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La violencia del discurso metafísico y la expulsión de la literatura
Violence of metaphysical discourse and the expulsion from literature
Contribuciones desde Coatepec, núm. 42, pp. 121-140, 2025
Universidad Autónoma del Estado de México

Artículos de Investigación


Recepción: 21 Octubre 2024

Aprobación: 06 Enero 2025

Resumen: El argumento central de este artículo consiste en exponer la tensión entre el poder del discurso metafísico sobre la literatura, además de la capacidad del lenguaje metafórico y simbólico de ésta última para escapar de esta pretensión de autoridad. Siguiendo principalmente las apuestas de F. Nietzsche, G. Vattimo y M. Foucault, se propone que la metafísica implementa una persistencia sutil de la fuerza del discurso como estrategia, a la que la literatura responde siempre con la creación libre de diversos sentidos de escritura.

Palabras clave: Metafísica, poder, discurso, literatura, diferencia.

Abstract: The central argument of this article is to expose the tension between the power of metaphysical discourse over literature, and the capacity of the latter’s metaphorical and symbolic language to escape this claim to authority. Following mainly F. Nietzsche, G. Vattimo and M. Foucault, it is proposed that metaphysics implements a subtle persistence of the power of discourse as a strategy, to which literature always responds with the free creation of diverse senses of writing.

Keywords: Metaphysics, power, discourse, literature, difference.

Violencia e insistencia del poder discursivo

Cuando los argumentos se agotan, comienza la fuerza. Los modos más seguros de llegar a un agotado límite de palabras son variados pero reconocibles fácilmente: la violencia, la comunicación indiferente, la displicencia ignorante, el afán de control y el desprecio por lo distinto al que no se pueda someter.

Estos elementos no son ajenos al fenómeno lingüístico ni a la producción de textos, pues, el control de las variantes ayuda a instrumentalizarlos, hacerlos rentables y sistematizar su permanencia. Muchas veces el nombre del texto —su reconocimiento de pertenencia a algún género, escuela, tradición, etc.— se obtiene de mecanismos de legitimación generados y sostenidos en una forzosidad persistente: violencia pura del discurso.

No se trata simplemente de la intensidad de la fuerza aplicada o de la brutalidad momentánea —muy en la tonalidad que Maquiavelo recomendaba como necesaria para el buen gobierno—, sino de la terquedad inteligente y persecutoria que abre la brecha en, cada vez más, extensas áreas geográficas y prolongados períodos.

En este artículo se probará que existe una relación entre la crítica y la creatividad en algunos filósofos que compartieron una misma inspiración combativa. Por ejemplo, la postura crítica de F. Nietzsche y su desconfianza ante toda filosofía dogmática metafísica; la genealógica de Michel Foucault y su escape de todo aspecto punitivo social; la hermenéutica del pensamiento débil de Gianni Vattimo; y la deconstrucción metafísica de Jacques Derrida. Los cuatro coinciden en que cuando el pensamiento se cierra sobre sí mismo, este se desarma en un movimiento identitario y sustancialista que desatiende la diferencia de los fenómenos. Tal posición blindada del pensamiento puede identificarse con una praxis constante de censura y persecución.

Los mecanismos históricos de censura y persecución de la expresión hablan de la persistencia de la fuerza que oprime, margina o anula todo tipo de textos. En toda la historia de la humanidad hay muchos casos de intolerancia que llegan al cinismo; por ejemplo, en el medievo se prohibió eclesiásticamente el libro cátaro titulado El interrogatorio de Juan por considerarse como un ejemplo abominable de herejía, rico en imágenes apocalípticas y sexuales. Incluso hubo casos regionales de la Nueva España en los que censuraron una gran cantidad de textos profanos, junto con litografías, pinturas y cánticos por ser poco piadosos. En ambos casos hablamos de regímenes en los que el poder persistió y se desarrolló en sistemas teocéntricos infalibles e incuestionables por un largo tiempo y una enorme extensión territorial.

La eficacia de tales puntos —enfocados a una mirada exterior y violentas hasta los extremos de la monstruosidad más refinada— es lo que llamaré en adelante la persistencia cínica de la fuerza sobre los textos. Esto con el propósito de enfatizar los casos en los que los argumentos que giran alrededor del texto (periodístico, académico, de divulgación, literario y filosófico) se agotan y dejan de operar como puentes de comunicación con su entorno o pierden, por así decirlo, su capacidad de figurar como personajes admitidos y funcionales en el gran teatro social

La persistencia cínica de la fuerza se puede encontrar en la represión a autores por medio de sus obras: por ejemplo, operó con éxito en Oscar Wilde cuando la sociedad burguesa de Inglaterra se escandalizó, hipócritamente, con su vida sexual, y algunos de sus textos fueron violentamente marginados. En Franz Kafka con la prohibición brutal y sin sentido de sus textos en la década de los sesenta en Checoslovaquia[1]; en este caso, el argumento no fue sexual, sino político: los textos fueron calificados de “contrarrevolucionarios” y, en un gesto paradójicamente retro-revolucionario, fueron extirpados de librerías y bibliotecas.

O con Salman Rushdie, un caso muy sonado apenas hace unos años, quien sufrió este mismo tipo de intolerancia efectiva y contundente, pero ahora la fuerza cínica y persistente tomó la forma de lo híbrido y bizarro del discurso político-religioso musulmán. Su libro Versos Satánicos (1988) fue motivo de prohibición y destrucción, además, demostró la obscenidad del poder sin contención, de la persecución al extremo de llegar a amenazar de muerte para al autor.

Un ejemplo más se ve con Karl Marx quien, en su constante peregrinaje activista por los países europeos, sufrió la persistencia de la fuerza acechadora y violenta del discurso persecutorio político-burgués. En este caso, diremos, que no fueron sólo los intereses políticos per se los que prohibieron y destruyeron sus obras y amenazaron su vida, sino el funcionamiento mismo del capitalismo que, aún ahora, se usa en nombre de ideales de la pseudo-regulación y la paz cívica que, en realidad, son como lo diría él: máscaras o ideologizaciones de intereses privados.

En los casos que he descrito se ve el efecto de lapersistencia cínica de la fuerza en varias figuras y su extensión a través del espacio y tiempo con una habilidad camaleónica que resulta en la marginación, la persecución teocráticas, y se impulsa como instrumento de segregación racial y/o sexual; actualmente como despliegue de la intolerancia político-religiosa o político-burguesa, y en otro momento como radicalización de una sola forma de expresión que se considera la única legítima y desde la que, en su nombre, se descalifica toda otra forma discursiva de manifestarse en el mundo.

Los mecanismos brutales de persecución como lo son el control, el aislamiento y la destrucción de los textos que he descrito en casos tan disímiles como los de Rushdie, Wilde, Marx y Kafka —y que he querido concentrar en la fórmula de la persistencia cínica de la fuerza— conforman apenas una parte del complejo de fuerzas que intervienen en el fenómeno de producción y recepción de un texto. Sin embargo, no son los únicos, pues hay elementos con la misma frialdad y rigorismo que cumplen con una eficacia estratégica similar pero con medios más ocultos, estos suelen tomar figuras caprichosas y variadas para su exhibición. No obstante, pueden ubicarse como parte de una racionalidad oculta que los funda, ya que este funcionamiento no es brutal en su práctica ni se concreta en operaciones de un cinismo intolerable. Es decir, no toma las formas que a primera vista pueden reconocerse y combatirse, sino todo lo contrario, su secreto está en permear, poco a poco, el aspecto lingüístico con un sigilo —entre más silencioso, mayor el efecto que tiene en tradiciones—y, por supuesto, en la elaboración de los textos.

A este conjunto de artificios subterráneos de fuerza que permean, sin hacerse evidentes, una gran cantidad de textos con sus instrumentos de manipulación, sesgo de las ideas, censura y prohibición la llamaré en adelante la persistencia sutil de la fuerza. Este concepto se caracterizar por usar medios de control poco ruidosos, pero efectivos que se extiende en tiempo y espacio con facilidad. Es el tipo de funcionamiento que ha dominado la génesis, el reconocimiento y la censura de los textos por más siglos que ninguna otra y que se ve legitimada o validada en los espacios geográfico-culturales más disímiles.

Se trata de una articulación textual que tiene una longeva vigencia en Occidente.El efecto que me interesa discutir sobre la persistencia sutil de la fuerza radica en la separación del discurso y el resultado. La diferenciación de los discursos encuentra su explicación, según el rubro —literario o filosófico— al que pertenezca; su relación con la legitimación que pretende cada uno y una determinada raigambre epistemológico-semántica. Además, hila la esencial de la red y una serie de mecanismos de poder. En el presente apartado veremos más de cerca tal cuestión.

No es simplemente de decir que la filosofía —por su peculiar tendencia a elaborar síntesis racionales de los acontecimientos— tiene como única pretensión oculta el dominio o control de su presentación y evolución, mientras que la literatura se enfoca en la libertad del fenómeno sin querer amurallarlo dentro de las fronteras de un discurso restrictivo (y prescriptivo). En todo caso, afirmar esta tesis sería apresurado y se podría cometer el error de juzgar al todo por la parte, pues lo que hemos llamado como la filosofía —el proceso racional, logocéntrico occidental de interpretación del mundo— es sólo una manera de cuestionar y tratar de hacer comprensibles ciertos fenómenos. Por otro lado, lo que concebimos como la literatura no define las formas del habla literaria. Por lo que pretendo exponer esta problemática sin caer en reduccionismos apresurados.

Comencemos por la ubicación del término poder. Con Foucault no se entiende a una instancia simple o punto focal simple como tal, sino que, digamos, una institución o un grupo de personas, como si a la hora de remitirnos a la pregunta por la filosofía o por la literatura pensáramos en una formación académica específica (enel sentido en que se habla, por ejemplo, de la escuela tomista o del Círculo de Viena, etc.). O en un pensador específico, que visto desde el privilegio de detentación de poder —autoridad incontestable— nos diera la respuesta.

Por ejemplo, pensar que Aristóteles, Kant o Heidegger son autoridades incontestables y absolutamente certeras en la detentación de sus discursos, y por lo tanto pensar que son emanadores puros de la verdad del mundo. Esto equivaldría a adoptar una posición dogmática de entrada. Muy al contrario para Foucault con quien se trata de meditar sobre el ejercicio del poder en un discurso específico —de qué manera se sirveel discurso filosófico o literario de este tipo de relaciones— desde los mecanismos y relaciones de fuerzas que se arma, y no quien lo ejerce o, en su defecto, quien o quienes están facultados para administrarlo (Foucault, 1983).

En primer lugar, se trata de colocarse en la perspectiva del funcionamiento de facto, y no de una idea preconcebida, acerca del poder. Tomando en cuenta que en gran medida se trata del análisis de los procedimientos de limitación de los discursos (limitación que tiene en la base por principio de cuentas la distinción entre un discurso verdadero y un discurso falso) el poder se refiere a la “...formación efectiva de los discursos, ya sea en el interior de los límites del control, o bien en el exterior, o más a menudo de uno y otro lado de la delimitación” (Foucault, 1983: 127).

Desde esta perspectiva, es necesario buscar los mecanismos, “los azares y peripecias”, por los que el poder comienza a tomar como parte de su estrategia la utilización de los distintos saberes (Foucault 1983, 180). El trabajo de La verdad y las formas jurídicas, en el que Foucault realiza un profundo análisis del proceso del nacimiento de manifestaciones culturales en el pueblo griego a partir de la gran conquista de la democracia: oponer la verdad al poder, y así tener la posibilidad de juzgar a los gobernantes.

Estas manifestaciones culturales son sucintamente dichas: primero, la confección de recursos racionales (prueba y demostración, reglas y principios) para producir la verdad: la filosofía y la ciencia; segundo, la evolución del arte de la persuasión para el convencimiento de lo que se dice verdadero: la retórica; y tercero, la evolución de una forma de conocimiento adquirido por testimonios, indagaciones y recuerdos la historia. Por ejemplo, la imagen de Edipo Rey le sirve al pensador francés para simbolizar el espacio en el que el discurso filosófico y el científico se articulan en el poder, o sea, “saber epistemológico y poder político regulan en un encuentro estratégico los distintos recortes (taxonomías, clasificaciones, códigos ordenadores, interdicciones a todos los niveles) del discurso” (Foucault 1988, p. 37-88).

La conformación del orden en el sistema de los elementos es la supeditación (dinámica, cambiante, colmada de variantes) a un criterio de funcionamiento y a la atención a un a priori histórico en una condición de posibilidad. Esta perspectiva arqueológica sirve para reconocer la operatividad de un sistema penal y como un conjunto de prácticas y discursos prescriptivos que se enfocarían a la instauración de una filosofía como pretensión de la explicación global del hombre y su mundo. Así pues, hay una parte crítica en la arqueología y otra en la genealógica, ambas dirigidas a desenmascarar el funcionamiento de una red de registros de poder-saber (Foucault, 1988).

El desarrollo y la formación efectiva de un discurso responden a una instancia de poder que nunca tiene que ser entendido en su pura localización central (como poder de sujeción de los individuos a una regla del Estado) ni como un bien que se posee atenido a una operatividad de modelo mercantil simple y unívoco. Tampoco es un sistema de dominación de un grupo sobre otro, sistema que tendría por resultado afectar a todo el cuerpo social. Estas son formas terminales del poder. Primariamente hay que entender por tal, como ya habíamos dicho unas páginas más arriba, una multiplicidad de relaciones de fuerza inmanentes (por esto ningún saber le es exterior al poder) al dominio en que se ejercen y que son parte esencial del orden u organización particular del que se habla. Estas relaciones de fuerza se ejercen en un juego complejo:

(...) el juego que por medio de luchas y enfrentamientos incesantes las transforma, las refuerza, las invierte; los apoyos que dichas relaciones de fuerza encuentran las unas en las otras de modo que formen cadena o sistema; o al contrario, los corrimientos, las contradicciones que aíslan a unas de otras; las estrategias, por último, que las tornan efectivas, y cuyo dibujo general o cristalización institucional toma forma en los aparatos estatales, en la formulación de la ley, en las hegemonías sociales (Foucault 1988, p.174-175).

Si describimos el proceso de las transformaciones de las relaciones de fuerza en su encarnación en una institución o hegemonía social y en un discurso particular, constatamos que no hay estabilidad total o simplicidad en estas relaciones. Pareciera a primera vista que en la investigación genealógica de ellas reinara el caos más caprichoso. “No es así” dice Foucault (1988) al respecto a seguir cuatro reglas (que si bien no son imperativos metodológicos, sí son prescripciones de prudencia) para desenmascarar su orden particular:

  1. 1. Regla de la inmanencia: entre las técnicas de saber y las estrategias de poder no hay ninguna exterioridad, ambas constituyen focos locales entre el poder y el saber, que siempre se administran desde distintas formas de discurso.
  2. 2. Regla de las variaciones continuas: la dimensión profunda del poder no es enterarse de quién lo posee, sino saber que las distribuciones de poder son cortes de procesos siempre en transformación.
  3. 3. Regla del doble condicionamiento: toda táctica posible en un foco local determinado está limitada por una estrategia de funcionamiento y viceversa. Ninguna estrategia global tendría efectos si no encontrara apoyo en relaciones de fuerza precisas.
  4. 4. Regla de la polivalencia táctica de los discursos: poder y saber se articulan siempre en el discurso. No es una relación unívoca, uniforme o estable. El mismo discurso es una serie de segmentos discontinuos que se amarran en una multiplicidad de estrategias diferentes (tanto así que el discurso puede ser unas veces instrumento de poder y otras veces su obstáculo): los discursos son bloques tácticos en el campo de las relaciones de fuerza

Estas cuatro reglas sitúan el concepto del poder fuera de fetichismos apresurados y de las ópticas reverenciadoras e ingenuas que lo conciben como un lugar, institución o persona intocables, endiosados en una supuesta superioridad. Son quienes destronan el privilegio que estos fetiches cristalizan en operaciones hechas costumbre en los ámbitos academicistas, politizados o burocratizados.

No se trata de pensar al poder como algo o alguien ajeno a las jugadas locales de los eventos del mundo lingüístico, y que precisamente por este carácter podría dirigir y planear desde un plano superior los acontecimientos que ocurren en el plano inferior. Esta imagen pueril del poder es reemplazada en la descripción genealógica de Michel Foucault por un concepto mucho más rico y complejo que admite las variaciones y tácticas diversas en las que se da siempre un traslado de la clásica explicación de los privilegios a la descripción de las perspectivas (Foucault, 1988:179-182).

Muchas veces la postura clásica del poder es parte de la estrategia del discurso que se presenta como una máscara para que opere con un alto grado de eficacia la enajenación o ignorancia tácticas provocadas por otro discurso mucho más sutil, que defiende su propia impostura delimitándose o aislándose de otros discursos, y que en tal encierro o autoenclaustramiento se autopropone como discurso privilegiado frente a otros (privilegiado en su legitimación o validez, y en su mismo funcionamiento práctico). La crítica consiste, entonces, en quitar la atención de los privilegios y ponerla sobre las perspectivas.

Las características de las relaciones saber-poder y su articulación con las distintas formas de discurso en general son correlaciones de fuerza que nunca son unívocas ni simples, sino pertenecientes a una red (de significados y de acciones) mucho más amplia, son las que de entrada se observan en una forma de discurso filosófico privilegiado en la historia de occidente: la metafísica.

La tendencia a concebir a la filosofía como un discursoprivilegiado frente a la realidad o comoun discurso exclusivo en el tratamiento de la Verdad, y a la literatura comoun símil de simple recreación o una serie de ficciones lúdicas está amparada por el uso de la palabra metafísica como último reducto de privilegio. Este tratamiento de la metafísica es hacer, como dice Derrida (2010), violencia sobre otros tipos de discurso, olvidando el límite que le es propio.

La estrategia metafísica de expulsión de la literatura y su límite

Se ubicará la noción de la metafísica en el sentido de una tarea discursiva que busque la sustentación de los fenómenos del mundo a través de principios universales y necesarios, que los regule y explique (Weissmar, 1989: 20). Además, es necesario considerar que la metafísica es el discurso dirigido al hallazgo de las causas que explican al ser como la unidad que explica la actuación humana desde fuera de su finitud y su contingencia. Por lo que se puede encontrar una buena descripción de ella en Eugenio Trías, quien dice que es por excelencia la “determinación de un lugar externo” (1990: 284) que da la posibilidad de decidir y reconducir de antemano el surgimiento del sentido y destino de una forma de pensar fuera de lo físico, con un fin presumiblemente violento de moldearlo a voluntad, que pasa por la voluntad del logos por el lugar de la verdad incontrovertible, paradójicamente una exterioridad que hace previsible y amolda su objeto de verdad (Trías 1990: 284).

Este pensar de la exterioridad justifica desde fuera al objeto del que se habla, quiere fundamentarlo y regularlo sin tomar en cuenta el mismo fenómeno que busca explicar. Es este pensar del afuera se presenta como violencia sobre el conocimiento y la realidad que da por resultado una ficción demasiado creída, una versión del acercamiento al acontecimiento que no tiene porqué ser exclusiva. En el trasfondo de este pensamiento está Nietzsche (1985c). Según él, es por una tendencia de dominio y no de verdad que se habla de primeros principios ordenadores de la realidad; de causas últimas; y de un afán metafísico (Nietzsche, 1985c: 21-46).

Antes de preguntase por una verdad, detrás del problema epistemológico de encontrar criterios suficientes, universales, de toda acción y fenómeno, Nietzsche piensa que hay que cuestionarse por la necesidad de afanarse en esa verdad y esos criterios. Remite así una cuestión pretendidamente objetiva (la pregunta por el Ser en general) a un plano enteramente subjetivo: ¿qué es lo que nos obliga a querer encontrar el fundamento racional de todo lo existente, la cosa en sí? El filósofo argumenta que la verdadera razón de ese afán por la verdad en el fondo es irracional: un valorar por medio de la lógica, un deseo íntimo vuelto abstracto, un crearse ficciones lógicas que hacen del conocimiento un instrumento. En este sentido, el pensamiento sistemático o la filosofía dogmática, como la llama Nietzsche, se ha creado ficciones como la causa sui como último fundamento de la naturaleza, y el Yo como último reducto que niega el perspectivismo del conocimiento y el peligroso quizás que indica que nadie tiene una última palabra.

Ya Nietzsche insinúa desde este punto de vista (aunque no lo desarrolla plenamente) el hecho de que ciertos nexos lingüísticos están íntimamente relacionados con la búsqueda de causas absolutas y principios universales, que aquí se evidencia como un discurso restrictivo, incapaz de tomar en cuenta la polivalencia de los fenómenos:

Justo allí donde existe un parentesco lingüístico resulta imposible en absoluto evitar que, en virtud de la común filosofía de la gramática -quiero decir, en virtud del dominio y la dirección inconscientes ejercidos por funciones gramaticales idénticas-, todo se halle predispuesto de antemano para un desarrollo y sucesión homogéneos de los sistemas filosóficos: lo mismo que parece estar cerrado el camino para ciertas posibilidades distintas de interpretación del mundo (Nietzsche, 1985c: 42).

Quizá Nietzsche es el primero en darse cuenta de que ciertos conglomerados lingüísticos condicionan y predeterminan unívocamente el entendimiento de los fenómenos. Es en este pensador del desenmascaramiento en quien aparecen por primera vez reunidos los términos voluntad de dominio, afán de verdad y predisposición lingüística. El hecho de que se hayan inventado esas ficciones convencionales y conceptos puros de substancia del Yo como causa de sí mismo y no de contradicción; o para hablar de la armazón metafísica como una construcción de designaciones que se remiten entre sí para formar un discurso cerrado (violento), tiene que ver por primera vez en Nietzsche con causas ajenas a ese mismo razonamiento, por lo que es necesario investigar o desenmascarar.

La metafísica se presenta como un discurso hecho desde de la exterioridad con fines de ordenación unívoca del mundo y de orientación moral de los sujetos, además, por otra razón que ya Schopenhauer había advertido y que Nietzsche lleva hasta sus ultimas consecuencias: nuestra incapacidad para soportar el sufrimiento. El mundo concreto, el mundo de la vida (de los entes particulares y finitos, mortales, como quería Schopenhauer) es un mundo de fragmentación; de experiencia poliforme que se puede controlar tan fácilmente como a veces quisiéramos y que por lo mismo nos amieda y confunde. Abrirse a toda la experiencia quiere decir vivir en el riesgo y permanecer, en palabras de Nietzsche (1985a: 57-58), en un abismo sin fundamento. El devenir, azaroso y, en ocasiones, inconmensurable provoca un afán impostergable de huída, un afán por erradicar todo lo que causa dolor. Surge así un impulso por ordenar y controlar el mundo de la experiencia para ir más allá de él, confiando en las invenciones conceptuales y gramaticales que Nietzsche representa con la conocida metáfora del trasmundo.

El resultado de este intento de evasión de la violencia del mundo de la experiencia y de sus consecuencias de sufrimiento para el hombre es contrario al que se esperaba, pues, al convertirse el esfuerzo metafísico de ordenación absoluta en una especie de orden moral al mismo tiempo (en la medida en que toda metafísica se trata, para Nietzsche, de una valoración amañada del mundo) se comete a mucha más violencia de la que se quería evitar. En cierto modo, el método de reducción sintética de la metafísica consigue simular la complejidad del mundo, evitar sus peligros y conducirnos supuestamente a lo seguro; en esa medida, sirve de fundamento para el baremo de reglas morales con las que equilibramos la vida. Este equilibrio se ha conseguido a costa de la marginación de la experiencia; de su idealización y de su violentación. Al respecto, afirma Vattimo:

Metafísica y moral son la puesta en funcionamiento de un complejo sistema que, nacido de la necesidad de seguridad, perpetúa en cambio la inseguridad y la violencia de la situación de partida transformándolas y reproduciéndolas de varios modos (Vattimo 1990a: 115)

En la medida en que la metafísica es una “moral disfrazada”, puede decirse que es una cuasi-soteriología, una doctrina de la salvación, en una palabra, una ontología moralizante (Conill, 1991: 15). En cierto modo, este tipo de metafísica dominante, totalizante, es una forma de afirmación del sujeto sobre el mundo, una absoluta racionalidad (en el sentido de razón instrumental, no de razón dialógica o argumental) que rompe con todo lo que no se atenga a sus mismos principios, y en esa medida avanza más allá de sus límites y por lo mismo olvida la presencia de las cosas.

De este modo, la metafísica como discurso se autoprivilegia en un aislamiento demarcado respecto a otros discursos y no es precisamente el habla del ser en sí o la coseidad de la cosa en su pureza u originariedad primera. No es el discurso de la objetividad de un seguimiento platonista, pues la pura presencia del ser —parámetro y fin de la metafísica— se convierte en su contrario, en lo ausente o lo que está más allá, pero que, en su sutil insistencia y violenta persistencia elimina toda posibilidad de hacer valer los fenómenos que se presentan en lo más cercano, en cada entorno histórico-cultural (Vattimo, 1990b).

Cuando la metafísica afirma que la presencia verdaderamente real y el Ser causa sui se encuentran más allá del mundo de significaciones asequible a nosotros, curiosamente, se logra una suerte de dominación sobre los acontecimientos del mundo a través de la exposición de lo ausente. El Ser ha ocupado el sitio de los seres contingentes, azarosos, fenoménicos, los ha marginado y silenciado (Heidegger, 1990:13).

Al hacer esto, la metafísica totalizante ha olvidado, como decía Nietzsche, que existen otras versiones del mundo —el mito, de la religión, de la literatura—, las ha menospreciado y tachado de doxa tentativa y superable. Esto en nombre del sujeto y la verdad, pero en un antropomorfismo de sospechosa confección. La invención de un mundo verdadero que, más allá de la transitoriedad de lo existente e intemporal, responde, al afán del poder que suprime y niega; o bien, que recorta losdiscursos, como dijo Foucault. El antropocentrismo que propone se olvida de los hombres concretos en acontecimiento, en palabras de Gilles Deleuze (1994), para hablar en nombre de la humanidad en sentido abstracto y universal. Para esto, se utilizan ciertos términos con los que insistimos en nombrar y delimitar un hecho.

Interpretar es en gran medida hacer una metáfora, pues se comparan dos fenómenos (dos cosas frente a un sujeto, o bien la realidad de la conciencia del sujeto y el fenómeno que se le enfrenta) y se dice uno por otro (Aristóteles, 1989: 65). Cuando la metafísica en su olvido del límite deja fuera la capacidad de interpretar excluye la otra versión de las cosas (lo que, como hemos visto, ya es violento de por sí), y al mismo desprende la conciencia del lenguaje, sin tomar en cuenta que el concepto generaliza y abstrae. Para Gadamer, la expresión de una cosa por otra, la manera de trabajar alguien en una transposición de significados, sólo es posible al establecer una semejanza metafórica indispensable:

En esto consiste precisamente la genialidad de la conciencia lingüística, en que está capacitada para dar expresión a estas semejanzas. Esto puede denominarse su metaforismo fundamental, e importa reconocer que no es sino el prejuicio de una teoría lógica ajena al lenguaje lo que ha inducido a considerar el uso transpositivo o figurado de una palabra como un uso inauténtico (Gadamer, 1991: 515).

Gadamer explica que, aunque este tipo de lenguaje metafórico no aspire a la generalidad abstractiva (sino que refleja una experiencia personal), no deja de incorporar el conocimiento de lo común. Conocimiento que es sistemáticamente negado por el pensamiento metafísico al ser tachado de subjetivo, arbitrario o no riguroso. La physis, así, sería accesible sólo a una subjetividad sin límite y abstracta que no interpreta, sino que define lapidariamente para alcanzar la objetividad deseada. Es decir, un pensamiento con límite o crítico se trata de un pensamiento que expone una perspectiva distinta a cada situación, lo que enriquece el conocimiento sin volverlo enteramente abstracto (Nietzsche, 1985b: 175).

El tratamiento que hace la metafísica totalizante de las verdades es el del enmascaramiento de un sujeto débil e indeciso en el fondo, el sujeto moderno que se refugia en la razón (hegemónica) con los propósitos de invención que ya hemos revisado. Desde Nietszche se propone, como es sabido, una psicología de desenmascaramiento. Gianni Vattimo retoma este precepto nietzscheano y lo expresa como un rechazo al pensamiento metafísico en general.

Para Vattimo el desenmascaramiento se aplica sobre la noción de ser, y da como primer resultado la posibilidad de describir la producción de mentiras que se esconde detrás de su idea, esto permite ver que detrás de la idea de un encuentro con el ser que se esconde la idea de una correspondencia de algún género con la esencia de la cosa, se esconde tras la violencia de un discurso que margina o desecha sistemáticamente la multiplicidad del fenómeno para quedarse con una sobrevaluada y abstracta unidad (Vattimo, 1989: 37).

Una de las caras del problema esencial de la metafísica como violencia, y con ello de la marginación o devaluación de otros discursos es el de la constitución del sujeto como plataforma única de definición del mundo. La idea nos es heredada de la modernidad, desde la idea cartesiana de que la certeza absoluta no se encuentra en un dato del mundo sino en una operación radical del sujeto: cogito, ergo sum, la máxima reflexividad que culmina en el problema del solipsismo.

El cogito se encuentra a sí mismo en una tautología que tiene como resultado de la duda metódica un principio lógico-metafísico que carece de relaciones con algo más allá de sí mismo. El idealismo hará derivar esta teoría en una fundamentación que expone como centro ontológico único al ego (como apercepción sintética de la percepción en Kant, y luego como subjetividad que se encuentra a sí misma en la historia, en Hegel). El rompimiento con la idea de que existe este centro de fundamentación único, presentar al sujeto como descentrado, o bien, como quieren algunos, hablar de la destrucción del Yo como único dador de sentido, es lo que, en nuestro contexto, abrirá el campo de legitimación al discurso de la literatura (lo mismo que al del mito, la religión, el arte y de otros discursos violentados por la metafísica totalizante). Según Vattimo, la palabra sujeto puede ser entendida en dos formas: como lo que está por debajo de las manifestaciones contingentes e históricas en forma substancial, en el sentido griego rescatado por la escolástica de hypokeimenon; y como principio determinante que condiciona el mundo y las acciones del sujeto (Vattimo 1990b. p.41).

El idealismo hipostasió estas nociones en un abuso tan grande que lIegó al grado de igualar la realidad pensada con el sujeto pensante. En este momento se sacrifica a los sujetos particulares, y sobre todo a las versiones mudables y contingentes de ellas, por buscar una absolutización del saber (Foucault, 1980: 27). Lo que simplifica, al hacer taxonomías, al conceptualizar abstractamente el mundo de la experiencia fenoménica en la que se construyen palabras —alma, yo, razón, sujeto— que no expresan, precisamente, experiencias originarias, sino artificios. Romper con estos artificios tiene el mismo significado que el de una actitud moral o de un cambio profundo en las categorías epistemológicas, y quizá lo primero sea condición de posibilidad de lo segundo.

Lo anterior lo aborda, una vez más, Nietzsche. La fractura del sujeto metafísico se ve desde la perspectiva del nihilismo reactivo y su superación mediante un nihilismo activo. El nihilista reactivo es, para Nietzsche (1985a), ese individuo que no puede alcanzar la seguridad absoluta en un mundo, llámese a la representación de este mundo Dios, Idea Absoluta, Historia o Destino, este se resiente ante la nada que se le presenta, se vuelve melancólico respecto a la seguridad que ansía y no es capaz de crearse nuevos valores que lo impulsen a vivir en el mundo de la contingencia y de la provisionalidad por una melancolía resentida. Se resiente ante un mundo en el que no hay una orientación definida (no hay teleologías predictivas). En cambio, el nihilista activo representa una imagen heroica que se rebela ante toda orientación rectilínea de la historia y del sentido de su vida, como el campesino con una serpiente prendida de su garganta que se encuentra Zaratustra en aquel famoso pasaje (Nietzsche, 1985a: 227-228), y entonces afirma que es lo mismo el sufrimiento que el placer y por esa aseveración radical se transforma moral y epistemológicamente; lo que afirma el eterno retorno de las mismas cosas y supera por completo al sujeto metafísico (Vattimo, 1990a: 191).

Fuera de la discusión de si el planteamiento del eterno retorno es o no una teoría equivocada sobre la temporalidad (cosa que no repercute directamente en este artículo), lo que hay que subrayar de esta idea nietzscheana es el hecho de que un cambio de actitud moral —el atreverse a poner en un mismo plano lo que sucede, la existencia, y su valoración o sentido— es la afirmación de todo — del sufrimiento lo mismo que del placer— y esto lleva necesariamente a la apertura gnoseológica de no contraponer al sujeto y al mundo para no aceptar la exterioridad como el sentido último:

Toda la actitud del hombre contra el mundo, el hombre como principio negador del mundo, el hombre como la medida del valor de las cosas, como juez del mundo, que termina por poner la existencia misma en la balanza y la encuentra demasiado ligera -el monstruoso absurdo de tal actitud ha entrado en nuestra conciencia y nos disgusta- ¡reímos sin más, cuando encontramos el hombre y el mundo puestos uno al lado del otro, separados a través de la sublime pretensión de la palabrita y! (Nietzsche, 1990: 209).

Por otra parte, el conflicto de concebir mundo y hombre por separado se puede ver en el problema del cuerpo, también desde la abstracción del espíritu respecto al cuerpo en el que el primero es capaz de alcanzar la objetividad plena y logra ser autónomo y único. En este sentido, el espíritu inmortal carece de los elementos fenoménicos del cuerpo —sexualidad, error, caída moral en el pecado— y es la base de toda visión de trascendencia.

Cuando al Yo se le otorgan las categorías del cuerpo y se le ve como algo transitorio, mundano y corruptible, el discurso de la metafísica pierde autarquía y se convierte en un discurso privilegiado. Es aquí donde la literatura puede empezar a tener el mismo peso por su capacidad de expresión adaptable a la situación, pues describe a los cuerpos en su multiplicidad; en su divergencia entre las vicisitudes del mundo; en sus accidentes; y en sus posibilidades. De este modo, puede sostenerse que el sujeto no metafísico es producido por un horizonte de sentido que le permite ser socialmente; el otro, el que siempre ha fungido como gozne entre la trascendencia absoluta y el mundo, se revela en una ficción. El sujeto no puede significar una especie de profundidad esencial que no sea el objetivo de llegada en el que todo un camino por recorrer represente un esfuerzo dialéctico de superación de la condición terrenal, pues él mismo es un “efecto de superficie”, como lo llama Vattimo (1989: 30), o sea, una construcción ficcional que ampara ciertos mecanismos de discurso cerrado como en una fábula o en un juego de palabras.

Esta ficción tiene el mismo valor de credibilidad que cualquier otro discurso, aun cuando en algún momento fue demasiado creída y desplazó a otras. Vattimo (1990a) dice que si dejamos de pensar que se trata de un primum metafísico-gnoseológico y nos centramos en la noción de un sujeto perteneciente a un mundo propio —con cuerpo y temporalidad— entonces se abandona la necesidad neurótica (o maniacodepresiva, como dice Gilles Deleuze) de retornar a un origen de todo devenir que lo justifique y dé seguridad. Deleuze, por ejemplo, nos ofrece este tipo de explicación lógico-psicoanalítica acerca de la metafísica de corte platónico-idealista (1994: 139).

El postulado causalista que exige remontarse a un origen para hacerlo responsable del devenir, que desde lo infinito justificaría la posición y vocación esencial del hombre que cuando se rompe se piensa como parte del mundo, de la historia, del lenguaje y de la mortalidad. Esto hará que el concepto de hombre que lo asuma en su finitud hable de su muerte como la dadora de sentido de la existencia, esto es, por ejemplo, el DaSein heideggeriano o el ultrahombre nietzscheano.

La posibilidad de ver en la literatura, lo mismo que en la filosofía, una versión valiosa del acontecimiento o la posibilidad de no restringir el concepto de realidad y de verdad a un discurso privilegiado (el que se presenta en un afán totalizante con un único centro de fundamentación) depende de si seguimos la argumentación de hablar de un proceso de desfundamentación, de una ontología del declinar, como la llama Vattimo (1990b). El problema se sitúa sobre todo en la modernidad. La modernidad se remonta al fundamento-origen como la única forma de darle sentido a los acontecimientos para dar legitimidad a un discurso. Desde Lyotard, el juego de aspiración a lo preciso y totalmente certero de la razón absoluta de la modernidad se revela como un metarrelato que funciona como paradigma de legitimación de relatos. Al culminar el proyecto moderno, el metarrelato deja de ser un paradigma y los pequeños relatos históricos y subterráneos obtienen mayor vigencia. La expresión de lo posmoderno está en la desconfianza hacia los metarrelatos como garantía única de verdad. La posmodernidad, en este sentido, no puede ser entendida como una crítica a la puesta de un fundamento único que a su vez busque otro fundamento único.

En una nueva filosofía no se aspirará a una nueva fundamentación, pues no existen pretensiones de hegemonía, más bien se abre la racionalidad hacia la diferencia y la actitud moral a la tolerancia. Ontología del declinar no quiere decir que se tenga la pretensión de una verdad última ya que no hay una actitud de dominio sobre el pensamiento pre-lógico ni identificación del pensamiento y acontecimiento, sino provisionalidad y apertura dialógica (Althusser, 1989: 11).

Sólo desde una ontología como la que propone el pensamiento del declinar, se puede pensar en las otras versiones del acontecimiento de manera abierta y madura. Entre estas versiones está, subrayo, la literatura ya que se trata de una ontología hermenéutica que parte de la premisa de que el acontecer sólo puede ser pensado como lenguaje (el logos se piensa como palabra y no como conciencia) y por ello proviene de un pensamiento que reconoce la disolución de la línea recta de la historia y admite la imagen del rizoma y del relato para explicar la situación concreta. Como lo menciona Vattimo: “La ontología no es otra cosa que interpretación de nuestra condición o situación, ya que el ser no está de modo alguno fuera de su evento, el cual sucede en el historizarse suyo y nuestro” (Vattimo 1990b, p.56).

Este tipo de ontología se constituye como pensamiento débil (no sobre la debilidad o la reactividad denunciadas por Nietzsche) ya es la opción frente al pensamiento de la metafísica totalizante. No es que quiera ser fuerte en ese sentido (no pretende la eternidad, ni la estabilidad, ni la absolutez), sino que se centra en lo que deviene, en la temporalidad y corporalidad.

Se trata de pensar fuera de la necesidad de remitirse a un suelo firme que nos hablara del ser como razón, armazón u orden de “mediaciones y concatenaciones dialécticas” y que tenga como misión ampararnos de la diversidad amputándola de la forma fidedigna y universal, esto es, de la metafísica como sistema ordenador y dador de sentido (Vattimo, 1990b: 63).

Abandonar la pretensión metafísica de explicación significa comprender las diversas interpretaciones y aceptar los discursos menos seguros, pero siempre ubicados en la multiplicidad y riesgo que pueden traer consigo las nuevas lecturas. Esta apertura, según Vattimo, no va a encontrar un fundamento sólido sobre el cual desarrollarse, sino sólo una serie de oscilaciones de sentido en los que los “conceptos se hacen fluidos e inasibles” y en los que no hay nada que sea absolutamente permanente. No hay aquí anclaje a ninguna tradición, por añeja que sea, sino precisamente su constante cuestionamiento en el modo de la oscilación de uno a otro o de un principio-origen (la Unidad, la Verdad, la Razón, el Sujeto) que en otro contexto fuera considerado como único.

Si la modernidad, según esto, se detuvo en la epistemología como su momento clave; la posmodernidad habla más bien de hermenéutica. La epistemología aspira a la absoluta traductibilidad de los discursos y, en su reducción, a un solo lenguaje común que permita la traducción. La hermenéutica, en cambio, no quiere traducir sobre el fundamento de una verdad única, ya que admite que no hay un código unificador de lo variable e intenta apropiarse de lo otro sin querer reducirlo a una serie de categorías únicas, ya sea de conciencia (subjectum) o de naturaleza metafísica (physis).

Es en este sentido que posiciones de corte contextualista adquieren cada vez mayor relevancia frente a posiciones centralizadas en la insistencia sutil de la fuerza del discurso metafísico. Así, por ejemplo, Richard Rorty (1990) aboga por la superación de una explicación de las cosas epistemológica y metafísica, lo que tiende a reducir la variabilidad y riqueza de los fenómenos a codificaciones fundacionales, tanto de comprensión como de enseñanza.

Las explicaciones que quieren comprender absolutamente todo en sí mismas se superan adoptando un punto de vista hermenéutico que admita que frente a un fenómeno se pueden tener obscuridades de incomprensión, en lugar de un punto de vista epistemológico liado con la metafísica, que nunca admitiría tal obscuridad parcial de comprensión (Rorty, 1990: 321).

En el fondo se trata de un cambio de actitud. Para Nietzsche se trata de la transformación de una forma de pensar (interpretar y argumentar, no definir y sistematizar) que busque la emergencia del pensamiento en lo no dicho a partir de lo que no presenta fundamento, es decir, hacer genealogía en lugar de metafísica y no de un principio a priori al modo esencialista de hacer filosofía (buscando causas últimas y rigurosidad lógica absoluta).

La genealogía, por ejemplo, en el modo que la presenta Foucault (1983), no busca un fundamento u origen como lo hace la metafísica. Nietzsche, en cambio, habla de genealogía en dos sentidos:

  • Como emergencia o punto de surgimiento (Entstehung) que es el encuentro azaroso de fuerzas que chocan y que se abren a la multiplicidad de interpretaciones. A la historia de tales interpretaciones la llamamos genealogía. No es el seguimiento de un destino o cualquier teleología que pudiera dar sucesión lineal a la significación de los fenómenos (metafísica).

  • De procedencia (Herkunft), aspecto que percibe “marcas sutiles y singulares” diferentes cada una de ellas y no las semejanzas (por esto hacer genealogía es en gran medida hacer la historia de lo otro y no de lo mismo). Este último sentido de la genealogía tiene su raíz en el mismo cuerpo, lugar de articulación en la historia (Foucault: 1983).

El viraje del cuerpo como lugar de reconcentración de los sentidos tiene una relación directa con el rescate de textos marginados o descalificados por el discurso fuerte de la metafísica, e incluso, se puede suponer que pasa a ser uno de estos textos marginados y negados. En cuanto a la inscripción de los sucesos pasados como resultante de la conformación histórica de significados, el cuerpo es texto dinámico y vivo que niega la noción metafísica del Yo absoluto y, con ello, la quimera una unidad substancial, por lo que se presenta como volumen en perpetuo derrumbamiento. Esto visto como la apertura a las posibilidades de interpretación y como el derrumbamiento de toda idea de permanencia, continuidad segura o racionalidad absolutamente transparente, sin errores ni contingencias (Foucault, 1983:14).

A la genealogía no le interesa encontrar lo que ya estaba dado o lo que es en sí. No se entretiene en considerar lo que no sea histórico y contingente, por ello, hacer genealogía es ocuparse de las meticulosidades y en los azares, y esto va de la manos con el atrevimiento de hablar en nuestro contexto sobre hacer literatura para producir diversidad, no unicidad idéntica a sí misma y anterior a cualquier historia o como lo menciona Foucault “Lo que se encuentra al comienzo histórico de las cosas, no es la identidad aún preservada de su origen -es la discordia de las otras cosas, es el disparate” (1983: 137). Y poco más adelante complementa:

La tarea de la genealogía consiste en percibir la singularidad de los sucesos, fuera de toda finalidad monótona; encontrarlos ahí donde menos se espera (...) captar su retorno, pero en absoluto para trazar la curva lenta de una evolución, sino para reencontrar las diferentes escenas en las que han jugado diferentes papeles; definir incluso el punto de ausencia, el momento en el que no han tenido lugar (Foucault 1983, p.139).

Lo que queda excluido del discurso metafísico es la singularidad y diversidad en las formas de habla y de los sentidos variables de los que la genealogía sí da cuenta. A partir de la crítica de Foucault se pueden exhumar estos sentidos variables y resucitarlos en encarnaciones de palabra con una idéntica oportunidad de alcanzar la vigencia y el interés que, en otro momento, fueron exclusivos de la metafísica. Incluso, desde la perspectiva genealógica, la literatura no aparece como una forma de hablar devaluada como instrumento para llegar a la verdad (ya no se diga como su misma manifestación) o, lo que quizá es peor, de plano reducida a una mera forma de entretenimiento, fuga o lejanía ficcional del mundo real.

La diversidad de sentidos así exhumada, la variedad del habla, y la escritura se ponen en juego, lo que significa un peligro constante para el autoprivilegio que se posiciona como único centro de atención. La metafísica es y fue por mucho tiempo autoposicionada y autoprivilegiada aunque actualmente esté en riesgo, pues la atención se reparte, se hace fractal y es cada vez más difícil concentrarla en un solo sistema insuficiente de ideas.

Esta falta de suficiencia total del discurso metafísico que subraya y delata la genealogía equivale a la insistencia de que la escritura tiene consecuencias prácticas cuando reorganiza un pensamiento con la intención de abstraer la esencia del Yo y del mundo aun si pasa a la intención de hacer algo en la concreción del Yo y del mundo. Dicho de otro modo, este pensamiento no tiene intención explicativa ni definitoria, sino interpretativa.

En el transcurso de este artículo he querido sostener que en la línea que va de Nietzsche a Foucault se encuentra este pasaje de la crítica a la metafísica a una genealogía de la diversidad de sentidos de las distintas formas de habla y escritura. Tal pasaje también se puede describir como el movimiento de la atención de la exclusividad exigida por la metafísica a la diversidad de la hermenéutica, entendida como el pensamiento de la diferencia; por ejemplo, al modo en que Gianni Vattimo la presenta. En este sentido amplio, la hermenéutica y la genealogía comparten la misma preocupación y la misma crítica, más allá de sus diferencias de lenguaje y de sus finalidades particulares.

Referencias bibliográficas.

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Nietzsche, F. (1985c). Más allá del bien y del mal. España: Alianza.

Nietzsche, F. (1990). La ciencia jovial. Venezuela: Monte Ávila.

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Ficha del autor

Pablo Lazo Briones

Actualmente desarrolla su investigación y docencia en el Departamento de Filosofía en la Universidad Iberoamericana, México. Se doctoró en filosofía por la Universidad de Deusto, Bilbao. Sus áreas de investigación son la filosofía de la cultura y el pensamiento de F. Nietzsche. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores Nivel 2. Es autor de los ensayos: Lucha en las Fracturas. Por una resistencia intersticial (Gedisa, 2021); J.M. Coetzee. Los Imaginarios de la Resistencia (Akal, 2017); Charles Taylor. Hermenéutica, ética y política (Gedisa, 2016); Crítica del multiculturalismo (Plaza y Valdés, 2010); La frágil frontera de las palabras. Ensayo sobre los débiles márgenes entre filosofía y literatura (Siglo XXI Editores, 2006). También escribió las novelas El Hombre de la Torre (Grijalbo, 2018); El club del juego de libros (Diván Negro, 2023) y Los Moches (Libros del Marqués/Textofilia, 2024).

Notas

[1] Actualmente Checoslovaquia no existe como nación, pues se divide en dos países independientes: la República Checa y la República Eslovaca.


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