Artículos de investigación
Recepción: 03/05/2021
Aprobación: 25/10/2021
Resumen: A partir del fenómeno de las minas antipersonales (map) en Colombia, Alberto Salcedo Ramos (2008) retrata el panorama de las víctimas en su crónica “Un país de mutilados”. A través de testimonios describe sus diferentes contextos, así como una marcada violencia estructural por parte de las instituciones sociales y de miembros de las metrópolis. Salcedo Ramos denuncia así los distintos tipos de violencia, como el abandono de las autoridades, la indiferencia de la sociedad, la deshumanización y el estigma de quienes son víctimas de este y otros males.
Palabras clave: Minas antipersonales, Crónica, Víctima, Colombia, Violencia.
Abstract: Based on the phenomenon of antipersonnel mines in Colombia (map), the Colombian Alberto Salcedo Ramos describes diverse situations of the victims in his chronicle Un país de mutilados (2008), through their testimonies in different contexts; as well as marked structural violence in social institutions, and in the members of Colombian society. Thus, Salcedo Ramos denounces different types of violence, such as the abandonment of the authorities, the indifference of Colombian society, the dehumanization, and the stigma of those who are victims of these and other evils.
Keywords: Antipersonnel Mines, Chronicle, Victim, Colombia, Violence.
Introducción
El problema de las minas antipersonales (map) en Colombia es un reflejo del conflicto armado que aún vive ese país. Los acuerdos de paz, iniciados en 2002,1 desmovilizaron a varios grupos paramilitares, entre ellos las Autodefensas Unidas de Colombia (auc). Sin embargo, muchas de esas minas todavía son medios de ataque efectivos para mutilar y aniquilar gracias a su factor sorpresa. Cabe destacar que el sector más afectado es el rural, ya que el campo y las zonas periféricas de las ciudades eran fuertes territorios de disputa en el conflicto interno colombiano, por su ubicación estratégica.
Las víctimas, además de los estragos físicos y psicológicos por las explosiones, también sufren un género de violencia constante al ser invisibilizadas por las instituciones. A pesar de que existe un supuesto apoyo a manera de compensación —que proviene del Fondo para la Reparación de las Víctimas—, muchas de ellas no pueden acceder a la menguada indemnización, debido a los complicados procesos burocráticos. Los afectados parecen meras cifras estadísticas. Sus casos se presentan como irrelevantes, no se les brinda la atención que demanda su gravedad; se tiene poco esmero y respeto por la dignidad de las personas.
Este problema atrajo la atención del periodista Alberto Salcedo Ramos (Bogotá, 1963).2 En su crónica Un país de mutilados (2008)3 pretende dar cuenta de la situación de los afectados por las map. En su relato, esas personas adquieren un rostro, un nombre, se denuncia frontalmente la indiferencia de las instituciones y del Estado colombiano. De modo paralelo, el cronista expone el aislamiento motivado por el prejuicio y la falta de comprensión de los sectores urbanos.
En todo caso, tiene el propósito de concientizar y empatizar, a fin de generar un cambio de actitud hacia las víctimas4 y sentar un precedente histórico a través del discurso cronístico. Salcedo Ramos observa y plasma que el gobierno, al igual que el sector urbano de la sociedad, ejerce otros tipos de violencia5 junto a la directa:6 la estructural7 y la cultural,8 como las denomina Johan Galtung (2003). Estas pueden ser traducidas como olvido y desprecio y se reciben como humillación y reducción de la dignidad.
Así, el presente artículo analiza cómo la crónica de Salcedo da a conocer el fenómeno de las minas antipersonales y su trazado de violencia, a partir de la teoría de Galtung. Parte de un ángulo que Salcedo Ramos define como más humano,9 es decir, más próximo a la realidad, en el contexto y la condición de la víctima; siempre bajo una perspectiva de dignificación y respeto. En segundo lugar, se muestra la visión del Estado y de las sociedades urbanas, adonde inmigran algunos de los afectados, enfrentándose al rechazo y al anonimato, para tratar de solucionar o paliar su desgracia con la mendicidad.
El relato de la violencia
La crónica es un género fronterizo, porque cabalga entre la literatura y el periodismo: busca representar la realidad mediante diversos elementos expresivos y narrativos, como la creación de personajes o las escenas ágiles y plásticas (Gomis, 1991). Contiene diversos elementos literarios dentro de sus posibilidades discursivas, sin la necesidad de faltar al rigor periodístico, que está comprometido con la verdad. De este modo, de acuerdo con Vicente Leñero y Carlos Marín (1986: 156): “La crónica es la más literaria de las expresiones periodísticas: Describe los personajes desde muy distintos ángulos y emplea recursos dramáticos para ‘prender’ al lector”.
No obstante, al igual que ocurre con otros géneros del periodismo, a la crónica se le asocia frecuentemente con el relato de la violencia. La nota roja y la gráfica violenta, entre otros discursos periodísticos, han abordado los hechos criminales desde distintas perspectivas, algunas veces con un enfoque sensacionalista, amarillista o poco profundo. No es el caso de Salcedo Ramos, quien en Un país de mutilados cuenta las desventuras de dos familias, por los estragos de las minas antipersonales. El receptor presencia el martirio del acontecimiento, el calvario que significa la reparación monetaria y el desprecio que sufren las familias cuando son desplazadas al medio urbano en condiciones de mendicidad. De igual manera, plantea la convivencia de los habitantes de esas zonas con los artefactos explosivos y el miedo constante.
Se advierte la intención de revelar los padecimientos de las víctimas y provocar empatía. El relato se construye con testimonios, la recreación de situaciones y datos ocasionales, para establecer un panorama completo de los hechos. Es aquí donde adquiere un matiz de denuncia. Narra la pobreza y la nula atención del Estado hacia las apremiantes necesidades de los afectados.
Por supuesto, es imposible presentar un relato completo de todas las víctimas de las map. En consecuencia, el cronista eligió los casos de Claudia Ocampo y de Manuel Ceballos, identificados en la ruta de la infamia (la zona de Antioquia donde se han reportado el mayor número de explosiones). Esta elección es una manera persuasiva de acercar al lector al drama que viven los afectados por las minas. Se observa que se trata de la dignidad escamoteada por una sociedad indiferente y un Estado omiso.
Por otra parte, no es raro acostumbrarse a la violencia. El país sudamericano ha sido sacudido en múltiples ocasiones por conflictos, como la guerra civil, que duró desde 1948 hasta 2016. Tuvo dos etapas10 e implicó diversos aspectos discriminatorios que aún permanecen, es el caso del racismo y el clasismo.
Del germen de la violencia social, estatal y política se desarrolla la oposición en Colombia, integrada por diversos grupos guerrilleros, como las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (farc-ep), el Ejército de Liberación Nacional (eln) y el Movimiento 19 de abril (M-19). Esto impactó la cosmovisión, las dinámicas sociales, las relaciones y prácticamente todo el desarrollo de la historia moderna de esa nación. Sobre todo, porque gran parte del poder de estos grupos se sustentaba en la intimidación y el terrorismo.
La colocación de las map fue una de las estrategias más populares para los grupos guerrilleros, por su bajo costo.11 No obstante, su poder destructivo es considerable. De este modo, las map, o quiebrapatas, como les llaman, se convirtieron en un grave problema. Estos artefactos poseen rasgos particulares respecto a otros usados en los conflictos armados:
Las minas antipersonal (map) como arma de guerra tienen tres particularidades fundamentales: la primera y más importante es que se trata de armas explosivas que son activadas por la propia víctima; la segunda, la diacronía existente entre su instalación y su activación, pues el tiempo que puede transcurrir entre el momento en que un perpetrador instala estos artefactos y el instante en que una persona la activa (convirtiéndose así en su víctima) puede ser incluso de años; la tercera —consecuencia de la anterior—, es su alto efecto indiscriminado (Ruiz Romero y Castaño Zapata, 2019: 112).
Estos explosivos constituyen una forma de la barbarie bélica, ya que puede alcanzar —y de hecho perjudica más— a los civiles y no tanto a los soldados o paramilitares. Las minas incluso han llegado a ser consideradas un problema de salud pública. Hernández Díaz (2003: 2) da las siguientes cifras:
El 13 % de las víctimas corresponde a soldados, el resto a personal civil, especialmente campesinos, población humilde que se dedica a cultivar la tierra. Publicación que como otras también ha confirmado que siguen siendo los niños los más afectados (40 %); quienes se acercan a los artefactos, movidos por su ingenuidad, utensilios atractivos para su mundo, quienes pensando que son un juguete se encuentran con una explosión que les genera secuelas físicas y emocionales de por vida.
Las cifras corresponden a la fecha en que suceden las historias que Salcedo relata. No obstante, en 2019, de acuerdo con el Comité Internacional de la Cruz Roja, se registraron 352 víctimas de estos artefactos.12
Ante este escenario Salcedo Ramos se preguntó cómo abordar este profundo tema sin quedarse en la mera enunciación de cifras y estadísticas o en los consabidos análisis descriptivos, presentados en estudios académicos y noticias de diversa índole. En estos no se percibe el problema concreto: qué significa la mutilación para las personas afectadas. El periodista colombiano propone un discurso que, por sus características y posibilidades, logra retratar personas concretas. No son simples cifras que dan un efecto de relevancia y perdurabilidad, ni solo la transitoriedad y fragmentación propia de la noticia (Salcedo Ramos, 2011). Esto significa que la crónica posee “la licencia para sumergirse en el fondo de la realidad y en el alma de la gente” (Salcedo Ramos, 2011: 1). Implica un acercamiento mucho más adecuado al contexto del individuo y no a la tragedia que sufrió.
Así, el cronista se concentra en la perspectiva de las víctimas y escucha sus lacerantes testimonios, en contraste con las acciones y omisiones de una parte de la sociedad y de las instituciones gubernamentales. Esto se manifiesta en el relato de las experiencias y en la narración del mismo Salcedo Ramos. Él establece una crítica al discurso de las estadísticas y los números por su falta de profundidad en cuanto a la humanidad. De entrada, se presentan dos visiones: la de los afectados y la de Salcedo Ramos, quien mantiene un perfil con cierto grado de ingenuidad y hasta de asombro, pues le resulta necesario para lograr ese efecto en el lector.
A partir de los dos enfoques, se vislumbran características sociales13 e institucionales.14 El primero se divide en dos; si bien, permean los testimonios donde se observa una continua vejación e indiferencia, también se encuentra el caso de las personas que buscan disminuir el impacto de las minas en las zonas perjudicadas a través de organizaciones civiles. Por otra parte, se establece una denuncia hacia las instituciones, las cuales omiten el factor dignificante en sus quehaceres y humillan —de manera indirecta, pero no por eso menos efectiva— a las víctimas. Exponen el analfabetismo y no buscan que los procesos burocráticos se adecuen a las situaciones de las personas afectadas, a fin de cumplir con los ordenamientos legales que las protegen y amparan.
Frente a estas últimas dos posturas, Salcedo Ramos ofrece una visión paralela. De manera que los protagonistas de estos terribles acontecimientos cuenten sus puntos de vista ante el fenómeno de las map. Permite también un acercamiento a sus formas de entender el mundo, de habitarlo y conocer algunas de sus aficiones. Un caso es el de Claudia Ocampo con la música. Sin duda, este último dato no aparece en los reportes oficiales, sino que deriva de la plática entre el periodista y Claudia, lo cual expone que esas personas tienen anhelos y esperanza.
Así, Salcedo Ramos presenta una visión donde las víctimas no son ese otro ajeno, incluso monstruoso, por las deformaciones causadas por las map. El cronista aborda las historias con un punto de vista humano, son ejemplos de los terribles efectos que padecen otras personas. Cada una es diferente, al igual que sus expectativas de vida, pero comparten el mismo aislamiento y rechazo; la manera en que son tratadas manifiesta similitudes en casi todos los casos.
Se plantea que las víctimas de las map no son externas a la sociedad, sino que son parte de ella, pues su tragedia deviene de un conflicto social. Asimismo, en las historias de Claudia Ocampo y Manuel Ceballos se reflejan sus perspectivas de vida: su concepción de la familia y su sentido de pertenencia a esas zonas rurales; las cuales —pese a que ahí se sufre la presencia de las minas— perciben como su hogar (su pequeño paraíso, como se menciona en el texto). En esas poblaciones las víctimas tienen un lugar y, cuando se ven forzados a realizar una movilidad interna hacia la ciudad, son relegados por sus habitantes.
Cabe destacar que el cronista abre una nueva óptica a partir de incluir los contextos individuales y de complejizar las situaciones de los afectados y el papel de las instituciones. Busca poner énfasis en la mirada de los protagonistas y cómo se perciben a sí mismos, tanto en calidad de miembros de una sociedad rural, como al formar parte de un Estado y un país. Por otro lado, Salcedo Ramos también indaga cómo vivieron la explosión y sus consecuencias. Además, quizá una de las perspectivas más reveladoras es cómo las víctimas perciben el rechazo social y la humillación. Indirectamente, el periodista cuestiona al lector sobre su trato hacia los grupos vulnerables, incluyendo a indígenas, adultos mayores y migrantes, por citar algunos.
En otro orden de ideas, es conocido que son varios los discursos que surgen a partir del morbo. Un ejemplo es el caso de la nota roja, ese tipo de periodismo que se nutre de imágenes e historias donde resaltan las imágenes grotescas por su alto contenido sangriento. En la crónica de Salcedo Ramos, se presenta un tema bastante violento, que implica imágenes de mutilaciones y muertes derivadas de las explosiones. Sin embargo, propone un enfoque en la perspectiva de la víctima y su contexto. Cuando retrata los accidentes, el cronista pone énfasis en la experiencia y el sentir durante el suceso:
De repente, una descarga que pareció surgir desde el fondo de la tierra los arrojó por el aire. Todavía hoy, Carmen Julia ignora cuánto tiempo duró inconsciente. Solo sabe que, cuando abrió de nuevo los ojos, el cielo se había encapotado y ella se sintió como la única sobreviviente de una catástrofe. Sin embargo, en la medida en que recuperaba plenamente el conocimiento, pensaba que también ella moriría. Le dolía la cabeza, le ardía el vientre. Palpando su propio cuerpo con espanto, descubrió, a través de su vestido hecho jirones, la masa de arena y sangre que le ensopaba los senos (Salcedo Ramos, 2015: 213-214).
Esta es parte del testimonio de Carmen Julia Gallego, madre de Claudia Ocampo, quien recuerda cómo, en vísperas de la Navidad de 2002,15 ella y su familia fueron víctimas del infortunio al cruzar por un sendero con minas activas. Esta reconstrucción sugiere que Salcedo Ramos respeta el relato de la afectada. Es decir, deja que describa el hecho en los términos que ella desea, sin agregar descripciones detalladas o gráficas. En consecuencia, se lee lo que ella sintió y vivió, sin añadir elementos ajenos. Esto se refuerza cuando Carmen Julia continúa con su testimonio, sin necesidad de ofrecer descripciones del cadáver, en este caso, de su esposo:
Por un instante se preguntó quién era ella, de dónde venía, por qué andaba a gatas sobre aquellos rastrojos que le lastimaban las rodillas. Necesitó varios segundos para que sus oídos, aturdidos aún por el estampido, percibieran el llanto desgarrado de Claudia, que se encontraba, quizá, a unos cinco metros de distancia (Salcedo Ramos, 2015: 214).
Como se advierte, en el fragmento sobresale la descripción del dolor de Carmen Julia y el escenario posterior a la explosión, donde lo más relevante para la mujer era el llanto de su hija Claudia. Sin duda, el enfoque transmite el drama humano mejor que las representaciones cruentas, inhumanas y violentas. De esta manera, Salcedo Ramos se aproxima a un retrato de la víctima, la vuelve el centro del relato.16
Como resultado, el periodista configura un discurso paralelo a aquellos cuya base es la generalización y deshumanización de las historias y sus protagonistas. Uno es el de las estadísticas. Es un hecho que los censos son necesarios para dimensionar un problema tan generalizado, en ese país, como el de las map. Salcedo Ramos utiliza las estadísticas para establecer un contexto general, determinar las constantes y las características de los afectados, así como los lugares donde se registran más detonaciones.
Mediante el discurso estadístico se obtienen informes objetivos sobre el fenómeno de las minas. No obstante, a Salcedo Ramos le parece corto de alcances, pues no profundiza en las historias de las víctimas. Estos datos reflejan una realidad social, pero carecen de un factor que el cronista define como humanizante, en consecuencia, se traducen en una violencia directa y constante, asentada en el anonimato.
Galtung (2003) menciona que dentro de las cuatro necesidades básicas17 se encuentra la necesidad de representación a partir de la identidad. De acuerdo con el sociólogo noruego, la violencia del anonimato se manifiesta en la denominada desocialización, la cual apunta a un alejamiento de lo social. En este sentido, observar la historia personal de las víctimas como un número o un simple dato que sirve para alimentar una estadística, le resta, o no contempla, el dolor que representa esa experiencia traumática. Asimismo, si los datos no profundizan, no es un verdadero acercamiento, solo es uno parcial; se carece de empatía cuando esos acontecimientos carecen, a su vez, de rostro. Así lo plantea el mismo Salcedo Ramos (2015: 216-217), quien, a partir de un análisis basado en analogías, logra poner en perspectiva las cifras expresadas en los reportes oficiales, al considerar el factor humano:
Los municipios perjudicados son 679, que equivalen al 60 por ciento del territorio nacional. Desde el año 2005 se presentan, en promedio, tres víctimas diarias, entre muertos, heridos y mutilados. De 1990 a 2007 se han registrado, en total, 6.637 mártires. Esta última cifra posiblemente se queda corta, pues muchos casos no son reportados, a veces por negligencia o por ignorancia de los afectados, y a veces por el aislamiento de los lugares donde ocurren los accidentes.
¿Qué son 6 637 cristianos reducidos a un diagrama de barras? Un simple guarismo en una hoja de cálculo. Sin embargo, si apeláramos a ciertas comparaciones, los áridos números nos servirían para establecer la magnitud del problema.
El cronista ofrece una interpretación de los datos oficiales a los que tuvo acceso. De entrada, cabe señalar que, como lo aclara, estos datos no son fiables, ya que no todos los casos son reportados. A su vez, le da a los informes la dimensión justa, en calidad de referentes, mas no como una realidad absoluta. Si bien las estadísticas muestran un panorama general, al mismo tiempo reducen a las víctimas a informes, hojas de cálculo o áridos números. Sin duda, estos elementos no representan el verdadero martirio de los afectados, solo facilitan un punto de inicio para adentrarse en él.
Dicho lo anterior, el periodista colombiano procede a realizar analogías con algunos referentes populares. Así plantea una dimensión más próxima para un lector no especializado, cuyo acercamiento a dichas cifras sería ajeno por no contar con un punto de referencia:
Con esos damnificados se podría fundar una villa casi tan habitada como el famoso balneario de Punta del Este y seis veces más poblada que Ciudad del Vaticano. También se podrían llenar hasta el tope 22 salas de cine con capacidad para 300 espectadores. Si viéramos a las víctimas en carne y hueso, juntas en un espacio único, advertiríamos que son una multitud. Y así, la cifra escueta que ahora tengo frente a mis ojos, resaltada con tinta verde, parecería más dramática. Si esa situación imaginaria se materializara, si cerráramos los ojos durante un tiempo y al abrirlos nos encontráramos en un coliseo ocupado por 6.637 lisiados de guerra, lo que más nos impresionaría sería, justamente, la abultada cantidad. Luego nos asombraría lo insólito de la reunión (Salcedo Ramos, 2015: 217).
De esta forma, Salcedo Ramos reflexiona sobre la fría cifra oficial. Al considerar solo los números, el problema no tiene una dimensión humana. Sin embargo, una vez realizado el ejercicio de compararlos con algunos referentes conocidos, se establece una aproximación más compleja que se genera un impacto en el lector.
Cabe destacar que la estructura y el orden de la historia cobran relevancia para lograr una connotación más humana. La crónica inicia con el apartado i, “El cantar de Claudia”, un primer contacto con la historia. Después, las cifras y analogías se incluyen en el apartado ii, “La ruta de la infamia”, donde pueden leerse con un matiz empático. A partir de este recurso, los datos no se perciben como ajenos, sino que adquieren un impacto sustentado en el drama que vivieron —y viven— Claudia Ocampo y su familia: la angustia por la muerte y la mutilación. Se debe agregar el hecho de que 6637 personas sufrieron la misma situación, lo cual permite visualizar una gran cantidad de dolor.
Una vez aclarado lo anterior, la manera de afrontar las historias ya no es la misma. Frente a esta dimensión del dolor extremo, un discurso como el del periodismo de nota roja se torna incómodo. Ante la presencia de una gran cantidad de narrativas de este corte, Brunetti (2011: 2) propone el término crónica roja:
A estos relatos, profundamente seductores para el público como abyectos para el campo intelectual, se les dio el nombre de crónica o nota roja porque así los llamó la prensa cuando referían a hechos sangrientos y convocó cotidiana o semanalmente a lectores ávidos, muchos de los cuales han optado por disimular su lectura asidua.
Por estas razones, una lectura con dichas características implica ceder ante el morbo deshumanizante. Una vez establecida la magnitud del dolor, en contraste con la frialdad o la distancia de otros discursos, el conocimiento de esas historias se da desde una postura de respeto por las tragedias personales de las víctimas. No obstante, faltaría considerar el factor de la empatía para conseguir un acercamiento humano, en los términos que el propio Salcedo Ramos propone. El periodista expone este tipo de acercamiento a partir del diálogo con los protagonistas. Al visitarlos en sus entornos, recopilar sus testimonios y transcribirlos, ayuda a configurarles una imagen humana.
Darle voz a los afectados es uno de los recursos dirigidos a suscitar empatía. En efecto, una tarea fundamental del cronista es prestar voz a quien no la tiene. Gran parte de su trabajo consiste en servir de intermediario para los actores de la anécdota. Esto implica cierta despersonalización del escritor, ocultar su subjetividad. Salcedo Ramos deja que sean los perjudicados quienes hablen de su situación. Ellos refieren los problemas a los que se enfrentaron y describen su experiencia. Entonces el lector se convierte en una especie de escucha de la tragedia y genera un vínculo con las víctimas. Así, se cuenta en primera persona lo acontecido, las reacciones y los sentimientos. Un ejemplo claro es cuando Manuel Ceballos, alcanzado por una segunda detonación, posterior a un retorno obligado por el rechazo social, dice lo siguiente:
Estarían quizá a cuatro metros de distancia cuando desaparecieron de vista, envueltas en un fogonazo de espanto. Durante varios segundos que le parecieron interminables, Ceballos sólo vio un nubarrón plomizo que se expandía en espirales, dejando a su paso un reguero de guijarros y de ceniza. Inmovilizado en el suelo, con un tarugo en la garganta, reconoció en aquella polvareda su propio apocalipsis. Si perder una pierna significaba quedar inútil, perder a su familia era ya el verdadero fin del mundo, el acabose. Sintió una punzada en el costado derecho del bajo vientre. Lamentó, con toda su alma, haber sobrevivido a la primera bomba. Y soltó sin más demora el grito que tenía atrancado en el pecho.
—Hijueputaaaaaaaaa!
Entonces, por fin, divisó los tres cuerpos tirados en el piso (Salcedo Ramos, 2015: 233).
En el fragmento anterior destaca la crueldad. Ante una situación semejante —si fuera posible, dada la magnitud del hecho—, la pregunta sería: ¿cómo reaccionaría el lector? Sin duda, los planteamientos expuestos por Ceballos son desgarradores, pues desde una perspectiva ajena se podría considerar que sobrevivir a dos detonaciones de map es sinónimo de suerte. No obstante, al realizar un ejercicio de empatía, dicho de otra manera, al ponerse en el lugar de Ceballos, la respuesta se torna contradictoria. Sobrevivir a una explosión donde parte de la familia muere no debe entenderse en términos de fortuna, sino de tragedia.
Desde este ángulo, la frase “Si perder una pierna significaba quedar inútil, perder a su familia era ya el verdadero fin del mundo, el acabose”, es un parámetro para vislumbrar parte de la violencia extrema que sufrió Manuel Ceballos.18 El grito desgarrador del hombre, trascrito a manera de diálogo, no es más que un desahogo, una respuesta natural ante la inmensidad de la tragedia. Frente a esta descripción, el acercamiento empático resulta necesario y bajo esta tesitura se puede alcanzar una lectura profunda.
Las miradas
Salcedo Ramos concede gran importancia al rigor informativo como base de su quehacer. En cuanto género periodístico, la crónica debe contar con datos y fechas verificables.19 Por esta razón, el periodista colombiano establece un contexto para sus historias, al tiempo que se apoya en las estadísticas oficiales y otros datos para alcanzar cierta objetividad:
Vuelvo a los expedientes que me dieron en el Observatorio de Minas de la Vicepresidencia de la República. Examino una página titulada “Ruta de atención integral a las víctimas”, que contiene los diferentes momentos del drama, desde cuando estalla la mina hasta cuando a la persona amputada le instalan el órgano ortopédico y le entregan una remuneración por su discapacidad física. Aparentemente, al informe no le falta ninguna etapa. En él figuran tanto la atención en urgencias como la asistencia psicológica. Incluso, se contempla la posibilidad de que el convaleciente muera y, en ese caso, se le asigna un rubro llamado “gastos funerarios”. Veo otra vez los diagramas, las flechas, y me pregunto cuánto dolor se agazapa tras estos datos lacónicos (Salcedo Ramos, 2015: 219-220).
En este fragmento destaca el hecho de que, pese a que el informe citado contempla las bases del proceso de atención, las cifras y los datos oficiales carecen de una medida del dolor, las emociones o los padecimientos. En este sentido, la crónica adquiere un valor agregado frente a los simples reportes. Va más allá al tener en cuenta a las víctimas en su faceta personal, en su testimonio. De esta manera, Salcedo Ramos se acerca a los informes solo en función del rigor que exige la labor periodística. Las estadísticas ofrecen una perspectiva del tamaño del problema, pero si no se interpretan, o no existe un referente cercano, su propósito queda trunco:
Habrá un momento, sin embargo, en que “la ruta de las víctimas”[20] no será un croquis impreso en una hoja sino una sucesión de hechos terribles descritos en testimonios desgarradores. Entonces comprenderé, paso a paso, este Calvario. En principio está la explosión a mansalva, infame, que desmantela el cuerpo y acobarda. Varios de los afectados, después del aturdimiento inicial, cuando observan su pierna desmembrada, les piden a sus acompañantes que los rematen con cualquier herramienta agrícola que lleven a la mano —un machete o un martillo, por ejemplo—. Luego sigue el traslado hacia un centro de salud donde les presten los primeros auxilios. Por lo general, los accidentes ocurren en áreas distantes que no cuentan ni con vías de acceso ni con recursos clínicos (Salcedo Ramos, 2015: 220).
De esta manera, Salcedo Ramos compone un primer diálogo con los datos e informes. Al emitir comentarios sobre las estadísticas, critica la distancia que mantienen frente a la experiencia de las víctimas. Posteriormente, el cronista establece un segundo diálogo, ahora directo, con los protagonistas de las explosiones. Interviene menos en el discurso, porque su intención es darles voz; participa lo necesario, para respetar los testimonios y que, a través de ellos, se construyan sus propios contextos. Gracias a sus palabras, el lector accede al sentir de las víctimas, a sus realidades y, sobre todo, a la manera en la que se perciben dentro de la sociedad, un aislamiento en los entornos urbanos y en las estructuras de gobierno.
La mirada de los ajenos: entre la indiferencia y el rechazo
La perspectiva de los habitantes de las ciudades colombianas hacia los desplazados por la violencia tiene muchas aristas; pero el relato de Salcedo Ramos se construye a partir de la percepción de los afectados. Aunque algunos integrantes de la sociedad citadina muestran empatía con las víctimas, en realidad es una máscara, pues en ellos predomina la desconfianza:
Ni siquiera le ofrecieron la oportunidad de llevarse una colcha que les sirviera a las niñas como techo bajo el sol y como abrigo bajo el frío. Deambuló por diferentes pueblos, recorrió distintos albergues de caridad, se enfermó de las arterias, pidió limosna en las calles. Las personas que le expresaban sus condolencias en público se negaban, en privado, a emplearla como doméstica, pues en el fondo desconfiaban de ella, debido a que procedía de una zona influenciada por la guerrilla (Salcedo Ramos, 2015: 215).
Este fragmento hace referencia a Carmen Julia Gallego, madre de Claudia Ocampo, para describir su situación después de la explosión. Destaca la hipocresía de algunas personas de las zonas urbanas, que no pasa inadvertida para la mujer. Independientemente de su analfabetismo o su origen rural, esas acciones de algunos citadinos hacen notorio el rechazo, acentúan la agresión.
De acuerdo con Galtung (2003), la desocialización, como la sufrida por las personas alcanzadas por las map en Colombia, es parte de la violencia directa. Se trata de la más visible, ya que va en contra de la necesidad básica de identidad y pertenencia. A esta modalidad habría que agregar otras dos variantes propuestas por el especialista: resocialización y ciudadanía de segunda (Galtung, 2003). Resulta evidente que se presentan, en distintos grados, en la percepción y el trato de los habitantes de las zonas urbanas hacia las víctimas, ya que las consideran inferiores por pertenecer al sector rural. Ahora bien, la difícil situación a la que se enfrenta Manuel Ceballos es similar a la de Carmen Julia y su hija Claudia; parece una constante en el actuar social:
Cuando no conseguían trabajo ni hospedaje, se apostaban todos como pordioseros en cualquier bulevar, sentados en el suelo. Portaban esos carteles típicos de los desplazados, escritos a mano, en los cuales suplicaban ayuda e informaban que habían sido desterrados de su pueblo por la violencia. Algunos peatones se conmovían y les daban frazadas, comida o monedas, pero la mayoría los ignoraba (Salcedo Ramos, 2015: 224).
Si bien, se menciona que algunas personas se conmovían y los apoyaban, el grueso de la población urbana optaba por la indiferencia. A la vez que los desplazados perciben el rechazo social, también reparan en la empatía de algunos habitantes. De allí que la intención de la crónica de Salcedo Ramos adquiera mayor relevancia, pues sugiere que de esta forma se aminoraría la humillación constante.
Por último, cabe señalar que, para las víctimas de las map, la odisea empieza desde que deben abandonar su lugar de origen. Este exilio obligado viene cargado de humillaciones, como si no fuera suficiente dejar su hogar, su sociedad, con todo lo que ello implica:
El mutilado renuncia a sus escasas pertenencias y abandona el terruño donde es productivo y conocido por su comunidad, para irse con su familia a cualquier sitio extraño, donde se convierte de inmediato en un ser ignorado, nulo, que habita casi siempre en tugurios de mala muerte y sobrevive gracias a actividades degradantes, como mendigar en los espacios públicos (Salcedo Ramos, 2015: 220-221).
De acuerdo con Muñoz Oliveira (2016: 76), la dignidad humana debe entenderse como “un umbral o rango mínimo de bienestar, de capacidades básicas, de bienes primarios”. Así, cuando se deja de lado este rango, se le quita la humanidad a una persona y se cae en la contraparte de la dignidad: la humillación, que Muñoz (2016: 85) define como “negar el igual estatus o rango humano de una persona, es excluirla de la humanidad”. En esta dinámica reside el valor de nombrar a las víctimas.
La despersonalización y el anonimato también son formas de violencia, dado que toda persona tiene derecho a una identidad; la cual también radica en tener un origen, muchas veces sustentado en el lugar donde crecieron. La identidad es un bien primario que se les niega a los desplazados al ser forzados a emigrar. Ahora bien, para tener una idea de la dimensión de este problema, basta decir que se promulgaron leyes que buscan proteger a los afectados; no obstante, las autoridades no han logrado aplicarlas cabalmente, como se verá a continuación.
La mirada del Estado: la distancia y la irresponsabilidad
Las víctimas de la violencia provocada por las map deben ser atendidas por el gobierno colombiano, que lo hace, pero de manera insuficiente. Cabe precisar este matiz, pues se legisló el acceso a una indemnización, la cual no prevé aliviar todas las secuelas, pero funciona como un aliciente para, si esto es posible, reiniciar la vida después de la tragedia. En este sentido, se debe propiciar una especie de reparación del daño, que supondría dar atenciones de diversos tipos, sobre todo psicológica, monetaria y médica.
La omisión gubernamental, entonces, deviene en la falta de condiciones para que la restitución —que por derecho les corresponde— llegue a manos de los afectados. Se trata de una falta de empatía. Dentro de los procesos que deben seguirse, no se consideran las circunstancias de varios de ellos. Al provenir de un extracto social humilde, con carencias como la falta de educación, no cuentan con los medios necesarios para obtener la ayuda oficial. Así se presenta la negligencia del Estado ante la difícil situación, donde él mismo se convierte en un obstáculo burocrático:
Es cierto que le corresponde una indemnización y una ayuda humanitaria, de acuerdo con la gravedad del daño sufrido. Pero hasta este proceso de resarcimiento puede añadir mortificaciones. Hay que reunir documentación personal, corretear por dependencias oficiales, tramitar peticiones, autenticar papeles, someterse a antesalas exasperantes. Tales diligencias, aparte de ostentar un tinte burocrático abrumador, desbordan, a menudo, el exiguo nivel de educación de las personas accidentadas (Salcedo Ramos, 2015: 221).
Muchos de los accidentados no cuentan con los documentos requeridos, ya que en su lugar de origen no los necesitaban. Sin embargo, tal parece que, si no tienen una identificación oficial, no son colombianos, y todo se les complica. Para acceder a la indemnización hay que hacerlo durante un periodo que tiene caducidad y que resulta humillante para alguien que padece un daño permanente:
Sin embargo, la ley establece que si no solicitan su compensación en un plazo que oscila entre seis meses y un año, pierden el derecho a reclamar. Como si los perjuicios que ocasionan las bombas tuvieran fecha de vencimiento. O como si los lisiados hubiesen quedado así por su propio gusto. La insensatez de la legislación y la ignorancia de tantos pueblos olvidados, contribuyen a que haya muchas más víctimas desamparadas (Salcedo Ramos, 2015: 223).
Esta burocratización orilla a muchos de los mutilados a no reclamar su indemnización, a vivir en la miseria:
Se estima que para saldarles la deuda a todas las que permanecen sin reportar, se requiere un monto de 142 000 millones de pesos, es decir, 70 millones de dólares. Además, las lesiones son evaluadas con un criterio avaro. Lo máximo que se reconoce por concepto de invalidez absoluta, sumando la indemnización y la ayuda humanitaria, son 24 millones de pesos —unos 12 000 dólares— (Salcedo Ramos, 2015: 221).
Cabe resaltar las modalidades de las lesiones y sus valuaciones, lo que sugiere una tabulación de la tragedia. Al igual que las estadísticas, dichas cifras, además de ser sometidas a consideración por distintos agentes del gobierno, carecen de humanidad al tratar de poner montos al dolor.
Ahora bien, de manera similar al rechazo social, en los casos descritos por Salcedo Ramos se presentan constantes respecto al trato recibido por parte de las autoridades. Es recurrente la negligencia y las trabas burocráticas a las que se enfrentaron los protagonistas, como Claudia Ocampo y su madre, Carmen Julia Gallego:
Actualmente pasa las horas cortando leña que nadie le compra, remendando vestidos que nunca se pone y tratando de olvidar las penas. La indemnización que le dio el Estado por la muerte de su esposo y por las lesiones de Claudia —12 millones de pesos, unos 6.000 dólares— se le ha ido en gastos, ya que le tocó volver a comprar los bártulos[21] de la casa. Todas las noches —dice, con los ojos llorosos— le pide a Dios que le dé salud para terminar de levantar a las dos muchachitas que permanecen a su cargo (Salcedo Ramos, 2015: 215).
Como puede verse, Carmen Julia pudo acceder a la indemnización, pero esta no es suficiente; la deja vulnerable a la miseria. Una vez obtenida la ayuda, no cuenta con otra fuente de ingresos más que cortar leña a sus cincuenta años. Frente a estas condiciones, su situación se torna bastante complicada.
Por su parte, Manuel Ceballos representa la falta de educación y el analfabetismo, otra forma de violencia. Salcedo Ramos destaca que en estas condiciones se encarna el abandono de las autoridades, así como la exposición al peligro:
Pero como es un analfabeto de las orillas remotas, jamás contará con la oportunidad de escuchar una voz oficial que le ayude a defenderse del peligro. En este momento, mientras acomoda un rimero de papas en el mostrador del kiosco, su aspecto sigue siendo el de un hombre a la deriva. Luce menoscabado, desvalido. No es exagerado conjeturar que el primer detonante de su infortunio fue la falta de educación (Salcedo Ramos, 2015: 229).
El periodista denuncia así la falta de educación, común en las víctimas de las map. Están condenadas a sobrellevar una existencia carente de oportunidades de desarrollo, así como a ser excluidas por sus condiciones, resultado de omisiones por parte de las instituciones. Salcedo Ramos lo sentencia así:
Ceballos se arrellana de nuevo en el banco de madera. Al parecer no se da cuenta de que la bota derecha del pantalón se le ha levantado un poco. Entonces me dedico a bosquejar ciertas deducciones. Algo debe andar muy mal para que los desplazados se sientan forzados a inmolarse en sus peligrosas veredas, porque no caben en el resto del país. ¿Habría, acaso, una forma más ignominiosa de cerrar este círculo de horror? (Salcedo Ramos, 2015: 230).
Cabe mencionar que cuando Salcedo Ramos se refiere a “inmolarse” alude a los retornos obligados de varias familias. Se trata del regreso a las zonas con minas activas, después del rechazo social urbano y el desamparo por parte del gobierno; a pesar de que, como lo apunta el cronista, se les debería garantizar el derecho a la tranquilidad señalado en la Constitución colombiana.22
Estas condiciones entran en dos categorías de la violencia propuestas por Galtung: la directa y la estructural.23 La primera atenta contra la necesidad de libertad, bajo la marginación y fragmentación. Las víctimas son segregadas de la estructura social por el abandono de las instituciones, lo que repercute en sus posibilidades de acceso a una calidad de vida digna.
Por otro lado, el segundo tipo se manifiesta en la ya mencionada segregación. Se evidencia al analizar las condiciones de interacción con el Estado, así como la respuesta obtenida (Galtung, 2003). Como se aclaró líneas arriba, los tipos de violencia interactúan entre sí, por lo que se encuentran estrechamente relacionados en el caso de la atención a los accidentados. De esta manera, ante la falta de apoyo y protección, Salcedo Ramos formula el siguiente diagnóstico:
De ese modo, los empujamos de vuelta hacia sus caseríos inseguros, y es posible que hayamos contribuido, además, a accionar la mecha explosiva de su desgracia. ¡Cuánta miseria, Dios mío, la del hombre que, por falta de opciones, elige el “mal camino” a sabiendas de que “no conducirá a buen sitio”! La conclusión es aún más punzante viendo ahora la prótesis lastimera de Ceballos —símbolo de la infamia— incrustada en un zapato descascarillado (Salcedo Ramos, 2015: 230).
La cita anterior no hace más que acentuar la difícil situación de las víctimas de las map. Sin duda, con esos testimonios cabe el llamado a las autoridades para adecuar los procesos de indemnización, así como garantizar la calidad de vida de las personas afectadas. De no hacerlo, se les condena a perpetuar su tragedia.
Hay una violencia soterrada que consiste en la revictimización. Se sostiene que el periodista colombiano logra esta capacidad representativa a través de un proceso constructivo que favorece la perspectiva de los protagonistas.
La mirada del mutilado: miedo, dolor y deseo de justicia
Resta abordar la mirada quienes sufrieron las explosiones. Se trata de la suma de las miradas que hemos revisado: del cronista, de la sociedad y del Estado. Como señala el ensayista Sergio González Rodríguez (2014), para el gobierno, una víctima no tiene forma ni nombre, hasta que se encuentra relacionada con un acto u hecho violento. En palabras de González (2014: 63): “Para el sistema del derecho, la víctima suele ser uno de los agentes que están presentes o convergen en un acto violento. Su existencia está incluida en una trama policial-jurídica que la dirimirá como conflicto y medirá su daño”.
De esta manera, la víctima se percibe desde la mirada del escritor, quien recupera su testimonio y su contexto; de la sociedad, que le asigna un lugar ajeno a su entorno; finalmente, de las instituciones, quienes la invisibilizan por no cumplir con los requisitos y la documentación que compruebe su ciudadanía colombiana, pese a que nació y vive en ese país.
Así es como las propias víctimas se perciben externas a los entornos sociales urbanos; pero no por decisión personal, sino por el rechazo que se cierne sobre ellas. No obstante, la crónica de Salcedo Ramos permite conocer a los afectados, para que los lectores empaticen con las circunstancias apremiantes que los aquejan. En este sentido, Un país de mutilados funge como un puente hacia el exterior. Las historias salen y son conocidas más allá de sus localidades.
Cabe destacar algunas características de los protagonistas de las historias narradas por Salcedo Ramos. De entrada, sobresale el sentido de pertenencia a sus comunidades. Se ven obligados a exiliarse por las explosiones; no obstante, regresan a las zonas rurales, a pesar de que ahí haya map activas. Un ejemplo es Manuel Ceballos, quien decidió regresar a su comunidad, debido a la estigmatización de la que fue víctima, junto con su familia, en el medio citadino:
No era eso lo que pregonaba a comienzos de marzo de 2005, cuando andaba con la cantaleta de devolverse para La Iraca. Ya en aquel momento conocía el refrán, por supuesto. Sin embargo, consideraba inconveniente mencionarlo en las conversaciones con su mujer. Su vuelta al pueblo —insiste— se debió, en parte, a las desdichas que padeció en el exilio, y, en parte, a su idea de que las bombas ya eran piezas caducas. Si alguien le hubiese asegurado que las minas conservaban aún su capacidad de destrucción —admite en seguida— habría regresado, de todos modos, porque al sopesar en una balanza los riesgos que corría y los provechos que se derivaban del retorno, la decisión adquiría sentido. En La Iraca quizá moriría reventado entre dos hileras de alambre de púas, claro, pero también podría ser otra vez un hombre productivo y autosuficiente, al que nadie abochornaría ni miraría con desconfianza. En cambio, en la ciudad ancha y ajena siempre sería maltratado y jamás tendría, como contraprestación, una esperanza mínima a la cual aferrarse (Salcedo Ramos, 2015: 229-230).
Se refrenda que las víctimas mantienen un sentido de dignidad. No les son ajenos los agravios por parte de los agentes externos; concluyen que su lugar no se encuentra en las estructuras sociales urbanas y citadinas, ya que sus habitantes nunca los han considerado parte de ellas. Asimismo, mantienen la necesidad de ser productivos e independientes, situación que se les niega. De ahí que sobresalga su deseo de ser valorados como humanos.
Salcedo Ramos trata de recuperar un poco de humanidad, de que los protagonistas tengan voz, de que sus historias se conozcan y no sean simplemente una cifra. Con ese objetivo el autor se apoya en las posibilidades de la crónica, como la profundización, la escenificación, el testimonio y el diálogo, entre otras. Para efectos del presente análisis, la teoría de Galtung sirve para contextualizar esos relatos, saber cómo sucedieron. Como lo menciona el autor noruego, este es un paso fundamental para llegar a un estado de paz duradero.
Se vislumbra así el drama humano que sucede en regiones alejadas o en espacios donde la delincuencia se vuelve un régimen paralelo. Las tragedias adquieren rostro con la finalidad de provocar empatía. Visto así, se cumple un objetivo: denunciar la violencia, abona a la paz a través de la identificación y el conocimiento de esos casos. Gracias a la crónica como género discursivo, Salcedo Ramos logra establecer un discurso alterno, donde plantea una Colombia mermada por la violencia estructural, cultural y directa, muchas veces de formato político.
Los escritos de este autor pretenden mostrar el olvido del Estado. El lector, al mirar estos casos concretos, no las cifras, adquiere una perspectiva diferente: el acceso a realidades paralelas a la suya. Deja atrás la indiferencia o la revictimización, derivadas quizá por el privilegio de no padecer ese tipo de situaciones, y adquiere un cambio de actitud hacia las víctimas. No hacerlo, parece decir el cronista, es seguir la tónica de la violencia, aceptarla porque es ajena. Ser indiferente a estos casos no hace más que acrecentar los prejuicios, perpetuar la condición inhumana, donde uno de los tipos más crueles de agresión es el anonimato.
Conclusiones
La crónica Un país de mutilados propone una imagen completa de la dinámica en Colombia, en la que convergen los tres tipos de violencia propuestos por Galtung: cultural, estructural y directa; particularmente en el caso de las map. La cultural está relacionada con ideas y conceptos asentados en una sociedad; ideas relacionadas con racismo, clasismo, machismo, entre otras, que se instrumentan en una colectividad. Por otro lado, la estructural se presenta en las relaciones de poder; es decir, en las relaciones sociales donde hay jerarquía de posiciones.
Si para Galtung la violencia radica en la negación de las necesidades básicas, entonces la más directa es la falta de empleo, de comida y de seguridad. Esto es resultado del estrés y resentimiento al que se ven sometidos los integrantes de determinados grupos sociales. Desde esta perspectiva, el autor noruego hace particular énfasis en una noción en apariencia polémica: la violencia no es una actitud natural del ser humano, es el producto de múltiples factores, en su mayoría construidos por una sociedad. De modo que los retratos expuestos por Salcedo Ramos, además de proponer un acercamiento empático, son un diagnóstico de la sociedad colombiana.
En las diferentes historias, los protagonistas ven sus necesidades básicas mermadas por su contexto. También recae sobre ellas un prejuicio que las relaciona con las guerrillas, lo que impide, en algunos casos, que se integren a la sociedad urbana. De esta manera se contrasta el punto de vista de las víctimas con las actitudes de las instituciones y de los miembros de la sociedad urbana.
Salcedo Ramos ofrece agudos retratos de la Colombia contemporánea, la cual, en distintos sectores, se traduce en un abandono por parte del Estado. Destaca que en las miradas de esta sociedad y de las instituciones oficiales permea la ignorancia sobre las circunstancias ajenas, lo que apunta a una falta de información y empatía. Asimismo, señala las deficiencias de un sistema que excluye a sus propios ciudadanos, así como el abandono hacia los sectores rurales.
Finalmente, más allá de un deseo de justicia —ya que las explosiones responden a conflictos internos—, las víctimas buscan el reconocimiento y apoyo del Estado; garantizar su derecho a la tranquilidad, así como el sostén de sus familias. La crónica se postula, entonces, como un escrito de denuncia frente a dichos sucesos. La realidad, por más cruel que sea, necesita ser contada y quizá logre una mejora en la calidad de vida de quienes fueron alcanzados por map. Estas personas deberían ser dignificadas y comprendidas en el marco de un conflicto histórico, del que no son responsables.
Ante todo, los mutilados sufren la violencia directa, pues sus necesidades básicas no están garantizadas y no tienen una identidad propia, ya que son marginados a una ciudadanía de segunda. No tendrán una existencia hasta que no se compruebe que existen. Si no denuncian, estarán condenados al anonimato, en términos de justicia y visibilidad. La víctima existe en la medida en que le ocurre un agravio y decide hablar de ello, mas no le asegura el acceso a la justicia ni la reparación del daño. Es aquí donde la crónica recupera muchas de esas historias y las cuenta como testimonios de los actos violentos que padecieron esos civiles inocentes, infligidos por las guerrillas, el Estado y la misma sociedad.
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Notas
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