Artículos
Recepción: 31/05/2020
Aprobación: 12/11/2020
Resumen: El texto se inicia con reflexiones conceptuales en torno a la idea histórica del Antropoceno, en particular, y de manera general discursa sobre algunos otros términos como antropocentrismo, Capitaloceno y noosfera. Posteriormente, hace hincapié en la relación existente entre sucesos de índole geológica, biofísica y sociocultural que coinciden en el planeta a propósito del cambio climático, el calentamiento global, la destrucción de la naturaleza y la pérdida de biodiversidad, por un lado; y de fenómenos sociopolíticos y económicos, como el capitalismo, la globalización, la tecnología en su faceta destructiva con énfasis en el desarrollo presentado desde mediados del siglo xx, por otro. A partir de aquí, se reflexiona críticamente sobre la posibilidad de conjuntar esfuerzos teóricos transdisciplinarios para, pasando por la política, el derecho y las humanidades, tornar factible la conformación de un derecho ambiental y una ética y justicia ecológicas (post) antropocéntricas para el Antropoceno, de manera que la vida humana en relación con la no-humana que habita el planeta resulte posible, sostenible y deseable en el futuro de la Tierra; justicia ecológica dentro de un marco de justicia social y democracia ecosistémica global.
Palabras clave: Ética, Antropoceno, Capitalismo, Justicia ecológica, Responsabilidad.
Abstract: The text begins with conceptual considerations about the historical idea of the Anthropocene in particular, and generally it discusses some others such as anthropocentrism, Capitalocene and noosphere. Subsequently, it emphasizes the relationship between geological, biophysical and sociocultural events that coincide on the planet with regarding climate change, global warming, the destruction of nature and the loss of biodiversity, on the one hand; and socio-political and economic phenomena, such as capitalism, globalization, technology in its destructive facet with emphasis on the development they have had since the mid-twentieth century, on the other hand. From here, a critical reflection is made on the possibility of combining transdisciplinary theoretical efforts to, through politics, law and Humanities, make feasible the conformation of an environmental law and a (post) anthropocentric ecological ethics and justice for the Anthropocene, so that human life in relation to non-human life that inhabits the planet becomes possible, sustainable and desirable in the future of the Earth; ecological justice within a framework of social justice and global ecosystemic democracy.
Keywords: Ethics, Anthropocene, Capitalism, Ecological Justice, Responsibility.
En 1781, en la Crítica de la razón pura, Kant definía la libertad de la razón como “la facultad de comenzar por sí misma”, al margen de toda determinación exterior o imposición desde fuera, en donde la libertad de la imaginación resulta acorde consigo misma, ya que no hace más que seguir las leyes universales de la razón. De hecho, en 1797, en la Metafísica de las costumbres, contradice la legitimidad del derecho a la rebelión y a la sedición a manera de autocensura, debido al entusiasmo que guardaba por la Revolución francesa. A los 25 años de edad, Elías Canetti escribía una de las más famosas novelas escritas en el siglo xx, Auto de fe (1930-1931), donde daba cuenta de la forma en que la intelligentsia europea se preparaba para ser protagonista, en la vida política, de manera activa y militante, ya fuese a favor del fascismo, el nacionalsocialismo o el bolchevismo; entre otras cosas, proyectaba lo más demoniaco del poder y el poder destructivo de la investigación científica y el desarrollo tecnológico. La novela transcurre como un hito de la demencia encarnada por la modernidad y la grotesca tragedia que comporta la transformación técnica del mundo, que desenmascara al pensamiento racional inoculado en la ciencia y la filosofía como uno poderosamente sádico, delirante y traicionero, acorde con la religión del exterminio masivo, sombra metálica rodeada de un mar de fuego.
Walter Benjamin recogía, de los desechos de la sociedad burguesa e ilustrada europea, retazos extraídos de la memoria destinados al olvido, a fin de llevar a cabo una movilización en el mundo como resistencia para los siempre vencidos y excluidos por la catástrofe del progreso, perpetuado en el mundo solo para beneficio de los vencedores, no para su reciclaje, sino para ser reutilizados una vez traducidos en otros relatos, acciones, formas nuevas de habitar y de ser en el mundo, porque la justicia se encuentra también en las palabras para organizarse de maneras distintas en el mundo. Para Zygmunt Bauman (2013: 29),
lo que diferencia la agonía actual que supone el elegir de las incomodidades que siempre han atormentado al Homo eligens, el “hombre que elige”, es el descubrimiento o la sospecha de que no hay reglas preestablecidas ni objetivos universalmente aprobados hacia los que apuntar, y que, en consecuencia, pudieran absolver de las consecuencias adversas en sus selecciones a quienes las han elegido. Cualquier punto de referencia o directriz que hoy parece fiable y merecedora de atención, con toda seguridad mañana será desenmascarada y definida como engañosa o corrupta.
En ¿Qué sabemos de? El Antropoceno, Valentí Rull (2018: 5) inicia así:
El 9 de septiembre de 2016, el periódico El País titulaba: “Bienvenidos al Antropoceno: ‘Ya hemos cambiado el ciclo natural de la Tierra’”, y seguía: “Un grupo científico acaba de confirmar que estamos en una nueva era ecológica”. La noticia empezaba así: “Si usted nació antes de 1950, puede que ahora se vaya a sentir algo más mayor: ha vivido en dos épocas geológicas distintas. La Tierra ha entrado en una nueva página del calendario geológico, el Antropoceno”. Unos días antes, los titulares de la bbc preguntaban: “¿Qué es el Antropoceno, la ‘Edad de los Humanos’ que expertos aseguran hemos entrado?”, y respondían: “La mayoría de los científicos más avanzados piensan que es real, que está claro. Algo está sucediendo. Estamos hablando del Antropoceno, la ‘Edad de los Humanos’, que da por terminada la que conocíamos hasta ahora como el Holoceno”.
Este ensayo en gran parte dilucidará varias de las afirmaciones y observaciones que integran esta larga cita. Es importante aclarar que el Antropoceno se define, provisionalmente, como una época geológica, es decir, que se acepte como tal depende de la Comisión Internacional de Estratigrafía (cie), de otra manera, debería admitirse que el Holoceno continúa. Asumir la vigencia de la época geológica del Antropoceno implicaría reconocer que los seres humanos hemos cambiado el funcionamiento de la Tierra a escala global con tal magnitud que, como evidencia, existen huellas lo suficientemente visibles en el registro geo-ecológico, aunadas al cambio climático y el calentamiento global del planeta. Sirva la siguiente tabla cronoestratigráfica y geocronológica para situar este periodo en el tiempo (Tabla 1).
¿Qué es el Antropoceno?
El profesor e historiador de la Universidad de Chicago, Dipesh Chakrabarty, especialista en los estudios poscoloniales, en la conferencia “La condición humana en el Antropoceno”, realizada el 15 de junio de 2015, en Barcelona, se refería al Antropoceno como “un concepto que plantea que las consecuencias del calentamiento global son suficientemente fuertes para considerar que desde los inicios de la Revolución Industrial nos encontramos en una nueva era geológica”. Ya desde el año 2000, Paul Crutzen y Eugene Stoermer (2000: 17-18) sugirieron que probablemente ya vivíamos en una época distinta del Holoceno, surgida hace aproximadamente 11 700 años, cuyas condiciones climáticas habían permitido el crecimiento y desarrollo de la especie humana en el planeta. Reconocer que habitamos en una nueva era, el Antropoceno, implica la insoslayable realidad de que esta época está marcada por el daño irreversible de la naturaleza, provocado por la acción humana y la manera en que habitamos la Tierra.
Para comenzar será necesario definir ¿qué es el antropocentrismo? Etimológicamente, la palabra se compone de dos términos: anthropos (en griego, ‘hombre’) y centrum (en latín, ‘centro’); significa que el hombre es el centro y, así, todo lo demás gira en torno suyo y está a su disposición. Si la cie reconociese, y por tanto validara la existencia del Antropoceno, sería necesario realizar cambios en la tabla 1, tanto en lo que se refiere a las unidades cronoestratigráficas como en las geocronológicas. La era correspondiente a la época del Antropoceno sería la Antropozoica, y el periodo, el Antropogeno; el primero fue propuesto en 1854 por Thomas Jenkyn y el segundo, por Alexei Pavlov en 1922. Cabe aclarar que estos nombres sugeridos no son los únicos, ni resultan pocos los autores que han aventurado nomenclatura y argumentos científicos para los cambios geológicos y biológicos sufridos por el planeta gracias a la mano del hombre. Para Crutzen y Stoermer (2000: 17-18),
en ausencia de una catástrofe mayor como una enorme erupción volcánica, una epidemia inesperada, una guerra nuclear a gran escala, el impacto de un asteroide, una nueva Edad de Hielo o el continuo saqueo de los recursos de la Tierra por una tecnología todavía parcialmente primitiva (aunque las últimas cuatro amenazas pueden ser evitadas por una noosfera realmente funcional), la humanidad seguirá siendo una fuerza geológica mayor durante muchos milenios, tal vez millones de años.
Por otro lado, el término nooesfera, acuñado en 1924 por Pierre Teilhard de Chardin, Édouard Le Roy y Vladimir Vernadsky, alude a una analogía con la biósfera (vida) y la atmósfera (aire), de manera que significaría “esfera de la mente” (Chardin, 1955); resulta elocuente porque marca una diferencia importante en relación con el hombre y todas las demás especies vivas no-humanas, tanto por el impacto ocasionado sobre la biósfera —pese al cual se conserva la capacidad de adaptación a los cambios provocados en el mundo— como sobre aquello que la naturaleza de alguna manera le devuelve. “El desplazamiento de aquella visión que concebía la naturaleza como orden a otra visión en la que la idea de un proceso infinito de construcción y reconstrucción es el primer paso a partir del cual, destruir todos los ladrillos con los que se ha construido el pensamiento moderno” (Magatti, 2009: 102). De allí que el intento de nombrar a esta nueva época se corresponda con lo ocasionado a escala global por la actividad humana, como factor preponderante, sobre el funcionamiento de la Tierra como sistema. Para Stanley Finney, el concepto parece ser útil en un sentido histórico, no geológico, pues considera que la historia trabaja con acontecimientos enmarcados en épocas, mientras que los geólogos —él preside la cie— van directamente a los registros fósiles existentes (Finney y Edwards, 2016).
¿Es el Antropoceno un concepto geológico, cultural o ambos? Para contestar esta pregunta, tal vez la geología y la historia no sean suficientes y deba recurrirse a la historia, las humanidades y las ciencias sociales. El simple hecho de intentar fijar una fecha para el inicio del Antropoceno ya implica asumir un cuestionamiento sociopolítico abordable críticamente por la fuerza simbólica que comporta; el clima es una categoría política.
Se argumenta de manera diferente sobre las causas del Antropoceno según se opte por la revolución neolítica (Escudero, 1997), la invención de la máquina de vapor (Tverberg, 2012; Höök y Tang, 2012) o los ensayos nucleares de posguerra. Y lo mismo podríamos decir para los límites planetarios: de nada sirve fijarlos con una hoja de cálculo sin tener en cuenta la experiencia humana, el contexto social o razones de justicia (Palsson, 2013).
Para Crutzen y Stoermer (2000), el Antropoceno comenzó con la Revolución Industrial durante la segunda mitad del siglo xviii. Oportuno resulta cuestionar, con lo visto hasta aquí, que ¿no atañe esto a las humanidades, las ciencias sociales y la educación? El ser humano resulta indudablemente un agente geológico, lo es dominantemente y lo seguirá siendo en el futuro; también produce, transmite y consume cultura. ¿Estamos ante un debate de tipo dicotómico entre naturaleza y cultura?:
El punto de vivir en la época del Antropoceno es que todos los agentes comparten el mismo destino que cambia de forma. Un destino que no se puede seguir, documentar, decir y representar mediante el uso de cualquiera de los atributos más viejos asociados con la subjetividad o la objetividad. Lejos de tratar de “conciliar” o “combinar” la naturaleza y la sociedad, la tarea política fundamental es, por el contrario, distribuir la agencia tan lejos y de una forma tan diferenciada como sea posible, hasta que hayamos perdido por completo cualquier relación entre estos dos conceptos de objeto y sujeto, que no son más de interés, excepto patrimonial (Latour, 2014: 2).
El debate en torno del Antropoceno se diversifica en muy diversas aristas: ¿qué es?, ¿vivimos efectivamente en esta nueva época?, ¿se trata de una concepción cultural, geológica, o ambas? Las connotaciones que esto reviste espaciotemporalmente para la globalización, la política, la tecnología, la ciencia, la economía (el capitalismo), la ética, la bioética y las humanidades, entre otros ámbitos, resultan en un objeto de estudio de suma complejidad. Para Timothy LeCain (2015), por citar un ejemplo, nombrar una nueva época geológica podría dar mayores incentivos al ser humano para renovar el ya de por sí rostro indolente y falto de respeto por la naturaleza. Liberados del miedo, el laberinto y la esfinge se desvanecen. La técnica tal vez requiera más de frenos que de innovaciones entendidas como avances, pues el futuro, por vertiginoso que se asuma, es siempre ignoto. Otras voces, como las de Andreas Malm y Alf Hornborg (2014), no parecen sentirse cómodas con el término, pues consideran que solo unos pocos —fácilmente ubicables— son responsables del daño ambiental y ecológico planetario, por lo que el término bien podría justificar, neutralizar u oscurecer sus responsabilidades éticas y sociales con toda la humanidad, en lugar de llevarlos a asumir urgentemente, desde la política y el derecho, las acciones por emprender. Resulta necesaria una cierta neutralización de la relación sujeto-objeto, es decir, de lo que se ha entendido como heroico en la Modernidad, ciegamente por la insaciable voluntad de poder, pues esto condujo a que el hombre percibiera el mundo como un objeto distinto de sí mismo.
Antropocentrismo y Capitaloceno
El Antropoceno y el antropocentrismo parecen ir cada vez más de la mano con los estudios poscoloniales y la historia del capitalismo, de acuerdo con la forma en que este último ha venido gestionándose globalmente y de manera cada vez más violenta, luego de la caída del Muro de Berlín en 1989. El imperialismo, el colonialismo, las nuevas formas poscoloniales —correlatos actualizados del neoliberalismo transnacional—, sin duda alguna, tienen una influencia global muy marcada en el funcionamiento de la economía y de los mercados. La industrialización —para hacer la guerra, en gran parte—, como sinónimo de la modernización / modernidad y la gran aceleración ocurrida principalmente durante la segunda mitad del siglo xx, ubican al capitalismo como el protagonista del cambio geológico (Capitaloceno), donde la técnica, es decir, la impronta tecnológica y científica, conlleva a que algunos autores hablen de Tecnoceno (Moore, 2016: 18; Haraway, 2015). El fracking, las nuevas técnicas de extracción utilizadas en la minería, la pesca masiva, la inmensa cantidad de contaminantes que se vierten a los océanos y la atmósfera, entre otras acciones humanas, han acentuado y dispersado las huellas geológicas humanas, con el capitalocentrismo (Hinkelammert, 2002) como factor clave de estos funcionamientos sociales globales, y que prioriza los económicos desde las localidades. “Y no existen el centro y la periferia, lo alto y lo bajo, lo correcto y lo incorrecto. El capitalismo tecnonihilista tiende a incorporarlo todo, incluyendo lo que se produce en sus propias periferias, e incluso lo que se le opone” (Magatti, 2009: 109). El Mefistófeles de Goethe se refiere a la extrema vulnerabilidad de los seres humanos a propósito del don del razonamiento, cuando se dirige a Dios:
Tan solo veo una cosa: la miseria de los hombres. El diosecillo del mundo es siempre de la misma calaña, y es en verdad, tan raro como el primer día. Viviría algo mejor si tú no le hubieras dado el reflejo de esa luz celeste que llama Razón y que únicamente le sirve para portarse más bestialmente que los animales (Goethe, 1972: 76).
No se trata más de adorar la imagen de Prometeo que intenta robar el fuego divino a los dioses para dárselo a los hombres, sino de reestablecer el orden de la naturaleza para las diversas formas de vida existentes en el planeta. A medida que se incrementa el pib per cápita, la huella ecológica per cápita también aumenta; esta
es un indicador biofísico de sostenibilidad de carácter integrado, en el que se relacionan las demandas de recursos de una determinada comunidad humana (país, región o ciudad) con la capacidad productiva y ecológica del territorio que ocupa o administra […] Comprende tanto los recursos necesarios, como los recursos generados para mantener el modelo de producción y consumo de dicha sociedad (Wackernagel y Rees, 1996: 5).
Acorde con la cita anterior, y en tenor similar, para Franz Mauelshagen (2017: 86),
El imperialismo, de hecho, ha ganado algo de tiempo en el cambio climático antropogénico al negar a las economías colonizadas la misma prosperidad económica, es decir, que no se produjo un escenario alternativo en el que éstas hubieran empezado antes a tener economías basadas en emisiones de carbono. No obstante, también podría argumentarse que el imperialismo tiene, al mismo tiempo, patrones de desarrollo occidentales globalizados, y por lo tanto, impidió el surgimiento de una mayor variedad de futuros sociales respecto a cómo las sociedades organizan su consumo de energía y la producción de bienes y servicios. Por el contrario, la modernización fósil y su impulso imperial han unificado el mundo humano en todas las sociedades y culturas en su deseo de obtener mayor riqueza material.
Si el capitalismo se ha vuelto históricamente productor de civilidad e incivilidad, de riqueza y miseria, de modernización y destrucción de la vida en el planeta, reflexionar críticamente al respecto no es posible sin las humanidades y las ciencias sociales. El diálogo transdisciplinar entre las ciencias humanas y las naturales se vuelve perentorio y necesario. ¿O las migraciones, los desplazamientos forzados y conflictos interétnicos, las disputas por los recursos naturales —con la intervención de intereses trasnacionales y las mafias u oligarquías locales gubernamentales o no—, las epidemias, el hambre y las múltiples formas de violencia, entre otras situaciones cotidianas, resultan del todo ajenas a las presiones sociobiológicas y socioculturales que inciden en el calentamiento global y el cambio climático? Resulta claro que este último problema no debe reducirse solo a problematizar al capitalismo, ni el Antropoceno pensarse como una época en la que los seres humanos sean los únicos actores. Así, “desde un punto de vista filosófico, la naturaleza es ahora naturaleza humana; no hay naturaleza salvaje en ninguna parte, solo ecosistemas en diferentes estados de interacción humana, que difieren entre sí en su grado de humanidad o naturalidad” (Ellis, 2011). Para Mark Lynas (2011: 8), “la naturaleza ya no gobierna la Tierra. Lo hacemos nosotros. Nos corresponde decidir qué sucederá con ella”. Para Bauman (2013: 128-129),
estando como estamos equipados para la economía de consumo, resulta irónico que los impulsos morales y las responsabilidades éticas se reciclen y conviertan en una gran barrera cuando la humanidad se ve enfrentada a lo que pudiera ser la más formidable amenaza a su supervivencia. Y para luchar contra esta amenaza se requerirá una enorme cantidad, quizás una cantidad sin precedentes, de autorrestricción y de disposición para el sacrificio.
Ética ambiental y justicia ecológica
Hablar de crisis ecológica presupone que la racionalidad sobre la cual se sustenta la economía capitalista global no va a detenerse —al menos a corto plazo— en la explotación del planeta, con el riesgo que implica para la sustentabilidad en este. Se requiere de una racionalidad ética distinta a la que han enarbolado durante siglos las mismas éticas tradicionales afines a la modernidad, las ideas del progreso permanente y la supuesta perfectibilidad del devenir humanos. La edificación de una racionalidad ambiental conlleva, así, la deconstrucción de la concepción mecanicista del proceso económico, traducido en instrumento de explotación de los recursos naturales y de control social (Leff, 2002), mientras que la necesidad de plantear una ética ecológica implica reconocer que la naturaleza tiene derechos y valores, y que se debe contribuir a la generación de políticas ambientales más justas o equitativas.
El enfoque de esta ética se integrará por diversos principios éticos y valorativos pertenecientes a diversas corrientes y escuelas históricas, como el utilitarismo, la deontología, la vertiente dialógico-discursiva,[1] la bioética, las corrientes basadas en el principio de la alteridad, entre otras; tendrá que ser transdisciplinar, de cara a la esfera de complejidad donde se halla.
De modo general, se concibe la justicia ecológica como aquella que reconoce en la naturaleza valores y derechos propios, mientras que la justicia ambiental supone la necesidad de procurar un ambiente sano, que permita habitar a los ciudadanos con dignidad y calidad de vida, de allí que estos jueguen un papel proactivo en su consecución. Aquellos ciudadanos en un ambiente donde flora y fauna, no nocivas, se destruyan cotidianamente, al grado de generar el menoscabo persistente del ecosistema, sufrirían de injusticia ecológica.
La problemática ambiental genera nuevas perspectivas para el análisis sociológico de los movimientos sociales: sobre los intereses y valores que movilizan una toma de conciencia sobre la sobreexplotación de los recursos naturales, la degradación ambiental, la pérdida de valores culturales y la destrucción de prácticas tradicionales; sobre la desigual distribución de los costos ecológicos del crecimiento económico y la participación social en la gestión de los recursos de las comunidades; sobre los procesos de innovación tecnológica y organización productiva para la autogestión económica de sus recursos; sobre la reestructuración del Estado y la participación ciudadana en la organización institucional y en el proceso de toma de decisiones (Leff, 2002: 239).
Esto posee un corolario político. Garantizar reconocimiento y respeto a los derechos de la naturaleza implica aludir a la economía, la política, el derecho y la ética. “Ni el derecho ni la política poseen la radicalidad necesaria para enfrentarse al poder económico, que cada día es más abusivo. Se necesita de la fuerza vinculante de unos principios de justicia de contenido ecológico” (Vicente, 2016: 10). Esta triada —justicia climática o ambiental, justicia ecológica y justicia social— debe entenderse como un imperativo categórico ético universal, capaz de dar respuesta, en el Antropoceno, a la crisis actual del planeta, mediante la construcción de sociedades más sostenibles y un lugar más digno de ser habitado por los seres humanos, sin convertir en rehenes del destino a las generaciones venideras; lo que no es claramente previsible resulta, de facto, incontrolable. La época de las posibilidades de crearse a uno mismo o al superhombre del devenir, libre en su más absoluta libertad y autónoma individualidad respecto a la comunidad y los otros, tal vez esté llegando a su fin. Si no se respetan los derechos de la naturaleza, esta difícilmente podrá ofrecer el hábitat idóneo para el desarrollo, la felicidad y la vida digna. El poder humano no debe ser entendido más como capacidad de dominio, sino de resistencia frente a los abusos del poder y de la técnica que hombres y mujeres imprimen con sus estilos de vida y consumo.
Tanto el ser humano como su organización social y cultural están, al tiempo que autorregulados abiertos al entorno natural, pues ambos dependen ontológica, existencial y funcionalmente del medio natural y al ser la fuente de su alimento, el medio natural es constitutivo permanente, tanto del ser humano como de su organización social (Morin, 1981: 17).
Sobra decir que la mayor parte de los seres humanos sabe bien qué hace daño al medio ambiente; la mayoría reconocería lo positivo de proteger animales, plantas, ríos y mares de la contaminación, lo cual implícitamente significa una postura consensuada sobre la valía y los derechos de la naturaleza; pero las conductas y los patrones de vida y consumo, por lo general, se mueven en sentido contrario. Vandana Shiva (2018: 42) afirma que
El Antropoceno es una suposición, no una realidad, y es una suposición de la que nos tenemos que deshacer si queremos asegurar un futuro para la vida humana y un planeta habitable. Tenemos que reconocer que somos parte de la Tierra, no sus amos y conquistadores. El antropocentrismo, el colonialismo y el patriarcado capitalista han puesto a hombres ricos y poderosos en la cima de la pirámide, subyugando a todos los humanos, a todas las mujeres, a los campesinos y convirtiendo a la naturaleza en un objeto de explotación.
No basta con respetar la naturaleza con la indiferencia de la distancia y el desentendimiento de esta, sino identificarla como parte consustancial del mundo. Por ello, más allá de la responsabilidad humana actual y futura, de manera integral se requiere extenderla frente a la naturaleza. La ética tradicional tal vez no sea suficiente y deba evolucionar fuera de los límites del antropocentrismo, es decir, tender hacia una ética ecológica que “conciba a los seres vivos no como algo ajeno a mí, sino que los identifique como mis iguales, permitiendo reconocer a todos los seres vivos como autofinalidad” (Tiedemann, 1989: 525). La ética ecológica, regida por la idea de responsabilidad, parte de la necesidad de sustituir el antropocentrismo por un ecocentrismo, en donde todo valor ético-jurídico debe informarse a la manera de un imperativo categórico de alcance global como nuevo paradigma de justicia ecológica, en el que también los reinos animal y vegetal se asuman como sujetos de derechos; incluso las rocas, los arrecifes, los acantilados, entre otras formaciones estructurales y ecosistémicas del planeta, vivas o no, hacen posible, con su presencia, diversas formas complejas de vida.
La incorporación del saber ambiental —constituido por estos procesos sociales—, a las disciplinas naturales y tecnológicas, va más allá de la internalización de criterios ecológicos en el análisis de las relaciones sociedad-técnica-naturaleza y en los estudios de las disciplinas sociales, geográficas, etnológicas y antropológicas (geografía humana, antropología ecológica, ecología humana, sociobiología, etnoecología, etc.). El saber ambiental cuestiona así los reduccionismos ecologistas y energetistas, así como el determinismo biológico y geográfico de estas disciplinas, generando desde allí estudios más complejos y concretos sobre la articulación de los procesos que inciden en el contexto social y en un contexto geográfico, integrando las condiciones sociales, políticas, económicas y culturales de los fenómenos naturales (ecológicos, geofísicos) que inciden en los procesos productivos de una formación social (Leff, 2002: 239).
Esta insoslayable interdependencia entre el mundo sociocultural humano y el resto del no-humano se vincula con la protección, conservación y restauración del entorno natural propio como parte de la justicia ecológica. Una justicia, para serla cabalmente, contempla no solo lo que los emisores de principios y regulaciones perciben como justo, sino lo que receptores y destinatarios consideran como tal, pese a no ser ni seres humanos ni seres racionales, aunque sí poseedores de valores intrínsecos conocidos, reconocidos, y de derechos propios. Así, enunciaba Aldo Leopold (1966: 25): “Algo es correcto cuando tiende a preservar la integridad, la estabilidad y la belleza de la comunidad biótica; es incorrecto cuando tiende a lo contrario”; esta aseveración, por general que parezca, resulta fundamental para considerar dos proposiciones conceptuales, las del biocentrismo y el ecocentrismo, las cuales, a su vez, confirman la necesidad de superar ciertos preceptos vinculados con la ética tradicional y la relación entre lo humano y lo no-humano en el planeta, en tanto los humanos deben fungir como representantes éticos de los derechos de los no-humanos.
Bajo la justicia ecológica no se imponen unos valores, sino que se amplía su conjunto; tampoco se puede determinar las medidas que se deberán tomar, cuáles son las acciones prohibidas o sancionables, sino que se abre una discusión pública para lidiar con esto. Por cierto, que el debate será distinto, y esa es precisamente una de las ventajas de la justicia ecológica (Gudynas, 2010: 47-48).
La responsabilidad ecológica del ser humano se asume como una naturaleza extrahumana con un deber de justicia colectiva, distributiva, restaurativa y de compromiso moral unánime, no solo con los seres vivos actualmente en la Tierra, sino también con las generaciones futuras (desarrollo sostenible). El hecho de considerar a estas obedece, en primer lugar, a que con el modo de producción y consumo capitalista global contemporáneo, el futuro de la especie humana no está asegurado, pues el cambio climático y el calentamiento global, por un lado, y el incremento de la pobreza, la desigualdad y sus correlatos de migración, desplazamiento forzado, ecocidio, violencia y genocidio, etcétera, por otro, conllevan a la imperiosa necesidad de tomar medidas políticas y jurídicas globales y locales; de lo contrario, continuarán en aumento la pérdida de la biodiversidad, la contaminación de suelos y océanos, la deforestación, la erosión y la desertificación de la superficie terrestre.
La búsqueda efectiva de una justicia ecológica implica considerar una temporalidad intergeneracional orientada por la institucionalización de una serie de principios y directrices, así como al derecho y la política ambientales en un contexto glocal de democracia ambiental o socioecológica, para lo cual “es necesario el reconocimiento del derecho a un medio ambiente sano como derecho básico para las generaciones actuales y futuras, y dotarlo de herramientas jurídicas procesales que permitan su ejercicio jurisdiccional” (Vicente, 2016: 25).
Mencionar la necesidad de una justicia ecológica y un derecho ambiental otorga a la ecología un matiz político evidente, destinado a velar principalmente por la transformación del modo en que acontecen cotidianamente las relaciones sociales. Existe la necesidad de una democracia radical basada en la idea de la desobediencia, en donde los problemas de la ética y de la política tengan prioridad. La ecología política tendría que replantear, entre otras cosas, los modos de producción, distribución, consumo de bienes y servicios intentando, desde la nueva perspectiva de la naturaleza, formular y gestionar creativos modos de relacionarnos, de entender(nos) y comprender(nos) a la naturaleza, distintos a aquellos que la modernidad capitalista ha impuesto.
Lo anterior destaca especialmente ya que, hoy más que nunca, se revela la vulnerabilidad de nuestra existencia en el planeta y la necesidad de proteger el medio ambiente, entendido como sistema vivo. La comunidad de la especie humana, a través de las acciones dirigidas —en gran parte— como resultado del sistema económico global imperante, ha crecido de manera insostenible en relación con la biósfera o ecosfera que la contiene; de allí el énfasis en que la justicia ecológica debe presuponer la justicia social, así como la crisis ecológica global comporta una crisis de desarrollo humano global. La economía debe ser reestructurada ecológicamente en todos los rincones del orbe, de lo contrario, no solo los gobiernos hasta ahora democráticos podrían estar ante el final de sus días, sino además podría resultar pertinente hablar, por desgracia, de refugiados ambientales, de ecodesplazamientos, de guerras climáticas. “Las guerras climáticas serán la forma de resolución de los conflictos del siglo xxi, y en este sentido el cambio climático plantea a los Estados reorientar sus funciones a cuestiones relacionadas con la seguridad, la responsabilidad y la justicia” (Welzer, 2010: 110); dicho de manera general, son los ricos —con su estilo de vida, egoísmo, despilfarro, indolencia, indiferencia, etcétera— los principales responsables de lo que está ocasionando el cambio climático y la pérdida de la biodiversidad, mientras que los pobres resultan claramente los más afectados, si bien participan de manera obligada, aunque en mucho menor medida, en dicha lógica de devastación, al relacionarse de manera indebida con la naturaleza para sobrevivir, al alimentarse.
¿Una ética posantropocéntrica para el Antropoceno?
Las humanidades y la ética ambiental (o ética ecológica) que se planteen y concreten en los centros de enseñanza e investigación, en las universidades e instituciones especializadas tendientes a estudiar de manera transdisciplinar y holística el cambio climático y el calentamiento global, sin olvidar, por supuesto, los aspectos colaterales aquí mencionados de índole cultural, social, política, económica y educativa, entre otros, deberán partir de la reflexión crítica a las éticas tradicionales o antropocéntricas, sin dejar por ello de ser antropogénicas o pensar que, tal vez, debiesen nomenclaturizarse posantropocéntricas. Para ello, el punto de partida, más allá de que se acepte o no el término Antropoceno, debe ser el reconocimiento de la pluralidad de corrientes y posturas en torno a la posibilidad de establecer contextos y entornos pedagógicos en donde, tanto la teoría y la práctica como la transmisión de conocimientos y saberes en torno a la(s) ética(s) ambiental(es), contribuyan de manera efectiva a una formación capaz de generar responsabilidad, sensibilidad, solidaridad, compromiso y de ejecutar acciones concretas —hacer conciencia ya no es suficiente—, enfocada a lograr objetivos a corto, mediano y largo plazos en torno a la protección y restauración del medio ambiente y la biodiversidad.
El punto de partida, como se ha dicho, dada la complejidad que la misma transdisciplinariedad implica para aproximarse al problema aquí tratado, exige una crítica del humanismo y de la axiología tradicional. Así, Rosi Braidotti (2015: 64) define al sujeto crítico poshumano:
A través de una ecofilosofía de las pertenencias múltiples, como sujeto relacional determinado en la y por la multiplicidad, que quiere decir un sujeto en condiciones de operar sobre las diferencias, pero también internamente diferenciado y, sin embargo, aún arraigado y responsable. La subjetividad posthumana expresa, por ende, una forma parcial de responsabilidad encarnada e integrada, basada en un fuerte sentimiento de la colectividad, articulada gracias a la relación y a la comunidad.
La ética posantropocéntrica tendría que incluir los contenidos y preceptos teórico-conceptuales de la ética ambiental y la justicia ecológica para un efectivo desarrollo, ejecución y consolidación como subconjuntos de esta; propondría, desde un sujeto no unitario, una mejor conexión con los no-humanos de nuestro planeta, en donde el antropocentrismo representado por el ego individualista halla su más cabal representación. Esta ética, al proponerse ir más allá de las éticas tradicionales propias del antropocentrismo de la modernidad —pero no sin ellas— requeriría, entre otros elementos, de una nueva teoría del sujeto como correlato de la crítica fundamental del humanismo y, por lo tanto, de las humanidades que lo han acompañado, al menos, desde las revoluciones Industrial y francesa, la Ilustración y la modernidad (capitalista). La necesidad de teorizar desde lo post antropocéntrico radica también en que el capitalismo y la tecnología biogenética han revelado no la obsolescencia ni mucho menos, pero sí el rebasamiento de ciertas posturas teóricas ético-políticas y sociales predominantes durante mucho tiempo como las de Foucault y Mbembe, entre otros, que, si bien continúan vigentes, parecen quedar limitadas al reflexionar sobre una ética ambiental o bioética ecocéntrica posantropocéntrica. Indudablemente, estas posturas deben seguir considerándose, pero, dadas sus concepciones humanistas tradicionales, también requieren deconstruirse. En este sentido, el pensamiento ético propuesto, de matiz posantropocéntrico, tenderá a tomarse como antihumanista, aunque no se trata en realidad de un rechazo, sino de una reconsideración deconstructiva. Para Jacques Derrida (1996: 13),
sin esa responsabilidad ni ese respeto por la justicia para aquellos que no están ahí, aquellos que no están ya o no están todavía presentes y vivos, ¿qué sentido tendría plantear la pregunta ¿dónde?, ¿qué sentido tendría plantear la pregunta ¿dónde mañana? Ninguna justicia […] parece posible o pensable sin un principio de responsabilidad, más allá de todo presente vivo.
De hecho, hay quienes abordan conceptos como biosociedad y biociudadanía (Rose, 2008), las cuales, en esta era de la globalización, deberían respetar no solo las diferencias interculturales entre humanos, sino las existentes entre no-humanos. Se agrega la idea de biodemocracia o ecodemocracia, en alusión a Beauchamp (1991: 9), quien afirma que “para que las soluciones den frutos, es necesario que las sociedades que las ponen en marcha las comprendan y las acepten, lo que supone que el pueblo pueda tomar parte en las proposiciones éticas que determinarán su futuro”.
Conclusiones
La aceptación o rechazo del Antropoceno como época actual no se contrapone al cuestionamiento acerca de si el ser humano aún puede considerarse capaz de mantener el control efectivo de la vida y la biodiversidad en el planeta, esto es, entre los procesos biológicos y ecológicos. Para Stacy Alaimo (2017: 94), “el énfasis geológico [sobre el biológico] podría distanciar a los seres humanos de sus propias acciones transformadoras, al presentarse éstas como efecto de una materialidad externa a nosotros”. Tal vez los tiempos social y geológico nunca habían confluido de manera tan precisa como ahora, lo que convierte a este momento en el idóneo para escuchar a la Tierra y a la naturaleza, que, después de todo, parecen no ser tan bien conocidas como se creía; somos una especie más entre millones o billones de las que habitan el planeta. Se pregunta Manuel Arias (2018) si “¿acaso serviría de algo la manipulación genética durante una glaciación o como defensa ante la caída de un meteorito?”; al menos no por el momento, sería la respuesta más honesta. Aunque parezca una verdad de Perogrullo, el ser humano forma parte de la naturaleza y carece de legitimidad alguna para contravenir su valía y sus derechos, pues son estos el fundamento para la ética planteada, independientemente de si se denomina antropocéntrica, ecocéntrica o biocéntrica. El ejercicio dialógico e institucional que comporta requiere de apertura, solidaridad y, por supuesto, de reconocimiento y humildad epistemológica, axiológica e intelectual; solo así podría aspirarse a alcanzar una propuesta digna de ser enseñada y transmitida, justa y democrática, sin importar las diferencias culturales, pues estas ya habrían sido reconocidas y aceptadas.
Todos los seres vivos, incluyendo los no-humanos, poseen dignidad ontológica; reconocerla debe servir para establecer los límites de la acción humana sobre el planeta. La economía prevaleciente se centra por completo en el ser humano, para favorecerlo sin consideración de todo lo no-humano, al grado que muchas cosas potencialmente beneficiosas para el progreso y la civilización del hombre, hoy se están inclinando en su contra; en consecuencia, se ha generado un mundo sumamente injusto para muchos, y peligroso y violento para todos. Karl Otto Apel (1986: 106) definía el proceso de civilización como “la sustitución progresiva de la adecuación del hombre al medio ambiente natural por su transformación técnica, en el sentido de su adecuación a las necesidades humanas creadas por el proceso de desarrollo económico”.
Heredar implica una doble responsabilidad: hacia el porvenir y con el devenir; enseñar humanidades ahora, en el Antropoceno, en medio del más brutal y despiadado capitalismo global, constituye un ejercicio que debe, entre otras cosas, hacer confluir la multiplicidad de relatos —que le subyacen como concepto histórico— y correlatos —como, por un lado, los del imperialismo, colonialismo, necropolítica, capitalopandemia, tecnocentrismo y destrucción; y por otro, los de memoria y escritura, justicia y libertad, democracia y equidad, género y naturaleza, entre muchos otros temas y objetos de estudio abordados en este campo, vinculados con la relación ente lo humano, lo no-humano y el planeta. Respecto a la justicia ecológica y de derecho ambiental, podría aventurarse, de manera seria y responsable, la posibilidad de que atentar contra la biodiversidad y los derechos de la naturaleza —como sería el caso de un ecocidio o un daño a la biodiversidad irreversible— se considerara un crimen de lesa humanidad y, por tanto, se juzgara por tribunales superiores internacionales, facultados para dictar sanciones, penas y multas severas a quienes incurrieran en ello.
Criticar la forma como se ha gestionado la modernidad no implica aceptar las propuestas de la condición posmoderna, de la misma manera en que este texto encierra entre signos de interrogación su título. Pensar en lo post del Antropoceno y de la humanidad no resulta alentador ni deseable, en parte porque significa aceptar fatídicamente —no sin cierto cinismo y derrotismo— que ya no se puede ni se debe hacer nada en el presente, sin importar que se acepte o no la existencia de una nueva era. El problema del planeta es el del ser humano, a la vez que los problemas del segundo se reflejan en el estado del primero. No es posible continuar pensando, actuando y decidiendo en la Tierra como se ha hecho hasta ahora, especialmente en los últimos dos siglos. ¿Estamos condenados a la servidumbre futura que anunciara en Metrópolis Fritz Lang o la guerra entre los dioses (Kampf der Götter) weberiana en virtud de las contradicciones aquí resaltadas? En fin: Zeus retiró a los hombres el fuego (spérma pyros) y el alimento vital (bios), mientras que Yahvé creó el mundo y se lo entregó al hombre para que lo sometiera, permitiéndole así constituirse como productor y producto de la civilización occidental, artífice de su saqueo total. La idea de Antropoceno cambia toda la historia; está abierta, escribiéndose. ¿Estamos obligados a pensar en una ética posantropocéntrica sin siquiera haber logrado llegar a un consenso sobre si vivimos ya una nueva era denominada Antropoceno?
Referencias
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Notas