Artículos de Investigación
Heridas incurables: Resentimiento, reconocimiento y violencia en la obra de Frantz Fanon y Jean Améry
Uncurable wounds: Resentement, recongnition and violence in the works of Frantz Fanon y Jean Améry
Heridas incurables: Resentimiento, reconocimiento y violencia en la obra de Frantz Fanon y Jean Améry
Contribuciones desde Coatepec, núm. 42, pp. 5-34, 2025
Universidad Autónoma del Estado de México
Recepción: 14 Agosto 2024
Aprobación: 07 Noviembre 2024
Resumen: Este artículo interpretará tres conceptos en las obras de Frantz Fanon y Jean Améry: el resentimiento, el reconocimiento, y la violencia. Para Fanon, el resentimiento permite movilizar la acción política-revolucionaria de los colonizados. Para Améry, el resentimiento permanece como herida abierta, no se resuelve, y orienta la responsabilidad frente al pasado. En la obra de Fanon, el reconocimiento aparece en la producción de la identidad del colonizado, y, posteriormente, en la acción colectiva. Para Améry, este surge de la reflexión de su condición de judío, que se intensifica a partir de su experiencia concentracionaria. Fanon presenta su concepción de la violencia a partir de la práctica clínica con heridos de guerra de la independencia argelina, y, posteriormente, en el ámbito de la movilización política en la guerra de independencia. Améry reflexiona sobre la violencia a partir de su internamiento y tortura en campos de concentración, y remarca el carácter redentor de la violencia revolucionaria al escribir sobre Fanon. La conclusión tratará de mostrar cuáles son las propuestas de ambos autores para enfrentar las experiencias de la violencia que cada uno retrata en su obra y cuáles son, según estos autores, las derivaciones posibles de dichas propuestas.
Palabras clave: Descolonización, resistencia, memoria, liberación, identidad.
Abstract: This article explores three concepts in the works of Frantz Fanon and Jean Améry: resentment, recognition, and violence. For Fanon, resentment mobilizes the political-revolutionary action of the colonized. For Améry, resentment remains an open, unresolved wound, guiding responsibility for the past. In Fanon's work, recognition appears in the production of the colonized’s identity and, subsequently, in collective action. For Améry, recognition arises from reflection on his own condition as a Jew, intensified by his concentration camp experience. Fanon presents his conception of violence from his clinical practice with the war wounded during the Algerian War of Independence, and later, in the context of political mobilization within the same war. Améry reflects on violence through his internment and torture in concentration camps, emphasizing the "redemptive" character of revolutionary violence when writing about Fanon. The conclusion will analyze the proposals of both authors to confront the experiences of violence that each one portrays in his work, and explore the potential consequences of these proposals, as envisioned by the authors themselves.
Keywords: Decolonization, resistance, memory, liberation, identity.
Introducción
Tenemos frente a nosotros dos miradas heridas, dos seres humanos que, pese a la experiencia del trauma, y junto a ella, fueron capaces de producir algunos de los textos más íntimos para la reflexión de la violencia. Entre ellos existe una especie de fraternidad secreta de aquellos que han sido no solamente los condenados de la tierra, sino también los condenados del espíritu. Fanon (2020: 96-97) escribe en Piel negra, máscaras blancas:
El racismo colonial no difiere de los otros racismos. El antisemitismo me afecta en plena carne, me amotino, una contestación horrible me hace palidecer, se me niega la posibilidad de ser un hombre. No puedo no solidarizarme con la suerte destinada a mi hermano.
Por su parte, Améry (2005a: 13) expresa lo siguiente a partir de su interpretación de Fanon: “La experiencia vivida del hombre negro, tal y como la había retratado Fanon, se correspondía en muchos aspectos con mi propia experiencia formativa e indeleble como recluso judío de un campo de concentración”. Existe un profundo sentimiento fraterno en la experiencia de ambos autores, a partir de la que se entabla un diálogo entre dos individuos cuya reflexión de la violencia parte de aquella infligida sobre sus cuerpos.
Ese vínculo también es visible en un determinado estar-en-el-mundo, a partir de la forma de comprenderse y, más notoriamente, de vivirse. Ambos se encuentran desde una postura fenomenológica de la oscuridad. Los dos se dan cuenta de esta experiencia a su manera. Améry escribe (2005b: 39): “Nuestros ojos no han hecho más que acostumbrarse a medias a la oscuridad. Tenemos que mirar con ojos de ave nocturna”. A lo largo de su texto sobre el suicidio,presenta continuamente imágenes que oscilan entre la luz y la oscuridad. Las primeras líneas refieren esta doble relación, pues aparece como un asunto oscuro, hacia el que debemos encaminarnos poco a poco para cruzar el umbral en donde lo atraviesa la luz. La oscuridad se refiere, en este ámbito, a las formas naturales, psicológicas, psicoanalíticas y, en sentido heideggeriano, al se/uno (man), es decir, parte desde la inautenticidad para apresar aquello que el autor considera la dignidad humana. Pero en esta relación el cuerpo es también un ámbito oscuro que aparece, especialmente, ante la experiencia del dolor.[1]Améry (2005b: 70) lo caracteriza de la siguiente manera:
Para nuestro estar-en-el-mundo, el cuerpo es lo que Sartre denominó “le negligé”, “le passé sous solence”, incomprendido, apenas se habla de él, no se piensa en él. El cuerpo está encerrado en un Yo que a su vez está fuera, en otro lugar, en el espacio del mundo, donde uno se convierte en nada (se néantise) para realizar su pro-yecto. Somos nuestro cuerpo: no lo poseemos. Es […] lo otro, es mundo exterior, desde luego.
Esta experiencia del cuerpo es, en ese momento, incomprensión, pero a su vez se articula con el Yocomo una separación entre un adentro y un afuera; a partir de ahí, el dolor revela la existencia de un vínculo inexorable con el Yo:
[...] solo tomamos consciencia de él como cuerpo extraño cuando lo vemos con los ojos de los demás (por ejemplo: cuando nos informamos por vía de la ciencia sobre sus funciones), o cuando se convierte en una carga para nosotros. […] aun en este caso, cuando, por ejemplo, ‘quisiéramos escapar de nuestra piel’, para huir del dolor […] nos resulta a la vez extraño y propio: la piel de la que nos queremos desembarazar, que queremos abandonar, sigue siendo nuestra, es parte integrante del Yo (Améry, 2005b: 71).
El cuerpo se experimenta, entonces, como una relación dialéctica de conocimiento con el Yo. En ocasiones se desea separarse de él, como cuando se experimenta dolor, pero a veces podemos reconocer la propia identidad incluso desde la negatividad,como sucede con la amputación, ya que, pese a la separación de una parte de nuestro cuerpo, podemos reafirmar nuestra identidad a partir de esta pérdida:
Incluso la muela […] se convierte, en el momento de la extracción y durante un tiempo después de ella, en algo desconcertantemente propio, que echamos en falta con melancolía y cuya no existencia, testificada por el hueco, disminuye nuestro Yo. Somos “algo menos” después de la extracción, nos avergonzamos del hueco, y esto por motivos más profundos que los simplemente estéticos (Améry, 2005b: 72).
Luego, encontramos en ambos autores otra forma de herida que se experimenta cuando el Yo y el cuerpo se encuentran ante la imagen del espejo.[2]
Entre resentimiento y reconocimiento
El espejo es, para Améry y Fanon, no solo ese objeto de cristal colgado en la pared, sino también los otros:
[...] sucede que el suicidario, decepcionado por el comportamiento que respecto de él tienen los demás, ya no puede amarse a sí mismo en el espejo que los otros son para él. El pobre diablo habría construido un Yo “ajeno a la realidad”: la realidad le habría devuelto reflejada en su espejo una imagen diferente, desagradable, de su persona (Améry, 2005b: 114).
Así, se pasa del ámbito puramente físico (la imagen reflejada en un objeto), al ámbito simbólico: el espejo que son los otros.[3] Para Fanon (1973: 112), aparece con la mirada:
Y entonces nos fue dado el afrontar la mirada blanca. Una pesadez desacostumbrada nos oprime. El verdadero mundo nos disputaba nuestra parte. En el mundo blanco, el hombre de color se topa con dificultades en la elaboración de su esquema corporal. El conocimiento del cuerpo es una actividad únicamente negadora. Es un conocimiento en tercera persona. Alrededor de todo el cuerpo reina una atmósfera de incertidumbre cierta. Sé que si quiero fumar, tendré que alargar el brazo derecho y coger el paquete de cigarrillos que está al otro lado de la mesa […] Y todos estos gestos no los hago por costumbre, sino por un conocimiento implícito. Lenta construcción de mi yo en tanto que cuerpo en el seno de un mundo espacial y temporal, así parece ser el esquema. No se me impone, es más bien una estructuración definitiva del yo y del mundo (definitiva porque se instala entre mi cuerpo y el mundo una dialéctica efectiva).
Tanto Améry como Fanon comprenden al cuerpo como un punto intermedio entre conocimiento y desconocimiento, como incertidumbre, pero posee formas de identificación simbólica. Por ello, el descubrimiento del negro ante la mirada de los blancos se encuentra previamente configurada y se experimenta en toda su radicalidad:
“¡Mira, un negro!” […] Encerrado en esta objetividad aplastante, imploraba a los otros. Su mirada liberadora, deslizándose por mi cuerpo súbitamente libre de asperezas, me devolvía una ligereza que creía perdida y, ausentándome del mundo, me devolvía al mundo. Pero allá abajo, en la otra ladera, tropiezo y el otro, por gestos, actitudes, miradas, me fija, en el sentido en el que se fija una preparación para un colorante. Me enfurezco, exijo una explicación… Nada resulta. Exploto. He aquí los pequeños pedazos reunidos por un otro yo (Fanon, 1973: 111)
Fanon expresa la partición de un yo a partir de la experiencia de los otros, de aquel que quería “desvelar un sentido a las cosas, [que trató de] comprender el origen del mundo, [atravesado por el] ‘¡Mamá, mira ese negro!, ¡tengo miedo!’” (1973: 111, 113). Se produce, así, en la historicidad, un esquema epidérmico racial. A partir de esa experiencia como un objeto entre objetos, pero con una forma específica de verse, comprenderse y padecerse, comienzan a volverse nítidas una serie de valoraciones:
Mi cuerpo se me devolvía plano, descoyuntado, hecho polvo, todo enlutado en ese día blanco de invierno. El negro es una bestia, el negro es malo, el negro tiene malas intenciones, el negro es feo […] el negro me va a comer (Fanon, 1973: 114).[4]
De esta manera, el espejo de la mirada de los otros producía al monstruo, al asesino, al lobo y, a fin de cuentas, tanto al judío como al negro. Para Fanon, el espejo lacaniano no es solamente fuente de identificación, sino que, gracias al Ojo, también es contraste.
El mito de la negritud en cuestión
Frantz Fanon nació en Fort-de-France en 1925, de donde emigró hacia Lyon, en 1945, para estudiar psiquiatría. Durante sus años en Martinica experimentó formas de violencia colonial que permanecieron con él durante largo tiempo. El propio autor se mantuvo próximo a la lucha armada, participó con las fuerzas francesas en las batallas de Alsacia y colaboró con el Front de Libération Nationale desde 1945. Nunca abandonó la experiencia profunda del racismo y el colonialismo que experimentó tanto en su tierra natal como en su práctica profesional. A partir de su proceso de reconocimiento a través de la mirada de los otros (blancos), Fanon (1973: 113) escribe:
Ese día, desorientado, incapaz de estar fuera con el otro, el blanco, que implacable me aprisionaba, me fui lejos de mi ser-ahí, muy lejos, me constituí objeto. ¿Qué era para mí sino un despegue, una arrancada, una hemorragia que goteaba sangre negra por todo mi cuerpo? Sin embargo, yo no quería esta reconsideración, esta tematización. Yo quería simplemente ser un hombre entre otros hombres. Hubiera querido llegar igual y joven a un mundo nuestro y edificar juntos.
Fanon se encontró como objeto entre objetos, con caracterizaciones que se aferraban a él en cada rasgo y en cada acción. No podía huir de su “característica corporal absolutamente arbitraria e imprevisible”[5](Bourdieu, 2000: 12), es decir, de su color de piel, de su ficticia historia de canibalismo y barbarie; no podía huir del mito de la negritud y sus construcciones conceptuales. Más adelante, escribe:
Era el profesor negro, el médico negro; yo, que empezaba a fragilizarme, tenía escalofríos a la menor alarma. Sabía, por ejemplo, que si el médico cometía un error era su fin y el de todos los que le siguieran. ¿Qué se puede esperar, en efecto, de un médico negro? […] El médico negro nunca sabrá hasta qué punto su posición bordea el descrédito (Fanon, 1973: 116).
Su caso era singular. El oprimido trata de insertarse en el ideal de la blanquitud, y comienza por aprender francés. Este vínculo con la lengua es, en principio, la búsqueda de reconocimiento, la apropiación de un mundo, aunque sea el del blanco:
Otorgamos una importancia fundamental al fenómeno del lenguaje. Por eso creemos que este estudio, que puede entregarnos uno de los elementos para la comprensión de la dimensión para el otro del hombre de color, es necesario. Entendiendo que hablar es existir absolutamente para el otro. El negro tiene dos dimensiones. Una con su congénere, la otra con el blanco […].
Hablar es emplear determinada sintaxis, poseer la morfología de tal o cual idioma, pero es, sobre todo, asumir una cultura, soportar el peso de una civilización […] el negro antillano será más blanco, es decir, se aproximará más al verdadero hombre, cuanto más suya haga la lengua francesa […]. Un hombre que posee el lenguaje posee por consecuencia el mundo que expresa e implica ese lenguaje […] El colonizado habrá escapado de su sabana en la medida en que haya hecho suyos los valores culturales de la metrópoli. Será más blanco en la medida en que haya rechazado su negrura, su sabana (Fanon, 1973: 49 - 50).
La imposición de la cultura posee un elemento de violencia física; ya la historia da cuenta de los enfrentamientos sangrientos con los que ocurre. Al respecto, la noción de violencia simbólica de Pierre Bourdieu es sumamente útil para comprender la relación entre la violencia física y la imposición de una cultura mediante la lengua:
La violencia simbólica se instituye a través de la adhesión que el dominado se siente obligado a conceder al dominador (por consiguiente, a la dominación) cuando no dispone, para imaginarla o para imaginarse a sí mismo o, mejor dicho, para imaginar la relación que tiene con él, de otro instrumento de conocimiento que aquel que comparte con el dominador y que, al no ser más que la forma asimilada de la relación de dominación, hacen que esa relación parezca natural; o, en otras palabras, cuando los esquemas que pone en práctica para percibirse y apreciarse, o para percibir y apreciar a los dominadores (alto/bajo, masculino/femenino, blanco/negro, etc.), son el producto de la asimilación de las clasificaciones, de ese modo naturalizadas, de las que su ser social es el producto (Bourdieu, 2000: 51).
Esta forma de violencia no es puramente espiritual: “La fuerza simbólica es una forma de poder que se ejerce directamente sobre los cuerpos” (Bourdieu, 2000: 54). Esta violencia se inserta como formas de reconocimiento mediante la vestimenta, las condecoraciones o, en la más radical distinción, a partir del color de piel; a su vez, construye un universo de conceptos que se asocian con gradaciones sociales. Así, el dominador blanco establece una serie de características que estructuran posiciones morales en el ámbito social; por ello, hablar francés es uno de los rasgos definitorios del hombre. De esta manera, los valores blancos se experimentan como deseo de poseer la blanquitud, la mujer, la casa y el auto del hombre blanco; incluso identifican ciertas profesiones y prácticas.
Por tanto, la primera fase del reconocimiento es mediante la identificación con el deseo del otro como deseo del blanco. El negro ni siquiera puede ser un adulto a los ojos del blanco: “El negro ama la cháchara y el camino que conduce a esta nueva proposición no es largo: el negro no es sino un niño” (Fanon, 1973: 55). Este aspecto vuelve a remitir a la caracterización del estadio del espejo de Lacan, ya que el infans se asume como insuficiente, a la manera en que al negro se le amenaza continuamente, como vimos, de no llegar a ser un hombre, un médico o un ser racional (como opuesto a lo puramente biológico):
Tendría ciertamente interés, apoyándose en la noción lacaniana de estadio del espejo, preguntarse en qué medida la imago del semejante edificada en el joven blanco a la edad que sabemos no sufrirá una agresión imaginaria con la aparición del negro. Cuando se ha comprendido el proceso descrito por Lacan, no hay duda de que el verdadero Otro del blanco es y sigue siendo el negro. Y a la inversa. Solamente que, para el blanco, el Otro se percibe sobre el plano de la imagen corporal, absolutamente como el no-yo, es decir el no identificable, el no asimilado. Para el negro, hemos demostrado que las realidades históricas y económicas cuentan (Fanon, 1973: 145).
La imagen de un no-yo se produce en el estadio del espejo, con la experiencia entre un blanco y un negro. No obstante, en la imago del niño blanco, el negro aparece como una agresión o, en todo caso, como una anomalía. Como menciona Fanon, esto se inserta dentro de condiciones históricas y económicas determinadas, es decir, que existen relaciones de opresión anteriores que codificaron esa forma de aparecer ante el otro.
En su análisis a partir de la psicología y la cuestión de la negritud, Fanon retoma la noción de inconsciente colectivo de Jung, y apunta: “El inconsciente colectivo no es, sin embargo, una herencia cerebral: es la consecuencia de lo que llamaré la imposición cultural irreflexiva” (Fanon, 1973: 163). En ese texto se muestran distintas maneras en que se presenta esa imposición, por ejemplo, en la literatura, especialmente en la configuración del deseo con respecto a la pareja. El deseo de la mujer negra es, en la sección “La mujer de color y el blanco”, el hombre blanco y de esa manera participa de la blanquitud. Por su parte, el deseo del hombre negro por la mujer blanca es una forma de imponerse sobre el hombre blanco, a partir de un sentimiento de inferioridad:
[...] nos entrevistábamos con algunos antillanos y nos enteramos de que la preocupación más constante de los que llegaban a Francia era acostarse con una blanca. Apenas llegados a Le Havre se dirigen a los burdeles. Una vez cumplido ese rito de iniciación de la “auténtica” virilidad, toman el tren a París (Fanon, 1973: 85).
No obstante, Fanon trata de mostrar que hay que tener una comprensión activa frente a los mitos de la negritud, pues Jean Veneuse no responde al mito sexual[6] que concibe al negro como un ser viril, cuyo centro significativo es el pene. Ese capítulo muestra, entonces, que una comprensión verdaderamente activa debe ser capaz de superar su propio racismo, de quebrantar el propio marco de comprensión debido a la imposición cultural irreflexiva presente a lo largo de la historia.[7] Otro ejemplo en el que Fanon se opone al mito de la negritud es a través del concepto de sensualidad:
No sé lo que es la sensualidad de un hombre. Imaginad a una mujer que dice de otra: “Es terriblemente deseable, esa muñeca…”. Señor Salomón, el negro no desprende un aura de sensualidad ni por su piel ni por sus cabellos. Simplemente, tras largos días y largas noches, la imagen del negro-biológico-sexual-sensual-y-genital se le ha impuesto y usted no ha sabido desprenderse de ella. El ojo no es solo espejo, sino espejo que corrige. El ojo debe permitirnos corregir los errores culturales. No digo los ojos, digo el ojo, y ya se sabe a lo que remite ese ojo: no a la fisura calcarina sino a ése muy igual resplandor que brota del rojo de Van Gogh, que se desliza de un concierto de Tchaikovski, que se aferra desesperadamente a la Oda a la alegría de Schiller, que se deja llevar en la bocanada vermicular de Césaire (Fanon, 1973: 170).
A partir de estas conceptualizaciones de las formas de opresión por parte del blanco, se adelanta que la noción de resentimiento de Fanon surge de esas condiciones, como se verá con mayor nitidez al presentar la relación colono-colonizado en la sección sobre la violencia. Como escribe Floyd Hayes (1996: 22): “Constreñida en el tiempo, la actitud de resentimiento es a la vez consecuencia y causa de la indignación ante la injusticia política”. Como veremos, Fanon defenderá un movimiento en torno a construir y liberar el resentimiento para desarrollar su concepto de ser accional. En el último capítulo de Piel negra, máscaras blancas escribe:
El yo se afirma oponiéndose, decía Fichte. Sí y no. Hemos dicho en nuestra introducción que el hombre era un sí. No dejaremos de repetirlo. Sí a la vida. Sí al amor. Sí a la generosidad. Pero el hombre es también un no. No al desprecio del hombre. No a la indignidad del hombre. A la explotación del hombre. Al asesinato de lo que hay más humano en el hombre: la libertad. El comportamiento del hombre no es solamente reactivo. Y siempre hay resentimiento en una reacción. Ya lo señalaba Nietzsche en La voluntad de poder. Conducir al hombre a ser accional, a mantener en su circularidad el respeto de los valores fundamentales que hacen un mundo humano, ésa es la primera urgencia de aquél que, tras haber reflexionado, se dispone a actuar (Fanon, 1973: 183).
La herida del campo de concentración
Jean Améry nació en Viena en una familia que se asumía judía no practicante. Se adhirió a un grupo de resistencia belga durante la Anschluss de Viena a la Alemania nazi. Esta fue la causa de que lo internaran en el Fort Breendonk en 1943, que abandonaría más tarde al ser trasladado a Auschwitz. La experiencia padecida durante esos años llevó al nacido como Hans Mayer a redactar su texto más popular, Más allá de la culpa y la expiación, como una forma de rebelarse mediante la continua supuración de la herida, contra la herencia histórica del holocausto, especialmente la germanoparlante. Escribe Améry (2013: 46):
Yo me rebelo: contra mi pasado, contra la historia, contra un presente que congela históricamente lo incomprensible y con ello falsea del modo más vergonzoso. Ninguna herida ha cicatrizado, y lo que en 1964 parecía a punto de sanar, vuelve a abrirse como una pústula.
Sebald (2005: 130) escribe en su ensayo Pútrida Patria: “no quiere dejarse quitar al menos su derecho a estar resentido hacia una patria desagradable”. Améry tomó voluntariamente su vida al ingerir pastillas para dormir en 1978. Su muerte no puede considerarse como una ruta predeterminada a partir de los sucesos que marcaron su existencia. Si leemos con atención su obra acerca del suicidio, se ve que no fue el resultado de un individuo arrojado a la decisión final por una serie de desventuras. No obstante, su muerte no puede separarse de sus años en Breendonk y Auschwitz; pero representa su salida triunfal, su encuentro más íntimo con un cuerpo y espíritu fragmentados: “la muerte voluntaria […] es algo más que una afirmación de dignidad y humanidad dirigida contra el ciego dominio de la naturaleza. Es libertad en su dimensión extrema, en la última dimensión accesible a nosotros” (Améry, 2005b: 130).
¿De qué forma se enfrentó Améry al resentimiento y cómo formó los suyos? El escritor habla de resentimientos, en plural. Su experiencia es la base de la protección frente al olvido. Durante su internamiento sufrió múltiples pérdidas; la primera fue la trascendencia del espíritu: “en Auschwitz el hombre espiritual se encontraba aislado, abandonado completamente a sí mismo” (Améry, 2013: 60). Améry experimentó este asilamiento al no encontrar entre los demás internos voces capaces de articular fuerza espiritual, no había lugar para la poesía o la filosofía. El distanciamiento hacia el espíritu también se produjo por el secuestro de la cultura bajo la que había crecido, le fue vedada:
Nietzsche no sólo pertenecía a Hitler […] sino también a Ernst Bertram, el poeta amigo de los nazis; él lo comprendía […] desde Buxtehude hasta Richard Strauss, el patrimonio espiritual y estético se había convertido en propiedad indiscutida e indiscutible del enemigo Améry (2013: 62).
Dentro del campo también se trastocó la forma de vivir la muerte: “El morir estaba omnipresente, la muerte se sustraía” (Améry, 2013: 76). La experiencia de los cuerpos colapsando en cualquier momento y lugar borró cualquier reminiscencia a las representaciones estéticas de la muerte de la cultura:
[...] el preso intelectual se las había no con la muerte, sino con el morir, de este modo el problema en su conjunto se veía reducido a una serie de reflexiones concretas […] la gente casi no se preocupaba de si había que morir o del hecho de que se tuviera que morir, sino sólo de cómo sucedería (Améry, 2013: 76).
Se les arrebató la idealidad de la muerte con los infinitos decesos de sus compañeros. Se les había doblegado bajo la violencia: “la palabra cesa en cualquier lugar donde una realidad se impone como forma totalitaria. Para nosotros ha muerto hace mucho tiempo” (Améry, 2013: 80).[8]
Como lo presentó Fanon, se violentaba al judío cuando lo descubrían. En cuanto Améry llegó al campo de concentración, lo expulsaron de la comunidad de la que formó parte. No obstante esta expulsión lo llevó a reafirmarse como judío, pese a su distanciamiento —en tanto que no participaba en los ritos religiosos ni en su creencia en el dios judío—. Para llegar a esta afirmación rotunda, hace falta una experiencia más: la tortura.
En el segundo capítulo de Más allá de la culpa y la expiación. Améry construye una fenomenología de la tortura a partir de su propia experiencia; retrata la pérdida de confianza en el mundo y la crisis de la dignidad a través de la violencia infligida sobre el cuerpo. Comienza con el golpe, el primer golpe al rostro, como parte de una paliza:
[...] veintidós años después de lo sucedido, sobre la base de una experiencia que no agotó todas las posibilidades del dolor físico, me atrevo a afirmar que la tortura es el acontecimiento más atroz que un ser humano puede conservar en su interior. […] No se ha dicho gran cosa, cuando alguien que jamás ha sufrido una paliza asevera con énfasis ético-patético que con el primer golpe el detenido pierde su dignidad humana […] estoy seguro de que ya con el primer golpe que se le asesta pierde algo que tal vez podríamos denominar provisionalmente confianza en el mundo (Améry, 2013: 81).
Esta pérdida de confianza implica el colapso de la fe irracional en el principio de causalidad y en la creencia de la validez de las inferencias. No obstante, el aspecto más palpable que se pierde es:
[...] la certeza de que los otros, sobre la base de contratos sociales o no, cuidarán de mí, o, mejor dicho, respetarán mi ser físico y, por lo tanto, también metafísico. […] Las fronteras de mi cuerpo son las fronteras de mi yo. La epidermis me protege del mundo externo: si he de conservar la confianza, sólo puedo sentir sobre la piel aquello que quiero sentir (Améry, 2013: 81 y 91).
La violencia del puño del torturador cancela la seguridad del cuerpo y, a su vez, ignora por completo el querer del otro, al otro-como-querer. Con el primer golpe, el agredido se convierte en un objeto, en un pedazo de carne al que se le suprimió el querer, incluso la posibilidad de defenderse.[9] Se arrebata la vida entendida como acción, como posibilidad de oponer resistencia: “Me atropella y de ese modo me aniquila” (Améry, 2013: 91). Pero su experiencia, radicalmente singular, también le manifiesta una verdad tajante: nadie va a escucharlo, por tanto, nadie va a socorrerlo.
Bajo la definición de crueldad de Sacher-Masoch en La Venus de las pieles, el torturador se convierte en soberano, se convierte en dueño del dolor, de la vida y del cuerpo del muerto en vida;[10] aparece como “señor de la carne y del espíritu, de la vida y de la muerte” (Améry, 2013: 101). Deja de requerir el reconocimiento de la dialéctica hegeliana, pues consiguió imponerse por encima de la posibilidad de morir, tan solo es capaz de modular los gritos, lacerar la carne, hacer sangrar y decidir cuándo detenerse, ya sea al matar o al dejar ir: “en el mundo de la tortura, el hombre subsiste solo en la destrucción del otro” (Améry, 2013: 101). El torturado sale al mundo con una marca imborrable: ahora sabe que el otro puede hacer lo que quiera, sea herir o matar:
[...] quien ha sufrido la tortura, ya no puede sentir el mundo como su hogar […] La víctima del martirio queda inerme a merced de la angustia. Será ella quien de aquí en adelante reine sobre él. La angustia y además todo aquello que solemos llamar resentimientos. También estos sentimientos permanecen y apenas tienen oportunidad de concentrarse en una espumeante y catártica sed de venganza (Améry, 2013: 107-108).
Améry abraza sus resentimientos, no tanto por una postura terca o, quizá, masoquista, sino por una cuestión moral. Terminó la guerra. Es necesario, dicen, volver a trabajar, permitirle a Alemania reincorporarse a Europa, al reino de la humanidad. Améry sospecha y no confía más en la buena voluntad de quienes apoyan esa causa. Pese al disgusto del avance de occidente —con profundo rencor—, sonreía ante las sanciones impuestas a Alemania: perseguir y acabar con cada uno de los participantes en los crímenes nazis. Este resentimiento pronto se generalizó, se convirtió en un odio a la patria. Nadie pudo evitar la tortura que padeció. Después del trauma, nadie quería recordar con vergüenza lo sucedido, lo importante era “recuperar […] el pasado Tercer Reich” (Améry, 2013: 145).
Frente a la caracterización nietzscheana del resentimiento como contrario a la acción, Améry abraza la herida que se le infligió en el campo de concentración y que ahora se extiende a los proyectos de reconstrucción alemanes.[11] Ante esta queja nietzscheana del hombre saludable, el noble, Améry (2013: 148) abraza al deformado:
Esto me hace pensar de pasada en mis brazos dislocados tras mis espaldas durante la tortura. Pero todo esto me obliga también a redefinir nuestra deformación o torcedura como expresión de una humanidad con un rango moral e histórico superior a la salutífera derechura.
Por tanto, el escritor concibe su resentimiento desde dos perspectivas: “contra Nietzsche que condenó el resentimiento desde una perspectiva moral, y contra la moderna psicología que lo reduce a un conflicto perturbador” (Améry, 2013: 148). Rechaza, una y otra vez, las posturas psicológicas y psicoanalíticas que, de manera autoritaria, lo reducen a un enfermo mental. No emerge del mundo del se, de la inautenticidad, sino que busca llevar su experiencia personal a la astilla clavada en la historia. Para Améry (2013: 149), el resentimiento:
[... ] no solo es un estado antinatural, sino [también] lógicamente contradictorio. Exige absurdamente que lo irreversible debe revertirse, que lo acontecido debe cancelarse. El resentimiento bloquea la salida a la dimensión auténticamente humana, al futuro. No se me escapa que el sentido del tiempo de quien es presa del resentimiento se encuentra distorsionado, trastocado, si se prefiere, pues desea algo doblemente imposible: desandar lo ya vivido y borrar lo sucedido.
Améry (2013: 153) se opone radicalmente al perdón como obligación social, lo considera inmoral: “Quien perdona por comodidad e indolencia se somete al sentido social y biológico del tiempo que también suele denominarse ‘natural’”.[12] La propuesta moral de Améry se opone a una fisiologización del tiempo, es decir, concebir la recuperación y el olvido como procesos necesarios, metabólicos, que permiten que el cuerpo social avance. El hombre moral, escribe Améry (2013: 153), “exige la suspensión del tiempo; en nuestro caso, responsabilizando al criminal de su crimen”. Es necesario, declara el autor, integrar ese fragmento en la totalidad de la historia alemana, evitar naturalizarlo: “Auschwitz es el pasado, el presente y el futuro de Alemania” (Améry, 2013: 162).
Por último, para esta sección, se debe resaltar el tópico del reconocimiento como judío. Améry (2013: 173) escribe: “Los antisemitas habrían empujado al judío a una situación en que ha terminado por interiorizar la imagen de sí mismo conformada por el enemigo”. Como con Fanon, el opresor produce una serie de conceptos maniqueos que producen diferencias sociales solo con nombrar. No obstante, la concepción del judío es particular en el momento histórico al que se enfrenta Améry. El judío oprimido al que se refiere el escritor es el que trató de asimilarse a Europa durante los siglos XX y XXI en los periodos de guerra y de los campos de concentración. El judío aspiraba a convertirse en el alemán, asumía su cultura, hablaba su lengua —y ya no el yiddish—; incluso abandonó el rito religioso: “típico de un judaísmo alemán que en los años previos a la irrupción del nazismo se mostraba dispuesto a la asimilación e incluso la deseaba apasionadamente” (Améry, 2013: 174). Améry no trató de asimilarse, no se reinstaló del todo en su Heimat, en Viena, tampoco quiso permanecer en Alemania o Bélgica, ni viajar a Israel. Permaneció, en buena medida, desarraigado. Con su herida abierta, se mantuvo al borde de la nacionalidad plena, como se caracterizó una generación de escritores de este periodo, los heimatlos. Sin embargo, encontró que su historia lo aproximó a una herencia que hasta ahora no había asumido: su condición de judío.
“La catástrofe nazi es de aquí en adelante la referencia absoluta y radical para toda existencia judía”. No albergo la más mínima duda, pero estoy convencido de que no toda conciencia judía está a la altura de esta relación. Solo quienes han sufrido un destino común pueden tener como referente los años 1933-1945. No lo asevero con orgullo, créanme. Sería harto ridículo hacer alarde de algo que uno no ha hecho, sino solo padecido. Es más bien con un cierto sentimiento de vergüenza con que hago valer y comprender mi triste privilegio: es cierto que la catástrofe supone un punto de referencia existencial para todos los judíos, sin embargo, solo nosotros, las víctimas de la tortura, somos capaces espiritualmente de revivir y anticipar aquel acontecimiento catastrófico. No se vea en esto un óbice para que los demás puedan comprenderlo con empatía. Que reflexionen sobre un destino que ayer podría haber sido suyo y que mañana puede serlo (Améry, 2013: 182).
Así, Améry va desde la catástrofe de su experiencia a la historia que conoce bien la desgracia, el desarraigo, la ausencia de suelo. Se erige como memoria moral, como un dolor incesante, que él decidió conservar, sin cura, sin redención: su acto de afirmación a partir de un destino ajeno.
Violencia
Violencia espontanea, violencia revolucionaria
En Los condenados de la tierra Fanon presenta las caracterizaciones más precisas de la violencia a partir de su reflexión y experiencia del colonialismo: “Es el colono el que ha hecho y sigue haciendo al colonizado. El colono saca su verdad, es decir, sus bienes del sistema colonial” (Fanon, 2018: 31). Considera que el mundo del colonizado está compartimentado, es decir, que introduce divisiones que organizan la vida y la creación de zonas específicas para educarse y habitar.
Según el autor, en las sociedades de tipo capitalista existen formas de dominación determinadas que se erigen mediante la enseñanza, por ejemplo, la moral, familiar o religiosa. En las regiones coloniales, por otra parte, no desaparecen el soldado y el gendarme; permanecen como una amenaza latente dispuesta a actuar con violencia física. La compartimentación o estratificación de la vida del colonizado se visibiliza en regiones con individuos de mala fama, donde hay muerte en cualquier parte, donde las casas están una encima de otra, una ciudad hambrienta. Este espacio de vida genera efectos psíquicos:
La mirada que el colonizado lanza sobre la ciudad del colono es una mirada de lujuria, una mirada de deseo. Sueños de posesión. Todos los modos de posesión: sentarse a la mesa del colono, acostarse en la cama del colono, si es posible con su mujer. El colonizado es un envidioso. El colono no lo ignora cuando, sorprendiendo su mirada a la deriva, comprueba amargamente, pero siempre alerta: “Quieren ocupar nuestro lugar”. Es verdad, no hay un colonizado que no sueñe cuando menos una vez al día en instalarse en el lugar del colono (Fanon, 2018: 34).
La inserción en el circuito del deseo se desplaza, nueve años más tarde, de Pieles negras a Los condenados de la tierra, del blanco al colono. Aquí se articula el circuito simbólico de la producción de sentido mediante la identificación del deseo del colonizado con el del colono. De nueva cuenta, las caracterizaciones simbólicas se expresan en las conceptuales:
Como para ilustrar el carácter totalitario de la explotación colonial, el colono hace del colonizado una especie de quintaesencia del mal. La sociedad colonizada no solo se define como una sociedad sin valores. No le basta al colono afirmar que los valores han abandonado o, mejor aún, no han habitado jamás el mundo colonizado. El indígena es declarado impermeable a la ética; ausencia de valores, a decirlo, el enemigo de los valores. En este sentido, es el mal absoluto. Elemento corrosivo, destructor de todo lo que está cerca, elemento deformador, capaz de desfigurar todo lo que se refiere a la estética o la moral, depositario de fuerzas maléficas, instrumento inconsciente e irrecuperable de fuerzas ciegas (Fanon, 2018: 36).
Así, el colonizado aparece unas veces como monstruo, otras como enfermedad y como bestia.[13] Todas ellas son formas de designar a lo otro, como lo anormal, lo extraño, lo enemigo. El colono produce, de igual manera, su propia historia; no obstante, también inserta en ella al colonizado:
El colono hace la historia y sabe que la hace […] La historia que escribe no es, pues, la historia del país al que despoja, sino la de su nación en tanto que esta piratea, viola y hambrea […] La inmovilidad a la que está condenado el colonizado no puede ser impugnada sino cuando el colonizado decide poner término a la historia de la colonización, a la historia del pillaje, para hacer existir la historia de la nación, la historia de la descolonización (Fanon, 2018: 36).
Así, existen dos historias en conflicto: la del colono y la del colonizado. El primero se inserta en una especie de maldición, o un destino del que no puede huir. El segundo experimenta la supresión de la subjetividad, pero también la construye como producto del plexo de sentido del colono:
Pero, en lo más profundo de sí mismo, el colonizado no reconoce ninguna instancia. Está dominado, pero no domesticado. Está inferiorizado, pero no convencido de su inferioridad. Espera pacientemente que el colono descuide su vigilancia para echársele encima. En sus músculos, el colonizado siempre está en actitud expectativa. No puede decirse que esté inquieto, que esté aterrorizado. En realidad, siempre está presto a abandonar su papel de presa y asumir el de cazador. El colonizado es un perseguido que sueña permanentemente con transformarse en perseguidor […] Este impulso de tomar el lugar del colono mantiene constantemente su tensión muscular. Sabemos, en efecto, que, en condiciones emocionales dadas, la presencia del obstáculo acentúa la tendencia al movimiento (Fanon, 2018: 47).
El colonizado opera bajo una forma de dominación que nunca es del todo plena, hay un resto emocional en el dominado, que se manifiesta en formas de ira y resentimiento e impide que la maldición se convierta en un destino. Esta especie de resentimiento no es puramente reactiva, es decir, no se lanza solo contra sus dominadores, sino también contra sus iguales. Así, los colonizados se encuentran en zonas de conflicto entre individuos a causa de la dominación colonial: “Autodestrucción colectiva muy concreta en las luchas tribales, tal es, pues, uno de los caminos por donde se libera la tensión muscular del colonizado” (Fanon, 2018: 47).
También se crean formas míticas de dominio. Estas funcionan como límites morales que sustituyen la imagen de la dominación colonial por una realidad ineludible con una fuerza yoica(Fanon, 2018: 47) y vinculan a los individuos con temores mágicos. Los colonizados se enfrascan en luchas mágicas y fantasmagóricas, olvidan la otra dominación de la que son víctimas:
[...] en la lucha de liberación, ese pueblo antes lanzado a círculos irreales, presa de un terror indecible, pero feliz de perderse en una tormenta onírica, se disloca, se reorganiza y engendra, con sangre y lágrimas, confrontaciones muy reales e inmediatas (Fanon, 2018: 47).
La lucha de liberación promete, también, el colapso de los falsos conflictos. Algunas líneas más adelante, Fanon (2018: 54) escribe:
En el momento de la explicación decisiva, la burguesía colonialista que había permanecido hasta entonces en su lecho de plumas, entra en acción. Introduce esta nueva noción que es, hablando propiamente, una creación de la situación colonial: la no violencia. En su forma bruta, esa no violencia significa para las élites intelectuales y económicas colonizadas que la burguesía colonialista tiene los mismos intereses que ellas y que resulta entonces indispensable, urgente, llegar a un acuerdo en pro de la salvación común. La no violencia es un intento de arreglar el problema colonial en torno al tapete verde de una mesa de juego, antes de cualquier gesto irreversible, cualquier efusión de sangre, cualquier acto lamentable.
Los intentos de no violencia funcionan como barreras ante el avance de las energías decoloniales, como el pacifismo parlamentario se opone a las fuerzas revolucionarias del proletario de Sorel.[14] Fanon también considera que la violencia es atmosférica, es decir, que los impulsos anticolonialistas de una región pueden extenderse a otra y apoyarse mutuamente, y los ánimos anticoloniales se visibilizan entre la población, que comienza a dirigir su ira en contra de los dominadores:
Los hombres colonizados […] están impacientes. Saben que sólo esa locura puede sustraerlos de la opresión colonial. Un nuevo tipo de relaciones se ha establecido en el mundo. Los pueblos subdesarrollados hacen saltar sus cadenas y lo extraordinario es que lo logran (Fanon, 2018: 66).
Fanon continúa su análisis al señalar que el sujeto de la violencia anticolonizadora es el que trabaja, aquel que toma acción en los actos contra los colonos:
Ese mecanismo existió, al parecer, en Kenya entre los Mau-Mau que exigían que cada miembro del grupo golpeara a la víctima. Trabajar es trabajar por la muerte del colono. La violencia asumida permite a la vez a los extraviados y a los proscritos del grupo volver, recuperar su lugar, reintegrarse. La violencia es entendida, así como la mediación real. El hombre colonizado se libera en y por la violencia. Esta praxis ilumina al agente porque le indica los medios y el fin (Fanon, 2018: 66).
Dicha violencia aumentará en proporción al número de subyugados y a la manera en que los dominaron, por tanto, “la labor del colonizado es imaginar todas las combinaciones eventuales para aniquilar al colono” (Fanon, 2018: 85). En el segundo capítulo de Los condenados de la tierra, se describe el espontaneísmo de la violencia de los colonizados:
Las masas campesinas en los países industrializados son, generalmente, los elementos menos conscientes, los menos organizados y también los más anarquistas. Presentan un conjunto de rasgos, individualismo, indisciplina, amor al lucro, aptitud para las grandes cóleras y los profundos desalientos, que definen una conducta objetivamente reaccionaria (Fanon, 2018: 102).
De acuerdo con Fanon (2018: 110), estas condiciones posibilitan la doctrina revolucionaria: “Se explota la tendencia oscurantista de las masas rurales. La doctrina llamada revolucionaria descansa en realidad en el carácter retrógrado, emocional y espontaneísta del campo”. Según Fanon, la clase de los lumpenproletarios constituye una fuerza espontánea y radical anticolonialista; es el elemento corrosivo del dominio colonial:
El lumpen-proletariat constituido y pesando con todas sus fuerzas sobre la “seguridad” de la ciudad significa la podredumbre irreversible, la gangrena, instaladas en el corazón del dominio colonial. Entonces los rufianes, los granujas, los desempleados, los vagos, atraídos, se lanzan a la lucha de liberación como robustos trabajadores (Fanon, 2018: 110).[15]
De esa manera, se comprende el avance de la lucha de liberación nacional desde la periferia hacia las zonas urbanas. Los objetivos de la lucha se expresan de la siguiente forma:
[...] esas sublevaciones campesinas ponen en peligro al régimen colonial, movilizan sus fuerzas y las dispersan, amenazan en todo momento con asfixiarlo. Obedecen a una doctrina simple: haced que la nación exista. No hay programa, no hay discursos, no hay resoluciones, no hay tendencias. El problema es claro: es necesario que los extranjeros se vayan. Hay que constituir un frente común contra el opresor y fortalecer ese rente mediante la lucha armada (Fanon, 2018: 121).
El psiquiatra martiniqués añade que, con el avance espontaneísta de la liberación nacional, se construye la nación así como micro gobiernos en cada región:
En los valles y en los bosques, en la selva y en las aldeas, en todas partes se encuentra una autoridad nacional. Cada cual, mediante su acción, hace existir a la nación y se dedica a hacerla triunfar localmente. Nos encontramos con una estrategia de lo inmediato, totalitaria y radical […] El fin, el programa de cada grupo espontáneamente constituido es la liberación local. Si la nación está en todas partes, está aquí. Un paso más y está solo aquí. La táctica y la estrategia se confunden. El arte política se transforma simplemente en arte militar. El militante político es el combatiente. Hacer la guerra y hacer política es una y la misma cosa (Fanon, 2018: 121).
El siguiente movimiento en el avance de la lucha es el enfrentamiento con los grupos enemigos y la consiguiente solidaridad de los pueblos contra el dominador. El opresor trata de enfrentarse abiertamente al oprimido con los cuerpos policiales y militares. La masa campesina avanza eufórica frente a los grupos reaccionarios. Posteriormente, se forman guerrillas:
El ejército de liberación nacional no es el que se enfrenta de una vez por todas al enemigo, sino el que va de aldea en aldea, que se repliega en la selva y que salta de júbilo cuando se percibe en el valle la nube de polvo levantada por las columnas del adversario. Las tribus se ponen en movimiento, los grupos se desplazan, cambiando de terreno. Los del norte se mueven hacia el oeste, los de la llanura suben a la montaña […] El enemigo se imagina perseguirnos, pero siempre nos las arreglamos para marchar sobre sus talones, hostigándolo en el momento mismo en que nos cree aniquilados. En lo sucesivo, somos nosotros los que perseguimos. Con toda su técnica y su capacidad de fuego, el enemigo da la impresión de embrollarse y hundirse en arenas movedizas (Fanon, 2018: 124).
La intervención de dirigentes es necesaria para encaminar la lucha armada del campesino, ya que “es posible sostenerse tres días y hasta tres meses utilizando la dosis de resentimiento contenida en las masas, pero no se triunfa en una guerra nacional […] no se transforma a los hombres si se olvida elevar la conciencia del combatiente” (Fanon, 2018: 125). Más adelante añade una aclaración importante que suele olvidarse en las lecturas irracionalistas:
Esos relámpagos de la conciencia que lanzan al cuerpo por caminos tumultuosos, que lo lanzan a un onirismo cuasi patológico donde el rostro del otro me invita al vértigo, donde mi sangre llama a la sangre del otro, esa gran pasión de las primeras horas se disloca si pretende nutrirse de su propia sustancia (Fanon, 2018: 125).
Fanon explica, con una capacidad crítica remarcable, que las posturas puramente maniqueas y binarias que parecían existir en el primer momento de la lucha de liberación son ficticias, más bien, se trata de gradaciones en los intereses de aquellos que combaten:
El pueblo, que al principio de la lucha había adoptado el maniqueísmo primitivo del colono: blancos y negros, árabes y rumíes, percibe que hay negros que son más blancos que los blancos y que la eventualidad de una bandera nacional, la posibilidad de una nación independiente no conduce automáticamente a ciertas capas de la población a renunciar a sus privilegios o a sus intereses. El pueblo advierte que otros indígenas no pierden ventajas sino, por el contrario, parecen aprovecharse de la guerra para mejorar su posición material y su poder naciente. Los indígenas trafican y obtienen verdaderas utilidades de guerra a expensas del pueblo que, como siempre, se sacrifica sin restricciones y riega con su sangre el suelo nacional (Fanon, 2018: 133).
Así, surge una preocupación de corte moral:
La traición no es nacional, es una traición social, hay que enseñar al pueblo a denunciar al ladrón. En su marcha laboriosa hacia el conocimiento racional, el pueblo deberá igualmente abandonar el simplismo que caracterizaba su percepción del dominador. La especie se descompone ante sus ojos. En torno a él advierte que ciertos colonos no participan en la histeria criminal, que se diferencian de la especie (Fanon, 2018: 133).
La liberación nacional debe ir acompañada de un avance moral capaz de distinguir las distintas capas que conforman la especie de los puramente buenos —llámese negro, árabe, etc.— y, a su vez, lo social debe convertirse en un factor indispensable. Fanon no precisa de qué forma debe realizarse dicha consideración de lo social y lo moral. Se toma como un ámbito moral en tanto que se pregunta por los valores que deben defenderse en la lucha política, que apelan a un carácter normativo que permitan enjuiciar acciones, y que integren lo individual y lo colectivo.
En otra sección, Fanon menciona que bajo la lucha nacional surgen nuevas formas de camaradería y respeto mutuo en frases utilizadas en los grupos anticolonialistas, pero subraya su función unificadora dentro de la movilización política. Para sorpresa de los apólogos del asesinato del colono, escribe Fanon (2018: 134-135):
El colono ya no es simplemente el hombre que hay que matar […]: Los miembros de la masa colonialista se muestran más cercanos, infinitamente más cercanos de la lucha nacionalista que algunos hijos de la nación. El nivel racial y racista es superado en los dos sentidos. Ya no se entrega una patente de autenticidad a todos los negros o a todos los musulmanes. Ya no se busca el fusil o el machete ante la aparición de cualquier colono. La conciencia descubre laboriosamente verdades parciales, limitadas, inestables. […] Esta brutalidad pura, total, si no es combatida de inmediato provoca inevitablemente la derrota del movimiento al cabo de algunas semanas.
Fanon, con su legado tan proclive a interpretar la glorificación de la violencia, nos permite criticar las posturas que la consideran como el medio más efectivo para conseguir la emancipación. Fanon permite asumir la violencia radical y comprender sus límites, que no se encuentran marcados solo por la legalidad y la ilegalidad, sino también en la perspectiva histórica de la condición del colonizado.
En este sentido, no solamente son aplicables las tres caracterizaciones de la crítica de Richard Bernstein (2015) en su texto Violencia: Pensar sin barandillas,[16] sino que se le suma una cuarta, una benjaminiana:
La crítica de la violencia es la filosofía de su propia historia. Es ‘filosofía’ de dicha historia porque ya la idea que constituye su punto de partida hace posible una postura crítica, diferenciadora y decisiva respecto a sus datos cronológicos (Benjamin, 2001: 44).
No se habla de una violencia in abstracto, celebrada ciegamente y bajo cualquier contexto, sino de la que se encamina hacia la liberación nacional. No se identifica por su fiereza, ni por su compromiso, sino por la manera en que transforma el contexto de dominación en el cual se ejerce. De igual forma, la crítica de la violencia de Fanon se asemeja a la de Sorel (2016: 122), quien postula que:
El historiador no tiene por qué otorgar premios a la virtud, ni proponer proyectos de estatuas, ni establecer ningún catecismo; su misión es comprender lo que es menos individual en los acontecimientos; suele dejar de lado las cuestiones que interesan a los gacetilleros y apasionan a los novelistas. No tratamos aquí de justificar a los violentos, sino de saber qué papel le incumbe a la violencia de las masas obreras en el socialismo contemporáneo.
Así, la lucha de liberación nacional extrae elementos crítico-históricos que posibilitan comprender la violencia de acuerdo con el desenvolvimiento del fenómeno revolucionario. Cabe pensar que esta visión permanece en el espectro negativo de autores como Arendt y Benjamin, ya que critica al carácter instrumental, cuando se le vincula a la cuestión de los fines y medios, pero, si es posible hacer esta salvedad, rescata el ámbito de lo moral en su ejercicio, como se apuntó anteriormente. Sin embargo, Fanon considera que el desenvolvimiento de la violencia ejercida por los colonizados para conseguir su liberación posee un rasgo distintivo que solamente se descubre en la praxis:
Esta política es una política de responsables, de dirigentes insertados en la historia que asumen con sus músculos y sus cerebros la dirección de la lucha de liberación. Esta política es nacional, revolucionaria, social. Esta nueva realidad que el colonizado va a conocer ahora no existe, sino a través de la acción. Es la lucha la que, al hacer estallar la antigua realidad colonial, revela facetas desconocidas, hace surgir significaciones nuevas y pone el dedo sobre las contradicciones disfrazadas por esta realidad. El pueblo que lucha, el pueblo que, gracias a la lucha, dispone esta nueva realidad y la conoce, avanza, liberado del colonialismo, advertido por anticipado contra todos los intentos de mixtificación, contra todos los himnos a la nación. Sólo la violencia ejercida por el pueblo, violencia organizadora y aclarada por la dirección, permite a las masas descifrar la realidad social, le da la clave de ésta. Sin esa lucha, sin ese conocimiento en la praxis, no hay sino carnaval y estribillos. Un mínimo de readaptación, algunas reformas en la cima, una bandera, y allá abajo, la masa indivisa siempre ‘medieval’, que continúa su movimiento perpetuo (Fanon, 2018: 135).
Améry lector de Fanon: violencia revolucionaria-redentora
Como se indicó, ambos autores se oponen a una naturalización de las relaciones de dominio, que Améry expresa en su artículo sobre Fanon, “The birth of man from the spirit of violence – Frantz Fanon and the Revolutionary”, de la manera siguiente:
[...] no hay nada “natural” en ser esclavo colonial de un colonizador. No había nada “natural” en vivir encerrado en una piel negra en una civilización de piel blanca, ni siquiera para las personas de color que habían escapado a esta suerte a través de una cadena de circunstancias afortunadas (Améry, 2005a: 13).
El título del artículo es profundamente revelador: expresa que la violencia es un medio a partir del cual el individuo emerge al quebrantar las formas de dominación bajo las que se encuentra. Esta idea ya estaba presente desde Más allá de la culpa y la expiación, donde Améry (2013: 179) recuerda nuevamente a Fanon:
Recuerdo al capataz Juszek […] Cierta vez, en Auschwitz, por una bagatela, me propinó un puñetazo en plena cara, estaba acostumbrado a tratar así a los judíos que se encontraban bajo su mando. En ese momento, lo sentí con una lucidez aguda, me tocaba avanzar un paso en mi largo proceso de apelación contra la sociedad. Rebelándome abiertamente, le devolví el golpe en el rostro: mi dignidad se estampó en forma de mamporro sobre su mandíbula —y el hecho de que, al final, fuera yo, corporalmente mucho más débil, quien sucumbiera y recibiera una buena paliza, no tuvo ya ninguna importancia. Apaleado y dolorido, estaba empero satisfecho conmigo mismo. Pero no por el coraje y el honor, sino solo porque había comprendido bien que en la vida hay situaciones en que el cuerpo es todo nuestro yo y todo nuestro destino. Yo era mi cuerpo y nada más: en el hambre, en el golpe que recibí y en el golpe que devolví […] Mi cuerpo, cuando se extendía para asestar un puñetazo, era mi dignidad físico-metafísica. La violencia física, en situaciones como la mía, es el único medio para restablecer una personalidad dislocada. Yo era yo en el golpe: tanto para mí mismo como para el adversario. A la sazón, cuando corroboré mi dignidad socialmente asestando un puñetazo contra el rostro de un ser humano, anticipé cuanto posteriormente, formulado como teoría, leí en el libro de Frantz Fanon Les damnés de la terre, un análisis del comportamiento de los pueblos coloniales. Ser judío significaba, por un lado, aceptar como universal la sentencia de muerte dictada por el mundo, frente a la cual fugarse hacia la interioridad habría sido sólo ignonimia, pero, por otro lado, también cabía oponer la rebelión física.
Así, en la explosión de violencia física al devolver el golpe, Améry siente su maltrecho ser recompuesto, experimenta una forma de redención puramente suya, sin ningún Dios, sin ninguna religión, recobra la unidad con su cuerpo. El artículo sobre Fanon profundiza esta cuestión y añade la venganza como componente redentor de su concepción de la violencia:
La libertad y la dignidad deben alcanzarse por la vía de la violencia, para ser libertad y dignidad. De nuevo: ¿por qué? No temo introducir aquí el concepto intocable y abyecto de venganza, que Fanon evita […]. La violencia vengativa, en contradicción con la violencia opresiva, crea igualdad en la negatividad: en el sufrimiento. La violencia represiva es una negación de la igualdad y, por tanto, del hombre. La violencia revolucionaria es eminentemente humana [...] el oprimido, el colonizado, el preso de un campo de concentración, tal vez incluso el esclavo asalariado latinoamericano, debe poder ver los pies del opresor para poder convertirse en un ser humano y, a la inversa, para que el opresor, que no es humano en este papel, también pueda llegar a serlo (Améry, 2005a: 16).
Este acto de violencia quiebra la soberanía antihumana del torturador en el campo de concentración, en tanto que recupera la posibilidad de resistencia de un ser humano, recobra su dignidad. En Más allá de la culpa..., esta es una de las pocas caracterizaciones claras que ofrece Améry (2013: 176): “dignidad debería ser derecho a la vida [su oposición sería] vivir bajo amenaza de muerte”. En este punto coinciden Clemenceau, Sorel, Améry y Fanon: “Quien vive, resiste; quien no resiste, se deja descuartizar a pedazos” (Sorel, 2016: 146). Pero no solamente se recupera la dignidad del que resiste, también se transforma el que en principio era el agresor:
Por el contrario, la violencia revolucionaria tiene siempre, incluso en la ejecución de la venganza, un proyecto humano, ya que su objetivo no es nunca la expiación de un imaginario despreciado [...] sino más bien la curación de una herida muy real […] La violencia revolucionaria es la afirmación del ser humano autorrealizado contra la negación, la negación del ser humano. Su negatividad tiene una carga positiva. La violencia represiva bloquea el camino a la autorrealización del ser humano; la violencia revolucionaria rompe esa barrera, remite y conduce a lo más que temporal, al futuro histórico humano (Améry, 2005a: 16).
El oprimido se afirma en el enfrentamiento; se convierte en exigencia de reconocimiento con su cuerpo y su capacidad de resistir. Al mismo tiempo, el opresor y el oprimido se vuelven seres humanos renovados; ya no se encuentran bajo formas de reconocimiento disimétricas, ahora aparecen como semejantes humanos:
Sin embargo, la violencia represiva “descompone” no solo a los oprimidos, sino también a los portadores de la represión. En cambio, la violencia revolucionaria transforma en seres humanos no solo al revolucionario de hoy, sino también al opresor de ayer. Su liberación es bidireccional, de lo contrario carecería de valor histórico. Salva incluso al maestro de la violencia de su deseo destructivo de hacer sufrir al prójimo (Améry, 2005a: 16).
De esta manera, Améry considera que las distintas formas de violencia en la historia no son iguales, y carecen de toda forma de simetría, por lo cual la fórmula la violencia equivale a la violencia no es válida:
Hay que abandonar por fin, me parece (y esto se desprende de la obra y de la existencia de Fanon), toda noción de simetría: violencia es igual a violencia [...] La violencia del FNL en la guerra de liberación no era simétrica a la que los paracaidistas de la Frend estaban acostumbrados a infligir, del mismo modo que la violencia del Vietcong no puede equipararse a la de los marines (Améry, 2005a: 16).
La violencia redentora que busca quebrantar órdenes de dominación bajo los cuales no es posible la defensa y garantía de la dignidad humana son mucho peores que las revolucionaras, a los ojos de Améry. Finalmente, cierra su artículo con una última mención a la obra de Fanon:
Lo que Fanon dice sobre la lucha revolucionaria, lo que nos dice de la violencia como redención, ya ha sido verificado por la realidad histórica que tenemos ante nuestros ojos. Toda historia objetiva de la guerra de Argelia, todo informe honesto sobre Vietnam del Norte nos confirma que solo del espíritu de violencia surge la nación en la lucha por la liberación, que con la dignidad nacional se alcanza también la dignidad personal y se crea la cultura autóctona más allá del exotismo y el folclore. Es en estos conflictos desiguales donde el hombre se engendra a sí mismo entre los luchadores por la libertad [...] Por otra parte, Fanon, a pesar de su brillante análisis del neocolonialismo y del fracaso de las élites nacionales del Tercer Mundo, no pudo prever lo trágica o incluso patéticamente que pueden decaer estas revoluciones antaño inspiradoras, y lo fácilmente que el ser humano que acaba de emerger del espíritu de violencia renuncia a su recién descubierta dignidad y se somete a la dictadura. Se libró de tener que presenciar cómo la Argelia de Ben Bella y, desde luego, la de Boumedienne pervertían el sueño revolucionario (Améry, 2005a: 17).
Améry concluye su reflexión sobre la obra de Fanon de manera sobria y, a la vez, triste. Las energías redentoras de la violencia revolucionaria, como las del alzamiento en contra de las colonias, parecen un simple recuerdo después del fracaso de los proyectos argelinos ante el golpe de estado de Houari Boumedienne en 1965.
Conclusión: la cura mediante la violencia de una herida abierta
Como vimos, ambos autores comprenden el reconocimiento a partir de la violencia simbólica utilizada en la construcción de conceptos, con lo que Fanon llamó la imposición cultural. Él buscó separarse de las formas naturales y opresivas bajo las cuales se pensaba la negritud. Su constante pesadumbre de sí mismo lo llevó a movimientos espirituales angustiantes. Pasó del desconocimiento al repudio, que luego se convirtió en resentimiento ante el dominio del blanco y del colonizador; y después, en una forma de reapropiación de las múltiples identidades de la negritud. Al final abrazó, de manera sorpresiva, un humanismo de lo abierto —como se le llama en este trabajo—, visible en las últimas páginas de Piel negra, máscaras blancas:
Un hombre, al principio de su existencia, está siempre congestionado, ahogado en la contingencia. La desgracia del hombre es haber sido niño. Mediante un esfuerzo de reconquista de sí y de despojamiento, por una tensión permanente de su libertad, los hombres pueden crear las condiciones de existencia ideales de un mundo humano. ¿Superioridad? ¿Inferioridad? ¿Por qué no simplemente intentar tocar al otro, sentir al otro, revelarme al otro? Mi libertad, ¿no se me ha dado para edificar el mundo del Tú? Al final de esta obra, me gustaría que sintieran, como nosotros, la dimensión abierta de toda conciencia. Mi último ruego: ¡Oh, cuerpo mío, haz siempre de mí un hombre que interroga! (Fanon, 1973: 190).
Por el otro lado, tenemos la postura de Jean Améry, que también posee un deseo de resistir, subvertir y de ir más allá de las palabras del natural, de la psicología y el psicoanálisis que lo designan —que lo oprimen—, el ser judío. En ese deseo, en el instante de la fantasía suicida, el cuerpo se redime, se recupera, se mira con ternura:
la ternura que se experimenta hacia [el cuerpo], una ternura que va más allá de la voluntad de morir para llegar hasta la atroz necrofilia es en última instancia cuerpo de mi ser-en-el-mundo, y cuando con la izquierda acaricio la derecha y con la derecha la izquierda, ambas se están comportando como amantes: en ese momento es precisamente en esos miembros donde ha venido a refugiarse el mundo (Améry, 2005b: 118).
El cuerpo herido, odiado, codificado, alienado, extraño para uno mismo, busca recobrarse; no es mera contingencia, ni un simple estorbo para la conciencia y el conocimiento. Se recupera como mapa en el que poco a poco aparecen los distintos episodios de violencia, desplazamiento y trauma que lo forjan y que lo nombran. El dolor y la furia pueden ser rastros de una historia anterior, que todavía no se nombra y, tal vez, aún no se descubre.
Ambos autores asignan un valor activo a la experiencia sensible de la corporalidad. El cuerpo habla, y sus palabras nos llevan hasta episodios en los que fuimos nombrados, pensados, construidos y observados. Me veo, pero no soy yo quien observa. Deseo, pero no soy yo quien desea. La palabra yo se complejiza y se vuelve insondable. De esta experiencia profunda y dolorosa aparece la responsabilidad: ¿quién soy yo? ¿cómo he llegado a ser yo? Ambas preguntas sacuden nuestra seguridad y continuidad.
Quizá descubramos que no soy yo quien insulta, ni quien grita ¡mira a ese negro!, o ¡maricón!, ni que insulta a una mujer por ser mujer. Las palabras narran historias ocultas, indígena, indio, pobre, palestino o israelí, están cargadas de semejanzas y contrapartes, que articulan el mundo y configuran la vista. ¿Cómo miramos al árabe y al musulmán? ¿Al salvaje y al psicópata? ¿No son depósitos de afectos rebosantes de memoria?
Fanon y Améry son dos filósofos específicamente éticos: ambos validan las experiencias personales, hacen conscientes los afectos, y alertan sobre las redes semánticas de las palabras. Estas redes no son inofensivas, ya que todo el tiempo configuran la realidad; el morenito no nació con diminutivo. Ético significa aquí responsabilidad; pero hace la vida complicada, se abre hacia la otredad, arrebata la continuidad porque las palabras y percepciones se vuelven problemáticas. En el caso de Fanon, negro no es final, sino un ámbito abierto. ¿Y si lo abierto pudiera ser más que un mero humanismo?, ¿y si pudiéramos escuchar lo que hasta ahora ni siquiera ha tenido voz? Habría que pensar en un humanismo de lo abierto que también comparta el dolor de lo animal, lo irracional y de eso que se considera patológico.
El dolor, entonces, no deberá permanecer únicamente como herida abierta en nuestras exigencias de justicia, sino que se debe explorar y considerar como una ventana hacia el mundo. De acuerdo con Susan Sontag (2020: 86), la sensibilidad moderna tiene “al sufrimiento por un error, un accidente o un crimen. Algo que debe repararse. Algo que debe rechazarse. Algo que nos hace sentir indefensos”. En este sentido, cabe preguntarse: ¿para qué hablar de los propios sufrimientos y experiencias desgarradoras? En principio, como un proyecto ahora un poco oxidado, es para producir empatía en los demás.
Sontag menciona que la capacidad de sentir dolor, de empatizar plenamente con el otro, está tan adormecida que ni siquiera las muestras más vivas de horror generan alguna emoción (incluso llegan a ser experiencias perversas, pornográficas, de placer sádico), entonces ¿para qué hacerlo? Porque un mundo mejor solamente podrá construirse a partir del reconocimiento del dolor de los demás. No basta con sentir mi dolor, con detenerse hasta que la herida deje de sangrar; se necesita protegerse de la violencia de los demás y de la propia.
En el caso de Fanon y Améry, su experiencia del dolor no era una Historia calamitatum, como la de Pedro Abelardo con Eloísa, que invita a que soportemos todos los dolores con tanta mayor seguridad cuanto más injustos nos parezcan; es un llamado a la acción colectiva, que no se detiene en la resolución de un conflicto personal, y aspira a reconocer el dolor de los demás como una responsabilidad compartida. No se detiene ahí: el dolor no es el objetivo, sino el punto de partida. Améry y Fanon permiten comprender que la denuncia de la violencia siempre forma parte de un proyecto político más amplio que se mantenga atento a las denuncias de otras colectividades sometidas.
En ambos autores encontramos un enfrentamiento radical con la historia: en el caso de Améry, la historia pretende seguir su curso como si nada hubiese sucedido, como un mero episodio reparado y suficientemente lamentado. Para él, la experiencia del holocausto debe ser un no que se extienda hasta el infinito: no volveremos a olvidar para que nunca vuelva a suceder algo así. En el caso de Fanon, la historia constantemente borra las huellas de la opresión a través de internalizar estructuras de dominación, a través de formas de hablar, vestir, sentir y desear. El examen de uno mismo permite destapar eso que la historia oculta con tanto cuidado. Así, no basta con reparar mi herida como colonizado, sino que mi camino me invita a reconocer las heridas ajenas, que con el tiempo también borraron. También, el autoexamen permite advertir el lejano origen de mis palabras, y que al hablar soy yo quien hiere, quien perpetúa la dominación y quien reintegra esa estructura en los demás. Mis palabras se vuelven mi responsabilidad.
A partir de ambos autores, la pregunta por la violencia permite levantar la mirada hacia el horizonte de nuestra interioridad, hacia las profundidades de la conciencia moral, en la que las experiencias cobran forman y se trastocan. Sus lecturas no permiten que la mirada se mantenga incólume y obligan a que la responsabilidad emerja desde la más profunda y lacerante experiencia del dolor, del desconocimiento y de la pérdida de seguridad. Sus escritos, cargados de profunda intimidad, permiten responsabilizarse del pasado al nombrar, comprender y criticar, a fin de que el futuro sea más digno.
Referencias
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Ficha del autor:
Roberto Gómez Quezada
Es maestro en Humanidades con especialidad en Filosofía Política por la Universidad Autónoma Metropolitana. Licenciado en Filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México. Sus líneas de investigación son la filosofía política del siglo xx, especialmente la filosofía política de Walter Benjamin y Carl Schmitt, la filosofía de la guerra, la filosofía de historia, especialmente de Karl Löwith y Reinhart Koselleck y el análisis conceptual de la violencia. Actualmente es doctorando en la Universidad Autónoma Metropolitana con una tesis sobre el concepto de representación en Thomas Hobbes, George Wilhelm Friedrich Hegel y Carl Schmitt. Participó en el libro Walter Benjamin, Hacia la crítica de la violencia (2023) con el capítulo “Entre mito y religión: pensar la secularización en Zur Kritik der Gewalt, de Walter Benjamin”.
Notas