Las ideas. Su política y su historia: Las transformaciones conflictivas de los sujetos de poder

La incesante invención de arquetipos antiguos: griegos, romanos y celtas. Obra: Laura Sancho (coord.) y nueve autores más: La Antigüedad como paradigma: espejismos, mitos y silencios en el uso de la historia del mundo clásico por los modernos, Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2015, 328 pp.

Guillermo Fatás

La incesante invención de arquetipos antiguos: griegos, romanos y celtas. Obra: Laura Sancho (coord.) y nueve autores más: La Antigüedad como paradigma: espejismos, mitos y silencios en el uso de la historia del mundo clásico por los modernos, Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2015, 328 pp.

Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades, vol. 19, núm. 37, pp. 479-485, 2017

Universidad de Sevilla

La incesante invención de arquetipos antiguos: griegos, romanos y celtas. Obra: Laura Sancho (coord.) y nueve autores más: La Antigüedad como paradigma: espejismos, mitos y silencios en el uso de la historia del mundo clásico por los modernos, Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2015, 328 pp.

La historia es sumamente poderosa y da lo mismo que sea inventada. Ninguna causa ambiciosa que la necesite renuncia a un útil tan eficiente para modelar las conciencias. No se me ocurre ninguna excepción a la regla. La obra que reseño es una documentada colección de trabajos de alta divulgación, feliz derivación de un curso estival especializado. Este libro esclarecedor ha sido promovido por Laura Sancho, a quien no le interesa mucho la supuesta ‘memoria popular’, a veces apellidada histórica. Pero sí la elaboración intencionada de narraciones mediante la “invención libérrima de relatos pseudohistóricos con fines ideológicos o políticos”, nada rara en cualquier tiempo. Desde la Ilustración, las instituciones clásicas y sus evocaciones sirvieron a teóricos, legisladores y gobernantes para legitimar, al amparo de su prestigio, “cambios políticos contemporáneos o para influir en las posiciones ideológicas de su época”.

Las diez aportaciones de la obra se ordenan en tres apartados: “El arquetipo de las repúblicas clásicas en los siglos XVIII y XIX”, “Las quimeras historiográficas del siglo XX” y “Esencialismos y ficciones contemporáneos”, de los que brevemente damos cuenta.

1. Recuerda César Fornis (“Esparta como modelo y contramodelo en la Ilustración”) que François Ollier consiguió una gran diana conceptual al bautizar la imagen moderna de Esparta como “espejismo”. En Francia, desde Rousseau –“arcipreste del laconismo”–, que tiene a Esparta como el reino de las leyes y de la participación cívica– y Voltaire –su gran detractor, que aborrece su rudeza e inhumanidad–, los teóricos y doctrinarios del poder emplearon la imagen distorsionada, por talentos que no tenían nada de insolventes, del estado lacedemonio como acicate o como abominación. La vigencia del debate, así como la influencia de sus mantenedores, no decayó en todo el siglo XVIII. (Entre nosotros, dicho sea de paso, aún Menéndez Pelayo hablaba de la “tiranía de Esparta” e incluso asimilaba a ese espíritu una personalidad tan detestable para él como la de Calvino). La primacía de Atenas como modelo, por raro que ahora pueda parecer, se establecerá más tarde y como reacción ante quienes veían sobre todo en Esparta y en Roma los grandes arquetipos útiles para el estudio con vistas a la aplicación práctica.

2. Si los padres constituyentes de los EE. UU. de América cotejaban con sus proyectos federales figuras ya mitificadas, como el justicia mayor de Aragón, no puede extrañar que aquellos ilustrados trasatlánticos (eso eran, al fin) tuvieran presente la historia griega y, en particular, la de sus ligas y confederaciones, algunas de las cuales habían protagonizado momentos históricos de interés. Clelia Martínez (“El legado confederal griego en la Constitución de los EE. UU.”) estudia cómo los próceres norteamericanos debían constituir una república a partir de creencias compartidas y, a la vez, de diferencias que debían ser armonizadas. Madison (experto en las ligas licia, aquea, délfica, argiva o arcadia; pero también en Montesquieu), Adams, Jefferson, Dickinson, Hamilton, Jay y otros tenían familiaridad con la historia helena, porque era algo esperable de un caballero letrado; pero no menos que quienes, como Lee, Monroe y Henry, se oponían a un modelo que consideraban fracasado por su exceso de centralismo; si bien leían los clásicos con marcado acriticismo, asumiendo de forma casi primaria el principio de autoridad.

3. Tanto en Francia como en Inglaterra, tras la ola rousseauniana y la hegemonía del ideal lacedemonista bajo el Terror, se edificó como antídoto el elogio del régimen ateniense. En esa tarea anduvo Georges Grote. Hoy resultaría estrambótico (pero no indeseable) un banquero que, además de ser filósofo y legislador, actuase en un grupo político entre cuyos objetivos estuviera la confección de una historia atendible del mundo griego. Tal fue el caso de Grote, amigo y correligionario de J. Bentham y de James Mill y opuesto a E. Burke y W. Mitford (el cual veía en Atenas “la soberanía de los mendigos”), a quien Laura Sancho (“La Historia de Grecia de Georges Grote y la Atenas de los liberales”) dedica sus reflexiones. Tiene interés formativo cruzar las interpretaciones de la democracia periclea con las distinciones y debates entre liberalismo y democracia, delegación y representación, esclavismo e igualitarismo y otros tópicos de la política inglesa del Ochocientos: el anacronismo en los usos de la Antigüedad –con Benjamin Constant, coprotagonista de este capítulo, en cabeza– no la priva de su valor ejemplar, sino que, paradójicamente, lo fortalece. Grote, cuyo nivel crítico y conocimiento de lenguas y autores antiguos y modernos (como A. Böckh o B. G. Niebuhr) eran prendas poco comunes, logró un hito al crear una “historia filosófica” de confección depurada que vinculaba “la democracia como fenómeno político y el desarrollo artístico, científico y filosófico de Atenas”. El capítulo expone, en tono crítico con la mentalidad victoriana, los tópicos discutidos (reforma agraria, ‘theôrikón’, isegoría, función real de la sofística, etc.), con la intención, hoy sorprendente, de encontrar en la Antigüedad griega soluciones directamente aplicables a los problemas del presente; y destaca los errores en que incurrió Grote, sobre todo en la atribución a Pericles de iniciativas ajenas, así como la ponderación de su juicio sobre los defectos del régimen ateniense, subrayados en los debates por el pensamiento conservador británico. En este momento español de efervescencias nacionalistas, es muy atractivo el juicio de Grote sobre la función y muerte de Sócrates, a quien achaca un racionalismo que minusvalora la importancia “de las afecciones y disposiciones que arraigan en las almas de manera no racional”. Grote, con esta base, defendía la necesidad que una democracia tiene de “educar los sentimientos”. Algo que está en las raíces del elogiado principio liberal de los “checks and balances”.

4. La fantasiosa novela de E. G. Bulwer-Lytton Los últimos días de Pompeya (1834) –sesenta años después, el polaco Sienkiewicz la superaría en influencia con su lacrimógeno folletón Quo vadis?– sirve a Mirella Romero (“Los mitos de Pompeya: arqueología y fantasía”) como fulcro para desempañar la imagen de una Pompeya remedo de Gomorra, sede “de los placeres más inmundos” y sepultada en un instante (como por vengativo designio celeste). Hubo muchas ficciones sobre el caso (Gautier, Bertheroy, Antonio de San Martín –pésima–, etc.). Solo que la destrucción no fue súbita, muchos pompeyanos pudieron irse y bastantes retornar, ayudados por la administración imperial, que incluso designó curatores Campaniae restituendae. La realidad probada no limita las fabulaciones de conveniencia comercial o estilística, como puede apreciarse en la última Pompeya de ficción, por el momento, que es la cinematográfica de Paul W. S. Anderson (2014).

5 y 6. Antonio Duplá y Salvador Mas exponen, uno tras otro, las visiones fascista y nazi de Roma y su imperio (“La Roma del fascismo”; “Roma nacionalsocialista”). Mussolini lo había declarado en 1922: “Roma è il nostro mito. Sogniamo un’Italia romana, cioè saggia e forte, disciplinata e imperiale”. Era, obviamente, la Roma que le convenía imaginar y resucitar, una típica «usurpación moderna de la cultura clásica», en expresión de L. Canfora, uno de cuyos ejes es la visión del prínceps (i. e., duce o Führer) como Übermensch. Mussolini quedará revestido con los paludamenta de César y de Augusto y, como este, simbolizará la virtus actuante a la cabeza de un imperio próspero por disciplinado y así lo exhibirá ante Italia y el mundo en la gigantesca y bien ideada Mostra del bimilenario natal de Augusto (1937).

Por su parte, Hitler acogió la idea de una Roma dominadora, compacta, enorme, militarizada y digna de imitación, idea que ya expresa en su Mein Kampf, de lectura obligada para los súbditos del Reich. Roma, así y todo, y aunque indoeuropea por latina, tenía una tacha étnica: era sureña, mediterránea, y de ahí que el Volksgeist germano hubiera de superarla. El cómo, y sobre qué interpretaciones del pasado, era materia que suscitaba informes incluso de las SS. Anécdota reveladora: los tratadistas alemanes recibieron con alborozo la confirmación de que, en el párrafo de las Res gestae referido a los poderes de Augusto, la voz axioma, que Mommsen había vertido como dignitas, era auctoritas en el original del césar. La tentación era difícil de resistir, porque estaba en el ambiente: E. Meyer ya escribía en 1924 que los desvencijados estados europeos recordaban a Cartago, así como los emergentes EE. UU. y Japón se parecían a Roma. El apogeo de las ensoñaciones, ya del todo teñidas de racismo antioriental, se aprecia en los textos desaforados (y esperables) de estudiosos como F. Sachermeyr, R. Hebig o A. Rosenberg.

7. P. López Barja de Quiroga (“Leo Strauss y la Antigüedad neocon”) resume con afinación la génesis (City College, NY) y el sentido inicial de los neocons académicos, según el término acuñado por M. Harrington -el ubi concreto es Dissent, 20, 1973-. La simiente correspondería a Leo Strauss (de donde el retruécano ‘leocons’), alumno de Heidegger, militante nacionalsocialista, y del poderoso Carl Schmitt, que también lo era (y le ayudó a evadirse a EE. UU.). Strauss, raíz de una vasta escuela universitaria, interpreta a Tucídides: el destierro de la religión y la moral acaba en el desastre político. Platón habría ironizado en la República para “mostrar que el filósofo es incompatible con la ciudad”, con el gobierno político. Desde estos presupuestos, el autor presenta un guion verosímil que conduce a Dan Quayle (vía W. Kristol). Esta reflexión de Strauss es de 1983: “I really believe (…) that the perfect political order as Plato and Aristotle have sketched it, is the perfect political order… Details can be disputed, although I myself might actually agree with everything that Plato and Aristotle demand (but that I tell only you)”. Ahora ya se ha enterado todo el mundo, aunque algunos de sus epígonos, como Hanson, Ferguson o Heath, desborden los límites iniciales. Barja subraya, por ejemplo, el acusado sesgo de alguien tan competente como D. Kagan al interpretar lo que Tucídides expresa sobre la guerra. En el fondo, asumen la postura que atribuyen a los griegos de que la historia conduce a que las polis “más poderosas no puedan evitar ser hegemónicas o incluso imperiales”. En cuanto a Roma como espejo, o espejismo, el autor resume el asunto con humor: “Si la comparación es favorable [al parecido entre el Imperio de Roma y EE. UU.] y el autor, americano, escribe después de 2001, la probabilidad es grande de que sea neoconservador”. Un género que, según Barja, se propone una política imperial, belicista y supremacista con fundamentos históricos y doctrinales en el mundo clásico.

8. Fernando Wulff (“Cuando Hércules le espantaba las moscas a Buda. Negando el mundo grecorromano en la India”) presenta como núcleo de su ensayo la gran y primera globalización en la que el subcontinente indio cumplió un papel esencial, en absoluto pasivo, de modo que no ha de atribuirse su protagonismo en exclusiva a la sola actuación de las gentes bactrianas y nororientales de cultura griega, ni a los navegantes, comerciantes o artesanos, mediterráneos o de Arabia, asentados en las ciudades litorales de la península indostánica. Habitantes y comunidades de la India, así como sus comerciantes y navegantes presentes a lo largo y al final de todas las rutas, fueron parte fundamental de un momento en el que en torno a la India pivotó un intercambio a escala planetaria de mercancías, gentes, técnicas, conocimientos, ideas y, por supuesto, de arte. Se dieron coincidentemente allí la integración del estado y la religión (Ashoka, que protagoniza gestos helenizantes), la lengua normativa y la presencia griega (y no solo indogriega). Así, uno de los primeros textos sobre astrología, el Yavanajātaka (‘Natividad griega’), es la traducción, h. 150 d. C., de una obra alejandrina del s. II a. C. La literatura registra no ya solo la entrada del caballo en Troya, sino su versión según Virgilio. Etc. No obstante, ha habido una resistencia intelectualmente perezosa y renuente a aceptar la móvil complejidad de la identidad india: fue más cómodo construir una única “personalidad india desde la Antigüedad hasta el presente”, reforzada por una cierta visión de lo ario o indoeuropeo, en relación todo ello con los nacionalismos europeos y con una aneja mentalidad colonial y esencialista. No poco, por cierto, encarnado en personalidades a veces tan excelsas como T. Mommsen.

9. Como dice apropiadamente L. Sancho en la presentación del volumen, Gonzalo Fontana (“Mujeres en el cristianismo primitivo: entre la historia y el mito feminista contemporáneo”) examina varias de las “extravagantes lecturas de tono historizante que algunas teólogas cristianas hacen de ciertos textos del cristianismo primitivo”. No es un apartado antifeminista, ni antifemenino. Fontana conoce y valora enfoques como los de M. McDonald y E. Schüssler Fiorenza. Pero no es oro todo lo que reluce. Hay presupuestos de método que vedan ciertos caminos. Por ejemplo, ignorar las interpolaciones lucanas en el cuarto Evangelio y olvidar que solo son útiles para este fin algunas de las cartas auténticas de Pablo y el ideario expuesto en Tito y en Timoteo 1 y 2; porque en el resto, evangelios incluidos, lo que hay son proyecciones retrospectivas. En consecuencia, el abuso en la interpretación, a la par que pretende abolir mitificaciones antiguas de sesgo patriarcal, incurre en un ‘neomidrasismo’ que aboca a crear “nuevos arquetipos –más laicizados, si se quiere– que actúan como referentes de las vivencias, anhelos e inquietudes de multitud de cristianos –y, sobre todo, de cristianas– que (…) andan en busca de nuevas bases sobre las que asentar su vida como creyentes”. Fontana postula para el cristianismo inicial una teología narrativa (i. e., “la materialización en forma de relato de una especulación teológica concreta”): el relato es, a veces, mitológico, de acuerdo con un paradigma cultural específico; y no clásico, sino postbíblico, al que no cabría exigir rigor histórico (Jn), ni aun cuando se revistiese de ropaje historicista para ser más persuasivo y eficaz (Lc). Es, pues, abusiva la tesis de que la manipulación masculina de los textos iniciales eliminó el papel de las mujeres en las comunidades inicialmente igualitarias; o, más anecdóticamente, la atribución de lesbianismo y liderazgo conjunto a Marta y María, sumada a una mala inteligencia de qué sea ‘diaconía’; o la de hipotetizar en Lucas un “emparejamiento” (H. Flender) por el que un episodio varonil ha de tener un correlato femenino. Acaso la calificación más característica la dedique el autor a la teóloga norteamericana M. McDonald, en busca denodada de un paradigma progresista de mujer emancipada en el primer cristianismo. El final del trabajo es comprensiblemente ácido con “nuestras profesoras de teología, quienes seguramente tienen que pasar por procesos equiparables a nuestros codiciados sexenios”: de ahí que sucumban a la tentación de ejercer como historiadoras de una época y unos fenómenos particularmente necesitados de acribia.

10. Silvia Alfayé (“Imposturas célticas: celtismo, estereotipos salvajes, druidas, megalitos y melancolías neoceltas”) anuncia su intención de tratar bienhumoradamente (sin merma de la seriedad) sobre cardiac Celts, neodruidas, tecno-paganos, amantes del folklore, miembros de grupúsculos de extrema derecha “y otras tipologías de ‘Celtas wannabe’ de diverso pelaje y gradación”, atraídos todos por una idea de lo celta servida al gusto de sus “ansiedades postmodernas”, pero con una función social no desdeñable, exigida por “las nostalgias célticas contemporáneas”. No es fenómeno nuevo: ya el clásico osciló entre la idea del celta degradado y feroz (inhumano), o bien virtuoso y sencillo (prístino). Esta segunda línea, la tacitea, es retomada por el romanticismo historiográfico (en Renan es manifiesto) y por algunas posiciones contraculturales en la actualidad. Se heroifica con intención nacionalista, e incluso racista, a Viriato o Búdica, a Caracato o Vercingétorix y la Numancia étnica y belicosa se erige en arquetipo lo mismo para Rafael Alberti que para la propaganda de Franco. Hay, también, una neocelticidad mitologizante “de baja intensidad”, que se resuelve en festivales más o menos canoros y en recreacionismos y druidismos confesamente de guardarropía, ingeniosamente elaborados como medios de subsistencia territorial y ya frecuentes en España. Los exitosos druidas, más o menos solsticiales, de la actualidad (los hay que aparentan serlo de veras) no resisten el cotejo con lo que los historiadores creen saber sobre el asunto a partir de fuentes textuales y objetuales, que la autora enumera resumidamente, acompañándolas de un sorprendente repertorio de tendencias y grupos en los países donde más arraigo y solemnidad han tomado estas prácticas extravagantes y entontecedoras, cuyas causas son múltiples y, a menudo, encadenadas: “El imaginario romántico que asocia druidas, megalitos, rituales solsticiales y magia blanca con música de arpa y gaitas y paisajes dramáticos (islas desiertas, praderas verdes, acantilados barridos por el viento y ruinas); la distorsionada percepción popular de los druidas como sabios pacifistas, incruentos, igualitarios y ecologistas; la atractiva marginalidad rústica de los celtas, como tradición religiosa antigua alternativa (del Otro) y primitivista; y la pertinaz atracción individual y sociológica por las reconstrucciones más irracionales del pasado, que resultan mucho más evocadoras que las del relato académico”.

Remate. Al concluir en 1960 mi bachillerato superior de Ciencias, mi padre me regaló unos rechonchos tomitos de editorial Pegaso, con las traducciones de dos preciosas misceláneas oxonienses escritas por veinticinco especialistas: The Legacy of Greece (1921) y The Legacy of Rome, dirigidas, una, por R.W. Livingstone (profesor, bibliotecario y presidente del Corpus Christy College) y, la otra, por Cyril Bailey (del Balliol College, experto en Lucrecio y el pensamiento epicúreo). Quizá deba retomarlas ahora, tras el ejercicio de renovación que acarrea la lectura de este libro certero. Lectura de la que no podría excusar esta reseña, que apenas sugiere la abundancia de información reunida en él.

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