que no ocurrió en lo simbólico.
Ante el sueño, Maldoror se comporta de acuerdo con su propia lógica para salir medianamente ileso. Si sueña, no hay más. Habrá perdido su subjetividad y su libre voluntad. Solo le quedará un camino por tomar: la muerte. Por ello, teme el día en que llegue a soñar: “¡Que llegue el día fatal en que me duerma! Al despertar, mi navaja barbera, abriéndose paso a través del cuello, probará que nada era, en efecto, más real” (264-265).
Con esta última cita termina la estrofa del insomnio de los treinta años y se entiende la razón por la que rechaza dormir: de hacerlo podría soñar, pero sus sueños serían o bien ominosos, al colocarlo frente a frente con un ser temiblemente poderoso que podría manipularlo a su libre voluntad, o bien serían de retorno a la no diferencia; estos implican un reencuentro con la unidad simbiótica, con el Otro del primer tiempo del Edipo encarnado en el Creador, o por metamorfosis en el cerdo o la araña.
La angustia aparece en la enunciación de Maldoror al rozar dicho estado, aunque sea en sueños. Después de soñar tendría que morir a consecuencia de dos circunstancias: la primera, la instancia superyoica, invocada también bajo la forma del Creador, en lo real no lo dejará salir ileso, ya que vuelve con la ferocidad de lo pulsional; la segunda, la plenitud no admite satisfacción, dado que no puede registrarse en la realidad, alcanzarla solo es posible si se la busca más allá de la vida, es decir, en la muerte.
Sin duda, el aporte que otras disciplinas brindan al análisis de lo literario es enriquecedor y, en lo inmediato, demuestran la complejidad de determinada obra. En el caso de Los cantos de Maldoror y de su autor, el Conde de Lautréamont, se puede mirar el testimonio del genio que se adelanta a su época. No deja de sorprender de qué manera Maldoror ficcionaliza algunos postulados sobre el sueño.
Del análisis que antecede, se puede hacer mención nuevamente de los postulados psicoanalíticos que en la ficción se muestran de manera verosímil: el trabajo del sueño, la forclusión, lo delirante y la edición del Nombre del Padre en lo real. Debe recordarse además que la obra se adelanta a la teoría freudiana y postfreudiana.
El objetivo del artículo fue analizar los sueños de Maldoror. En breves palabras puede decirse que, al realizar un acercamiento desde la teoría psicoanalítica, muchos de los conceptos de la segunda son evidenciados por el personaje a través de imágenes oníricas; los sueños son ominosos debido a que plantean la posibilidad de generar respuestas de angustia en el soñante; en otras palabras, demuestran, sin disfraz alguno, la presencia no atemperada de lo inconsciente.
Por otra parte, la figura de Dios corrobora lo mencionado. A través de este personaje se piensa en los objetos parentales y se reflexiona sobre su importancia en la constitución del sujeto. Estos objetos, además, ejemplifican los avatares del psicótico y sus implicaciones; en un primer momento, la ya mencionada edición en lo real de la ley paterna; en un segundo, el retorno de la unidad perdida, y la presencia de la madre de ilimitado poder. Tanto la figura de Dios como el personaje son ominosos.
Una prueba adicional para decir que el universo de la obra está constituido como un sueño o como un delirio, es que otras estrofas, además de las analizadas, repiten el mismo acontecimiento casi sin variar: la persecución a Maldoror por el Creador o la omnipotencia del último.
En los primeros cinco cantos es constante un carácter de lo onírico: el tiempo y el espacio existen dislocados. El acontecimiento de otras estrofas es similar a los sueños en los cuales está inmóvil, ya sea en el vientre del cerdo o en la telaraña de la parálisis. Aquí, lo real viene del exterior, pues al no haber un velo que matice el deseo, este aparece sin disfraz, y le genera la angustia que está escrita en las estrofas analizadas.
Aunque en otras estrofas Maldoror no sueña, lo onírico se extiende a la vigilia, pese a que se niegue a soñar, o no lo haga en absoluto. Las imágenes que despliegan los tormentos y ansias del héroe surgen en lo real. Sus pesadillas lo succionan y desgarran; actúan como el Todopoderoso, ávido del héroe indefenso en la telaraña.
Los sueños despiertan en Maldoror una angustia de muerte, incluso en la vigilia lo atemorizan. La explicación es simple: quizá se trate de algo del orden de lo ominoso, dado que en dichas escenas, tras haber rozado la unión perdida de antiguo conocida, surge la angustia como respuesta a la imagen que se presenta. En la regularidad, el sueño, y lo que implica para los individuos, es cumplimiento de deseo y se rige por ciertas normas, de tal forma que su tendencia al desplazamiento y la condensación no representan amenaza alguna para el soñante. Pero lo anterior no ocurre con el protagonista, como ejemplo, la estrofa del cerdo, en la que las imágenes no están disfrazadas, manifestando al deseo inconsciente en toda su ferocidad fuera de todo símbolo, desde lo real.
Similar situación se repite en el sueño de la araña. Se evoca nuevamente en la ficción algo de lo real que regresa de fuera: el héroe ya no sabe si ve despierto, a través de sus sueños o si es la realidad. Uno de los postulados freudianos reza: el sueño es el delirio del durmiente, mientras que el que delira cree que está soñando. El delirio alcanza el mundo onírico de Maldoror: no le brinda descanso mientras duerme.
Si se recuerda la estrofa del insomnio de treinta años, se puede agregar con mayor firmeza que para Maldoror lo delirante no termina, continúa en los sueños, y que lo onírico se extiende a la vigilia; por lo tanto, el protagonista debe huir de tal posibilidad. Se piensa que al evitar al sueño escapa de la angustia, la cual implica las feroces imágenes que lo persiguen o lo succionan.
Cuando duerme, como soñante pierde control absoluto, y aquello es tan real que, incluso, su cuerpo pierde en la batalla. Es desangrado en su inmovilidad (con la araña) y nuevamente se convierte en objeto de la acción martirizadora exterior, que posiblemente evoca a la madre de la que se habló en el primer tiempo del Edipo. Por otra parte, la forclusión del Nombre de Padre se manifiesta en el Creador como juez implacable que condena los pensamientos más secretos de Maldoror. Así, siempre y sin variar, vuelve la ley y la omnipotencia de lo materno en lo real.
Lo que se evoca en la ficción de la omipotencia materna en el contenido del sueño es la imagen de simbiosis, la cual se juega como incorporación o regreso al vientre materno. De esta manera, se observa en la ficción el cumplimiento de un deseo inconsciente en lo real, es decir, casi en lo tangible, sin metáfora; quizá sea que el velo del disfraz no surge en los sueños que narra Lautréamont. En la obra, más allá de las estrofas analizadas, gran parte de los encuentros evocan escenas simbióticas con la madre del primer tiempo del Edipo, y de nuevo, se caracterizan porque el fondo de la estrofa es totalmente onírico o delirante.
Por último, se puede concluir que los sueños analizados demuestran procesos similares a los que la teoría psicoanalítica dice que surgen en la psicosis: la presencia de las figuras parentales fuera de lo simbólico y la ausencia del disfraz del deseo inconsciente. Lo anterior explica por qué para el personaje el sueño es angustiante; es eso ominoso, conocido; no simbolizado, pero aparece en lo real de forma tan feroz que no puede ser mediado por la palabra.
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