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Georges Didi-Huberman: un acercamiento a la paradoja de la imagen
Georges Didi-Huberman: An introduction to the image paradox
Georges Didi-Huberman: un acercamiento a la paradoja de la imagen
Contribuciones desde Coatepec, núm. 35, 2021
Universidad Autónoma del Estado de México
Recepción: 18/08/2020
Aprobación: 02/12/2020
Resumen: De forma breve, se ofrece un análisis descriptivo sobre el planteamiento teórico que Georges Didi-Huberman ha elaborado en torno a la posibilidad y capacidad del sujeto para experimentar (mirar) las imágenes. Siguiendo al filósofo francés, mostramos que el sujeto usualmente se dirige a la imagen desde dos perspectivas: a partir de la tautología, es decir, mira el objeto como algo limitado e in-interpretable, que no va más allá de lo que presenta, o de la creencia, en otras palabras, como un referente de lo que se encuentra fuera del campo material –invisible– y que le permite justificar la realidad inmediata. Ante estas dos posibilidades y con la intención de proporcionar elementos que puedan llevar la teoría hubermariana a los problemas de la realidad inmediata (el uso de internet, por ejemplo), exponemos una tercera forma de mirar las imágenes que ha sido propuesta por Didi-Huberman: la dialéctica, a través de la cual el espectador es capaz de mirar en la imagen aquello que escapa a la mirada tautológica y que excluye la imagen de la creencia.
Palabras clave: Experiencia, Teoría de las imágenes, Figuración, Figurabilidad, Dialéctica.
Abstract: A brief descriptive analysis is presented about the theoretical approach that Georges Didi-Huberman has developed around the possibility and capacity of the subject to experience (look at) images. Following the French philosopher, we show that the subject usually addresses the image from two perspectives: from tautology, that is, he or she looks at the object as something limited and uninterpretable, which does not go beyond what it presents, or from belief, in other words, as a referent of what is outside the material field–invisible – and which allows to justify the immediate reality. Faced with these two possibilities and with the aim of providing elements that can lead Huberman’s theory to the problems of immediate reality (the use of the Internet, for example), we present a third way of looking at images that has been proposed by Didi-Huberman: the dialectics, through which the viewer is able to look at the image that which escapes the tautological gaze and excludes the image of belief.
Keywords: Experience, Image Theory, Figurability, Figuration, Dialectics.
Los seres humanos, como animales erguidos, han desarrollado un sistema sensorial que otorga cierta preferencia a la vista, ya que esta le permite diferenciar y asimilar de mejor manera gran parte de los estímulos externos. Sin embargo, es importante señalar que cuando dirigimos la vista a un objeto, llevamos a cabo un proceso complejo que depende, en primer lugar, del ojo:
Teniendo unas dieciocho veces más terminaciones nerviosas que el nervio coclear del oído, su más cercano competidor, el nervio óptico, con sus 800.000 fibras, es capaz de transferir una asombrosa cantidad de información al cerebro, y a una velocidad de asimilación mucho mayor que la de cualquier órgano sensorial. En cada ojo, unos 120 millones de bastones capturan información sobre unos quinientos niveles de luminosidad y oscuridad, mientras más de siete millones de conos nos permiten distinguir entre más de un millón de combinaciones de color (Jay, 2007:14).
El ojo es capaz de proveer información porque permanece en constante movimiento; en algunos casos sigue el desplazamiento de los objetos a través de un campo visual y, en otros, salta de un punto fijo a uno distinto de manera rápida (movimientos sacádicos), esto gracias al reflejo vestíbulo-ocular que le hace girar en dirección contraria a la de un rápido movimiento de cabeza y al procedimiento de vergencia[1] que une los focos de largo y corto alcance para lograr una experiencia visual continua y congruente (como sucede con las cámaras fotográficas cuando capturan una imagen panorámica) (Jay, 2007). El resultado de este mecanismo óptico (la impresión óptica y su asimilación) es la representación visual o imagen, cuyas principales funciones consisten en proporcionar información sobre el mundo, otorgarle un significado y, en algunos casos, reproducirlo.
Si bien es cierto que en la historia de la humanidad se ha concedido una notable importancia a las relaciones visuales del hombre con el mundo, pues en buena medida esta se ha construido de imágenes que él mismo ha creado y manipulado para dotar de intención —y significado— a lo que le rodea, sabemos que, debido al avance de las nuevas tecnologías e internet, actualmente gran parte de la humanidad experimenta la realidad de forma visual. Indudablemente, esto nos confirma que la avasallante presencia de la imagen ha, y aún está cambiando las formas de entender, experimentar y evaluar nuestro entorno; en consecuencia es necesario desarrollar investigaciones que problematicen y respondan a la configuración de las nuevas realidades. En este sentido, diversos discursos dan cuenta de estas relaciones, y por ello es importante distinguir que, con el estudio de la imagen como medio o recurso de comprensión de la realidad, las investigaciones no solo apuntan a un análisis de la visión en términos fisiológicos, sino que también tienden a analizarla como un acto epistemológico, ético, social, político e histórico.
Uno de los pensadores contemporáneos que se ha especializado en el estudio de este fenómeno es el historiador del arte y filósofo francés Georges Didi-Huberman, quien considera que la mirada y la imagen no se reducen a la percepción visible. En Lo que vemos, lo que nos mira, señala que el sujeto es capaz de percibir la imagen como algo paradójico e ineluctable. Paradójico porque “el acto de ver […] se despliega al abrirse en dos” (Didi-Huberman, 2014: 13), pues, en un primer momento, se percibe la imagen como un cuerpo por tocar, es decir, como una presencia material, pero, en un segundo, la percibe como una huella o vestigio que presenta al sujeto lo no visible de la imagen, algo que en sentido estricto vendría a ser el síntoma. A su vez, según Didi-Huberman (2014), la percepción de la imagen se convierte en un acto ineluctable porque la mirada del sujeto está irremediablemente condenada a lidiar con ese desdoblamiento visual. Así es como, para el filósofo francés, lo paradójico e ineluctable de las imágenes da cuenta de su condición de volúmenes —de materia—, pero también de aquello que no es visible en la imagen y que, por lo tanto, podría considerarse una ausencia, fuera de campo o vacío que posibilita otra forma de percibir y pensar la realidad, pues las imágenes no solo muestran o dan a conocer lo que vemos en primer plano.
Para ejemplificar esta situación, Georges Didi-Huberman retoma del Ulises de James Joyce la siguiente expresión: “Si puedes poner los cinco dedos a través de ella, es una verja, si no, una puerta. Cierra los ojos y mira” (Didi-Huberman, 2014: 13). ¿Qué nos quiere señalar con ello?, en primer lugar, a través del enunciado, Didi-Huberman intenta mostrar que para el sujeto, las imágenes son volúmenes dotados de vacíos (por ejemplo, los espacios que conforman una verja o reja —un volumen— y que permiten ver a través de ella) y, en segundo lugar, que la expresión invita al espectador a cerrar los ojos para mirar a través de otros sentidos (por ejemplo, el tacto) aquello que no es directamente visible; es decir, invita a ver los vacíos o los síntomas mediante los cuales (la reja o verja) nos mira. Tras estas consideraciones, “empezamos a comprender que cada cosa por ver, por más quieta, por más neutra que sea su apariencia, se vuelve ineluctable cuando la sostiene una pérdida [...] y, desde allí, nos mira, nos concierne, nos asedia” (Didi-Huberman, 2014: 16).
Para profundizar en la idea del vacío o de la pérdida —en la imagen— que mira al sujeto (el síntoma),[2] Georges Didi-Huberman (2014) plantea un ejemplo más claro y cercano a la experiencia humana: la mirada sobre una tumba. Cuando un sujeto posa la mirada sobre una tumba, abre en dos su experiencia; por un lado, observa el volumen en general de la piedra trabajada, quizá, a manera de objeto artístico, detallado, ornamentado; por otro, sabe que al fondo de ese volumen (la tumba) se encuentra un cuerpo encerrado, cuerpo que ha perdido la vida (se ha vaciado de ella) y que “impone [...] la imagen imposible de ver” (Didi-Huberman, 2014: 20), ya sea porque físicamente es inaccesible a los ojos, pues el cuerpo se encuentra oculto y sumergido en la tumba, o porque la imagen impuesta genera angustia en el sujeto al revelarle su propio destino, el de un cuerpo vaciándose de vida:
Es la angustia de mirar hasta el fondo —al lugar— de lo que me mira, la angustia de quedar librado a la cuestión de saber (de hecho: de no saber) en qué se convierte mi propio cuerpo, entre su capacidad de constituir un volumen y la de ofrecerse al vacío, la de abrirse (Didi-Huberman, 2014: 20).
Ante esta posibilidad y capacidad de experimentar (mirar) lo que en la imagen no se ve y de angustiarse por aquello que en la imagen nos mira, el filósofo francés plantea la forma de operar de dos tipos de mirada que se resisten a pensar lo visual en la imagen, estas son la mirada de la creencia y de la tautología. Para conocer la diferencia entre una y otra, a continuación, analizaremos cada una de ellas, con el propósito de retomar, posteriormente, la descripción del proceso visual que permite pensar las imágenes a través de la relación —no visible— entre sujeto e imagen; proceso que fue llamado por Didi-Huberman (2014): dialéctica de lo visual.
Imágenes de la creencia
Según Didi-Huberman (2014), la primera perspectiva que el sujeto puede tomar cuando ve una imagen y se encuentra con un vacío en ella, es la creencia, forma de evadir, hasta cierto punto, la paradoja de la percepción visual. ¿A qué nos referimos con esta paradoja?, a la presencia ineluctable del vacío visual; por ello, en este caso, la mirada se configura como un intento por superar la angustia que ese vacío de la imagen impone al sujeto. Para reflexionar un poco más sobre este tipo de mirada, retomaremos el ejemplo citado anteriormente: la mirada del sujeto sobre una tumba.
Quien intenta sobrepasar el vacío que revela la imagen (la imagen de la tumba o la imagen de la muerte), modifica la experiencia visual —y cognoscitiva— de esta al crear un modelo ficticio que sustituye la percepción visible de la imagen por un imaginario —ficción— no visible. En otras palabras, el sujeto que confronta la paradoja de la imagen, esto es, la presencia de un volumen dotado de vacío —la tumba—, reemplaza o sustituye aquello que mira en la imagen por “algo Otro” (Didi-Huberman, 2014: 23), esto con el fin de ocultar la escisión —paradoja— de la imagen, pues irremediablemente genera un sentimiento de angustia en el espectador: el sujeto que mira el vacío, que no es otra cosa que el cuerpo humano en proceso de vaciamiento —el cuerpo sin vida—, que se encuentra ante un volumen cuyo contenido ya no está allí, sino en otro lugar, en el más allá:
La vida ya no estará allí sino en otra parte, el cuerpo se soñará allí cual si se mantuviera bello y formado, pleno de sustancia y pleno de vida [...]; simplemente se soñará, ahora o mucho más tarde, en otra parte. Son el ser-ahí y la tumba como lugar los que se niegan aquí en lo que son verdadera, materialmente (Didi-Huberman, 2014: 22).
Dicho lo anterior, confirmamos que para Didi-Huberman, aquel que se enfrenta a la tumba con los ojos de la creencia intentará negar la paradoja visual (cerrar la escisión impuesta por la imagen) con recursos ontológicos que le den otra dirección a la mirada[3] y que le ayuden a escapar de aquello que le mira en lo que ve: la ausencia, el vaciamiento de cualidades vitales, la muerte.[4] Al ejemplo de la tumba, el filósofo francés añade otro que permite reflexionar sobre la mirada de la creencia: “Probablemente no haya creencia sin la desaparición del cuerpo. Y se podría aprehender una religión, el cristianismo, por ejemplo, como el inmenso trabajo colectivo [...] la inmensa gestión simbólica de esa desaparición” (Didi-Huberman, 2015:185).
Como textualmente se cita, Georges Didi-Huberman (2015) plantea que el cristianismo (y con ello la figura de Cristo y la del resto de imágenes que componen dicha religión) está directamente vinculado con la mirada de la creencia, pues en ella, el sujeto se relaciona indirectamente con una entidad ausente a través de alguna imagen sobre la que ha colocado la mirada; es decir, desplaza la mirada y reorganiza su relación con la imagen fuera del vacío que esta le brinda. Ciertamente, la historia del cristianismo y de las diferentes religiones ofrece innumerables ejemplos que muestran cómo la producción y la apreciación de las imágenes se han propuesto como una forma que permite desplazar la mirada —del objeto inmediato— para escapar de la paradoja angustiante impuesta. A propósito de ello, recordemos como en “La obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica”, Walter Benjamin (2018) describió un tipo de imágenes cuya principal importancia se encuentra en su no visibilidad (material o metafóricamente), por lo que se considera que estas imágenes participan de un valor ritual, el cual
exige que la obra de arte sea mantenida en lo oculto: ciertas estatuas de dioses solo son accesibles para los sacerdotes en la cella; ciertas imágenes de la Virgen permanecen ocultas por un velo durante gran parte del año; ciertas esculturas de catedrales góticas no son visibles para el espectador a nivel del suelo (Benjamin, 2018: 35-36)
El mismo Didi-Huberman (2010) recurre a diferentes ejemplos para mostrar cómo se constituye la mirada de la creencia en el arte religioso; sin embargo, para dar continuidad al discurso que describe la mirada de la creencia, recuperaremos un caso en el que el filósofo francés prefiere reflexionar sobre la literatura cristiana por ser, hasta cierto punto, su fundamento. El texto que retoma el filósofo francés forma parte del Evangelio de San Juan y narra el momento en el que un discípulo de Jesucristo acude a la tumba de su maestro; cuando llega, se encuentra ante una tumba cuya piedra ha sido desplazada, por lo que ante dicha sorpresa, decide echar una mirada al interior; al asomarse no ve nada y justo en ese momento cree en la palabra del maestro; esto porque al encontrar el volumen vacío (la tumba), su mirada es inmediatamente redireccionada a la imagen de la resurrección de Jesucristo, quien, a partir de ese instante, se consolida como una imagen que se manifiesta continuamente a través de la propia desaparición corporal —del vacío o ausencia material—:
[Cristo] desaparece en su muerte humillante, en su entierro, pero en seguida aparece en su resurrección gloriosa. Sin embargo, su resurrección también tiene como función […] abrir el tiempo de una nueva desaparición, la que marcará la propia creencia: el tiempo humano, social, litúrgico, en el que su ausencia deviene la espera de su regreso, de su “reino eterno” (Didi-Huberman, 2015: 186).
En este sentido, podemos plantear que la creencia en el reino eterno o en un más allá, donde se encuentra Jesucristo y todos los cuerpos vaciados de vida —muertos—, solo es posible porque al encontrarse ante la tumba, el sujeto percibe una abertura en la imagen (paradoja que establece el volumen y su vacío inherente) que prefiere cerrar o evadir a través de una mirada que le permite transportar el objeto a un lugar donde puede imaginarlo de otra forma. Por ello, ante la tumba de Jesucristo, el discípulo no pone en duda la presencia del maestro, pues este, al enfrentarse con un objeto que le manifiesta una ausencia material —una aparición de nada—, desvía la mirada para afirmar que el objeto o imagen ausente se encuentra con todas sus cualidades (única, sin escisión) en otro lugar, en el más allá:
Probablemente no haya creencia sin la desaparición de un cuerpo. Y se podría aprehender una religión, el cristianismo, por ejemplo, como el inmenso trabajo colectivo [...], la inmensa gestión simbólica de esa desaparición. Así, Cristo, no acaba nunca de manifestarse, luego de desaparecer, luego de manifestar esa desaparición. Cristo siempre se abre y se cierra. Avanza siempre hasta el contacto y se retira hasta lo más remoto de los mundos (Didi-Huberman, 2015: 186).
Siguiendo la teoría hubermariana, confirmamos que a partir del evento llamado pasión de Cristo (la muerte y la resurrección de Jesucristo), la iconografía religiosa, específicamente la iconografía cristiana, ha producido técnicas y objetos que permiten relacionarse con una imagen que (algunas veces) pretende mostrar la ausencia de algo, por ejemplo, la Santa Faz o el manto de la Verónica:
Observamos, sobre todo, que santa Verónica no exhibe, propiamente dicho, un “retrato” de Cristo, sino una retirada del rostro que se “consume” y se aleja detrás del conjunto arbitrario de una delineación que evoca un marco bizantino. El rostro, si está aquí, no sale de la sombra, entra en ella. Y, de todas formas, no está aquí. Pues la santa representada no hace otra cosa que presentar sobre su paño el “retrato” no de Cristo, sino de la Verónica misma, quiero decir, de la reliquia venerada en San Pedro de Roma. (Didi-Huberman, 2010: 254-255).
Si bien es cierto que la iconografía cristiana se construye en buena medida de imágenes de la creencia y ofrece numerosos ejemplos que dan muestra de ello, esta, a su vez, ha retomado uno de los ejemplos más comunes en la historia humana: la tumba. Recordemos que el discípulo de Jesucristo solamente es capaz de mirar con los ojos de la creencia cuando se enfrenta al vacío de la tumba, pues, como lo señalamos, ante ella se encuentra con la ausencia de algo material que lo obliga a colocar la mirada en otra parte: en un más allá. La importancia que Didi-Huberman (2015) le concede a este caso (la tumba) no es gratuita, pues considera que el fenómeno de la escultura de tumbas surgió en Occidente, como una forma de exhibirlas ante la mirada de los vivos; en otras palabras, el volumen llamado tumba tiene un sentido absolutamente visible como causa final.
Ahora, las preguntas que en este punto le podemos realizar al filósofo francés serían las siguientes: ¿por qué la tumba tiene un sentido visible (no visual)? y, en definitiva, ¿por qué la tumba es un ejemplar digno de imagen de la creencia? Ante estas cuestiones, Didi-Huberman (2014) señala que a través de dicho volumen —la tumba—, el sujeto lleva a cabo un desplazamiento o desdoblamiento visible del cuerpo sin vida (y no propiamente del volumen que lo acoge), lo que coloca su ausencia en otra parte, tal como lo hizo el discípulo de Jesucristo, que en la presencia singular de la tumba desplazó la imagen del maestro (y la propia) a un tiempo y lugar futuros, esto es, el momento del juicio final:
Con mucha frecuencia, las efigies fúnebres se redoblan con otras imágenes que evocan el momento futuro del Juicio Final, que define un tiempo en el que todos los cuerpos se levantan, salen de sus tumbas y van a comparecer cara a cara ante su juez supremo, bajo el dominio sin fin de una mirada superlativa. Así, desde la Edad Media hasta los tiempos modernos, vemos contra los muros de las iglesias innumerables figuras que transfiguran los cuerpos singulares encerrados en sus ataúdes, entre las representaciones del modelo crístico —el Sepulcro o la Imago Pietatis— y representaciones más gloriosas que hacen que el retrato del muerto se evada hacia un allende de belleza pura, mineral y celestial [...] Mientras que su rostro real sigue vaciándose físicamente. (Didi-Huberman, 2014: 24).
Con esta afirmación, sale a la luz un punto importante en el análisis de la imagen de la creencia: el tiempo que se manifiesta en la relación del espectador y la imagen; tiempo que, a diferencia del anacronismo defendido por Didi-Huberman (2015), es incapaz de mezclar todos los momentos temporales[5] (trabajo realizado por la memoria) al pensar la imagen. El tiempo en la mirada de la creencia es distinto y para exponerlo es preciso describir cómo llega el sujeto a ella. Según G. Didi-Huberman (2014), para que el sujeto vea la imagen con los ojos de la creencia, es preciso que la suponga como una experiencia (formal, independiente de la materia) persistente en el tiempo y en la mente de quien la mira (en términos ontológicos, que se piense la imagen como una sustancia eterna, plena); después, al percatarse de que la imagen es paradójica y que por ello es contradictoria, el sujeto inevitablemente se verá presa de un peligro, de una angustia, por lo que, sin cuestionar o poner en duda, desplazará a un momento más estable la significación de la imagen que en ese instante se le presenta; es en este sentido, que el sujeto de la creencia conforma una experiencia previsora, esto para hacer resistir y persistir la imagen a través de una fijación temporal en el futuro.[6]
Dicho lo anterior, podemos ver que el sujeto de la creencia es aquel que desaprueba la paradoja que le impone la imagen, motivo por el cual, crea ficciones que se fundamentan en un tiempo —futuro—, pues apelando a este tiempo, es capaz de representar una imagen completa, sin escisiones, vacíos, pliegues o paradojas; en otras palabras, en la mirada de la creencia, el sujeto siempre colocará la significación de la imagen más allá de su presencia material:
El hombre de la creencia siempre verá alguna otra cosa más allá de lo que ve cuando se encuentre frente a frente con una tumba. Una gran construcción fantasmática y consoladora despliega su mirada, como se desplegaría la cola de un pavo real, para liberar el abanico de un mundo estético (sublime o temible) así como temporal (de esperanza o estremecimiento) (Didi-Huberman, 2014: 26).
En definitiva, cuando Georges Didi-Huberman expone este tipo de mirada (la mirada de la creencia), no solo muestra que esta arroja fuera del campo de la percepción la presencia de lo materialmente tangible y visible, sino que también coloca, a manera de sustituto, un modelo invisible que da orden y estructura a la sensibilidad y al pensamiento. De esta manera, el objeto de la creencia —la imagen— no solo se constituye como un problema metafísico y ontológico, también es para el sujeto que la mira, un problema de carácter lógico, ya que ante la imagen el sujeto busca obsesivamente[7] justificar su realidad inmediata.
Ahora bien, hasta aquí hemos expuesto una de las dos formas de evadir la apertura angustiosa de la imagen y de rechazar una mirada dialéctica sobre ella. Sin embargo, a esta primera forma de construir una temporalidad ficticia en la experiencia de la imagen se le opone una mirada que aspira a “permanecer en el tiempo presente de la experiencia de lo visible” (Didi-Huberman, 2014: 27), una mirada que no busca sustentarse en un lugar más allá de lo que ve; esta es la mirada tautológica, a la cual dedicaremos el siguiente apartado.
Imágenes de la tautología
Como se observó en los apartados anteriores, es evidente que existen dos formas de evadir la experiencia visual (no visible) de la imagen. La primera de estas se escabullía de la paradoja de lo visual a través de una ficción con intereses teleológicos, por lo que recibía el nombre de imagen de la creencia. La segunda forma de evadir la experiencia visual de la imagen se opone a la imagen de la creencia; esta perspectiva es la del sujeto de la tautología. Para exponer la otra forma de ver la imagen, G. Didi-Huberman (2014) emplea una vez más, el ejemplo de la mirada ante la tumba; por lo que, con el propósito de darle continuidad a su reflexión, seguiremos el mismo camino.
Ante la tumba, el sujeto puede asumir otra mirada: la tautológica, que evade la paradoja inherente a la imagen de la tumba, es decir, de superar la angustia impuesta por la experiencia del vacío que esta impone. La mirada de la tautología es una forma de mantenerse más acá de la escisión abierta por la paradoja de la imagen, es —en el ejemplo de la tumba— una forma de mantener la mirada en el volumen y de no ir más allá de su materia visible, lo que lleva al sujeto a negar aquello que resguarda en su interior: el cuerpo vaciándose de vida (Didi-Huberman, 2014).
En esta forma de mirada, el sujeto hace de lo que ve, una verdad fija, con ello excluye, no parcial, sino totalmente aquello que se encuentra dentro del volumen llamado tumba, actitud que no solo limita la experiencia que la imagen puede ofrecer al sujeto, también afirma el dominio del lenguaje sobre la presencia de la mirada, porque —a diferencia de la creencia— la mirada tautológica dobla la percepción de la imagen; en palabras del filósofo francés:
El hombre de la tautología [...] habrá fundado pues su ejercicio de la visión en toda una serie de obligaciones con la forma de (falsas) victorias sobre los poderes inquietantes de la escisión. Lo habrá hecho todo, ese hombre de la tautología, para recusar las latencias del objeto, afirmando como un triunfo la identidad manifiesta —mínima, tautológica— de ese objeto mismo: “Ese objeto que veo es lo que veo, un punto, eso es todo” (Didi-Huberman, 2014: 21).
De ahí constatamos que, ante la imagen, el hombre de la tautología no ve más allá de lo que se le presenta: lo que aparece frente a él, es lo que ve y con eso le basta, a pesar de que la imagen —llámese tumba en este caso— únicamente sea la superficie de lo que permanece oculto. Se observa que en este tipo de mirada hay una negación a ver no solo el vacío, sino lo semejante, esto es, a un hombre muerto.
Al ejemplo de la tumba como imagen tautológica, Didi-Huberman añade un modelo más, el de un tipo de arte que surge en 1960 como un proceso destructivo inspirado por artistas tales como Marcel Duchamp y Jaspers Johns; la corriente artística a la que nos referimos recibió el nombre de minimalismo. El arte minimalista tiene por intención, crear y exponer un objeto capaz de mostrar el mínimo contenido de arte. Así, los artistas que se dedicaron a la producción de piezas simples se despreocuparon de la imaginación y renunciaron a la ficción temporal, motivo por el cual, el objeto minimalista se limitó a crear y presentar objetos estrictamente geométricos, “volúmenes —por ejemplo, paralelepípedos— y nada más. Volúmenes que decididamente no indicaban más que a sí mismos” (Didi-Huberman, 2014: 28).
Al minimizar el papel de la imaginación es necesario pensar cómo se puede elaborar dicho objeto, situación que llevó al filósofo francés al análisis de las características que constituyen la creación, exhibición y apreciación del objeto minimalista. Teniendo en cuenta lo anterior, en las siguientes líneas nos ocuparemos de mostrar cuáles son esas características que Didi-Huberman atribuye al objeto minimalista, y cómo estas se relacionan con la imagen tautológica descrita por el filósofo francés.
Georges Didi-Huberman (2014) señala en Lo que vemos, lo que nos mira que los objetos del arte minimalista se encuentran en posibilidad de ser vistos como imágenes tautológicas desde que algunos de sus precursores se propusieron eliminar toda ilusión del objeto artístico. Para hacerlo exigieron como primera característica que estos objetos fueran específicos. ¿A qué nos referimos con ello?, a qué los objetos fuesen vistos por lo que son; es decir, volúmenes limitados a mostrar en su materialidad todo lo que se puede ver, condición que los determina espacialmente. Por ello, en el caso de la pintura y la escultura minimalista, la creación de estas se enfocaba en presentar un cuadro o volumen delimitado por la tercera dimensión. Para exponer esta especificidad espacial en la pintura minimalista,[8] Didi-Huberman retoma una de las propuestas hechas por Donald Judd.[9] Dicho planteamiento señala en pocas palabras que “a la cuestión de saber cómo se fabrica un objeto visual despojado de todo ilusionismo espacial Judd respondía: hay que fabricar un objeto espacial, un objeto en tres dimensiones, productor de su propia espacialidad ‘específica’” (Didi-Huberman, 2014: 30). En cuanto a la producción de la escultura, el artista minimalista se encargará de elaborar objetos cuya forma, espacio y tiempo no represente más que aquello que muestra su propio volumen, por lo que la escultura minimalista se presentará como una figura geométrica elaborada con materiales que reduzcan al mínimo la posibilidad de evidenciar algún cambio en el objeto.
La segunda característica que, según la teoría del minimal art, define a los objetos como tales es la anulación del detalle. Para elaborar objetos con esta cualidad, los artistas deben reducir las conexiones o zonas de transición en la obra; esto es que el objeto minimalista logre evitar la relación entre sus partes o elementos porque “una obra fuerte no debía ser compuesta; poner algo en un rincón del cuadro o la escultura y ‘equilibrarla’ con otra cosa en otro rincón” (Didi-Huberman, 2014: 30). El objeto minimalista, llámese pintura o escultura, debe ser visto como un objeto indivisible (que no es la suma de sus partes) y percibido como una totalidad o unidad que se resiste al análisis o descomposición en partes. En este sentido, el minimalismo propone crear objetos de formas simples y simétricas que sean reconocidos por el sujeto al momento, “objetos reducidos a la sola formalidad de su forma, a la sola visibilidad de su configuración visible, ofrecida sin misterio, entre línea y plano, superficie y volumen” (Didi-Huberman, 2014: 30). Un claro ejemplo de imágenes que cumplen con este requisito minimalista son los cuadros del pintor estadounidense Frank Stella,[10] especialmente aquellos que pertenecen a la serie de bandas, pues en ellos se encuentra una expresión simple que puede ser vista sin despertar equívocos, e incluso, una expresión que en su abstracción es incapaz de despertar a la imaginación.
Didi-Huberman (2014) apunta como tercera característica del objeto minimalista la eliminación de toda temporalidad en la creación y percepción de dichos objetos. Para que los objetos cumplan con esta cualidad es preciso que los elementos que la componen permanezcan (o al menos den la apariencia de permanecer) inmutables, por ello las obras de arte minimalista son elaboradas con materiales industriales o metálicos, por ejemplo, el acero inoxidable, hierro, cobre, aluminio, entre otros. A propósito de ello, el filósofo recuerda que algunas obras de Robert Morris, Donald Judd y Sol Le Witt están elaboradas con estos materiales resistentes e inalterables. Cabe señalar que al eliminar la temporalidad de los objetos, se afirma la estabilidad de estos, propiedad que se manifiesta en dos planos; en primer lugar, en el sentido del objeto, pues al elaborar y mostrar uno estable, su percepción queda exenta de la inquietud que ocasionan las marcas del tiempo (el cambio de interpretación que puede generar la modificación de un elemento en la obra); en segundo lugar, en la producción del objeto, pues su creación se muestra invariable ya que los artistas generan objetos que parecen fabricados en serie; por ejemplo, los cinco cubos de cristal de Joseph Kosuth.[11]
Finalmente, Georges Didi-Huberman (2014) muestra como cuarta característica del objeto minimalista: la eliminación —en el plano teórico— de los juegos de significaciones, pues, como lo señalamos, para el sujeto que se encuentra ante el objeto minimalista desaparece la posibilidad de imaginar y de creer, caso contrario al de la imagen de la creencia. Esto porque según la teoría del minimalart, el objeto no es capaz de expresar sentido, valor o emoción alguna; los objetos minimalistas no ocultan nada, ni esencia, ni ser, ni síntoma o aura, en ellos no hay interioridad que revelar ya que han sido creados para mostrarse tal cual son: unívocos y claros, en suma, transparentes. Por este motivo, los objetos minimalistas renuncian a todo antropomorfismo, pues el uso de estas formas implica representar imágenes con contenido significativo. En relación con esta cualidad, Walter Benjamin también mostró que, con la aparición de los materiales y herramientas, que permitieron la reproducción del objeto artístico y su exhibición, el artista dejó de representar en su obra a la naturaleza: “El origen de la segunda técnica hay que buscarlo allí donde, por primera vez y con una astucia inconsciente, el ser humano empezó a tomar distancia frente a la naturaleza” (Benjamin, 2018: 37).
Una vez que hemos expuesto las características que definen al objeto minimalista, nos queda exponer el argumento que plantea Didi-Huberman para relacionar estos objetos con la llamada imagen tautológica. Según el filósofo francés, las cuatro características de los objetos minimalistas (especificidad, totalidad, estabilidad y transparencia) muestran que dicho objeto es y ha sido elaborado para afirmarse como un volumen íntegro y simple que en su presencia muestra todo lo que en él se puede ver; en suma, no pone en juego ninguna presencia localizada en otra parte, es decir, no representa. En este sentido, podemos decir que la mirada que se encuentra con un objeto minimalista se limita a ver su volumen —y nada más— tal como el sujeto que se encuentra ante una tumba se resiste a ver e imaginar —en otra parte— lo que yace en su interior. Ambas miradas intentan ocultar la paradoja que habita toda imagen u objeto, por ello se limitan a ver y construir en ella lo superficial, aquello que es incapaz de angustiar al sujeto.
Tras este recorrido, hemos mostrado dos formas de evadir la ineluctable presencia de lo visible: la creencia y la tautología. Formas que nos alejan de los síntomas que se encuentran en las imágenes y que nos apartan de la posibilidad de acceder a su conocimiento visual. Sin embargo, sabemos que el análisis crítico de Georges Didi-Huberman no se detiene en este punto, por tal motivo, a continuación, desarrollaremos la propuesta mediante la cual el filósofo francés pretende exponer una forma de mirar la imagen entre la tautología y la creencia.
La imagen dialéctica
En los apartados anteriores señalamos que, para Georges Didi-Huberman, el sujeto puede relacionarse con la imagen a través de la mirada de la creencia o de la mirada tautológica; identificamos a la primera de ellas como una mirada que desplaza el tiempo de la imagen para fijarlo en un más allá (en un tiempo ausente sea pasado o futuro) que permite ficcionar su presencia material y temporal en otras imágenes —imágenes desdobladas—, o como el filósofo francés las llama: imágenes de la creencia o contraimágenes.[12] Además, señalamos que la mirada tautológica es aquella que reduce la percepción del objeto al tiempo presente y que por ello limita toda experiencia visual de la imagen a su materialidad; en otras palabras, mostramos que la mirada tautológica es aquella que se niega a trabajar el tiempo de la imagen —a imaginar— (Didi-Huberman, 2014) porque su interés principal se encuentra en la presencia —material y temporal— de la imagen. Al describir ambas perspectivas, reconocimos que, según la teoría hubermariana, estas miradas dan cuenta del anhelo que el sujeto tiene por escapar de aquello que la imagen no le muestra; es decir, de la ineluctable escisión de lo visible y del vacío que la imagen le impone.
Sin embargo, ante estas dos posibilidades, el filósofo francés se detiene para poner en duda la postura teórica del arte minimalista, pues (aunque el minimalart surgió con la intención de crear y exponer un objeto específico que condicionara la mirada a la materia y su tiempo) tal parece que la práctica minimalista y el producto de esta, no se reducen a las condiciones de la imagen tautológica. Para profundizar en esta cuestión, Didi-Huberman (2014) se pregunta ¿a qué se refieren los artistas cuando colocan la imagen como un objeto específico? Posiblemente lo específico en la imagen no se reduce a la simplicidad del objeto (tal como lo proponen las características de la teoría minimalista), sino que, por el contrario, quizá el carácter específico de la imagen puede ser un elemento que permita re-pensar y re-plantear la mirada del sujeto (ante la imagen, ante el mundo). A continuación, señalaremos los argumentos —sobre lo específico en la imagen— que Didi-Huberman (2014) pone en tela de juicio, esto con el propósito de abrir el camino a su propio planteamiento.
Al abordar la especificidad de la imagen, Didi-Huberman cuestiona —en un primer momento— la ausencia de ilusión, pues, a pesar de que el minimalismo propone un objeto simple que no puede remitirnos a otra imagen, porque, al ser único, es incapaz de desdoblarse y de extender nuestra mirada más allá de su presencia material y temporal. Esta tendencia artística olvida que el sujeto de la percepción no puede reducir las impresiones que recibe de la imagen a la simple presencia material y temporal del objeto, motivo por el cual, la especificidad —como limitación de la presencia objetiva— de ninguna forma evita que el sujeto vea más allá de la simplicidad de la imagen.
Ahora bien, como señalamos anteriormente, si la mirada minimalista (desde la perspectiva tautológica)[13] exige ver en el objeto únicamente lo que se presenta material y temporalmente, será preciso que el objeto o imagen no ponga en relación colores o espacios, pues “toda puesta en relación, por más simple que sea, será ya doble o dúplice, y por ello un ataque a la simplicidad de la obra” (Didi-Huberman, 2014: 30). Este rechazo a las relaciones internas en la imagen —minimalista—, trae a cuenta el segundo momento crítico, en donde Didi-Huberman cuestiona la ausencia de detalles, pues el argumento que condiciona a la imagen minimalista como un objeto que no se puede percibir en relaciones, partes o detalles,[14] pasa por alto que el sujeto ante las imágenes ve más allá de lo que su volumen presenta.
Posteriormente, en un tercer momento, Didi-Huberman cuestiona la ausencia de cambios —de sentido—, pues, aunque la especificidad de la imagen —minimalista— propone a la mirada del sujeto un objeto estable cuyos materiales (metales) y procesos (industriales) han sido elegidos para resistir el paso del tiempo, se olvida que, al percibir una imagen, el sujeto es capaz de cambiar o matizar el sentido de esta. Finalmente, en el cuarto momento crítico, Didi-Huberman discute la ausencia de significación en la imagen, pues, quien expone el objeto como una simple certeza, es decir, como una imagen teóricamente transparente, omite la limitación perceptiva del sujeto, característica que le impide mirar la totalidad de la imagen y evadir cualquier connotación que pudiera ofrecer.
Dicho lo anterior, vemos que los cuatro cuestionamientos que el filósofo francés plantea sobre la especificidad de la imagen, desembocan en una idea peligrosa. Cuando la imagen se impone como un objeto específico, no representa nada frente al sujeto, o como señala Didi-Huberman (2014: 35), el objeto visual “no vuelve a poner en juego ninguna presencia, porque se da allí, frente a nosotros, como específico en su propia presencia, su presencia específica de obra de arte”; sin embargo, esta afirmación plantea otra cuestión: ante la mirada del sujeto ¿es posible sostener —pese a todo— la imagen como aquello que únicamente se nos presenta?, ¿a qué se refieren los artistas —minimalistas— con la propuesta de una imagen como presencia única?,
Cuando Bruce Glaser le pregunta a Stella qué quiere decir presencia, el artista le responde, en principio, un poco rápidamente: “Solo es otra manera de decir”. Pero la palabra se ha soltado. A punto tal que, [...] Comenzará por liberar una constelación de adjetivos que realzan o refuerzan la simplicidad visual del objeto consagrándolo al mundo de la cualidad (Didi-Huberman, 2014: 35-36).
Es decir que, cuando el artista plantea la posibilidad de referirse a la imagen de otros modos, la dota de potenciales, cualidades y significaciones, circunstancia que saca a la obra de su fundamental simplicidad, en otras palabras, abre la imagen. En este sentido, Didi-Huberman (2014) considera que la experiencia de la imagen no se condiciona a su simplicidad formal y temporal (a lo superficial de la imagen), pues, lo específico —en el arte minimalista— también es capaz de remitir al sujeto a lo que se encuentra fuera de los márgenes del objeto visual (lo que en la imagen le mira).
Es así como llegamos a la idea central. Didi-Huberman (2014) muestra que ante una imagen el sujeto puede fijar lo que mira (la imagen tautológica) o fijar lo que le mira (la imagen de la creencia). No obstante, a través de un análisis más profundo sobre los presupuestos de la mirada tautológica, nuestro autor ha revelado otra posibilidad, una que muestra la relación entre espectador e imagen como un fenómeno visual de apertura en donde el sujeto se enfrenta al vacío impuesto por la paradoja de la imagen, situación que lo lleva a elaborar un proceso visual dialéctico, es decir, a colocar la mirada entre la creencia y la tautología:
Hay que inquietarse por el entre y solo por él. No hay que intentar más que dialectizar, es decir, tratar de pensar la oscilación contradictoria en su movimiento de diástole y sístole a partir de su punto central, que es su punto de inquietud, de suspenso de entre-dos (Didi-Huberman, 2014: 47).
Tras esta afirmación, podemos ver que la dialéctica de la mirada, esto es, de la forma mediante la cual el sujeto se relaciona con la imagen, enfrenta al espectador a la ineluctable escisión de lo visible, pues rompe con la idea de la imagen única, simple, inmóvil e insignificante. Partiendo de este planteamiento, Georges Didi-Huberman (2014) pone sobre la mesa el lema —minimalista—: lo que ves es lo que ves,[15] para aclararlo y sostenerlo, ya que aparentemente este lema fija lo específico de la imagen y establece una relación unilateral entre sujeto y objeto, pero, siguiendo el argumento expuesto arriba, realmente muestra una escisión del ver. Entonces, para re-conocer esa mirada del entre o mirada dialéctica, se precisa abrir la imagen, pero ¿qué clase de objeto es la imagen abierta?, ¿cómo pensar ese tipo de imagen? A continuación, intentaremos desarrollar la respuesta a estas preguntas para saber cuáles son los fundamentos e implicaciones de una mirada dialéctica.
Partiremos de la siguiente consideración, el sujeto que posa la mirada sobre la imagen, se encuentra ante los límites de lo visual, estos límites son el espacio y el tiempo, formas de la percepción que fijan el hecho en imagen, lo objetivan y posibilitan su descripción —determinación—; sin embargo, desde otra perspectiva, el sujeto puede romper con dichos límites de lo visual, para ello debe desplazar la mirada del campo de lo visible —“del ajuste a los códigos representacionales establecidos por ciertas normas que ordenan la visión” (Rubio, 2009: 2)— al de lo visual —“cuando el ojo se encuentra ante una imagen que desafía todo saber preestablecido” (Rubio, 2009: 2)—, lo que implica sacar a la imagen de simple percepción espacial presente, para mirarla como un lugar de encuentros, donde no solo se expone la presencia singular de la imagen, sino también lo que en ella hay de imaginable, es decir, lo que va más allá de la re-presentación, ya sea en tiempo o en forma.
Para aclarar este tipo de relación con la imagen, Didi-Huberman (2014) retoma varios casos que muestran un desplazamiento o ejercicio dialéctico de la mirada sobre la imagen,[16] el primero de ellos es bastante conocido por el psicoanálisis, pues Sigmund Freud lo expone en Mas allá del principio de placer, nos referimos al caso del pequeño niño que juega con un carrete —o bobina— de hilo; dicho juego tiene lugar cuando el niño lanza el carrete lejos de él, y al no verlo, tira del hilo para hacerlo aparecer de nuevo, fort-da (lejos-acá) (Freud, 2004). Esta anécdota es retomada por Didi-Huberman (2014), porque en ella se muestra un desplazamiento de la mirada y con ello de la imagen, ya que el juego surge bajo condicionantes importantes, pues el niño es descubierto en esta situación cuando su propia madre se encuentra ausente, por lo que se plantea que el juego del niño es una forma de desplazar y trabajar la ausencia de la madre: el niño se enfrenta a esta ausencia, mientras que la figura de la madre funge como una imagen. Ante la ausencia, impuesta por la madre, el niño trabaja dicha imagen y la desplaza al carrete de hilo; entonces, la imagen específica de la madre da lugar a una relación específica con el carrete; una relación en la que la presencia material y temporal del carrete reemplaza la presencia de aquello que permanece en la memoria como una huella, figura que el psicoanálisis ha querido llamar síntoma. Pues al hacer que el hilo desaparezca y aparezca, el niño da lugar a la experiencia de la imagen dialéctica, es decir, a la imagen de la madre. Vemos entonces cómo la imagen sale del campo de lo visible (la madre se ausenta) para revelar el campo de lo visual (trabajar la imagen específica para dar lugar a otras formas de relacionarse).
Siguiendo la exposición de los casos, Didi-Huberman retoma de L’Absence, texto de Pierre Fédida, la anécdota de un par de niñas que juegan con una sábana; al inicio la sábana sirve de sudario (cubre a una niña mientras esta finge estar muerta), posteriormente, al calor del juego, la sábana se convierte en vestido, casa, bandera. En esta anécdota, también existe una condicionante importante, las niñas realizan el juego días después de la muerte de su madre, por lo que también hay un desplazamiento de la mirada, se pone en juego la ausencia de la madre, esto gracias al hecho —¿o gesto?— de la sábana que pasa de imagen fija (una sábana como objeto que sirve para cubrir el colchón de la cama) a un objeto o materia que da lugar a diversas imágenes (sudario, vestido, etcétera). En este caso, al igual que en el primero, la imagen-ausente o, lo que es lo mismo, lo visible, da lugar y hace presentes una serie de imágenes (lo visual) a través de un proceso conocido como figurabilidad:
Hay que volver a decir, una vez más, cuánto el síntoma, nudo del acontecimiento y de la estructura virtual, responde aquí plenamente a la paradoja enunciada por Freud a propósito de la figurabilidad en general: a saber, que figurar consiste no en reproducir o inventar figuras, sino en modificar unas figuras y, por lo tanto, en llevar el trabajo insistente de una desfiguración en lo visible (Didi-Huberman, 2010: 268).
En este punto, hacemos un paréntesis para traer a cuenta el caso expuesto en los primeros apartados de este artículo, en donde, auxiliados de la imagen de la tumba, analizamos la mirada tautológica y la mirada de la creencia; si bien es cierto que, en dicho ejemplo, a la ausencia de la imagen no le sigue una dialéctica de la mirada, Didi-Huberman expone cómo es que la muerte, vista como una imagen ausente o como un vacío, opera de tal forma que impulsa el movimiento de la imagen en el sujeto y, en el caso específico de la teoría hubermariana, pone en movimiento la memoria y la imaginación: “el duelo pone el mundo en movimiento” (Didi-Huberman, 2014: 54).
Cerramos el paréntesis para continuar con los casos que ponen en juego la mirada. Mientras los dos primeros remitían directamente a la ausencia de la imagen, los que siguen tienen por condicionante el vacío de la imagen —al igual que la tumba, ejemplo que se mueve en los dos términos—. En el primer caso de relación sujeto-vacío, Didi-Huberman (2017) expone la situación de un niño que es capaz de desfigurar la imagen de su muñeca (de quitarle alguna pieza) con el propósito de mirarla profundamente (para mirar lo que hay dentro de ella), en este acto, el niño abre —literalmente— la imagen; es decir, desplaza la mirada de la superficie —visible— al interior del objeto —visual—. Para explicar este comportamiento, el historiador del arte y filósofo francés, retoma la idea de la moral del juguete propuesta por Baudelaire.[17] Un último caso que condiciona la relación con la imagen desde el vacío, es el del cubo.[18] Este, como el objeto minimalista, es una imagen específica, tan simple que es una herramienta de figurabilidad, pues bien puede presentarse como una caja, una casa, un bloque, una nave, en fin. El cubo pone a la vista un vacío en donde el niño trabaja la imagen. En este sentido, Didi-Huberman afirma (2014: 57) que el cubo “Es una figura de la construcción, pero se presta sin cesar a los juegos de la deconstrucción, siempre propicio a través del montaje, para reconstruir algo distinto”.
Hasta aquí hemos descrito cuatro casos que —literalmente— ponen en juego la imagen; en estos se muestra la presencia de la imagen abierta; no obstante, en ninguno de ellos se ha puesto en claro lo que caracteriza al pensamiento de la imagen dialéctica y lo que la distingue de otro tipo de imágenes, por lo que a continuación profundizaremos en las ideas ya expuestas en los casos anteriormente citados.
Siguiendo el análisis de esta imagen, descubrimos que para pensarla fuera del campo específico de la mirada de la creencia y de la mirada tautológica, es necesario pensarla más allá del principio de imitación, pues la imagen desplaza la imitación a los poderes de la figurabilidad, lo que quiere decir que, a través del objeto visual, la mirada se convierte en un juego de imágenes que da lugar al símbolo y con él a las palabras. Es en este sentido que para el filósofo francés toda imagen es síntoma, pues en cuanto a este, busca ser interpretado con el lenguaje. De ahí que con la mirada dialéctica, el sujeto-espectador pueda desplazarse de sentido sin perder la percepción de la simple materialidad del objeto, condición que le facilita el acceso a un registro semiótico mucho más amplio y esencial.[19] Dicho lo anterior, vemos que en este punto se inscribe el caso del carrete de hilo y de la sábana, pues en ambos, la imagen va más allá de la forma específica (carrete de hilo o sábana) para trabajar aquello que no se puede nombrar: la ausencia de la imagen (la madre). En este sentido, se puede decir que la imagen se metamorfosea, porque pasa de lo visible a lo visual: “el objeto se convierte en imagen visual en el momento mismo en que se vuelve capaz de desaparecer rítmicamente en cuanto objeto visible” (Didi-Huberman, 2014: 52).
Posteriormente, descubrimos que pensar la imagen desde una mirada dialéctica es pensarla más allá del principio de superficie, porque como señalamos, la imagen abre la espacialidad a la capacidad de producir lugares de la experiencia. Así, la imagen pasa de espacio fijado a lugar en movimiento, porque ¿qué es la experiencia de la imagen sino la puesta en movimiento de la relación entre espectador e imagen? Poner en movimiento la mirada es, fundamentalmente, poner a trabajar la imagen, montar imágenes, en suma, apelar a la imaginación. A propósito de esta capacidad de la imagen para ir más allá de la superficie, nos remitimos, una vez más, al caso de la sábana, en donde las niñas hacen de una superficie concreta (la cual se ha instituido en el lugar de una ausencia, la de la madre), un sudario, una casa y un vestido: “Entonces, de imagen fija —unívoca, mortaja—, la sábana se vuelve materia de metamorfosis, es decir, material operatorio creador de varias formas posibles: vestido, casa, bandera” (Didi-Huberman, 2017: 27). Situación que pone en evidencia la plasticidad de la imagen y la operación de la imaginación.
Finalmente, de los planteamientos anteriores se deduce que pensar la imagen desde una mirada dialéctica es hacerlo más allá de la oposición de lo visible y lo legible, pues la imagen no se ofrece totalmente a la percepción del sujeto; es decir, la imagen no agota su potencial en todo lo que el sujeto dice que ve. La imagen abierta
nos exige que dialecticemos nuestra propia postura frente a ella con lo que, de golpe […] nos mira en ella. Es decir que exige que pensemos lo que captamos de ella frente a lo que ella nos “ase”, frente a lo que, en realidad, nos deja desasidos (Didi-Huberman, 2014: 61).
Ante este planteamiento, Georges Didi-Huberman coloca el caso del cubo porque es un volumen que pone en juego el proceso aparición y desaparición en la mirada del sujeto, pues en un principio se revela como una superficie total y fija, pero más tarde el sujeto percibe que en ella habita una ausencia, lo que da lugar a la imaginación, que como se dijo, es un proceso de montaje, ya sea de tiempos, de lugares o de memorias.
En definitiva, a través de esos apartados descubrimos que para Georges Didi-Huberman, la percepción visual de las imágenes requiere de un trabajo dialéctico (y no unilateral como lo puede ofrecer la mirada contemporánea), que nos demuestra que el aprendizaje que extraemos de ellas no se reduce a la representación, tampoco a lo que materialmente son capaces de mostrar (imágenes de la tautología) ni a todo aquello que nos pueden sugerir fuera de su especificidad, es decir, a todas las ilusiones o ficciones que podemos generar a partir de ellas (imágenes de la creencia), sino que, tal como lo mencionó Walter Benjamin en La obra de arte en época de su reproducibilidad técnica, en las imágenes “seriedad y juego, rigor y desentendimiento aparecen entrelazados entre sí [...], aunque en proporciones sumamente cambiantes” (Benjamin, 2018: 37). Por ello. mirar la imagen implica ver lo que permanece accesible (la superficie), pero también lo que se encuentra al margen, porque visiblemente impone su distancia (el síntoma); en otras palabras, la mirada dialéctica[20] exige una puesta en relación entre los diferentes conjuntos de imágenes que se presentan. La propuesta hubermariana nos saca de la subversión visible facilitada por el avance de las nuevas tecnologías e internet y nos muestra una forma más crítica de conducirnos en presencia de ellas, pues ante la imagen “la verdadera cuestión no es la de optar por una posición en un dilema, sino construir una que sea capaz de superarlo, es decir, de reconocer en el aura misma una instancia dialéctica” (Didi-Huberman, 2014: 99).
Referencias
Benjamin, W. (2018). “La obra de arte en la época de su reproducibilidad técnica”. En Estética de la imagen: fotografía, cine y pintura (pp. 25-69). Buenos Aires: La marca editora.
Didi-Huberman, G. (2010). Ante la imagen. Pregunta formulada a los fines de una historia del arte. Murcia: Cendeac.
_________. (2014). Lo que vemos lo que nos mira. Buenos Aires: Manantial.
_________. (2015). Fasmas. Ensayos sobre la aparición 1. Santander-Cantabria: Shangrila.
_________. (2017). Gestos de aire y de piedra. Sobre la materia de las imágenes. México: Canta Mares.
Freud, S. (2004). Más allá del principio de placer. Obras completas, vol. xviii. Buenos Aires: Amorrortu.
Jay, M. (2007). Ojos abatidos. La denigración de la visión en el pensamiento francés del siglo xx. Madrid: Akal.
Rubio, J. M. (2009). Visible, invisible, indicial, visual (Notas sobre Georges Didi-Huberman) [en línea], Centro de Estudios Visuales de Chile. Disponible en: https://www.academia.edu/4164960/visible_invisible_indicial_visual [consultado el 31 de octubre de 2019].
Notas