Resumen: A partir de una investigación colaborativa con mujeres mexicanas diagnosticadas con trastorno límite de la personalidad, que buscaba hacer explícitos los desafíos enfrentados en sus trayectos de vida para cuidar de su salud mental, este artículo explora la pertinencia y sensibilidad de tres categorías de análisis: silenciamiento, cosificación y derivación, como mecanismos específicos de injusticia testimonial relacionada a prejuicios de género, para explicar el ejercicio y los efectos más sutiles, sistemáticos e incluso bienintencionados de violencia que afectan a las personas con discapacidad psicosocial.
Palabras clave: Injusticia testimonial, cosificación, prejuicios de género, trastorno límite de la personalidad, discapacidad psicosocial.
Abstract: Based on a collaborative research with Mexican women diagnosed with borderline personality disorder, which sought to make explicit the challenges faced in their life journeys to care for their mental health, this article explores the relevance and sensitivity of three categories of analysis: silencing, objectification, and derivatization, as specific mechanisms of testimonial injustice related to gender bias, to explain the exercise and the most subtle, systematic, and even well-intentioned effects of violence that affect people with psychosocial disabilities.
Keywords: Testimonial injustice, objectification, gender bias, borderline personality disorder, psychosocial disability.
Artículos de Investigación
No ser escuchada: silenciamiento, cosificación y derivación en el abordaje del Trastorno Límite de la Personalidad
Not being heard: silencing, objectification and derivatization in the approach to borderline personality disorder
Recepción: 18 Agosto 2024
Aprobación: 13 Noviembre 2024
La epistemología social contemporánea ha desarrollado un conjunto de herramientas conceptuales que permiten aproximarnos a experiencias silenciosas (y silenciadas) de violencia. Captan dinámicas que producen agravios en una capacidad esencial de la condición humana: la agencia epistémica, es decir, aquella por la cual somos capaces de aportar conocimiento en los intercambios sociales de información y dar sentido a nuestras experiencias.
Investigadoras e investigadores en México, como Ángeles Eraña,[1] se han apropiado críticamente de la noción de injusticia epistémica (epistemic injustice) para develar dinámicas sociales que conducen a excluir a ciertos grupos de la participación pública. Iván Gómez Aguilar (2022), por ejemplo, establece un diálogo entre la epistemología social y la filosofía de la salud mental, para desarrollar una mirada comprometida con la restitución de pacientes y supervivientes. Con distintos matices teóricos, compromisos prácticos y realidades geopolíticas, en la investigación sobre la injusticia desde la epistemología social, yace una idea de fondo: conocer y comprender son dimensiones de la acción sobre las cuales se ejerce el poder.
La investigación que respalda este artículo se llevó a cabo con una metodología biográfica-narrativa. En ella se identifica que los relatos en primera persona otorgan una perspectiva privilegiada para comprender los rasgos agenciales y fenomenológicos de las dinámicas de poder sobre el conocimiento, así como entre los sujetos. Por tal razón, este artículo toma como fuentes principales las historias de vida documentadas en la tesis de maestría Mujeres diagnosticadas con Trastorno Límite de la Personalidad (Sánchez-López, 2024b). En dicho estudio participaron dos mujeres, bajo los alias Lucía y Verónica, quienes colaboraron en la reconstrucción de sus experiencias frente al diagnóstico psiquiátrico.
A lo largo de este ensayo, se ofrece una panorámica de la cuestión sobre las dinámicas de poder que afectan el conocimiento y la agencia epistémica de mujeres diagnosticadas con trastorno límite de la personalidad (en adelante, TLP). Se analizan algunos mecanismos de injusticia testimonial, a la luz de experiencias situadas.
El silenciamiento se concibe como la negación de la voz de una persona. Puede llevarse a cabo de manera literal, al bloquear sus capacidades para hacerse escuchar, o bien, puede tener lugar cuando se desestima su capacidad para construir conocimiento relevante. En los casos de mujeres diagnosticadas con TLP, esta práctica se fundamenta en prejuicios identitarios, ya que su credibilidad se presupone disminuida por su condición psiquiátrica.
La cosificación y la derivación, por su parte, nombran los posibles daños epistémicos que inflige la injusticia testimonial. La primera categoría refiere a la exclusión de ciertas personas de la comunidad de informantes confiables y su sometimiento a una condición de objeto de conocimiento, lo cual les impide participar plenamente en la construcción de entendimiento. Mientras, la segunda categoría describe el proceso de subordinación a semisujetos, cuyo papel en los intercambios comunicativos no se reduce a la de un objeto de conocimiento, pero se limita al reconocimiento no recíproco de la perspectiva del sujeto dominante. Identificar los efectos tan amplios y profundos del silenciamiento, la cosificación y la derivación sugieren que no deben tratarse exclusivamente desde las dinámicas interpersonales, sino desde la comprensión de su lugar en el engranaje de la violencia epistémica y la violencia psiquiátrica.
Imagina que estás reposando en tu casa un domingo por la mañana. Tu mamá aparece en la entrada de tu cuarto; la escoltan tres desconocidos: dos están uniformados; el tercero viste de blanco. Se dirigen hacia ti. Sorpresa. Miedo. Confusión. El último en entrar es el primero en perder la distancia: sientes una punzada. Agitación; después, letargo. Te sujetan varias manos que rápidamente se convierten en nudos blancos que no permiten que te muevas. Ya estás en una ambulancia. Un grito de auxilio ahogado. Imágenes borrosas en repetición. Despiertas sobre una cama, las esposas te enfrían la piel. Entra un sujeto con bata blanca: “Dice que en unos días te vuelve a ver”. Se azota una puerta. Se escucha un candado (Rabasa, 2022).
El testimonio citado arriba se atribuye a una persona que pasó por un internamiento involuntario[2] en un hospital psiquiátrico. Ilustra una realidad cotidiana que atemoriza a las personas con discapacidad psicosocial, como a Verónica, quien comentó:
Llevaba meses sintiéndome mal y valorando qué iba a hacer [...] No quería ir a otro psiquiátrico porque me iban a internar. Eran como dos fuerzas, ¿sabes? Mi cuerpo y mi cabeza diciéndome “ya no podemos más, busca ayuda”. Y por otro lado era: “No, porque me van a internar. No, porque no quiero que me internen” (Sánchez López, 2024b: 102-103)
Los internamientos forzosos son una expresión violenta y nítida del desequilibrio de poder entre los especialistas, las familias y los usuarios de los servicios de salud mental. Este atraviesa a todo el sistema sanitario y rebasa sus fronteras, se disemina a través de las dinámicas laborales, medios de comunicación y redes sociales, la educación, los libros de autoayuda, etc. Crea un entorno social en el que se normaliza que a algunos individuos se les restrinja su capacidad jurídica,[3] se les prive de la libertad y de la toma de decisiones.
En México, desde la publicación de la reforma a la Ley General de Salud, en mayo del 2022, se estableció que el internamiento solo puede ser voluntario y debe operar bajo el principio del consentimiento informado. Este plantea que la persona afectada o interesada debe estar informada con claridad y, en caso de que tenga dificultades para la comprensión, se deben hacer los ajustes razonables y necesarios para que entienda el diagnóstico, el tratamiento propuesto, sus riesgos, beneficios y alternativas; para facilitarle tomar una decisión autónoma y no coaccionada sobre la atención a su salud. Sin embargo, la efectividad de este acontecimiento legislativo se diluye por la falta de armonización con artículos transitorios y documentos normativos, por la falta de mecanismos claros para su aplicación y las debilidades operativas.
A finales de ese año hubo un fenómeno que involucró a una influencer, quien expuso públicamente el violento proceso de internamiento que vivió contra su voluntad. Forcejeó con el grupo de personas que la sacaron de su domicilio, la golpearon durante el traslado a un hospital psiquiátrico, donde la sedaron y le prohibieron comunicarse con su esposo. Ella expresó que ni siquiera contar con un título en Medicina la libró de los abusos en el hospital, que incluyeron el tratamiento forzoso con sesiones de estimulación electromagnética, bajo amenazas constantes de prolongar su estancia varias semanas más (Poulain, 2023). La afectada compartió videos grabados durante su internamiento, con evidencias de golpes y en un estado de aislamiento. Este caso fue muy mediático debido a la exposición de las personas involucradas; los medios convencionales hicieron titulares de su historia y las redes sociales siguieron cada actualización del proceso.
Ese no es un acontecimiento aislado, sino apenas la punta del iceberg. Pese a la ley, las relaciones de poder que se establecen en torno a la salud mental muestran resistencia al cambio. De acuerdo con el primer ejercicio de monitoreo sobre internamientos involuntarios (Documenta, 2024) —publicado dos años después de la aprobación de la reforma que se mencionó—, se consultó a los treinta y tres hospitales psiquiátricos que existen en territorio mexicano, los cuales brindaron información parcial sobre la población que atienden. Los datos mostraron que de 2 169 personas internadas en esas instituciones, el 50 % está ahí de manera involuntaria.
El poder social se concibe como la capacidad práctica y socialmente situada de controlar las acciones de otras personas. Esta definición de Miranda Fricker (2017) subraya que el poder existe incluso cuando no se refleja en una acción, y hacerla efectiva requiere de cierto contexto social, una coordinación colectiva de significados, instituciones, expectativas, etc.
Este poder se ejerce de manera activa o pasiva, a través de agentes específicos, o como una fuerza estructural. En el contexto de la salud mental, los internamientos forzosos ilustran el ejercicio activo del poder, mediante prácticas coordinadas de coerción. Esta es una forma agencial de poder ya que un agente social concreto —como la familia, el médico o el hospital— actúa directamente sobre otro.
Por otro lado, el poder estructural se refiere a formas de control que no ejerce un agente específico, sino que resultan de dinámicas sociales más amplias. El incumplimiento de la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad (CDPD) puede ser un ejemplo. Debido a factores sociales complejos, los derechos de estas personas se vulneran de manera sistémica, sin que se identifique a una persona o entidad concreta que sea directamente responsable.
La diferenciación entre lo normal y lo patológico ha sido analizada como una manifestación cultural y política ligada al ejercicio de poder. Por ejemplo, la Historia de la locura de Michel Foucault (2016b), publicada por primera vez en 1961, reconstruye los procesos culturales con los que se dotó a la enfermedad de un sentido de desviación; y al enfermo, de una condición que lo excluye de la vida social. En Enfermedad mental y psicología, reescrito un año después de su tesis, Foucault (2016a: 118) expresa:
La enfermedad solo tiene su realidad y su valor de enfermedad dentro de una cultura que la reconoce como tal. La paciente de Janet que tenía visiones y que presentaba estigmas, bajo otros cielos habría sido una visionaria mística y taumaturga.
Al establecer una relación con la obra de Foucault, se comprende con más claridad el carácter situado y las formas del poder social. La perspectiva de Foucault contribuye a desmantelar la idea de que hay perfiles universalmente categorizados como patologías. Incita a considerar que la locura requiere una producción de configuraciones sociales, y que ilusoriamente se toma como un descubrimiento progresivo de su naturaleza, cuando debe entenderse como la sedimentación del poder social de la cultura Occidental.
El poder agencial se expresa en la relación que estableció Pierre Janet —sobresaliente filósofo y psicólogo francés al que se refiere Foucault en la cita anterior— con su paciente Léonie —la mujer que tenía visiones y estigmas, sobre quien Janet practicó técnicas experimentales como la sugestión hipnótica, asegurando que lograba que la paciente siguiera cualquier instrucción que le diera (Walusinski y Bogousslavsky, 2020)—. Para que fuera posible la intervención clínica de Janet, era necesario que el poder social en su forma estructural operara de fondo, que articulara el significado de la locura y sus espacios sociales, perfeccionando los sistemas asistenciales y manicomiales con regímenes morales únicos. Así la enfermedad mental “queda circunscrita dentro de un sistema punitivo en el que el loco, reducido a la condición de un menor, se encuentra asimilado de pleno derecho a un niño” (Foucault, 2016a: 141).
Los argumentos de Foucault ilustran cómo el poder agencial y estructural moldean la experiencia humana al regular los cuerpos y las mentes a través de sujetos concretos, instituciones y normas. Ahora bien, la imagen del poder social adquiere otra dimensión al considerar el concepto de poder identitario (Fricker, 2017). Este último no solo se ejerce a través de instituciones o agentes específicos, sino que también opera de forma estructural, configurando las percepciones sociales sobre lo que significa ser un individuo de cierto tipo —por ejemplo, alguien diagnosticado con una enfermedad mental—. Es más sutil, se refleja en el consenso social, a menudo tácito, que establece quién tiene la autoridad epistémica para hablar sobre determinados temas y cómo se le reconoce o desestima en función de su identidad social.
La injusticia testimonial ocurre cuando se niega la credibilidad con base en un prejuicio sobre la identidad. Se presenta de tres formas. Cuando algunas personas quieren compartir sus opiniones, suelen toparse con la incredulidad como única respuesta, ya que un prejuicio identitario distorsiona la percepción del oyente; a esto se le llama déficit de credibilidad.[4] Existen grupos sociales a los cuales ni siquiera se les tiene en cuenta para pedir información, sus opiniones no son requeridas y de manera anticipada se les priva de la oportunidad de aportar al entendimiento colectivo; este es el silenciamiento.[5]A otros sujetos se les toma como meras fuentes de información y no como informantes, es decir, los consideran como algo de lo que se puede obtener conocimiento, pero no capaces de participar en la puesta en común; a esto se le llama cosificación, en terminología de Fricker (2017).
El déficit de credibilidad[6] se refiere al tipo de injusticia testimonial que afecta a las personas que sistemáticamente se toman como menos creíbles o menos confiables. Este ensayo se enfocará en el silenciamiento, la cosificación y la derivación, cuyos efectos se relacionan estrechamente con la deshumanización y la violencia que afectan a las personas con discapacidad psicosocial.
Históricamente, ser percibida como mujer ha ido de la mano con la proyección de estereotipos de inferioridad y patología (emociones incontrolables, debilidad de carácter, irracionalidad, sobrerreacción), que socavan la presunción de racionalidad y alimentan dudas sobre la fiabilidad perceptiva. Además, el estigma de loca es una forma común de descartar el testimonio de una mujer, de invalidar su capacidad de ver las cosas como son.
Nuestra sociedad concibe la locura como algo esencialmente femenino que, incluso cuando es experimentada por los hombres, se representa metafórica y simbólicamente en forma de mujer; a los hombres locos se les otorgan atributos relacionados tradicionalmente con nosotras, como la irracionalidad o la visceralidad, y los lleva a terrenos ocupados históricamente por mujeres: el silenciamiento o la sumisión (Millet, 2019: 15-16).
Décadas atrás, las mujeres, y sus aliados expertos, han señalado sesgos en la investigación y en la atención a su salud mental. Franca Basaglia, por ejemplo, denunció que las restricciones impuestas al rol y a las obligaciones sociales de las mujeres tenían un peso significativo en las infracciones que son etiquetadas como condiciones psiquiátricas: “la relación entre el disturbio psíquico —y su consiguiente codificación y sanción— y la rigidez de las reglas de comportamiento es más evidente en el caso de la mujer que en el del hombre” (Basaglia, 1985: 31).
El espacio vital de las mujeres, a decir de Franca, se conforma de una limitada gama de experiencias consideradas normales: “pasividad, desdoblamiento, disponibilidad, son parte de su naturaleza y corresponden al ideal de salud mental para una mujer. Ideal que se transforma en realidad al ser aceptado por las mismas mujeres como algo que satisface sus exigencias y tendencias naturales” (Basaglia, 1985: 44). Las transgresiones sociales a estas obligaciones y expectativas de género, por mínimas que sean, sancionan a las mujeres como agresivas, impulsivas, manipuladoras, sarcásticas y fuera de sí, en un grado que no experimentan los hombres. Con esta carga prejuiciosa, es más probable que la injusticia testimonial en su variante de silenciamiento afecte a una mujer que experimenta alguna forma de malestar subjetivo.
De acuerdo con las definiciones antes anunciadas, el silenciamiento tiene lugar cuando, de manera anticipada, se les priva a las personas de la oportunidad de aportar información. Una variante de este tipo de injusticia es el gaslighting, frecuentemente traducido como luz de gas. Se entiende popularmente como un tipo de abuso psicológico que procura desorientar a alguien; aquí se retoma la conceptualización de Rachel McKinnon, quien presenta un mecanismo epistémico con el que opera la luz de gas: “el oyente del testimonio plantea dudas sobre la fiabilidad del orador a la hora de percibir los hechos con exactitud” (McKinnon, 2017: 168). Los ataques a la versión de la realidad son indicadores de esta injusticia testimonial, que consiste básicamente en la duda prejuiciosa acerca de si las cosas realmente sucedieron como afirma el hablante. Es importante precisar que se trata de una duda prejuiciosa porque, para tomarse como una injusticia testimonial tendría que haber un prejuicio identitario de por medio.
Lucía vivió esta forma de luz de gas de parte de familiares y profesionales, cuando hablaba de los casos de pedofilia en su entorno cercano. Le hacían sentir que ella recordaba lo que quería recordar y no lo que ocurrió en verdad, la forzaban a creer que deliraba. Es posible que sus oyentes le dieran un mayor peso a sus conocimientos de fondo; por ejemplo, pudieron pensar que como ellos nunca actuarían en contra del bienestar de una niña, y menos si fuera su familiar, tampoco alguien de su círculo cercano sería capaz de hacerlo.
En otros casos, la luz de gas se realiza de manera maliciosa. En su adultez, Lucía acudió a terapia con un psiquiatra: “sentí que estaba trabajando el terreno para ver si me podía hacer algo... me veía lascivamente en sesiones y mientras me estaba viendo las piernas, me decía ‘todo está en tu imaginación, acuérdate que las personas con borderline se imaginan cosas’” (Sánchez López, 2024b: 51). En sus interacciones con ese psiquiatra, ella notaba esfuerzos deliberados por hacerla dudar de que era capaz de pensar clara y racionalmente, le repetía que el TLP la hacía especialmente sensible como para sucitar una percepción alterada de lo que estaba viviendo; el diagnóstico, en este ejemplo, fue producto del prejuicio identitario. “En términos de Dotson (2011), esto constituye el silenciamiento testimonial: la hablante sufre un déficit de credibilidad tan grave que es como si nunca hubiera hablado” (McKinnon, 2017: 169).
La luz de gas llega a ser tan efectiva que logra silenciar, literalmente, a quienes la sufren. Un caso que lo ejemplifica es el sistema jurídico mexicano que brindó los mecanismos para silenciar a una mujer con discapacidad psicosocial en su juicio de interdicción.[7]El exceso de credibilidad otorgado a los médicos —que declaraban unánimemente que la afectada padecía de un trastorno delirante paranoide y trastorno límite de la personalidad y la consideraban incapacitada de forma permanente— que la ley estipula, autorizó al juez a dar por verdadera la preexistencia de incapacidad natural y jurídica de la afectada, sin haber tenido un trato personal con ella.[8] El silenciamiento, en este caso, debe tomarse literal: se impidió que una persona escuchara y expusiera su caso, por razón de un prejuicio identitario (ser una mujer con diagnóstico psiquiátrico).
Este prejuicio no solo anuló su voz, sino que además produjo un daño epistémico significativo que radicó en la negación de la capacidad de ser tomada como un sujeto válido; ya que de antemano se descartó que pudiera aportar información fiable y relevante sobre su experiencia y sobre los hechos relacionados con el proceso judicial. Al desestimar su voz, por considerarla incompetente debido a su diagnóstico, se le privó del derecho a participar en la construcción del conocimiento en torno a su caso. Al mismo tiempo, la exclusión de la toma de decisiones sobre el curso de su vida acentúa su subordinación frente al testimonio de las autoridades médicas y legales. El caso analizado deja una lección desoladora: el daño epistémico que produce el silenciamiento refuerza la vulnerabilidad de la afectada. Frente a un sistema que ya marginaba su testimonio, la coloca en un estado de indefensión total y menoscaba sus derechos civiles y su condición humana.
Esto último conecta al silenciamiento con la cosificación, que para Miranda Fricker constituye el daño primario de la injusticia testimonial y se define del siguiente modo:
El sujeto queda injustamente excluido de la comunidad de informantes en los que se confía, lo que significa que es incapaz de ser un participante en la puesta en común de conocimiento (salvo en la medida en que otros puedan hacer uso de él como objeto de conocimiento, como fuente de información) (Fricker, 2017: 141).
Sin embargo, esta tesis de la degradación a un estado de cosa, de pasividad absoluta, es inexacta porque borra la resistencia de las personas sujetas a esta forma de opresión. En algunos casos, como en el juicio de interdicción mencionado, la violencia estructural es tal que anula radicalmente la subjetividad de la persona, declarándola incapaz de participar en las decisiones que la afectan y cuyo testimonio solo era requerido para ratificar su insuficiencia. Pero en otros casos, como los de Lucía y Verónica, aun cuando se les silenciaba química —los psicofármacos las mantenían desorientadas, adormecidas y mareadas— y epistémicamente, describir las injusticias que vivieron como cosificación les atribuye una pasividad no problemática —como la de un objeto que simplemente está ahí a disposición del sujeto— que anula una historia de esfuerzos por resistir los daños.
Gaile Pohlhaus (2014) critica esta forma de explicar el daño primario de la injusticia testimonial. La relación entre oyente y hablante en un intercambio injusto no es como la que hay entre un sujeto y un objeto; aunque sí hay una percepción devaluadora, por lo que sería más apropiado hablar de una relación sujeto/semisujeto o sujeto/otro. Hay que entender al semisujeto o al otro, términos aquí intercambiables,[9] no como una cosa pasiva, sino como una posición devaluada en las interacciones socioepistémicas.
En esta relación, las personas tratadas como “otros” sirven para reconocer y mantener prácticas epistémicas que dan sentido al mundo tal y como se experimenta desde las subjetividades dominantes, pero no reciben el mismo apoyo epistémico con respecto a sus distintas experiencias vividas del mundo (Pohlhaus, 2014: 105).
Por esta razón, en lugar de hablar de cosificación, es más adecuado usar el concepto derivación, de acuerdo con Pohlhaus (2014). Se refiere al proceso mediante el cual el perpetrador de la injusticia testimonial desprecia los elementos de la subjetividad del hablante que no coinciden con la suya, no lo reconoce, es subalternizado, como si no aportara al intercambio de información.
Ahondando en la derivación como daño principal de la injusticia epistémica, se revisaron los registros de las entrevistas realizadas y sobresale que Lucía muchas veces llama alienación a un estado mental en el que pierde su sentido de identidad y pertenencia a la sociedad. Tanto Lucía como Verónica experimentan ese estado, al que también llaman disociación, en momentos en que se sienten desconectadas de la realidad y de sí mismas, frecuentemente a consecuencia de reflexionar sobre la violencia y la desigualdad social.
Pienso cómo le voy a explicar ciertas cosas a mi hijo, o sea, cuando vea a una persona comer de la basura, cuando le tenga que contar que en Latinoamérica protestas y te agarran a balazos... No sé cómo te lo voy a contar... Estamos en el borde de la esquizofrenia con las cosas que pasan en la calle todo el tiempo, con la tortura y la muerte. Y contarle eso a mi psiquiatra es de: “pues tienes que ir a terapia cognitiva conductual”. Pero si todos normalizamos... si nos seguimos enfocando en esta tendencia individualista como “sanar el yo”, sanar como individuos para “estar bien”... ¿Quién se va a quedar a ver el horror? ¿Quién va a seguir diciendo “esto es el horror”? Ya nadie quiere hablar de esto. No quiero ser cómplice de la normalización de cosas espantosas [...] A veces de verdad me pregunto: ¿vivo con gente insensible? ¿cómo es posible que patologicen estas cosas y se vuelva vergonzoso sentir? ¿estamos viendo las mismas cosas? De pronto sí, me siento muy alienada del mundo [...] Como que siento que volteo y veo una cosa y las personas ven otra (Sánchez López, 2024b: 115-116).
El daño epistémico que sufre Lucía es la derivación a una condición de semisujeto, cuando su comprensión de la alienación es desestimada o reconfigurada desde una perspectiva dominante. En lugar de reconocer el sentido profundo y político que tiene para ella este concepto, su experiencia se reduce o reinterpreta según criterios de patología que derivan del oyente.
En un consultorio de psiquiatría, el médico no espera recibir a una paciente como Lucía, ya que el complejo entramado de violencia que ella denuncia excede los límites de la subjetividad moldeada por la formación profesional. Las relaciones de poder entre pacientes y especialistas nunca han sido horizontales; para que el intercambio sea fructífero según los estándares de la disciplina, el médico se ve conducido a silenciar la voz de Lucía; invalida su vivencia, como si no aportara algo valioso al entendimiento de su malestar. De esta manera, al borrar el significado personal que ella asigna a la alienación, se efectúa un daño epistémico, subordina su experiencia a las categorías acreditadas por sujetos que no comparten su experiencia del mundo. No es necesario suponer que lo hacen intencionalmente, incluso se explica como resultado de la socialización profesional de los médicos, en la que los estudiantes aprenden a percibir a otras personas como inferiores. Marcia Villanueva (2019) realizó un trabajo etnográfico que llegó a esta conclusión.
A una mujer alterada en el consultorio se le degrada a una condición de semisujeto. El psiquiatra todavía la escucha, ambos participan en una práctica de puesta en común de información, pero los aportes de Lucía no penetran en los recursos del médico para comprender el sufrimiento. Él, como un sujeto situado dominante, “no está dispuesto a ver el mundo desde los ojos de sujetos situados no dominantes” (Pohlhaus, 2014: 109), por eso las declaraciones de Lucía se escuchan como un síntoma más, una derivación del saber psiquiátrico.
La experiencia habitual de la alienación, dependiendo del enfoque, se interpreta como un rasgo de patología subyacente. Pero también se entiende como resultado de la enajenación en el mundo contemporáneo, por la reducción del sentido de la vida a la lucha por la supervivencia en una sociedad con profundas desigualdades y violencia; además se le suma la presión que ejerce la psicoeducación en el individuo, que lo responsabiliza por problemas y contradicciones sociales. Para dar este paso en el entendimiento colectivo es necesario el diálogo entre sujetos que se reconocen recíprocamente y esto difícilmente se logra en espacios sociales con estructuras jerárquicas rígidas.
Por su parte, Verónica compartió otra situación que amerita abordarse. Cuando ella fue canalizada desde su universidad para recibir atención psiquiátrica, se presentó al consultorio con vestimenta tradicional de luto:
Me preguntó el doctor por qué iba vestida así, como si fuera una cosa a la que tenía que darle demasiada importancia. No tengo explicaciones de esto, así me visto le dije, vengo a una consulta... Insistió en mi vestimenta y le dije que iba así porque ese día era el aniversario luctuoso del hermano de mi papá. Y la primera cita versó sobre mi tío y hablamos de la muerte. El doctor dijo “es que lo que tú tienes es duelo patológico” [...] ¿Cómo puede una patologizar el dolor? A una le duele y ya. En mi tierra el duelo se lleva así, es prolongado, se le da tiempo, es comunitario. Una llora y hace ruido y tan sencillo como eso [...] Cuando fui al primer funeral fuera de mi tierra me preguntaba: ¿a qué hora lloran? (Sánchez López, 2024b: 117).
Varias naciones indígenas, incluyendo a la que pertenece Verónica, practican ritos asociados con la muerte que preservan elementos de la cosmovisión prehispánica y otros de carácter religioso. En su comunidad no se despide al difunto en un velatorio; el luto se prolonga por siete años obligatorios, con conmemoraciones mensuales y anuales en las que la vida suspende su tiempo coloquial para dar lugar al tiempo sagrado. Existen estudios sobre la pluralidad de formas de vivir el duelo y expresar el luto. Alejandro Vázquez del Mercado argumenta, desde un paradigma de la continuación de vínculos, que en la formación terapéutica hace falta mejorar la comprensión de su valor epistémico y menciona que “existen reportes frecuentes de problemas para llevar esto al ejercicio profesional entre quienes no comparten o sienten rechazo hacia las creencias religiosas y/o espirituales de la persona doliente, especialmente cuando pertenece a otra cultura” (Vázquez del Mercado, 2022: 5).
Las representaciones de la muerte y el duelo en el consultorio de psiquiatría, que atiende principalmente a personas de alta escolaridad y provenientes de contextos urbanos, se distancian de las experiencias de estudiantes que emigran de pueblos indígenas. En su forma hegemónica, se asocian con normas culturales que tienden a ver el duelo como un proceso que pasa por determinados estadios y que debería culminar en la superación; es decir, cortar los lazos afectivos con los fallecidos para seguir adelante. Cualquier desvío de este régimen del duelo tiende a verse como una forma disfuncional de enfrentar la muerte o como signo de un problema psicológico. En contraste, en algunas culturas indígenas, el duelo y la muerte se entienden no como una ruptura definitiva, sino como una relación continua con encuentros esporádicos a través de rituales y recuerdos.
El desconcierto de Verónica en el consultorio de psiquiatría se explica porque ella intuye que interpretan su forma de vivir el duelo como una variante de las representaciones hegemónicas, lo que resultó en una explicación patológica de sus experiencias. Se puede decir que el daño epistémico fue la derivación a una posición de semisujeto. Si el intercambio hubiera sido horizontal —de sujeto a sujeto—, el médico habría reconocido la necesidad de reconfigurar su subjetividad en relación con costumbres culturalmente distintas acerca de los vínculos con los muertos.
El argumento por casos abona a considerar la derivación como una categoría más sensible a las desigualdades de poder que el de cosificación, ya que introduce conceptos útiles para comprender las dinámicas de intercambio entre sujetos situados dominantes y no dominantes. Asímismo, da cuenta de que se obstaculiza la agencia epistémica de los sujetos no dominantes sin asumir que experimentan el daño con total pasividad, sin oponer resistencia.
Los casos estudiados reclaman un abordaje que no se limite a explicar las relaciones interpersonales de quienes enfrentan desafíos para hacerse escuchar en lo concerniente a su salud mental, ya que se remiten a violencias estructurales, desde las coordenadas institucionales que les otorgan legitimidad social.
En el contexto de la salud mental, la violencia se expresa de forma nítida y drástica en ejercicios agenciales como las contenciones químicas, mecánicas, y los internamientos forzosos. Pero también hay una violencia lenta y sutil que se ejerce de manera sistemática, cuyo daño afecta primordialmente la capacidad de producir y legitimar conocimiento sobre sí y el mundo; incrementa las probabilidades de vulnerar otros derechos civiles sin poder siquiera alzar la voz.
Esta es la violencia epistémica, explicada por Kristie Dotson como el conjunto de acciones y disposiciones que contribuyen a deslegitimar las experiencias y saberes de ciertos grupos, inflige un daño en su capacidad para hacerse escuchar. Al no aceptar a las mujeres diagnosticadas con TLP como conscientes de su propia realidad, capaces de hacer aportaciones significativas al entendimiento social de su condición psiquiátrica, se silencian sus voces, se refuerza su vulnerabilidad social e incrementa el riesgo de muerte civil. Esta ocurre cuando las consecuencias del silenciamiento se extienden a la negación de la capacidad jurídica de las personas, es decir, cuando se les priva de sus derechos y obligaciones fundamentales como en el juicio de interdicción que se analizó en el artículo.
El silenciamiento, la cosificación y la derivación son categorías filosóficas que ayudan a hacer explícitos los mecanismos de retroalimentación de la violencia epistémica que se ejerce contra las personas con discapacidad psicosocial. En este sentido, pueden ser un punto de encuentro entre disciplinas humanísticas, las ciencias sociales y el activismo, para hacer diagnósticos más precisos sobre las diversas dimensiones de la violencia en contextos relacionados con la salud mental.
Maestra en Filosofía de la Ciencia por la UNAM. Miembro de la Asociación Filosófica de México, de la Red Mexicana de Mujeres Filósofas y del colectivo Orgullo Loco Mx. A través de los lentes de la epistemología social ha estudiado cómo poblaciones silenciadas producen saberes colectivos y capacidades para el cambio social; por un lado, documentando variedades de injusticias epistémicas que afectan a mujeres, indígenas y personas con discapacidad psicosocial; por otro, acompañando sus acciones para mitigar los efectos de este tipo de injusticias, diseñando metodologías para fortalecer sus capacidades expresivas. Actualmente, su investigación doctoral se enfoca en experiencias de maternidad de mujeres psiquiatrizadas. Página web: https://bianipaola4.wixsite.com/injusticiaepistemica