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Introducción. ¿Por qué continúa siendo importante leer a Hume?
Introduction. Why is it still important to read Hume?
Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política y Humanidades, vol. 20, núm. 40, 2018
Universidad de Sevilla

David Hume (1711-1776) es sin duda el filósofo más importante en lengua inglesa. Se ocupó de numerosos temas (teoría del conocimiento, filosofía de la religión, el estudio de las pasiones, ética, filosofía política, …) y en todos ellos realizó análisis tan originales como profundos. Aspiraba a la elaboración de un sistema en donde las diversas partes se apoyaran mutuamente, y en nuestra opinión lo consiguió. A su brillantez teórica se une una cualidad muy apreciable: valoraba en mucho la claridad expositiva. En sus escritos no hay esos artificios que muchas veces hacen posible la impostura intelectual. No hay un intento de deslumbrar al lector con grandes palabras, sino de iluminarlo. En ello estaba en plena conformidad con los ideales de la Ilustración. De hecho, no escribía para un público especializado, pues la filosofía no se había convertido todavía en una actividad básicamente académica, muchas veces encerrada en sí misma. Aspiraba por el contrario a alcanzar al lector culto, y esto para él era importante porque pensaba que la filosofía podía cambiar la vida de las personas y de las sociedades. Cuando Marx escribió que la filosofía se había ocupado de interpretar el mundo y que de lo que se trataba era de transformarlo no estaba teniendo en cuenta toda una larga tradición de filósofos entre los que se encontraba Hume.

Si tuviéramos que hacer un apretadísimo resumen de su pensamiento que animara al lector a estudiar los textos de este volumen monográfico que publica Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política, Humanidades y Relaciones Internacionales, y que ahora presentamos, empezaríamos destacando que su planteamiento es empirista . naturalista. Hume intenta ver toda la realidad desde un mismo enfoque: el de la experiencia y la observación. Diríamos que en su filosofía no hay dualismo, todo se estudia básicamente de la misma manera. Y lo que justifica este planteamiento es su análisis de la causalidad. En el mundo que usualmente llamamos natural (el mundo exterior de los objetos que nos rodean) no encontramos relaciones necesarias, sino sólo conjunciones constantes que, como resultado del recuerdo de la experiencia pasada, nos llevan a anticipar el efecto acostumbrado. Pero es que en el mundo humano encontramos esas mismas conjunciones constantes: si a una persona la pegan (causa), gritará o devolverá el golpe (efecto), y esto es algo que todos nosotros, tras la experiencia pertinente, podemos prever. Luego la realidad no está dividida en dos ámbitos: el de la libertad humana y el de la necesidad que domina las relaciones entre los objetos. Sólo hay un mundo. Todas las motivaciones, voliciones y acciones de las personas pueden ser tratadas (y de hecho lo son por todos nosotros en nuestros intentos de explicar o predecir la conducta de aquellos con quienes nos relacionamos) como siendo indiferentemente causas y efectos, según que las consideremos en relación a sus consecuentes o a sus antecedentes. De esta manera, en virtud de su naturaleza idéntica, los razonamientos que versan sobre los objetos del mundo exterior y los que se refieren al comportamiento humano pueden formar una única cadena de argumentos. Con un expresivo ejemplo que pone Hume, un prisionero que no tiene dinero descubre la imposibilidad de escapar tanto en función de la tenacidad del carcelero (se supone que este no sería tan tenaz si el prisionero tuviera algo con qué sobornarle) como por los muros y barrotes que encuentra a su alrededor. El mismo prisionero, cuando es conducido al patíbulo, prevé su muerte tan ciertamente en función de la constancia de sus guardianes como por la operación del hacha sobre su cuello. Su mente recorre una serie de ideas: la negativa de sus carceleros a dejarle escapar, la acción del verdugo, la separación de la cabeza del cuerpo, la efusión de sangre y la muerte. Aquí hay una cadena en la que están mezcladas causas a las que llamamos naturales y acciones humanas, pero la mente no experimenta ninguna diferencia especial entre ellas.

¿Qué sucede, entonces, con la libertad humana, esa supuesta propiedad presente en nuestro interior? Dentro de este determinismo metodológico que Hume defiende sólo caben dos sentidos válidos del término «libertad». En primer lugar está la libertad que poseen quienes no están presos o encadenados. Es la libertad de realizar nuestros deseos. Su opuesto para Hume sería la violencia o la coerción física. Aunque siendo un poco más generosos podríamos admitir (y creo que debiéramos hacerlo) que en este sentido la pobreza también restringe nuestra libertad, pues nos impide llevar a buen término muchas de nuestras aspiraciones, y por el contrario la riqueza o la buena salud aumentan el margen de nuestra libertad.

Hay, en segundo lugar, otro significado legítimo de “libertad”: una cierta soltura que sentimos en la mente a la hora de pasar o no de la idea de una causa a la de su efecto (o a la inversa). La libertad en esta acepción del término es una sensación de indeterminación mental, la indeterminación propia de no saber predecir un acontecimiento futuro o desconocer la causa de algo que ha ocurrido. Muchas veces, en efecto, somos incapaces de explicar o predecir la conducta de las demás personas; pero también en innumerables ocasiones nos sentimos perdidos a la hora de predecir el comportamiento de los objetos que nos rodean. No puedo saber cuándo caerán las hojas del árbol que tengo enfrente, pero no concluyo que las hojas son libres (y honestamente no creo que nadie lo haga). En algún momento esas hojas se caerán, pero intervienen tantos factores que no podemos preverlo con precisión. Nuestra experiencia es siempre limitada, e igual que los sucesos difícilmente previsibles (o de momento imprevisibles) del mundo natural no son sino la ocasión de iniciar nuevas investigaciones científicas que esperamos que acabarán descubriendo las causas de esos fenómenos, cuando seamos incapaces de predecir o explicar la conducta de una persona, cuando nos sintamos perplejos, esto debe llevarnos a concluir, no la ausencia de causas de esa conducta, no que estamos ante seres que poseen una cualidad especial, “la libertad”, sino nuestra obligación de familiarizarnos con los motivos y circunstancias de ese individuo. Así, por ejemplo, puede sorprendernos que una persona que posee una disposición amable conteste de manera malhumorada a unas palabras que le dirigimos; pero luego nos enteramos de que tenía en esos momentos un terrible dolor de muelas o de que estaba muy hambrienta. Su conducta descortés ha quedado explicada. Es decir, hemos encontrado su causa.

¿Cuál es la conclusión que Hume obtiene de esta reelaboración del significado del concepto de libertad, que ya no se presenta como una misteriosa cualidad del agente, sino como mera libertad de actuar o como nuestra incapacidad de predecir o explicar un determinado suceso? Pues que no hay ningún impedimento metodológico para elaborar lo que hoy llamaríamos unas ciencias humanas equivalentes en todo a las ciencias naturales. En ambos casos tratamos de identificar las causas de los acontecimientos (las llamadas normalmente naturales o las referentes al individuo o a la sociedad) a través de la observación cuidadosa de regularidades de sucesión. La filosofía natural recurre a la experimentación. No parece que la filosofía moral pueda recurrir al mismo procedimiento (o al menos esto pensaba Hume, la psicología experimental no tiene obviamente la misma opinión, y cree poder resolver el problema que ahora mismo vamos a mencionar), aunque sólo sea porque cuando los sujetos se sienten observados es muy probable que cambien su conducta. Pero la dificultad para Hume no es insalvable, porque podemos recurrir al mero mirar con ojos atentos y curiosos a la vida humana, algo para lo que el estudio de la historia, con sus ejemplos del pasado, nos resulta de una ayuda inapreciable.

No es muy difícil darse cuenta de que esta postura empirista lleva a la crítica de la metafísica y de la religión. Por lo que se refiere a los argumentos tradicionalmente ofrecidos en favor de la existencia de Dios, desde luego es posible que el mundo haya sido creado por una divinidad, pero también es posible que sea eterno o que simplemente haya surgido de la nada. Nosotros no estábamos allí para ver lo que ocurrió. Diríamos que no tenemos experiencia. Y en cuanto al argumento de moda en el momento en que Hume escribe, el llamado argumento del designio, si bien es posible que haya una inteligencia ordenadora del universo, también es posible que el orden que vemos a nuestro alrededor sea el producto natural de una materia en continuo movimiento. Por no hablar de la presencia notable del mal en el mundo, que nos deja con la duda de si, en el caso de que haya una inteligencia ordenadora, le habrá preocupado nuestro bienestar. Y además, ¿por qué pensamos siempre en una inteligencia (monoteísmo) y no en varias (politeísmo)? Por todo ello la postura más razonable (que todos debiéramos adoptar) para Hume con respecto a la existencia de Dios sería lo que hoy llamaríamos agnosticismo. En cuanto al tema de la mortalidad o inmortalidad del alma su planteamiento es mucho más concluyente. Todo nos hace pensar que nuestra vida cesa con la muerte del cuerpo.

El primer argumento que nos lleva a esta conclusión es la aplicación del principio que nos habla de que cuando dos objetos cualesquiera están relacionados de una manera tan estrecha que todas las alteraciones que observamos en uno van acompañadas de alteraciones proporcionales en el otro, deberíamos concluir que cuando se producen alteraciones todavía mayores en el primero y se desintegra totalmente, el segundo se disolverá también. Y aquí podemos observar que la debilidad del cuerpo y la del alma (es decir, nuestra capacidad pensante) durante la infancia guardan una proporción exacta; y que lo mismo ocurre con su vigor en la edad adulta y con su decadencia gradual en la vejez. ¿No deberíamos concluir, por consiguiente, que el alma perecerá junto con el cuerpo?

Pero hay otro argumento aún más radical, porque el anterior nos hacía pensar en dos líneas paralelas (podríamos hablar de un paralelismo psicofísico) y en que cuando se quiebra una línea cabe esperar que lo haga también la otra. Pero, ¿y si en realidad solamente hubiera una única línea? Al fin y al cabo, como escribe Hume en un determinado momento, “todo es común entre el alma y el cuerpo. Los órganos de la primera son todos ellos órganos del segundo. Por lo tanto, la existencia de la una debe ser dependiente de la del otro”. En esta interpretación, las actividades mentales serían una especie de emanación de la actividad corporal. Desaparecida esta, no podría haber pensamiento.

En cuanto al recurso a los milagros, supuestas violaciones de las leyes de la naturaleza que validarían la verdad de una revelación religiosa específica (en nuestro caso, la cristiana), este es el objeto de estudio de uno de los artículos de este volumen, el de Vicente Sanfélix Vidarte y Lidia Tienda Palop. Para ver que acudir a los (supuestos) milagros no es un buen recurso para apoyar una creencia religiosa basta con hacernos una pregunta, ¿cómo podemos saber que estamos ante un genuino milagro (algo realizado por una divinidad) y no ante un hecho sorprendente que se debe a causas perfectamente naturales que todavía no hemos sabido encontrar? Aparte de todos los problemas que plantea la credibilidad de testimonios que nos hablan de acontecimientos que chocan con nuestra experiencia pasada, hay otro problema más de fondo, lo que nuestros autores expresan observando que quien da un significado religioso a un evento extraordinario no lo hace movido por la evidencia (pues siempre puede intentar buscar una ley natural que lo explique) sino... por su fe. Lo que iba a legitimar la creencia religiosa resulta que se apoya en la misma. No son los milagros los que justifican la fe, sino la fe la que explica que creamos en los milagros. Pero y la fe religiosa, ¿en qué se apoya? Porque hemos visto que no desde luego en la experiencia y en la argumentación.

Por el contrario, esa experiencia y esa argumentación elaborada a partir de la misma parece indicarnos –como hemos visto– que somos seres finitos, que nuestra vida acaba con la aniquilación del cuerpo. Esta, nuestra vida sobre la tierra, es la única que tenemos. Se trata de una oportunidad que no podemos desaprovechar. ¿Qué significa esto en el ámbito de la moral y, en general, en cuanto al comportamiento humano? Pues que debemos buscar (de hecho, no habría ni qué decirlo, porque nuestra naturaleza ya nos impulsa a ello) lo útil y lo inmediatamente agradable a nosotros mismos y a los demás. Podemos comprender que la posesión por mi parte de cualidades como la justicia, la generosidad, la lealtad, etc., resultarán muy útiles a las personas con las que me relacione. Y también resulta muy evidente que para cada uno de nosotros la posesión de cualidades como la laboriosidad, la inteligencia, o el espíritu emprendedor nos resultan útiles porque nos permiten alcanzar nuestros objetivos en la vida. A su vez nuestros buenos modales y amabilidad resultan inmediatamente agradables para los demás, mientras que nuestro espíritu alegre o una serenidad filosófica que ponga todos los acontecimientos de la vida en perspectiva nos resultarán inmediatamente agradables a nosotros mismos. A la inversa, ¿qué pensar del celibato, del ayuno, de la mortificación, de la penitencia, de una vida basada en la soledad y el silencio de un monasterio o una ermita? ¿No es todo esto inútil y desagradable? Hume está muy orgulloso de que su concepción de la virtud no nos habla de rigores y austeridades inútiles, de sufrimiento y autonegación. Por el contrario, declara “que su único propósito es hacer a sus devotos y a toda la humanidad, durante todos los instantes de su existencia, si ello es posible, joviales y felices; y no se separa nunca de buena gana de ningún placer si no es con la esperanza de obtener una compensación amplia en algún otro periodo de sus vidas. El único esfuerzo que exige es el de un cálculo exacto y una preferencia firme por la felicidad más grande”.

Por eso, porque se trata de que seamos felices, es tan importante estudiar nuestras pasiones. De las mismas se ocupa el artículo de Antonio José Cano López, que nos permite apreciar muy bien una tesis en la que hemos venido insistiendo desde el principio de esta presentación: que aspectos temáticamente muy diferentes del pensamiento de Hume están sin embargo relacionados de forma muy estrecha. Vemos así en su artículo cómo las pasiones violentas y tristes (el miedo y la angustia ante el porvenir) que están en el origen de la religión han impedido históricamente que florezcan los sentimientos morales y estéticos, que para Hume contribuyen en mucho al progreso social, que a su vez los alimenta. Este progreso social es posible porque, como muy bien muestra el artículo de Julio Seoane Pinilla, el proyecto de Hume trata de urbanizar determinadas pasiones humanas, de tal forma que nuestro interés personal resulte admisible dentro del comportamiento virtuoso. Aparece así el problema del egoísmo y de la irracionalidad humana. Por eso Carmen Ors Marqués observa muy bien que Hume es un pensador realista que combina la historia (pensemos que su obra más extensa es la Historia de Inglaterra) y la filosofía con el objetivo de moderar las pasiones –y ello frente a la superstición y el entusiasmo– de forma que la organización de la sociedad esté de acuerdo con el principio de utilidad (justicia). Pero, ¿y si los enemigos del progreso social no sólo fueran los que construyen sus ideales políticos a partir de creencias para las que no hay ningún apoyo en la experiencia, por ejemplo, los fanáticos religiosos? ¿Y si fuera posible una inmoralidad racional, la de aquél que después de hacer un cálculo racional decide que no le conviene aportar nada a la causa común? Tendríamos entonces lo que Hume denomina un Sensible Knave, que a mí me gusta traducir como “bribón inteligente”; el que se aprovecha de lo que los demás aportan al bien común sin él aportar nada (algo que por supuesto mantiene en secreto). El profesor José Luis Tasset analiza este problema de una manera muy sugerente. Si consideramos que podemos resolverlo –y desde luego los jueces y los policías lo resuelven convirtiendo en el interés particular de todos nosotros no quebrantar las normas sociales, pues sabemos que ello podría llevarnos a la cárcel– habría llegado entonces el momento de aclarar qué tipo concreto de política Hume favorecía. Este es el tema del artículo de Peter Fosl. En él se aprecia que la actitud escéptica de nuestro autor favorecía una política que tuviera en cuenta el intercambio de opiniones y la reflexión sobre nuestras costumbres. Esto es todo lo contrario a una política conservadora. Tiene la potencialidad para hoy en día de que, como el profesor Fosl destaca, una vez que nos hemos liberado de un esencialismo metafísico (la observación no nos habla de esencias necesarias de las cosas) podemos revisar críticamente hábitos contingentes como “el matrimonio”, “el género”, “la familia”, “la equidad”, o lo que queramos. En el caso, de Hume, y esto conviene subrayarlo, su reflexión siempre se hizo desde una perspectiva cosmopolita, pensando en lo que llamaba “el partido de la humanidad”.

Por último, nuestro volumen se cierra con dos artículos que comparan a Hume con pensadores de la talla de Ortega y Gasset y Simone de Beauvoir. En efecto, merece la pena destacar, como muy bien hace Jaime de Salas Ortueta en su escrito, el interés que tanto Hume como Ortega tuvieron por el tema de la creencia. Al fin y al cabo podríamos argumentar que las creencias son las que nos mueven realmente. Por su parte Dylan Meidell Rohr y John Christian Laursen observan que Simone de Beauvoir sacó a la luz la debilidad de cualquier teoría de la propiedad que no evitara que las desigualdades de propiedad interfirieran con la libertad, algo que por nuestra parte proponíamos que se reconociera ya al principio de este escrito. Pero también es verdad que Hume podría insistir en que no puede haber libertad –sino solo violencia– sin reglas de propiedad. En cualquier caso, para ambos lo importante era la humanidad en su conjunto. Quizás esta sea la forma de reconciliarlos: comprender que necesitamos tanto de la propiedad como de la libertad para lograr nuestra humanidad.

Esperamos que estos apretados resúmenes despierten la curiosidad del lector atento y le hagan pensar que merece la pena seguir leyendo a un autor que en muchas cosas sigue siendo nuestro contemporáneo. Por mi parte, como editor del volumen, sólo me queda manifestar mi agradecimiento más sincero a todos los autores que se involucraron en el proyecto, y especialmente al director de la revista, Antonio Hermosa Andújar, que con su infatigable trabajo demuestra ser un verdadero humeano, porque cree con pasión en el valor de crear y difundir opiniones, en el intercambio de ideas,… En suma, en todo aquello que supone hacer que esté en nuestras manos una revista como Araucaria. A Hume le hubiera gustado mucho.



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