Resumen: El siguiente ensayo aborda la condición del hombre ante una sociedad basada cada vez más en la programación tecnológica. La pandemia se presenta entonces como una posibilidad de interrogar los emblemas del capitalismo; uno de los más destacados es el algoritmo, particularmente cuando se le utiliza para ordenar los vínculos sociales. Una consecuencia de aspirar a lo controlable y medible de las relaciones con los otros es que se anula progresivamente el compromiso afectivo. Solo el deseo y el amor ofrecen una posición distinta ante la situación actual que atraviesa el hombre.
Palabras clave: Pandemia, Vínculos, Tecnología, Deseo, Imagen.
Abstract: The following essay addresses the status of human beings in a society based increasingly on technological programming. The pandemic then presents itself as a possibility to interrogate the emblems of capitalism, and an algorithm is the most outstanding one when used to order social links in particular. A consequence of controlling and measuring relationships with others is that affective commitment annuls progressively. In the face of this, only desire and love offer a different position in the current human situation.
Keywords: Pandemic, Links, Technology, Desire, Image.
Artículos de investigación
El triunfo del amor es el fracaso del algoritmo
Algorithm failure is love triumph
Recepción: 12/01/2022
Aprobación: 11/03/2022
La modernidad construía en acero y hormigón; la postmodernidad construye en plástico biodegradable.
Fuente: Bauman, De peregrino a turista, o una breve historia de la identidad
La intención del siguiente ensayo es interrogar la condición actual del hombre, en el contexto de una pandemia, que invita a reconsiderar las posibilidades de obtener una mejor vida. Al explorar las propuestas tecnológicas del sistema en el que vivimos, y sus repercusiones en la existencia, quizá se encuentre una alternativa para atravesar la angustia que producen los lazos sociales fragmentados. Interrogar al amor1 como aquello que escapa a lo medible del capitalismo y a su herramienta emblemática, el algoritmo, puede aportar una reflexión innovadora.
Ni las películas, series, novelas de ciencia ficción, y tampoco los libros de historia, nos otorgaron herramientas loables para enfrentarnos a la noticia del virus letal que produjo la última pandemia. Esta no es la primera, pero una amenaza de esas características se vive como si fuera la de mayor magnitud. Cuando lo real es inabordable e imposible de simbolizar, creamos un sentido alrededor, justo en los bordes de lo que apenas conocemos. El significado que se creó ante el temor de la covid-19 es muy singular, ya que en este periodo de la humanidad se conjuga un estilo de vida condicionado por la tecnociencia, la comunicación global a través de internet y la fractura de los vínculos sociales.
Cuando Edmund Burke2 (1729-1797) desarrolló su entendimiento de la estética de lo sublime, se refirió al estremecimiento que causa la contemplación de una catástrofe. Immanuel Kant (1724-1804) le sumó dos elementos fundamentales en su Crítica del Juicio (1790): que la contemplación sea desinteresada (que no se busque el agrado o el bien con el objeto) y que se realice desde un lugar que otorgue seguridad al espectador (Kant, 2007), como mirar desde las pasarelas el Glaciar Perito Moreno, en la Patagonia argentina; o la pirámide de Guiza, en Egipto, desde una base arenosa.
Kant sostenía que si se tuviera la sensación de que la vida está efectivamente en riesgo, ya no se trataría de una experiencia de lo sublime (dinámico), sino de una terrorífica. Sería estar frente a la naturaleza en condición de víctima pasiva, no de contemplador. Esto permite diferenciar lo bello de lo sublime, y a este último, del terror. Si en el agrado se quiere poseer el objeto, en el terror se quiere huir de él por la aversión que produce.
Estos conceptos son más claros en eventos que duran instantes o segundos, como un tsunami o un terremoto, pero sirven para ejemplificar la conmoción que produce la noticia de que un virus de fácil transmisión puede ser letal. El hombre se encuentra frente a una pandemia que presenta adversidades enormes; donde la angustia y la soledad asumen una relevancia drástica.
En Kant, el desbordamiento de las facultades entre lo imaginario y la razón, su discordancia ante un fenómeno que acerca a la muerte, se relaciona con la distancia que se necesita para comprender un fenómeno. Lo imprevisto de esta pandemia sumergió al hombre en una gran angustia, dejándolo inerme. Como apunta Kant (2007: 195) cuando refiere que “Si la naturaleza ha de ser juzgada por nosotros dinámicamente como sublime, tiene que ser representada como provocando temor […] pues en el juicio estético (sin concepto), la superioridad sobre obstáculos puede ser juzgada solamente según la magnitud de la resistencia”, por eso, si no encontramos las herramientas psicoemocionales para resistir ese mal, nos causa horror.
Temer es contrario a la experiencia de lo sublime de la naturaleza. A causa de ese temor, la pandemia produjo efectos notorios en la salud mental (depresión, angustia, ataques de pánico, etc.); distintas versiones sobre cómo cada uno enfrenta al objeto terrorífico en su subjetividad. Así, la novedad de que un virus letal infecta a la humanidad produjo una conmoción tal que muchas personas se interrogaron sobre su existencia. Claro está que no fue igual para todos, pero en este ensayo se habla de una situación general.
Hay momentos específicos causados por situaciones extremas que llevan a reconsiderar el estilo de vida. Sostengo que un ejemplo notorio fue el comienzo de la pandemia; entonces refloreció la expectativa de una unión que no incluyera las condiciones de segregación propias del sistema económico que administra el mundo. Aquella que enarbola los ideales más abnegados y altruistas, esos valores que vaticinan un futuro mejor entre los hombres. Quizá en esa esperanza se intente alcanzar el sueño de un porvenir superior, de una humanidad sumergida en un mundo en paz.
La limitación de la vida, el posible encuentro con la muerte, la imposibilidad de seguir procrastinando, suelen volverse un motor para asumir los cambios. Aquí surge la oportunidad de llevar adelante los proyectos guardados, destapar las emociones almacenadas en el cajón de la inhibición, asumir los riesgos que representa un nuevo emprendimiento. En fin, una puesta en acción que, de una manera u otra, está relacionada con el ejercicio de un deseo,3 ubicado en las puertas de la asunción del sujeto. Pero la época actual nos ofrece mil máscaras para no asumir la posición deseante ni los sentimientos amorosos. En cambio, tiene muchos dispositivos para evitar los encuentros plenos y los duelos.
Este desarrollo no es una querella contra la ciencia y la técnica, ya que en ellas encontramos soluciones fundamentales, por ejemplo, una vacuna que nos permite inmunizarnos, soportar los síntomas de una enfermedad o tener una calidad de vida óptima. Me refiero a las formas de estar esclavizados en un sistema, de forma permanente y desapercibida. Apunto sobre aquellas legitimadas y que no nos detenemos a interrogar. Son los instrumentos que nos encadenan para no mirar con esperanza la posibilidad de una vida distinta en el porvenir. No se trata de resaltar aquellos mecanismos que se decantan y detectan con facilidad en la historia (el sometimiento de los aborígenes, el trabajo del proletario de 12 a 18 horas en una fábrica, entre otros); sino aquellas condiciones que en forma solapada y abstracta se vuelven un estilo de vida, una forma de practicar nuevos lazos sociales, determinada por la tecnología globalizada.
La mayor parte de esas estructuras están articuladas en algoritmos4 que estandarizan una forma de existir; generan la ilusión de que todo, hasta lo más ínfimo, puede ser programado, anticipado y delineado. Están en un nivel de realización de un espíritu baconiano, ya que dicho autor sostenía que toda la naturaleza puede ser manipulada. Recordemos que Francis Bacon (1561-1626), con su método experimental inductivo, apostaba a que la ciencia pudiera avanzar sobre la naturaleza, más allá de los límites pensados hasta ese momento.
Este pensador recomendaba tener siempre presente que la fuente de todo conocimiento son los sentidos y que el objeto de la investigación es la naturaleza. Sin embargo, esta posición empirista olvidó que no se puede avanzar sobre la naturaleza a cualquier precio y, por naturaleza, hay que considerar todo: cielo, mares, bosques, animales, humanos. Es así que parte del desastre ambiental, e incluso la última pandemia, se debe a las malas maniobras del hombre.
Sinceramente, es difícil sostener de forma certera si la ciencia y la técnica (como modalidades e instrumentos del capitalismo),5 a pesar de estar en crisis, darán los esperados logros magnánimos sobre las condiciones del hombre (la extensión de la vida, recorrer todo el espacio oceánico, curar todas las enfermedades, por ejemplo) como se les adjudica tantas veces. En todo caso, vemos que en su faceta tecnológica expandida se instalaron satélites artificiales de forma rutinaria en orbitas lejanas y a la fecha se conoce gran parte la estructura del cerebro del hombre. Se avanzó mucho en las últimas cinco décadas; pero el amor aún es una barrera infranqueable: como la tecnociencia no pudo incorporar al amor en sus mecanismos, debió expulsarlo.
El desastre en la naturaleza y los cambios en los vínculos entre las personas, a medida que el capitalismo cumple algunas de sus promesas, son consecuencias de abandonar aquello que no se acomoda a las expectativas del sistema. El amor no es tolerable para este paradigma de relaciones y de producción de materiales que solo acepta lo mensurable. Así lo desarrolla Jacques Lacan (1901-1981) cuando en su seminario “El saber del psicoanalista” (1971-1972) sostiene que el capitalismo expulsa aquello relacionado con el amor y la castración, para funcionar de manera óptima. En sus palabras:
Lo que distingue al discurso del capitalismo es esto: la Verwerfung, el rechazo, el rechazo fuera de todos los campos de lo Simbólico […] ¿El rechazo de qué? De la castración. Todo orden, todo discurso que se entronca en el capitalismo, deja de lado lo que llamaremos simplemente las cosas del amor (Lacan, s/f: 63).6
Creo fundamental poner en evidencia que justo lo incalculable sea rechazado, ya que la castración implica asumir la falta en ese gran otro.7 Admitir que la ciencia no solucionará todo es una cuestión necesaria para que el hombre se realice más allá de dicho campo. El ser humano no puede estar fuera de ese territorio que abarca toda la sociedad, pero sí puede encontrar otro modo de sostener sus experiencias. Si en las fauces del capitalismo se aloja todo lo mensurable y manipulable, se entiende que se aspire a incluir en ese lugar a todo lo que prometa felicidad.
Ese complejo problema de la felicidad es de suma importancia, ya que se ha intentado abordar desde los comienzos del pensamiento del hombre. Aristóteles (384 a.C.-322 a.C.) lo planteaba en su famosa Ética nicomáquea (siglo iv a.C.), donde propone identificar al placer con el bien como vía para conseguir una sociedad justa y virtuosa. Para lograrlo, el deseo debía quedar del lado de la bestialidad, ya que no permitiría acceder a los objetivos.
Ese exilio evidencia la imposibilidad de soportar la falta estructural que introduce el lenguaje; castración de lo simbólico que, cuando se niega, lo único que produce es malestar cada vez que se cree acceder a una migaja de satisfacción. Por eso, una de las formas en que se critica a la ética de Aristóteles es nombrarla como una ética del amo. El bien y el placer son dos elementos fundamentales que impulsarían al hombre virtuoso, pero sigue un ideal que, más que liberarlo, condena su actuar.
Vale recordar que Aristóteles (1981), en una de las ideas preliminares para su teoría de la virtud ética, señala que existe un consenso sobre el fin al que tienden los hombres: la felicidad (que se articularía como bien supremo). Para él, esta felicidad se define como una actividad del alma que debe estar en armonía con la virtud.
Se agrega que, para el estagirita, el hombre es un ser social por naturaleza, un animal político. Así, la educación y las leyes favorecerán el lugar de los hombres en la sociedad, “puesto que la felicidad es una actividad del alma de acuerdo con la virtud perfecta” (Aristóteles, 1981: 44). En esta línea, el bien se entiende como un ideal a alcanzar, pero se corre el riesgo de ocultar la condición final a la que se expone el hombre por buscarlo ciegamente, pues no podrá realizarlo y eso le producirá inconformidad. Se someterá cada vez más a los imperativos del discurso hegemónico vigente y, al creer que se acerca al bien, sufrirá cada vez más. Así, la tecnología ocupa un lugar cada vez más protagónico, ya que gran parte de los alicientes para soportar ese dolor los aportará ese el algoritmo del capitalismo.
Jacques Lacan señala un camino alternativo. Se apoya en la idea de conatus de Spinoza, para sostener que el deseo es la esencia del hombre y para identificar los elementos que hacen de la ética del Psicoanálisis el reverso de la aristotélica. Así, nos dirá que “el deseo se define por una separación esencial con respecto a todo lo que corresponde pura y simplemente a la dirección imaginaria de la Necesidad” (Lacan, 2013a: 96). De forma acotada, se toma al deseo como aquello propio del hombre, fuera del campo del instinto. No se refiere a un objeto, sino la posición que se ocupará en los vínculos e intereses, producto del entrecruzamiento de lo simbólico, lo imaginario y lo real, en relación con un otro primordial.
Desde aquí podemos retomar la crítica a la ética de Aristóteles, pues Lacan apunta que el bien decir nunca señala dónde está el bien como objeto. Decirlo implica posicionarse como amo, ya que se intenta que el deseo del hombre cuente con los medios para realizarse. Apuesta a que el sujeto ponga los bienes al servicio del deseo y no que asuma la falta en el Ser y sus modalidades del goce. La sociedad que habitamos en la época actual pone el deseo al servicio de los bienes, pues la tecnología debe darnos el supuesto confort para vivir mejor. Ahora bien, el precio que se debe pagar es muy caro, y no solo en cuanto a lo monetario, sino también en la libertad y las dificultades para establecer lazos afectivos. Vemos que el hombre cada vez se siente más solo, una soledad que es más cruda cuantos más estereotipos y objetos se le ofrecen en las pantallas.
Detengámonos un momento en una promesa actual de la tecnología. Uno de los exponentes principales es Mark Zuckerberg,8 quien tiene como objetivo lo que denominó la realidad aumentada y la realidad virtual, a partir del “metaverso” (sistema que serviría para conectar a los usuarios de todo el planeta). A propósito, señala en una entrevista para el diario El universal (2021): “Somos una empresa que se enfoca en conectar personas, mientras que la mayoría de las otras compañías de tecnología se enfocan en cómo las personas interactúan con la tecnología, nosotros nos enfocamos en desarrollar tecnología para que las personas puedan interactuar entre sí”. Agrega que el “adn” de su institución, su función primordial, es conectar a las personas; en su origen ese fue el servicio ofrecido, a diferencia del resto de las posibilidades que ofrece internet (información, noticias, películas, etc.).
Con esa tecnología, las personas, en forma de holograma,9 podrán cenar con otras en cualquier parte del mundo, realizar reuniones grupales, hacer deportes, entretenerse, estudiar y comprar. La idea es interconectar todas las redes sociales, para que la distancia actual de comunicación (por medio de mensajería, llamadas, videollamadas) sea menor gracias a la tecnología de punta. De este modo, las aplicaciones estarán totalmente conectadas con la realidad virtual y la realidad aumentada: computadoras, celulares, videojuegos. Zuckerberg propone una especie de internet personificado para teletransportarse a distintos lugares del mundo, junto a seres queridos y allegados. Ya no se tratará de navegar por las redes sociales, sino de estar dentro de ellas, enfatiza. Este artefacto estaría constituido por unos lentes comunes con una proyección de los hologramas.
A su vez, la periodista Vanesa Castillo (2020) describe, en una nota para la revista Novedad cultural, que Mark plantea que esta nueva tecnología eliminará las pantallas como las conocemos ahora, ya que “se convertirían en hologramas digitales”. Ante una pregunta suscitada por un seguidor, agrega: “Yo espero que en 10 o 5 años tengamos gafas que nos puedan básicamente transportar desde el estudio donde estemos, y donde en vez de ver un teléfono en frente como tú hiciste, podrían agarrarlo y experimentarlos ellos mismos” (Castillo, 2020).
Se reconocen muchas de las ventajas que nombra Zuckerberg y pocos se atreverían a negar beneficios tan importantes como intentar compartir espacios con familiares que se encuentran en otro lado del mundo, aunque sea de forma virtual. Sin embargo, deberíamos detenernos a pensar que el aumento de las propuestas tecnológicas conlleva nuevos desafíos: conectan al mundo a través de dispositivos, pero tienden hacia actividades cada vez más solitarias. Aún no podemos vaticinar totalmente sus consecuencias, ya que el hombre apenas se está acomodando a una vida basada en imágenes virtuales. Pero ¿esta expansión permitirá al hombre lidiar con la angustia por encontrarse cada vez más solo?
Por otro lado, en años recientes el sextech se presentó como una forma innovadora de entender la satisfacción en los seres humanos. Consiste en la unión entre la tecnología y el sexo y abarca múltiples dispositivos, que van desde los juguetes íntimos hasta los robots sexuales. En la actualidad ya es posible conseguir los primeros ejemplares de estos humanoides. Con solo entrar a internet se puede diseñar su aspecto físico, elegir los rasgos de su personalidad y programarlos para lograr una experiencia sexual más placentera. Ante esto, Marina Guerrier (2021), en un interesante artículo publicado por Télam Digital, se pregunta: “¿El sexo tal y como lo conocemos está condenado a desaparecer?”.
Este fenómeno, particularmente el de los robots con inteligencia artificial, se plantea como alternativa al encuentro entre cuerpos humanos. Observamos que, al evaluar el placer, el límite entre lo real y lo virtual es cada vez más difuso. Agreguemos que las estadísticas de los mismos empresarios y científicos que apuestan a este proyecto auguran que, para el 2050, podrían ser más frecuentes las relaciones sexuales entre humanos y robots que entre personas.
Encontramos que quienes comercializan estos robots también los recomiendan para satisfacer otras necesidades fisiológicas y psicológicas; no se limitan a cuestiones sexuales. Pero ¿estos robots podrán suplir la palabra cargada de valor de un otro importante? No lo creo, ya que ese es el valor de lo simbólico: acompañar con el área de la fantasía el conocimiento del otro.
Desde la teoría del psicoanálisis se sostiene que el cuerpo del hombre se construye por medio de un otro que es fundamental. Digamos que es la madre, como ejemplo paradigmático, quien, a través de las palabras, la alimentación y el amor, reconoce lugares de placer (zonas erógenas) que arman el cuerpo del hijo. Por esta construcción el hombre se reconoce y acepta (o no) como único y diferenciado; además son las mismas vías que le permiten dar y recibir amor, en el mejor de los casos. En las relaciones actuales, donde la tecnociencia configura cada vez más los vínculos con los otros, encontramos que los ejes de reconocimiento del sujeto (como del bebé con su madre) se desplazan. La pantalla y la imagen como centro de la dinámica social cada vez ocupan más espacio y cambian la forma de experimentar placer en la posmodernidad. El niño cada vez se encuentra más tiempo ante una pantalla que ante la mirada de sus progenitores.
En La lógica del fantasma, clase impartida el 24 de mayo de 1967, por Lacan (s/f: 220) refiere que “solo hay goce referible al propio cuerpo”, y destaca que todo goce pasa por los objetos que definen su posición fantasmática. En la época actual, el uso de dichos objetos cambia a medida que el campo virtual avanza como forma de relación. El erotismo se encuentra en espacios diferentes y cada vez se incluye menos a otros, en consecuencia, genera un sentimiento de soledad mayor, a pesar de la hiperconectividad.
Más allá de las propuestas tecnológicas y sus efectos en las modalidades vinculares, podemos entender la construcción del cuerpo a partir del impacto de lo simbólico y lo imaginario sobre el cachorro humano (una manera de nombrar al hombre al ingresar al mundo del lenguaje). Esta dimensión se ve alterada por la tecnología, sobre todo, al tener en cuenta que cada vez más se facilita gozar sin el cuerpo del otro. Es ahí donde la robótica vendrá a ofrecerse como la candidata ideal para tal suplencia. Así, el encuentro con el otro dependerá de un pedazo de chatarra prediseñado de manera individual hasta en su perfil psicológico, sometido a los goces del fantasma de cada uno, sin asumir ninguna responsabilidad por las formas de satisfacción desplegadas. El problema, además, es que el hombre diseña con base en un ideal que no siempre es el que quiere o le conviene alcanzar.
Sabemos que no es lo mismo desear que querer, incluso a veces se quiere aquello inconciliable con el deseo. Con estos cíborgs podría ocurrir algo similar a cuando algunas personas se hacen implantes o injertos y luego piden que se los extraigan. El malestar podría volver y la solución sintomática podría no ser eficiente para evitar el sufrimiento.
Sigmund Freud (1856-1939) demostró, desde sus tempranos desarrollos teóricos, que el sujeto se basa en su deseo y que su bien no siempre es una aspiración primordial. Apuntó sobre la peligrosidad de tal ambición, porque sabemos que se han cometido aberraciones de las más crueles en nombre de los ideales (como el régimen Nazi y su aspiración a instaurar la superioridad de la “raza aria”). Un conocido dicho anónimo lo dice de manera elocuente: “el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones”.
La clínica demuestra cómo, de manera frecuente, el sujeto se aferra al malestar, por eso, el discurso del inconsciente y el valor de la excepción en Freud es directamente una crítica a la ética kantiana, aquella del imperativo categórico universal. Quizá mientras haya deseo habrá un lugar para la defensa de la humanidad, pero no sabemos si con el avance de la tecnología, en unos centenares de años, esto cambie.
Mientras haya una distancia entre el ideal y el deseo, se mantendrá una brecha imposible de calcular. La diferencia con el otro, con lo no medible, es propio de lo simbólico, ya que no está completo en los elementos que lo integran. La ciencia lo quiere exterminar, al ofrecer felicidad allí donde el dolor y la angustia deberían soportarse para encontrarse con el deseo. Si a cambio se ofrece una tecnología a la medida del goce más autista y solitario del hombre, la falta de escuchar al deseo empujará al despliegue de los actos sintomáticos de la sociedad de consumo: hastío, depresión, ansiedad, pasajes al acto y violencia, como descarga de las frustraciones.
Como se mencionó líneas arriba, el amor no está dentro de lo calculable, ya que no se pueden anticipar las repercusiones de ese afecto. Quizá sea conveniente tomar una de las definiciones del amor que ofrece Jacques Lacan (2013c: 155), una de las más célebres de su Seminario viii: “como la fórmula del amor, que es precisamente dar lo que no se tiene”. Amar es invitar al otro a que nos acepte como sujetos del deseo, ya que por estructura siempre nos falta algo. Esto hay que entenderlo desde la aceptación de que somos individuos incompletos, de allí que nos definamos como sujetos deseantes, en tanto seres que buscamos, de manera imposible, alcanzar aquello que nos complete.
El capitalismo es un discurso y sistema que inventará un sinfín de productos para intentar colmar ese deseo, que, por ser metonímico, nunca se alcanzará. Por ejemplo, no se puede anticipar de quién se va a enamorar alguien, cómo amar o criar a un hijo e incluso cómo se atravesará un duelo. Es decir, no se puede normativizar el deseo. Se le imagina o fantasea, pero no se le puede estructurar con base en una estandarización. Así, es más difícil explicar cómo dos personas se encuentran y se enamoran que el motivo por el cual se separan ya que no hay conocimiento tipificado que ofrezca un saber sobre la norma de los encuentros a nivel amoroso. De ahí que los duelos lleven procesos psíquicos singulares que dependen de la geografía sentimental de cada uno, marcada por su infancia, y que entrecruzan signos sobre cómo fue traído al mundo y sus vivencias más significativas. Así entendido, el duelo es el rostro de un enigma, ya que nunca se sabe del todo qué se perdió ni dónde.
En cada interrogante que surge ante una catástrofe, como la pandemia que transitamos, se vuelve necesario retomar ese amor y ese duelo. Creo que es fundamental pensarlos ante una realidad social que nos infecta permanentemente con instrumentos prometedores de felicidad, donde la única salida, si no se está alerta, es la culpa y el abatimiento. Para alcanzar esa supuesta felicidad, hay que obtener una serie de objetos que nunca llenan la canasta del consumo, esa es la condición para que el individuo permanezca en el sistema. Por esa razón la etapa actual produce una mutación del discurso del amo, con su correlato subjetivo. El imperativo se torna cada vez más claro: rechazar la castración, no aceptar la falta en el ser; ofrecerse al otro como alguien completo y no apostar a la división subjetiva que nos permitiría interrogarnos sobre el deseo y nuestras pérdidas. El caso contario implicaría asumir que no conseguiremos ser personas satisfechas y felices totalmente.
A partir de este desarrollo se sostiene que, ante la ciencia y sus instrumentos, el hombre debe estar advertido de las condiciones del juego al que se ofrece. Este despertar va en contra de la neurosis y el consumo, ya que estar adormecidos es la condición del mercado.
Otro ejemplo notorio del uso de los algoritmos como satélites para controlar los lazos sociales en la actualidad, son las redes sociales. Estas concretaron el ideal de los programas de los ochenta y noventa, ya que recolectan información y vinculan usuarios (entre ellos o con productos), de acuerdo a características predeterminadas. Estas redes tienen una buena labor si se usan con precaución, el problema es que están diseñadas para crear dependencia. Allí se ofrece un tipo de vida que oculta totalmente el Ser de cada uno, se lidia con objetos y entes que impiden reflexionar sobre su posición subjetiva y su realización personal.
Martin Heidegger (1889-1976) nos alertó sobre esto cuando decía que el Ser estaba expuesto de manera clara con los presocráticos, se apagó levemente con los pensadores clásicos atenienses y volvió a aparecer con una luz tenue en la Edad Media, para luego ocultarse casi totalmente en la época moderna. Por eso, la tarea que encomendaba tenía que ver con el desocultamiento del Ser frente a la pérdida de lo sagrado y el avance de la ciencia y la técnica (que privilegia el ente). Para este pensador alemán, nuestro trabajo es articular la pregunta por el sentido del Ser a partir del Dasein, ya que cada vez que el hombre se interroga por el ser se responde con un ente particular (objetos, ideales, entre otros).
En esas redes, el hombre se vuelve un ente más entre una multitud. Cosifica y vuelve imagen cada acto, a la espera de la reacción del otro como forma de aprobación. Es tal el uso y protagonismo de estas redes que hoy hasta la publicidad de las elecciones políticas apunta más a invertir allí que en la televisión o el diario. El agente que vocifera y demanda atención ya no necesita encarnar en personas de un programa de televisión o bajo la pluma en un diario. El autor se diluyó y abstrajo a tal punto que la imagen ganó un protagonismo casi absoluto.
Heidegger también nos advertía sobre esto en la década de los treinta del siglo pasado.10 Anticipaba la preponderancia de la imagen, objeto que iba a capturar al ser humano en registros antes impensados. La representabilidad ocupa un lugar importante en la obra del pensador alemán, ya que intenta crear y traer hacia sí una imagen del ente por rechazar el Ser. En la Edad Moderna, la conquista del mundo como imagen busca capturar al ente de la naturaleza y se vuelve un eje prioritario, a consecuencia de que el hombre se desvíe cada vez más del encuentro con su Ser.
Además, Heidegger (2000: 70) destacará que el investigador ocupa cada vez más el lugar de técnico, ya que “la ciencia se asegura a través del método, por encima de lo ente (naturaleza e historia), el cual se convierte en objetivo dentro de la investigación”. Hoy estamos en un mundo hiperconectado, donde la investigación se centra en cómo automatizar las interacciones, e impide cada vez más la interrogación por el lugar de los entes que constituyen la escena diaria. Así, el hombre se olvida de la relación de antaño con los objetos y estos adquieren cada vez más un protagonismo antes inusitado.
Entonces, la crítica a la modernidad que destaca Heidegger se basa en que esta es la época de la representación (se piensa con imágenes). Aquí, el correlato de esta primacía del sujeto es una concepción clásica de la verdad, incorporada a la ciencia moderna (criterio de la verdad como evidencia). Podríamos decir que la conciliación del enunciado con la cosa (que en la modernidad se entiende como certeza) es la adecuación de la verdad de Aristóteles. Frente a estas posturas, se busca restablecer un concepto de verdad como develamiento, un proceso con una historia no definitiva. En cambio, la modernidad, para este filósofo, vuelve objeto cuantificable a cada ente alrededor del Ser.
Encontramos que en la modernidad el entendimiento (como facultad) conduce a las separaciones y cosificaciones; el lugar del individualismo es marcado por la pérdida de lo sagrado, que antiguamente vinculaba a los hombres (como en la época clásica griega). De este modo, Heidegger sostiene que la modernidad fue dominada por procedimientos que, basados en el cálculo y el razonamiento, se oponen al pensar.
Así, nuestro tiempo se encuentra bajo el dominio de la esencia de la técnica moderna (lo dis-puesto: das Ge-stell). Por lo tanto, la crítica de Heidegger a la modernidad tiene su raíz en la concepción fundamental de esta pérdida de rumbo de la metafísica occidental. En la actualidad, se dedica más a los objetos y menos al ser; más a las imágenes y su distribución virtual con las redes sociales.
Además, en esa coincidencia del criterio de verdad entre Aristóteles y Descartes, en esa incorporación del criterio antiguo de verdad a la ciencia moderna, se comprueba una continuidad de la crisis de la metafísica. Heidegger señala enfáticamente el olvido del Ser desde su primera gran obra, Ser y tiempo (1927). Si pretendemos rescatar al hombre del olvido que producen los muros del ente, por ejemplo, los objetos de consumo, la tarea fundamental será reinventar los recursos simbólicos que produzcan una grieta, desde el deseo como potencia.
En esta sociedad de consumo se vuelve más importante el objeto por alcanzar que el objeto conseguido (ya que una vez obtenido, pierde su valor de fetiche). Esto sucede porque el deseo es inagotable. La publicidad sabe muy bien cómo aprovechar eso y juega con el happines, cuando la persona se identifica con el protagonista de una propaganda y su objeto-ente. El objeto ofrece la esperanza de completar al hombre, a sabiendas de que tal aspiración es imposible, por estructura simbólica. El resultado será el sufrimiento y la frustración. Además, el consumidor espera inconscientemente nunca alcanzar el objeto que lo colme de forma permanente, ya que su única vivencia sería el espanto.
El abatimiento y la desorientación, como signos de malestar, son el resultado de este modelo de sociedad que impide asumir la falta en el otro (tampoco es completo, porque desea). Si venimos a este mundo a afrontar pérdidas, no nos queda otra tarea que aceptar la finitud y la imposibilidad de encontrar aquel objeto que nos haga sentir realizados de forma total. Dicho de otra manera, aceptar los aspectos rechazados por el capitalismo: la castración y la falta que nos forma como seres incompletos, pero deseantes asumidos.
La pandemia nos lleva a enfrentarnos con el enemigo más despiadado: nuestros ideales, instalados por el sistema de consumo. Al ser lo más gozoso que nos habita, ya que se sitúa en el superyó (instancia psíquica freudiana), nos empuja a sufrir cuando sentimos que algo nos falta; pero a medida que se cumple con el mandato de hacer gozar a ese superyó, por lo general, aumenta la culpa. Creo que la pandemia puede llevar a cada uno a reflexionar cuál es nuestro sentido para existir en el mundo; porque no venimos con uno predeterminado, sino que debemos construirlo. En ese laberinto subjetivo atravesado por lo social, se puede reencontrar el deseo en su lazo con los otros.
En el planteamiento de la verdad como Aletheia (traer del ocultamiento a la verdad, que designa el des-ocultamiento del Ser), Heidegger propone una crítica a la ciencia y la técnica que condicionan nuestra época, ya que impiden formular la pregunta por el Ser. De este modo, ante una posmodernidad que tiende al dominio imperioso del ente, el hombre debería reflexionar sobre su lugar ante las imágenes y los objetos que se le ofrecen. Es el único camino para reencontrarse con el deseo al que le hacemos de morada en este mundo.
Como último ejemplo, para entrecruzar los ejes desarrollados, tenemos las aplicaciones de citas con sus algoritmos para que las personas se conozcan. Esto es una ilustración importante acerca de cómo se intentan dominar las relaciones sociales. Tales aplicaciones pueden ser favorables desde el punto de vista de que ofrecen vincular a las personas (hay formatos diversos: por zonas, cercanía geográfica, intereses, etc.). El problema es su funcionamiento, su finalidad y, sobre todo, lo que dejan fuera. Además, los ideales de esas aplicaciones se pueden volver hiperexigentes y pueden desplazar fácilmente la satisfacción hacia la angustia.
Esto lo vemos de manera elocuente en el capítulo “Hang the DJ” (Patten y Brooker, 2017) de la serie Black Mirror. En él se existe una aplicación que predetermina las citas perfectas. Consiste en juntar a dos personas por un límite de tiempo. Si la aplicación manifiesta que la cita debe durar escasos minutos, se debe cumplir; pero si indica que se debe extender por varios años, los protagonistas no pueden negarse. Por eso nos encontramos ante una interrogante: ¿se refiere al amor en tiempos de redes o al amor enredado? Porque a medida que más “exactas” sean las aplicaciones de citas, más angustia experimentan las personas ante la frustración, o se detienen menos a conocer al otro a través del diálogo. Las expectativas construyen ideales cada vez más desmesurados y el efecto sorpresa, lo incalculable del amor, se desecha.
La serie nos muestra que esta aplicación funciona con un sistema que acumula los datos de distintas personas y, con base en un algoritmo, les indica qué deben hacer. Funciona como un otro sin barradura (sin estar afectado por el deseo y la falta), sin fallas, que supuestamente da garantía de la compatibilidad de los vínculos amorosos. Se suma de manera casi perfecta al estandarte que obliga a gozar en la sociedad posmoderna. Los protagonistas (Frank y Amy) saben de antemano cuánto va a durar su relación, esto conlleva alterar los tiempos incalculables del conocerse. Está claro que, si se anticipa la fecha de vencimiento de un vínculo amoroso, este se vivirá de otra manera.
Cuando los protagonistas se vuelven a encontrar, luego de un intervalo, pactan no mirar el tiempo que iban a durar juntos y esto los lleva a vivir el encuentro amoroso con plenitud; bajo una supuesta dicha, me atrevería a decir. El acuerdo se rompe cuando Frank mira la cantidad de tiempo que les quedaba. El giro de la historia se presenta cuando tienen que aceptar la separación por cumplir con el mandato de aceptar a otro partenaire, que se les eligió con base en el algoritmo. Al final, desafían al sistema y descubren la simulación, donde estaban insertos con cientos de variantes paralelas. Más allá de que los protagonistas son un simulacro de sí mismos, la revelación de que no están posicionados en su deseo, es el motivo para querer romper las cadenas algorítmicas que los someten.
El camino de los protagonistas se direcciona desde la certeza del otro sin falta, que es la aplicación, a la aceptación de la incompletud de la pareja y el abismo de lo no anticipable. Si el hombre busca amor, tiene que enfrentar frustraciones, duelos y aceptar que el otro no encajará exactamente con sus ideales, ya que la estructura simbólica implica esa desproporción.
Si tales aplicaciones funcionan para que los sujetos no enfrenten la angustia de las pérdidas, es porque generan la ilusión de no tener que asumir la castración por la falta del otro. Es decir, aceptar que una elección no tiene garantías, ya que no se pueden normativizar los encuentros. Ya el creador del psicoanálisis lo describía en Duelo y melancolía (1917) cuando decía que el duelo es un camino con un tiempo lógico, no cronológico, y que se hace de a piezas, una por vez. Los tiempos actuales del sistema de consumo lo intentan evitar o acelerar, en consecuencia, el sujeto no aprende de la experiencia de la pérdida. Enfrentarse a la falta del otro se vuelve necesario para interrogarse por las coordenadas imposibles del orden del amor. En su reverso, la castración expulsada por el capitalismo retorna en la angustia de la existencia.
El amor es forcluido por este sistema que se pone en evidencia en “Hang the DJ”. Pero vemos que cuando la pareja se enamora y busca escapar de los condicionamientos de la aplicación, que vaticinaba y prometía la unión perfecta. Esto nos muestra que en el amor se trata de saltar al abismo de lo insondable del otro, no de lo calculado. A su vez, evidencia que el capitalismo también evita que el sujeto se demore en conocer al otro, vía la implicación subjetiva, y aún más, busca evadir el proceso de duelo. Los discursos que no permiten al sujeto atravesar dicho proceso a veces pueden ser muy dañinos; inducen al hombre a repetir los actos que no lo encaminan a su deseo, lo vuelven esclavo de un discurso que lo enajena. Sobre esto se posicionan muy bien las aplicaciones de citas y las redes sociales, ya que ofrecen al otro como un objeto que puede ser usado para obturar la falta que nos habita. Si no nos enfrentamos a esa falta y la angustia que conlleva, será difícil hacer de nuestra existencia un lugar distinto en este mundo.
Nos encontramos en una época donde impera la cultura del entretenimiento y los vínculos lábiles para evitar la angustia y los duelos. Se ofrecen diversidad de objetos para alcanzar una supuesta felicidad que se viste de satisfacciones efímeras, sin convertirse en experiencias de valor. En cambio, Heidegger (2003: 29) planteó una forma de transformarlas en acontecimientos que dejen alguna marca en su recorrido histórico, al darles el valor de “la simultaneidad espacio-temporal para el ser (Seyn) y el ente”.
El acontecimiento (Ereignis) sería el movimiento de la diferencia que se dona en los entes y en los hombres, pero que se retrae a sí mismo. La diferencia propone un “entre” que se debe considerar en las vivencias, un espacio que permite al sujeto reencontrarse con el Ser más allá del ente. Esta, considero, es una de las tareas primordiales que tiene el hombre por delante, ya que la repetición de relaciones con los entes funciona en detrimento del encuentro con su Ser.
La posibilidad de convertir una experiencia en una situación que otorgue un saber nuevo para el sujeto se encuentra en el acontecimiento. Sería una irrupción de lo no esperado, pero el hombre debe estar abierto, entregarse y proyectarse a esa oportunidad. Si el amor se privilegia en ese sentido, puede que se convierta en un hallazgo de lo no buscado. Ante la época de la instantaneidad, de puro presente, es importante encontrar una pausa que permita acceder a una experiencia compartida no anticipable. Funciona como un blindaje ante la degradación de los vínculos afectivos, que buscan la consumación del goce de forma instantánea.
La frase que Lacan (2013d: 89) recoge del artista Pablo Picasso:11 “Yo no busco, encuentro” se inscribe allí donde lo no calculado irrumpe y muestra algo novedoso. Esto lo hace el inconsciente con sus formaciones, los actos fallidos, los síntomas y los sueños, por ejemplo, para señalar un camino y encontrar una verdad reprimida. Si el hombre se arriesga a vivir sin calcular las repercusiones de sus actos, de acuerdo a las coordenadas que el sistema espera, podrá construir vínculos y sostenerlos a pesar de la adversidad y la angustia que puedan presentar. Esta advertencia se debe a que la sociedad que habitamos enarbola, a partir del ideal de la ciencia y la técnica, el ideal de que cualquier goce se pueda alcanzar. En cambio,
la fórmula lacaniana para superar una imposibilidad […] no es “todo es posible”, sino “lo imposible sucede”. Lo real/imposible lacaniano no es una limitación a priori que debería ser tomada en cuenta, sino el dominio del acto, de las intervenciones que pueden cambiar las coordenadas de ese acto mismo (Laso y Michel Fariña, 2017: 40).
Dicho de otro modo, un acto modifica las condiciones de lo posible y genera, retroactivamente, los medios para que acontezca. Por esa razón no pueden anticiparse los efectos del amor ni de ofrecerse al otro: son experiencias no medibles que llevan a resultados de valor inesperado. Pero hay que estar abiertos a esos hechos, tolerar la angustia de lo imprevisible dentro de la vida en comunidad. Lo imposible es un enunciado ético situacional.
Responder por aquello que falla supone restablecer los parámetros que permiten que irrumpa algo diverso. No olvidemos que Freud en El malestar en la cultura (1930) sostiene que una fuente de sufrimiento (la tercera que presenta) surge de vivir en comunidad y proviene de la insuficiencia de métodos para regular nuestras relaciones sociales: “comoquiera que se defina el concepto de cultura es indudable que todo aquello con lo cual intentamos protegernos de la amenaza que acecha desde las fuentes del sufrimiento pertenece, justamente, a esa misma cultura” (Freud, 2009: 86).
Esta cultura instaura modelos sobre cómo crear un lazo con los otros, tanto a nivel de la educación recibida de los padres, como por las diversas instituciones (escuela, medios de comunicación, entre otros). Estos son la mayor fuente de placer y de malestar; ya que la vida en sociedad implica renunciar a ciertas aspiraciones libidinales (eróticas y mortíferas) para construir un vínculo. Si se está atento a la modalidad de los vínculos que se quieren construir, se podrá asumir una distancia favorable para obtener una posición que privilegie el afecto y la singularidad. Esa es la dinámica que favorece la emergencia de experiencias novedosas dentro de la monotonía. ¿Tendría algún sentido una vida sin riesgos, donde se anticipen los resultados de un lazo por construir? ¿Perdemos la oportunidad de pensar los actos más allá de lo no gobernable del otro?
Como se desarrolló líneas arriba, encontramos que lo rechazado por el capitalismo no es intrascendente. Como todo lo expulsado (en lo real o en lo simbólico), el amor también vuelve en forma enmascarada por la vía de las inhibiciones, las angustias y los síntomas de los sujetos. Para muchos, la pandemia se convirtió en señal de una existencia cada vez más artificial, a medida que las relaciones se vuelven más programables. El aislamiento y la soledad evidenciaron algo presente antes de la obligatoriedad de la cuarentena: que el valor de los lazos afectivos y sociales no se puede reemplazar fácilmente por los recursos tecnológicos.
Así, cuando Lacan (1992: 121) se refiere a las agrupaciones contemporáneas, dice que “Simplemente, en la sociedad […], todo lo que existe se basa en la segregación, y la fraternidad lo primero. Incluso no hay fraternidad que pueda concebirse si no es por estar separados juntos, separados del resto”. En la época actual, el individuo se asume como parte de una muchedumbre, donde la segregación, basada en la estadística (que se sostiene en la racionalidad y la eficiencia), empuja a aglomerarse para que el tipo de lazo de consumo funcione sin cuestionamientos. Esto aminora las posibilidades de establecer algún vínculo afectivo. De ahí que las agrupaciones tengan que ver más con acceder a los objetos de goce que con dinámicas de vinculación sostenidas en la solidaridad. Ante este panorama, el desafío es sostener la singularidad en un mundo globalizado, hiperconectado, donde ser auténtico y diferente es signo de fragilidad y debilidad.
Quizá una posibilidad para salir de este atolladero sea poner el deseo en acto; enfrentarse a la angustia de lo no anticipable, ya que no hay ejercicio del deseo sin un mínimo de insatisfacción. Delegar al otro (sistema, algoritmo, programas) la responsabilidad de los encuentros genera la idea de una vida más confortable y placentera y, sobre todo, sin riesgos. Pero estos últimos son necesarios para vivenciar la dicha en esta sociedad, porque además la felicidad absoluta no es alcanzable, ya que recae en la ilusión de encontrarse con un otro sin falta, sin castración. Sin el riesgo de la apuesta por el deseo es imposible que lo diferente irrumpa y genere espacios de satisfacción que trasciendan la agonía de la comodidad.
En consonancia, se puede retomar el lema de la posición lacaniana del Seminario La ética del psicoanálisis: “Ha usted actuado en conformidad con el deseo que lo habita?” (Lacan, 2013b: 384). Pensar el amor y el duelo por fuera de la responsabilidad subjetiva, que se acompaña de la angustia, implica extraviarse de lo más humano que tiene el hombre: encontrar satisfacción en el ejercicio del deseo. Entonces, más que apostar al algoritmo, se debería apostar al deseo y el amor. Ahí encontramos que el sentimiento de culpa se debe a ceder a lo más propio que nos habita.
Para concluir, si la pandemia ofrece una esperanza al porvenir del hombre, estará directamente relacionada con la reflexión acerca de los efectos nocivos de esta sociedad hipertecnologizada, donde el aislamiento, los goces solitarios y algoritmos se fusionan. Con esto se asume que los vínculos de amor con los otros son fundamentales para la existencia en comunidad, donde el desarrollo íntegro de la persona debe ser el horizonte por alcanzar.
Debemos tener en cuenta que solo podemos hablar de amor donde existe una relación simbólica. Como dice Lacan (2015: 401): “Aprendan a distinguir ahora el amor como pasión imaginaria del don activo que constituye en el plano simbólico […] el amor de quien desea ser amado, es esencialmente una tentativa de capturar al otro en sí mismo, de capturarlo en sí mismo como objeto”. El algoritmo pondera ese amor de tipo pasional, el amor narcisista donde el otro queda ligado al ideal del sujeto. En cambio, el amor simbólico es un don activo que trasciende al otro como objeto para considerarlo en su ser.
El capitalismo tiende a evitar el desarrollo del amor simbólico; porque no pondera al otro como un objeto que puede completar el narcisismo del sujeto. Entonces, “El amor […] como don activo apunta siempre más allá del cautiverio imaginario, al ser del sujeto amado, a su particularidad […]. Sin la palabra, en tanto ella afirma al ser, solo hay Verliebtheit, fascinación imaginaria, pero no amor” (Lacan, 2015: 403). Por eso, no hay asunción más plena de la castración que el ejercicio del amor simbólico, aquel que encuentra al otro, no desde la fascinación de la imagen, de la certeza o los ideales del individuo; sino aquel que puede entrar a través de la palabra y el enigma.
Es innegable que la tecnología puede ser una herramienta fundamental en este mundo hiperconectado; pero es necesario tener presente que es un instrumento, no una modalidad de vínculo. La vida pospandemia encuentra un desafío absoluto, ya que el rechazo del amor transforma a los sujetos en mercancías. Los algoritmos que dirigen la vida de los hombres quizá no tengan fallas en el nivel del cálculo, pero sí en la subjetividad, donde se manifiesta el deseo. No hay saber que otorgue certeza de los resultados en los encuentros; el desafío es establecer vínculos sin la seguridad del mañana, sin la evidencia de que el otro responderá siempre a nuestras expectativas. El sistema intenta que el otro no sea parte de una alteridad en su singularidad, sino que todos sean un conjunto de morfología similar y quien no encaje será segregado.
La pandemia, a partir del aislamiento de la cuarentena, incrementó el sometimiento a los algoritmos por la dependencia creciente de la tecnología. Pero a su vez, se evidenciaron las grietas de ese algoritmo, a pesar de que es presentado como un gran otro que supuestamente no tiene fallas. La posibilidad de interrogarse por esas fisuras ofrece el camino a la castración simbólica, falta constitutiva que ofrece una vida no programable. Este tipo de vida está enlazado a la renuncia de la obligación de ser feliz a cualquier precio, ya que esto por lo general se encadena al goce mortífero del consumo.
Entonces, es necesario tolerar el estado de angustia ante la incertidumbre del otro. Es el riesgo que se debe asumir para convertir las experiencias en acontecimientos que dejen marcas en la vida. Quizá la clave esté en volver a posicionarse en los vínculos como lo hacíamos en la infancia, como una oportunidad para recuperar la inocencia perdida, ya que así se facilita la irrupción de lo novedoso. Esta posición es el tesoro más preciado del niño, donde a pesar de sentirse vulnerable ante la adversidad de lo incalculable, sabía que estaba protegido por al amor de ese insustituible y genuino otro, aquel encarnado en sus seres afectivos más preciados.