Resumen: El presente artículo examina la epidemia de viruela de 1797-1798 en la villa de Orizaba y en los pueblos de Maltrata, Aquila e Ixhuatlancillo. Muestra los factores que contribuyeron al arribo de esta enfermedad. Resalta la política sanitaria de la Corona española efectuada por la subdelegación, el ayuntamiento y la Iglesia contra dicha epidemia. En el aspecto social, el estudio analiza cómo el Estado llevó a cabo la ayuda económica a la población afectada. Asimismo, se describe el impacto demográfico causado por la enfermedad y se compara con la epidemia de 1779-1780. Se mencionan, además, los problemas enfrentados por las autoridades civiles para poner en práctica algunas de las medidas oficiales.
Palabras clave: Enfermedad, Ayuntamiento, Caridad, Sacerdotes.
Abstract: This paper discusses the smallpox epidemic of 1797-1798 in the Villa of Orizaba and the towns of Maltrata, Aquila, and Ixhuatlancillo. It shows the aspects that contributed to the arrival of this disease. It highlights the Spanish Crown sanitary policy carried out by the subdelegation, the ayuntamiento, and the Church against this epidemic. On the social side, the study analyses how the State provided economic assistance to the affected population. Furthermore, it describes the demographic impact caused by the disease and compares it with the epidemic of 1779-1780. It also mentions the problems faced by the civil authorities in implementing some of the official measures.
Keywords: Disease, Ayuntamiento, Charity, Priests.
Artículos de investigación
La epidemia de la viruela en la villa de Orizaba y en los pueblos de Maltrata, Aquila e Ixhuatlancillo: 1797-1798
Smallpox epidemic of 1797-1798 in Villa of Orizaba and the towns of Maltrata, Aquila and Ixhuatlancillo
Recepción: 19/01/2022
Aprobación: 10/02/2022
La viruela ha sido destacada por la historiografía como la enfermedad más mortífera de la humanidad. Existen diversos estudios que abordan este tema desde los tiempos antiguos hasta el siglo xx, en los cuales se observa cómo la enfermedad estuvo presente en distintas partes del mundo. Los autores (Cooper, 1980; Gálvez, 2003; Cramaussel, 2008; Espinosa y Miranda, 2010, entre otros) resaltan la forma en la que las autoridades civiles y eclesiásticas asociaron la viruela con los miasmas generados por la insalubridad, el consumo de agua doméstico y las crisis agrícolas. Describen las rutas de las epidemias, el impacto demográfico, el terror y el miedo causado por las secuelas que dejaba a su paso (muerte, ceguera y retraso mental), al tiempo que señalan la participación de las citadas autoridades para enfrentar el terrible flagelo. En el primer caso sobresalen las medidas sanitarias, como las cuarentenas, la construcción de lazaretos y cementerios alejados de las poblaciones, las campañas de inoculación y vacunación, el establecimiento de cordones sanitarios y el aseo de los espacios públicos. En el segundo caso, se mencionan las providencias sociales, como la caridad hacia los pobres, y la celebración de actos religiosos, entre ellos misas y procesiones.
El presente artículo examina la epidemia de la viruela de 1797-1798 en la villa de Orizaba y en los pueblos de Maltrata, Aquila e Ixhuatlancillo. Muestra los factores que contribuyeron al arribo de esta enfermedad. Resalta la política sanitaria de la Corona española efectuada por la subdelegación, el ayuntamiento y la Iglesia contra dicha epidemia. En el aspecto social, el estudio analiza cómo el Estado llevó a cabo la ayuda económica a la población afectada. Asimismo, se describe el impacto demográfico causado por la enfermedad y se compara con la epidemia de 1779-1780. Se mencionan, además, los problemas enfrentados por las autoridades civiles para poner en práctica algunas de las medidas oficiales.
El 1 de julio de 1796, el virrey Miguel de la Grúa Talamanca, marqués de Branciforte, comunicó al intendente de San Luis Potosí que la viruela estaba “en algunos pueblos de la provincia de Oaxaca”; señaló que la enfermedad procedía de Perú y se propagó a Guatemala, al tiempo que comenzaba a “asomar en Veracruz” y que había arribado hasta Acapulco (Izaguirre, 2003: 13). Trece días más tarde, Branciforte emitió el primer edicto en el que informó a las autoridades eclesiásticas y civiles que la viruela estaba en la Nueva España (Espinosa y Miranda, 2010).
La presencia de la viruela en la Nueva España no tenía que ver con la existente en Perú y Guatemala (Cook, 1982). La epidemia que llegó al territorio novohispano era aquella surgida desde principios de los años noventa del siglo xviii en Campeche (1793) y extendida con el transcurso de los años por Tabasco y algunos puntos de la provincia de Chiapas —perteneciente esta última al reino de Guatemala—, como Ciudad Real (hoy San Cristóbal de las Casas) y Tonalá (Cook, 1982; Widmer, 1989; Espinosa y Miranda, 2010; Machuca, 2010). A esta última población el flagelo arribó en abril de 17951 (Widmer, 1989; Machuca, 2010). Dos meses después, la enfermedad pasó de Tonalá a la provincia de Tehuantepec, Oaxaca, ubicada “en el extremo sur de la Nueva España [y colindante] con el reino de Guatemala” (Widmer, 1989: 71). Widmer (1989) y Machuca (2010) sostienen que Tehuantepec fue la primera región novohispana donde apareció el terrible mal.
Desde Tehuantepec, la viruela se extendió por el obispado de Oaxaca, donde cesó hasta 1796. A fines de este año arribó a Teotitlán del Valle, Oaxaca. Los contagios no fueron controlados debido, entre otros factores, a la resistencia de los indígenas enfermos a ser hospitalizados. Así, el 26 de diciembre la enfermedad atacó a la población de la ciudad de Oaxaca (Widmer, 1989; Machuca, 2010; Espinosa y Miranda, 2010).
En opinión de Laura Machuca (2010: 64), desde la región de Tehuantepec la viruela “siguió su paso lento hacia la capital” de la Nueva España, es decir, la Ciudad de México. De ahí continuó su recorrido hacia la región del norte del país. Como apunta García (2010), el flagelo recorrió el territorio novohispano de sur a norte. El movimiento de tropas y la ruta comercial de Oaxaca a México y Veracruz contribuyeron a esta propagación (Espinosa y Miranda, 2010). De esta manera, en mayo de 1797 el flagelo apareció en Teotitlán del Camino, Oaxaca, y hacia los meses de julio y agosto ya se encontraba en Tehuacán, Puebla, Veracruz, Ciudad de México, Xalapa, Córdoba y Orizaba (Espinosa y Miranda, 2010).
Respecto a la región de Orizaba y conforme a la jerarquía institucional colonial que intervino en “la elaboración y aplicación de una política sanitaria” (Widmer, 1989: 75-76),2 el 25 de febrero de 1797 el intendente de Veracruz, Bernardo Rafael de Goitia, ordenó al subdelegado de Orizaba, José Salinas, poner en práctica las medidas preventivas contra la viruela en la jurisdicción de Orizaba. Goitia consideró que era el tiempo preciso para aplicar las providencias, ya que el terrible mal había aparecido en ese mes en la ciudad de Veracruz (agn, 1797: Expediente 4 “Sobre ponerse en ejecución en Orizaba las providencias tocantes a viruelas”), la cual distaba 30 leguas de la villa de Orizaba. Los contagios podían suceder en cualquier momento, pues ambos puntos formaron parte del circuito mercantil que unía las costas del Golfo de México y el Altiplano Central.
De acuerdo con la orden del intendente, Salinas publicó el bando en el que prescribió que “todos los vecinos de la villa” de Orizaba, cabildos, médicos y sacerdotes de la jurisdicción avisaran a la subdelegación sobre la presencia de alguna persona enferma de viruela. Los galenos informarían si algún enfermo lo llamaba para ser asistido. El prior del Convento de Nuestra Señora del Carmen, el Prepósito del Oratorio Felipe Neri y el párroco de la citada villa pedirían a “sus vicarios y demás señores” reportar a cualquier persona “sujeta a su jurisdicción que [padeciera] los contagios y a quien [se le administrara] los santos sacramentos” (agn, 1797: Expediente 4).
Paralelamente, el intendente pidió al subdelegado llevar a cabo las providencias establecidas por el virrey Branciforte en las órdenes del 29 de julio y el 21 de agosto de 1796. Estas comprendieron, entre otras que se verán más adelante, el establecimiento de lazaretos, como se había estipulado en la Disertación Físico-Médica de 1784, del médico español Francisco Gil (Cooper, 1980; Camacho, 2010), y en la real orden del 4 de septiembre de 1785 (Cramaussel, 2008). La idea de que el aislamiento de los enfermos era el método más eficaz para evitar la proliferación de las epidemias continuó como parte de la política oficial (Cooper, 1980; Widmer, 1989). Los lazaretos debían ubicarse por lo menos a “un cuarto de legua [en] la parte opuesta del viento reinante” de las poblaciones (agn, 1797: Expediente 4) y se atendería en ellos a los indios enfermos de los pueblos afectados de la subdelegación de Orizaba.
Con base en la orden del 21 de agosto, el subdelegado de Orizaba dispondría de los capitales de las cajas de comunidad para construir los lazaretos en los pueblos de su jurisdicción. Es importante señalar que el virrey Branciforte no quiso disponer de los recursos económicos de la Real Hacienda porque en cualquier momento la Corona española podía solicitarlos para utilizarlos en la guerra contra Inglaterra (Espinosa y Miranda, 2010). Sin embargo, el subdelegado tuvo el problema de que no todas las poblaciones tenían recursos económicos, o bien estos eran escasos. Por ejemplo, la caja de comunidad de los indios de El Naranjal tenía 2090 pesos 2 reales; la de Maltrata, 610 pesos, y la de la villa de Orizaba, 1924 pesos. Salinas informó que el monto de esta última ascendería a 2921 pesos en caso de colectarse los “arrendamientos que le [debían] del año anterior”. Manifestó también que los demás pueblos de su jurisdicción contaban con “escasas sumas, unos de 300 y más pesos, otros de 100 y tanto otros hasta 36 y algunos como San Juan Atzanca [sic] é Ixhuatlancillo [carecían de] fondo alguno por su miseria y cortedad de vecindario” (agn, 1797: Expediente 4).
Ante los escasos o nulos recursos de los pueblos, el subdelegado informó al intendente que no podía construir los lazaretos, pues al tener que ubicarlos a “distancia correspondiente”, invertiría “una suma considerable”, la cual faltaría después para la “manutención de los enfermos”. Salinas señaló que era innecesario gastar los recursos, ya que no tenía noticias de contagios en la jurisdicción (agn, 1797: Expediente 4).
No obstante, el subdelegado sugirió al intendente providencias para eliminar los obstáculos económicos en el momento en que la epidemia se presentara. En el caso de la villa de Orizaba, propuso establecer un lazareto provisional en el “galerón o casa” situado en la hacienda del Guayabal. Esta se hallaba en “la parte opuesta” del volcán Citlaltépetl, es decir, contraria a los vientos reinantes en la citada villa. El inmueble podía albergar de “veinte o poco más enfermos”. Contaría, además, con espacio suficiente mientras no hubiera demanda. Si bien el proyecto era interesante, Salinas no lo llevó a cabo porque las tierras eran propiedad comunal y allí pasaba el camino para la villa de Córdoba, el cual era “muy transitado [por] arrieros y demás pasajeros” (agn, 1797: Expediente 4). Esto traería como consecuencia los contagios y la consiguiente propagación de la epidemia en la región.
Ante esta situación, Salinas informó que dispondría “de una casa situada en algún rancho” para convertirla en lazareto en el momento en que apareciera la epidemia. Al considerar este lazareto como un hospital provisional, el subdelegado sugirió usar los fondos de la caja de comunidad de la villa de Orizaba para pagar al “mayordomo o contralor, los precisos asistentes, cocinero para los pucheros, médico de asistencia y mandadero que [llevara] las medicinas, alimentos y demás necesarios al efecto”. Igualmente, al pensar en la “desnudez y miseria” de los indios enfermos, el subdelegado propuso comprar petates, zaleas y sábanas (agn, 1797: Expediente 4).
El 15 de marzo de 1797 el intendente interino de Veracruz, Antonio de Cárdenas, manifestó su acuerdo con el subdelegado de Orizaba en torno al establecimiento del lazareto de la villa de Orizaba. Respecto al uso de los fondos económicos de las cajas de comunidad, Cárdenas señaló que el virrey dispuso que los pueblos de la subdelegación se auxiliaran mutuamente “en cuanto [fuera] posible”, ya que se trataba de “casos de necesidad pública”. En otras palabras, si algún pueblo era invadido por la epidemia y carecía de recursos económicos o tenía muy pocos, estos podían tomarse “de los fondos comunes de los pueblos inmediatos, que [tuvieran] los suficientes […] con la calidad de reintegro en lo más pronto que [fuera] posible” (agn, 1797: Expediente 4). Asimismo, el subdelegado cuidaría que en las cajas de comunidad de donde se tomara dinero, quedaran fondos para ser usados por los mismos pueblos en el momento de ser atacados por la epidemia.
Aunque estas medidas eran importantes para evitar la propagación de la epidemia en los pueblos y en la villa de Orizaba, no se llevaron a cabo. Como se apuntó, el subdelegado no las aplicó porque, señaló, la enfermedad no estaba presente en la región. Sin embargo, la situación cambió cinco meses después, debido al movimiento de personas y tropas. El 17 de agosto de 1797, el médico de la villa, Joseph Lagunas, informó al alcalde más antiguo, Pedro Andrés Marín, que un día antes, un “indio tributario de Cholula”, Puebla, ingresó con viruelas al hospital de San Juan de Dios. El enfermo había regresado a la villa ocho días antes; sin embargo, un día después de su arribo “sintió dolor de cuerpo [y] escalofríos”. El médico manifestó a las autoridades municipales que el paciente vivía por el área conocida como el Matadero, y con base en la medicina de la época, manifestó que no debían preocuparse porque las viruelas no eran “verdaderamente epidémicas y contagiosas”, pues se trataba de las conocidas como “cristalinas” (agn, 1797: Instituciones Coloniales/Epidemias/Volumen 5/844/1/Expediente 1 “Viruelas manifestadas en Orizaba y providencias tomadas en consecuencia. Orizaba”).
Un mes después, el 16 de septiembre, el regidor Julián Romanos comunicó al ayuntamiento que, en la calle de Los Dolores, el hijo de Antonio Hernández había llegado de Tehuacán, Puebla, “con calentura”. Manifestó que se trató también de viruelas de buena calidad (agn, 1797: Expediente 2 “Continuación de las partes del progreso de las viruelas en Orizaba”).
El 26 de septiembre, el médico Marcos Dimas informó al ayuntamiento haber atendido a León de los Sonetos, joven de “14 a 15 años” de edad, procedente y originario de la Ciudad de México. Sonetos manifestó que un día antes llegó a “la casa de don Benito Rocha con cinco días de enfermedad” porque en el hospital de San Juan de Dios le negaron la asistencia dos veces. Dimas señaló que el enfermo tenía la garganta inflamada e iniciaba la fase de erupción de las viruelas, las cuales eran “muchas”. No obstante, el galeno decía que dichas viruelas no eran “de las muy buenas ni tampoco [eran] malignas”, por lo que no había peligro (agn, 1797: Expediente 2).
Como puede advertirse, el indio tributario, el hijo de Antonio Hernández y León de los Sonetos llegaron a la villa de Orizaba desde regiones donde la epidemia de la viruela estaba presente. En el primer caso, se tiene como hipótesis que en Cholula había viruela, ya que la ciudad de Puebla y Tehuacán, lugares muy cercanos, estaban infestados desde el mes de julio de 1797 (Robichaux, 2010; Espinosa y Miranda, 2010). Es posible pensar que dicho indio y el vástago de Hernández retornaran a Orizaba con el fin de curarse de la enfermedad, o en el peor de los casos, morir al lado de su familia, tal como sugiere Widmer (1989) en los casos de los indios del Istmo de Tehuantepec (agn, 1797: Expediente 2).
Respecto a Sonetos, como se apuntó, procedió de la Ciudad de México, donde la población sufrió los estragos de este mal al mismo tiempo que los habitantes de la villa de Orizaba. Es decir, de agosto de 1797 a febrero de 1798 (Espinosa y Miranda, 2010). Sonetos llegó a Orizaba quizá con la idea de huir de la enfermedad en su tierra natal o para buscar trabajo.
Se ha comentado que la movilización de tropas fue otro de los factores de propagación de la epidemia de viruela en la villa de Orizaba. El 19 de septiembre de 1797, un mes después de haber aparecido el primer caso, un soldado del regimiento de Dragones estaba en el hospital de San Juan de Dios. El doctor Joseph Lagunas informó al ayuntamiento que el enfermo iniciaba la etapa de erupción, y que, aunque no parecían viruelas malignas, debía estar atento, pues la villa se encontraba en estado epidémico. Tres meses después, el 10 de diciembre, el mismo galeno informó que en dicho hospital había veintitrés “soldados con el mal epidémico” (agn, 1797: Expediente 2).
La presencia de soldados en la villa de Orizaba se debía a la guerra entre España e Inglaterra, sucedida en 1796. El puerto de Veracruz, que era el más importante de la Nueva España, tenía que defenderse ante una invasión extranjera. Sin embargo, como el conflicto bélico “coincidió con la aparición de una virulenta epidemia de fiebre amarilla” y de viruela en la ciudad de Veracruz en 1797, Branciforte ordenó al coronel Miguel Constasó examinar “los lugares cercanos a los pueblos del interior, saludables y convenientes para un pequeño acantonamiento”. En este sentido, las villas de Orizaba, Xalapa y Córdoba fueron elegidas para tal fin. Orizaba fue considerada “como el mejor sitio para los cuarteles”, ya que la región brindaba “alimentos, combustibles, abasto y pasturas que eran necesarias para un ejército en operaciones”. Fue designada por el virrey Branciforte como su lugar de residencia y “cuartel de su ejército” (Archer, 1983: 61, 67, 69 y 161). De hecho, Branciforte radicó en Orizaba durante el tiempo que duró la epidemia de viruela.
Por otra parte, la elección de Orizaba, Córdoba y Xalapa para el acantonamiento de las tropas fue una de las estrategias del virrey para evitar las altas tasas de mortalidad en el ejército causadas por alguna epidemia en la costa veracruzana. Dicho de otra manera, los soldados contagiados por una epidemia en la costa eran enviados a Orizaba por “dos o tres meses de descanso” para la recuperación de su salud (Archer, 1983: 64). En este sentido, se sugiere que el movimiento de tropas fue el principal medio de diseminación del virus Orthopox en la villa de Orizaba. Tal situación puede compararse con la de Ciudad de México y la villa de Xalapa. En el primer caso, el 3 de agosto de 1797 el presidente del Protomedicato, José Ignacio García Jove, informó que entre los primeros enfermos de viruela identificados estuvieron dos jóvenes soldados que habían arribado a la capital con su regimiento procedente de Otumba. Jove temió que el contagio se extendiera en la ciudad (Cooper, 1980). Respecto a la villa de Xalapa, la epidemia de viruela coincidió con el acantonamiento de tropas. Es decir, de agosto a noviembre de 1797 (Méndez, 2010).
De acuerdo con la jerarquía institucional para el control de la epidemia, el ayuntamiento de la villa de Orizaba se coordinó con el subdelegado José Salinas y el Asesor General Comisionado, Pedro Jacinto Valenzuela, con el fin de tomar medidas para “evitar la propagación y contagio de la terrible enfermedad de viruelas”. El alcalde municipal, Pedro Andrés Marín, informó al subdelegado sobre la presencia del primer enfermo de viruela y pidió al mismo tiempo instrucciones acerca de lo que debía hacer. Salinas ordenó a Marín y al Prior del hospital de San Juan de Dios separar al “indio” en un “pieza absolutamente sola”, mantenerlo incomunicado con los otros enfermos y rendir un informe diario sobre su estado de salud (agn, 1797: Expediente 1). Las autoridades tenían experiencia en este tipo de situación, pues los habitantes de la villa de Orizaba sufrieron la epidemia de viruela en 1779-1780, como sucedió en otros puntos de la Nueva España.
Igualmente, Marín solicitó al subdelegado nuevas órdenes en caso de presentarse otros enfermos de viruela, ya que, de acuerdo con el Prior, el hospital carecía de espacio para aislarlos. El prior comunicó que la pieza en la que se confinó al indio virulento era donde dormían tres religiosos. Marín decía que buscaría la forma de resolver esta situación en caso de presentarse más contagiados y que no omitiría diligencia alguna. Aunque en realidad imploró a Dios que no permitiera tal situación (agn, 1797: Expediente 1).
Cuatro días después de la hospitalización del indio tributario, el 21 de agosto, el galeno Joseph Lagunas comunicó al ayuntamiento que la madre y la hija de este enfermo tenían la misma clase de viruelas. No obstante, la madre presentó inflamación de garganta el día 24, por lo que el médico estuvo atento (agn, 1797: Expediente 1). La enfermedad de estas dos mujeres puede explicarse si se tiene en cuenta que el indio tributario regresó a Orizaba desde el día 14 de agosto. En este sentido, pasaron los ocho días necesarios para que el virus de la viruela se incubara. Hoy día se sabe que la viruela se propaga después de que el enfermo presenta síntomas fuertes y erupciones cutáneas. Dicho de otra manera, mientras sana el enfermo, contagia a las personas carentes de inmunidad (Widmer, 1989).
Con base en lo prescrito por el subdelegado, el galeno de la villa de Orizaba informó al ayuntamiento sobre el estado de salud de los tres enfermos. Así, por ejemplo, el 20 de agosto, Lagunas comunicó al alcalde Marín que las viruelas del indio tributario estaban secándose y que este se encontraba sanado. Cuatro días después, el galeno dijo que la vida de la hija del indio no corría peligro, situación contraria a la de la madre, que presentó inflamación de la garganta (agn, 1797: Expedientes 1 y 2).
Días más tarde, el 5 de septiembre de 1797, el Asesor General Comisionado informó al virrey que, del 17 de agosto al 4 de septiembre, en la villa hubo solo “tres enfermos de viruela”. Es decir, el indio tributario, su madre y su hija. Decía que no había preocupación, pues se trataba de viruelas “buenas” y “cristalinas”. No obstante, el asesor indicó que debían esperar las “resultas” de la señora porque seguía con “grande inflamación [de la] garganta”. Ante tal situación, solicitó al alcalde estar atento a la presencia de otros casos (agn, 1797: Expediente 1).
La tranquilidad fue momentánea, pues surgido el primer caso los contagios aumentaban, tal como lo han mostrado los estudiosos del tema en distintas partes del orbe. De esta manera, los casos comenzaron a extenderse en diferentes puntos de la villa de Orizaba. El 8 de septiembre, el galeno Lagunas reportó a una mujer en el hospital de San José de Gracia y a un niño de 7 años que vivía por el puente La Borda. En opinión del médico, en ambos casos se trató de viruelas benignas. Un día después, el médico reportó con viruelas de “mala calidad” a una mujer de 30 años en el hospital, a una niña de 6 años que residía en el barrio del Santuario y a tres niños que eran hijos del abastecedor de carne de la villa. El galeno informó que estos últimos enfermos tenían “aguda fiebre, muchedumbre de pústulas y demás síntomas comunes que por su naturaleza o especie [eran] epidémicas y de las más contagiosas” (agn, 1797: Expediente 2).
Ante el aumento de los contagios, Lagunas determinó aislar a los enfermos de los hospitales en salas separadas. El 10 de septiembre ordenó a la rectora del hospital de San José de Gracia separar a las mujeres que ingresaran con viruela, así como apartar los utensilios de la comida usados por estas enfermas. El objetivo era prevenir del contagio a las demás pacientes de esa institución que tenían enfermedades comunes. Junto a esta medida, el médico informó al ayuntamiento sobre el estado de salud de cada uno de los epidemiados. Por ejemplo, en torno a la “joven de 30 años”, el 11 de septiembre señaló que llevaba “doce días contados desde la invasión” y que se encontraba “en el tiempo crítico de la supuración, que comúnmente [era] el tercero de los cuatro tiempos nombrados invasión, erupción, supuración y desecación”. El mismo médico dijo que, aunque las vejiguillas de la paciente no denotaban ser fatales y perniciosas, se trataba de la viruela maligna, ya que, de acuerdo con la medicina de ese tiempo, el alto grado de fiebre, las confluencias, la extensión “y multitud de pústulas variolosas”, así lo demostraban. El diagnóstico fue reafirmado al presentar la enferma dificultad de respirar “y la obscuridad de la voz”, lo cual era una sospecha de la propagación de los granillos “hasta lo interno de las entrañas según [podía] conjeturarse por las señales en el pulmón” (agn, 1797: Expediente 2).
Paralelamente, Lagunas comunicó el estado de salud de otra joven de 20 años de edad que se encontraba también hospitalizada. Señaló que la paciente llevaba tres días de fiebre y aunque no tenía manchas ni pústulas, se trataba de la viruela maligna. El diagnóstico fue realizado con base en la fiebre y el estado epidémico que presentaba la población de la villa. El médico no dudaba de que la enferma siguiera “con viruela en peor estado que la primera”, pues en su opinión, presentaba “señales visibles de gravedad” (agn, 1797: Expediente 2).
El aumento diario de virolentos en los hospitales y en el vecindario impidió al galeno Lagunas brindar la atención necesaria a cada persona. El 10 de septiembre, el médico manifestó que no había visitado a varios enfermos de la villa debido a que en el hospital había “mucho que hacer” (agn, 1797: Expediente 2). Desde el día 8, esta situación fue comunicada al subdelegado. Asimismo, esta última autoridad pidió al ayuntamiento aplicar las medidas para erradicar o disminuir los estragos que pudiera causar “la terrible epidemia”. El objetivo era claro: socorrer y aliviar a “los pobres enfermos contagiados de viruela” (agn, 1797: Expediente 1).
El virrey Branciforte, que como se anotó residía en ese entonces en Orizaba junto con su familia, ordenó poner en función el edicto del 28 de febrero de 1797. El documento prescribió la aplicación de la política sanitaria publicada en 1784 por el médico español Francisco Gil, en su Disertación Físico-Médica. Esa política abarcó las medidas preventivas contra la viruela. De esta manera, y acorde con las circunstancias de la población y facultades del vecindario, las autoridades municipales continuaron con la localización, el registro, la atención y la hospitalización de los enfermos. Asimismo, como se verá más adelante, la villa fue dividida en cuarteles mayores y menores, se formaron Juntas de Caridad para el socorro de los epidemiados, se acordó sepultar a los individuos fallecidos por la viruela en cementerios distantes de los poblados y se prohibió el uso de los temaxcales.
Paralelamente, el 8 de octubre de 1797 el virrey Branciforte envió al ayuntamiento de Orizaba 24 ejemplares, de los cuales 12 correspondieron a “la instrucción impuesta en el año de [1]779 por el Dr. Bartolache” y el resto al “suplemento de la Gaceta de México número 42”. El primer documento había sido aprobado por el supremo gobierno y contenía el método para curar “las viruelas naturales”. El segundo comprendió “algunas otras especies conducentes al propio objeto”. Dichos documentos serían entregados a los regidores encargados de los cuarteles de la villa, a los sacerdotes y a “las demás personas” que conviniera. El objetivo era que las autoridades conocieran las instrucciones que debían dar a los pobres, así como las “sencillas reglas” para asistir a “los contagiados de la enfermedad” (agn, 1797: Expediente 1).
No obstante que el empleo de la inoculación3 se generalizó en la Nueva España4 a partir de la epidemia de 1797 (Cook, 1982; Cramaussel, 2008), en la villa de Orizaba no se practicó. ¿Por qué? Las respuestas pueden ser varias. Al no encontrar documentos en los archivos históricos consultados para este trabajo, es posible decir como hipótesis que las autoridades municipales decidieron no aplicarla quizá porque la variolización era voluntaria, después de agotar todas las medidas contra la enfermedad, tal como lo estipuló el edicto del 28 de febrero de 1797 (Cooper, 1980). Por otra parte, Cooper (1980)5 menciona cómo en principio Branciforte se opuso a aplicar la inoculación en la Ciudad de México. Como se apuntó líneas atrás, el virrey consideró el aislamiento de enfermos como el método más efectivo para erradicar la epidemia. En este sentido, hipotéticamente se sugiere que Branciforte sostuvo esta postura en la villa de Orizaba, pues vale recordar que él y su familia residieron allí durante el tiempo que duró la epidemia.
Con base en el edicto del 28 de febrero de 1797, en sesión extraordinaria del 13 de septiembre del mismo año, el ayuntamiento dividió la villa en seis cuarteles: dos mayores y cuatro menores. Los dos primeros estuvieron a cargo de los alcaldes Pedro Antonio Marín (más antiguo) y Antonio Couto Aballe (menos antiguo) respectivamente. Los cuarteles tercero, cuarto, quinto y sexto fueron encomendados también a los regidores Licenciado José Antonio Suárez, Juan Antonio de Cora, Benito Rocha y Julián Romanos, respectivamente.6 El objetivo era informar al ayuntamiento cada cuatro días “las ocurrencias o novedades” (agn, 1797: Expediente 1) habidas en sus respectivas demarcaciones. Es decir, la existencia de algún enfermo o muerto de viruela. Esta encomienda fue auxiliada, además del médico de la villa, Joseph Lagunas, por el galeno Francisco Prado. Veamos algunos ejemplos. El mismo día en que la villa fue dividida, el regidor Juan Antonio Cora inició su recorrido con el fin de inspeccionar “si las viruelas se [propagaban]”. Al día siguiente, 14 de septiembre, reportó la muerte de “una criatura de 8 años” que fue atacada por las viruelas “de las más crueles y de la que ninguno [escapaba]” (agn, 1797: Expediente 2).
El día 28 de septiembre, Cora reportó ocho enfermos. Dos de ellos vivían cerca del puente del río [Caliente] y otro en el barrio de Pichucalco. Con base en la “experiencia adquirida en la epidemia” de 1779, el regidor ordenó a las familias, practicar “las prevenciones […] para evitar los contagios” (agn, 1797: Expediente 2).
Por otra parte, el alcalde provisional, licenciado José Antonio Suárez, visitó “las chozas más reducidas y ocultas” del barrio de Ixhuatlán. Localizó tres enfermas en la calle del Molino, cuyas edades eran de 14, 15 y 17 años. Dos de las enfermas iniciaban con los brotes de las viruelas “blancas, gruesas y de buena calidad”. La tercera enferma presentó solo fiebre. Con base en lo prescrito por el virrey Branciforte, Suárez recomendó a los habitantes del cuartel asignado usar “el método prescrito” por el médico Don José Ignacio de Bartolache.
El 16 de septiembre, el concejal Julián Romanos informó al ayuntamiento haber localizado seis enfermos. Tres de ellos residían en la calle “Nuestra Señora de los Dolores con dirección a Santa Gertrudis”; dos en “la casa donde [hacían] la matanza del carnero” y otro más en la “casa de Roales” (agn, 1797: Expediente 2).
En el mismo esquema de la política sanitaria, el alcalde municipal, Pedro Andrés Marín, envió al virrey Branciforte reportes semanales en los que registró el número de personas enfermas y fallecidas en los hospitales de hombres (San Juan de Dios) y de mujeres (La Misericordia),7 así como en el vecindario (cuadros 1 y 2). Dichos reportes comprendieron el periodo del 23 de octubre de 1797 al 11 de febrero de 1798.
Al parecer, los informes semanales no fueron suficientes para la autoridad virreinal. El 15 de diciembre de 1797 el virrey ordenó al ayuntamiento rendir un reporte general en el que especificara el número de “personas de ambos sexos y de toda clase y edades que hubieren pasado la enfermedad”. Asimismo, en el reporte se debían anotar los individuos fallecidos, enfermos y los “susceptibles de viruelas que aún no hubieren enfermado”. El objetivo era reunir estos datos con los proporcionados por los hospitales, (agn, 1797: Expediente 1) para conocer el impacto de la epidemia.
Días más tarde, el 29 de diciembre, el ayuntamiento contestó que la encomienda era difícil de efectuar debido a “lo basto de los cuarteles” y por las personas que “por su rusticidad” ocultaban a sus hijos o “no [entendían] bien el castellano” (agn, 1797: Expediente 1). De hecho, desde el 9 de noviembre el subdelegado Salinas había informado al virrey sobre la dificultad para contar el número de indios contagiados, ya que “por sus miserias o por sus costumbres groseras e incivilizadas no [acostumbraban] a llamar al médico” (agn, 1797: Expediente 8 “El subdelegado de Orizaba sobre socorrer a los indios virulentos de Orizaba”).
No obstante, estos problemas, el 9 de enero de 1798 el ayuntamiento presentó “con la más prolija eficacia” el estado general “de todas las personas de ambos sexos que [habían] sufrido […] la epidemia de viruelas, los fallecidos hasta el día” 9 de enero de 1798, las personas enfermas, “y las que según su edad [quedaron] susceptibles” (agn, 1797: Expediente 1), como puede verse en el cuadro 3.
Los registros semanal y general permitieron a las autoridades locales y del virreinato conocer el comportamiento y la trayectoria de la viruela en la villa de Orizaba. Por ejemplo, en el informe del 11 al 17 de diciembre de 1797 el alcalde municipal decía que la epidemia comenzaba a calmarse en el barrio de La Angostura y en la parte baja del Calvario. Indicó que el flagelo se dirigía hacia “la Ciénega que [llamaban] del Hospital”, lugar en el que aparecieron los primeros enfermos. Apuntó además que la enfermedad se hallaba con “fuerza” en el centro de la villa y en los barrios de San Juan de Dios (residencia de los españoles), y “de Zoquitlán [sic] del lado del molino que [llamaban] de la Marquesa” (agn, 1797: Expediente 1).
Como se observa en los cuadros 2 y 3, salvo la semana del 30 de octubre al 5 de noviembre de 1797,8 la epidemia aumentó gradualmente en el transcurso de los meses hasta la penúltima semana de diciembre. De acuerdo con los citados reportes semanales, la epidemia se desarrolló con mayor intensidad durante el mes de noviembre y las tres primeras semanas de diciembre de 1797. Desde la última semana de diciembre, la población comenzó a recuperarse paulatinamente. Desconocemos la fecha en la que el flagelo dejó en paz a los habitantes de la villa de Orizaba. En este caso, se sugiere que fue a finales de febrero de 1798, porque como se muestra en el cuadro 2, en este último mes el número de personas enfermas fue disminuyendo.
Ahora, con base en el “Estado general de viruelas”, las personas sanadas, muertas y aún con la enfermedad, sumaron en total 2882 (cuadro 3). Los hombres representaron 51.36 % de los afectados y las mujeres, 48.64 %. La letalidad fue de 9.61 %. Al tomar como referencia los 7074 habitantes registrados en el censo de la villa de Orizaba en 1791 (Hernández, 2012), se observa que la morbilidad fue de 40.74 %.
Las autoridades municipales manifestaron que la epidemia de 1797-1798 no causó tantos estragos en la población de la villa de Orizaba, en comparación con la gran epidemia de 1779 que ocurrió en esa población. En el mes de diciembre de 1797 el alcalde municipal, Pedro Andrés Marín, señaló que la viruela se propagó “con lentitud y benignidad [y que] una proporción de los enfermos” se recuperaba cada semana. Por ejemplo, entre los reportes semanales enviados al virrey Branciforte, el 29 de octubre de 1797 Marín indicó la existencia de 123 virulentos. De estos, 40 sanaron y 4 “parvulitos de pecho” sucumbieron. El 10 de diciembre, el alcalde comunicó que, en la semana concluida en esta fecha, 317 personas fueron socorridas; de ellas, 110 recuperaron su salud y 4 niños murieron (agn, 1797: Expediente 1).
Con el fin de comparar el impacto de la epidemia de 1797-1798 con la de 1779 mencionada por el ayuntamiento, se acudió al registro parroquial. Sin embargo, en ambas epidemias el párroco no anotó la causa de muerte en la partida de entierros. En el caso de la epidemia de 1797-1798, conviene decir que el ayuntamiento ordenó a los encargados de los hospitales y al párroco de la villa de Orizaba registrar la causa del fallecimiento de las personas que fueron víctimas de la viruela. El objetivo era informar al virrey el número de decesos causados por esa enfermedad (agn, 1797: Expediente 6 “Orden superior para que se socorran los pobres enfermos de cuenta del excelentísimo señor virrey. Orizaba”).
Ante la falta del registro sobre la causa de la muerte, se tomará como referencia el periodo de sobremortalidad. Veamos el caso de la epidemia de 1797-1798. Se ha mencionado que, de acuerdo con los reportes semanales enviados al virrey, la epidemia estuvo en la villa de Orizaba de agosto a febrero y que los meses de noviembre y diciembre fueron los de mayor impacto. Al analizar los datos parroquiales, se observó que en los años de 1797 y 1798 fueron registradas 463 y 753 defunciones respectivamente. Entre estos años, el periodo de noviembre de 1797 a febrero de 1798 fue el más crítico (gráfica 1). Durante ese lapso se contaron 352 fallecimientos. Al considerar esta última cifra como la totalidad, se observó que el grupo de indios fue el más afectado, seguido por los mestizos y españoles. Mientras que estos dos últimos sectores comenzaron a librarse de la epidemia en febrero, los indios continuaron enfrentándola (cuadro 4).
De acuerdo con esta fuente histórica, el flagelo llevó a la tumba a más mujeres que hombres. En el mismo periodo de sobremortalidad, 52.56% correspondió al sector femenino y 47.44% al masculino. De hecho, las mujeres de los tres grupos socio-raciales fueron las más afectadas (cuadro 5).
Con base en el mismo registro de muertes del cuatrimestre, a simple vista se observó que los párvulos constituyeron el grupo más impactado por la epidemia (46.88 %). Los solteros (incluidas las doncellas) y los casados integraron el segundo grupo (36.55 %) y el tercero (12.22 %) afectados por el flagelo, respectivamente, como puede advertirse en el cuadro 6.
Empero, si sumamos los solteros, casados y viudos, notamos que 184 personas adultas perdieron la vida. Habiéndolas comparado con los 165 infantes fallecidos, se dedujo que la población adulta resultó un poco más afectada (52.27 %). Es importante puntualizar que esta última afirmación debe considerarse por las dificultades presentadas en los registros parroquiales. En principio, el párroco no siempre anotó las edades de los fallecidos. Por otra parte, se debe tomar en cuenta la posibilidad de que el mismo sacerdote anotara a los niños de 10 años como adultos, así lo muestra Cook (1982) para el caso de la Ciudad de México.
En cuanto a la epidemia de 1779-1780, en estos años se anotaron 463 y 753 óbitos respectivamente.9 El número de fallecimientos fue mayor en comparación con los registrados en 1797 y 1798 (cuadro 7). Igual que en estos últimos años, la epidemia de 1779-1780 se presentó en los meses de noviembre a febrero (gráfica 2). En este periodo fueron anotadas 662 muertes (cuadro 8). Esta cifra, comparada con los 352 decesos del lapso de noviembre de 1797 a febrero de 1798, permitió identificar que la agresividad de la epidemia de 1779-1780 fue mayor. Esta última ocasionó la muerte de casi el doble de personas.
Puede sugerirse que la epidemia de viruela de 1797-1798 impactó menos a la población debido a la inmunidad adquirida por los habitantes de la villa de Orizaba en la epidemia de 1779-1780, tal como sucedió, por ejemplo, en la villa de La Encarnación, ubicada en la Nueva Galicia (Torres, 2013) y en Taximaroa, Michoacán (González, 2013). En estos dos poblados, al igual que en Orizaba, no se aplicó la inoculación. Como dice Cook (1982), la benignidad de la viruela de 1797 estuvo asociada con la inmunidad adquirida por las personas durante la epidemia de 1779. En su opinión, “casi no había en el país ninguna persona mayor de 18 años que no hubiera estado expuesta al contagio. Las personas mayores sin duda estuvieron expuestas varias veces y, por consiguiente, es de suponer que el sector de más edad dentro de la población estaba ya relativamente inmunizado” (Cook, 1982: 305).
Por otra parte, las epidemias de 1797-1798 y de 1779-1780 afectaron en el mismo orden a los grupos socio-raciales, solo que la primera fue menos impactante, si consideramos el número de fallecidos (cuadros 4 y 8).
El 7 de diciembre de 1797 la viruela llegó al pueblo de Maltrata. Seis días después, la epidemia apareció en Ixhuatlancillo, ubicado a una legua de la villa de Orizaba. El día 22 de diciembre la enfermedad fue reportada en Aquila, pueblo aledaño a Maltrata. Los tres pueblos estaban integrados por indios. En Maltrata había, además, “algunas gentes de razón pobre” (agn, 1797: Expedientes 5 y 7). ¿Cómo llegó la epidemia a estos poblados? La hipótesis es que de la villa de Orizaba pasó a estos lugares, pues era el sitio adonde acudían los indios de la región a vender o comprar sus productos agrícolas y mercantiles. Por otra parte, como se apuntó, de acuerdo con los informes enviados por el ayuntamiento semanalmente al virrey Branciforte, en los meses de noviembre y diciembre la epidemia tenía su máximo desarrollo en Orizaba. Otra pregunta que nos surgió al respecto fue la siguiente: ¿por qué la viruela tardó cuatro meses en arribar a los pueblos? La respuesta no la tenemos por el momento. De hecho, cuando la viruela apareció en Orizaba, el subdelegado José Salinas manifestó que no se podía prohibir la comunicación de los habitantes de Ixhuatlancillo con los de la villa de Orizaba debido a que entre ambos lugares había una distancia corta.
Ahora bien, con base en el mismo edicto del virrey Branciforte del 28 de febrero de 1797, el 29 de diciembre el subdelegado reportó el número de individuos enfermos, sanados y muertos que fueron apareciendo en el transcurso de la epidemia. Auxiliado por el párroco de Maltrata y Aquila, Manuel de Arce y Castilla, Salinas informó al Asesor General Comisionado que en el primer pueblo había 3 enfermos y “una doncella muerta”, y en Aquila 16 virulentos y 6 muertos. Como se verá más adelante, de acuerdo con la caridad brindada a los contagiados de estos pueblos, hasta el 28 de enero de 1798 el subdelegado manifestó que se habían contado 150 epidemiados en Aquila y 250 en Maltrata (agn, 1797: Expedientes 5 y 7).
Respecto al pueblo de Ixhuatlancillo, el 31 de diciembre de 1797 el subdelegado señaló que “el número de enfermos [era] todavía corto y que no [habían] muerto más de cinco personas”. Nueve días después, el 9 de enero de 1798, esta autoridad informó que había 128 enfermos, de cuales 19 habían fallecido (13 niños y 6 adultos), 26 habían sanado (20 párvulos y 6 adultos), y que el resto aún seguía con la viruela (agn, 1797: Expediente 7 “Auxilios para ocurrir a los virulentos en dicho horario. Ixhuatlancillo. Orizaba”).
Con base en el mismo informe de Ixhuatlancillo, Cook (1982) señala que la epidemia impactó más a los infantes que a los adultos. Esta afirmación debe analizarse con más detalle, ya que no se supo lo que pasó con los 83 individuos que todavía padecieron la enfermedad en el mes de enero. Desafortunadamente, el registro parroquial de 1797-1798 impidió analizar el comportamiento de la viruela en este pueblo, debido a que el párroco de la villa de Orizaba no indicó la residencia de los occisos.
La caridad fue otra más de las medidas establecidas por las autoridades del virreinato para mitigar los efectos de la epidemia. Como se apuntó, el virrey Branciforte se opuso a usar los fondos de la Real Hacienda para combatir la epidemia (Espinosa y Miranda, 2010). Además, se debe tener presente que la caridad tuvo eco entre la población gracias a las ideas cristianas. Ayudar al pobre significó salvar el alma y ser auxiliado por Dios en tiempos de catástrofes, como fue en el caso de las epidemias. En este sentido, el alcalde municipal, Pedro Andrés Marín, esperaba que el “católico público” socorriera al miserable en su suerte y que el señor aplacado [lo llenara] de bendiciones” (agn, 1797: Expediente 6). No está de más pensar que las personas brindaron la ayuda humanitaria también con el fin de evitar contagiar a sus familias, pues al socorrer al enfermo la epidemia podía erradicarse pronto.
En este orden de ideas, Branciforte ordenó al ayuntamiento de Orizaba formar Juntas de Caridad, como lo prescribió en el edicto del 28 de febrero de 1797. Dichas Juntas estarían integradas por hombres y mujeres por separado. Es importante indicar que ambos grupos estuvieron subdivididos. Entre las mujeres apareció un sector sin nombre y otro llamado “Las Naturalas”.10 En general eran alrededor de 94 señoras. Los hombres integraron dos grupos denominados “como pudientes en más y menos fuerzas” (agn, 1797: Expediente 6). Se trató de cosecheros de tabaco y comerciantes tanto grandes como medianos. El citado grupo estuvo integrado por 60 personas.
El objetivo de las Juntas era recolectar semanalmente los recursos económicos “para la asistencia y curación de los pobres virulentos” (amo, 1797a: “Sesión 12 de octubre de 1797”). La contribución sería voluntaria, la cantidad que cada habitante pudiera aportar. El 12 de octubre de 1797 el ayuntamiento comisionó al “republicano Gregorio Bezares” y a José Salazar y Cortázar para que, de acuerdo con las listas entregadas por el presidente municipal, llevaran a cabo este fin entre los vecinos de la villa. De esta manera, en el periodo del 5 de noviembre al 9 de diciembre, la Junta de las mujeres aportó 372 pesos 2 reales. El 9 de noviembre, el alcalde Pedro Marín informó al virrey que en el grupo de los hombres Gregorio Bezares, Juan Franco, Julián Tornel, Pedro Mosquera y Rafael Pérez donaron en conjunto y en una sola ocasión 242 pesos distribuidos de la siguiente manera: Mosquera, 100 pesos; Tornel, 30; Pérez; y Bezares y Franco, 50 pesos cada uno. El mismo alcalde comunicó que el resto de los integrantes de este sector11 hizo donaciones semanales con lo que se recolectaron 107 pesos 3 reales hasta ese momento (agn, 1797: Expediente 6).
Paralelamente, el virrey instruyó al ayuntamiento que la caridad fuera entregada en especie, pues sostuvo que los asistentes o familiares de los enfermos pobres, al recibir dinero, lo destinaban a “otras muchas necesidades”. De esta manera, fue acordado que se ministraran “los utensilios y abrigo común, tarima, petates ó zaleas y sábana ó frazada”, así como medicinas (agn, 1797: Expediente 6).
La tarea del ayuntamiento no terminó allí. La institución reportó semanalmente a la autoridad virreinal los gastos hechos con los enfermos. Por ejemplo, el alcalde municipal informó que en la semana del 16 al 20 de diciembre de 1797 gastó 131 pesos del fondo de 473 pesos recolectados. Señaló que había 332 pesos en existencia. Igualmente, comunicó que en la semana del 30 de diciembre de 1797 al 5 de enero de 1798 destinó 147 pesos 1 real para la misma causa y que la cantidad fue tomada del fondo de 528 pesos 1 real. En síntesis, el munícipe dijo que en esta última semana se había socorrido a 431 personas que se encontraban ya libres de la enfermedad (agn, 1797: Expediente 6).
Asimismo, el ayuntamiento reportó la ayuda económica de otros miembros de la élite de Orizaba, aunque en este caso no señaló el monto del capital aportado. Destacó el compromiso del munícipe Benito Rocha,12Gertrudis Acosta y Micaela Pecellín para socorrer a los enfermos hasta donde alcanzaran sus facultades económicas. Rocha ayudaría a “todos los pobres del Barrio de San Juan de Dios” y Acosta y Pecellín a los del barrio de Pichucalco. Igualmente, Rocha prestó una de sus casas ubicada en el barrio de Santa Gertrudis para auxiliar a los arrieros que enfermaran en su tránsito por la villa. El inmueble fue habilitado “por los regidores pudientes [con] doce camas con tarima, saleas [,] frazadas y mantas” (agn, 1797: Expediente 6).
La contribución del munícipe Rocha fue también destacada cuando se informó al ayuntamiento que el hospital de mujeres “titulado San José de Gracia” carecía de espacio para atender a las enfermas en cuanto la epidemia comenzara hacer estragos en la población. Rocha prestó otra de sus casas situada en el barrio de San Juan de Dios para convertirla en hospital provisional. El ayuntamiento se comprometió a proveer a este inmueble de lo necesario durante el tiempo que la epidemia lo demandara. El auxilio fue también brindado por los regidores Juan de Cora, Pedro Marín, Julián Romanos, el señor Alejo Marín y el “alguacil mayor”. Los tres munícipes donaron en conjunto 20 camas. Alejo y el aguacil se obligaron respectivamente a dar la comida diaria a los enfermos y a “pagar el salario de la enfermera”. Asimismo, Alejo y el licenciado José Anastasio Rendón gestionarían ante los dueños de las boticas que las medicinas fueran regaladas o vendidas a un precio menor al establecido. En caso de que las citadas medicinas tuvieran un costo, recomendaron que el vecindario ayudara económicamente con la cantidad que pudiera (amo, 1797b: “Sesión 2 de noviembre de 1797”).
Por su parte, el virrey Branciforte y su esposa “Carlotita” participaron también en el socorro de los enfermos. Con su propio capital ayudaron a 76 personas de distintos puntos de la villa (cuadro 9). El 16 de octubre de 1797, el ayuntamiento manifestó su gratitud al señalar que “los pobres [del] vecindario pudieron acceder a ‘medicinas’, así como a un sustento que permitió a ‘estos infelices’ consuelo y ánimo a ‘esperar el contagio, sin aquella crueldad de que le armaría su propia necesidad’” (agn, 1797: Expediente 6).
Mientras que en la villa de Orizaba las personas pudientes fueron organizadas en Juntas de Caridad, en los pueblos de Maltrata y Aquila la situación fue diferente. El subdelegado informó al Asesor General Comisionado que “no [había] gente de razón ni indios capaces de contribuir al socorro de los enfermos”. El teniente de justicia era la única persona que podía ayudar; sin embargo, en esta ocasión carecía de recursos económicos porque había “gastado algunas cantidades” en la construcción de una fuente en la plaza principal y en un “corateral” [sic] para la iglesia de Maltrata (agn, 1797: Expediente 5 “El subdelegado de Orizaba sobre medios para socorrer a los variolosos en dicho pueblo. Maltrata”).
Ante tal situación, el Estado recibió la ayuda de la Iglesia. El 21 de diciembre de 1797, el párroco de ambos pueblos, Manuel de Arce y Castilla, propuso al subdelegado apoyar económicamente a los enfermos “hasta donde sus fuerzas alcanzasen”. Los recursos se destinarían a la compra de “sábanas de manta”. Cada una de estas sería “de dos anchos y de dos y media varas” y costaría alrededor de 15 reales. De acuerdo con un cálculo del número de virulentos, el cura consideró que se necesitarían entre 250 y 300 prendas para Maltrata, y 150 para Aquila.
El presbítero entregaría una sábana a cada enfermo con el fin de sustituir las tilmas. En su opinión, las sábanas se lavarían con facilidad, lo que traería como resultado una mejor higiene. De esta manera, el virulento tendría “un lienzo limpio y más tratable” en comparación con las “tilmas pesadas y endurecidas con el pus de la enfermedad” (agn, 1797: Expediente 5). Lejos del conocimiento de la microbiología en esa época, es posible decir hipotéticamente que la medida contribuyó a la disminución de los contagios, pues en la actualidad se sabe que el virus Orthopox, causante de la viruela, puede permanecer en la ropa por más de tres años en temperatura ambiente (Cramaussel, 2008).
Paralelamente, el subdelegado solicitó al Asesor General Comisionado disponer de los recursos de la caja de comunidad de Maltrata para contribuir con el cura en la adquisición de las sábanas que serían repartidas, tanto en este pueblo como en el de Aquila. Sin embargo, los recursos fueron insuficientes para auxiliar a los “indios miserables infestados de la epidemia de viruelas” de ambos pueblos. Ante tal situación, el 9 de febrero de 1798 se pidió al mismo Asesor que autorizara al subdelegado utilizar los fondos de la caja de comunidad de Maltrata únicamente para los enfermos de este pueblo, conforme a lo prescrito en el artículo 12 del edicto del 28 de febrero de 1797.
En el caso de Aquila, que no tenía bienes, el subdelegado fue autorizado para asistir a los epidemiados “en el modo que [fuera] posible” de acuerdo con la propuesta del párroco. Igualmente, se recomendó al subdelegado pedir ayuda económica “al Ilustrísimo señor Obispo de Puebla” bajo el argumento de que Aquila pertenecía a su Obispado y que “aquellos miserables indios del citado pueblo” necesitaban su auxilio. El obispo cedió a la petición y ayudó a los epidemiados de Aquila y Maltrata, como lo había hecho con otros pueblos pertenecientes a su jurisdicción eclesiástica (agn, 1797: Expediente 5).
Además del aislamiento y reporte de enfermos, así como de la caridad brindada a estos, el ayuntamiento de Orizaba y los curas de los pueblos de Maltrata, Aquila e Ixhuatlancillo llevaron a cabo otras medidas sanitarias dictadas por las autoridades virreinales. Prohibieron los velorios de los individuos que morían a causa de la viruela, bajo la idea de que había “un gravísimo peligro de contagiarse”, y dispusieron enterrar inmediatamente los cadáveres “cubiertos con cal viva” en cementerios construidos fuera de los recintos urbanos y opuestos a los vientos reinantes en estos (agn, 1797: Expedientes 1 y 6). Respecto a esta última providencia, se creyó que los camposantos de las iglesias eran focos de infección, ya que al acumularse y removerse los cuerpos se despedían vapores que contaminaban el aire, lo cual era dañino para los pobladores (Gálvez, 2003: 107). En sí, la atmósfera debía limpiarse para que el aire fluyera, tal como lo proponían los médicos ilustrados. En este sentido, Manuel de Arce y Castilla, que como se señaló era el párroco de Aquila y Maltrata, acordó con los vecinos de estos pueblos “destinar lugares para enterrar los muertos separados del tránsito de las gentes”. Asimismo, el cura hizo “ver a los indios la utilidad común de esta providencia”. Por su parte, el sacerdote de Ixhuatlancillo, que era el mismo de la villa de Orizaba, informó al subdelegado que en cuanto aumentara el número de óbitos “elegiría un paraje separado de la comunicación para dar sepultura a los cadáveres de los contagiados” (agn, 1797: Expediente 7). Aunque desconocemos el lugar destinado para los muertos de la villa de Orizaba, es fácil sugerir que el ayuntamiento, junto con la autoridad eclesiástica, eligió un sitio alejado de la población, como se hizo para los pueblos aludidos.
En el mismo concepto de la teoría de los miasmas, las autoridades virreinales ordenaron a “los pueblos y barrios sujetos a los alcaldes ordinarios” quitar el monte de los solares y “cercas” para que el aire circulara y se respirara más puro, y de esta manera se previnieran los contagios, o por lo menos que la epidemia fuera “menos cruel” (agn, 1797: Expediente 6).
Por otra parte, se ha comentado que los indios de la villa de Orizaba no acudían a los médicos durante el tiempo de la epidemia. El subdelegado manifestó al virrey que preferían ser asistidos “solo de sus allegados y parientes” y usar “remedios sugeridos por su rusticidad e ignorancia”, los cuales eran “más aptos para quitar la vida á los enfermos que para conseguirles alivios”. Entre estos remedios, el subdelegado señaló “los baños en Temaxcales”. Aunque esta autoridad reconoció que los temaxcales podían ser benéficos en “algunas circunstancias y enfermedades”, indicó que no sería así contra los tres síntomas de la viruela: “inflamación, florescencia y supuración” (agn, 1797: Expediente 8). Dicha autoridad decía que al introducirse el enfermo al temaxcal se sentiría acometido “de la fiebre, irritando la sangre con el fuego y ocasionándole con esto unos síntomas mortales” (agn, 1797: Expediente 6).
Ante tal situación, el subdelegado pidió al virrey que prohibiera a los indios usar los temaxcales, bajo el argumento de que ninguna de las medidas dictadas produciría un buen efecto contra la viruela si se usaban dichos tipos de baños. En este sentido, el 19 de noviembre de 1797 el Asesor General Comisionado ordenó al ayuntamiento de Orizaba que pidiera a los indios que se apegaran al método prescrito por los médicos y dejaran la costumbre de bañarse en los temaxcales durante el tiempo de la epidemia. Igualmente, el Asesor autorizó al ayuntamiento vigilar que la providencia se cumpliera, y en caso de encontrar alguna persona infringiéndola, el temaxcal sería destruido sin importar si era “propio o ajeno” (agn, 1797: Expediente 6).
En síntesis, el virrey consideró que las providencias en general contribuirían a la salud pública tanto de la villa de Orizaba como la de los pueblos de Aquila, Maltrata e Ixhuatlancillo (agn, 1797: Expediente 1).
La movilidad de personas procedentes de Cholula y de Ciudad de México, así como de las tropas militares de la ciudad de Veracruz, fue el factor principal para la presencia y el desarrollo de la viruela en la villa de Orizaba, y probablemente para los pueblos de Ixhuatlancillo, Maltrata y Aquila. Se puede decir que las autoridades municipales de Orizaba no tuvieron opción de decidir ante la postura del virrey Branciforte de convertir a la citada villa en su cuartel militar para luchar contra una posible invasión de Inglaterra al principal puerto de la Nueva España: Veracruz. No obstante, el discurso de que las medidas sanitarias contribuían a la salud pública de los poblados afectados por la viruela, el virrey privilegió los intereses de la Corona española desde el momento en que instaló su campamento en la villa de Orizaba, bajo el argumento de que el clima saludable ayudaría a la recuperación de los soldados contagiados por alguna epidemia en la costa veracruzana. Asimismo, el manejo de la epidemia en la villa de Orizaba y en los pueblos de Aquila, Maltrata e Ixhuatlancillo fue centralizado, como sucedió en otras regiones de la Nueva España. El subdelegado, el ayuntamiento, los médicos y los sacerdotes de la villa y de los pueblos de indios se convirtieron en los instrumentos del virrey Branciforte para aplicar la política sanitaria promovida por la Corona española. Además de esa encomienda, los ayuntamientos y curas tuvieron un papel relevante en la sociedad al tratar de concientizar a la población sobre los beneficios a la salud pública si se cumplían las providencias sanitarias. Es posible decir que esta tarea fue difícil para las autoridades, quienes trataron de cambiar las costumbres de los indios de usar los baños de temaxcales o esconder a sus enfermos por el temor de que los llevaran al hospital, donde quizá no los verían en caso de fallecer.
Por su parte, el virrey Branciforte protegió la Real Hacienda al apoyarse en los individuos pudientes de la villa de Orizaba y en la Iglesia. En este sentido, los comerciantes, cosecheros, hacendados, naturalas y los párrocos tuvieron un papel relevante en el socorro de los epidemiados. Además, se puede decir que Branciforte controló el manejo de los recursos económicos por medio del ayuntamiento de Orizaba y del subdelegado desde el momento en que decidió cómo se invertirían.
Igualmente, es posible decir que la epidemia de 1797-1798 fue menos letal, en comparación con la epidemia de 1779-1780. Al igual que esta última, la epidemia de 1797-1798 impactó en el mismo orden a los grupos socio-raciales: indios, mestizos y españoles. Sin distinción de raza, sexo o posición social, la última epidemia del siglo xviii dejó también su huella en varias personas que no pudieron ocultar su paso, como lo manifestó el alcalde municipal al decir que en las calles de la villa de Orizaba se veían “muchos manchados” (agn, 1797, Expediente 1).