Artículos de investigación
De las relaciones entre literatura y filosofía: la potencia de la experiencia literaria
On the relations among literature and philosophy: the power of literary experience
De las relaciones entre literatura y filosofía: la potencia de la experiencia literaria
Contribuciones desde Coatepec, núm. 39, pp. 177-203, 2023
Universidad Autónoma del Estado de México

Recepción: 27 Enero 2023
Aprobación: 26 Abril 2023
Resumen: Se analizan las relaciones entre literatura y filosofía, como producciones sígnicas, atendiendo al modo en que trabajan con y desde el lenguaje. Esto lleva a explorar la dimensión lingüística alrededor del significado, el significante y el referente. Por último, se apunta a que la potencia de la literatura no reside en su nexo con los referentes o el mundo de hechos, sino que se constituye como máquina de pensar, asentada en la singularidad y la inmanencia de las verdades que produce.
Palabras clave: literatura, filosofía, máquina de pensar, verdad, lenguaje.
Abstract: We analyze the relationship between literature and philosophy, understanding them as “signic productions”, paying attention to the way they work with and from language. This leads us to explore the linguistic dimension that has to do with meaning and signifier, as well as with the referent. Finally, we point out that the power of literature does not lie in its connection with referents or the world of facts, but rather that it is constituted as a “thinking machine”, based on the “singularity” and the “immanence” of the truths it produces.
Keywords: literature, philosophy, thinking machine, truth, language.
Introducción
En este artículo se dirige la mirada hacia la literatura, a sabiendas de que el término es cuanto menos esquivo. Es decir, no hay una definición unívoca y universal para comprender cabalmente lo que engloba,[1] sin algo de ambigüedad o sin dejar fuera algunas producciones —u otras que pudieran incluirse, aunque no se piensen como tal en una primera instancia—. Sin embargo, para profundizar en qué es literatura, y establecer los vínculos que mantiene con la filosofía, aquí se partirá de considerar a ambas como hechos lingüísticos, configuraciones cuya materia prima es el lenguaje, y que cada una se caracteriza por hacer un uso particular del mismo.
Por ello, en último término, filosofía y literatura serían cuestiones de estilo (que podemos considerar como el peculiar uso del lenguaje en el que no es posible deslindar del todo la forma del contenido, sino que ambos se entrelazan en la expresión lingüística), pero además no solo expresarían estilos peculiares en sus producciones, sino que ante todo serían estilos de pensamiento. Comprobar la afirmación anterior será uno de los objetivos de este texto.
Para comenzar, vale tener en cuenta que el término literatura, en su significado habitual, es reciente, por lo que no cabría encontrar propiamente un uso del mismo en culturas antiguas como en la romana o la griega. Por ejemplo, en la Antigua Grecia tendríamos el término grammatiké, cuyo equivalente latino era litteratura; ambos designaban una amplia esfera de fenómenos del lenguaje y de la enseñanza de la lengua, y no tanto un corpus diferenciado de textos (García Gual, 1999). Por tanto, la diferencia entre filosofía y literatura no ha estado presente en todas las épocas, sino que corresponde al surgimiento específico de una acepción que con el paso del tiempo se define más y más. De esta forma, va determinando los límites de lo que ella no es —aunque cabría decir que estos no los estableció tanto ella misma, sino sus teóricos y críticos). Así, la diferencia mencionada solo es posible en la modernidad:
La invención de la literatura como esfera autónoma más o menos coincide con el momento en que se reconoce en la literatura un tipo de goce estético específico y diferenciado. Pero coincide además con el nacimiento de la mirada crítica en el sentido moderno del término, y esta, con la tematización sistemática del lenguaje, a la que sigue la invención de la teoría y la historia literarias. Más aún, coincide con el momento en que se interioriza esa mirada crítica, en que la crítica entiende que su modo de abordar el objeto artístico conlleva al mismo tiempo el necesario examen de las condiciones específicas de su peculiar manera de examinarlo (Lynch, 2007: 30).
Justamente la literatura es algo que surge como un pliegue de la lengua sobre sí misma, es decir, como un escrutinio sobre las obras —pero no todas, sino algunas en particular— que a partir de ese momento irá marcando los contornos de una esfera propia. No obstante, estos tienen que ver con una empresa que se despliega sobre sí misma y desde el interior de la filosofía: el lenguaje se vuelve objeto de pensamiento.[2]
Aquí la reflexión se extiende a la par sobre la filosofía y sobre las obras artísticas y literarias de una manera inusitada hasta entonces, pues en la modernidad —sobre todo a partir de Kant— el objetivo filosófico por excelencia será el de descubrir los cimientos (o condiciones de posibilidad) para todo conocimiento posible, entendido en su acepción de universal y necesario. Aunque no parece reparar suficientemente en el lenguaje en sí mismo, serán los filósofos románticos quienes, a decir de Lynch, recuperarán la noción de crítica empleada por Kant en su reflexión sobre los juicios estéticos (adecuación de un contenido sensible con los juicios estéticos del entendimiento), para aplicarla de manera generalizada a las obras de arte.
Por tanto, la relación (de identidad y/o diferencia) entre filosofía y literatura se vuelve posible gracias a la adaptación de la crítica del juicio estético kantiana, que se desplazará a ser crítica de la experiencia del arte en general. Además, la reflexión se avoca al elemento discursivo, la materia donde se expresa la esencia de lo poético o literario y de la verdad filosófica. También, originado por la crítica, se presenta un desplazamiento del saber (sobre la obra de arte o la literatura) hacia el gusto(Lynch, 2007). Con esta crítica esgrimida por los románticos, se hizo posible a la par otra sobre el lenguaje y una consideración sobre las obras de arte, que posibilita el surgimiento de la literatura como ámbito propio —entendida como conjunto de producciones lingüísticas paralela a la filosofía—. Es por tanto en la esfera del lenguaje donde se muestra lo peculiar de la literatura. Pero antes de proseguir con el análisis puntual del lenguaje en la literatura, conviene señalar algunos rasgos generales bajo los cuales podemos entender su relación con la filosofía.
Si algo distingue a la filosofía es su pretensión de verdad: mostrar la realidad tal como es, de manera universal, para lo cual emplea distintos métodos y herramientas como los conceptos, la argumentación, un aparato lógico, entre otros. La literatura, por el contrario, no se interesaría por la verdad, su reino sería el de la fábula o la ficción, y no reclamaría universalidad sino particularidad, para lo cual haría un uso retórico del lenguaje. Pero la filosofía se acerca a la literatura, como ya se decía, en que parte del mismo lenguaje para elaborar sus estructuras significantes, e incluso los medios y formas expresivas que ambas usan no se restringen ni se excluyen: la filosofía también recurre a la imagen, a lo particular y a lo retórico, mientras la literatura puede usar conceptos, teorías y partir de una realidad fácticamente dada.
La distinción, por tanto, se establecería en el momento en que el campo de la literatura se define como aquel en el que cabe hablar más de gusto que de verdad; cuando la filosofía se asume como una labor cuya principal meta es la consecución de la verdad a partir de una forma sistemática de realización —recordando que la forma filosófica por excelencia en la modernidad, sobre todo entre los siglos xvii-xix, es la de los grandes sistemas, ante los cuales cualquier forma de expresión no sistemática se percibía como constructo que no da cuenta cabal de la realidad—. Pero al reparar en la naturaleza lingüística de ambas empresas, la distancia entre ellas disminuye.
Con los románticos se inició esta primera reflexión en torno al lenguaje y, a pesar de que su pensamiento no constituyó la corriente dominante dentro de la tradición filosófica de Occidente —en oposición a sus contemporáneos ilustrados y racionalistas—, sembraron frutos que comenzaron a recogerse más tarde —por ejemplo, Nietzsche, que bebió profundamente de la filosofía del Romanticismo, señalaba ya el carácter metafórico de los conceptos filosóficos—.
La cuestión se plantea bajo renovadas dimensiones, sobre todo en la época contemporánea, con el llamado giro lingüístico de la filosofía. Así, se descubren los elementos literarios en la filosofía, y las manifestaciones filosóficas en la literatura, por lo que ya no es posible hablar de una delimitación clara entre ambas disciplinas.[3] Estas se funden (o se confunden), no se separan de manera tajante ni precisa.[4] Más bien se trata de modos de expresión, de habla, de discurso, que en ocasiones se identifican con algo llamado literatura y en otras ocasiones con filosofía. Estas nociones no son universales abstractos, pues ni siquiera en su interior hay algo homogéneo que les dé identidad de la misma forma en todas las épocas y tradiciones —más bien habría que hablar de filosofías y literaturas(Lynch, 2007)—.[5]
Si filosofía y literatura se acercan al difuminarse sus contornos, es porque, como estructuras significantes, suponen un uso del lenguaje, y este, como producción sígnica, implica una misma materia sobre la que se crean, siguiendo pautas preestablecidas, las normas dictadas por la sociedad, la costumbre, las formas de conocimiento vigentes y la tradición. Esta cuestión, que pudiera pertenecer únicamente al campo teórico del lenguaje, en realidad implica que tanto la labor filosófica como la literaria, así como su mutua relación, se comprende desde otra óptica, en la que, al menos de principio, se notan las dos direcciones ya señaladas: de la filosofía a la literatura —lo literario del discurso filosófico— y de la literatura a la filosofía —lo filosófico de la literatura—.
De tal modo, Manuela Castro (2006) no duda en retomar de Eugenio Trías el término literatura de conocimiento, para aludir a la filosofía; así da cuenta del ejercicio literario que despliega todo filósofo en su obra escrita:
Pues todo filósofo de verdad es, sobre todo, compositor. Solo por serlo puede, y debe, ejercer también de intérprete y hermeneuta. Intérprete de sus propias tradiciones y de los signos de su tiempo, puede componer así una propuesta, o proposición, expresada en forma escrita […]. Y es justo por ese esfuerzo esclarecedor al que todo filósofo avoca, por lo que necesita echar mano de los recursos alegóricos y metafóricos que la literatura le brinda, estableciéndose de este modo, cierta analogía entre la construcción de una cadena de silogismos con una composición musical (Castro, 2006: 5).
En efecto, desde que la filosofía se volvió preponderante, aunque no exclusivamente, una labor que halla su medio expresivo en la escritura, es justo aseverar que hay una relación estrecha, íntima, entre el filósofo y la escritura y, ya que por medio de la escritura se encarna la filosofía, el filósofo pasa a ser, entonces, un escritor. La filosofía, por tanto, entendida como la creación encarnada en texto, pasa a ser obra de un hermeneuta y de un compositor, que sin duda lo acerca al literato. Es esto lo que le permite a Castro (2006: 5) concluir que: “no hay verdadera filosofía sin estilo, escritura y creación literaria; pero tampoco la hay sin elaborada forja conceptual. Los conceptos, se dice, no son más que metáforas, los tropos literarios, el funcionamiento mismo del lenguaje con que se piensa”.
En la otra dirección, encontramos que la literatura, acaso por estar libre de las constricciones del sistema y de la univocidad, puede darse la licencia de implicar en sus temas cuestiones particulares que a la vez son expresiones de un hondo calado filosófico. Esto es algo que exploraron los existencialistas del siglo xx —los casos más notorios son Sartre y Camus, pero también Beauvoir, Ortega y Unamuno—, quienes además de desarrollar su filosofía de manera ensayística, sistemática y rigurosa, expresaron sus profundas concepciones sobre la condición humana y sobre la sociedad en forma de novelas, ensayos literarios y dramas teatrales:
La idea de que la filosofía debe ser una forma de vida, de que la palabra es acción, un acto de revelación que nos cambia, parece cumplirse más efectivamente a través de la literatura que de un tipo de filosofía más académica. En la literatura existe la oportunidad de presentar a personajes en situaciones existenciales y problemas filosóficos o morales concretos, así como de dar cuenta de su concepción dramática de la existencia, de un modo en el que no lo podían hacer en un ensayo filosófico (Ortiz, 2017: 147).
Por tanto, para la época contemporánea ya es posible reconocer la familiaridad entre filosofía y literatura, sobre todo cuando se asume que en la literatura también tienen cabida las grandes preguntas de las que tradicionalmente se encarga la filosofía. Así, en cierto modo, el fin de ambas coincidiría: dar respuesta a las más fundamentales inquietudes humanas, desde un ímpetu que tendría su origen en la duda y el asombro, origen de toda creación, filosófica, artística o literaria (Jiménez, 2020).
Sin embargo, esta manera de abordar la relación entre una y otra se entiende hasta cierto punto como clásica. Si bien, se le reconoce cierta legitimidad a la literatura —a la par que se relativiza en alguna medida la producción filosófica—, hay algo que no queda sorteado del todo, pues la literatura sigue fungiendo un papel ejemplar. Las obras literarias servirían a manera de ejemplos para la filosofía ya sea que en su seno representen problemas, concepciones o situaciones filosóficas, ya que la filosofía use ciertos recursos estilísticos de la literatura para el desarrollo de su afán sistemático. Si queremos ir más allá de ese uso ejemplar de la literatura, en el que persiste cierta subordinación, será preciso señalar lo irresuelto en ese acercamiento clásico. La cuestión central del vínculo entre ambas disciplinas se juega dentro de la relación entre ser y parecer ser (respecto a lo que aparece); dicho de otro modo, la verdad.
Dicha noción, dentro de la relación filosofía-literatura, tiene que ver con la manera en la que cada cual ejercita la lengua que habla, es decir, cómo configura su propia producción sígnica. Si la semejanza entre ambas reside en que se trata de estructuras significantes que hacen un uso específico del lenguaje, es justo esa especificidad la que hay que aclarar. En este sentido, podría hablarse del método de cada una para dirigirse hacia su objeto, y que no es sino justamente el modo de utilizar la lengua, ya para crear tratados, sistemas conceptuales o ensayos, ya para elaborar novelas, cuentos, dramas, etc. (Jiménez, 2020).
El uso de la lengua que hace la filosofía, o la manera en que instrumenta el lenguaje, tiene que ver más con la denotación, esto es, con el rigor y la claridad en los términos, acercándose así a cierta universalidad en cuanto a su significado. La literatura, por el contrario, haría un uso del lenguaje connotativo, anclado en la subjetividad del escritor, quien, aun cuando pretenda dar cuenta de las cosas como son, no puede sino hacerlo desde su subjetividad implicada —de diversas maneras— en la narración.
En cierto sentido, la oposición entre ambas disciplinas resulta obvia. Lo característico de la buena literatura es su capacidad de elipsis, el arte de omitir y su poder de sugerencia. El discurso literario no es un discurso explícito ni demostrativo; ni siquiera especulativo. No responde a la lógica propia de la exposición filosófica. La imaginación no admite demostraciones, sino que se nutre literariamente a través de la sugerencia. En cambio, la fuerza del discurso filosófico está en el despliegue analítico de la razón; en su capacidad para no omitir ningún paso en su exposición; pone el acento en la demostración y en su capacidad argumentativa (Castro, 2005: 675).
Estas distinciones —conviene decirlo una vez más— no son tajantes ni aspiran a ser expresión de un purismo absoluto en cada ámbito, sin embargo, sirven para arrojar luz sobre la manera canónica de entender ambas configuraciones lingüísticas a lo largo del tiempo, sobre todo en lo concerniente a su relación. Ya desde sus comienzos, como se mencionó en el primer apartado, la filosofía tiene la pretensión de aprehender (intuitiva, lógica, y después discursivamente) lo que es —que la tradición de forma errónea denominó como el ser—. Para ello se desarrollaron diversos mecanismos lógicos para apresarle sin ambigüedad alguna, por tanto, restringieron las cualidades equívocas, poéticas y míticas del lenguaje —es decir, su dimensión estética y figurativa—. En suma, desde antiguo, la filosofía se caracterizó por un afán de lo objetivo, mientras que por oposición se ve desde la modernidad a la literatura como una empresa subjetiva. Y, por supuesto, una buena parte de la tradición sitúa a la verdad del lado de lo objetivo.[6]
Es preciso señalar que la objetividad que presume la filosofía, a pesar de remitirse a lo que realmente es, no coincide siempre con la realidad como conjunto de determinaciones fácticas. No se refiere solo a lo dado de forma empírica y, en dicho sentido, descriptible y cuantificable, sino a lo real como fundamento último que subyace a las apariencias —en el sentido de lo que aparece a la experiencia o al pensamiento—.
Por el contrario, a la hora de considerar a la literatura se presentan dos posibilidades: por una parte, parecería que la literatura, al tratarse de una labor subjetiva, no hablaría de la realidad, ya sea en el sentido de que no versaría sobre lo que realmente es (el ser o el fundamento de todo), o ni siquiera daría cuenta de cómo las cosas son en su condición empírica (por referirse a ellas con un lenguaje figurativo o connotativo). Por otra, si la literatura habla de la realidad, no lo hace de manera verdadera (sobre el ser), sino que se limita a hablar de las apariencias y así, a ser una suerte de representación de las cosas. De cualquier forma, la literatura estaría hablando de lo que parece ser, sea como experiencia subjetiva individual, o como parte de una experiencia más generalizada del mundo, que no reconoce las estructuras profundas de la realidad, como sí lo haría la filosofía. Por eso, mientras que en el discurso filosófico habría una adecuación del lenguaje con el ser, la literatura sería ante todo inadecuación (con la realidad, con el ser, etc.), es decir, su lengua sería una lengua de la no-verdad.
En esto hay varias cosas que señalar. Primero, la identificación de lo real con la verdad, lo cual da por supuesta la adecuación entre ser y lenguaje; como si hubiera cierto uso correcto del lenguaje que expresara la realidad sin ninguna distancia y de manera unívoca; tendría que ver con la lógica de la identidad y con el uso literal, denotativo de la lengua. En segundo lugar, se asume que la literatura es ficticia o pura fábula en oposición a lo real y lo verdadero. En este sentido, se le reduce a mera imaginería o representación, pero esto se enmarca, como se abordará más adelante, dentro de un esquema muy particular desde el que se entiende la relación de filosofía —o, mejor aún, verdad— y literatura.
Sin embargo, como ya se advertía, en nuestra época contemporánea la literatura se revalora desde varias dimensiones, lo cual no ocurriría sin atender precisamente a su relación con la verdad. Ya no es solo que haya cierta familiaridad o cercanía con la filosofía, de modo que esta hallaría un espacio para manifestarse en la literatura, sino que se le reconoce como un campo donde puede presentarse la verdad en sí misma. Desde un punto de vista general:
La realidad efectiva, en este sentido, no opera en la literatura más que como modelo sobre el que realizar una imitación más o menos verosímil. Sin embargo, y a pesar de su carencia ontológica efectiva, la literatura posee en su interior un alcance filosófico que reside en la capacidad expresiva e imaginativa del hombre. Como dice Antonio García Berrio, la literatura permite al hombre completar su idea de la realidad más allá de la simple experiencia histórica. Para Aristóteles, es precisamente la capacidad mimética el rasgo que convierte a la creación literaria en una actividad cercana a la filosofía (Jiménez, 2020: 6).
En nuestra época se reconoce que lo real tiene cabida en la literatura, así sea a modo de representación —que, como ya se dijo, corresponde a un esquema muy específico de comprenderla, pero no el único—. Sin embargo, ya no es un problema que ésta no nos hable de la realidad tal como es, en su verdadera esencia, y que solo sea capaz de mostrarnos lo que parece ser. Por el contrario, la cualidad subjetiva de la expresión lingüística la dotaría de una riqueza que le permite completar la realidad objetiva de la experiencia lógica o racional.
Su carácter mimético, como recuerda Jiménez, acercaría la literatura a la filosofía, de la misma forma como Aristóteles en su Poética reconocía que la poesía —en comparación con la historia— se encontraba más cercana a la filosofía. Por consiguiente, hay un acercamiento distinto a la verdad en que ésta ya no consiste en la mera correspondencia entre lenguaje (o pensamiento) y realidad (o ser); ahora las apariencias también apuntan a cierta verdad. Por ese motivo se vuelve preciso pensar en un “marco epistémico en donde sea posible una experiencia de la verdad desde el mundo de la vida” (Jiménez, 2020: 9); donde la verdad no se encuentre anclada a las exigencias de la lógica y de la racionalidad dominante en Occidente, que tradicionalmente se escindió de la experiencia del mundo inmediato (experiencia subjetiva).
Ante esta concepción de tinte más clásico en que se entiende que la literatura, en tanto representación, ofrece algo verdadero, se erige otra menos anclada en el sentido común y que ya no parte de la función mimética dentro del campo literario. Para esta es igualmente relevante la experiencia como ámbito del que surge toda posibilidad de verdad, pero ya no sería la experiencia que se cierra en sí misma, en lo fácticamente dado, sino, por el contrario, una experiencia que se abre (y nos abre) a lo que no se encuentra como dato empírico.[7]
La literatura sería el producto de una experiencia de la que solo es posible dar cuenta en segunda instancia, es decir, a través del lenguaje —que ya no refleja de manera simétrica la realidad (el ser), sino que se convierte en instrumento y material para sacarla a la luz y darle forma—. Si la realidad es algo que se extrae de la experiencia, entonces la verdad es el resultado de ese traer a la luz, que no puede desligarse de la forma que se le asigna. En esta labor de extraer e in-formar, filosofía y literatura se encontrarían mutuamente. Al ser configuraciones lingüísticas, ambas utilizarían el lenguaje para dar cuenta de aquello latente en la experiencia inmediata y, aunque cada una lo haría de modo distinto, ambas, en último término, serían labores de creación. Este es el sentido que tenía la palabra para designar a la verdad en la Grecia antigua, alétheia, desocultamiento, develamiento.[8]
Desde ese punto de vista, la literatura —equiparada con lo ficticio o lo fabuloso de su contenido— no surgiría desde la nada, sino desde algo oculto en la experiencia del creador, no presente o no visible de manera inmediata. Sería desocultamiento y, por ello, apuntaría a la verdad: “Filosofía y literatura buscan el sentido último de la realidad (entendido de diversas maneras) por un desocultamiento de lo que aparece. Buscan ‘la verdad radical de lo real’, pero por distintos procedimientos” (Castro, 2005: 676).
En esta noción de verdad, la estructura básica de lo objetivo y lo subjetivo se desvanece ante el acto creador (poiético), el único que puede traer a la luz lo que se encuentra velado bajo las apariencias —que sin embargo no se denuestan, sino que son necesarias para des-cubrir esa verdad profunda—. Pero, ¿qué es esa verdad profunda, esa verdad radical de lo real? Desde esta postura claramente ontológica, se trataría de lo que en la tradición se ha llamado el ser, sustrato último de todo ente (y del conjunto de todos ellos).
Desde esta perspectiva, entre filosofía y literatura, a pesar de las radicales diferencias, en cuanto a estilo y otros aspectos, hay una comunidad de intereses que las emparenta —“común sustancia espiritual de la que ambos géneros se nutren” (Lynch, 2007: 30)—; se trata de una voluntad de saber, de alcanzar verdaderamente la realidad (aun cuando se entienda de modos diferentes).
Sin duda, podría argüirse que el escritor que crea cuentos o novelas no lo hace necesariamente pensando en descubrir y plasmar una verdad en su obra, y puede que incluso en muchos de los casos esté motivado por un espíritu eminentemente fabuloso. Pero desde la postura aquí glosada, el solo hecho de la creación implica que hay una verdad que se muestra y se da en lo escrito. Esta no tiene que ver con las positividades del mundo, sino con lo oculto, que emerge desde un fondo esencial recubierto por la apariencia material de las cosas.
A pesar de que el escritor no tenga, no sea consciente o incluso reniegue de toda voluntad de saber, se ve impelido a escribir por ella, según Lynch (2007). Esto se debe a que en dicho acto hay un impulso innegable por decir algo, y todo decir es, de algún modo, búsqueda, aspiración, expresión de un anhelo, confianza o creencia en un sentido que sustente el discurso, así sea el sentido o fundamento por el cual es posible el lenguaje mismo.
Es decir, por debajo de toda producción sígnica hay una voluntad de que el discurso tenga sentido, ya sea porque remita a algún referente existente en la realidad, a uno oculto tras los velos de las apariencias, o al sentido que le puede venir de su falta de referente externo —que por tanto hace al discurso una empresa autorreferencial—. Incluso un sentido expresado en su carencia del mismo (negación de todo referente lógicamente identificable), pero que no puede soltar al lenguaje como fundamento último, so pena de caer en el silencio. Por esto, glosando a Jean-Luc Nancy (2000), dice Lynch (2007) que el discurso de la verdad —tanto el verdadero de la filosofía como el ficticio de la literatura— apuntaría a lo real, el sentido, la verdad, el fundamento o la razón —o como se le quiera llamar a esa instancia del referente o de lo que sustenta el discurso— como ausente, pero justo por su ausencia se vuelve presente.
Por tanto, la identidad en la diferencia —o diferencia identitaria— entre literatura y filosofía residiría ahí, en ese intento de alcanzar la verdad, en su “misma vocación de un sentido inhallable, imposible de consumar”[9](Lynch, 2007: 37). En este sentido, arribamos a otra perspectiva en que la verdad ya no es ni lo objetivo ni el desocultamiento creativo del ser, sino que es búsqueda constante, aspiración insatisfecha, horizonte que nunca se alcanza del todo, presencia ausente —por consiguiente, ausencia que se presenta a sí misma a través del lenguaje—. Si la verdad, el sentido o el fundamento último de la realidad —y del discurso mismo— se hubiese alcanzado ya, ¿qué falta haría seguir hablando y escribiendo?
Lo anterior nos conduce de un modo más apremiante a la cuestión del lenguaje, en tanto que este es el término implícito al preguntarse por toda relación con la verdad.[10] Inquirir por ella supone ciertos usos del lenguaje en que se da por sentada la correspondencia entre lenguaje y realidad, o se supone que el lenguaje desoculta la verdad desde las apariencias, o la busca, ampliando constantemente los límites de su ausencia; en cualquier caso, la verdad ocurre siempre en el ámbito del lenguaje.
Como se apuntó, pensar la cuestión del lenguaje desde la cual se revaloriza la literatura es posible, sobre todo, a partir del giro lingüístico de la filosofía, cuando el lenguaje se vuelve objeto de reflexión, perdiendo su cualidad neutra, pura o inocua.[11] La realidad ya no admite un discurso unívoco, ya no hay un uso del lenguaje que sea el único correcto y verdadero, sino que hay otras maneras de hablar —y por tanto, de pensar— que no apuntan menos a la realidad verdadera —por mucho que no puedan apresarla definitivamente—.
En este escenario, la literatura tiene toda legitimidad como discurso y como uso determinado del lenguaje, sin tener que remitirse a una función descriptiva o referencial: “A diferencia, por ejemplo, del texto científico, el texto literario no tiene por qué dar cuenta de la realidad tal cual, no tiene por qué contener enunciados verificables, no tiene la obligación de corresponder con nada fuera de sí mismo, algo propio del arte en general” (Bacarlett, 2012: 29). Esta falta de obligación libera a la literatura del referente, e incluso del significado —la literatura no tiene que significar necesariamente, sus signos no tienen que remitir a un referente como lugar externo al conjunto sígnico—. Por consiguiente, la literatura puede abordarse desde el referente —o lo que hay por fuera del discurso literario, de la escritura—, o bien, en relación con lo que se propone al interior del discurso mismo, es decir, prescindir de la referencialidad y dirigirse a la inmanencia de los signos:
Sea cual sea nuestro proyecto de saber, cuando nos enfrentamos a un texto —o a un sistema cualquiera compuesto por signos— se nos plantea una alternativa de hierro: o bien admitimos —o suponemos— que nuestro texto guarda relación y significado con alguna referencia mundana o, por el contrario, aceptamos que el texto en última instancia se tiene a sí mismo como referencia decisiva (Lynch, 2007: 41).
Esta decisión atañe en realidad a cualquier producción escrita, como lo concibe Lynch, puesto que se distinguen las funciones lingüísticas así como la inmanencia de los signos al configurarse dentro de cualquier discurso. De este modo, por ejemplo, podríamos preguntarnos por el referente de la Crítica de la razón pura, de la Fenomenología del Espíritu, de la Ciencia jovial, o cualquier otro texto filosófico: ¿son importantes, tienen sentido y valor porque remiten a un referente en tanto estado de cosas fácticamente dado, o porque guardan intrínsecamente un sentido en la configuración específica de sus signos? Lo mismo pasa al considerar a la literatura; conforme a determinado esquema de pensamiento, lo importante de ella es su capacidad de significar y remitirnos a un referente —así sea de manera ideal o utópica—.
Como especial ejemplo de estas consideraciones en la época contemporánea, se alude a Sartre, quien en su texto ¿Qué es la literatura? despliega su particular visión en torno al oficio literario —y no es extravío referir a la literatura como cuestión de oficio para Sartre—. Es sabido que Sartre desarrolló una labor literaria que logró conjuntar muy bien con su labor filosófica —lo que le valdría ser seleccionado para recibir el Premio Nobel de Literatura en 1964—, y es que acaso veía en la literatura la posibilidad de expresar auténticamente los valores del existencialismo, llegando más directamente al hombre de carne y hueso.
Para el filósofo francés, la literatura (conforme él la desarrolló) tendría la función de dar cabida al pensamiento filosófico, pero no solo ser expresión de las ideas y conceptos de este (autenticidad, libertad, sentido, etc.), sino comprometerse con su tiempo, con sus circunstancias, y circular las ideas hacia la existencia. De ahí que el significado (y por tanto, el referente) tengan una primacía prácticamente absoluta, aspecto que distinguiría a la narrativa de la poesía. El escritor trabaja con significados: “De todos modos, debe hacerse una distinción: el imperio de los signos es la prosa; la poesía está en el lado de la pintura, la escultura y la música”[12](Sartre, 1949: 11).
Lo que se observa en la perspectiva sartreana es que la prosa no sería propiamente un arte, o no a la manera de la pintura o la escultura, en tanto que puede remitir al mundo real, pero todavía más, puede influir en el mundo. Para Sartre, la literatura tendría una función social, cumpliría con un sentido utilitario: “La prosa es, en esencia, utilitaria. Definiría muy bien al prosista como un hombre que hace uso de las palabras” (Sartre, 1949: 19). Por esto, aunque Sartre no despliegue su análisis desde el campo de la lingüística, muestra cierto rechazo a considerar los signos en su inmanencia, al menos para la prosa. La poesía sí que tendría autorizada dicha inmanencia, es decir, no tendría que versar sobre la realidad ni remitir a esta; en este sentido sus palabras no tendrían necesidad de significado, o su significado no se encontraría fuera de ellas mismas; pero las palabras de la prosa literaria deberían significar necesariamente y, por ende, remitir a un referente:
El arte de la prosa es empleado en el discurso; su sustancia por naturaleza es significativa; esto es, que las palabras ante todo no son objetos, sino designaciones para objetos; no es ante todo un asunto de saber si agradan o desagradan en sí mismas, sino más bien si indican correctamente cierta cosa o cierta noción (Sartre, 1949: 20).
Así, la función referencial del lenguaje literario se conecta con su función utilitaria y esta, con su función social —muy cara en especial para Sartre—, puesto que se liga toda palabra con una acción determinada. Así el escritor adquiere cierto compromiso con su mundo, su realidad, su sociedad. Con Sartre, el lenguaje no es inocente, sino que está pleno de significación, por eso el escritor no pretende un lugar de neutralidad de su discurso, sino que ocupa siempre una postura ante lo real. El literato ha de ser un escritor comprometido:
De manera similar, la función del escritor es actuar de tal manera que nadie pueda ser ignorante del mundo y que nadie pueda decir que es inocente ante este. Y desde que se ha comprometido a sí mismo en el universo del lenguaje, no puede pretender nunca más que no puede hablar. Una vez que entras al universo de los significados, no hay nada que puedas hacer para salir de él. Deja que las palabras se organicen libremente a sí mismas y formarán oraciones, y cada oración contiene el lenguaje entero y se refiere de vuelta a todo el universo. El silencio mismo es definido en relación a las palabras, como la pausa en la música recibe su sentido del grupo de notas alrededor de ella. Este silencio es un momento del lenguaje; estar en silencio no es ser mudo; es rehusarse a hablar, y por tanto seguir hablando (Sartre, 1949: 24-25).
Es claro que para Sartre todo discurso, en tanto que acto de habla, juega un papel insoslayable en la realidad, incluso el silencio sería otra forma discursiva que no deja de tomar parte en el mundo. En su revalorización, la literatura parte de determinada concepción del lenguaje en donde aún tiene primacía el significado en su remitirse a un referente —externo, es decir, a la realidad—, y de ahí que el acento caiga por completo en el compromiso del escritor y de la literatura misma. Ella tendría que transformar el mundo —o por lo menos impactarlo al provocar una serie de acciones—, en esta actitud de compromiso, en esta trabazón entre palabra y acción, residiría de algún modo la verdad de la literatura —verdad como actividad comprometida—.
Sin duda hay elementos dignos de consideración en esta perspectiva sartreana, no obstante, también es preciso señalar su carácter limitado. Sartre no da una definición de la literatura, más bien sugiere —incluso demanda— lo que esta debería ser. Si admitiéramos su prescripción, tendríamos que preguntarnos qué sucede con todas las obras literarias que no presentan —al menos no claramente— determinado compromiso ante el mundo: ¿deberíamos descartarlas sin más?, ¿categorizarlas como obras no auténticamente literarias?, ¿señalar que, por omisión, se comprometieron con determinada opción existencial o política, quizá con la opresión, la discriminación, y todo lo que coarta la libre y digna existencia humana? Podríamos hacer tal lectura, por supuesto, pero sería desde determinada opción, no solamente existencial, sino también epistémica y lingüística.
Parece más acertado pensar el fenómeno literario desde su aspecto semiológico, como lo hace Lynch. Tras la breve semblanza de la perspectiva sartreana, se encuentran mejores condiciones para comprender a cabalidad la diferencia de una postura que asume el texto literario —y lo que de verdad se puede manifestar en el mismo— desde la inmanencia de sus signos. Evidentemente el discurso literario incide en el mundo —él mismo es una producción o un actuar—, de ahí su carácter performativo, pero esta actividad —o el arreglo de su estructuración significativa— tiene asimismo un efecto al interior del texto y, con ello, al interior de la lengua desde la que se habla.
En otras palabras, la lengua, tal como se usa en la literatura, no necesita tener un referente en el exterior —o mundo real— para tener sentido. Todo posible significado de la literatura, contrario a lo que sucede en general con el lenguaje prosaico que suele ser conceptual y denotativo (su función es propiamente referencial), está dado por la configuración del sistema de signos en su interior. ¿Cómo es esto posible? En realidad, no es difícil de entender una vez que se comprende el funcionamiento básico del lenguaje; si el lenguaje ordinario —en específico los usos en la lengua de la ciencia, en buena parte de la filosofía y en la técnica en general—da por sentada la conexión del significado con el referente; por el contrario, el lenguaje funciona literariamente cuando renuncia a anclarse en algún referente.
Ahora bien, que el lenguaje no remita a un referente —externo— no implica que no tenga sentido, sino que su sentido está en sí mismo; se convierte en un dispositivo incontrolado(Lynch, 2007) —fuera del control del autor, del lector o del hermeneuta— o más aún, un dispositivo que se controla a sí mismo. Mientras que se entienda que el lenguaje apunta a un referente, dependiendo de este, su verdad reside en su nivel de adecuación; en esta medida, no se le permite más que tener un sentido unívoco. Como dispositivo liberado, es posible encontrar el sentido del texto literario en su interior, por lo que ya no es viable aprehenderlo bajo la noción tradicional de verdad: “La liberación del lenguaje respecto de toda exigencia de referencialidad estable y justificada —el discurso no tiene por qué estar referido a algo diferente de sí mismo— lo hace independiente de consideraciones de verdad y falsedad, dolor y placer, belleza y fealdad” (Lynch, 2007: 45); los valores que usualmente se le atribuyen a las obras literarias solo vienen de fuera. Verdad, belleza, falsedad, etc., serían expresiones de un uso del lenguaje que habla sobre otro lenguaje —el de la literatura— en una especie de metalenguaje o crítica —que es como se inaugura en la modernidad el espacio de la literatura: crítica del lenguaje artístico/poético—.
En este sentido la literatura no trataría tanto de apuntar a la realidad o a lo que las cosas son —ni en su profundidad oculta ni en su apariencia—, sino más bien de tejer redes entre las palabras que dan lugar a un significado expresado en el tejido mismo, aun cuando este sea meramente la posibilidad de referir a algo que no se encuentre presente —el sentido, fundamento o verdad que permanece más bien ausente—. Por esto afirma Lynch: “En suma: la literatura no es lógica, ni estética, ni mimética; si acaso, es tan solo trascendental, porque permite ver cómo llegamos a las cosas, y no importa demasiado si consigue mostrar si alguna vez llegamos a ellas” (Lynch, 2007: 46).
La condición trascendental de la literatura es que nos muestra cómo construimos sentidos, lo cual acontece antes de que aprehendamos el objeto a través del discurso —si es que alguna vez lo logramos—.[13] En última instancia, se diría que no hay una referencia ulterior que alcance el significado que se configura dentro del discurso (tanto literario como filosófico), pues la lengua escapa a todo intento de reducirla a una univocidad debida al referente. Lynch (2007: 49) llama a esta cualidad escurridiza, múltiple, pero también potente, la deriva de la significación: “Una figura discursiva dice (y hace) siempre algo más que aquello que la forma sintáctica de la frase permite designar. Hay, por así decirlo, una connotación figurativa irreductible”, cualidad sobremanera notoria en el lenguaje literario.
Nótese que aquí ya estamos lejos de aquellas posturas que consideraban el lenguaje como instrumento para apuntar a la verdad, entendida como algo distinto de él. Desde esta postura actual, el lenguaje no es inerte, pasivo o reflectivo, sino una potencia que se configura a sí misma y guarda su sentido de forma inmanente. Este uso abre una especie de cisma al interior del conjunto del lenguaje:
La literatura, en sí misma, es una distancia socavada en el interior del lenguaje, una distancia recorrida sin cesar y nunca realmente franqueada; finalmente, la literatura es una especie de lenguaje que oscila sobre sí mismo, una especie de vibración sin moverse del sitio (Foucault, 1996: 66).
En la literatura, el lenguaje no puede ser otra cosa más que él mismo, con todo, va más lejos que las posibilidades de otros de sus usos. Esto coloca a la literatura en un punto paradójico en que, por un lado, es un producto directo de la lengua de la que brota y, por otro, constituye un ámbito distinto del lenguaje plenamente establecido bajo su función referencial.
Pero, ¿no sería posible decir que la literatura es un fenómeno de habla extremadamente singular, y que se distingue probablemente de todos los demás fenómenos de habla? En efecto, la literatura, en el fondo, es un habla que obedece quizás al código en que está situada, pero que, en el mismo momento en que comienza, y en cada una de las palabras que pronuncia, compromete el código donde se halla situada y comprendida. Es decir, cada vez que alguien coge la pluma para escribir algo, eso es literatura, en la medida en que, si ustedes quieren, el apremio del código se halla suspendido en el acto mismo que consiste en escribir la palabra, y hace que, llevada al límite, esa palabra pudiera muy bien no obedecer al código de la lengua. Si, efectivamente, cada palabra escrita por un literato no obedeciera al código de la lengua, no se podría comprender en modo alguno, sería un habla absolutamente de locura, y acaso ahí está la razón de la pertenencia esencial de la literatura y de la locura, en nuestros días (Foucault, 1996: 85).
En términos de Foucault, la literatura es, a un tiempo, obediencia a un código lingüístico y suspensión del mismo, así sea por el solo hecho de que la palabra escrita nunca llega a ser lo que el uso cotidiano de la lengua supone, debido a la ausencia ya mencionada. Claro que como lo dice Foucault (1996) esta suspensión del código no es requerimiento para que haya literatura —existe literatura que sigue el código lingüístico—, pero sí supone esa posibilidad, el riesgo de ese desplazamiento, de esa transgresión que permanece latente en el texto literario. Como espacio al interior de una lengua, la literatura reside en esa distancia, en ese diálogo consigo misma en que se repite, crea y se recrea sin necesidad de una referencia al exterior, es realidad, constituyendo aquello que Foucault (1996) llama un lenguaje al infinito.
Pero, ¿qué alcance tiene este lenguaje que se repite a sí mismo, lenguaje al infinito, que no es propiamente metalenguaje, sino más bien trascendental?[14] Por una parte, la finalidad de la literatura —si es que puede hablarse de alguna— no es remitirse a un exterior, por tanto tampoco vale para ella la noción clásica de verdad fincada en el referente. Por otra, la literatura conforma su propio sentido de manera inmanente, al interior de su propio tejido de significaciones, ¿no supondría esto una especie de autismo en que la literatura es un en-sí, por-sí y para-sí?[15]
La respuesta es no, la literatura no se cierra sobre sí misma negando el mundo, por el contrario, es una apertura a este mundo, así sea desde cotas muy distintas a las que el uso referencial del lenguaje estaría acostumbrado. A pesar de que la red de significados alcance un sentido por sí mismo, en su propia estructuración, no puede prescindir de un lector (o un auditorio) para que efectivamente construya su sentido. Incluso esa cualidad del lenguaje literario de replicarse al infinito no solo ocurre en el acto de escritura, y mucho menos en la pálida presencia aislada de los signos en la hoja, sino que acontece en el encuentro con cada lector.
En suma, es cierto que el lenguaje de la literatura se trata de un dispositivo incontrolado, pero ello no implica que se valga enteramente por sí mismo, sino que precisa de alguien que lo experimente, o su verdad (como persecución de sentido, coherencia interna, pero también apertura, desplazamiento y transgresión de la lengua) acontece como encuentro provocador, y solo provoca en algo o en alguien, de otra forma, si no provoca nada, permanece inerte. Esto se aviene muy bien con un esquema particular, que implicaría un sentido diferente de aquellos con los que tradicionalmente se ha entendido la literatura. En líneas anteriores, ya se aludió someramente a ellos, y ahora, en este punto en que la perspectiva lingüística abre un nuevo panorama, conviene resumirlos y resaltar la especificidad del primero.
Badiou (2005) describe detalladamente estos esquemas de pensamiento, desde los cuales se entiende no solo la literatura, sino incluso el arte en general en su relación con la filosofía y con la verdad. El primero de ellos, nos dice, es el esquema didáctico, según el cual el arte (la literatura) sería incapaz de la verdad, pues esta permanecería como una exterioridad que la obra no podría alcanzar nunca. La obra se presentaría, por tanto, bajo la apariencia de verdad, pero se descubriría y denunciaría en su falsedad, como una especie de mentira que no logra convencer. En este esquema, la filosofía prevalece como paradigma de la verdad y también, por tanto, como norma educativa.
El segundo esquema sería el romántico, que invertiría los términos de la ecuación para señalar que solo el arte sería capaz de la verdad. Según esto, la literatura detentaría la única verdad posible, superando los esfuerzos de la filosofía, que no alcanzaría sino a apuntar de manera vaga a dicha verdad. En este caso, la literatura cumpliría con la misión educativa del hombre, pues revelaría —o develaría— lo absoluto, que de otra forma no podría alcanzarse, el ser profundo de las cosas, la verdad como alétheia.
Un tercer esquema, que es más bien clásico y se remonta a Aristóteles, para quien el arte —y sobre todo el arte poético— en tanto mímesis, se encuentra muy cercano a la filosofía. Ello no niega que el arte sea incapaz de la verdad (patrimonio exclusivo de la filosofía), pero tampoco sería su finalidad, por lo que caeríamos en un error al medirle con ese parámetro. Aquí, la función del arte no es cognitiva o teorética, sino terapéutica —como un tratamiento y purificación de las afecciones del alma—; su ámbito sería el de lo ético (en sentido amplio), no el de la verdad (Badiou, 2005).[16]
La perspectiva lingüística ya abordada permite ir más allá de las concepciones tradicionales de la relación literatura-filosofía-verdad. En efecto, la cualidad del lenguaje literario como trascendental, al infinito, y la literatura como dispositivo incontrolado llevan a considerar otro esquema en que la literatura ya no le debe nada a la instancia del referente, ya no depende de una verdad que le trasciende, sino que entreteje la verdad al interior de su discurso.
Esto se corresponde con el cuarto esquema que sugiere Badiou, en donde las categorías que están en juego en la relación entre arte y verdad tienen un desplazamiento. Para Badiou, estas categorías se refieren a la inmanencia y la singularidad, las cuales nunca coincidirían en la obra artística bajo la óptica de los tres esquemas precedentes —es decir, la obra sería singular o se le reconocería su inmanencia, pero en el primer caso la verdad prevalecería como algo trascendente, mientras que en el segundo la obra no sería singular, pues la verdad, aunque inmanente, no sería propiamente de la obra; además está el caso del esquema clásico, en el que la verosimilitud de las apariencias representadas no presentan ni apuntan a la verdad—.[17] Pero en el cuarto esquema, por el contrario, la obra literaria reúne tanto la singularidad como la inmanencia de su verdad:
Por tanto, afirmaremos esta simultaneidad. En otras palabras: el arte en sí mismo es un procedimiento de verdad. O de nuevo: La identificación filosófica del arte cae bajo la categoría de verdad. El arte es un pensamiento en el que las obras de arte son lo Real (y no el efecto). Y este pensamiento, o más bien las verdades que activa, son irreductibles a otras verdades —ya sean científicas, políticas o amorosas. Esto también significa que el arte, como régimen singular de pensamiento, es irreductible a la filosofía.
Inmanencia: el arte es rigurosamente coextensivo con las verdades que genera.
Singularidad: estas verdades no se dan en ningún otro lugar más que en el arte.
[…]
Para lo que el arte nos educa no es por lo tanto nada aparte de su propia existencia. La cuestión única es la de encontrar esta existencia, esto es, la de pensar a través de una forma de pensamiento [penser une pensé] (ibíd.: 9).
El cuarto esquema del que habla Badiou expresa precisamente lo que se desarrolló desde la perspectiva lingüística, pues la literatura no se encuentra en una incapacidad para alcanzar alguna verdad trascendente (fincada en el referente). Aun cuando esa instancia del fundamento permanezca como horizonte último, es ese horizonte inalcanzable el que potencializa todo lenguaje (tanto el filosófico como el literario). Pero la literatura tampoco sería la única capaz de develar el misterio del ser, subsumiendo así a la filosofía.
Desde esta perspectiva, la literatura no es sierva ni impone servidumbre; no obstante, permanece irreductible a cualquier otra cosa que no sea ella misma.[18] Además, y mucho más importante aún, la literatura provoca, produce, precisamente por su carácter de desplazamiento y transgresión. A Badiou le produce dos cosas: la primera es su propia verdad (o verdades) expresada en su particular configuración de sentido; en segundo lugar, en esa búsqueda del sentido inmanente del texto, la literatura nos llevaría a pensar a través de ella misma, por lo que produciría pensamiento.
Ahora bien, que la literatura produzca su verdad y a la vez pensamiento —en términos de Badiou, que sea tanto un régimen de verdad como un régimen de pensamiento— no quiere decir que nos permita pensar su contenido, por ejemplo, desde la filosofía. Este es un pasaje muy sutil, pues lo que está en juego es la potencia autónoma de la literatura. Como se dijo respecto a la poesía, podía aparecer en la filosofía a manera de ejemplo, o viceversa, la filosofía en la poesía, pero en cualquier caso, una u otra permanecen como préstamo, y en este sentido se desvanece su posibilidad de ser significativas en sí mismas. En el caso de la literatura, en efecto, la obra literaria puede ser pensada, presentarse en y para la filosofía, pero en ese caso se estaría haciendo crítica, o bien, se la estaría instrumentalizando y subyugando a algo más; es decir, la literatura cedería su singularidad o su inmanencia, a la vez que su lenguaje se anclaría a la referencia (lo externo) y caería bajo el control del intérprete, del significado o del pensamiento (externo también).
Si la literatura es transgresora en tanto dispositivo que se controla a sí mismo, y si a la vez confluyen en su seno la inmanencia y la singularidad, esto lleva a considerar que no se vuelve mero objeto de pensamiento —posibilidad que no deja de ser enriquecedora y legítima—, sino que además de producirlo (hacernos pensar algo) hay un pensamiento pensando a través del lenguaje literario:[19]
lo que se propone en la cuarta postura es reconocer que la literatura produce una experiencia del pensamiento por sí misma, es una máquina de pensar, en palabras de Alain Badiou. No es que la literatura produzca algo para pensar, lo cual no se excluye, sino más bien ella misma es pensamiento, una experiencia del pensar en sí misma, que no niega que pueda ser material para la reflexión filosófica, pero sin reducirse a ella (Bacarlett, 2012: 23).
En la literatura, pues, experimentamos un pensamiento que nos hace pensar de una manera distinta a la determinada por el uso cotidiano de la lengua. Pensamos con la literatura, y ello es en sí una experiencia, una salida de nosotros mismos y de nuestro marco referencial habitual. Esta es la potencia de la literatura, en donde encontramos algo de lo que ya Sartre proponía: que en efecto, hay una relación entre las palabras y la acción, además de una suerte de compromiso. Sin embargo, estos ya no coinciden con un estado de cosas en el mundo que haya que cambiar en pos de algunos valores filosóficos, sino que son inherentes a la experiencia misma de la literatura. Esta no cambia el mundo (como conjunto de circunstancias más o menos concretas), pero sí cambia nuestra experiencia en el mundo:
La literatura nos libera de nuestra forma convencional de considerar la vida —la nuestra y la de los otros—, destruye la buena conciencia y la mala fe. Por definición contraria y paradójica —protestante, como el protervus de la antigua escolástica; reaccionaria en el buen sentido—, resiste a la estupidez, no con la violencia, sino de una manera sutil y obstinada. Su poder emancipador, que nos conducirá en ocasiones a buscar derrocar a los ídolos y cambiar el mundo, permanece intacto, aunque más a menudo nos hará, sencillamente, más sensibles y más sabios, en una palabra: mejores.
No es que encontremos en la literatura verdades universales ni reglas generales, como tampoco ejemplos incuestionables (Compagnon, 2008: 63).
¿Qué se encuentra entonces? Encontramos la experiencia del pensamiento, del mundo, de nosotros mismos, del lenguaje, de las posibilidades abiertas, pues en este ejercicio que se da en y a través de la lectura, vislumbramos diversas posibilidades de experiencias de lo real, que ya no se limita a lo que se pueda corroborar empíricamente. Por lo tanto, hay algo abierto en la literatura, que se abre a sí mismo pero que también al lector, a la experiencia humana (en toda su vastedad y bajo todos sus signos), que de otra manera nos permanecería vedada.[20]
Esta experiencia, está claro, no es de cuño exclusivamente intelectual —pues de igual forma podríamos hablar de la experiencia del pensamiento que suscita en nosotros la filosofía—, sino que implica otras dimensiones de lo humano que superan lo lógico-racional; aquellas que suponen lo pre-racional, emotivo, imaginativo o creativo, pero no son suficientemente reconocidas a lo largo de la tradición filosófica y mucho menos al pensar en términos de verdad.[21] Es una experiencia que implica otras capacidades y otro pensamiento más allá de los hechos, pero también más allá de las clasificaciones de verdad-falsedad, bello-feo, justo-injusto:
la literatura es una experiencia que nos permite pensar ciertas cosas y vivenciarlas; más que conceptualizarlas y teorizarlas, podemos decir que nos permite experimentarlas de manera inmanente. Este es quizá el mayor fruto de la literatura como máquina de pensar: nos permite pensar inmanentemente, antes de escapar a las abstractas alturas de la especulación filosófica. Pero aquí lo inmanente no es contrario ni a la imaginación ni a pensar lo posible. El texto literario nos permite imaginar y concebir mundos distintos al actual, seres fantásticos o situaciones lógicamente imposibles, pero tales figuras no tienen como fin ni comprobar una teoría, ni ser contrastables con la realidad, ni constituirse en la antesala de un concepto, no aspiran a la abstracción, sino posibilitan ampliar el ámbito de nuestras vivencias, poner en juego nuestra relación con las cosas y nuestra manera de dar cuenta de ellas. En este sentido, por más fantástico que sea un texto literario, sigue siendo algo que tiene que ver con nuestra manera de estar en el mundo, de vivenciarlo y de contemplar otras formas de habitar este mundo u otros mundos posibles (Bacarlett, 2012: 24-25).
Se trata de una experiencia en la que el referente, la verdad o el significado se dan en el interior del texto, y que además abre posibilidades que permanecerían cerradas en el discurso literal o denotativo. Aquí residiría el valor de la literatura, en lo que muestra, lo que piensa y provoca en nosotros como experiencia de pensamiento. Pero si la literatura apela a lo pre-racional, a lo emotivo, a la imaginación, o sencillamente a tipos diferentes de racionalidad, se entiende que no vale por su cualidad intelectual o lógica, y que esto tampoco constituiría su virtud en tanto estructura significante.
Si la literatura es una máquina de pensar (pensando ella misma), es porque apela a más que solo el pensamiento lógico-argumentativo, recurre a lo pre-racional, emotivo e imaginativo, es decir, al recinto de la sensación:
Lo particular de la máquina literaria es que produce sensaciones a través de una increíble torsión del lenguaje, de un uso peculiar de las palabras que hace del lenguaje un verdadero instrumento de visión. Y quizá sea este último elemento la aportación más importante de la literatura: no solamente comunica sensaciones, no sólo las describe, sino que ella misma se convierte en una forma de percepción, algo que realiza no mediante conceptos ni funciones, sino a través de sensaciones y signos. Si la literatura puede traducir sensaciones en palabras, si puede ser ella misma una forma de percepción, ello lo logra por medio del signo (Bacarlett, 2012: 33).
Conclusiones
Hasta aquí llega el recorrido a través de algunos aspectos importantes para una consideración contemporánea sobre la literatura, sobre todo en su relación con la filosofía y la verdad. En esquemas tradicionales, esta aparecía como una relación de subordinación, o de carencia, mas tras lo desarrollado resalta que hay otra posibilidad, según la cual podemos pensar la literatura desde sí misma. Sobre todo, nos permite pensar con la literatura, pues el encuentro con ella alberga la posibilidad de que acontezca una experiencia en la que se permita que su potencia inherente provoque algo en nosotros, que a la vez nos ayuda a percibir otras posibilidades de ser.
La producción sígnica que es la literatura produce un pensamiento que no tiene que ver con los conceptos (el sentido literal y denotativo de las palabras), sino más bien con las sensaciones (que refieren más bien al sentido figurativo y connotativo). Gracias a esta experiencia de pensamiento y de sensación, la literatura nos permite habitar el mundo de manera diferente, al menos por un tiempo. En palabras de Compagnon (2008), en tanto que a través de la literatura podemos percibir cosas que de otra manera nos pasarían inadvertidas (cualidades físicas o morales, texturas, situaciones, presentimientos, etc.), esta “nos enseña a sentir mejor”.[22] Dado que los sentidos no tienen límites, no existe un fin, ni para la literatura ni para la experiencia que acontece en el encuentro con esta; la literatura permanece por siempre abierta, inconclusa.
Referencias
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Notas