La cristiandad o Europa (1799)

Georg Philipp Friedrich von Hardenberg (Novalis)

La cristiandad o Europa (1799)

Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades, vol. 19, núm. 38, pp. 11-23, 2017

Universidad de Sevilla

Die Christenheit oder Europa / La cristiandad o Europa (1799)

Era una época hermosa, resplandeciente, aquella en la que Europa era un país cristiano, en la que una única Cristiandad habitaba esta parte del mundo humanamente configurada, un único y gran interés común unía las más apartadas provincias de este amplio reino espiritual. Aun sin poseer extensas posesiones de tierra, un único jefe guiaba y aunaba a las grandes fuerzas políticas.

Una corporación numerosa a la que cualquiera tenía acceso se hallaba bajo su directa dependencia, atendía a sus gestos y se empeñaba con ahínco en consolidar su poder benefactor. Cada miembro de dicha sociedad era honrado por doquier, y si bien la gente común acudía a él en busca de consuelo o ayuda, protección o consejo, dispuesta a proveer abundantemente a sus múltiples necesidades, también entre los poderosos hallaba protección, prestigio y audiencia; todos cuidaban de estos hombres electos, dotados de poderes extraordinarios, como hijos del cielo, cuya presencia y buena voluntad esparcían los más variados beneficios. Una infantil confianza vinculaba a los hombres a su palabra.

Cuán serenamente podía cada quién llevar a cabo su terrenal labor cotidiana, puesto que merced a esos santos varones se le preparaba un futuro seguro, se le perdonaba todo paso en falso, y cancelaba y aclaraba cualquier aspecto descolorido de su vida. Eran experimentados pilotos en un océano desconocido, bajo cuya custodia cabía desdeñar cualquier tempestad y, lleno de esperanza, contar con un arribo y desembarco seguros en la costa de la propia tierra patria.

Las más salvajes y voraces inclinaciones cedían ante la reverencia y obediencia a sus palabras. De ellas promanaba paz. No predicaban sino amor a la santa, maravillosa señora de la Cristiandad, que provista de poderes divinos estaba preparada para salvar a todos los creyentes de los peligros más atroces. Contaban de hombres celestes, muertos desde hacía tiempo, que gracias al apego y a la lealtad a aquella Madre bienaventurada y a su celeste y amigable Hijo, habían llegado a vencer las tentaciones del mundo terrenal, obtener honores divinos y llegado a ser fuerzas tutelares y benefactoras para sus hermanos vivientes, voluntarios asistentes en la necesidad, mediadores para las flaquezas humanas y eficaces amigos de la humanidad ante el trono celeste.

Con qué serenidad se dejaban las pulcras congregaciones en las iglesias llenas de misterio, adornadas de imágenes edificantes, melosamente perfumadas y con solemne música sacra vivificadas. En ellas, delicadas urnas agradecidamente preservaban los restos bendecidos de hombres antaño temerosos de Dios. Y en ellas, con milagros y signos magníficos, se revelaba la bondad y omnipotencia divinas, la beneficencia poderosa de tan dichosos bienaventurados. Así conservan las almas que aman rizos y trazos escritos de sus enamorados fenecidos y alimentan la dulce brasa hasta que la muerte nuevamente los reúna. Con entrañable esmero se recogía por doquier cuanto había pertenecido a esas amadas almas, y todo aquél que pudo recibir, o sólo tocar, tan consoladora reliquia se consideraba dichoso. De tanto en tanto parecía que la gracia celeste se hubiera posado con preferencia sobre una imagen singular o un sepulcro.

Hasta aquí afluían hombres de todas las regiones con hermosos presentes, y se volvían con los regalos celestes intercambiados: paz del alma y salud del cuerpo. De forma solícita, esa poderosa sociedad pacificadora intentaba hacer partícipes a todos los hombres de tan hermosa fe, y enviaba a sus miembros por todo el mundo para anunciar por doquier el Evangelio de la vida y para convertir el reino de los cielos en reino único de este mundo. Con razón se resistía el sabio Jefe de la Iglesia al descarnado cultivo de las disposiciones humanas a costa del sentido religioso, al peligro de descubrimientos inoportunos en el campo del saber. De ahí su oposición a que intrépidos pensadores afirmaran que la tierra era un insignificante astro errante, pues bien sabía que, con el respeto por su residencia y su terrenal patria, los hombres perderían también el respeto por su patria celestial y por su especie, que preferirían el saber limitado a la fe ilimitada, que se habituarían a despreciar todo lo grande y digno de admiración, considerándolo efecto fatal de una ley.

En su corte se reunían todos los hombres más sensatos y honorables de Europa. Hacia ella afluían todos los tesoros, la Jerusalén destruida se había vengado, y la propia Roma se había convertido en Jerusalén, la sagrada residencia del gobierno divino en la tierra. Los príncipes sometían sus controversias al padre de la Cristiandad, con gusto ponían a sus pies su corona y su realeza, e incluso consideraban motivo de gloria propia, en cuanto miembros de tan alta corporación, rematar el crepúsculo de sus vidas en meditaciones divinas entre las solitarias paredes de un monasterio. Hasta qué punto beneficiase, se acoplase, dicho gobierno, dicha institución, a la naturaleza íntima del hombre, lo hacía manifiesto el poderoso impulso hacia lo alto de las demás facultades humanas, el armónico despliegue del conjunto de sus disposiciones; la excepcional altura alcanzada por individuos singulares en las diversas disciplinas de las ciencias de la vida y de las artes, y el tráfico, por doquier floreciente, de productos espirituales y terrenales a lo largo y ancho de Europa y hasta la lejana India.

Tales eran los hermosos y esenciales rasgos de los tiempos puramente católicos o puramente cristianos. Para ese reino magnífico, la humanidad aún no estaba madura, ni lo bastante formada. Fue un primer amor, que expiró bajo la presión de la vida comercial, cuyo recuerdo fue suplantado por afanes egoístas, y cuyo vínculo –a gritos proclamado engaño y locura, y juzgado a la luz de experiencias ulteriores– por siempre fue arrancado de gran parte de los europeos. Esa gran escisión interna, acompañada de guerras ruinosas, fue un signo anormal de la nocividad de la cultura respecto del sentido de lo invisible o, al menos, de una nocividad provisoria de la cultura de un cierto nivel. Aquel sentido no puede ser aniquilado, mas sí ofuscado, paralizado, suplantado por otros sentidos.

La convivencia prolongada de los hombres merma las inclinaciones, la fe en su especie, y les habitúa a concentrar sus pensamientos y acciones únicamente en los medios que procurarán su bienestar; las necesidades y las artes de satisfacerlas devienen más sofisticados; el hombre codicioso requiere tanto tiempo para conocerlas y familiarizarse con ellas que ya no le queda tiempo para el recogimiento o la observación atenta de su mundo interior.

En casos de colisión, el interés actual le parece el más a su alcance, pereciendo así la hermosa flor de su juventud, la fe y el amor, para hacer sitio a los toscos frutos del y saber y el tener. Avanzado el otoño, el recuerdo de la primavera es un sueño infantil, y con infantil candor se espera que los depósitos atestados deban durar siempre. Una cierta soledad parece ser necesaria para que los sentidos superiores prosperen, y por ello un trato ampliamente difuso de los hombres entre sí ahoga más de un germen sagrado y ahuyenta a los dioses, que huyen del ruidoso tumulto de las compañías bulliciosas y de tratar sobre asuntos nimios. Además, nos las habemos con épocas y periodos, ¿y no es esencial al respecto una oscilación, una alternancia de movimientos contrapuestos?, ¿no es lo propio de éstos una duración limitada, no está en su naturaleza subir y bajar?, ¿no cabe pues esperar de ellos una resurrección, un rejuvenecimiento bien que en forma más nueva y adecuada? Evoluciones en marcha, más amplias cada vez, son la materia de la historia.

Lo que ahora no logra la plenitud, la alcanzará en un intento futuro, o bien en uno posterior; nada de lo que la historia se apodera es efímero, sino que resurge renovado tras innumerables transformaciones en formas cada vez más ricas. Antaño, en efecto, apareció el Cristianismo en toda su potencia y esplendor, hasta que una nueva inspiración del mundo dominó sus ruinas, su letra con impotencia y escarnio crecientes. Una apatía infinita cayó sobre la corporación del clero, tan segura de sí. Se había estancado en el sentimiento de prestigio y comodidad, mientras los laicos le habían sustraído la experiencia y la erudición, y dado pasos considerables en el camino del intelecto. Olvidándose de sus propios menesteres, ser los primeros de los hombres en espíritu, inteligencia y cultura, los más bajos apetitos se les habían subido a la cabeza, y la vulgaridad y bajeza de su modo de pensar repugnaba aún más por mor de su vestuario y de su vocación. Así fueron perdiendo respeto y confianza, pilares de este y cualquier otro reino, lo que aniquiló a dicha corporación, y en verdad el dominio de Roma había cesado tácitamente mucho antes de la insurrección violenta. Sólo procedimientos inteligentes, y por ende también temporales, mantuvieron todavía unido el cadáver de la constitución, preservándolo de una acelerada descomposición –entre ellos cabe destacar la derogación del matrimonio de los curas.

Un procedimiento que análogamente aplicado podría proporcionar una temible consistencia a semejante estamento de soldados, así como prorrogar su vida por largo tiempo. Lo más natural era que, al final, una cabeza caliente predicase el levantamiento público contra la letra despótica de la antigua constitución, y con tanta mayor fortuna cuanto que era miembro de la propia corporación.

Con razón los rebeldes se denominaron Protestantes, pues protestaban con gravedad contra toda intromisión aparentemente molesta e ilegítima de un poder en la conciencia. Reasumieron su derecho, tácitamente cedido, al estudio, la determinación y la elección de la religión, por el momento sin ejercer. Formularon un buen número de principios justos, introdujeron gran cantidad de cosas loables y derogaron numerosas prescripciones perniciosas. Pero olvidaron el necesario resultado de su proceso: separar lo inseparable, dividir la Iglesia indivisible y escindirse de modo ultrajante de la sociedad cristiana universal, mediante la cual, y en ella sólo, resultaba factible un renacimiento firme y duradero. La situación de anarquía religiosa sólo puede ser transitoria, por cuanto la razón necesaria, a saber, la consagración de un grupo de hombres a tan alta vocación y su independencia del poder terrenal en lo relativo a dichos asuntos, sigue teniendo eficacia y validez.

El establecimiento de Consistorios y el mantenimiento de una especie de clero no satisfizo semejante necesidad, ni fue tampoco paliativo suficiente. Por desgracia, los príncipes se habían inmiscuido en la escisión, y muchos aprovecharon las disputas para consolidar y extender su soberanía y sus ingresos. Estaban gozosos de haberse desprendido de tan considerable influencia y tomaron los nuevos Consistorios bajo su protección y guía soberanas. Su preocupación máxima consistía en evitar la unificación completa de las iglesias protestantes, por lo que, en modo no religioso, la religión quedó circunscrita entre las fronteras estatales, poniéndose así el fundamento de la paulatina socavación del interés religioso cosmopolita. Así perdió la religión su gran influjo político pacificador, su peculiar papel de principio que unifica e individualiza la Cristiandad. La paz religiosa fue establecida según principios por completo erróneos y contrarios a la religión, y mediante la continuidad del llamado Protestantismo fue declarado permanente algo totalmente contradictorio: un gobierno revolucionario.

Mientras tanto, aquel puro concepto no había quedado ni de lejos como único fundamento del Protestantismo, sino que Lutero trataba al Cristianismo por lo general de manera arbitraria, desconocía su espíritu, introdujo otra letra y otra religión –a saber, la sagrada validez universal de la Biblia–, lo cual, desgraciadamente, mezcló con la religión otra ciencia terrena del todo extraña, la filología, cuyo efecto de zapa es claramente perceptible desde entonces. Él mismo, merced a un oscuro sentimiento de dicho desatino, fue elevado por una gran mayoría de Protestantes al rango de evangelista, canonizándose su traducción.

El espíritu religioso resultó extraordinariamente perjudicado con dicha elección, pues nada anula tanto su irritabilidad como la letra. Nunca antes había dispuesto ésta de una circunstancia tan favorable para ser tan nociva, a causa de la flexibilidad y la rica variedad de la fe católica, así como de la esoterización de la Biblia y de la santa potencia de los concilios y de su Jefe supremo espiritual. Hoy, en cambio, tales remedios habían sido aniquilados, afirmada la popularidad absoluta de la Biblia, y ahora el contenido mezquino, el esbozo abstracto y tosco de la religión en esos libros oprimía de manera más sensible, dificultando hasta lo infinito la libre vivificación, penetración y revelación del Espíritu Santo.

De ahí que la historia del Protestantismo tampoco nos dé ya muestra alguna de manifestación grande y magnífica de lo ultraterreno, sino que sólo resplandezca al inicio mediante un transitorio fuego en el cielo, seguido al momento por una ya perceptible desecación del sentido sacro. Lo mundano ha llevado las de ganar, el sentido artístico pena en simpatía con aquél, y muy raramente brota aquí y allá una chispa de vida pura y eterna, y una pequeña comunidad al asimilarla. Extinguida aquélla, ésta nuevamente refluye, arrastrada por la corriente. Así Zinzendorf, Jacob Böhme y otros más. Los moderados se imponen, y se avecina la época de la completa atonía de los órganos superiores, el periodo de la irreligiosidad práctica. Con la Reforma, la Cristiandad cayó, y desde entonces no ha vuelto a existir. Católicos y Protestantes o Reformados se alineaban en sectas tan separadas unas de otras como de mahometanos y paganos. Los Estados católicos supervivientes seguían vegetando, no sin sufrir de manera insensible la nociva influencia de los Estados protestantes vecinos. Fue entonces cuando hizo acto de aparición la política moderna, y poderosos Estados individuales intentaron apoderarse del solio universal vacante, transformado en trono.

A los príncipes, en su mayoría, les pareció una humillación postrarse ante un clérigo sin poder. Por vez primera sintieron el peso de su fuerza física sobre la tierra, vieron a las potencias celestes quedar inertes una vez ofendidos sus representantes, y así, poco a poco y sin ruido, y ante súbditos que aún se sentían fervorosamente papistas, buscaron sacudirse el yugo romano y volverse independientes sobre la tierra. Calmaron su turbada conciencia astutos pastores de almas que nada perdían con ello, pues como hijos espirituales se arrogaban disponer del patrimonio de la Iglesia.

Por suerte para la antigua constitución, empezó a descollar por entonces una Orden nueva, sobre la que el espíritu moribundo de la jerarquía parecía haber derramado sus últimos dones; la cual aprestó con renovado vigor el orden antiguo, y con sentido y empeño maravillosos, y de manera más inteligente que nunca antes, tomó a su cuidado el reino papal y su poderosa regeneración. En la historia universal nunca pudo hallarse una sociedad semejante. El mismísimo Senado romano no había elaborado planes para la conquista del mundo con mayor seguridad de éxito. Ni se había pensado con inteligencia tan alta en la realización de una idea tan alta. Por siempre dicha sociedad quedará como modelo de toda sociedad, que sienta un vivo anhelo por la expansión infinita y la duración eterna; mas también como prueba eterna de que un tiempo sin guarda desbarata las empresas mejor ideadas y que el crecimiento natural de la especie sofoca sin tregua el crecimiento artificial de una parte. Toda cosa individual posee una capacidad que le es propia; sólo la capacidad de la especie es inconmensurable. Todos los proyectos no basados plenamente en la totalidad de las disposiciones de la estirpe son proyectos destinados a fracasar.

Aún más singular resulta dicha sociedad como madre de las llamadas sociedades secretas, un germen histórico todavía inmaduro pero sin duda importante. Un rival más peligroso, desde luego no podía salirle al nuevo Luteranismo (que no Protestantismo). Todos los encantos de la fe católica se volvieron en sus manos más poderosos todavía, los tesoros de las ciencias refluyeron a sus celdas. Lo que se había perdido en Europa intentaron reobtenerlo de varios modos en otras partes del mundo, en el lejano Occidente y en el lejano Oriente, así como reapropiarse de la dignidad y la vocación apostólica y hacerla valer. Tampoco quedaron atrás en los esfuerzos por alcanzar la popularidad, sabedores de cuánto hubo de agradecer Lutero sus artes demagógicas a su conocimiento de la gente común. Por doquier fundaron escuelas, se introdujeron en los confesionarios, escalaron a las cátedras y ocuparon las imprentas; llegaron a ser poetas y eruditos, ministros y mártires, y sobre una vastísima extensión que iba de América a China pasando por Europa hicieron patente la más asombrosa connivencia de acción y doctrina.

Con sabia elección reclutaban en sus escuelas discípulos para su Orden. Contra los luteranos predicaban con celo destructor, aspirando a hacer del más cruel exterminio de tales herejes, genuinos camaradas del diablo, el deber más apremiante de la Cristiandad católica. A ellos tan solo habían de agradecer los Estados católicos, y en especial el solio pontificio, su larga supervivencia a la Reforma, y quién sabe cuán antiguo parecería aún el mundo si superiores débiles, la envidia de príncipes y de otros órdenes religiosos, intrigas cortesanas y circunstancias particulares varias no hubieran interrumpido su audaz curso ni casi derruido, junto con ellos, el último bastión de la constitución católica. Ahora, ese Orden temible, de semblante triste, duerme en los confines de Europa, quizá esperando difundirse a partir de aquí, como el pueblo que lo cobija, y quizá hasta con otro nombre, con renovado poder por su antigua patria.

La Reforma había sido un signo del tiempo. Fue un hecho notable para Europa entera, pese a haber estallado públicamente en la Alemania verdaderamente libre. Las mejores cabezas de todas las naciones se habían convertido secretamente en mayores de edad y, plenamente desilusionados respecto de su vocación, se rebelaron con tanto mayor descaro contra el orden coactivo periclitado. El erudito es de manera instintiva enemigo del clero según la antigua constitución; el estamento erudito y el clerical, aun separados, han de combatirse hasta el exterminio, pues disputan por una misma y única posición.

Dicha separación se acentuó más y más, y los eruditos ampliaron tanto más su espacio cuanto más se aproximaba el clero de la humanidad europea al periodo de la erudición triunfante y más se agudizaba la oposición entre saber y fe. En la fe se buscó el motivo del estancamiento general, para cuya superación se confió en un saber en grado de atravesarlo. El sentido sacro fue sin cesar perseguido por doquier, tanto en sus manifestaciones anteriores como en su configuración actual. El resultado de la forma de pensamiento moderno se llamó filosofía, y se le adjudicó todo lo que era contrario al antiguo, en especial toda ocurrencia contra la religión. El inicial odio personal contra la fe católica se transmutó paulatinamente en odio contra la Biblia, contra la fe cristiana y, finalmente, contra la religión. Más aún: el odio a la religión se extendió natural y consecuentemente a todos los objetos del entusiasmo, calumnió la fantasía y el sentimiento, la moralidad y el amor al arte, el futuro y el pasado, emplazó no sin apuros al hombre en lo alto de la serie de los seres naturales y convirtió la infinita música creadora del universo en monótono repiqueteo de un gigantesco molino accionado por la corriente del azar y flotando sobre él, un molino en sí, sin arquitecto ni molinero, un verdadero y propio perpetuum mobile, un molino que se muele a sí mismo.

Un único entusiasmo fue generosamente dejado al pobre género humano y hecho indispensable como piedra de toque de la más alta cultura a cada accionista de la misma: el entusiasmo por esta magnífica y grandiosa filosofía y, más particularmente, por sus sacerdotes y mistagogos. Francia estuvo tan dichosa de convertirse en regazo y sede de esta nueva fe, que era pura mezcla de saberes. Por desacreditada que estuviera en esta nueva iglesia la poesía, aun así había en ella algunos poetas que, por llamar la atención, se valían de antiguos adornos y antigua luz, con el peligro consiguiente de encender el nuevo sistema del mundo con fuego antiguo. Empero, los miembros más inteligentes supieron volver a verter rápidamente agua fría sobre oyentes que ya se habían calentado. Los miembros estaban ocupados de continuo en expurgar de la poesía la naturaleza, el suelo terrestre, las almas humanas y las ciencias –de cancelar toda huella de lo sagrado, de borrar el recuerdo de todo acontecimiento u hombre edificante merced al sarcasmo, de despojar al mundo de sus brillantes adornos. A causa de su sumisión a la matemática y de su descaro, la luz se había convertido en su favorita, alegrándoles más que se dejara descomponer, que el haber jugado con los colores: y así, por ella, a su magno quehacer lo denominaron Ilustración.

En Alemania, ese quehacer fue desarrollado a fondo: se reformó la educación, se intentó imprimir en la antigua religión un sentido nuevo, racional y común, en tanto se la depuraba con esmero de todo lo milagroso y misterioso. Se movilizó a toda la erudición para cercenar cualquier refugio en la historia, al tiempo que se hacían esfuerzos por ennoblecer la historia como un cuadro familiar y costumbrista, hogareño y burgués.

Dios pasó a ser un perezoso espectador del gran y conmovedor espectáculo ejecutado por los eruditos, que al final debía producir admiración y agasajar solemnemente a autores y actores. Se ilustraba con genuina preferencia a la gente común, educándola en aquel culto entusiasmo, lo que hizo surgir una nueva corporación europea: la de los filántropos y los ilustrados. Lástima que, pese a tanto esfuerzo por modernizarla, la naturaleza permaneciera tan maravillosa e incomprensible, tan poética e infinita. Si en alguna parte saltaba una vieja superstición sobre un mundo superior u otra cosa, enseguida soplaba un alboroto desde todos lados y, en lo posible, la peligrosa chispa era reducida a cenizas por la filosofía y la broma: ¡y eso que la contraseña de los intelectuales era tolerancia y particularmente en Francia un equivalente de la filosofía!

Esta historia de la moderna irreligiosidad es en extremo singular, y la clave de todos los fenómenos tremendos de la época moderna. Se pone en marcha en este siglo, sobre todo en su segunda mitad, y en poco tiempo adquiere un tamaño y una variedad imposibles de pasar por alto. Una segunda reforma, aún más vasta y peculiar, era inevitable, y tenía que golpear primero al país que más se había modernizado, que por más tiempo había permanecido en un estado de astenia por falta de libertad. Desde hacía tiempo, el fuego ultraterreno se habría desahogado, anulando los inteligentes planes de la Ilustración, de no haber acudido en su auxilio la presión y la influencia mundanas. Mas desde el instante en que surgieron discrepancias entre los eruditos y los gobiernos, entre los enemigos de la religión y el resto de su compañía, aquélla hubo de emerger nuevamente como tercer miembro, mediador y decisivo, condición ésa que todo amigo suyo debe reconocer y anunciar, caso de que aún no fuera lo bastante perceptible. Que haya llegado la época de la resurrección, y que precisamente los acontecimientos que parecían dirigirse contra su reactivación y amenazaban consumar su ocaso hayan pasado a ser las señales más favorables de su regeneración, es algo incuestionable para quienquiera posea sentido de la historia.

La genuina anarquía es el elemento procreador de la religión. A partir de la aniquilación de todo lo positivo alza su gloriosa cabeza de refundadora del mundo. El hombre se eleva como por sí mismo hacia el cielo cuando ya nada lo ata, siendo los órganos superiores, en cuanto núcleo originario de la configuración terrena, los primeros en emerger por sí mismos desde la uniforme confusión general y la disolución plena de todas las disposiciones y facultades del hombre. El espíritu de Dios flota sobre las aguas y entre las olas que refluyen al fin se percibe una isla celeste, el hogar de los hombres nuevos, la cuenca fluvial de la vida eterna.

Que el verdadero observador considere sosegada e imparcialmente los trastornos padecidos por el Estado en tiempos recientes. ¿No le ocurre al subversor lo que a Sísifo? No termina de alcanzar la cima del equilibrio cuando ya el imponente peso rueda por el otro lado hacia abajo de nuevo. Nunca permanecerá en lo alto a menos que algo lo atraiga hacia el cielo y, oscilante, lo mantenga al nivel. Todos los pilares son demasiado débiles si vuestro Estado mantiene la tendencia hacia la tierra; pero ligadlo mediante un anhelo más alto a las alturas del cielo, proporcionadle un vínculo con el universo y tendréis en él un resorte infatigable, y veréis sobradamente recompensados vuestros esfuerzos. A la historia os remito; escudriñad momentos parecidos en sus ilustrativas conexiones y aprended a utilizar la varita mágica de la analogía.

Francia propugna un protestantismo laico. ¿Deberían también entonces surgir jesuitas laicos y renovarse la historia de los últimos siglos? ¿Debe permanecer francesa la Revolución como luterana era la Reforma? ¿Debería establecerse el protestantismo, de nuevo en modo antinatural, como gobierno revolucionario? ¿Debe la letra hacer sitio a la letra? ¿Buscáis también vosotros el germen de la perdición en la antigua institución en el antiguo espíritu? ¿Y os creeríais en grado de comprender una institución mejor, un mejor espíritu? ¡Ojalá el espíritu de los espíritus os colme y ponga fin a vuestro necio empeño en modelar la historia y la humanidad, y de imprimirle vuestro rumbo! ¿No es ella quizá tan autónoma y arbitraria como amable y profética? Estudiarla, meditar sobre ella, aprender de ella, mantener su paso, seguir fielmente sus promesas y gestos: ¿nadie piensa en eso?

Mucho se ha hecho en Francia por la religión, al privarla del derecho a la ciudadanía y dejarle sólo el derecho de hospitalidad, y ello no en una persona, sino en la totalidad de sus innumerables configuraciones individuales. Como una huérfana extraña y carente de atractivo, debe primero reconquistar los corazones y volver a ser amada por doquier, antes de que de se la adore públicamente de nuevo y se vea mezclada con las cosas mundanas procurando un consejo amigable o la concordia de los ánimos. Como rareza histórica queda el intento de aquella gran máscara de hierro que, con el nombre de Robespierre, aspiró a situar en la religión el punto neurálgico y el vigor de la república; también la fría acogida recibida por la teofilantropía, ese misticismo de la nueva Ilustración; o las nuevas conquistas de los jesuitas; o incluso la aproximación a Oriente mediante nuevos contactos políticos.

Aparte Alemania, de los demás países europeos cabe sólo profetizar que, gracias a la paz, [empezará] a palpitar en ellos una nueva y más alta vida religiosa, que pronto engullirá cualquier otro interés mundano. En Alemania, por el contrario, es ya posible señalar con plena certeza las trazas de un mundo nuevo. Con paso lento pero seguro Alemania precede a los restantes países europeos. Cuando éstos siguen ocupados en guerras, especulaciones y espíritu de partido, el alemán se forma con máxima diligencia como miembro de una época más elevada de la cultura, progreso ése que en el futuro tiene que darle una gran preponderancia sobre los demás. En las ciencias y las artes se constata un poderoso fermento. Se desarrolla un espíritu incuantificable. Que se extrae de filones nuevos, sin explotar.

Jamás las ciencias estuvieron en mejores manos ni, cuando menos, suscitaron mayores expectativas. Se rastrearon los aspectos más diferentes de las cosas, nada quedaría sin sacudir, mesurar o indagar. Todo se reelaboró; los escritores adquieren mayor propiedad y poder, todo antiguo monumento histórico, toda arte, toda ciencia dan con amigos, se les abraza con renovado amor y se les vuelve fecundos. Una versatilidad sin igual, una profundidad desconocida, un lustre resplandeciente, vastísimos conocimientos y una fantasía rica y vigorosa se encuentran aquí y allá, y a menudo audazmente apareados. Un poderoso presentimiento del arbitrio creativo, de la inexistencia de límites, de la infinita variedad, de la sacra singularidad y de la capacidad absoluta de la humanidad interior parece activarse por doquier. Desvelada del sueño matutino de la tosca infancia, una parte del género humano ejercita sus primeras fuerzas con las serpientes que rodean su cuna y quieren dirigir el uso de sus miembros. Aún no son sino insinuaciones, inconexas y toscas, pero que al ojo histórico revelan una individualidad universal, una historia nueva, una nueva humanidad, el más tierno abrazo de una joven y sorprendida Iglesia y de un Dios que ama, y, al tiempo, la íntima concepción de un nuevo Mesías en sus mil miembros. ¿Quién no percibe con tierno pudor la buena esperanza? El neonato será la imagen de su padre, una nueva edad de oro de mirada oscura e insondable, una era profética, milagrosa, reparadora y consoladora que encenderá la vida eterna –una gran era de reconciliación, un Redentor que, como un auténtico genio en casa entre los hombres, [pueda] sólo ser creído mas no visto, y, visible a los creyentes en innumerables formas, consumido como pan y vino, abrazado como el amado, como aire respirado, como palabra y canto percibido, y, con celeste voluptuosidad, como muerte acogido entre los más fuertes dolores del amor, en el interior del cuerpo que se extingue.

Ahora estamos lo bastante en alto como para permitirnos una sonrisa franca ante los tiempos transcurridos recién mencionados, y para reconocer también en tan extrañas necedades cristalizaciones notables de la materia histórica. Con gratitud deseamos estrechar la mano a aquellos eruditos y filósofos, pues locura semejante tenía que agotarse en bien de la posteridad, y hacer válida la visión científica de las cosas. Más atractiva y variopinta, la poesía, como una India ataviada, se contrapone al frío y muerto Spitzberg, con su ramplona inteligencia. Para que la India, en el centro del globo terrestre, sea tan cálida y resplandeciente, un mar frío y rígido, costas muertas, niebla en lugar de un cielo estrellado y una larga noche tienen que volver inhóspitas ambas lindes. El significado profundo de la mecánica yacía pesadamente sobre estos anacoretas de los desiertos del entendimiento. Lo atractivo de la idea primera les abrumaba, lo antiguo se vengó de ellos: en su grandiosa abjuración, sacrificaron al primer conocimiento de sí lo más sagrado y bello del mundo, para después ser los primeros en reconocer y anunciar mediante la acción la santidad de la naturaleza, la infinitud del arte, la necesidad del saber, el respeto de lo mundano y la omnipresencia de lo genuinamente histórico, dando al traste con una dominación de los fantasmas más alta, general y terrible de cuanto ellos mismos creyeron.

Sólo mediante un conocimiento más preciso de la religión se aprenderá a juzgar mejor aquellos espantosos productos de un sueño de la religión, aquellos sueños y delirios del órgano sacro, y sólo entonces la importancia del regalo será correctamente aprehendida. Donde no hay dioses reinan los fantasmas, y la época genuina del surgimiento de los fantasmas europeos, que también explica su forma de manera harto cabal, es el periodo de transición de la mitología griega al cristianismo. Venid pues también vosotros, filántropos y enciclopedistas, a la logia que construye la paz y recibid el beso fraterno, despojaos de la red gris y mirad con amor juvenil la prodigiosa maravilla de la naturaleza, de la historia y de la humanidad. Deseo conduciros hacia un hermano que os debe hablar; abrirá vuestros corazones, y recubrirá con cuerpo nuevo vuestro amado y atrofiado presentimiento; volveréis a abrazar y reconocer lo que teníais en la mente y el torpe intelecto terreno ciertamente no os permitía atrapar.

Ese hermano es el latido del corazón de la nueva época; quien le ha percibido no duda ya de su venida y, con dulce orgullo por mor de su contemporaneidad, abandona el gentío por la nueva multitud de discípulos. Él ha elaborado un nuevo velo para la santa, de la que descubre, ajustándoselo, el conjunto de sus formas celestes, pero a la que envuelve de manera más recatada que ningún otro. El velo es para la virgen lo que el espíritu es para el cuerpo: el indispensable órgano del que los pliegues no son sino las letras de su dulce anunciación; el juego infinito de pliegues es una música cifrada, pues la lengua es para la virgen rígida y descarada en exceso, abriéndose sus labios sólo para el canto. Ello es para mí la convocatoria solemne a una nueva asamblea originaria, el poderoso aleteo de un angelical heraldo que pasa delante. ¡Son los primeros dolores: que cada uno se predisponga para el parto!

El punto más alto de la física ha sido alcanzado ya, por lo que podemos más fácilmente extender la mirada sobre la corporación científica. La menesterosidad de las ciencias externas se hacía últimamente más visible conforme nos eran más conocidas. La naturaleza comenzó a parecer más mezquina y, habituados al fulgor de nuestros descubrimientos, vimos más claramente que su luz era sólo prestada, y que con los instrumentos y los métodos con los que nos habíamos familiarizado nos resultaría imposible construir lo esencial, hallar lo buscado. Cada investigador hubo de conceder que una ciencia nada es sin la otra, surgiendo así intentos de mistificación de las ciencias, y la singular esencia de la filosofía, en cuanto elemento científico representado en su pureza, dirigió su vuelo hacia una fundamental figura simétrica de las ciencias. Otros llevaron a nuevas relaciones entre las ciencias concretas, fomentaron su viva conexión mutua y aspiraron a llevar a su máxima pureza su clasificación histórico-natural. Lo cual aún prosigue, siendo fácil calcular cuán favorables resultan dichas relaciones entre el mundo exterior y el interior para una mayor formación del intelecto, para el conocimiento del primero y la excitación y la cultura del último, y cuánto, en tales circunstancias, el tiempo llegue a aclararse y volver a primer plano el viejo cielo, y el anhelo del mismo con él, la vivaz astronomía.

Pero volvámonos ahora hacia el escenario político de nuestra época. Viejo y nuevo mundo combaten entre sí, los defectos y las carencias de las instituciones estatales han saltado a la palestra en fenómenos terribles. ¿Qué sucedería si también aquí, como en las ciencias, el objetivo histórico de la guerra fuese ante todo una conexión y un contacto más estrecho y variado; si entrara en liza una nueva agitación de una Europa hasta ahora adormilada; si Europa quisiera despertar nuevamente; si estuviera al caer un Estado de Estados, una doctrina de la ciencia política? ¿Debería acaso la jerarquía, esa simétrica figura fundamental de los Estados, ser el principio de unión de los Estados en cuanto intuición intelectual del yo político?

Es imposible que fuerzas terrenas se equilibren entre sí; sólo un tercer elemento, terreno y ultraterreno a un tiempo, puede resolver esta tarea. Entre las potencias contendientes no cabe estipular paz alguna; toda paz es sólo ilusión, sólo armisticio; desde el punto de vista de los gabinetes, de la conciencia general, ningún acuerdo es pensable. Ambas partes tienen, y ha de ser así, grandes, necesarias pretensiones, impulsadas por el espíritu del mundo y de la humanidad. Ambas son fuerzas indelebles del pecho humano; de un lado, la devoción por la antigüedad, el apego a la constitución histórica, el amor a los monumentos de los antepasados y de la antigua y gloriosa familia del Estado, el goce de obedecer; por otro, el sentimiento embelesador de la libertad, la espera incondicionada de esferas de acción más poderosas, el placer por lo nuevo y juvenil, el contacto espontáneo con todos los connacionales, el orgullo por el hombre en cuanto valor universal, la alegría por el derecho personal y por el dominio del todo o el vigoroso sentimiento de ciudadanía. Que ninguna fuerza espere aniquilar a la otra; las victorias aquí no cuentan, pues la capital interior de cada reino no se halla tras ningún terraplén y no se deja expugnar.

Quién sabe si ya se está harto de la guerra, pero desde luego nunca cesará hasta que se empuñe el ramo de palma que sólo un poder espiritual puede conferir. Correrá mucha sangre por Europa antes de que las naciones comprendan ese delirio terrible que las hace ir dando vueltas, y, reunidas y apaciguadas por una música sagrada en mezcla variopinta, vuelvan a los altares de un tiempo, emprendan obras de paz y, en humeantes lugares de elección, se celebre con cálidas lágrimas un gran banquete de amor como fiesta de pacificación. Tan sólo la religión puede volver a despertar a Europa y dar seguridad a los pueblos, y con nueva magnificencia restablecer a la Cristiandad, visible sobre la tierra, en su antiguo cargo de procurador de paz.

¿Las naciones tienen todo de los hombres salvo el corazón, su órgano sagrado? ¿No se hacen amigas, como aquéllos, ante el sepulcro de sus seres queridos; no olvidan toda hostilidad cuando se dirige a ellas la divina piedad –y un único infortunio, un quejido, un sentimiento llena sus ojos de lágrimas? ¿No se apodera de ellas con brío absoluto el espíritu de sacrificio y entrega, y no anhelan ser amigas y unirse en alianza?

¿Dónde está aquélla fe, antigua y querida, en el gobierno de Dios sobre la tierra, la única en procurar beatitud; dónde aquélla celeste confianza mutua entre los hombres, aquella dulce devoción por las efusiones de un ánimo entusiasta de Dios, aquél espíritu que todo lo abarca de la Cristiandad?

El Cristianismo tiene una triple configuración. Una es el elemento procreativo de la religión, en cuanto alegría de toda religión. Otra es la mediación en general, como fe en la plena capacidad de todo lo terreno para ser vino y pan de la vida eterna. Y otra, la fe en Cristo, en su Madre y en los Santos. Elegid la que queráis, elegid a las tres, resulta indiferente; así os haréis cristianos y miembros de una única comunidad eterna, beata hasta lo inexpresable.

Un cristianismo realizado y devenido vital era la antigua fe católica, la última de dichas configuraciones. Su omnipresencia en la vida, su amor al arte, su profunda humanidad, la indestructibilidad de sus matrimonios, su pro-humana comunicabilidad, su alegría en la pobreza, la obediencia y la fidelidad inconfundiblemente hacen de ella la verdadera religión y albergan los rasgos fundamentales de su constitución.

Purificada por el flujo de los tiempos, dicha fe, en íntima e inseparable conexión con las otras dos formas de cristianismo, llenará por siempre de dicha el suelo terrestre.

Su forma accidental es tan buena como aniquilada está, el antiguo papado yace en la tumba y Roma, por segunda vez, se ha convertido en una ruina. ¿No debe el Protestantismo por fin cesar y hacer sitio a una Iglesia nueva y más duradera? Las demás partes del mundo esperan la reconciliación y resurrección de Europa a fin de unirse a ella y devenir conciudadanas del reino de los cielos. ¿No deberá reencontrarse pronto Europa con un gran número de ánimos verdaderamente santos, no deberán todos aquellos a los que la religión realmente hermana estar llenos de anhelo por divisar el cielo sobre la tierra, de ganas por encontrarse y entonar coros sagrados?

La Cristiandad debe ser nuevamente vital y efectiva, y volver a hacer una Iglesia visible sin consideración a las fronteras territoriales, que acoja en su seno a todas las almas sedientas de lo ultraterreno, convirtiéndose en voluntaria mediadora entre el viejo mundo y el nuevo.

Tiene que volver a derramar sobre los pueblos la antigua cornucopia de la bendición. Del sagrado regazo de un respetable concilio europeo surgirá la Cristiandad, y el asunto del despertar religioso se ejercerá de acuerdo con un plan divino universal. Nadie protestará entonces contra la constricción cristiana y mundana, pues la esencia de la Iglesia será pura libertad, y las necesarias reformas se llevarán a cabo bajo su guía como procesos estatales pacíficos y formales.

¿Cuánto de pronto? Eso no hay que preguntarlo. Sólo paciencia, vendrá, tiene que llegar el tiempo sagrado de la paz perpetua, en el que la nueva Jerusalén sea la capital del mundo; pero hasta entonces, correligionarios míos, tened serenidad y valor ante las adversidades del tiempo, anunciad con palabras y hechos el Evangelio divino y permaneced fieles a la verdadera, infinita fe hasta la muerte.

Referencias

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