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De la Chine/Sobre China (1769)
François-Marie Arouet
François-Marie Arouet
De la Chine/Sobre China (1769)
Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades, vol. 18, núm. 35, pp. 11-19, 2016
Universidad de Sevilla
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Las ideas. Su política y su historia

De la Chine/Sobre China (1769)

François-Marie Arouet
No consta, Francia
Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades, vol. 18, núm. 35, pp. 11-19, 2016
Universidad de Sevilla
De la Chine / Sobre la chine

SECCIÓN I

Hemos observado lo suficiente en otra parte2 en qué medida es temerario y torpe disputar a una nación como la china sus verdaderos títulos. No hay ninguna casa en Europa cuya antigüedad esté tan bien probada como la del imperio de la China. Imaginémonos a un sabio maronita3 del monte Athos4 que discutiera la nobleza de los Morosini, de los Tiepolo, y de otras antiguas casas de Venecia, de los príncipes de Alemania, de los Montmorency, de los Châtillon y de los Talleyran de Francia, bajo el pretexto de que de ellos no hablan ni Santo Tomás ni San Buenaventura. Ese maronita, ¿pasaría por un hombre de buen juicio o de buena fe?

Yo no sé qué literatos de nuestras latitudes se han asustado de la antigüedad de la nación china. Pero no se trata de una cuestión escolástica. Dejemos que todos los literatos chinos, todos los mandarines, todos los emperadores, reconozcan a Fu-hsi5 como uno de los primeros que dieron leyes a China hace unos dos mil quinientos años de nuestra era vulgar. Admitid que es necesario que haya pueblos antes de que haya reyes. Admitid que se precisa una gran cantidad de tiempo antes de que un pueblo numeroso, habiendo inventado las artes necesarias, se haya reunido para elegir un señor. Si no admitimos esto, nos da lo mismo. Creeremos siempre, aunque vosotros no, que dos y dos son cuatro.

En una provincia de Occidente, llamada en otro tiempo Céltica6, el gusto por la singularidad y la paradoja llegó hasta el punto de decir que los chinos no eran sino una colonia de Egipto, o bien, si se prefiere, de Fenicia. Se creyó probar, como se prueban tantas otras cosas, que un rey de Egipto, llamado Menes7 por los griegos, era Yu8, el rey de la China, y que el faraón Atoes era Ki, cambiando solamente algunas letras. Y he aquí además cómo se razonó.

Los egipcios encendían algunas veces antorchas durante la noche; los chinos encienden faroles, luego los chinos son evidentemente una colonia de Egipto. El jesuita Parennin9, que había entonces vivido durante veinte años en la China, y que poseía igualmente la lengua y las ciencias de los chinos, refutó todas estas ensoñaciones con tanta elegancia como desprecio. Todos los misioneros y todos los chinos a los que se les contó que en un extremo de Occidente se había hecho la reforma del imperio de la China, no hicieron otra cosa que reírse. El padre Parennin respondió con algo más de seriedad. “Vuestros egipcios,” decía, “pasaron al parecer por la India para ir a poblar la China. De modo que, ¿estaba la India poblada o no? Si lo estaba, ¿habría dejado pasar un ejército extranjero? Si no lo estaba, ¿no se habrían quedado los egipcios en la India? Habrían penetrado a través de desiertos y de montañas impracticables justo hasta la China, para ir y fundar colonias, cuando podrían establecerse tan fácilmente en las fértiles orillas del Indo y del Ganges?”.

Los compiladores de una historia universal impresa en Inglaterra10 también han querido despojar a los chinos de su antigüedad sólo porque los jesuitas fueron los primeros que dieron a conocer la China. Es esta sin duda una buena razón para decirle a toda una nación: Habéis mentido.

Me parece que hay una muy importante reflexión que hacer sobre los testimonios que Confutzée, llamado Confucio por nosotros, aporta acerca de la antigüedad de su nación, a saber: que Confucio no tenía interés alguno en mentir. En ningún caso hizo de profeta, ni se consideró inspirado, ni enseñó una religión nueva, ni recurrió a los trucos, ni aduló al emperador bajo el que vivía y ni siquiera lo mencionó. Finalmente, es el único de los maestros del mundo que no se ha hecho seguir por mujeres.

Conocí a un filósofo11 que tenía más retrato que el de Confucio en su gabinete, al cual le puso en la parte inferior estos cuatro versos:

De la sola razón saludable intérprete,Sin deslumbrar al mundo, iluminó las mentes,No habló sino como sabio y jamás como profeta;No obstante en él creyeron, y aun en su propio país.

He leído sus libros con atención y he hecho resúmenes de ellos, y no he encontrado sino la moral más pura, sin noción alguna de charlatanería. Vivió seiscientos años antes de nuestra era vulgar y sus obras fueron comentadas por los más sabios de la nación. Si él hubiera mentido, si él hubiera elaborado una falsa cronología, si él hubiera hablado de emperadores que nunca existieron, ¿no se habría encontrado en una sabia nación alguien que reformara la cronología de Confucio? Un sólo chino ha querido contradecirle12 y ha sido universalmente ridiculizado.

No merece la pena comparar el monumento de la Gran Muralla de la China a los monumentos de otras naciones, en absoluto paragonables; ni volver a decir que las Pirámides de Egipto no son más que masas inútiles y pueriles en comparación con esa gran obra; ni hablar de los treinta y dos eclipses calculados en la crónica antigua de China, de los que veintiocho han sido verificados por los matemáticos de Europa; ni hacer ver cómo el respeto de los chinos por sus ancestros prueba la existencia de esos mismos ancestros; ni repetir extensamente cómo ese mismo respeto ha perjudicado entre ellos los progresos de la física, la geometría, y la astronomía.

Es muy sabido que hoy día ellos son lo que éramos nosotros hace unos trescientos años: razonadores muy ignorantes. Los chinos más sabios recuerdan a cualquiera de nuestros sabios del siglo XV, que dominaba su Aristóteles. Pero se puede ser un físico muy malo y un excelente moralista; así, es en la moral y en la economía política, en la agricultura y en las artes necesarias donde los chinos se han perfeccionado. Todo lo demás se lo hemos enseñado nosotros, pero en esa otra parte deberíamos ser sus discípulos.

De la expulsión de los misioneros de China

Humanamente hablando, e independientemente de los servicios que los jesuitas podían hacer a la religion cristiana, ¿no fueron muy desgraciados al haber ido tan lejos a llevar la discordia y el desorden al más vasto y más civilizado reino de la tierra? ¿Y no era esto abusar horriblemente de la indulgencia y de la bondad de los pueblos orientales, sobre todo después de los ríos de sangre derramados por su causa en el Japón? ¡Horrible escena, cuyas consecuencias este imperio no ha creído poder prevenir sino cerrando sus puertos a todos los extranjeros!13.

Los jesuitas habían obtenido del emperador de la China Kang-hsi14 el permiso de enseñar el catolicismo15, y se sirvieron de él para hacer creer a la pequeña porción del pueblo dirigida por ellos que no se podía servir a otro señor más que al que ocupaba el lugar de Dios sobre la tierra, y que residía en Italia, a orillas de un pequeño río llamado Tíber; que cualquier otra opinión religiosa, cualquier otro culto, era abominable a los ojos de Dios y que él castigaría eternamente a los que no creyeran a los jesuitas; que el emperador Kang-hsi, su bienhechor, que no podía pronunciar “Cristo” porque los chinos no tienen la letra R, sería condenado para siempre; que el emperador Yung-cheng, su hijo, lo sería sin misericordia; que todos los antepasados de los chinos y de los tártaros lo estaban, al igual que sus descendientes lo serían, así como el resto de la tierra; y que los reverendos padres jesuitas tenían una compasión verdaderamente paternal por la condenación de tantas almas.

Al fin consiguieron persuadir a tres príncipes de sangre tártara. Entre tanto, el emperador Kang-hsi moría a fines de 1722, dejando el imperio a su cuarto hijo Yung-cheng16, quien ha sido tan célebre en todo el mundo por la justicia y por la prudencia de su gobierno, por el amor de sus súbditos y por la expulsión de los jesuitas.

Comenzaron por bautizar a los tres príncipes17 y a muchas personas de su casa. Esos neófitos tuvieron la desgracia de desobedecer al emperador en temas concernientes al servicio militar y durante esta misma época la indignación de todo el imperio estalló contra los misioneros: todos los gobernadores de provincia y todos los colaos18 presentaron informes contra ellos, y las acusaciones llegaron hasta el punto de que se encarcelaron a los tres príncipes discípulos de los jesuitas.

Es evidente que no se les trató tan duramente por haber sido bautizados, puesto que los mismos jesuitas confiesan en sus cartas que ellos por su parte no experimentaron ninguna violencia y que incluso fueron admitidos a una audiencia con el emperador, que los honró con algunos regalos. Queda, pues, demostrado que el emperador Yung-cheng no era en absoluto un perseguidor, y si los príncipes fueron encerrados en una prisión próxima a la Tartaria mientras se trataba tan bien a sus convertidores, eso es una prueba indudable de que eran presioneros de Estado y no mártires.

El emperador, poco después, cedió a los clamores de la entera China, que pedía la expulsión de los jesuitas19, como después en Francia y en otros países se pediría su abolición. Todos los tribunales de la China querían que se les hiciese salir al momento para Macao, a la que se considera como una localidad separada del imperio y cuya posesión se ha dejado siempre a los portugueses con una guarnición china.

Yung-cheng tuvo la bondad de consultar a los tribunales y a los gobernadores para saber si habría algún peligro en hacer conducir a todos los jesuitas hasta la provincia de Cantón20. Mientras esperaba la respuesta hizo llamar a su presencia a tres jesuitas, y les dijo estas palabras precisas, que el padre Parennin refiere con gran buena fe21: “Vuestros europeos, en la provincia de Fu-kien22 querían aniquilar nuestras leyes y alborotaban a nuestros pueblos. Los tribunales los han deferido ante mí y yo he debido responder a estos desórdenes. En ello va el interés del imperio. ¿Qué diríais vosotros si yo enviase a vuestro país una compañía de bonzos y de lamas a predicar su ley? ¿Cómo los recibiríais?... Si habéis sabido engañar a mi padre, no esperéis engañarme también a mí… Queréis que los chinos se hagan cristianos, vuestra ley lo pide, bien lo sé; pero, entonces, ¿qué acabaríamos siendo nosotros? Súbditos de vuestros reyes. Los cristianos sólo os creen a vosotros; en tiempo de alboroto no escucharían más voz que la vuestra. Sé bien que actualmente nada hay que temer, pero cuando los navíos vengan por miles o decenas de miles, entonces podrían crearse desórdenes.

“La China confina al norte con el reino de los rusos, que no es despreciable; al sur con los europeos y sus reinos, que son todavía más considerables23, y al oeste con los príncipes de Tartaria, que nos hacen la guerra desde hace ocho años. Laurent Lange,24 compañero del príncipe Ismaelof, embajador del zar, pedía que se concediese a los rusos el permiso de tener en todas las provincias una factoría25. No se les permitió más que en Pekín y sobre los límites de Calcas26. Yo os permito permanecer igualmente aquí y en Cantón, mientras no deis ningún motivo de queja. Si lo dais, no os dejaré ni aquí ni en Cantón”.

Se derribaron sus casas y sus iglesias en todas las demás provincias. Finalmente, aumentaron las quejas contra ellos. Lo que más se les reprochaba era el debilitar en los hijos el respeto por sus padres, no haciendo los honores debidos a los antepasados; el reunir indecentemente hombres y mujeres jóvenes en lugares apartados que ellos llamaban iglesias; el hacer arrodillar a las muchachas entre sus piernas y hablarles en voz baja en esta postura. Nada parecía más monstruoso a la delicadeza china. El emperador Yung-cheng se dignó incluso advertir a los jesuitas, después de lo cual hizo volver a la mayor parte de los misioneros a Macao, pero con cortesías y atenciones de las que tal vez solamente los chinos son capaces.

Retuvo en Pekín a algunos jesuitas matemáticos, entre otros a este mismo Parennin del que hemos hablado, y quien, manejando perfectamente el chino y el tártaro, había servido con frecuencia de intérprete. Muchos jesuitas se ocultaron en las provincias distantes y otros en el mismo Cantón, y se hizo la vista gorda.

En fin, habiendo muerto el emperador Yung-cheng, su hijo y sucesor Chien-lung27 acabó de contentar a la nación haciendo salir para Macao a todos los misioneros ocultos que se pudieron encontrar en el imperio, a donde un edicto solemne28 les prohibió para siempre la entrada. Si llegan algunos, se les pide cortésmente que vayan s ejercer sus talentos a otra parte, sin ningún mal trato ni persecución alguna. Se me ha asegurado que en 1760, habiendo ido a Cantón un jesuita y habiendo sido delatado por un agente de la Compañía Comercial de Holanda, el colao, gobernador de Cantón, lo hizo volver con un regalo de una pieza de seda, provisiones y dinero.

Del presunto ateísmo de China

Hemos examinado muchas veces esta acusación de ateísmo, presentada por nuestros teólogos de Occidente contra el gobierno chino29 en el otro extremo del mundo. Es ciertamente el último exceso de nuestras locuras y de nuestras pedantescas contradicciones. A veces se ha afirmado, en una de nuestras universidades, que los tribunales o parlamentos chinos son idólatras; otras, que no reconocen ninguna clase de divinidad. Y esos razonadores llevaban su delirio razonante al punto de sostener que los chinos son, a la vez, ateos e idólatras.

En el mes de octubre de 1700, la Sorbona declaró heréticas todas las proposiciones que sostenían que el emperador y los colaos creían en Dios. Se compilaron gruesos volúmenes en los que se demostraba, según el sistema teológico de argumentación, que los chinos no adoraban sino al cielo material.

Nil praeter nubes et coeli numen adorant30.

Pero si ellos adoraban al cielo material, ese era por tanto su dios. Se asemejan a los persas, que, según se dice, adoraban al sol; se asemejan a los antiguos árabes, que adoraban a las estrellas. Ellos no eran, por tanto, ni creadores de ídolos ni ateos. Pero un doctor de la Iglesia no repara en tales sutilezas cuando se trata en su antro de denunciar una proposición herética y ofensiva.

Esos miserables, que formaron tanto alboroto en 1700 acerca del cielo material de los chinos, no sabían que en 1689 los chinos, habiendo alcanzado la paz con los rusos en Niptchou, que es el límite entre ambos imperios, erigieron el 8 de septiembre del mismo año un monumento de márnol sobre el que se grabaron en chino y en latín estas memorables palabras: “Si alguna vez alguien piensa en revivir el fuego de la guerra, pedimos al Señor soberano de todas las cosas, conocedor de los corazones, que castigue a esos pérfidos, etc.”31.

Basta saber un poco de historia moderna para poner fin a estas disputas ridículas, pero aquellos que creen que el deber del hombre consiste en comentar a Santo Tomás y a Escoto32 no se rebajan a informarse de aquello que ocurre entre los más grandes imperios de la tierra.

SECCIÓN II

Nos llegamos a China en busca de tierra, como si no tuviéramos; de telas, como si nos hiciesen falta telas; de una hierbecita para hacer una infusión en agua33, como si no las hubiera sencillas34 en nuestros climas. Como recompensa queremos convertir a los chinos. Este celo es muy laudable pero es necesario no negarles su antigüedad ni decirles que son idólatras. ¿Se aplaudiría, en verdad, que un capuchino que hubiera sido bien recibido en un castillo de Montmorency35 quisiera persuadirlos de que son nobles nuevos, como los secretarios del rey, y acusarlos de idólatras porque hubiera encontrado en el castillo dos o tres estatuas de condestables por las que se tuviera un profundo respeto?

El célebre Wolff, profesor de matemáticas en la universidad de Halle, pronunció un día un discurso muy bueno en elogio de la filosofia china36, donde alabó a esta antigua especie de hombres, que se diferencia de nosotros por la barba, por los ojos, por la nariz, por las orejas y por el discurso. Alabó, digo, a las chinos por adorar a un dios supremo y por amar la virtud, y hacía esta justicia a los emperadores de la China, a los colaos, a los tribunales, y a los literatos. La justicia que se hace a los bonzos es de una especie diferente.

Es necesario saber que este Wolff atrajo a Halle a un millar de estudiantes de todas las naciones. Había en la misma universidad un profesor de teología, llamado Lange37, que no atraía a nadie; este hombre, desesperado de helarse de frío solo en su clase, quiso, naturalmente, echar al profesor de matemáticas y, según la costumbre de semejantes personas, no dejó de acusarle de no creer en Dios.

Algunos escritores de Europa, que no han estado jamás en la China, habían supuesto que el gobierno de Pekín era ateo. Wolff había alabado a los filósofos de Pekín, luego Wolff era ateo. La envidia y el odio no hacen nunca mejores silogismos. Este argumento de Lange38, sostenido por una cábala y por un protector, fue encontrado concluyente por el rey del país39, que envió al matemático un dilema en forma40. Este dilema le daba la elección de salir de Halle en veinticuatro horas o ser ahorcado. Y como Wolff razonaba con mucha exactitud, no dejó de salir. Su salida quitó al rey doscientos o trescientos mil escudos por año que ese filósofo hacía entrar en el reino por la afluencia de sus discípulos.

Este ejemplo debe hacer ver a los soberanos que no siempre hay que escuchar la calumnia y sacrificar un hombre grande al furor de un tonto. Volvamos a China.

¿Cómo osamos nosotros, nosotros, en los confines del Occidente, disputar con ensañamiento y con torrentes de injurias si ha habido o no catorce príncipes antes de Fu-hsi, emperador de la China, y si este Fu-hsi vivió tres mil o dos mil novecientos años antes de nuestra era vulgar? Quisiera que dos irlandeses osaran pelearse en Dublín sobre quién, en el siglo XII, poseyó las tierras que poseo yo hoy. ¿No es evidente que deberían referirse a mí, que tengo los archivos en mis manos? Lo mismo ocurre, pienso, respecto de los primeros emperadores de la China; hay que referirse a los tribunales del país.

Disputad cuanto os plazca sobre los catorce príncipes que reinaron antes de Fu-hsi. Vuestra admirable disputa no conducirá sino a probar que la China estaba muy poblaba entonces y que las leyes reinaban. Ahora os pregunto, una nación reunida, que tiene leyes y príncipes, ¿no implica una prodigiosa antigüedad? Pensad cuánto tiempo es necesario para que un cúmulo singular de circunstancias permita descubrir el hierro en las minas, para que se emplee en la agricultura, para que se invente el telar y todas las demás artes.

Aquellos que se vuelven niños a golpe de pluma han imaginado un cálculo ciertamente divertido. El jesuita Pétau, mediante un cómputo curioso, atribuye a la tierra, doscientos cuarenta y cinco años después del diluvio, cien veces más habitantes que los que se supone existan hoy día. Los Cumberland y los Whiston han hecho cálculos igual de cómicos. Si estas ilustres personas hubieran consultado los registros de nuestras colonias en América, se habrían sorprendido bastante viendo la lentitud con que se multiplica el género humano, que muy frecuentemente disminuye en vez de aumentar.

Dejemos pues, nosotros que somos de ayer, nosotros descendientes de los celtas, que acabamos de desbrozar los bosques de nuestras tierras salvajes, dejemos que los chinos y los indios gocen en paz de su buen clima y de su antigüedad. Sobre todo, cesemos en llamar idólatras al emperador de la China y al suba de Decán41. No es necesario ser fanático del mérito chino. La constitución de su imperio es verdaderamente la mejor que hay en el mundo; la única que está enteramente fundada en el poder paternal; la única en la que un gobernador de provincia es castigado cuando, al dejar su cargo, no obtiene la aclamación del pueblo; la única que ha instituido premios para la virtud, mientras que por todas partes las leyes se limitan a castigar el crimen; la única que ha hecho adoptar sus leyes a sus vencedores, mientras que nosotros estamos todavía sujetos a las costumbres de los burgundios, de los francos y de los godos que nos han sojuzgado. Sin embargo, se debe reconocer que el pueblo llano, gobernado por los bonzos, es tan bribón como el nuestro; que vende todo muy caro a los extranjeros, lo mismo que entre nosotros; que, en las ciencias, los chinos están aún como nosotros estábamos hace doscientos años; que creen en talismanes y en la astrología judiciaria42, como nosotros hemos creído durante mucho tiempo43.

Reconozcamos asimismo que se han admirado de nuestro termómetro44, de nuestra manera de helar los licores con salitre, y de todos los experimentos de Torricelli y de Otto de Guerick, al igual que nosotros cuando vimos estas diversiones físicas por primera vez. Añadamos que sus médicos no curan las enfermedades mortales mejor que los nuestros, y que la naturaleza, por sí sola, cura en la China las enfermedades ligeras, como aquí. Pero todo esto no impide que los chinos, hace cuatro mil años, cuando nosotros no sabíamos todavía leer, supiesen todas las cosas esencialmente útiles de las que nosotros nos jactamos hoy día.

La religión de los doctos, insistamos, es admirable. Nada de supersticiones, nada de leyendas absurdas, nada de dogmas que insulten a la razón y a la naturaleza, y a los que los bonzos dan mil sentidos diferentes porque realmente no tienen ninguno. El culto más sencillo les ha parecido el mejor desde hace más de cuarenta siglos. Ellos son lo que pensamos nosotros que eran Set, Enoch y Noé. Se contentan con adorar a un dios con todos los sabios de la tierra, mientras que Europa se divide entre Tomás y Buenaventura, entre Calvino y Lutero y entre Jansenio y Molina.

Material suplementario
Referencias
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Notas
Notas
1 El texto forma parte del Dictionnaire Philosophique, cuya última versión publicada por Voltaire data de 1769. La traducción ha sido hecha sobre la edición bilingüe (francés e italiano) recientemente publicada en Italia a cargo de Domenico Felice y Riccardo Campi (y con la participación, asimismo, de Piero Venturelli, Stefania Stefani y Giovanni Cristani): “Voltaire: Dizionario Filosofico”, Bompiani, Milano, 2013, pp. 894-907.
2 Cf. Voltaire, Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones, cap. I. Las principales fuentes de Voltaire son Jean-Baptiste Du Halde, Description géographique, historique, chronologique, politique et physique de l’empire de la Chine et de la Tartarie chinoise (Paris, 1735), vol. I, pp. 350–354, vol. II, pp. 319–323; L. Cousin y J. de la Brune, La morale de Confucius, philosophe de la Chine (Ámsterdam [París]); Ph. Couplet et al., Confucius sinarum philosophus, sive scientia sinensis (París, 1687).
3 La iglesia maronita, de rito oriental, fue fundada por San Marón entre los siglos IV y V en Antioquía.
4 Se extiende hacia el Sur desde la península Calcídica en el norte de Grecia.
5 También escrito Fuxi. Fue el primero de los mitológicos Tres Augustos y Cinco Emperadores de la antigua China. También es conocido como Fo-hi (grafía que aparece en el texto original francés), pero no debe confundirse con el personaje mitológico del mismo nombre al que se le atribuye la composición del I-king (o I-ching, “Libro de los Cambios”).
6 Francia.
7 También conocido como Narmer, primer faraón del Antiguo Egipto y fundador de la dinastía I ca. 3150 a.C.
8 Yu el Grande, semilegendario rey tradicionalmente reconocido como el fundador de la dinastía Xia (en torno al siglo XXI a.C.) y uno de los Tres Augustos y Cinco Emperadores.
9 Dominique Parennin (1665–1741), misionario jesuita francés. Vivió en China gran parte de su vida.
10 Alusión a la obra colectiva An Universal History, from the Earliest Accounts to the Present Time, 65 vol. (London, 1736–1765).
11 El propio Voltaire, también autor de los versos que siguen.
12 Alusión irónica a Jean-François Foucquet (1665–1741), jesuita francés, que participó en las misiones de los jesuitas en China durante 22 años. Probablemente Voltaire se refiere a su obra Tabula Chronologica Historiæ Sinicæ Connexa cum Cyclo qui vulgo Kia-Tse dicitur (Roma, 1729).
13 Referencia al sakoku (en japonés, “país cerrado”), instaurado en 1639 a raíz de los conflictos con los misioneros católicos, y en vigencia hasta practicamente mediados del siglo XIX. Aunque no supuso el completo aislamiento de Japón, si redujo los intercambios comerciales y las relaciones exteriores a niveles mínimos.
14 También escrito Kangxi (1654–1723), fue un el tercer emperador manchú de China.
15 El edicto de tolerancia que permitió la enseñanza del catolicismo fue promulgado en 1692
16 También escrito Yongzheng (1678–1735) sucedió a Kang-hsi como cuarto emperador de la dinastía Qing.
17 Se trata de príncipes manchúes de la familia conocida en Occidente como “Sourniama,” a la que perteneció el príncipe Sunu, famoso por su relación con las actividades de los misioneros jesuitas en el clan imperial manchú. Cf. “Lettre du p. Parennin, à Pékin, ce 20 juillet 1725,” y “Autre lettre du p. Parennin, à Pékin, ce 24 août 1726,” en Lettres édifiantes et curieuses, XVIII Recueil (Paris, 1728), pp. 33–122, 248–311.
18 El colao es el mandarín, burócrata de la china imperial. En la Europa del siglo XVIII el colao era a menudo descrito como “primer ministro”.
19 El edicto de expulsión fue promulgado el 10 de enero de 1724.
20 Situada en el sureste de China.
21 El encuentro con el emperador de los tres jesuitas no lo cuenta el padre Parennin sino el padre Joseph-Anne-Marie de Moyriac de Mailla (1669–1748) en su carta del 16 de octubre. Cf. Lettres édifiantes et curieuses, XVII Recueil (París, 1726), pp. 168 y sig., 267–269 para el discurso del emperador que incluye Voltaire.
22 El Papa ya había nombrado a un obispo para aquellas tierras (N. del A.). Actual Fujian, provincia en el sureste de China, al norte de Cantón.
23 Yong-thing entiende por tales las colonias establecidas por los europeos en la India (N. del A.).
24 El suizo Laurent (o Lorenz) Lange fue uno de los muchos europeos que trabajaron para Rusia durante el reinado de Pedro El Grande. En 1715, Lange fue enviado a China como enviado especial para promocionar los intereses comerciales rusos. Posteriormente publicó Journal du voyage de Laurent Lange a la Chine (Ámsterdam).
25 Puesto de comercio.
26 En la región de la actual Mongolia, al norte del desierto de Gobi.
27 También escrito Qianlong (1711–1799), fue el quinto emperador de la dinastía Qing.
28 Promulgado el 24 de abril de 1736.
29 Ver, en el Siglo de Luis XIV, cap. XXXIX; en el Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones, cap. II y otros (N. del A.).
30 Juvenal, Sátiras, XIV, 97: “No adoran otra cosa más que las nubes y la divinidad del cielo” (trad. Bartolomé García Ramos, CSIC, Madrid, 1996).
31 Ver la Historia de la Rusia bajo Pedro I, escrita sobre la base las Memorias enviadas por la Emperatriz Isabel (N. del A.). Se alude al Tratado de Nerchinsk (firmado el 27 de agosto de 1689), escrito en ruso, manchú, chino, mongol, y latino, y que delimito las fronteras entre Rusia y China hasta mediados del siglo XIX.
32 Ver Catecismo chino, “Araucaria”, nº 34, p. 19, n. 11.
33 Obvia referencia al té.
34 Hierbas.
35 Los Montmorency constituían una de las más antiguas e ilustres y prestigiosas casas de la alta nobleza francesa.
36 Alusión al Oratio de Sinarum philosophia practica, pronunciado el 12 de julio de 1721.
37 Johann Joachim Lange (1670–1744), teólogo protestante alemán profesor en la Universidad de Halle, y adversario de Christian Wolff.
38 Alusión al libro donde aparece, Causa Dei et religionis naturalis adversus atheismum (1723).
39 Federico Guillermo I de Prusia (1688–1740). Wolff fue destituido de su cátedra en 1723 y posteriormente restituido en 1740 por Federico II el Grande.
40 Esto es, siguiendo la regla. Expresión propia de la escolástica y la lógica.
41 La meseta del Decán se extiende por la mayor parte del territorio centro-sur del subcontinente indio, parte del Imperio Mogol en el siglo XVIII. Dividido en provincias (también denominadas “subás”), cada una era gobernada por un subá o representante del emperador.
42 Aquella mediante la cual los supersticiosos juzgan el devenir.
43 Cf. Du Halde, Description de la Chine, vol. I, p. 77; vol. II, pp. 22, 132, 284–285; vol. III, pp. 278–279; las razones también aparecen en Montesquieu, Esprit del lois, VIII, 21 y XIX, 12, 18–20.
44 Cf. Du Halde, vol. III, p. 271.
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