LAS IDEAS. SU POLÍTICA Y SU HISTORIA: RENOVACIÓN DE LA CULTURA Y NUEVAS FORMAS DE LA POLÍTICA
La “dromocracia” o el régimen de la velocidad absoluta (Paul Virilio). Un diagnóstico de sus derivaciones mórbidas en la existencia
“Dromocracy” or the Regime of Absolute Speed (Paul Virilio). A Diagnosis of its Morbid Implications on Existence.
La “dromocracia” o el régimen de la velocidad absoluta (Paul Virilio). Un diagnóstico de sus derivaciones mórbidas en la existencia
Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades, vol. 19, núm. 38, pp. 49-71, 2017
Universidad de Sevilla
Recepción: 24/04/16
Aprobación: 02/05/16
Resumen: Este trabajo comprende dos grandes bloques. En el primero, examinamos en perspectiva histórica, tomando como referencia la figura de Paul Virilio, el impacto político de la velocidad. Tras jugar un papel fundamental en todas las épocas, el poder totalitario y tecnológico del presente pivota, según el autor francés, sobre el extraordinario incremento de la velocidad que comportan las nuevas tecnologías de la telecomunicaión, con menoscabo del concepto tradicional de espacio y de la idea misma de Estado. En el segundo bloque, probamos el alcance de la crítica viriliana en el terreno de la crítica de patologías, en lo que constituye la aportación más original del artículo. Según nuestra hipótesis, existe una discrepancia patógena entre la lógica de la aceleración que funda la infoesfera y el funcionamiento de los receptores humanos, en la medida que nos despoja, por razón de cierta “presentificación” del tiempo real, de los tiempos de elaboración necesarios para atender sus demandas de movilidad. De aquí se siguen “enfermedades de la adaptación” tan inquietantes como extendidas, como atestigua fehacientemente la ciencia empírica.
Palabras clave: Virilio, Infoesfera, Velocidad, Espacio, Tiempo, Patología.
Abstract: This work includes two great blocks. In the first one, we examine the political impact of speed from a historical point of view, taking the figure of Paul Virilio as a reference. Having played an essential role in the past, the totalitarian and technological power of present times revolves around the extraordinary rise of speed brought about by the new telecommunication technologies, to the detriment of the traditional concept of space and the very idea of State. In the second block, we test the scope of Virilio’s criticism in the field of the criticism of pathologies, which is the most original contribution of this work. According to our hypothesis, there exists a pathogenic discrepancy between the logic of acceleration founded by the infosphere and the ways of the human beings, in as much as it deprives us, due to a certain “presentification” of real time, of the processing times necessary to attend our mobility demands. Hence it follows a series of widespread and disturbing “adaptation diseases” as demonstrated irrefutably by empirical science.
Keywords: Virilio, Infosphere, Speed, Space, Time, Pathology.
La “dromocracia” o el régimen de la velocidad absoluta (Paul Virilio). Un diagnóstico de sus derivaciones mórbidas en la existencia.
El Tiempo y el Espacio murieron ayer. Ahora vivimos en
lo absoluto, puesto que ya hemos creado la velocidad omnipotente
F. T. MARINETTI, Manifiesto del futurismo
1. El régimen de la velocidad absoluta en perspectiva histórica
A pesar de su indiscutible sagacidad, ninguna versión de la historia oficial ha reparado lo suficiente, con la notable excepción de Virilio, en la misiva de Goebbels cuando identifica la calle, en el marco del conflicto entre nacionalsocialistas y marxistas (Berlín, 1931), con la arena política. Y es que, si lanzamos una mirada atenta a la “intrahistoria” (Unamuno), es fácil reparar en el factum de que el contingente revolucionario alcanza su forma ideal en algo que escapa a titulares de prensa, debates científicos y tertulias intelectuales, a saber, la muchedumbre de caminantes anónimos (“dromómanos”, en términos psiquiátricos) que deambulan erráticos, sin rumbo fijo, a la deriva. Toda revolución, es cierto, hunde sus raíces en ese vagabundeo invisible por la red de trayectorias que constituye la calle, un primer transporte común donde la “libertad de ir y venir” (Montaigne) termina configurando, en cuanto productor de velocidad, una “máquina de asalto” cuyo movimiento es asimilado al progreso hacia una tierra ignota. Se entiende, desde este prisma, por qué la esencia de la velocidad no es, para Virilio, sino el poder: “Poder y velocidad son inseparables al igual que riqueza y velocidad son inseparables… Poder es siempre poder de controlar un territorio con mensajes, modos de transporte y comunicación. (…) Un acercamiento a la política es imposible sin un acercamiento a la economía de la velocidad”2.
Para controlar el movimiento de las masas y contener su inercia revolucionaria, el poder ha seguido invariablemente un esquema político-policial, transformando los centros populares de circulación intensa y transporte rápido en “grandes máquinas inmóviles diversamente fabricadas” (Vauban), desde las fortificaciones rurales galorromanas hasta las fortalezas medievales puramente militares. Desde esta perspectiva, la fuerza de la burguesía, por ejemplo, no estribaba tanto en el comercio como en la implantación estratégica del “domicilio fijo” como valor monetario y social, ese “derecho” a residir allende la muralla de la ciudad fortificada que permite prever los desbordes del flujo social, implantando toda clase de filtros en aras de disuadir a la masa móvil de la “tentación” de la calle: “Las antiguas playas pantanosas y malsanas que rodeaban la ciudad fortificada, las viejas fortificaciones, las zonas, las villas miseria y favelas pero también el hospicio, el cuartel, la prisión, no resuelven tanto un problema de encierro o de aislamiento como un problema de circulación; todos son lugares inciertos porque están entre dos velocidades de tránsito, actuando como frenos a la penetración, a su aceleración”3.
No obstante, la revolución burguesa extiende el estado de sitio de la máquina inmóvil, como novedad fundamental, al “vasto campo de la nación” (Barère), de manera que el poder estatal y el orden social se truecan, respectivamente, en vialidad y control de la circulación, por medio de mecanismos como el alojamiento social en ciudades dormitorio, los sistemas de peaje en las autopistas o los cuarteles generales de la gendarmería, por citar algunos ejemplos de la miríada de órganos encargados de administrar la fortaleza urbana según el nuevo proyecto logístico del poder, etiquetado como “Defensa nacional” por la revolución burguesa en su particular afán por volver transparente el espacio humano a la mirada policial. De este modo, el ingeniero militar asume, elevado como “sacerdote de la civilización” (Saint-Simon), los galones del “castrámeta”, complementando su función militar con una especie de geometría descriptiva de la naturaleza donde la finalidad de la fortificación no es tanto contener los ejércitos como favorecer su movimiento pues, como saben los seguidores de Trotsky, el teórico de la “revolución permanente”, la defensa del territorio depende de la transformación para ser efectivo y, por ende, el arte de la guerra debe ser “estratégico”, es decir, conjugar la ofensa y la defensa; en palabras de un estratega chino: “Un ejército es cada vez más fuerte cuando puede ir y venir, extenderse y replegarse, como quiere y cuando quiere”.
Desde este punto de vista, la Revolución Francesa designa, del movimiento sans-culotte al “reclutamiento masivo” del 93, una organización racional de los flujos de circulación, un secuestro de las masas nómadas por concurso del cual las fuerzas populares parisinas emprenden, erigidas en agentes logísticos de la “policía”, un asedio continuo al ritmo de “la Marsellesa”. De tal suerte que, en lo sucesivo, la fuerza de los ejércitos se cifra, parafraseando a Napoleón I, en su “masa multiplicada por su velocidad”, toda vez que la nueva dialéctica del campo de batalla introduce al soldado en la trayectoria de los vehículos balísticos, de forma que la salvación general estriba inexorablemente en el viejo “correr hacia delante”. Se trata, en efecto, de la primera dictadura del movimiento, cuya capitalización sustituye el viejo sometimiento a la coacción indeterminada y el encierro arbitrario.
Con el fracaso de la ciudadela burguesa, consumado por la desaceleración de la guerra civil hacia la colisión urbana, los regímenes totalitarios patrocinan, con independencia de su ideología, la evolución del “Estado-máquina” al “planeta-máquina”, por medio de una continuación “policial” a mayor velocidad, en diferentes vehículos. Para aumentar el dominio estatal sobre la circulación de las masas, el totalitarismo pone el acento en los ejércitos y las policías, desarrollando plenamente la energía cinética de la masa revolucionaria, es decir, su aptitud para el movimiento, como ilustran las fiestas totalitarias donde grandes conjuntos geométricos integran el dinamismo de los individuos en una suerte de decoración caleidoscópica. En este sentido, asimila la velocidad del asalto y la invasión, como ilustra la “guerra relámpago” nacionalsocialista, a la mecánica de una revolución, de modo que el objeto de la guerra se cifra en llevar las fronteras nacionales al territorio del otro siguiendo las consignas fundamentales de Clausewitz y Napoleón, o sea, por la vía rápida, según la declamación dinámica del caudillo de turno.
En cualquier caso, el auge del totalitarismo es inseparable de la revolución de los transportes (vale decir, de las máquinas de destrucción), como pone de manifiesto la tragedia fascista. Con la superación técnica de la plaza fuerte, termina el violento despotismo que aspiraba, bajo la égida de los monopolios comerciales, a la dominación exclusiva de la explanada marítima, convirtiendo los océanos en un vasto campo logístico. Pues bien, lejos de significar el ocaso definitivo de las relaciones de dominio, cuando el transporte abandona el elemento marino por efecto del progreso tecnológico tiene lugar un cambio de velocidad de la economía mundial sin precedentes, por mor del cual los Estados modernos se tornan totalitarios, en detrimento de las naciones cuya superioridad económica venía consagrada por la práctica del mar. En efecto, la lógica del poder/mover expande su dominio sobre todas las superficies del planeta. Hemos llegado a la “guerra total”.
Tras abandonar la explanada de las trincheras, las masas recuperan su libertad de movimiento y la batalla política por construir el aparato de guerra con la mejor eficacia dinámica posible emprende, con la apoteosis de la sociedad de consumo, el desarrollo de la industria de la comunicación y la proliferación del american life style como telón de fondo, un cambio de rumbo decisivo. En este punto del proceso “dromológico”4, el objetivo del poder se cifra en superar definitivamente los problemas creados por el acondicionamiento militar de los territorios en la época de las máquinas totalitarias, hasta el prurito de llevar a cabo una guerra sin aquí, allende las hazañas logradas por el auto blindado todo terreno o las aeronaves de la Luftwaffe alemana, presentadas a la humanidad por el capitán de Poix y el mariscal Göring en ١٩١٥ y ١٩٣٩, respectivamente.
En el empeño por superar la crisis económica de los años treinta mientras disuade a las masas de su tendencia a la revolución, los Estados Unidos depositan toda su confianza en la capacidad de transporte que supone la producción de automóviles en cadena, al hilo de la intuición fundamental de Helmut Klotz en 1937 sobre la importancia de la motorización para aumentar exponencialmente el poder de las Fuerzas de Asalto nacionalsocialistas. Sin embargo, si bien es cierto que la estética exuberante del automóvil norteamericano apenas ocultaba sus limitaciones de velocidad aplicadas como estratagema de vialidad política, dicha prohibición vehicular siembra la semilla de un nuevo inicio, en la medida que numerosos conductores privados de las grandes velocidades comienzan a indagar, espoleados por su profundo sentimiento de frustración, el mundo de la mecánica, en lo que constituye un entrenamiento intensivo que terminará forjando un nuevo aparato de guerra.
En efecto, la revolución microelectrónica de los 40 proporciona una geometría propicia a la velocidad de cara a cumplir de una vez por todas la promesa del movimiento, superando los obstáculos que impedían desarrollar plenamente la ubicuidad del transporte en un escenario geopolítico definido arbitrariamente como “paz total” o “equilibrio del terror”, esa ilusoria coexistencia pacífica que oculta, sin declaración de hostilidades, un desequilibrio en continuo aumento. Con el advenimiento de las nuevas tecnologías de la telecomunicación, la información atraviesa el planeta de forma instantánea y los acontecimientos pueden ser compartidos virtualmente mediante su transmisión en tiempo real5, de forma que el poder registra y condensa todas las edades del mundo, desde las grandes operaciones comerciales hasta el “mundo de la vida” (Lebenswelt). Es lo que Virilio denomina “globalitarismo” o “imperio de la velocidad”, una suerte de “totalitarismo de totalitarismos” de alta tecnología que funciona desmembrando los cuerpos territoriales para convertirlos en meros instrumentos del poder, de modo que resulta infinitamente más peligroso que las versiones nacionalsocialista o estalinista del totalitarismo, ya que se expande más allá del ámbito continental6.
Y es que el incremento de los rendimientos vehiculares no sólo renueva el poder implosivo de los vehículos subsónicos, sino que también implementa el poder destructivo de los explosivos moleculares o nucleares, arrojándonos telúricamente a un horizonte topológico definido por la negación del espacio: “En esta contracción geográfica (…) la penetración y la destrucción se confunden, la instantaneidad de la acción a distancia corresponde a (…) la derrota del mundo como campo, como distancia, como materia”7. En tal disposición de los términos, la masa planetaria se trueca repentinamente, toda vez suturada la “brecha tecnológica” que separaba y, al mismo tiempo, diferenciaba la humanidad, en un conglomerado homogéneo, una sola “interfaz” donde la localización geográfica pierde el protagonismo que disfrutaba en la guerra de las fuerzas mecanizadas a favor del “no-lugar” de la velocidad8. Entonces, la nueva máquina de guerra accede a la velocidad superior del Asalto, sin la cual riqueza y acumulación jamás habrían sido posibles; por oposición a los conflictos bélicos y políticos de la Modernidad, lo decisivo ya no es la aceleración mecánica del transporte, sino la velocidad absoluta9 en el ámbito de la información: “Desde que los objetos, las mercancías y las personas pudieron ser sustituidas por signos, por fantasmas virtuales transferibles por vía electrónica, las fronteras de la velocidad se han derrumbado y se ha desencadenado el proceso de aceleración más impresionante que la historia humana haya conocido”10.
Ahora bien, el descompromiso geográfico que designa la desvalorización de las localizaciones trasciende la retirada estratégica de los ejércitos convencionales, pues el tiempo ganado por el movimiento de retroceso respecto al espacio (entendido como “campo de acción”) no persigue contrarrestar la fuerza efectiva de un adversario. Se trata, en contraste con el viejo empeño por contener el movimiento en curso, de desarrollar exponencialmente la capacidad de los nuevos medios de comunicación para reducir el espacio con el efecto multiplicador de la velocidad, círculo vicioso que delega la fatalidad de la destrucción en la producción. En efecto, la dimensión totalitaria de la tecnología deriva, precisamente, de la “voluntad de aceleración” que ésta impone. El mantenimiento del monopolio imprime la necesidad perentoria de oponer uno más veloz a todo dispositivo novedoso, en una suerte de carrera tecnológica (“dromológica”, en términos de Virilio) que trasciende las barreras de la velocidad, hasta el prurito de superar el sistema de ganancia de la obsolescencia industrial11. Hemos pasado, en definitiva, de la fase del fuego o del explosivo a la del movimiento de los vectores, del estado de sitio de las guerras del espacio al estado de urgencia de la “guerra cronológica”, donde las maniobras técnicas para conquistar el instante sustituyen a las tácticas que buscaban invadir el terreno, como revela el abandono del canal de Panamá por parte de la soberanía norteamericana.
Así las cosas, el poder deviene una especie de “meteorología” donde cada velocidad designa un “departamento” del tiempo, en detrimento de la libertad de decisión y acción política que no hace tanto determinaba el destino de los Estados y sus alianzas, reemplazados progresivamente por la realidad virtual de los “tele-continentes” y la “ciudad global” donde se cifra el régimen de la velocidad absoluta, esa “meta-ciudad des-territorializada que se va a convertir (…) en el sitio de la metro política, cuyo carácter totalitario, o mejor, ‘globalitario’, será obvio a la vista de todos”12. Mientras la aceleración creciente de los rendimientos vehiculares extiende la miniaturización estratégica del espacio al campo político, los ingenieros encargados de su desarrollo asumen la libertad de maniobra que poseían los hombres de Estado y sus delegaciones subalternas, jefes de guerra y otros generales a la hora de concebir la estrategia más oportuna en cada momento, en espera del advenimiento inminente de un sistema tecno-científico e industrial autosuficiente; en palabras de Virilio: “Los protagonistas practican en lo sucesivo la política de lo peor o, más exactamente, la ‘apolítica de lo peor’, que fatalmente conduce a que la máquina de guerra se convierta un día en la decisión misma de la guerra, llevando a cabo así la perfección de su autosuficiencia, la automatización de la disuasión”13.
Se entiende, desde esta perspectiva, la misiva de Heidegger en el encuentro internacional de los premios Nobel en Lindau (1955), según la cual la audacia de la investigación científica estaba gestando, con los medios de la técnica, una transformación del mundo cuyo alcance rebasa ampliamente el peligro que representaba la bomba de hidrógeno durante la época atómica14. No obstante, lo más inquietante no era, a su juicio, la inminente tecnificación del mundo, sino que ningún individuo, grupo o comisión, ya sean eminentes hombres de estado, investigadores, técnicos o directivos de la economía y la industria, estaba preparado para afrontar semejante transformación universal, en virtud de lo cual nos encontramos abocados, tan indefensos como desconcertados, a cumplir los designios de la técnica en su irresistible prepotencia: “No sabemos por cuánto tiempo el hombre se encuentra en una situación peligrosa ¿Por qué? ¿Sólo porque podría de pronto estallar una tercera guerra mundial que tuviera como consecuencia la aniquilación completa de la tierra y la destrucción de la humanidad? NO. (...) ¡Extraña afirmación! Extraña, sin duda, pero sólo mientras no reflexionemos sobre su sentido. (...) ¿Qué gran peligro se avecinaría entonces? Entonces, junto a la más alta y eficiente sagacidad del cálculo que planifica e inventa, coincidiría la indiferencia hacia el pensar (...), una total ausencia de pensamiento”15. Incapaz de controlar el progreso imparable de los nuevos medios de destrucción mediante estructuras de sentido distribuidas por canales morales y políticos, la “infocracia” contemporánea realiza en el plano óntico del poder fáctico, en efecto, los peores presagios del filósofo alemán, como reflejan los problemas existentes, cada vez más inapelables, a la hora de eliminar los “desechos” de la industria tecnológica16.
2. Epidemiología del nuevo malestar en la cultura
2.1. Etiología: La catástrofe temporal
Somos conscientes de las múltiples posibilidades que brinda la evolución vertiginosa experimentada por la infoesfera. Como sostiene el propio Heidegger, sería miope condenar el mundo técnico como obra del diablo, pues todos dependemos de sus dispositivos en mayor o menor medida. Nos postramos, incluso, ante la inaudita capacidad de la racionalidad tecnocientífica para trascender todos los límites. Sin embargo, no podemos escapar al hecho de que la opresión tecnológica ejercida por la nueva dictadura del movimiento no sólo concierne a la esfera del poder, sino que también ha inundado amplias zonas de la existencia cotidiana. Como sostiene Virilio, “la carrera surge de la historia como una sublimación de la caza”, la aceleración culmina el exterminio y la violencia de la velocidad, presentada más arriba como síntesis de control técnico e instrumental, se trueca simultáneamente en lugar y ley, sino y destino de la civilización, hasta el punto que todo ser humano tiene un proyecto con una ideología de aceleración perpetua17.
Aunque no parece afectarnos de suyo en absoluto, lo cierto es que, bajo nuestro punto de vista, existe un vínculo inextricable entre la cadencia de las nuevas capacidades de los vectores y la extraordinaria proliferación de las llamadas “enfermedades de la adaptación”, esos trastornos provocados por una reacción excesiva del organismo, obligado a movilizar sus defensas para atajar diversas agresiones, estados de tensión aguda o stress; en términos del propio Virilio: “La inmediatez de la información crea inmediatamente la crisis. (…) Imperceptible sobre el teclado de una computadora (…) desemboca en un encadenamiento catastrófico, ayer impensable. Con demasiada facilidad lo silenciamos, al lado del riesgo de proliferación ligado con las posibilidades nuevas de adquisición”18. Paradójicamente, el drama de nuestra época es que la misma ciencia que prolonga indefinidamente la esperanza de vida nos arroja a un torbellino de agitación cuyo ritmo vertiginoso no cesa de acelerar19, y lo que debería ser fuente de comodidad termina generando unas condiciones de vida que nos enferman, como manifiesta el nuevo malestar en la cultura que expande su influencia, silente pero lacerante, en la plenitud de su pujanza20. No se trata, empero, de un producto arbitrario pues, si Freud llevaba razón y la evolución de la cultura y del individuo son análogas, está justificado el diagnóstico de que una época e, incluso, la humanidad, se vuelva “neurótica” bajo la presión de ciertas ambiciones culturales21.
Desde el prisma de la psicopatología, las raíces del malestar preponderante se cifran, para nosotros, en el desfase patógeno, cacofonía o discrasia entre la velocidad absoluta del ciberespacio y el funcionamiento de los receptores humanos, es decir, de sus cerebros y órganos sensoriales, por concurso del cual se trastorna el proceso comunicativo en perjuicio del vínculo entre conciencia y realidad22. Como sugieren diversos fenómenos de nuestra época como el cambio de contextos para valorar procesos globalmente, la apertura de ventanas de atención hipertextuales o la práctica del multitasking, el progreso ilimitado del infospace demanda una movilización permanente de nuestras facultades cognitivas y emotivas, de modo que los nuevos medios de masas vertebran, mediante la colaboración energética entre lo semiótico y lo estresante, un sistema sincronizado basado en el estrés a escala universal23.
Sin embargo, la materia física del organismo perceptivo y consciente posee límites naturales imborrables, por razón de los cuales necesita tiempos de elaboración racional y afectiva para traducir las reacciones inmediatas a través de la verbalización. En el lenguaje de la informática, los seres humanos y los nuevos medios de la destrucción estamos “formateados” siguiendo códigos diversos, de manera que los automatismos técnicos rebasan los ritmos funcionales del organismo hasta volverse independientes de la voluntad y la acción humanas. De hecho, si la atención se trata, como demuestra inequívocamente la ciencia económica, de un recurso escaso24, es porque la velocidad exhibida por los estímulos, mensajes, reclamos y, sistemáticamente, todo intercambio comunicativo recorta drásticamente el tiempo mental necesario para valorarlos cabalmente y actuar en consecuencia; hablando en términos bélicos:
“Las velocidades supersónicas de los medios de asalto dejan (…) poco plazo a la detección, a la identificación y por tanto a la réplica. (…) La defensa activa exige por lo menos tener el tiempo material para intervenir. Pero es ese ‘material de guerra’ lo que desaparece en la aceleración de los rendimientos de los medios de comunicación de la destrucción. (…) Allí donde las deflagraciones del explosivo (molecular o nuclear) contribuían a volver impropio para la existencia el espacio, de pronto son las del implosivo (vehículos vectores) los que reducen a nada el tiempo de actuar”25.
Es la “presentificación” correspondiente al tiempo real, la amputación del volumen del tiempo (de su profundidad de sentido) en detrimento de la multiplicidad de tiempos locales que comprendían la historia y la geografía hasta el advenimiento de un tiempo mundial único, un presente permanente que todo lo succiona, donde las experiencias y enseñanzas del pasado han perdido gran parte de su utilidad y no hay formas confiables de prever el futuro26. Tras haber significado la superación de las distancias, la velocidad equivale repentinamente al abatimiento de la dimensión temporal, y los medios de comunicación de la ubicuidad desplazan a los medios de la historicidad. El énfasis del espíritu público sobre la domesticación del espacio en perjuicio del tiempo indica, no obstante, que los mass media han redistribuido las relaciones entre el aquí y el allá de forma más sensible que las relaciones entre el antes y el después: “Se ha subrayado repetidamente: nuestro territorio se amplía, nuestro calendario encoge; el horizonte óptico recula, la profundidad del tiempo se desdibuja y navegamos con mayor facilidad en la Web que en la cronología”27. De aquí se sigue una mutación cognitiva de la humanidad sin precedentes, una suerte de “hipercinesia interpretativa” donde la elaboración crítica de los estímulos que recibimos no sigue estrategias lineales de secuencia, sino procesos de “sobreinclusión” (overinclusion), espirales asociativas, conexiones asignificantes y transferencias rápidas que extienden los límites del significado hasta límites insospechados.
2.2. Sintomatología: Expresiones mórbidas de superficie
En contraste con la fijación moderna por la producción y la revolución, nuestro mundo histórico pone el acento, ciertamente, sobre la información y la comunicación. Ahora bien, los flujos de estimulaciones informativo-publicitarias son un factor de hiper-excitación patógena del sistema emocional que generan con inusitada frecuencia patologías de sobrecarga excitante, entre las cuales destaca la afirmación impetuosa de la propia expresividad28. Como revela la moda de las radios libres, donde todos somos disc-jockeys, presentadores y animadores, no se trata de una simple ideología sino de un proceso de democratización sin parangón, un deseo compulsivo de la masa por expresar su propia intimidad para nada, sin otra finalidad que la mera expresión; es el placer de comunicar por comunicar, independientemente del “mensaje”: “Eso es precisamente el narcisismo, la expresión gratuita, la primacía del acto de comunicación sobre la naturaleza de lo comunicado, la indiferencia por los contenidos, la reabsorción lúdica del sentido, la comunicación sin objetivo ni público, el emisor convertido en el principal receptor”29.
Como enseña Heidegger, el arte se define como la región privilegiada para el advenimiento de la verdad entendida, en un sentido fenomenológico-existencial, como acontecimiento de sentido. Pues bien, el devenir contemporáneo de la actividad artística pone en evidencia, desde el art nouveau hasta el movimiento pop, que el proceso de “estetización del mundo” en curso, en virtud del cual todo cobra un sentido estético (incluso los objetos industriales de la vida cotidiana), hunde sus raíces en el fenómeno de la “hiperexpresión”, a costa de la banalización irreversible de la obra de arte30. No obstante, la “hiperexpresión” descubre en la región del arte su convivencia con la lógica del vacío y la desusbstancialización postmoderna, toda vez que la hiperabundancia de realidad estetizada oculta una ausencia de realidad que desemboca en “desilusión estética”: “El problema no es de pérdida de sentido, sino del demasiado sentido, del too much, de una proliferación del sentido, que a mi modo de ver afecta también al arte, afecta a la actividad artística. Hay una proliferación de expresión, de dar expresión a todo, de hacer que todo tenga un sentido estético. Eso para mí es la muerte del sentido, pero por exceso de sentido, y no por falta”31.
Junto a la “hiperexpresión”, la hipermovilización nerviosa y el estrés informativo conllevan, cuando son frustrados, patologías de desinversión de la energía libidinal complementarias y simultáneas32. En primer lugar, tenemos la fatiga como síndrome paradigmático de nuestra era, consecuencia inevitable de una actividad desordenada que no alterna regularmente las fases de esfuerzo con el descanso obligatorio. Dado que desborda los ritmos funcionales del organismo, la velocidad exponencial de los instrumentos de comunicación representa, efectivamente, un factor de discordancia sumamente peligroso, provocando síntomas neurasténicos en función de los cuales nos mostramos incapaces de mantener el ritmo establecido. Generalmente, la fatiga se define como “disminución o pérdida de la excitabilidad de los músculos causada por exceso de excitaciones y de trabajo, que desemboca en deficiencia muscular acompañada de sensación especial de inercia”33. Ahora bien, los estados de agotamiento muscular no derivan necesariamente del esfuerzo físico dedicado a un trabajo efectivo, más allá de las averiguaciones de Mosso y During34. Además de la fatiga activa, resultado del desajuste entre una actividad determinada y nuestro ritmo fisiológico en función del tiempo disponible para llevarla a cabo, existe un agotamiento pasivo, inducido por una repetición hiperveloz de excitaciones sin la envergadura suficiente para contraer nuestros músculos per se, como ocurre en el régimen de la infocracia contemporánea.
La “hiperestimulación” que nos acecha fatiga nuestro organismo porque toda excitación dirigida sobre la extremidad receptora de un nervio de la sensibilidad obtiene resonancia por reflejo, como explica Etienne Grandjean, en los nervios motores del centro correspondiente y, como resultado, los músculos donde desembocan sufren un estado de inhibición general que oscila del tono fisiológico a la contracción muscular. Dicho proceso tiene lugar “automáticamente”, pasa desapercibido para nuestro hipotálamo y, por ende, pensamos ingenuamente que somos máquinas inagotables, con una regulación ilimitada. El sistema global de comunicación se perfila, en cualquier caso, como el mejor caldo de cultivo para la “fatiga nerviosa”, confirmando las sospechas levantadas en el simposio organizado por la Sociedad de Patología Comparada en la Facultad de Medicina de París (1959). Es el “mal del siglo”, florece sin cesar y no existen barreras que la detengan.
Desde este punto de vista, pueden distinguirse cuatro grados de fatiga35: “Decaimiento” (primeros síntomas), “agotamiento” (baja la tensión arterial, acelera el ritmo cardíaco y debilita los músculos), “surmenage” (irrita los centros nerviosos, impide el sueño, aumenta la tensión arterial y aminora el ritmo cardíaco) y “exceso” (puede parar bruscamente el corazón y favorecer síntomas transitorios de confusión mental por autointoxicación). Si bien el decaimiento conlleva predisposición al descanso, las condiciones de vida instituidas por el progreso tecnológico exigen que el sistema nervioso multiplique sus incitaciones motrices en la misma medida que los músculos se fatigan, de tal suerte que la sensación de malestar se torna cada vez más desagradable ante la imposibilidad de relajarnos. De hecho, la actividad del organismo desemboca a menudo en un estado crónico de fatiga, reconocible por una disminución de las actividades psicofisiológicas, síntomas psíquicos (irritabilidad, apatía, agresividad, ansiedad, depresión) y trastornos funcionales del sistema neurovegetativo (inapetencia, jaqueca, insomnio, trastornos circulatorios y digestivos, vértigo, palpitaciones, temblores, síncopes). Dado que no deriva del trabajo muscular, sensorial o intelectual sino del “esfuerzo de vivir” (Paul Chauchard), cobra sentido el carácter central de la fatiga a la altura del presente, síntoma común entre personas que no realizan, aparentemente, actividades análogas.
Por lo demás, existen evidencias empíricas de que la acumulación de fatiga recorta drásticamente la calidad de vida, pues repercute negativamente en las funciones físicas sensoriales, psicomotoras y nerviosas. A nivel fisiológico, la contracción muscular no sólo consume nuestras reservas de energía, sino que también libera en el interior de los tejidos desechos tóxicos que nuestro organismo encuentra muy difícil eliminar, desencadenando enfermedades del corazón, angina de pecho, nefritis, dolores reumáticos, úlceras de estómago e, incluso, muerte súbita, atribuible a una intoxicación bulbar por la toxina de la fatiga. En la medida que nos agota, el imperio de la velocidad absoluta también favorece la subida excesiva de presión sanguínea conocida como “hipertensión”, uno de los misterios más oscuros de la fisiología contemporánea. Aunque sabemos que deriva de una vasoconstricción, el porcentaje de casos con un origen contrastado empíricamente es prácticamente insignificante (del 10 al 20%). Además, no existe consenso entre los cardiólogos sobre cuando cabe hablar de tensión anormal: Mientras la mayoría sostiene que la mínima y máxima presión varían, respectivamente, de 7 a 9 y de 12 a 14, la valoración de las personas de edad avanzada es objeto de mayores discrepancias. Sin embargo, resulta innegable que el factor nervioso juega un papel crucial al respecto, en tanto que los hipertensos padecen, a menudo, el síndrome de fatiga crónica conocido como “surmenage”, término de origen francés para designar una depresión reactiva causada por agotamiento físico o emocional.
Según las últimas averiguaciones de la investigación anticancerosa, la aceleración del ritmo de vida favorece, para más escarnio, el desarrollo del cáncer, la enfermedad civilizatoria más temida36. Las características de la célula cancerosa son, a grandes rasgos, bien conocidas: Surge en un tejido determinado como mutación irreversible de células diversas morfológica y biológicamente, trastornando su almacenamiento de cromosomas de tal manera que multiplican su influencia anárquicamente hasta invadirlo todo, con menoscabo del equilibrio orgánico. Asimismo, sabemos que la aparición de un tumor maligno no es un proceso unívoco, sino que radica en tres factores inextricables: Genético, hormonal y provocador, que puede ser, a su vez, físico (rayos X, radio, rayos ultravioletas e infrarrojos), químico (colorantes, metales, extractos vegetales, grasas quemadas, suciedad atmosférica) o biológico (virus).
Pero independientemente de sus posibles causas, el factor psíquico y fisiológico ostenta una importancia inestimable en la evolución del cáncer, ya que puede acelerar, obstaculizar o, incluso, interrumpir su progresión, a priori, imparable. Las condiciones de extrema exigencia que sufrimos favorecen, es cierto, alteraciones físicas, químicas y hormonales que desembocan en trastornos vasomotores: Aceleración del pulso, sudor, temblor, espasmo y otras modificaciones en el interior de nuestras células. Por oposición a las emociones positivas que podrían contrarrestar la evolución del cáncer, empero, semejantes trastornos del sistema nervioso disminuyen la resistencia del organismo hasta propiciar eventualmente los desarreglos celulares responsables de su gestación y posterior desarrollo. En este sentido, el profesor Forgue señala que los trastornos funcionales neurovegetativos pueden intervenir fácilmente en el metabolismo sobre las glándulas endocrinas y sensibilizar a la célula al agente cancerígeno, toda vez que resultan, por razón de sus múltiples influencias, histológicamente incontrolables37.
Por otra parte, dado que muchos de ellos responden a un desequilibrio de los reflejos, existe un vínculo inextricable entre la “fatiga nerviosa” y los accidentes, en lo que constituye el tercer azote de la humanidad, tras las enfermedades cardiovasculares y el cáncer38. Como es sabido, la mayoría de gestos que realizamos ordinariamente no radican en nuestra voluntad sino en esos automatismos adquiridos inconscientemente que denominamos “reflejos”. Cuando uno de nuestros sentidos es excitado, ciertas células recogen y transmiten la sensación correspondiente a la médula espinal, donde otra célula motriz trasfiere la orden de movimiento al músculo por una fibra nerviosa. Pues bien, según Ivanoff-Smolensky, la fatiga disminuye la velocidad de transmisión nerviosa una media de 30 metros por segundo, contribuyendo decisivamente en la multiplicación del número de accidentes y en el aumento de su gravedad. Por lo demás, el consumo generalizado de sustancias psicotrópicas, ya sea para ajustar el ritmo existencial a las exigencias comunicativas o bien para evadirse de ellas, no hace sino agravar el problema; por ejemplo, el alcohol aminora la rapidez de los reflejos del 15 al 25%, mientras que los excitantes los aceleran del 20 al 100%39.
A nivel psicológico, una de las expresiones morbosas de la fatiga más acuciante es la “depresión nerviosa”, entendida como una flexión (transitoria o duradera) del equilibrio neuropsíquico que favorece la desgana, el pesimismo y el desinterés por la actividad habitual, esa patología de masas, cada vez más banalizada, del “están hartos” y del flip, entre otras expresiones de indiferencia y abandono. Asimismo, este Nihilismo new age, por así llamarlo, se traduce en numerosas patologías, como decaimiento, insomnio, adelgazamiento considerable, lentitud en las funciones digestivas que acarrea anorexia, estreñimiento y un estado saburral acusado, ralentización de la respiración e hipotensión arterial, disminución o abolición de los reflejos tendinosos, temblor de fatiga, astenia acomodaticia de la visión, etc. En efecto, la tesis del “progreso” psicológico (E. Todd) es insostenible cuando cada vez son menos los que pueden escapar de los estados depresógenos40.
Como refleja la mirada sombría y la expresión melancólica de su rostro, el deprimido se caracteriza fundamentalmente por mantener un modo de vida inerte, abrumado por un sentimiento de inferioridad que lo colma de tristeza, ansiedad y una sensación de impotencia física por la que todos sus esfuerzos se centran en simples frivolidades, así como una incapacidad en el punto de realizar cualquier actividad intelectual, a tenor de la flexión de su atención y la lentitud evocadora de su memoria41. En este contexto, los problemas personales cobran dimensiones desmesuradas, y cuanto más insiste, al abrigo de los “psi”, menos los resuelve, de manera que el suicidio se vislumbra cada vez más como la única salida: “¿Qué cosa hoy no da lugar a dramatizaciones y stress? Envejecer, engordar, afearse, dormir, educar a los niños, irse de vacaciones, todo es un problema, las actividades elementales se han vuelto imposibles”42.
3. Conclusión
No nos resistimos a terminar nuestro trabajo sin rememorar la paradoja que atraviesa, como una flecha, el corazón del sistema de producción capitalista, esa contradicción interna formulada por Marx lapidariamente: “El Capitalismo produce sus propios sepultureros”. Si prestamos atención a las consideraciones más elementales de su materialismo histórico, no podemos ignorar, empero, la singularidad irreductible de los diversos estadios que vertebran su evolución. Tendencialmente insaciable, la lógica acumulativa del Capital gravita desde siempre sobre el principio de la productividad. Pero mientras su fase industrial se basaba en extraer energía física de los trabajadores sin conceder importancia al sufrimiento psíquico concomitante, el Capitalismo tardío desplaza el acento sobre nuestra energía mental, precisamente lo que los nuevos medios de la destrucción están arruinando a marchas forzadas.
Efectivamente, el nuevo malestar en la cultura no puede seguir siendo marginalizado por los dueños del Capital, pues existe una estrecha relación entre la crisis de la new economy y la proliferación de la tristeza, la desmotivación y la depresión. Hasta cierto punto, la infelicidad constituye, es cierto, un estimulante del consumo, en tanto que comprar ayuda a calmar nuestra angustia. Sin embargo, el sufrimiento que muestran todos los índices epidemiológicos ha superado ampliamente el límite de lo soportable, razón por la cual tiene efectos de contracción del consumo. Baudrillard lo ha dicho todo al respecto: “Las cosas se están acelerando tanto que los procesos ya no se inscriben en una temporalidad lineal, en un despliegue lineal de la historia. Nada se mueve ya de la causa al efecto: todo se transversaliza por las inversiones del significado, por acontecimientos perversos, por inversiones irónicas. Aceleración, corrientes y turbulencias, autopotenciación y efectos caóticos”43.
En resumen, el sistema virtual de información alcanza extremos de sofisticación y rendimiento que podrían significar su disolución inminente. Esto es particularmente evidente en la infoesfera, donde el exceso de velocidad provoca una democratización sin precedentes de la “enfermedad de vivir”, plaga difusa y endémica de nuestro tiempo. La desregulación del sistema se inscribe, no obstante, en un proceso de inversión más amplio: En la medida que avanza a la perfección, toda estructura (ya sea técnica o humana, económica, social o política) tiende a deconstruirse inexorablemente, por su propia sistematicidad, hasta implosionarlo todo. Es lo que Baudrillard denomina “ironía objetiva”. Por eso, el imperio del monopolio no tiene más remedio que diseñar estrategias para contener nuestro ritmo de vida, moderar la infelicidad y estimular el consumo, siempre y cuando la humanidad no sea feliz porque, en ese caso, jamás comulgaría con la dictadura de la velocidad.
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Notas
Si contemplamos, en otro orden de cosas, la relación entre tiempo e infoesfera a la luz del método fenomenológico, tenemos que si bien el organismo consciente habita el tiempo, éste también está en el organismo consciente en cuanto duración de la conciencia (en el sentido de Bergson), más allá de la noción kantiana de tiempo como condición epistémica trascendental. Cfr. Paul Virilio, Esthetique de la disaparition. París, Galilée, 1988, p. 28.