Reseñas y debates
Francisco Castilla Urbano (Ed.): Discursos legitimadores de la conquista y la colonización de América. Alcalá de Henares: Servicio de Publicaciones de la Universidad, 2014, pp. 175.
Castilla Urbano Francisco . Francisco Castilla Urbano (Ed.): Discursos legitimadores de la conquista y la colonización de América. Alcalá de Henares: Servicio de Publicaciones de la Universidad, 2014, pp. 175.. 2014. Alcalá de Henares. Servicio de Publicaciones de la Universidad. 175pp. |
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En este volumen colectivo se recogen un conjunto de trabajos que se presentaron en un Encuentro internacional que sobre la temática que da título a la obra organizó la Universidad de Alcalá. Dentro del marco que circunscribe su título encontramos capítulos de temas muy distintos, y que provienen de especialistas de ámbitos diferentes: la Antropología, la Historia y la Filosofía. Esto le proporciona al volumen su riqueza, pero hace que la labor de quien intenta reseñarlo sea muy difícil, a no ser que intente exponer de forma individual las ideas principales de cada uno de sus diferentes capítulos. Renunciando a este proyecto –pues por una parte implicaría una extensión mayor de la que cabe esperar en una nota crítica o en una reseña, y por otra parte ya lo hace el profesor Francisco Castilla en su magnífica Introducción– sí que es posible destacar algún hilo conductor especialmente relevante.
Como muy acertadamente se señala en esa Introducción, durante mucho tiempo se ha contrapuesto la colonización del centro y el sur del continente americano a la del norte. Una llevada a cabo por católicos y la otra por protestantes. La primera habría sido más “medieval”, volcada en la posesión de la tierra, mientras que la segunda se habría basado en el comercio. Puede que esto sea así, o que seguramente haya que introducir matizaciones muy importantes; pero más allá de este debate histórico, lo interesante es que los discursos legitimadores de la conquista en América podían cambiar de protagonistas, de época, o de ámbito geográfico, pero acababan teniendo mucho en común, compartiendo una misma estructura argumentativa. Los puritanos y los calvinistas no eran tan diferentes de los conquistadores españoles, porque también se consideraban bajo la obligación de difundir el Evangelio, de llevar a América la religión verdadera. Entendiendo, además, que convertir a sus habitantes, salvando así sus almas, implicaba que estos adoptaran el estilo de vida de los europeos. En suma, no bastaba con asegurarse de su transformación religiosa, también había que civilizar a quienes en principio eran salvajes. Pero tampoco esto era suficiente, porque la conquista fue un verdadero proceso de colonización, en el que esos “salvajes” se vieron desposeídos de sus tierras, que se convertían en propiedad de los europeos. Se necesitaba, entonces, otra fuente de legitimidad. ¿Dónde encontrarla? Quizá se nos podría obligar a reconocer (y sería un movimiento estratégico muy importante) que no estábamos hablando de forma adecuada y precisa. Nadie desposeyó a los indios de sus tierras, porque resulta que nunca habían sido suyas. Como las tierras americanas no estaban cercadas y cultivadas, en realidad no eran de los indios, sino del primero que se asentara en las mismas y las cultivara. Se producía así una situación en la que todos salían beneficiados: los indios obtenían la religión verdadera y los colonos las tierras que necesitaban. Uno no puede sino recordar que ya antes se había utilizado este argumento poniendo “oro” en lugar de “tierras”. No es muy difícil imaginar a los colonizadores pensando que esta concurrencia de lo temporal y lo espiritual, el que fueran tan de la mano, no podía ser sino un signo de la benevolencia divina.
Es más, una vez que nos convencemos de que los auténticos propietarios de las tierras son los europeos, la situación política da un giro inesperado. Los agresores son los indios, que intentaban desposeer a los colonos blancos de lo que estos habían hecho suyo con su trabajo. Es decir, de lo que por derecho natural les pertenecía y hacían bien en defender. Este era el punto de vista de John Locke, para quienes son los colonos quienes se muestran fieles al mandato de Dios, que es el de cultivar la tierra, algo que asegura el bienestar humano. Por el contrario, lo que vemos en América antes de la llegada de los europeos es que sus naciones andaban sobradas de tierra pero, sin embargo, “en ellas escasean todas las comodidades de la vida. Pese a que la naturaleza las ha provisto con la misma liberalidad que a otros pueblos con gran cantidad de materias primas, esto es, con un suelo fértil, apto para producir en abundancia todo cuanto puede servirnos de alimento, vestido o para nuestro puro deleite en general, con todo y con eso, la falta de las mejoras impuestas por el trabajo hace que no disfruten ni de una centésima parte de las comodidades de que gozamos nosotros; y un rey de un territorio vasto y fértil vive en una vulgar choza y se alimenta y viste bastante peor que un jornalero en Inglaterra.” (Segundo tratado sobre el gobierno, 41).
Puesto que los indios son los responsables de su propia pobreza, cabe empezar a sospechar si no ocurrirá que como grupo humano son inferiores a los europeos. Ya Francisco de Vitoria había planteado esta sospecha. Eso sí, advirtiendo que no se atrevía a dar por bueno este argumento, pero tampoco a refutarlo en absoluto. La argumentación discurría así: “Estos bárbaros, aunque, como se ha dicho, no sean del todo incapaces, distan, sin embargo, tan poco de los retrasados mentales que parece que no son idóneos para constituir y administrar una república legítima dentro de los límites humanos y políticos. Por lo cual no tienen leyes adecuadas, ni magistrados, y ni siquiera son suficientemente capaces para gobernar la familia. Hasta carecen de ciencias y artes, no sólo liberales sino también mecánicas, y de una agricultura diligente, de artesanos y de otras muchas comodidades que son hasta necesarias para la vida humana.” (De indis).
No parece que hayamos avanzado mucho en relación a la Política de Aristóteles y su justificación de la esclavitud natural. Y podríamos pensar que, curiosamente, muchos ilustrados del siglo XVIII tampoco llegaron a desprenderse de este planteamiento, al menos si lo entendemos en un sentido amplio. Se condenan, por supuesto, las atrocidades de la Conquista, que habría producido en palabras de Marmontel, “excesos de horror que provocan escalofríos”, pero muchas veces se ve al habitante de otros continentes como un inferior. No como teniendo otra cultura, sino como careciendo de la auténtica, que es la nuestra. Obviamente esta no es toda la Ilustración, porque el movimiento ilustrado también utiliza la figura del otro para criticar los males de la propia civilización; y también aparecen críticas bien fundadas del colonialismo (pensemos en Diderot), o se defiende el modelo del buen salvaje frente a la hipocresía civilizada, que hace imposible unas relaciones humanas transparentes (y aquí aparece Rousseau). Pero creo que en general debemos concluir que la idea de progreso está demasiado presente en el siglo XVIII para que este pueda ser verdaderamente radical a este respecto. Por supuesto, cabe dudar si la corriente dominante es ese siglo estaba equivocada. Voltaire pensaba que era la civilización la que proporcionaba la felicidad, que los “salvajes” eran como orugas encerradas en sus capullos que solamente se convertirían en mariposas con el paso del tiempo. Algo de esto lo seguimos manteniendo cuando hablamos del desarrollo de las potencialidades humanas o establecemos Índices de desarrollo humano. Pero la diferencia es que tenemos muy claro que no podemos tratar como menores de edad, e imponerles nuestro dominio, a los que realmente son adultos. Los despotismos ilustrados son sin duda despóticos, pero muy pocas veces ilustran a alguien. Esto ya lo sabía Bartolomé de Las Casas y no es entonces extraño que también aparezca en nuestro volumen. El, para el mundo hispano, y Roger Williams, para el mundo inglés, representaban una actitud crítica y la posibilidad de que la Historia se hubiera desarrollado de otra manera. Sin duda es una desgracia que no se siguieran sus propuestas. En todo caso, merece la pena reflexionar sobre las mismas y sobre el complejo mundo que creó y rodeó a la colonización americana. Quien se interese por la misma, por los pensadores que hemos mencionado, por Benjamín Franklin y Thomas Paine, por cómo vieron la Conquista los exiliados españoles tras la Guerra civil, o incluso por las preocupaciones de Moctezuma, haría muy bien en leer este interesante volumen.