Resumen: Este trabajo ahonda una etapa histórica de las sociedades que poblaron la actual península de Baja California; busca explicarla en su propia dinámica histórica, pero también dentro de un periodo más amplio: el colonial tardío en el noroeste novohispano. El punto central es mostrar que esta etapa de cinco años (1768-1773) es una transición de la forma de la colonización en la región que va del estado de excepción jesuita al pleno ejercicio regalista por parte de los gobernadores, lo que dejó a los religiosos en un papel secundario. La propuesta está planteada desde una revisión historiográfica amplia y puntual, así como desde otra mirada académica, con lo cual se logra demostrar que se debe evitar el estudio de los religiosos franciscanos y dominicos posteriores a la expulsión jesuita como continuidad de un estatus que, en realidad, ya no existía.
Palabras clave:Órdenes religiosasÓrdenes religiosas,Administración colonialAdministración colonial,RegalismoRegalismo,FranciscanosFranciscanos,Noroeste novohispanoNoroeste novohispano.
Abstract: This work of reflection delves into a historical stage of the societies that populated the current peninsula of Baja California, seeking to explain it in its own historical dynamics, but also within a broader period: the late colonial period in the Novohispanic northwest. The central point is to show that this five-year stage (1768-1773) is a transition in the form of colonization in this region, that goes from the Jesuit state of exception to the full regalist exercise by the governors, leaving the religious in a secondary role. All this raised from a broad and punctual historiographic review, as well as from another academic perspective, with which it is possible to demonstrate that the study of the Franciscan and Dominican religious after the Jesuit expulsion should be avoided as a continuity of a status that, in reality, no longer existed.
Keywords: Religious Orders, Colonial Administration, Regalism, Franciscans, Novohispanic northwest.
Artículos
La transición franciscana en la Antigua California
The Franciscan transition in Antigua California
Recepción: 27/11/2020
Aprobación: 22/01/2021
Los estudiosos del pasado peninsular bajacaliforniano han señalado, durante mucho tiempo, que el periodo colonial o misional en las Californias se divide en tres etapas internas: el jesuita (1697-1767), el franciscano (1768-1773), y el dominico (1773-1849). Lo anterior ha producido la idea de que estas son etapas exclusivas de la influencia de cada orden religiosa en el periodo y la sociedad regionales respectivas; es decir, todo pasaba por la administración de jesuitas, franciscanos o dominicos, lo que dejaba de lado a otros sujetos históricos, como los soldados, los colonos, los pueblos originarios, incluso a funcionarios, como los capitanes de presidio o los gobernadores. Esta idea ha sobredimensionado esas administraciones como si fueran de carácter regional, provincial o de todo el reino de las Californias.
Tal vez lo anterior puede sostenerse para el caso de los jesuitas, con su estado de excepción basado en la licencia virreinal de 1697, como se evidencia en una de las clásicas obras de Ignacio del Río (2003), pero sería difícil sostenerlo para los dominicos y, mucho más, para los franciscanos, quienes estuvieron a cargo tan solo cinco años. Es justo la etapa de estos últimos, la que se propone, en este ensayo, como una fase de transición, debido al desarrollo del devenir histórico regional, y no porque los franciscanos hubieran planeado una estancia en la Antigua California, previa y temporal hacia otros derroteros (Magaña, 2017), sino que, como se mostrará, fueron las circunstancias políticas las que trasformaron la estancia de estos religiosos del colegio apostólico de Propaganda Fide de San Fernando de México.
Es de reconocer que la historiografía le ha dedicado algunas obras interesantes a esta breve etapa histórica de las Californias. El que estableció la pauta de investigación fue Lino Gómez Canedo (1993), con su texto Un lustro de administración franciscana en Baja California, que originalmente fue una ponencia, pero en 1983 se publicó como libro. Ese mismo año, en una obra colectiva de divulgación científica, Miguel León-Portilla publicó el texto “El periodo de los franciscanos, 1768-1771” (el cual aparece contenido en La California Mexicana. Ensayos acerca de su historia, publicado en 1995). Y más recientemente, Luis Alberto Trasviña Moreno (2013) presentó la tesis La administración franciscana en las misiones de la Antigua California (1768-1773). Como se puede apreciar, el término administración franciscana es predominante debido a la idea de una etapa donde los franciscanos estuvieron a cargo de toda la región o provincia.
Además, gracias a la influencia del propio Gómez Canedo, se publicaron las obras de fray Francisco Palou, personaje olvidado; lo que permitió que los testimonios del religioso sean más accesibles. No solo disponemos de obras como Relación histórica de la vida y apostólicas tareas del venerable padre fray Junípero Serra y de las misiones que fundó en la California Septentrional y nuevos establecimientos de Monterrey, editada en vida de Palou, en 1787 (Palou, 1990 y 2003), o la Recopilación de noticias de la Antigua y de la Nueva California (1767-1783), que fue publicada por primera vez hasta 1857 (Palou, 1998), sino que también “ahora contamos con un documento excepcional: las cartas de Palou” (Bernabéu, 1998). Estas cartas son una compilación de escritos no pensados para la imprenta, pero salieron a la luz gracias al trabajo de José Luis Soto Pérez y bajo la influencia de Gómez Canedo, bajo el título de Cartas desde la península de California (1768-1773) (Palou, 1994).[1] Por todo ello, se pueden comprender los sucesos y los sujetos desde su propia dinámica histórica y regional:
A pesar de la polarización contemporánea de mucha escritura sobre las misiones, es posible ahora detectar los principios de una “escuela nueva” de la historiografía, una que, por lo menos de manera nominal, intenta moverse más allá de la vieja dicotomía pro y anti misional (Sandos, 1998: 222).
Se espera que estas reflexiones contribuyan a esos derroteros académicos, especialmente, desde la región misma.
Con relación a la historia de la California bajo la administración del clero jesuítica (1697-1767) mucho se ha trabajado, principalmente con las aportaciones de Ignacio del Río (1998a); sin embargo, se considera pertinente, por lo menos, esbozar una forma diferente de ver los antecedentes inmediatos al periodo y región de estudio de este ensayo. Por ejemplo, la expulsión jesuita, en 1767, ha sido vista por los académicos como un periodo de auge cortado de seco. Para el estado de Sonora, algunos académicos plantean que en realidad las congregaciones misionales jesuitas “registraban un proceso de deterioro, manifiesto desde 1681, [y] que la expulsión de los misioneros en 1767 ha encubierto al ofrecer un cariz heroico, de persecución política y ‘victimización’” (Almada, Medina y Borrero, 2007: 239). Por su parte, Sergio Ortega Noriega (1992: 150) señala que “en el punto culminante de la crisis [del sistema de misiones] sobrevino la expulsión de los jesuitas, hecho que benefició al sector de los colonos pero que no resolvió la crisis interna de las comunidades”.
No obstante, en la California desde la rebelión de los pericúe de 1734 (Taraval, 1996), la administración jesuita empezó a perder el control político y militar de la región debido a la intervención del gobernador de Sonora y Sinaloa, Manuel Bernal de Huidobro, quien se trasladó a la península para sofocar dichos disturbios, por instrucciones de la autoridad virreinal, a pesar de que los propios misioneros y sus soldados ya habían logrado posicionarse en el área y controlar la situación (Río y Altable, 2000; León Velazco, 2002). Algunas de las medidas tomadas por Huidobro “fueron mal vistas y censuradas por los jesuitas, quienes consideraban, por una parte, que el gobernador pretendía asumir funciones que más bien eran de competencia de los misioneros” (Río, 1998a: 217).
Además, faltaría por estudiar con mayor detalle el denominado régimen de excepción jesuita, ya que se ha establecido con una continuidad entre 1687 y 1767, y que a grandes rasgos consistió en que la colonización, en su totalidad, estuvo bajo la supervisión de los jesuitas comisionados a la California, lo que implicó que tanto los soldados como los diversos acompañantes quedaran supeditados al padre rector jesuita. Al concedérseles la prerrogativa de nombrar y luego postular al capitán del Real Presidio de Loreto, todas las autoridades, en la práctica, quedaron bajo la obediencia de los jesuitas en las Californias. A lo que hay que señalar que todos los asuntos no eclesiásticos, lo que hoy denominamos asuntos civiles, estaban bajo la supervisión del capitán de presidio, el cual era nombrado o postulado por los jesuitas. Todo ello implicó el denominado estado de excepción o gobierno provincial (Río, 2003).
Sin embargo, el régimen de excepción comenzó a tener cambios a inicios del siglo xviii, cuando el propio Juan María de Salvatierra tuvo que solicitar apoyo del gobierno virreinal para cubrir los gastos de los soldados, primero como un subsidio, a partir de 1702 (Río, 2003: 67), después, “en 1738, la corona acordó pagar sesenta soldados y los dividió entre Loreto y el recién formado Presidio del Sur de California en San José del Cabo. Esa distribución se mantuvo hasta 1768 cuando los jesuitas fueron expulsados” (Crosby, 1994: 170). Esta última medida fue la consecuencia de la rebelión de los pueblos originarios del sur peninsular, pero esta circunstancia no modificó la prerrogativa de los jesuitas de postular al capitán del presidio, que era el mismo para ambas agrupaciones de soldados (Loreto y el sur). Resulta interesante observar que de los ocho capitanes nombrados entre 1697 y 1767, Esteban Rodríguez Lorenzo (1705-1744) estuvo treinta y nueve años a cargo, es decir, el 55.7 por ciento del periodo jesuita, y fue un excelente acompañante de los jesuitas durante ese lapso (Crosby, 1994).
Retomando el análisis de la periodización, es que se propone una división del periodo jesuita en tres etapas de expansión basadas en las fechas de fundación de las misiones. La primera inició en 1697, con el establecimiento del pueblo de misión y presidio bajo la protección de la advocación mariana de Nuestra Señora de Loreto, y la labor de Juan María Salvatierra, en lo que sería el núcleo colonizador de la Antigua California, y culminó en 1708.[2] La segunda etapa (1720-1737) corresponde a la consolidación de las zonas al sur, oeste y norte de la primera área misional, lo que conformó las principales fuentes de poblamiento no indígena; además, los problemas provocados por las rebeliones indígenas de 1734, sobre todo en el extremo sur de la península, caracterizaron esta etapa.
Cabe mencionar que, durante la etapa segunda, el virrey Juan Francisco de Güemes y Horcaditas otorgó los primeros títulos de propiedad a particulares en la península de California, la mayoría a soldados en retiro o trabajadores de las misiones, lo cual originó los primeros centros de población no religiosos en la península, como El Triunfo de la Santa Cruz, o San Pedro y San Pablo. Esta política de poblamiento respondía a la cédula real emitida el 13 de noviembre de 1744, en la que se ordenaba que se fundara un establecimiento que sirviera de refugio a los religiosos, en el caso de que surgiera otra rebelión indígena (Amao, 1997). Los jesuitas nunca estuvieron de acuerdo con que se establecieran centros de población independientes de las misiones, por lo que, de distintas maneras, les negaron el apoyo (Río y Altable, 2000). De esta forma, se creó un enfrentamiento entre la autoridad virreinal y la religiosa jesuita, que se hizo más evidente durante la transición franciscana (1768-1773).
La tercera etapa inició en 1751, y se considera importante no denominar a esta como la última de las fundaciones jesuitas, ya que se pierde la idea de que fue un periodo de expansión (Rodríguez Tromp, 2006). Después de un lapso de cerca de catorce años sin nuevos establecimientos misionales, fue que se realizaron tres fundaciones hacia el norte, por la costa del golfo de California, adentrándose en el Desierto Central. Esta etapa concluye con la expulsión de los jesuitas de los reinos americanos de la corona española, en 1767; no obstante, se hizo efectiva en febrero de 1768, cuando los religiosos salieron de Loreto hacia la contracosta.
Como parte de la logística de la expulsión del clero regular de la Compañía de Jesús, se estableció que los franciscanos recibieran las antiguas misiones jesuitas, las cuales fueron distribuidas entre los colegios y provincias de esa orden religiosa en la Nueva España, aunque en el acuerdo de las autoridades virreinales con fray Manuel de Nájera se estableció que debían ser cincuenta y un religiosos de los colegios de Propaganda Fide quienes fueran los nuevos encargados (Torre Curiel, 2001). A los franciscanos del colegio apostólico de Propaganda Fide de la Santa Cruz de Querétaro les correspondieron las misiones de la Alta Pimería; a los del colegio apostólico de Propaganda Fide de San Fernando de México, las de la Antigua California; a los de la provincia de Zacatecas, las de la Nueva Vizcaya, y a los de la provincia de Santiago de Xalisco, las de Nayarit y Sonora (Gómez, 1993).
Es de recordar que los colegios apostólicos de Propaganda Fide se constituyeron a partir de 1683 con la fundación del colegio de Santa Cruz de Querétaro, después los de Nuestra Señora de Guadalupe (1704), y luego San Fernando de México (1732) (Gómez, 1993; González Marmolejo, 2009). Pero además algunas provincias también tuvieron un aumento en sus integrantes y trabajo apostólico como la provincia de Santiago de Xalisco, a mediados del siglo xviii (Torre Curiel, 2001). Otras provincias franciscanas de la Nueva España fueron la del Santo Evangelio de México, San Pedro y San Pablo, de Michoacán; San Diego, de México; San Francisco, de Zacatecas, y San José, de Yucatán, bajo la jurisdicción del “Comisario General de todas las Provincias de esta Nueva España e Islas adyacentes y Filipinas, cuya sede se ubicaría en el convento grande de San Francisco de México” (Torre Curiel, 2001: 66).
Para el 14 de julio de 1767, salieron nueve franciscanos del colegio apostólico de Propaganda Fide de San Fernando de México hacia Tepic, en donde se reunirían con otros cinco frailes provenientes de las misiones de la Sierra Gorda de Querétaro, para tomar cargo de las congregaciones misionales de la California jesuítica. Después se añadieron dos religiosos más (Gómez, 1993: 620). El padre presidente de este grupo fue fray Junípero Serra, quien estando ya en Tepic, se enteró de la salida de una balandra y una lancha a la península, la cual estaba organizada por el recién nombrado gobernador, Gaspar de Portolá. Serra consiguió que se embarcaran dos misioneros en dichas naves; Todos ellos salieron del puerto de Matanchel el 24 de agosto de 1767. Sin embargo, debido al mal tiempo, solo la lancha en donde viajaban los cinco soldados pudo llegar a California. Y aunque no desembarcaron, pues era la orden,
llegó a noticias de los padres jesuitas que iba [el] gobernador de la península y que lo acompañaban los religiosos misioneros del colegio de San Fernando, que es lo único que los de la lancha dijeron a un indio que vieron en dicho Puerto Escondido callándole todo lo demás (Palou, 1998: 12).
La lancha regresó al puerto de Matanchel, después de recorrer la costa interior de la península, en busca de la otra embarcación. El mal tiempo no fue la única dificultad a la que se enfrentaron los franciscanos para pasar a la península; a principios de octubre de 1767, cuando se estaba organizando otra salida con destino a la península de California, “llegó correo de México con novedad de que su excelencia [el virrey] mandaba fuese la misión [colegio] de San Fernando a la provincia de Sonora, junta con la de Querétaro, y la [provincia] de Xalisco pasase a California” (Palou, 1998: 13-14).
Al ver que se le cerraban las puertas de la California, Serra decidió enviar a Guanajuato a dos misioneros, Palou y fray Miguel de Campa, para que se entrevistaran con el visitador general José de Gálvez; él les haría saber las intenciones de dicho cambio; no obstante, les dio carta para que fueran a la Ciudad de México a hablar con el virrey Antonio María de Bucareli y Ursúa,
quien en cuanto vio la carta del señor visitador general y referido lo sucedido en Tepic y la causa de la detención, dio luego decreto revocado el que había dado, mandando de nuevo que nosotros pasásemos a la California y los observantes a su primer destino de Sonora (Palou, 1998: 15).
Para Gómez Canedo (1993: 620), todo se trató de “una intriga urdida por el provincial de Jalisco”. No obstante, para Torre Curiel (2001), el malentendido se debió a la actuación de la Audiencia de Guadalajara, que tomó la resolución de destinar once religiosos de la provincia de Santiago de Xalisco para sustituir a los expulsos en la península de California. Es muy probable que se considerara que la cercanía geográfica de esa provincia con la California facilitaría su labor evangelizadora, más que en la lejana región sonorense de la Pimería. Además, existía una vieja disputa jurisdiccional sobre las Californias entre el obispado de Durango y el de Guadalajara; este último contaba con el apoyo de la Audiencia de la Nueva Galicia, desde mediados del siglo xvii. El conflicto se solucionó por cédula real en 1731 a favor de Guadalajara (Río, 2003).
Se debe recordar, como lo destaca Fernando Gracia García (2008: 118) que, desde su creación, en 1622, “el papado constituyó la congregación de Propaganda Fide como el organismo eclesiástico encargado de organizar las tareas apostólicas en todo el orbe católico. Como era de esperarse, la nueva institución suscitó la desconfianza de los monarcas”, debido a que se había expulsado a los jesuitas, acusados de tener una obediencia directa al papado y no a los soberanos europeos.
Es así que los religiosos de la provincia de Xalisco se embarcaron en Matanchel, al mismo tiempo de que partía de nuevo el gobernador Portolá, quien desembarcó en Cabo San Lucas el 2 de diciembre, pero como la lancha donde venían los franciscanos de Xalisco no llegó, el gobernador salió de ese lugar hacia el norte, para recorrer las misiones y concentrar a los jesuitas en Loreto. Como no había religiosos de la provincia o del colegio a quien entregarle las misiones, así como los bienes misionales, el gobernador decidió encomendarlas a los soldados que habían estado a cargo de la seguridad de los jesuitas: “Eran soldados en que el gobernador puso su confianza o quizá los únicos de que podía disponer; porque de confianza no eran dignos, al parecer” (Gómez, 1983: 26; 1993: 621).
Así, los que habían sido los subordinados con los jesuitas en el régimen de excepción hasta 1767, se convirtieron en las autoridades con los franciscanos. Estos soldados administraron las congregaciones misionales hasta que llegaron los religiosos de la provincia de Xalisco y, al parecer, se hicieron cargo de algunas en diciembre de 1767 (Sales, 2003). Por su parte, los franciscanos del colegio apostólico de San Fernando de México arribaron a la península el 2 de abril de 1768, sustituyeron a los de la provincia de Santiago de Xalisco (Torre, 2001) y se enfrentaron a una nueva circunstancia político-administrativa con los soldados comisionados. Palou (1994: 34) menciona el hecho en una de sus cartas de la siguiente manera:
Luego de llegados los padres a sus respectivas misiones, les entregaron la iglesia y casa, quedando al cargo de un soldado comisionado las temporalidades de las misiones, quien corría hasta con la comida del padre misionero, de quienes fueron todos bien tratados [...] Así corrieron las misiones, hasta que determinó [José de Gálvez] se entregasen las temporalidades de las misiones, para su económica administración.
Mucho se ha señalado que gran parte de la decadencia de las antiguas misiones jesuíticas se debió a las negligencias de los soldados comisionados (Trasviña, 2013), y que fue el propio Gálvez quien el 12 de agosto de 1768 les regresó a los franciscanos las temporalidades (Gómez, 1993), ya que según Palou (1994: 72),
vio patentemente que las misiones se iban a toda prisa perdiendo en lo temporal, ya por lo mucho que los [soldados] comisionados gastaban y de ellas sacaban, como por el mal gobierno que tenían, y que lo espiritual descaecía mucho más, porque los indios no respetan ni obedecen sino a los que les dan.
Al respecto señala Trasviña (2013: 61):
De esta manera, tuvieron que pasar casi cinco meses desde la llegada de los franciscanos a la península de Baja California para que pudieran tener el control total de las misiones. Estos meses al cargo de los soldados comisionados fueron suficientes para dejar una situación devastadora y nada fácil de revertir para los franciscanos.
Con todo, si se establece que estos soldados estuvieron a cargo de las temporalidades misionales entre inicios de diciembre de 1767, cuando Portolá desembarcó en la California, y principios de abril de 1768, tras la orden del visitador real, se podría suponer que en promedio estos comisionados controlaron las misiones durante unos tres meses completos. ¿Es tiempo suficiente para dañar la economía misional existente en 1767? Además, la información disponible hace suponer que el gobernador escogió a algunos de los soldados de alto rango, lo que implicaba una mayor experiencia en la vida misional y peninsular; pero sin negar que pudieran haber existido despilfarros, errores, sustracciones y descuidos, ¿realmente se puede suponer que ellos fueron los causantes del deterioro misional en el que los dominicos recibieron las misiones de la Antigua California para 1773?
Cabe agregar que en Sonora también se nombraron comisarios reales, los cuales
no tuvieron ninguna limitante en sus facultades y ninguno era indígena; por eso no estaban interesados en defender a la comunidad y, tan pronto como llegaron a las misiones, malversaron los fondos del común y obligaron a los naturales a prestarles trabajos personales. Un año después de su llegada muchas misiones se encontraban en franca decadencia (Romero, 1995: 97).
La diferencia es que en Sonora había espacios donde colocar esos productos misionales entre colonos, comerciantes y diversos sectores socioeconómicos de la provincia, como los propios presidios, pero en la península de California estos elementos no existían o eran muy pequeños y precarios.
Lo que sí es notorio es que, con la mayor participación de los oficiales militares en la vida misional, la situación de las congregaciones cambió de manera radical. Con la nueva administración regional, el proyecto de evangelización encargado al clero regular franciscano se convirtió en un instrumento más para el fortalecimiento de las fronteras imperiales mediante una colonización mucho más militar y gubernativa que la realizada durante la colonización misional jesuita y su estado de excepción. Por ejemplo, para Sonora se plantó que
la nueva época se inició con un clero más dócil al Estado […] Los sustitutos de los jesuitas eran más fáciles de controlar, pues solo venían a recoger lo que el Rey les otorgaba o cedía; es decir, no tenían bases para negociar con el Estado (Romero, 1995: 92).
El extenso norte virreinal estaba cada vez más expuesto a una invasión extranjera, principalmente inglesa o rusa, desde la perspectiva del gobierno de la corona española. En el caso de la supuesta expansión rusa, en 1758 la Academia de Ciencias de San Petersburgo publicó un mapa que detallaba el viaje de exploración por Alaska realizado por Alexei Cherikov. Pero fue en 1773 cuando el embajador español conde de Lacy dio, ante la corte zarista, “la voz de alarma basándose en los informes que circulaban en aquel país en relación con la expedición de Cherikov, orientada, precisamente, hacia aquellas regiones septentrionales del nuevo continente” (Soler, 2001: 163). Cuando la corona española tomó las riendas de las congregaciones misionales del noroeste novohispano, decidió utilizarlas para la defensa de sus delimitaciones territoriales externas. Como señala Martha Ortega (2001: 13-14),
Aunque los medios empleados para lograr la ocupación del territorio fueron los mismos usados en la penetración del norte novohispano, en Alta California se adaptaron al objetivo estratégico. Por ello la administración de la nueva provincia se orientó más hacia la defensa de la frontera que a consolidar el desarrollo económico. [Pero paradójicamente] La conjunción de estas circunstancias —el aislamiento de Alta California con respecto a los centros económico y político de Nueva España y la presencia de rusos, estadounidenses y británicos en el Pacífico—, influyeron en el proceso histórico de la provincia al propiciar el acercamiento con aquellas naciones contra las cuales España promovió la colonización defensiva.
Sin tardanza, se debía avanzar hacia el norte, como mínimo hasta el puerto de Monterrey; así los franciscanos recibieron la orden real de fundar cinco misiones entre Santa María de los Ángeles, última misión jesuítica, y la bahía de Monterrey, como parte de este proyecto estratégico de geopolítica internacional. Diez años después, se incluyeron otras cinco fundaciones con el mismo propósito, pero ahora entre la Antigua California y la Nueva California. De esta manera, en el artículo quinto del Reglamento, Felipe de Neve (1994: 37) propuso lo siguiente:
Supuesto estar solo fundadas las reducciones de [Nuestra] [Señora] del Rosario de Viñadaco y la de Santo Domingo de las cinco que deben situarse conforme a la demarcación anteriormente acordada por la Real Junta de Guerra y Real Hacienda, para cubrir el camino que intermedia de la Frontera al Presidio de San Diego, siendo con lo que quedará facilitada la comunicación de los antiguos y nuevos establecimientos, deberá ejecutarse con la posible brevedad.
Por su parte, el visitador general José de Gálvez llegó a la península de California el 24 de mayo de 1768 y, durante los primeros meses de su estancia, se dedicó a tratar de resolver los problemas de la región por medio de reglamentos, leyes, decretos, etcétera, los cuales, muchas veces, resultaron contraproducentes. Casi diez años después se seguían discutiendo si se debían implantar las instrucciones de Gálvez, por ejemplo, en el Informe de fray Vicente de Mora, presidente de las misiones de la Antigua California, al virrey Bucareli sobre los inconvenientes de trasladar indígenas de las misiones de Santa Gertrudis y San Borja a las de Todos Santos y San José del Cabo, Loreto, 14 de febrero de 1777 (Nieser, 1998: 318-327). Fue hasta cinco meses después que Gálvez mandó llamar a fray Junípero Serra, aunque se habían comunicado por carta, para organizar, entre otras cosas, la expedición y ocupación de los puertos de San Diego y Monterrey.
Debido a la urgencia de ocupar el norte de las Californias, Gálvez y Serra decidieron que los ornamentos para las iglesias, así como animales y otros recursos necesarios para la expedición y colonización del norte “se surtiese de las misiones; sacando de ellas lo que se pudiese sin que se les siguiese retraso, que después se les remplazaría enviando a traer de Sonora” (Palou, 1998: 44). Así, el encargado de organizar la expedición fue el gobernador Portolá, mientras que el segundo comandante, don Fernando Rivera y Moncada, estaba comisionado para que pasara a cada una de las misiones para retirar el ganado vacuno, mulas y caballos necesarios para las misiones del norte:
En cuanto a la requisa de víveres, ganado, mulas, caballos y otras cosas, que llevó a cabo Rivera, la mano de éste fue en algunos casos “algo pesada”, según opinión de Serra, pero el testimonio de Palou muestra que se tuvieron en cuenta las posibilidades de cada misión (Gómez, 1993: 633).
Por su parte, Serra recorrió todas las misiones, excepto la de Mulegé,
notando en cada una de ellas, lo que podían dar para las nuevas, por lo que toca a útiles de la iglesia y sacristía, llevando dicho padre algunas cositas para celebrar en el camino, y encargando que las demás me las remitiesen a Loreto para que fuesen con el tercer barco (Palou, 1998: 44).
Desde el primer año de la labor franciscana, la participación de fray Francisco Palou fue relevante, quedando como padre presidente de la región a la salida de Serra (marzo de 1769) hasta la entrega de las misiones a los misioneros de la Orden de Predicadores (mayo de 1773). Serra visitó a Palou en la misión de San Francisco Javier, previa su salida hacia el norte en 1769, “para tratar los puntos pertenecientes a la presidencia, por estar yo nombrado en la patente de nuestro Colegio de Presidente por muerte o ausencia del venerable fray Junípero” (Palou, 2003: 95).
Después de la extensa organización de la expedición, Serra y Portolá llegaron en mayo de 1769 a la fundación jesuita de Santa María de los Ángeles y decidieron trasladar a los indígenas de esta naciente congregación misional a un sitio nuevo, en donde fundaron la misión de San Fernando Velicatá. De este lugar, partieron las dos expediciones por tierra hacia San Diego, mientras que, del puerto de La Paz, salieron las embarcaciones o las expediciones por mar, para encontrarse todos en el puerto de San Diego.
Es de destacar el cambio de rumbo de las fundaciones misionales correspondientes a dos proyectos colonizadores muy diferentes; con la congregación misional de Santa María se buscaba conectar por tierra las misiones de la California y las de la Alta Pimería, ambas administradas por los jesuitas hasta 1767. En cambio, San Fernando Velicatá se ubicaba cerca de las costas del océano Pacífico para fortalecer las comunicaciones con el norte y auxiliar en la defensa de las fronteras imperiales. Continuando su viaje, Serra fundó, para julio de 1769, su segunda misión: San Diego de Alcalá, a cientos de kilómetros al norte de la de San Fernando Velicatá.
Las fundaciones franciscanas, en su primer momento, fueron establecidas a zancadas: había que llegar al norte lo más pronto posible. Por lo que la California jesuítica pasó a un segundo plano dentro de las estrategias del gobierno de la corona española, y a partir de este momento se le denominó la Antigua California. Tanto el gobierno real como el virreinal se preocupaban, sobre todo, por la Nueva California o Alta California, a donde se estuvieron dirigiendo todos los esfuerzos humanos, materiales y económicos. En agosto de 1770, Palou describió la nueva situación de una manera acertada; “no omito las noticias de esta California Antigua que es el zaguán de la Nueva” (Palou, 1994: 133).
Mientras los franciscanos respondían al llamado real de proteger las fronteras coloniales, negociaban su subordinación a los soldados comisionados, y tenían que sortear los cada vez mayores enfrentamientos con el nuevo gobernador Felipe Barri (Rodríguez-Sala, 2003). Por otra parte, las gestiones y actividades diversas realizadas por los dominicos, ya fuera desde la metrópoli o desde la Nueva España, impactaron con fuerza la vida política de las Californias, lo que generó una situación interna cada vez más difícil para los franciscanos, y que luego heredaron los propios dominicos, sobre todo en su relación con las autoridades peninsulares.
En su solicitud de adjudicación de misiones, los dominicos argumentaron que las disposiciones reales establecían que las órdenes religiosas donde hubiera colegios o provincias más cercanas a las misiones de los expulsados debían tener prioridad sobre otras; asimismo, que debía prevalecer el espíritu administrativo de que ninguna orden debía controlar, de nueva cuenta, todas las misiones de una región o reino; por lo cual, pidieron que se les adjudicaran las misiones de Nayarit, o en su caso las de la Antigua California, sin obtener, en un principio, ninguna respuesta (Nieser, 1998). No obstante, fray Juan Pedro de Iriarte,[3] procurador general de la provincia de Santiago de México en España, en julio de 1768, solicitó de manera directa al rey que se les otorgaran misiones de los expulsos en la Antigua California, especialmente entre los paralelos 25º y 28º de la península, región que comprendía las misiones de San Ignacio, Nuestra Señora de Guadalupe, Santa Rosalía, La Purísima Concepción, San José de Comondú, Nuestra Señora de Loreto y San Francisco Javier, es decir el núcleo y pilar de la colonización de la Antigua California (Nieser, 1998).
El hecho de que Iriarte solicitara esta porción de la Antigua California, podría deberse a que tenía información de la región peninsular, lo que le permitió percibir que era la mejor parte del desarrollo misional jesuítico, aunque el propio Gálvez le reprochó estar desinformado:
Después de esta misión de San Ignacio, que supuso el padre Iriarte ser la última de la California conquistada, quedaron establecidas, y no tan modernas que no pudiese haber la noticia seis años ha en España, las tres de Santa Gertrudis, San Francisco de Borja y Santa María (Palou, 1998: 162-163).
Se puede suponer que la solicitud de Iriarte se basaba en la experiencia paraguaya, en la que las misiones de los jesuitas expulsados fueron divididas con base en líneas imaginarias entre varias órdenes religiosas y de una forma alternada: esquema administrativo de distribución que el arzobispo de México, Francisco Antonio de Lorenzana, apoyó de manera decisiva (Nieser, 1998). Sin embargo, Gálvez consideró que se debía mantener el apoyo a una sola orden, en este caso a los franciscanos: “creo que en la actualidad no haga falta su celo [de las otras órdenes], porque los misioneros de San Fernando [de México] tienen todo el que puede desearse para que la conversión haga rápidos progresos en aquella península” (Palou, 1998: 163). No obstante, la corona mantuvo la postura de que la Antigua California “no podía ser atendida por una sola orden, dada la gran extensión del territorio y que, conservando su carácter de misión, los poblados con mayor número de habitantes podrían ser encomendados al clero secular” (Nieser, 1998: 74).
La primera reacción franciscana frente a las aspiraciones dominicas, sobre todo la de fray Francisco Palou, fue tratar de impedir que se les adjudicaran misiones. Por lo cual, Palou consideró oportuno, al saber que Gálvez apoyaba a los franciscanos, remitir este dictamen a diferentes autoridades para “quitar todos los recelos de que los padres dominicos ni otros algunos nos quiten de esta península, salvo que sea la voluntad de Dios que tenga determinado otra cosa” (Palou, 1994: 53). Palou da a entender que también el virrey Antonio María de Bucareli y Ursúa estaba a favor de una sola orden religiosa para las Californias.[4]
No obstante, al ser ya inminente la llegada de los dominicos, en 1772, quienes ya se encontraban en la capital virreinal, hubo que resolver cómo se repartiría el territorio entre las órdenes religiosas en pugna. Palou escribió la siguiente división entre los franciscanos de San Fernando y los dominicos al mando de Iriarte:
El tramo que hay desde la misión de Santa María hasta la boca del río Colorado [la vertiente del golfo], por lo que toca a la costa de la California [la vertiente del Pacífico], no había lugar [en ambas] para los padres dominicos, por ser la tierra muy estrecha, y que solo se podían fundar las cinco que se habían encargado a ese apostólico colegio. Y que solo en la costa que pertenece a Sonora podrían dichos padres fundar, que había bastante lugar hasta los ríos Gila y Colorado, sin hacer perjuicio a los padres de [el colegio de] Querétaro, por ser mucho el anchor de la tierra, y toda poblada y buena (Palou, 1994: 250).
Al mismo tiempo, Palou se dio cuenta de que la labor evangelizadora y administrativa de todas las congregaciones misionales en ambas Californias era una obra que podría traer más desprestigio que buenos resultados, por lo que señaló en un escrito que “no hay otra cosa que hacer, sino renunciar [a] las misiones, porque si no estamos a pique de que pierda ese colegio el crédito” (Palou, 1994: 206). En un informe redactado para fray Rafael Verger, guardián del colegio apostólico de Propaganda Fide de San Fernando de México, Palou fue más específico:
Me parece conveniente el hacer lo posible para salir de estas antiguas misiones, y en caso de que no se admita la renuncia, a lo menos que conste en lo venidero que ya nosotros de antemano representamos no serían capaces de pasar al ordinario, y no dirán se han perdido por los misioneros de este apostólico colegio” (Palou, 1998: 150-151).
El informe lo inició tras enviar su carta el 18 de enero, fecha en que recibió la solicitud de Verger de que le informara sobre las misiones. El reporte lo fechó el 12 de febrero, casi un mes de haber recibido la solicitud.
En las negociaciones entre franciscanos y dominicos, en la Ciudad de México, en marzo de 1772, se postuló la idea de Palou: dos fronteras paralelas de trabajo misional, una a partir del paraje de San Juan de Dios hacia el noreste, para los dominicos, y otra a partir de la misión de San Fernando Velicatá hacia el noroeste, para los franciscanos. Sin embargo, en el convenio firmado por Iriarte y Verger,[5] en abril de ese mismo año, se rechazó la idea de Palou, así como la propuesta del fiscal José de Areche y se definió la división de manera más clara y práctica; es decir, a los dominicos se les adjudicaron las misiones de la Antigua California, más el territorio de frontera de gentilidad hasta el arroyo de San Juan Bautista “poniendo su última misión en el arroyo” (Palou, 1998: 167), y a los franciscanos se les encargaron las misiones de San Diego hasta Monterrey, es decir, la Nueva o Alta California.[6] Para Salvador Bernabéu (1998: 29-30) es de resaltar que
la renuncia a todas las misiones de la península fue un mal resultado de las conversaciones en la capital mexicana, sobre todo en unos momentos de graves tensiones entre los franciscanos y el gobernador Felipe Barri, quién abiertamente los había amenazado con expulsarlos.
Sin embargo, parece que la actuación de fray Juan Ramos de Lora, quien se encontraba en la Ciudad de México en ese momento, resultó crucial para el desarrollo de los acuerdos, según lo atestigua el propio Palou, ya que preocupado por el prestigio del colegio fernandino, instruyó a Ramos de Lora, previa consulta a los demás misioneros de la Antigua California, en el sentido de que
viendo tanto número de religiosos, considero que es mucha carga para un solo colegio, por lo que convendría hacer la diligencia de ver si podían venir misioneros, o de alguna provincia de nuestra religión, o de otras religiones, para que recibiesen aquellas misiones que están más apartadas de la frontera de la gentilidad; a este fin fue el padre fray Juan Ramos (Palou, 1998: 150).
Como se señaló, al mismo tiempo Palou elaboró un informe que estaba dirigido a clarificar la situación de las congregaciones misionales de la Antigua California, con el objetivo de que Verger pudiera negociar con fray Juan Pedro de Iriarte. No obstante, como señala el propio religioso,
pero mucho antes que llegase [el informe] a manos del reverendo padre guardián, ya había llegado al colegio el padre Ramos de Lora, que en su llegada se acaloró y consiguió admitiesen los reverendos padres dominicos todas estas misiones antiguas, […] y aún del encargo de las fundaciones de las cinco entre San Diego y Velicatá (Palou, 1998: 159-160).
Ramos de Lora había salido de la península con Fernando de Rivera y Moncada en enero de 1772; llegó a la Ciudad de México para marzo, y el concordato se firmó el 7 de abril de ese año (Palou, 1998).
Se percibe en las cartas de Palou que el encargo de Ramos de Lora era el de negociar la transferencia o renuncia de las congregaciones misionales de la Antigua California, es decir, de las fundadas por los jesuitas, no de la frontera de gentilidad de San Fernando Velicatá, pero las malas experiencias de fray Juan Ramos de Lora en la misión de Todos Santos, que se pretendía que fuera la primera en renunciar, así como con el gobernador Felipe Barri, le hizo llevar su encomienda a la renuncia total de la Antigua California, sin la anuencia explícita y completa de fray Francisco Palou, su padre presidente (Rodríguez-Sala, 2003; Palou, 1994 y 1998; Trasviña, 2013).
Firmado el convenio entre Iriarte y Verger y cedida la Antigua California y su frontera de gentilidad, treinta dominicos (veintinueve misioneros y un hermano lego) zarparon en septiembre de 1772 hacia su destino. Pero debido a la carencia de barcos y las mercancías diversas que llevaban con ellos, se distribuyeron en dos barcos, diez en el Lauretana y veinte en el Concepción. Ambas embarcaciones se encontraron con una tempestad, solo el Lauretana llegó sano y salvo a Loreto el 14 de octubre; sin embargo, uno de los misioneros murió poco después. Por su parte, el Concepción no logró salir con bien de la tormenta y debió volver a la contracosta, llegando a Mazatlán de los mulatos. La mayoría de los misioneros que vajaban el Concepción, llegaron enfermos, entre ellos fray Juan Pedro de Iriarte, quien murió junto con otro misionero en la villa de San Sebastián. Aquel que había luchado más de cuatro años para que los dominicos estuvieran en la Antigua California, murió sin ver realizado su proyecto y a unos pasos de su destino (Nieser, 1998).
A mediados de octubre de 1772, diez dominicos estaban en Loreto y dieciocho en la contracosta. Además, toda la documentación había quedado con Iriarte, por lo cual los que viajaron en el Lauretana, entre ellos fray Vicente de Mora, argumentaron que no podían recibir las misiones, ya que no traían instrucciones y el líder del grupo había quedado en la costa sinaloense:
Llegaron sin carga alguna, [...] por cuyo motivo y por no venir nombrado ninguno de ellos de vicepresidente, no quisieron recibir misión alguna, aunque en diferentes ocasiones se les propuso, y más viendo la demora del barco, que no llegó hasta mayo del siguiente año (Palou, 1998: 185).
Esta renuencia provocó un fuerte conflicto con Palou, quien, sabiendo con antelación de la venida de los dominicos, había iniciado el traslado de los franciscanos hacia la Alta California, así como para la Nueva España. No obstante, el conflicto se agravó con la actitud del gobernador Felipe Barri, quien según el padre presidente franciscano,
desde que le llegó la noticia que venían los padres dominicos, quiso manifestar más y más su orgullo y darnos por todos los lados, porque pensaba que con la noticia estaríamos apesadumbrados; y así arbitró otros medios, y fue el despachar por todos vientos los pocos soldados que tenía en Loreto, para que fuesen por las misiones y que se hiciesen gobernadores [indígenas] nuevos y se quitasen los bastones a los viejos que mantenían en paz las misiones, sin duda a fin de que se alborotasen, o al menos a poner en peligro de esto (Palou, 1994: 264).
Cada vez era mayor la debilidad de los franciscanos frente a la administración peninsular conformada por el gobernador, los soldados y las autoridades indígenas, al grado de que Palou se quejaba de que
ya no falta otra cosa, sino que soldados e indios de Californias nos chiflen, pues ni siquiera les debemos el quitarse el sombrero o besar la mano, no más porque llegó la noticia y corrió la voz que el señor gobernador nos saca. [...] así indios como soldados están en inteligencia que por los informes del señor gobernador somos expulsos, [[7]] como lo fueron los padres jesuitas (Palou, 1994: 280, 283).
Situación que empeoró aún más los conflictos con los indígenas de las congregaciones misionales, sobre todo en las comunidades cercanas a Loreto, que podían acceder a audiencias con el gobernador, pues
[cuando] llegó la noticia de la venida de los reverendos dominicos a esta península, [debido a] la cercanía de la misión de San Javier a la de Loreto [la] tuvieron inmediatamente y [los indígenas] empezaron a desvergonzarse tan en breve que a las diez horas de tenida dicha noticia, delante de todos los indios me perdió el respeto el gobernador [indígena] (Palou, 1994: 256).
A pesar de las reticencias de los dominicos que estaban en la península, en hacerse cargo de la administración espiritual y temporal de las congregaciones misionales o de asumir una postura frente al conflicto con el gobernador, dos religiosos que estaban en Loreto accedieron a hacerse cargo de la misión de San Francisco Javier, debido a las solicitudes de los neófitos al gobernador y a los dominicos de “que les quitase a los padres de San Fernando, que ya no podían aguantarlos de crueles” (Palou, 1998: 122). Así, el padre Murguía entregó la congregación misional a los dominicos por instrucciones del padre presidente.
El enfrentamiento no era solo de tipo personal, sino un conflicto de perspectivas político-administrativas, ya que se conocían varios ejemplos de situaciones ásperas entre autoridades militares y religiosas, más allá de los individuos:
En el caso de Baja California, los conflictos entre las autoridades eclesiásticas y las civiles fueron numerosas: el segundo gobernador, Matías de Armona, terminó por enemistarse con el encargado de las misiones en la península, Francisco Palou, quien asimismo tuvo grandes desavenencias con el siguiente gobernador, Felipe Barri; Vicente de Mora, presidente de las misiones dominicas, se enfrentó en numerosas ocasiones al gobernador Felipe Barri y, posteriormente, a Felipe de Neve (León Velazco, 2002: 151).
También en la Alta California se dieron enfrentamientos entre el padre presidente y el gobernador respectivo:
Fray Junípero Serra, presidente de las misiones franciscanas, tuvo muchos conflictos con el representante de la autoridad en Alta California, el comandante del presidio de Monterrey, Pedro Fages, así como con quien le reemplazó en el mando militar, Fernando de Rivera y Moncada (León Velazco, 2002: 151).
Mientras que, Bernabéu (1994: 18) señala: “Los conflictos entre Junípero Serra y Fernando de Rivera y Moncada en Monterrey tenían mucho en común con los de [fray] Miguel Hidalgo y el gobernador Felipe Barri en Loreto”.
Por su parte, Archibald (1978) plantea la hipótesis de que en la Alta California se enfrentaron dos visiones sobre cómo lograr esa conquista: la de los religiosos fernandinos, centrados en que toda la ayuda fuera para las congregaciones misionales y luego para los presidios, y el las autoridades militares que veían, que sin los presidios las misiones no lograrían sobrevivir, por ello debían ser prioridad. Por ejemplo, al tratar de interpretar el Reglamento de Echeveste, el gobernador Rivera y Moncada consideró que las misiones podían enviar a algunos indígenas al monte, como una medida mucho más aceptable de que los soldados padecieran carencias, a lo cual Serra se opuso. Por su parte, Bernabéu (1994: 20) indica que “el llamado Reglamento de Echeveste, [era un] ordenamiento elaborado por un Consejo de Guerra y Hacienda durante la visita de Serra a la ciudad de México en 1773”. Se considera que estos conflictos son el reflejo de las contradicciones de las nuevas disposiciones reales de fuerte carácter regalista y la oposición de dos visiones de un proyecto de expansión imperial que daban prioridad, una, a la evangelización y, la otra, a la colonización; por tanto, los agentes eran para una, el clero regular, y para la otra, los administradores militares.
Los nueve dominicos sobrevivientes llegados en el Lauretana se encontraron en medio de este conflicto entre los franciscanos y el gobernador, y fueron constantemente expuestos a las intrigas de Barri, quien denunciaba el saqueo por parte de los franciscanos de las misiones de la Antigua California: “[…] el señor gobernador de la península don Felipe Barri dijo a dichos padres, luego que desembarcaron, que nosotros habíamos saqueado las misiones, llevándonos de las iglesias y sacristías ornamentos y vasos de plata para las misiones de Monterrey” (Palou, 1998: 190). Fray Vicente de Mora y sus ocho compañeros estuvieron siete meses en esta situación, primero en Loreto, y después repartidos entre las congregaciones misionales de Loreto, San José y San Javier. Obviamente esta circunstancia marcó a estos religiosos:
Aunque conozco poca gana en ellos, pues según he percibido de buena gana se marcharán para Sonora, pues dicen que solo el padre maestro [fray Juan Pedro de Iriarte] ha sido el del empeño de la California. Ellos ven la tierra, las miserias que se padecen y la pobreza que será perpetua, porque la tierra no dará jamás de sí más de lo que ha dado, y creo que porque ven esto lo dicen. [Temo] que nos forzasen a quedar con la insoportable cruz, principalmente con lo del sur, que lo del norte no sería tan sensible, por ser tránsito para las nuevas (Palou, 1994: 342).
Por fin, el 12 de mayo de 1773 llegaron los restantes 18 religiosos dominicos a Loreto, y con ellos las instrucciones y el nombramiento de fray Vicente de Mora como padre presidente. En realidad, desde el 8 de abril de 1773, fray Vicente de Mora tenía noticias de su nombramiento; no obstante,
en cuanto me enseñó la carta, le dije que ya podía empezar a recibir y distribuir a los religiosos, para que cuando llegasen los demás estuviese más desahogado, a lo que me respondió que no podía hasta tanto llegase la patente, pero convino en recibir lo perteneciente a las misiones nuevas y a trabajar en los papeles de recibos y demás que después se había de ofrecer” (Palou, 1998: 186).
Ya estando completos los dominicos en la península y con su padre presidente, de inmediato Palou organizó, con Mora, la transferencia de las congregaciones misionales a los dominicos. Eran en total veintiseis religiosos y un hermano lego por parte de los dominicos ibéricos para trece misiones por administrar. Palou escribió que este inicio “fue para todos [un] día de grande alegría, para ellos que llegaban después de tantos sustos y trabajos a su destino y para nosotros porque se acercaba la hora de salir de aquel destierro” (Palou, 1998: 195).
No obstante, pronto la escasa armonía de la entrega se vio perturbada por la lucha política de Barri. A finales de diciembre de 1772, llegó una carta del virrey al gobernador en la que le decía que había que llevar familias de indios para las misiones del norte, así como ganado. A pesar de ello, Barri, con el apoyo del padre presidente de los dominicos, trató de impedir que se sacaran familias de neófitos de las misiones para las nuevas del norte; esta situación Palou la describe así:
En cuanto lo propuse a los padres [de Santa Gertrudis], me respondió el uno que no podía ser, porque estando en la celda del reverendo padre presidente [fray Vicente de Mora] algunos religiosos juntos, les dijo que no dejasen sacar de las misiones a ningún indio para Monterrey” (Palou, 1998: 204).
Y lo mismo tuvo que confrontar en la congregación misional de San Francisco Borja, donde incluso le mostraron la orden por escrito (Palou, 1998). Además, agrega: “[se dio] el divulgar que no nos resignamos a la entrega de las misiones, [lo que temía provocara que] con confusión y escándalo nos sacaran” (Palou,1998: 202).
Respecto al ganado que iba para el norte, Palou encargó a fray Miguel Campa, que se había quedado en Loreto para recoger los inventarios, que “recibiese lo que le entregasen [de ganado] sin hablar palabra y subiese con él para San Diego” (Palou, 1998: 202). Esto para evitar más inconvenientes con el gobernador, quien, desde hacía tiempo, había “dado orden al sargento que se hallaba en Velicatá, que en manera alguna dejase pasar lo más mínimo de las misiones antiguas a la de San Diego” (Palou, 1998: 200).
Estas no fueron las únicas dificultades que tuvieron los franciscanos a su salida de la Antigua California. El primero de diciembre de 1773, cinco meses después de la salida de Palou para Monterrey, fray Vicente de Mora le pidió a Barri que
se sirva mandar se reconozca, y registren los multiplicados cajones que se hallan detenidos en la frontera de Velicatá, por falta de bestias que los conduzcan para que [ilegible] a la calumnia; [y] quede indemnizada la fama de la religión seráfica [franciscanos], que de lo contrario está expuesta a la sospecha de que han sido saqueadas [las misiones] y de estas regiones (Mora, 1773: 5).
A fin de cuentas, Palou se trasladó hacia el área de la misión de San Diego, debido a la urgente necesidad de misioneros en la Alta California, y en el trayecto escribió que el 24 de julio de 1773, “día de san Francisco Solano, celebramos [en Velicatá] su fiesta con misa cantada en acción de gracias por haber salido con toda paz y felicidad del destierro de la California” (Palou, 1998: 207). Para el 30 de julio, fray Francisco Palou arribaba a la misión de San Diego, lo que inició una nueva etapa de su vida como misionero en la Alta California, aunque no fue asignado a esa misión.
Como lo ha mostrado Ignacio del Río en sus obras clásicas, el régimen de excepción en la California jesuítica estaba basada en una disposición virreinal, pero también en una serie de actos de apoyo en ese sentido, como que se asumiera el costo de la paga de soldados por parte de la Real Hacienda, pero sin implicar una pérdida del control del sector militar por parte de los jesuitas; es decir, había una administración religiosa, militar y administrativa de la provincia o reino de la California o Californias (Río, 2003). No obstante, este fenómeno histórico tiene una delimitación temporal que en la historiografía se ha pasado por alto: el régimen de excepción jesuita terminó en 1767.
Asumir que el clero regular que sucedió a los jesuitas en las Californias estaba en sus mismas condiciones, nos ha llevado a pensar explicaciones poco sustentadas como la administración franciscana o dominica posterior a 1767. El régimen de excepción, que no siempre resultó el mismo entre 1697 y 1767, fue producto de una época anterior, de los Austrias si lo enunciamos de manera metafórica. Sin embargo, desde la llegada de los Borbones al trono español, se fue estructurando una serie de cambios a nivel de todos los territorios pertenecientes a la corona española desde
la supresión de la inmunidad fiscal de los bienes de la Iglesia (1737), el reconocimiento pontificio del derecho que usaban los reyes de España para nombrar dignidades (1753), la formulación expresa del exequatur o pase regio para las disposiciones papales (1761-1762), [o] la declaración del “regio vicariato indiano” contenida en la real cédula del 14 de julio de 1765, según la cual el rey ya no se consideraba como el simple patrono de la Iglesia en Indias, sino como “vicario y delegado de la Silla Apostólica” en todo el ámbito del imperio español (Río, 2003: 228).
Así, la política regalista impulsada por los reyes españoles de la dinastía de los Borbones, al ir expandiendo su influencia, en las Californias encontró un resabio de ese otro mundo hispánico, al que pertenecía el régimen de excepción que permitió la administración religiosa, militar y administrativa de la provincia por parte de los jesuitas. Eso, ya no se pudo realizar a partir de 1768 por las instrucciones establecidas desde la corona española para la expulsión de la Compañía de Jesús, pero también para la nueva administración político, militar y colonizadora centrada en un gobernador, y apoyada por soldados y religiosos, en ese orden de prioridad. De ahí, la primera característica de la transición franciscana: el no haber recibido la administración directa de las temporalidades de las congregaciones misionales, así como los propios bienes existentes (ganado, cosechas, instrumentos, entre otros), pero, además, la subordinación de los religiosos con los soldados, para su manutención diaria y cotidiana, más las limitaciones, para el nombramiento de autoridades indígenas internas.
La otra característica de esta transición es la subordinación del clero regular representado por su padre presidente de la administración de la provincia o reino de las Californias. Las decisiones las tomaba el gobernador respectivo, que además no estaba ligado al Real Presidio de Loreto, como los antiguos capitanes en la California jesuítica, sino que este, como todo lo que estuviera en la provincia, estaba bajo su supervisión, pero también bajo su subordinación. Por ello, ha llamado mucho la atención a la historiografía los diferentes conflictos entre padres presidentes de la Alta o Baja California y los gobernadores o tenientes de gobernador, respectivamente, pensando que después de 1767 el régimen de excepción continuaba, cosa que no es así.
Por último, se considera que es necesario estudiar el devenir histórico de una región desde varias perspectivas, pero centrados en su propia conformación: las sociedades regionales, y dejar atrás los discursos apologéticos de unos u otros. Se debería estudiar la duración, pero sin olvidar las coyunturas, y viceversa. Adentrarnos en las lógicas históricas, pero saber reconocer los cambios y las continuidades. La transición franciscana es una coyuntura histórica que amerita un estudio más profundo, pero sin dejar de comprender que se dio precisamente por una serie de sobrevivencias de largo plazo, en uno de los rincones del mundo hispánico heredero del siglo xvii, en las dinámicas geopolíticas y administrativas del regalismo del siglo xviii, impulsada desde la corona española, y que, a su vez, se vincularon, en el último cuarto del siglo xviii, con el expansionismo europeo y estadounidense en el océano Pacífico, especialmente en el Pacífico Norte; mientras que en lo local, la sociedad misional trataba de adecuarse a todos esos cambios, mediante actividades como la siembra, la recolección, la caza, el pastoreo y la pesca, así como los soldados y sus familias y los pueblos originarios, adscritos o no a una congregación misional.