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Francisco Castilla Urbano (Ed.): Visiones de la conquista y la colonización de las Américas. Alcalá de Henares: Servicio de Publicaciones de la Universidad, 2015, 248 pp.
José Manuel Díaz Martín
José Manuel Díaz Martín
Francisco Castilla Urbano (Ed.): Visiones de la conquista y la colonización de las Américas. Alcalá de Henares: Servicio de Publicaciones de la Universidad, 2015, 248 pp.
Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades, vol. 18, núm. 35, pp. 391-396, 2016
Universidad de Sevilla
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Reseñas y debates

Francisco Castilla Urbano (Ed.): Visiones de la conquista y la colonización de las Américas. Alcalá de Henares: Servicio de Publicaciones de la Universidad, 2015, 248 pp.

José Manuel Díaz Martín
Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades, vol. 18, núm. 35, pp. 391-396, 2016
Universidad de Sevilla
Castilla Urbano Francisco . Francisco Castilla Urbano (Ed.): Visiones de la conquista y la colonización de las Américas. Alcalá de Henares: Servicio de Publicaciones de la Universidad, 2015, 248 pp.. 2015. Alcalá de Henares. Servicio de Publicaciones de la Universidad. 248pp.
Francisco Castilla Urbano (Ed.): Visiones de la conquista y la colonización de las Américas. Alcalá de Henares: Servicio de Publicaciones de la Universidad, 2015, 248 pp.

Un año después de la publicación de Discursos legitimadores de la conquista y la colonización de América, estas Visiones vienen a completar la divulgación allí iniciada del contenido de los encuentros americanistas promovidos por la universidad de Alcalá y el Instituto “Benjamin Franklin” de Estudios Norteamericanos, que tienen en el editor de ambos libros, Francisco Castilla, su alma. Diferencia de título de la que no cabe deducir, pues, una radical diferencia de orientación. Y no sólo por razón de su origen académico. Como sugiere el editor al final de su amplia introducción (en la que presenta uno por uno los diez ensayos que lo componen sin ahorrarnos la lectura, ay, a vagos y holgazanes), en la occidentalización americana resulta muy a menudo difícil separar nítidamente visiones y discursos legitimadores, el aspecto descriptivo más o menos declaradamente subjetivo y el normativo que reclama universal aquiescencia.

Como su hermano mayor, este libro ofrece, a través de los textos de aquellas conferencias, una gran variedad temática y de perspectivas. En el plano del análisis de las ideas despliega un abanico que va, por poner un par de ejemplos que demuestran su amplitud –incluso cronológica–, de la clasificación de los contenidos de la Brevísima relación de la destrucción de Indias de Las Casas a la luz de los escritos de sus contemporáneos y de la más reciente investigación histórica de los hechos que denunció el dominico (por Juan Manuel Forte) al tratamiento de las independencias americanas a lo largo de la historia del arte cinematográfico, de sus orígenes a nuestros días (por Antonio Manuel Moral). Mientras que, en el plano de la exposición de los hechos, destaca por dar entrada a cuestiones normalmente omitidas en el imaginario más recurrente sobre América como la del proceso de ocupación rusa de Alaska que influirá sobre la política española en la costa californiana, y dará en las fundaciones de fray Junípero Serra (por Olga Volosyuk), o la de la tardía política francesa al norte del continente, sometida a la iniciativa particular de los comerciantes, a las repercusiones de los vaivenes de la política europea, y a la diversa fortuna de las luchas y alianzas generadas sobre el terreno con otras potencias europeas y con los pueblos indígenas (por Giuseppe Patisso).

Parece por ello imposible que este libro pueda caer en manos de alguien sin que ningún artículo llame su atención o despierte su curiosidad. Que no saciará, por cierto, en textos de mera divulgación. Hay aquí investigaciones que se apoyan sobre materiales poco explorados hasta ahora en nuestra historiografía, como la dedicada a los debates de los padres fundadores de los Estados Unidos en torno al cierre español de la navegación del Misisipi (estudiados aquí por John Christian Laursen y Michael Mazerik), que explota comunicaciones secretas no recogidas en registros clásicos como el de Farrand y puestas recientemente a disposición del público por la Online Library of Liberty. Y otras que aportan una muy fundamentada argumentación para contradecir clichés que han calado hondo incluso en la academia –no siempre ajena a la pasión-, como demuestra magníficamente María José Villaverde al poner en cuestión la imagen de ideólogo ilustrado radical que todavía nos ofrecen del abate Raynal sus actuales panegiristas, Gilles Bancarel y Jonathan Israel, y subrayar lo que dicha imagen debe a Diderot y su alucinada reescritura de la Histoire des deux Indes, que contrasta con el más comedido pensamiento del ex-jesuita en el panorama de su época.

Tal diversidad temática y de enfoque invita a leer los artículos de este libro como lo que son, textos concebidos de manera independiente unos de otros. Lo que asimismo nos excusa de leerlos todos. Aunque, si se hace, se apreciará cierta sintonía entre la mayor parte de ellos, probablemente como resultado de las reuniones de las que traen causa. Sobre todo, en esa suerte de esfuerzo que parecen compartir por desvelar, desde la mayor circunspección y rigor, lo que tiene de ideológico el vulgarizado planteamiento que separa de un tajo la occidentalización del norte y del sur de América antes de las independencias y que, a continuación, declara moralmente superior la una sobre la otra y, a partir de ahí, los pueblos que la impulsaron (y, de rebote, aquellos que recibieron su acción, considerados, pues, como puros sujetos pasivos de aquellos acontecimientos).

Contra la primera suposición se levanta la prueba del conocimiento y hasta del uso como razón para la acción de la experiencia adquirida por los europeos al sur en el norte. En esa dirección apunta el artículo de Alicia Mayer, que aísla, dentro del debate teológico político que tuvo lugar en la Nueva Inglaterra de mediados del XVII entre los pastores puritanos John Cotton y Roger Williams, algunas consideraciones adventicias sobre los indios como sujetos de derecho y objetos de la evangelización. Sus posiciones sobre ese tema evocarían, en opinión de la profesora Mayer, los papeles que un siglo antes asumieron Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de las Casas. Incide sobre todo en la influencia del pensamiento de Las Casas en el más díscolo de los dos, Williams, que entiende prolongado más allá de las palabras y las ideas: sin desgranar por desgracia el asunto (y merecería hacerse si fuera posible, así como un estudio más detallado del paralelismo entre los argumentos de los autores hispanos e ingleses citados), sugiere también que la fundación de Providence por Williams habría tomado la Vera Paz lascasiana como referencia (como habría hecho con los trabajos de Bernardino de Sahagún sobre la lengua y las costumbres de los pueblos indígenas para emprender los suyos).

Un interés éste, el que manifestaron a pie de obra aquellos pastores ingleses (a cuyos nombres, sobre todo al de Williams, habría que añadir los de John Eliot o Thomas Mayhew para completar la nómina de ingleses que destacaron al norte en el trato de los indígenas), que contrasta con el de aquellos de sus contemporáneos que intervinieron de un modo u otro sobre la Plantation (como llamaban descriptivamente a la colonia) sin dejar la metrópoli, según señala Eric Marquer en las conclusiones de su artículo. Éste, después de analizar el pensamiento de Bacon, Hobbes y William Petty, a quienes dedica el grueso de su exposición, y el de Adam Smith, que constituye su punto de fuga, subraya la absoluta falta de interés de todos ellos, en aquella parte de sus obras o de su acción política dedicada a las colonias, por el trato con y de los indígenas. La preocupación moral, nos dice el profesor francés tras su exposición, no constituía para aquellos intelectuales de despacho una variable a tomar en consideración para pensar aquella realidad, contemplada desde la metrópoli desde presupuestos netamente pragmáticos, ya fueran de carácter político, económico, o una mezcla de ambos.

Los artículos de Mayer y Marquer se equilibran, pues, recíprocamente. Y, así, hacen algo más que poner coto a la tentación de contemplar toda la empresa de occidentalizción del norte sometida a la ceguera moral que padecieron los ideólogos de la metrópoli: permiten advertir el nivel que había alcanzado ya en aquel contexto la constitución de planos autónomos de validez argumentativa, situación típica de la tecnicidad moderna. En los términos económicos o políticos utilizados por los autores expuestos por Marquer, la cualidad de indígena tenía un valor argumentativamente despreciable en comparación al que le correspondía en el plano estrictamente teológico en el que se movían los pastores del artículo de Mayer. En esto reside la actualidad que tiene el empeño anglosajón todavía para nuestra época (gestada allí entonces), en comparación con el hispano, como subraya Marquer al concebir este último sub specie hypocrisis, que es como interpreto que termine diciendo: “el argumento religioso –la conversión de los indios–fue una coartada clarísima en el sur” (p. 66).

No es menos obvio para nosotros que para los hombres de aquel entonces que los miembros de aquellos dos pueblos que cruzaron el Atlántico se movieron por una pluralidad de intereses y razones. Pero a continuación hay que matizar: aun asimilables ambos desde esa vitalidad de partida, sólo en uno de ellos estuvo sometida a un orden jurídico y a una planificación de medios que respondía a una jerarquía global de valores que no estaba a disposición ni de los individuos ni de los colectivos particulares que la realizaron. Eran de la comunidad política; y de ésta en tanto que compartía un credo religioso y moral que no estaba tampoco a su disposición definir. La conversión de almas era el fin superior de esa empresa que, aun abarcando tantos otros fines particulares e intereses como en el norte, permitía una concepción unitaria al servicio del mismo, a pesar de todas las quiebras individuales y colectivas que hubo y se quiera señalar. Que es algo distinto de una coartada hipócrita, aunque se diera en más de un caso. Por eso no se puede separar la evangelización de la occidentalización hispana de América como sí puede hacerse en la anglosajona, en la que dicha misión era sólo una función posible al albur de que la iniciativa privada decidiera o no tomarla a su cargo (esfuerzo en el que apenas duró treinta años).

Eso explica que, en aquel mismo contexto, la obra de Las Casas pudiera ser de raro aprecio (tan raro como lo fue aquel debate teológico-moral puritano) y, al mismo tiempo, de gran vigencia. Como se puede colegir del artículo de Juan Manuel Forte, probablemente no hubo otra obra dedicada a América más difundida, antes de las independencias americanas, que la Brevísima gracias a la multitud de traducciones, versiones, adaptaciones y recreaciones de que fue objeto. De esa huella hasta bien entrado el siglo XIX dan cuenta los artículos ya citados de Laursen y Mazerik, y de Villaverde. La fotografía lascasiana, fuera de su fin inmediato ad intra en el marco de la Monarquía hispánica, sólo podía alimentar, como hizo durante siglos, una teoría (es decir, una visión) de la aventura americana como una dialéctica ideológica al margen de la evolución real de los panoramas culturales, institucionales, legales... que gestionaban la diferencia al norte y al sur con una rica paleta de matices a lo largo del tiempo y el espacio (auténtico tema para calibrar alturas morales y su evolució: hasta dónde América supuso para los europeos un modo de ser y vivir lo culturalmente otro y, así, vivirse como otros, o de seguir siendo como habían sido o como ya no podían ser en la metrópoli). Lo apunta muy bien María José Villaverde en su artículo al referirse al siglo XVIII: por entonces, “la política española se basaba, al igual que la de las otras grandes potencias coloniales, en el comercio y los tratados, aunque seguía vigente el cliché de que la colonización española se asentaba sobre el exterminio, la segregación y la conversión forzosa al catolicismo” (p. 127).

Así, por ceñirnos a los autores estudiados o aludidos en el libro, se puede detectar a quienes han leído a Las Casas, de Harrington y Montesquieu a Adam Smith, Diderot o Raynal, al comprobar que todos ellos contemplan la occidentalización americana sometida a una misma dialéctica (cuyo cariz fuertemente ideológico no impedirá su violenta repercusión en la realidad): la que construyeron oponiendo, progresivamente, la guerra, la conquista, la brutalidad, la irracionalidad económica (asociadas generalmente al cristianismo católico) a la paz, al comercio, a la civilización, a la utilidad (efectos presentados como resultado de una operación estrictamente política, entendida como una neutralización de la religión).

De entre todos esos autores destaca por su peso, sin duda alguna, el barón de Montesquieu. A él dedica su estudio el editor, Francisco Castilla, desde una perspectiva y método complementarios a los empleados décadas atrás por Luis Díez del Corral para hablar del pensamiento del barón en torno a España y las Indias en su ya clásico El pensamiento político europeo y la monarquía de España. Gracias al trabajo del profesor Castilla Urbano al desgranar el pensamiento de las dos obras más conocidas de Montesquieu, Del Espíritu de las Leyes y las Cartas persas, podemos aislar los que probablemente sean los máximos fundamentos de la ideología que se desarrollará dialécticamente al contacto con la cuestión americana: por un lado, la consideración de Europa como símbolo de la conciencia común de las élites sociales que ocupaba el lugar que otrora correspondió a la cristiandad o a la respublica christiana; y, por otro, un derecho de gentes autorreferencial, concebido desde y para aquel símbolo, Europa, que además podía adquirir una corporeidad definida cierta, ignorando así sin complejos toda la tradición de aquella construcción, que no encontró en aquel nuevo contexto la razón de ser que tuvo en origen (reverdecida aún por la escolástica contemporánea al descubrimiento americano).

Es este marco (en el que aquella dialéctica encontró un sustrato perfecto para justificarse y desplegarse, como el propio Montesquieu evidenció bajo los términos “conquista y comercio” que sirven al profesor Castilla Urbano para titular su artículo), y no sus consejos más concretos sobre cómo debía realizarse la colonización, lo que confiere a la obra del Presidente una importancia decisiva en el pensamiento de la cuestión americana. En esto último, a fin de cuentas, Montesquieu no hacía más que proponer como modelo colonizador el que era ya una realidad: la francesa, frente a la cual la hispana constituía un sinsentido desde los criterios materiales utilizados para calibrar el éxito de la otra, dado su coste en recursos, sobre todo humanos (el drenado de población de Castilla). En cambio, la mitificación propia de la visión de la cuestión americana que representa su pensamiento debe en buena medida a su finura y discreción como ideólogo su fortuna. A su capacidad para destilar un pensamiento con densidad teórica y elegancia literaria intuiciones ampliamente compartidas con independencia de su veracidad para formar un credo con capacidad para ser más tarde difundido, como harán no mucho más tarde, y con formas menos amables, discípulos suyos como Diderot.

El “destino manifiesto”, como variante de la lógica histórica de la Ilustración (no hay más que leer las líneas que el Almirante Hegel dedicó al “Nuevo Mundo” en sus Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal), ya estaba ahí incoado; separado del cual el resto del continente, como descubrió Martí demasiado tarde (según se deduce del artículo que dedica Gemma Gordo al revolucionario cubano), sólo podía constituir expresión de una carencia.

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