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Eulogio González, el conspirador de 1928: una breve discusión sobre la representación de lo indígena en México
Clementina Battcock; Jhonnatan Zavala
Clementina Battcock; Jhonnatan Zavala
Eulogio González, el conspirador de 1928: una breve discusión sobre la representación de lo indígena en México
Contribuciones desde Coatepec, núm. 35, 2021
Universidad Autónoma del Estado de México
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Resumen: El indigenismo se constituyó como uno de los principales referentes de intervención política que atravesó las instituciones y el pensamiento social de los grupos gobernantes del estado mexicano durante el siglo xx. Este artículo busca delinear cómo esta representación social sobre lo indígena opera de manera previa y posterior al caso de Eulogio González Arzola, quien fue descrito en una crónica periodística como conspirador en los atentados contra Álvaro Obregón en 1928. No se trata de un estudio secuencial exhaustivo sobre un aparato teórico, sino de un análisis sobre cómo esta representación sobre lo indígena se ha problematizado a lo largo del siglo xx, cuyos ejemplos claves son los elementos significativos sobre la representación social en una narrativa noticiosa de El Universal, durante su cobertura del homicidio del presidente electo Álvaro Obregón.

Palabras clave:Representación socialRepresentación social,IndígenaIndígena,IndigenismoIndigenismo,Crónica periodísticaCrónica periodística,Revolución mexicanaRevolución mexicana.

Abstract: The indigenism was one of the main references of the institutions and the social thought of the government groups at the 20th century Mexican state. This paper seeks to analyze how this social representation of the indigenous operates before and after the case of Eulogio González Arzola, a man who was described in a newspaper article as a conspirator in the attacks against Álvaro Obregón in 1928. This is not intended to be an exhaustive or sequential review of this controversy, but rather a preamble to the case of Eulogio González Arzola and the significant elements of his representation as an indigenous person in a journalistic chronicle, who was arrested for the assassination of the elected president of Mexico, Álvaro Obregón, in 1928.

Keywords: Social representation, Indigenous, Indigenism, Journalistic chronicle, Mexican Revolution.

Carátula del artículo

Artículos

Eulogio González, el conspirador de 1928: una breve discusión sobre la representación de lo indígena en México

Clementina Battcock
DEH-Instituto Nacional de Antropología e Historia, México
Jhonnatan Zavala
Centro Educacional Tlaquepaque, México
Contribuciones desde Coatepec, núm. 35, 2021
Universidad Autónoma del Estado de México

Recepción: 09/06/2020

Aprobación: 18/09/2020

A manera de introducción: pensar lo indígena como un objeto del indigenismo

Mucho se ha escrito en torno a la representación del indio o del indígena desde los estudios disciplinarios de las ciencias sociales y las humanidades en México, ya sea durante el proceso de conquista y el periodo virreinal (Battcock y Bravo, 2017) o desde el de la consolidación de la actividad social periodística en la Ciudad de México (Escobar y Rojas, 1992). En el devenir histórico del estado-nación mexicano posrevolucionario (1920-1940),[1] el indigenismo se constituyó como uno de los principales referentes de pensamiento que atravesó las instituciones estatales del siglo xx y nutrió los debates sobre la imposible composición de una única cultura mestiza y mexicana. Por ello, se considera necesario presentar al lector un breve repaso de algunos estudios que han abordado este proceso intelectual y que ilustran la complicada ejecución de un análisis de las representaciones sociales asumidas dentro de las categorías de lo indio o lo indígena, a fin de señalar algunos argumentos centrales expuestos en torno a una breve discusión teórica sobre esas categorías-representaciones dentro del aparato del estado mexicano del siglo xx.

Este artículo no pretende un repaso exhaustivo ni estrictamente secuencial de esta polémica, sino brindar un preámbulo reflexivo sobre la representación social de lo indígena en un episodio crucial para la política mexicana en 1928. el último asesinato de un presidente de la República Mexicana, Álvaro Obregón, en medio de un conflicto político religioso con la Iglesia Católica Romana, compuesto, a su vez, de matices sociales regionales historiográficamente denominados Rebelión Cristera, expresados de 1926 a 1929 (Meyer, 2010).

Con el análisis narrativo de este momento decisivo para el sistema político mexicano, se revisa cómo esta representación de lo indígena ha sido modelada a lo largo de la formación del estado nacional con articulaciones de poder distintas (entre el campo médico, educativo, periodístico, entre otros), pero sosteniendo sustancialmente el sentido colonial y las relaciones sociales que la enunciación del calificativo supone. Es decir, en términos generales, se entiende la representación social como un proceso selectivo de significados que se incorporan a través de un anclaje contextual al medio en el que se construye dicha representación, y que finalmente se objetiva en una enunciación discursiva (Moscovici, 1961; citado en Mora, 2002). Esta enunciación configura la representación social como una unidad teórica de análisis selectivo que conjuga determinadas características para nombrar al otro y socializar esa manera en que se nombra.

El indigenismo es pensado por Luis Villoro (2014: 13) como “un conjunto de concepciones teóricas y de procesos concienciales que, a lo largo de las épocas, han manifestado lo indígena”, definición que aparece en su clásico libro titulado Los grandes momentos del indigenismo en México, publicado originalmente en 1949.[2] Esta obra inicia cuando el autor lanza la compleja pregunta: ¿cuál es el ser del indio que se manifiesta a la conciencia mexicana?, la cual se transformará en ¿cuáles son los caracteres de la conciencia que revela al ser del indio? o, en otras palabras, ¿qué es la conciencia indigenista?; al formular dichas interrogantes de difícil resolución, a las que incluso se han dado taxativas respuestas, Villoro se propuso estudiar “el conjunto de concepciones acerca de lo indígena que se han expresado a lo largo de nuestra historia” (Villoro, 2014: 13). Conviene explicar ahora la trascendencia de dotar al indigenismo, dentro de la configuración de la nación mexicana y del proceso mismo de constitución, de un sentido de pertenencia que permite dilucidar un colectivo social capaz de enunciar una operación identitaria; este entramado intelectual argumenta una narrativa que explora los contenidos significativos de lo indígena, lo nacional y lo identitario a través de diferentes registros textuales históricos y de una praxis institucional ligada a la construcción de las representaciones sociales, asunto que se abordará más adelante.

Con motivo de la reedición de su libro en 1987, Luis Villoro escribió un exquisito prólogo en el que reconoció las deficiencias de su primer texto. Primero, que las corrientes filosóficas que le influyeron —el existencialismo y el hegelianismo (el desarrollo de una conciencia como idea)—, por un lado, y un incipiente materialismo histórico —con énfasis en la construcción del proceso social—, por el otro, no llegaron a complementarse (Villoro, 2014).[3] Estos ejes de debate le condujeron a una segunda autocrítica y a una propuesta que no deja de ser seductora para futuros análisis: no ver al indigenismo como mero producto de la conciencia, sino realizar un estudio de las condiciones sociales en las cuales se produce determinada idea sobre lo indígena. Finalmente, el propio Villoro afirmó que su trabajo no pretendió agotar la discusión en cuanto a todos los autores que pertenecieron a las distintas etapas del indigenismo aunque pudo haber incluido a unos cuantos para matizar su lectura de cada etapa; aclara especialmente que el hecho de haber culminado en 1949 no le permitió analizar más el indigenismo contemporáneo ni tomar en cuenta la crítica vertida en un texto que cimbró a la academia indigenista, cuyo título fue De eso que llaman antropología mexicana, aparecido en 1970 (Warman, s/f).

Entre los capítulos de ese último libro mencionado por Villoro se encontraba el texto de Arturo Warman, “Todos santos y todos difuntos. Crítica histórica de la antropología mexicana”, además de contener uno más escrito por Margarita Nolasco, titulado “Del indigenismo de la revolución a la antropología crítica”; en ambos se increpa a las directrices de la disciplina antropológica en la academia mexicana. Así, Warman se ocupó de jugar con la narrativa que ciertamente propuso representaciones sociales de lo indígena, desde las plumas de los evangelizadores del siglo xvi hasta las máquinas taquigráficas de los indigenistas contemporáneos, a quienes impugnó de la siguiente forma:

Los indios son objeto de utilidades marginales. En forma de turismo, ballets, luz y sonido y artesanías folklóricas se ofrecen a una sociedad de consumidores químicamente puros, que con ellos disfrazan su hibridismo. Sirven también a la burocracia que lucha por ellos en su instituto particular, y a los que más elegantemente, como los antropólogos profesionales, los defendemos en el limpio campo de la cultura occidental, rehaciendo su imagen conforme a los nuevos aires que soplan desde las esferas oficiales (Warman, s/f: 35).

Por su parte, Margarita Nolasco destacó una crítica sobre la relación de los estudios aplicados con los indígenas, a los que la antropología oficialista cosificó como objetos de estudio particular; sobre la forma en que estructuraron dicho sujeto, enunció: “la idea de que son indígenas aquellos que se sienten indígenas no pasa de un romanticismo social” (Nolasco, s/f: 69). Para Nolasco, lo indígena resulta objetivable mediante la construcción de individuos que poseen determinados criterios: supuestos rasgos raciales reconocibles, como el habla de una lengua (desdeñada por un sistema educativo alfabetizante anclado en el castellano), la verificación de un compendio (siempre innumerable) de tradiciones, entre muchos otros elementos esencialistas que cosificaban a una multiplicidad de grupos humanos en un complejo categórico denominado indígena, vinculado con un proyecto inacabado de estado-nación.

Al poco tiempo de presentarse estos escritos, Gonzalo Aguirre Beltrán, principal representante del organigrama indigenista, respondió esgrimiendo múltiples variables de los estudios generados por la antropología aplicada, la multiplicidad de sujetos y los métodos empleados para el análisis de los casos, pero sosteniéndose en una propuesta psicologista-culturalista de intervención antropológica, como antes lo había hecho Alfonso Caso (1948): asumió un provocativo mea culpa que defiende una “paulatina intervención indigenista desde la cultura” (Aguirre, 1976: 104) dadas las alteraciones de la psique humana provocadas por los procesos de cambio en las sociedades (las cuales señala en procesos revolucionarios como el cubano) y que le ocupan por ser un operario institucional encargado de relacionar al estado con lo indígena:

Tal vez sea una deformación de mi parte que, como médico, crea en la existencia real del trauma psíquico y atribuya, en gran medida, los trastornos psiconeuróticos que tanta incidencia tienen en la sociedad industrial moderna, a los cambios culturales violentos a que están sujetos los miembros todos de nuestra sociedad. La velocidad en acelerado incremento de los cambios culturales impide al individuo adaptarse prontamente a las nuevas situaciones, en inacabable proceso de sucesión, y la respuesta frecuente son las reacciones psicóticas (Aguirre, 1976: 104-105).[4]

Las críticas de Nolasco al indigenismo, por utilizar un criterio psicologista-culturalista para definir la condición del indio, son vistas por Aguirre Beltrán como la repetición de un dogma de una supuesta generación del 68 que acusa a los indigenistas de mantener el statu quo en su condición de funcionarios estatales contrarios a la renovación radical estructural para la realización concreta de un cambio político. En este punto conviene destacar que Aguirre Beltrán admitiera su posición como médico y trajera a consideración la patologización del trauma como un complejo dañino que acompaña la sustitución de una supuesta estructura estable cultural, con la inserción en el debate de las vicisitudes bélicas violentas de la Revolución cubana, asunto no menor en un momento histórico en el que se tenía presente la tensión sobre la violencia estatal ejecutada en la capital de la república durante la represión letal del movimiento estudiantil de 1968. Este enfoque de Aguirre Beltrán, admisible incluso dentro del campo de una higiene mental, resulta paralelo a la posición eugenésica que estuvo en boga en la cruenta década de los años veinte en la academia médica, puesta en práctica por lo menos hasta mediados del siglo pasado. Ambos son paradigmas disciplinarios desarrollados a la par de la formación de los primeros antropólogos en México, y aunque tomaron caminos separados, como se verá en el último apartado de este artículo, no deja de ser notable la instrumentación de lo científico para patologizar a determinados seres humanos, un recurso abordado en la segunda parte de este texto como elemento de la representación social que aquí se trata.

Fuera de la discusión disciplinar antropológica, Guy Rozat formó un proyecto de largo aliento en la investigación historiográfica en el ocaso del siglo xx en el que buscaba “explicitar los dispositivos y el lugar desde donde se construyeron algunas de las múltiples ‘invenciones de América’” (Rozat, 1996: 40), todas constitutivas de La invención de América, enunciada por Edmundo O’Gorman (1978). En palabras de Rozat (1996: 40):

En este conjunto de representaciones que constituye América nos interesaremos particularmente en la figura del indio porque es una de las figuras centrales de ese corpus y siguiendo sus derroteros a lo largo de estos 500 años pensamos que nos daremos los medios para entender cómo funcionan los dispositivos que producen Américas.

Así pues, el autor observó siglo a siglo, desde el xvi hasta el xix, las distintas capas en la escritura del indio. Para él resulta necesario poner en debate que en “el caso de México sería urgente intentar reconstruir estas grandes etapas de la construcción de la figura del indio, para elucidar finalmente de qué estamos hablando, si de indios imaginarios o de indios reales” (Rozat, 1996: 42).

El proyecto planteado por Rozat se insertó en una narrativa proveniente de la publicación de su estudio titulado Indios imaginarios e indios reales en los relatos de la conquista de México, trabajo en el que señaló que la invención americana, como una elaboración intelectual europea, “no ha cesado desde entonces, de seguir inventándola y de producir sucesivos discursos de representaciones de América” (Rozat, 2002: 14), los cuales se vieron reflejados en el ejercicio historiográfico.

Esta investigación tendría otro eco en Los orígenes de la nación. Pasado indígena e historia nacional, libro en el que Guy Rozat buscaba otorgar un aporte “para el esclarecimiento de algunas de las ambigüedades tejidas entre esas dos figuras imaginarias: el Indio y la Nación” (Rozat, 2011: 11); se propuso “entender cómo una sociedad se representa la presencia indígena entre sus conciudadanos y el tratamiento que preconiza para el ‘problema indígena’” (Rozat, 2011: 14). Para Rozat (2011), la construcción de la identidad nacional en el México decimonónico supuso elaborar la figura del mestizo; a la vez, se exaltó la figura del indio muerto como parte de una historia nacional; en cambio, el indio vivo quedó marginado y se le exigía renunciar a lo indígena para integrarse a la mexicanidad.

Antes de presentar la crónica sobre el acusado de colaborar en el atentado presidencial, debe atenderse una última viñeta que descansa en la revisión crítica de la política indigenista del estado mexicano posrevolucionario, posición en la que Guillermo Bonfil Batalla se dedicó a repensar el concepto de indio o indígena, apenas unos años después de la polémica entre De eso que llaman antropología mexicana y Gonzalo Aguirre Beltrán. Esta exploración conceptual de carácter sincrónico condujo al antropólogo Bonfil (1972) a concluir que indio o indígena eran categorías coloniales, con las consecuentes relaciones sociales que sostenían su existencia; asimismo, propuso que era indispensable reforzar las entidades étnicas para hacerlas desaparecer; sin embargo, no censuró su uso en tanto categorías analíticas que daban cuenta de un proceso colonizador iniciado con la conquista de América. Poco después de señalarse la importancia de estudiar las palabras indio e indígena como conceptos que tienen detrás de sí un proceso de conformación histórica, Raúl Alcides Reissner (1983) realizó una observación similar y escudriñó la manera en que el concepto indio contenido en los diccionarios forma una imagen estereotipada de aquellos a quienes se denomina con tales categorías.

Todos estos textos se ocupan de una misma problemática que trastoca las maneras en que la academia desarrolló sus enfoques de estudio de lo real, de un supuesto indígena concreto y homogéneo; situación trascendente pues, si bien no todo recae en la intervención de las instituciones estatales, en sus debates ni en posibles aplicaciones, estas perspectivas sí condicionan la formación de representaciones sociales con que trabajan las disciplinas científicas; de ahí la pertinencia de retroceder algunas décadas para revisar una crónica periodística aglutinadora de las significaciones narrativas que derivaron en esta discusión, a fin de reflexionar sobre la operación de la categoría indígena en la formación social de lo mexicano en las sociedades del siglo xx. Se considera que, a través de la representación social de lo indígena, se ha modelado un conjunto de relaciones asimétricas de poder que visibilizan notoriamente su contenido colonial; la crónica periodística sobre Eulogio González Arzola constituye un firme ejemplo de los elementos significativos con que la sociedad mexicana ha afianzado esa representación.

Hasta aquí se ha revisado un grupo de ideas que compone lo indígena desde el análisis de Luis Villoro, la crucial polémica entre los antropólogos que formaron De eso que llaman antropología mexicana y la perspectiva de Gonzalo Aguirre Beltrán como política de estado de finales de los años sesenta, además de la composición historiográfica de lo indio-indígena desde los estudios de Guy Rozat a finales del siglo xx, así como de los problemas desde el estudio categórico-conceptual de tales términos, presentados años antes por Bonfil y Alcides. Sin embargo, en este punto cabe cuestionar cómo se modela al sujeto portador de las características de lo indígena, en los sistemas de argumentos construidos siempre en perspectiva histórica y en relación con la sociedad que los produce; por ello, se analiza un caso de narrativa periodística mexicana de los años veinte: unos textos publicados en El Universal sobre Eulogio González Arzola, con el asesinato de Álvaro Obregón en 1928 como contexto.

Una de las hipótesis que Paula López Caballero postuló en su estudio Indígenas de la nación. Etnografía histórica de la alteridad en México consistió en proponer que “no es la autoctonía de las personas lo que determina las relaciones sociales, sino por el contrario, son las relaciones sociales las que determinan quién y qué es indígena [además de que] la autoctonía como fenómeno social es indisociable del fenómeno estatal” (López Caballero, 2017: 26); en una aproximación al estado, debe considerarse que los actores de sus instituciones se involucran en procesos diferenciados en las relaciones de poder, entendidas como habilidades para “retener información, negar la observación y dictar los términos del conocimiento” (Abrams, 2015: 24). Es decir, para que se nombre indígena a alguien, debe existir una operación social de amplitud temporal e institucional considerable, instrumentada de múltiples formas por el estado para categorizar como indígenas a determinados grupos humanos, con las subsecuentes marginación de los procesos de autoadscripción de los sujetos y obstrucción del establecimiento de sus operaciones de pertenencia; así se muestra en la construcción discursiva de la representación social de lo indígena en torno a la descripción de una persona en una nota periodística.

La continua reinvención: el asesinato del presidente electo en La Bombilla y la representación de un indígena

En esta segunda parte del artículo se analiza la representación de un indígena en particular, así categorizado por una crónica periodística del 25 de agosto de 1928, publicada en El Universal, titulada “Eulogio González fue encerrado por el procurador en un círculo de hierro”.[5] Esta crónica, previa y aparentemente desligada del debate académico-intelectual aludido en el segmento anterior, trata el interrogatorio practicado a un hombre llamado Eulogio González Arzola, quien había sido arrestado por participar en los complots planeados por los militantes católicos para asesinar al general Álvaro Obregón, vinculado con un grupo de católicos que la policía relacionó con el magnicidio ocurrido el 17 de julio de 1928, durante una comida organizada por la diputación guanajuatense en honor al recién nombrado presidente electo de México en el restaurante de La Bombilla.

Cuando se menciona aquel asesinato presidencial que sacudió violentamente la estructura política posrevolucionaria del grupo de los sonorenses, se recurre a la difundida representación histórica que culpabilizó de tal crimen tan solo a dos personajes: a una monja llamada Concepción Acevedo de la Llata, popularizada por el periodismo como la madre Conchita, y a la enigmática figura de José de León Toral, un sujeto al que el imaginario histórico es incapaz de poner atuendo o rostro; el cual fue fusilado unos meses después por disparar sobre Obregón tras haberse hecho pasar por un dibujante, aun con todas las suspicacias producidas por la autopsia que, hecha pública en el diario Excélsior hasta 1947, reveló que el cadáver presidencial había sido perforado en diecinueve ocasiones, aunque el arma de León Toral solo poseía espacio para seis balas (Gálvez, 1998).

Sin embargo, muy poco se ha abundado en las representaciones sociales construidas mediante los procesos punitivos dirigidos por los funcionarios del estado contra, por lo menos, otra docena de rebeldes católicos, que incluía mujeres acusadas de participar en una escalada de complots para planear atentados que, según presumieron las autoridades encargadas de apersonar a la justicia revolucionaria, condujeron a la anulación del sonorense aquella tarde en el restaurante (González, 2001; Castro, 2006; Ramírez, 2014) .

Se parte de la hipótesis de que los medios escritos son una herramienta para la difusión de representaciones sociales que participan de construcciones de sucesos incorporados a tramas de poder y sus consecuentes conflictos, en las que se hace patente la tensión entre los intereses de los múltiples sujetos de la sociedad (Cuevas, 2011). En ese sentido, la consolidación de una hegemonía estatal posrevolucionaria, cuya dirigencia incluía a los generales Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles, requirió vehicular su visión social sobre la construcción de un proyecto de nación. Entre muchas otras estrategias, el grupo de los sonorenses que detentaba el poder presidencial se ocupó del control de la prensa para difundir sus ideas y principios políticos entre el resto de los funcionarios estatales y la población alfabetizada que asumía la recomposición de una clase propietaria. Ya para 1928, sus gobiernos estaban empantanados entre un conflicto jurídico con la Iglesia Católica Romana y una rebelión armada de creyentes católicos cuyos campos de batalla se ubicaban en el centro-occidente del país (Gómez, 2012; Meyer, 2010).

Conviene reflexionar sobre esa visión social de la nación mexicana promovida por las instituciones estatales de los generales revolucionarios sonorenses, Obregón y Calles, con una experiencia política regional contextualizada por el conflicto de la civitas mexicana-criolla del porfiriato (1876-1910) con el pueblo yaqui (Padilla y Trejo, 2012), en tránsito a la formación institucional del indigenismo nacionalista posrevolucionario (Cárdenas, 2017).[6] Los hombres encargados del problema educativo del naciente aparato estatal de los años veinte destinaron sus labores a repensar las estrategias de incorporación social de los campesinos y los obreros mexicanos; el llamado problema del indio resurgió con fuerza en voces de funcionarios y estudiosos, como Andrés Molina Enríquez (Vázquez, 2014a) o Manuel Gamio (Vázquez, 2014b). Estos ejes iniciaron en México un proceso de formación disciplinar etnológica inspirado en los estudios académicos de Franz Boas, antropólogo relacionado con la formación institucional mexicana durante el declive porfirista, lo cual devino en la búsqueda de nuevas estrategias de estudio necesarias para enfrentar tal reto, que se tradujo en la forja de un corporativismo estatal que tomó distancia de los planteamientos de un darwinismo social imperante durante la última mitad del siglo xix (Suárez, 2005; Isais, 2018), pero que siguieron pujantes durante la década de los años veinte a través de algunos científicos de la Academia Nacional de Medicina con propuestas eugenésicas para el mejoramiento racial, elemento tratado más adelante.

Por lo pronto, esto es lo central del caso: ¿quién es Eulogio González Arzola, según la crónica del periódico? Las primeras declaraciones de este hombre, dadas al general Antonio Ríos Zertuche el 20 de agosto de aquel mismo año, aparecieron en El Universal el 22 del mismo mes, en un texto titulado “Lo que declararon los innodados en los complots dinamiteros y en la muerte del General Álvaro Obregón”. En esta aparente transcripción se menciona a Eulogio González como un migrante proveniente de San Miguel de Allende, Guanajuato, de 27 años, con trayectorias truncas en la carrera eclesiástica, en el estudio del comercio y como funcionario del ayuntamiento de dicha población, empleo del que fue despedido tras colaborar con la rebelión católica repartiendo su propaganda (bmlt-shcp-gm, c. h., El Universal, 1928).

Sin trabajo, Eulogio viajó a México para ser ayudante personal de un hacendado proveniente de aquel municipio, llamado Carlos Díez de Sollano, quien financió la logística para cometer por los menos tres atentados nombrados por este grupo de católicos: una intentona de envenenamiento contra Obregón y Calles no realizada en abril de aquel dramático 1928, así como dos bombazos sin víctimas mortales en la Cámara de Diputados y el Centro Director Obregonista.

El procurador de justicia, Juan Correa Nieto, realizó otros interrogatorios a los detenidos el 24 de agosto, publicados al día siguiente en El Universal. De todos ellos, destaca la crónica ubicada debajo del balazo titulado “Eulogio González fue encerrado por el procurador en un círculo de hierro” (cehm-Carso, f. clxxxii, c. 8, l. 744).

En dicha crónica, Eulogio fue descrito como “un hombre de raza indígena, de ojos vivos y ladino. Desde luego se advierte que está un poco sordo, esta circunstancia dificulta un poco el interrogatorio” (cehm-Carso, f. clxxxii, c. 8, l. 744). El periodista no detalló más sobre su vestimenta, como sí hizo con el resto de los implicados: destacó las prendas portadas y que denotaban su pertenencia a una clase acomodada de la ciudad, pero insistió en la “sordera y poca comprensión de las preguntas” de Eulogio. Este no es un asunto menor, pues mientras los demás arrestados vivían en colonias de la Ciudad de México con servicios urbanos, y algunos tenían estudios universitarios, Eulogio dijo ser habitante de la colonia Valle Gómez, en la calle de Zinc número 4, lo que en ese tiempo constituía una periferia marginada al norte de la creciente urbe (bmlt-shcp-gm, c. h., El Universal, 1928).

Eulogio inició su declaración afirmando que él había seguido las instrucciones de Carlos Díez de Sollano para proteger a una joven mujer llamada María Elena Manzano, muchacha que envenenaría a los generales Calles y Obregón durante las fiestas de Celaya, Guanajuato, durante abril. Argumentó que, antes de eso, ayudaba a este hacendado con sus negocios particulares, actividad que lo llevó a relacionarse con la asociación de católicos de la madre Conchita. Eulogio ratificó no haber participado en la planeación de los atentados, pero destaca su viaje a Celaya para envenenar a los generales o dinamitar el tren presidencial, actos que no se realizaron, pues los organizadores dudaron del éxito de la misión tras haber acudido a una corrida de toros en las fiestas de primavera de aquella ciudad guanajuatense. A su regreso a México, Eulogio visitó a la madre Conchita en su convento clandestino, con tal de recuperar un reloj que había prestado. En dicho lugar, la monja le expresó palabras lapidarias: “Ya sé que no hicieron nada, lo que pasa es que no quisieron hacerlo” (bmlt-shcp-gm, ch., El Universal, 1928).

Eulogio dijo no arrepentirse de sus acciones y que detrás de los atentados estaba Díez de Sollano, quien también le dio instrucciones para colocar una bomba en el Centro Director Obregonista, sede organizativa de la campaña presidencial de Álvaro Obregón, ubicado en el centro de la Ciudad de México (cehm- Carso, f. clxxxii, c. 8, l. 744). Según la transcripción de sus declaraciones al general Ríos Zertuche, Eulogio mencionó que la intención de estos ataques era “causar una impresión moral y obtener un cambio político” (bmlt-shcp-gm, ch., El Universal, 1928). Estas notas, transcritas y publicadas por el diario, también refieren que la última vez que Eulogio se encontró con Díez de Sollano fue a fines de julio de 1928, pasado el asesinato de Obregón (bmlt-shcp-gm, c. h., El Universal, 1928), cuando el “indígena de ojos vivos” le entregó al hacendado una carta de un sacerdote llamado J. Isabel Salinas, que andaba levantado en armas en la ciudad de León, y cuya actividad subversiva está inscrita en las memorias publicadas de otro sacerdote leonés de nombre José D. Pérez (1988).

Posterior a estas actividades, Eulogio entró a trabajar al escritorio de la casa Stein por recomendación del padre de Díez de Sollano, que laboraba para la Secretaría de Relaciones Exteriores; finalmente, fue detenido unas semanas después por portación de un arma Smith & Wesson calibre 45, modelo 1927, con el cañón chueco y un orificio producido por una bala, misma que, para variar, dijo que era propiedad del joven Díez de Sollano (bmlt-shcp-gm, c. h., El Universal, 1928).

Los gobiernos posrevolucionarios vieron en el problema indígena el nodo de los conflictos de la sociedad mexicana, mediante una discursividad política heredada del porfiriato, que vislumbraba el futuro progresivo de la nación moderna en la unificación cultural, económica y política de una población destinada a componerla según las fronteras estatales. Los indígenas, que habían dejado de ser llamados institucionalmente indios desde el siglo xix con tal de borrar el régimen de calidades del virreinato (Ramírez, 2011), eran vistos como grupos heterogéneos aislados de los mecanismos institucionales de progreso nacional y de los procesos estatales de supuesta emancipación social alcanzados con la Revolución mexicana y que, por el contrario, se mantenían ajenos al cambio político.

Si bien la labor intelectual de Manuel Gamio de los años veinte se alejó de propuestas eugenésicas del mejoramiento racial o de incorporación social de los grupos indígenas, se mostró inicialmente convencido de la campaña anticlerical del cuatrienio callista, en relación con las condiciones sociales de los indígenas. En una carta dirigida al presidente Calles en 1926, cuando Gamio vivía una especie de exilio institucional en Guatemala, el antropólogo comunicó al presidente su adhesión a la campaña anticlerical, a la vez que afirmaba que la constitución de la religión sui generis de los indígenas se nutría de “un politeísmo idolátrico mezcla de las más burdas ideas católicas y de vestigios de mitos ancestrales” (agn-fig-emc, r.o-cm, c. 104 l.23, s/f)., que según Gamio radicaba en la celebración de sus fiestas embriagantes, por lo que la existencia de la jerarquía eclesiástica romana les tenía sin cuidado (agn-fig-emc, r.o-cm, c. 104 l.23, s/f). De esta curiosa adhesión, Gamio se desmarcaría unos años después, en 1935, con la publicación de su libro Hacia un México nuevo. Problemas sociales, en el que se apartó de lo que llamó “la barbarie callista” (Gamio, 2014: 157).

Para Massimo de Giuseppe, los protoindigenistas del gobierno de Calles acusaban al clero de “haber conservado la superstición idolátrica derivada de la tradición indígena, simplemente disfrazándola de tintes cristianos” (Giuseppe, 2015: 115). Esta idea imperaba en la representación del indígena de los políticos posrevolucionarios, como se hizo patente en la entrevista de Jean Meyer al general José Álvarez y Álvarez en 1968, diputado constituyente de 1917, quien apuntó que la “irracionalidad del dogma romano” (Meyer, 2002: 206) y la “idolatría indígena” (Meyer, 2002: 206) eran el producto fatídico de la composición social de México, y concluyó que “la razón tardará siglos en disipar estas tinieblas” (Meyer, 2002: 206).

Estos cruces —que representan esa relación entre los sistemas de creencias religiosas—, sus expresiones —consideradas como supuestamente contrarias a la razón y las categorías indio/indígena suponen un anclaje selectivo de los elementos de una representación social que buscó objetivarse en la enunciación descriptiva de la persona llamada Eulogio González Arzola, construida a través de una crónica periodística que detalló su participación y sus relaciones sociales con el grupo que planeó atentados contra el presidente Obregón. Estos elementos configuraron un marco de objetivación conceptual destinado a criminalizar a Eulogio ante los lectores —y escuchas, a través de los voceadores callejeros que daban cuenta de las noticias de los periódicos— (Mora, 2002), y con ello legitimar el castigo aplicado contra los rebeldes: por ser indígena migrante, pero también por su posición como subalterno de otros participantes.

En esta crónica, el énfasis en la sordera de Eulogio González, en su caracterización como indígena ladino y en una fijación especial por testificar sobre “la mirada” y “la poca comprensión” del inculpado buscó proyectar ante los lectores del diario la imagen de una supuesta irracionalidad propia de un fanático religioso, es decir, construir una representación social del enemigo público consolidado por algunos de los gobiernos posrevolucionarios (Tostado, 1991; William, 1976), que además se apoyaba, de alguna manera, en las difundidas tesis de la medicina y la antropología criminal que habían proliferado en el país desde finales del siglo xix (Suárez, 2000).

Para Laura Suárez, los postulados eugenésicos de mejoramiento de la raza de los años veinte, que tuvieron su despunte con el Congreso Mexicano del Niño celebrado en 1921 y tomaron forma institucional hacia 1932 con la conformación de la Sociedad Mexicana de Eugenesia, no contaban con claridad conceptual en el uso de términos como clase, especie y raza, sino que tendían a armar un modelo discriminatorio de la pertenencia étnica y los movimientos migratorios, mientras los entrelazaban con la criminalidad y los problemas de salud pública (Suárez, 2005) —de los que sobresalía el alcoholismo que, como Gamio (2014) opinó, se hacía constante en “las ritualidades indígenas”—; con ello fortificó una estructura de dominio sociocultural, en el sentido expuesto por los estudios de Pablo González Casanova (2003), mediante peligrosas propuestas, supuestamente científicas y racionales, basadas en el estudio social del mejoramiento de las razas y que establecían los orígenes biológicos de las deficiencias fisiológicas y de las debilidades mentales de humanos inferiores, las cuales alcanzaron una lamentable notoriedad durante la década de los años treinta y que pondrían a la humanidad de frente a sus quiebres más violentos y letales en las décadas por venir.

Corolario

A lo largo de este artículo se expusieron algunos estudios sobre la construcción discursiva del indigenismo como andamiaje institucional para relacionarse con lo indígena, y se recorrieron las propuestas que lo conciben como un sujeto reinventado constantemente a la luz de la racionalidad occidental. Finalmente, se repensaron dichos argumentos mediante el análisis de un proceso anterior a esos estudios: la representación de un indígena en apuntes periodísticos para el final de la segunda década del siglo xx, momento en que iniciaba el despunte institucional posrevolucionario de las disciplinas antropológica y médica. En la crónica se evidenció cómo se configura la representación social en torno a una persona, de nombre Eulogio González Arzola, quien era ayudante de un hacendado, subalterno que obedeció, aun con dudas, los designios de un hombre estratega que cobró cuerpo en el nombre de Carlos Díez de Sollano, quien supuestamente dirigió las reuniones periódicas con una monja para planear atentados, idea que incluso sería denostada también por la jerarquía católica del Comité Episcopal, para dar toda centralidad de dichas acciones solo a la religiosa (Ramírez, 2014).

Sin embargo, no se reparó en claras las omisiones de Ríos Zertuche y del procurador Correa Nieto para profundizar en la figura del hacendado Díez de Sollano. Eulogio estaba ahí para ser encerrado en ese “círculo de hierro”, mostrado en los diarios como la representación de un migrante indígena llegado a la periferia de la ciudad, con una supuesta falta de destrezas propias y con “debilidades fisiológicas y mentales” que, además, fueron sumadas a su afinidad con un determinado sistema de creencias religiosas.

La crónica periodística bosquejó a Eulogio González como un “indígena advenedizo” que se sumó “irracionalmente” a las causas del enemigo nacional, llamado “fanatismo católico”, siempre a la sombra de un hombre rico y hacendado; es decir, para el periodista su figura fue la de un indígena mozo, o de servidumbre, propia de la categoría colonial explorada por Bonfil Batalla en sus estudios, y que Aura Estela Cumes Simón detalla, en su tesis doctoral, como una relación de servidumbre establecida con lo indígena en el aparato estatal:

La forma en que se piensa a los sirvientes, es también la forma de pensar a los indígenas. Ser sirviente no es ya solo una situación laboral sino una condición social. Si a eso se le suma que el sirviente o la sirvienta pertenecen a un sector subordinado de la sociedad en tanto colectivo (como los pueblos indígenas o como pobres) y los patrones pertenecen al sector que gobierna (criollos, blancos, extranjeros y mestizos), debe pensarse en cuáles son los mecanismos por los que los sirvientes son también los gobernados. Es allí donde la racionalidad patronal debe cuestionarse a la luz de cómo el sistema colonial organizó no sólo al Estado, sino a la sociedad y la vida misma (Cumes, 2014: 28).

Durante los meses de preparación del juicio a León Toral y la madre Conchita, el catorce de octubre de 1928, Eulogio González Arzola fue condenado a prisión por el delito de daños en propiedad ajena, mientras se le retiró el cargo de asociación por daños contra las personas y la propiedad (cehm-Carso, Fondo clxxxii, c.9, l. 814). Finalmente, a pesar de haber abundado sobre su participación en el grupo, no fue considerado por las autoridades como parte de él, quizá por omisiones en su proceso o por haber colaborado en la recopilación de información para la policía en el caso. El círculo de hierro del procurador terminó por ocultar su figura y abrió paso al olvido de su persona, pero no a su representación social como indígena, la cual quedó inscrita en aquellas planas de un diario capitalino, sino a una susceptible de constituirse como materia para un prolongado debate que no termina de posicionarse en tanto una necesidad política impostergable que reoriente el pensamiento sobre la pluralidad enunciativa de los sujetos sociales y que, con ello, trastoque el actual modelo estatal de nación mexicana.

Material suplementario
Referencias
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Notas
Notas
[1] Se respetará la enunciación en minúsculas de estos procesos sociales convencionados por las disciplinas históricas en todo el artículo.
[2] La noción de conciencia histórica es trabajada también por Edmundo O’Gorman (2007) como el concepto que un ser humano tiene de sí mismo, en consideración plena de un pasado que le es propio, un asunto por demás problemático para una colectividad heterogénea como la mexicana.
[3] Conviene destacar la discusión, apuntalada por el antropólogo Eric Wolf, entre las distintas visiones sobre las ideas y el enfoque reduccionista que implica pensarlas como unidades almacenadas en la mente de un organismo individual, cuando deberían entenderse como “construcciones mentales que se manifiestan en las representaciones públicas, poblando todos los campos humanos” (Wolf, 2001: 18), representaciones que, a la vez, suponen un ejercicio de poder manifiesto.
[4] Publicado originalmente en Anuario Indigenista, vol. xxx, 1970.
[5] Esta y el resto de las fuentes primarias aludidas en este artículo se encuentran referenciadas en el apartado correspondiente de “Referencias”.
[6] Si bien esta experiencia política regional sonorense genera procesos de alteridad diferenciados en la relación de lo mexicano con lo indígena en esa región noroeste de México, no debe perderse de vista la relativización de esta posición de los hombres fuertes sonorenses en la composición del aparato estatal educativo nacional y su inestabilidad constante después de las gestiones de José Vasconcelos (1921-1923) y José Manuel Puig Casauranc (1924-1928), con catorce secretarios de educación desde el final del cuatrienio de Calles (1928) y hasta la primera gestión de Jaime Torres Bodet en la segunda mitad del sexenio de Manuel Ávila Camacho (1943-1946); es decir, hubo catorce funcionarios titulares del sistema educativo nacional en 18 años. De esta inestabilidad de la burocracia educativa resulta que el indigenismo oficialista tuviera cauces de formación institucional diferenciada, desde la formación del Departamento de Asuntos Indígenas durante el sexenio de Lázaro Cárdenas (1934-1940) hasta la fundación del Instituto Nacional Indigenista (ini) en 1948.
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