Resumen: En el presente artículo las autoras analizan, desde la óptica del Derecho Internacional Público, la jurisprudencia creciente de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre vulneraciones de derechos humanos en las que se constata la comisión de actos de violencia sexual, incluyendo posibles crímenes internacionales, desde tres perspectivas complementarias: empírica, contextual y sustantiva. El propósito último de este estudio estriba en dirimir si ambos tribunales han entablado un diálogo interregional en esta materia, así como el alcance, pautas, principales notas distintivas y eventuales límites de esta novedosa interacción en la investigación y sanción de una forma de violencia tradicionalmente ausente de sus labores jurisdiccionales.
Palabras clave:Leyes de amnistíaLeyes de amnistía,diálogo interregionaldiálogo interregional,violencia sexualviolencia sexual,deberes de los estadosdeberes de los estados,tipología de crímenes sexualestipología de crímenes sexuales,similitudes y diferencias en la investigación y sanciónsimilitudes y diferencias en la investigación y sanción.
Abstract: In this article, the authors analyze from the perspective of International Public Law, the growing jurisprudence of the Inter-American Court of Human Rights and the European Court of Human Rights on human rights violations in which the commission of acts of sexual violence is verified, including possible international crimes, from three complementary perspectives: empirical, contextual and substantive. The ultimate purpose of this study is to determine if both courts have engaged in an interregional dialogue on this matter, as well as the scope, guidelines, main distinguishing marks and possible limits of this novel interaction in the investigation and sanction of a form of violence traditionally absent in their jurisdictional work.
Keywords: cross-fertilization, interregional dialogue, sexual violence, duties of the states, typology of sexual crimes, similarities and differences in the investigation and sanction.
Monográfico II
El diálogo jurisdiccional interregional en la investigación y sanción de la violencia sexual1
Interregional Jurisdictional Dialogue in the Investigation and Punishmnent of Sexual Violence
Recepción: 30 Agosto 2018
Aprobación: 16 Septiembre 2018
La violencia sexual es hoy un elemento central en la vulneración de varios de los derechos humanos protegidos por el Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales (CEDHLF, Convenio de Roma de 4 de noviembre de 1950) y de la Convención Americana de Derechos Humanos (Pacto de San José, de 22 de noviembre de 1969), a pesar de la falta de referencia expresa en el texto de dichos instrumentos. Si bien durante un prolongado periodo de tiempo esta cuestión ha estado ausente de la actividad de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), en los últimos años ambos Tribunales se han ocupado cada vez con más frecuencia de proteger los derechos y las garantías de las víctimas de este particular tipo de violencia frente a las acciones u omisiones de los Estados parte en sus respectivas cartas constitutivas.
Sin embargo, llama la atención que la labor jurisprudencial de estos dos Tribunales regionales en el ámbito específico de la violencia sexual haya sido objeto tan sólo de relativa atención. Más allá del comentario de sentencias determinadas, se echa en falta un examen de conjunto que, en cualquier modo, ha sido más abundante en el caso de la CIDH, y casi inexistente en lo que respecta al TEDH4. Con todo, la atención que se le ha prestado es comparativamente mucho menor que la recibida por la jurisprudencia de los Tribunales Penales Internacionales para la exYugoslavia y Ruanda, o incluso la que han merecido las contadas sentencias hasta ahora dictadas por la Corte Penal Internacional. Igual de sorprendente resulta la ausencia de análisis de esta jurisprudencia temática desde la perspectiva del diálogo inter-jurisdiccional, especialmente si se tiene en cuenta el creciente interés que éste viene despertando en la doctrina en el marco más amplio de un fenómeno contemporáneo clave en el Derecho Internacional Público como es la judicialización5, sobre el que luego volveremos.
Estas lagunas pueden encontrar explicación, aunque no justificación, en distintos motivos. Desde una perspectiva general, es necesario recordar una vez más las dificultades que el análisis de la violencia sexual suscita debido a los estereotipos de género que aún siguen presentes en la mayor parte de las sociedades, incluidas las europeas y latinoamericanas6, así como los obstáculos que la investigación y sanción de los delitos de esta naturaleza plantean7. A ello se le suma que en el plano jurídico-internacional el esfuerzo se haya centrado principalmente en la prevención, protección y sanción de la violencia sexual frente a su uso sistemático y generalizado en las llamadas nuevas guerras. Así, la fundamental contribución llevada a cabo por la jurisprudencia de los Tribunales ad hoc, junto a la inclusión de los crímenes internacionales de violencia sexual en el Estatuto de Roma, podrían haber generado un efecto colateral no deseado consistente en desplazar a un segundo plano la violencia sexual que se perpetra fuera de los conflictos armados. La conclusión perversa de este silogismo sería atribuir a estos actos de violencia sexual una menor gravedad, por tratarse “únicamente” de una vulneración de los derechos humanos, de ahí que la jurisprudencia del TEDH y la CIDH en la materia también sea considerada de escasa relevancia.
Obviamente, tales razonamientos resultan totalmente falaces, pues los delitos a los que pueden dar lugar los actos de violencia sexual son los mismos, independientemente del contexto en que se cometan, ya que en todos ellos se atenta contra la dignidad, la integridad y la libertad individual. Por tanto, el sufrimiento de las víctimas no varía, con independencia de que concurran o no los elementos necesarios para considerarlos como crímenes internacionales. Además, en este mismo orden de cosas procede resaltar que el tratamiento de la violencia sexual en el Derecho Internacional Público está basado en un proceso de interacción normativa y jurisprudencial en el que, junto con instrumentos y órganos propios del Derecho Internacional Humanitario y el Derecho Internacional Penal, se incluyen las normas del Derecho Internacional de los Derechos Humanos y la jurisprudencia de los órganos jurisdiccionales encargados de su aplicación8. Más aun, como tendremos ocasión de comprobar, algunos de los casos que han llegado ante la CIDH y el TEDH por la comisión de actos de violencia sexual en situaciones de conflicto y crisis generalizadas han sido categorizados como crímenes internacionales, en tanto que actos de genocidio, crímenes de lesa humanidad o crímenes de guerra.
Descendiendo desde el plano general a lo particular, al argumentario anterior se añaden otras dos razones por las que el examen de la jurisprudencia del TEDH y la CIDH relacionada con la violencia sexual desde la perspectiva del diálogo jurisdiccional resulta una tarea imprescindible e ineludible. La primera tiene que ver con el papel en la lucha contra la impunidad que desempeñan ambos Tribunales en sus respectivos ámbitos de jurisdicción. A este respecto, partiendo de alguna primera sentencia datada en las últimas décadas del siglo pasado, se han ido multiplicando los asuntos ante los dos tribunales cuyo común denominador es la impunidad de la que se han beneficiado los autores de la violencia sexual, ya sean agentes estatales o particulares. Es por ello que en ambos casos la jurisprudencia ha reforzado el alcance de los deberes estatales de investigación y sanción de la violencia sexual, puesto que, como la CIDH ha señalado, la impunidad “propicia la repetición crónica de las violaciones de derechos humanos y la total indefensión de las víctimas”9.
La segunda razón se debe precisamente al interés que suscita conocer si efectivamente se ha entablado un verdadero diálogo en la protección de los derechos que se ven vulnerados como consecuencia de los actos de violencia sexual, en el marco más amplio de las dinámicas y tendencias a las que responde dicho diálogo como un fenómeno, que aunque horizontal y voluntario, también resulta predominantemente unidireccional10. En principio, el diálogo interregional en materia de violencia sexual obedecería a estas mismas pautas, puesto que si se atiende meramente al criterio de las citas recíprocas, el TEDH parecería estar ignorando la jurisprudencia de la CIDH, frente a la receptividad de ésta11.
No obstante, la unidireccionalidad podría ser más aparente que real, de modo que en la actualidad las respectivas construcciones jurisprudenciales frente a la violencia sexual estaría deviniendo en uno de los ámbitos más fructíferos del diálogo interregional. A este respecto, como se ha señalado aunque “el TEDH no recurre con frecuencia a citas explícitas de la jurisprudencia interamericana, las influencias implícitas son notables, ya que en muchos ámbitos es apreciable una verdadera y propia convergencia interpretativa entre las jurisprudencias de las dos Cortes”12. Por tanto, la premisa de partida del presente trabajo es la existencia de un diálogo interregional, tanto expreso como subliminal, en relación a la vulneración de los derechos humanos protegidos por el Convenio de Roma y la Convención de San José por la comisión de actos de violencia sexual, incluidos los que por su gravedad constituyan crímenes internacionales. Su objetivo último, analizar el alcance, las principales notas distintivas y los eventuales límites de este novedoso diálogo interregional
Con tal fin, a modo de prólogo necesario explicaremos el papel de ambos tribunales en el tratamiento de la violencia sexual en el sistema de justicia penal internacional (II), para a renglón seguido examinar la jurisprudencia de la CIDH y el TEDH sobre esta materia desde tres perspectivas complementarias: empírica, contextual y sustantiva. En virtud de la primera aproximación, abordaremos la jurisprudencia conforme a unos parámetros cuantitativos y cualitativos para contrastar su encaje en los patrones genéricos que habitualmente se predican del diálogo birregional (III). En segundo lugar, llevaremos a cabo una aproximación contextual a partir de la identificación de los elementos fácticos, particulares y comunes, en los casos de violencia sexual ante la CIDH y el TEDH, a pesar de las distintas realidades sociales y políticas existentes en América Latina y Europa (IV). En tercer lugar, realizaremos un análisis sustantivo de la jurisprudencia de ambos Tribunales para analizar los principales aspectos en los que el diálogo se ha manifestado (V). Finalmente, formularemos unas conclusiones tentativas sobre el grado de desarrollo y las consecuencias de este innovador diálogo interregional sobre violencia sexual (VI).
Un apunte final. Esta contribución se suma a una línea de investigación conjunta sobre el tratamiento de la violencia sexual en el Derecho Internacional contemporáneo que las dos autoras venimos desarrollando desde hace una década, con una metodología de trabajo de reflexión por dos mentes y escritura a cuatro manos. En este caso, Magdalena M. Martín se ha encargado de los epígrafes II y V (1, 2, 3) y a Isabel Lirola corresponde la redacción del III, IV y V (4). Ambas hemos redactado conjuntamente la introducción y las conclusiones. Abordamos así una faceta de la violencia sexual que hasta ahora no habíamos explorado, en consonancia con la sugerencia que hace algún tiempo nos formuló nuestra común amiga la jueza Elisabeth Odio Benito, y que además había permanecido prácticamente inédita en la doctrina internacionalista.
En las páginas precedentes hemos avanzado que la sociedad internacional posmoderna se caracteriza por su judicialización, tendencia que está íntimamente vinculada con dos fenómenos emergentes. Por una parte, la expansión normativa del ordenamiento jurídico internacional y la subsiguiente aparición de regímenes especiales, sectores o ramas del Derecho Internacional, caso del Derecho Internacional de los Derechos Humamos y del Derecho Internacional Penal, que tienden a dotarse de sus propios órganos jurisdiccionales, tejiendo una red o sistema de tribunales internacionales descentralizado, puesto que entre ellos no existe jerarquía. Por otra parte, con la fragmentación del Derecho Internacional, ya que muchos de estos tribunales tienen competencias limitadas geográficamente y/o en razón de la materia, por lo que refuerzan el particularismo en detrimento de una concepción global del ordenamiento internacional13.
Este es el telón de fondo de nuestro análisis, a partir del cual desarrollaremos aquellas cuestiones del diálogo jurisdiccional interregional que hemos consideramos más relevantes para evidenciar las coincidencias y las mutuas influencias surgidas en relación a la violencia sexual14. Nuestra premisa de partida consiste en que en la criminalización de la violencia sexual éste diálogo jurisdiccional, entendido como una influjo recíproco en virtud del cual la jurisprudencia de un tribunal fortalece expresa o tácitamente los argumentos del otro, reforzando su autoridad, es una manifestación novedosa de la primacía del orden público y las limitaciones al voluntarismo estatal en el marco de sus respectivas convenciones protectoras de los derechos humanos15. El foco de atención se centra pues en las similitudes y diferencias entre los dos tribunales, ya que ambas reflejan, a modo de espejo, la diversidad de intérpretes en la construcción de estándares constitucionales regionales protectores de los derechos humanos16. En este sentido, aunque a nuestro juicio las realidades europea y americana son radicalmente distintas en todas sus dimensiones (histórica, sociopolítica, jurídica y humana) los grandes desafíos que han de afrontar, entre los que sin duda se encuentra la violencia sexual, son muy similares, y las soluciones cada vez más convergentes, tanto en términos sustantivos como procesales17.
No obstante, antes de entrar en materia formularemos cuatro consideraciones en relación al papel del TEDH y de la CIDH en el tratamiento de la violencia sexual en el sistema de justicia penal internacional del todo necesarias para una comprensión holística de esta compleja cuestión.
En primer lugar, que la persecución de la violencia sexual corresponde a una pluralidad de tribunales que conforman lo que hemos dado en llamar el sistema de justicia penal internacional, fruto de la fertilización cruzada de tres ramas o sectores normativos: el Derecho Internacional Penal, al que corresponde la determinación de la responsabilidad penal individual y tipificación de los crímenes violencia sexual; el Derecho Internacional de los Derechos Humanos, que en esta materia establece el deber estatal de investigación y sanción, así como una especial protección para las víctimas; y el Derecho Internacional Humanitario, en cuyo marco se consolida la prohibición de la violencia sexual en situaciones de conflicto. La naturaleza y competencia de los tribunales que componen dicho sistema es bien distinta, pero su jurisdicción es concurrente, en la medida en que los Tribunales de Derechos Humamos y en particular la CIDH y el TEDH comparten un objetivo común con el resto de tribunales: la lucha contra la impunidad.
En segundo lugar, partiendo de la ya referida autonomía de los tribunales internacionales, y de la inexistencia de jerarquía, es perfectamente plausible la diversidad de criterios jurisprudenciales en relación a la violencia sexual ente la Corte Interamericana y Tribunal Europeo, al igual que sucede con los Tribunales ad hoc y la Corte Penal Internacional objeto de nuestros trabajos previos. De hecho, tanto el Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia como la Corte Penal Internacional no han dudado en afirmar sin ambages su total independencia respecto de los restantes órganos jurisdiccionales internacionales, incluyendo a la CIJ, que es el intérprete máximo del ordenamiento internacional general18. En parecidos términos se ha pronunciado también el TEDH, insistiendo reiteradamente en la “especificidad del Convenio Europeo como tratado especial de derechos humanos”19. La tendencia hacía una interpretación literal o restrictiva que atiende a la letra del Convenio Europeo y a la voluntad de los Estados miembros, frente a una lectura más amplia y teleológica de la Convención Interamericana, han llevado a calificar prima facie al TEDH como un tribunal tímido frente a la audacia de la CIDH, si bien un estudio en profundidad de los respectivos contextos, así como del alcance de sus fallos en los derechos internos, permite concluir que estos calificativos son inapropiados, ya que la labor desarrollada y los efectos de la jurisprudencia de los dos tribunales no difieren en demasía20.
En tercer lugar, como consecuencia de dicha autonomía e independencia, la jurisprudencia internacional sobre violencia sexual es diferente o incluso divergente, puesto que de ella se ocupan simultáneamente los tribunales penales ad hoc y la Corte Penal Internacional en el marco del Derecho Internacional Penal; los tribunales de Derechos Humanos en el marco del Derecho Internacional de los Derechos Humanos. Y por último, también tribunales propios de Organizaciones Internacionales sui generis, caso de la UE. Así pues, coexisten al menos tres tipos de órganos jurisdiccionales internacionales, con sus respectivos modos de pensamiento jurídico propio: el de los Tribunales Penales (“Criminal law thinking”), el de los Tribunales de Derechos Humanos (“Human Rights law thinking”), y el del TJUE (“European law thinking”), que difieren sobre el modelo de justicia (punitiva, restaurativa, europea) que debe primar en el enjuiciamiento y sanción de los delitos y crímenes internacionales en general y en los de violencia sexual en particular.
Por último pero no menos importante, si bien esta pluralidad de órganos coadyuvan en la lucha contra la impunidad, su marco normativo competencial (ratione materia, ratione persona y ratione temporis) y el contexto en el que ejercen su labor son sustancialmente diferentes. Sin entrar en un análisis pormenorizado, que excedería el marco de la presente contribución, hay que resaltar que mientras que los tribunales penales internacionales dilucidan la responsabilidad penal individual por la comisión de crímenes internacionales, tanto la CIDH como el TEDH determinan la responsabilidad internacional de los Estados como sujetos de Derecho Internacional cuando se hayan producido vulneraciones de los derechos humanos incluidas aquellas que, por su extrema gravedad, merezcan ser calificadas de crímenes internacionales.
La jurisprudencia de la TEDH y de la CIDH en materia de violencia sexual puede ser objeto de un primer examen tomando en consideración los parámetros cuantitativos y cualitativos que se utilizan habitualmente para el análisis del diálogo interregional. De acuerdo con el primero, una vez localizadas las sentencias de ambos tribunales cuyos supuestos de hecho incluyan la comisión de actos de violencia sexual que hayan dado lugar a la violación de los derechos protegidos en los respectivos ámbitos de jurisdicción, se toman en consideración las citas reciprocas. Esta tarea, aparentemente sencilla, no resulta tan fácil como pudiera parecer en principio, debido a las dificultades técnicas que suscita el uso de las respectivas bases de datos, que no permiten buscar referencias cruzadas, salvo que se conozcan previamente las sentencias en las que éstas se encuentran. Eso explica posibles inexactitudes en los datos que a continuación se exponen que, en todo caso, en nada alteran las conclusiones alcanzadas.
Hecha esta salvedad, de las sentencias localizadas en el caso de la CIDH que se refieren a actos de violencia sexual21, se constata que contienen menciones expresas a decisiones del TEDH en este mismo ámbito más de la mitad22. En cambio, en ninguna de las sentencias del TEDH que responden a estos mismos criterios23, se han encontrado referencias expresas a decisiones de la CIDH en materia de violencia sexual. Sorprendentemente, tales referencias sólo aparecen en tres pronunciamientos relativos a casos de violencia de género (doméstica)24, sin presencia explicita de violencia sexual, y en una sentencia sobre crímenes de guerra25. Por tanto, la utilización de un parámetro meramente cuantitativo de análisis sirve para situar la interacción de la jurisprudencia de ambos Tribunales en esta materia dentro de uno de los patrones habituales del diálogo interregional ya anticipado: el de un diálogo de carácter unidireccional, conforme al cual es la CIDH la que sigue a la jurisprudencia del TEDH, pero no a la inversa26.
Pasando ahora en segundo lugar a utilizar un paramento cualitativo, se trata de determinar el objetivo con el que cada uno de estos Tribunales recurre a la jurisprudencia del otro, finalidad que se concluye del lugar en que la cita se sitúe en la sentencia. El examen de estas mismas sentencias, pone de manifiesto que la CIDH utiliza la referencia a la jurisprudencia del TEDH como elemento de legitimación de sus propias decisiones. Se confirma así otro de los patrones “típicos” del diálogo interregional que hace referencia a la utilización de la CIDH de la jurisprudencia del TEDH como “autoridad persuasiva” 27. En estos mismos patrones típicos se sitúa la utilización por parte del TEDH de las decisiones de la CIDH para dar cuenta del Derecho Internacional existente28. Sin embargo, hay que matizar que, aun a pesar de la insignificancia de la muestra, también el TEDH cita dichas decisiones en el cuerpo de la sentencia a efectos de lo que se ha llamado “comparación confortativa o probatoria”29 en relación a la utilización de conceptos y principios establecidos por la CIDH30.
Dentro de este mismo parámetro cuantitativo puede también valorarse si la cita se encuentra en el cuerpo de la sentencia o en votos particulares. Las citas de la CIDH a la jurisprudencia del TEDH se corresponden con la primera opción, que resulta congruente con el objetivo legitimador y de reforzamiento de sus propios argumentos con los que la CIDH las utiliza. En cambio, el hecho que de las cuatro sentencias del TEDH que contienen referencia a decisiones de la CIDH, dos de ellas se encuentren en opiniones concurrentes emitidas por un juez de nacionalidad portuguesa31, nos lleva a concluir que el carácter bidireccional de diálogo es más fácil cuando concurren factores de afinidad, como podría ser en este caso la cultura jurídica.
En suma, en una primera aproximación de carácter formal destaca la total ausencia de referencias expresas a la jurisprudencia de la CIDH en las sentencias del TEDH en la que la violencia sexual es la causa de la violación de los derechos protegidos. Este dato sin duda condiciona y restringe el alcance de las conclusiones obtenidas mediante los parámetros cuantitativos y cualitativos de análisis empírico. Asumiendo unos márgenes de comparación más amplios de “violencia de género” en vez de únicamente de violencia sexual, el examen confirma que esta jurisprudencia temática se ajusta a los patrones habituales que caracterizan al diálogo birregional como un diálogo marcadamente unidireccional, en el que la incidencia de la jurisprudencia del TEDH sobre la de la CIDH es comparativamente mucho mayor. En cambio, la inclusión expresa de las aportaciones de la CIDH en las decisiones del TEDH, aunque relevante, sería muy escasa y condicionada, entre otros elementos, por factores de afinidad cultural.
La jurisprudencia de la TEDH y la CIDH sobre violencia sexual puede ser objeto de una segunda aproximación de carácter contextual. Esta aproximación es muy relevante porque desde la óptica más amplia de la violencia contra la mujer se trata de un ámbito en el que el diálogo birregional no se evidencia sólo de manera explícita, sino que se pone de manifiesto a través de cambios estructurales y la evolución paralela de los mismos conceptos en ambos sistemas32.
Desde esta perspectiva, se observa una primera coincidencia en el tiempo. Así, salvo las sentencias en los casos X y Y contra Países Bajos (1985) y Aydin contra Turquía (1997)33, el grueso de la jurisprudencia sobre violencia sexual de ambos Tribunales se ha desarrollado a partir del inicio del presente siglo. Esta coincidencia temporal no es casual. Primeramente, se debe a razones consustanciales al funcionamiento de los dos sistemas de protección regional. Por lo que respecta al americano, se ha señalado la reticencia de la Comisión Interamericana a remitir demandas individuales sobre cuestiones de género a la CIDH, pese a su propio activismo en la materia34. En relación al europeo, este momento coincide con la entrada en vigor del Protocolo 11 al Convenio de Roma y sus reformas, sin que conste una particular actividad de la Comisión europea de Derechos Humanos (ComisiónEDH) en relación a casos de violencia sexual, salvo alguna escasísima excepción35.
También hay que tener en cuenta los cambios acaecidos en Europa y América Latina. Durante este periodo, junto a la violencia sexual derivada de la situación sistémica de discriminación de las mujeres en América Latina, se hacen visibles ante la CIDH las violaciones generalizadas y sistemáticas de derechos humanos acaecidas en el marco de los conflictos en Guatemala, El Salvador o Perú, en los que la violencia sexual generalizada contra las mujeres se utilizó de forma sistemática como instrumento de represión. A su vez, llegan ante el TEDH numerosos casos de violencia sexual generados en las nuevas democracias en transición de los países de la Europa Central y Oriental, a la vez que los procedentes de otros dos Estados miembros del Consejo de Europa, Rusia y Turquía, con un particular historial de debilidad en la protección de los derechos humanos.
Así, la lectura positiva a esta emergencia de la violencia sexual y la atención a sus víctimas estriba en el empoderamiento de colectivos vulnerables y marginalizados que antes permanecían “invisibles y alijados” de los mecanismos de protección de derechos humanos regionales36. Sin embargo, no se puede obviar que concurre, como señala Brysk, con una lectura negativa, relacionada con una creciente inseguridad de las mujeres en el mundo, a pesar de las supuestas pautas modernizadoras y equitativas de la globalización. En esta línea, como apunta esta misma autora, los regímenes autoritarios liberalizadores y las democracias transicionales presentan índices mayores de delincuencia y violencia debido, entre otros factores, a la fragmentación e incertidumbre que experimentan las estructuras históricas de autoridad y coerción37.
En segundo lugar, se observa también una serie de similitudes en cuanto a las víctimas y los autores de la violencia sexual en la jurisprudencia de ambos Tribunales.
Por lo que respecta a las víctimas, un elemento clave de coincidencia es que la violencia sexual se ejerce como “violencia de género”. Sin perjuicio de que también se utilice contra los hombres, aspecto merecedor de un examen individualizado sobre el que volveremos sucintamente38, se emplea fundamentalmente contra las mujeres por su condición de tales y por la situación de discriminación en la que se encuentran. Sin embargo, esta dimensión de género de la violencia sexual sólo se explicita por la CIDH, que ha señalado expresamente que la violencia sexual por ser una “violencia dirigida contra una mujer por ser mujer” o “que afecta a la mujer de manera desproporcionada”, es una forma de discriminación en contra de la mujer39. La discriminación estructural que alimenta la violencia sexual puede derivarse de una circunstancia concreta, caso de las mujeres que pertenecen a comunidades indígenas, tal y como se desprende de casos ante la CIDH40, o, como podría inferirse en algunos asuntos presentados ante el TEDH, por su pertenencia a minorías, por ejemplo la kurda o la romaní41.
Sin embargo, la utilización de la violencia sexual se deriva fundamentalmente de lo que podría calificarse de situaciones “sistémicas” de discriminación de la mujer. También en este punto la CIDH es totalmente explicita, como evidencia el que, por ejemplo, constate la existencia de una “cultura de discriminación de la mujer” en Méjico42 o “la invisibilidad de la violencia contra la mujer” en Guatemala43. En cambio, el TEDH sólo se refiere a la discriminación contra la mujer en el caso de la violencia doméstica44, pero no específicamente a propósito de la violencia sexual, aunque ésta pueda concluirse de las condenas a Estados parte como Bulgaria o Eslovenia por haber incumplido reiteradamente la obligación de investigar y sancionar en casos de violencia sexual45. Es decir, como se ha señalado, la falta del cumplimiento por las autoridades estatales del deber de diligencia ante la violencia sexual, al afectar principalmente a las mujeres, supone una situación discriminatoria46. De hecho, la ausencia de esta perspectiva en el tratamiento de la violencia sexual fuera del ámbito doméstico por el TEDH puede deberse, entre otras, a razones procesales, ya que el artículo 14 del Convenio de Roma requiere que la demandante pruebe la existencia de un comportamiento discriminatorio atribuible a las autoridades. Por eso, sería conveniente que dicho precepto se aplicara a todo tipo de violencia sexual, porque así el TEDH podría abordar la violencia contra la mujer en su totalidad47, como en cambio hace la CIDH, al considerar que el deber de no discriminación sí está contenido en el art. 1.1 del Pacto de San José.
En todo caso, llama la atención el altísimo porcentaje de víctimas de violencia sexual que son menores, tanto en los casos que han llegado a la CIDH como al TEDH48. Ambos coinciden en su especial vulnerabilidad y en la necesidad de asegurarles una protección especial y efectiva frente a la violencia sexual. Tal protección se traduce en una reducción de los márgenes de apreciación que tienen los Estados en relación al cumplimiento de sus obligaciones y en una intensificación del deber de diligencia debida49.
De la misma manera, es posible establecer puntos de conexión en relación a los autores de la violencia sexual. Por lo que respecta a la violencia perpetrada por agentes estatales, se constata la coincidencia fáctica en relación a la violencia sexual contra personas detenidas, bien en el marco de los interrogatorios policiales o a través de la realización de los llamados “exámenes ginecológicos” a mujeres en prisiones o en centros policiales, en Perú, Rusia y Turquía50. Asimismo en el continente americano destaca la utilización de la violencia sexual por las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, bien en el marco de operaciones militares (Perú, Guatemala y El Salvador)51, policiales (Brasil)52, así como la “violencia institucional castrense” en México53.
Se observa además como nota común que las mujeres están particularmente desprotegidas frente a la violencia sexual de los particulares, ya pertenezcan a su círculo personal más próximo, por ser miembros de su familia, parejas o incluso compañeros de trabajo, o ya carezcan de conexión personal con la víctima. No obstante, por el momento el TEDH ha conocido de más casos de violencia sexual cuyos perpetradores son particulares, frente a los que han llegado a la CIDH. Este dato podría apuntar a que en las sociedades americanas subsiste una mayor permisibilidad de la violencia sexual contra las mujeres, pese a los esfuerzos institucionales y el discurso político. En todo caso, se constata un diálogo entre ambos Tribunales en el que el TEDH utiliza la construcción llevada a cabo por la Comisión Interamericana y la CIDH en relación al deber de diligencia debida del Estado, si bien únicamente en el ámbito de la violencia doméstica54.
En suma, a pesar de las indudables diferencias contextuales en el que desarrollan su labor, destacan las similitudes fácticas existentes entre los casos que llegan a ambos Tribunales. Estas conexiones se predican tanto sobre las victimas como los victimarios, y resultan especialmente relevantes para plantear un diálogo birregional en términos estrictamente sustantivos, en la medida en que sirven de apoyo y explican la interacción de los enfoques y principios que cada uno de ellos aplica.
En la medida en que como hemos reseñado, ni la CIDH ni el TEDH son tribunales penales internacionales, el mero hecho de que ambos órganos se ocupen de la violaciones de derechos humanos de índole sexual, y que además califiquen alguna de ellas como crímenes internacionales con el propósito de determinar el alcance de la obligación convencional de investigación y sanción asumida por los Estados parte (actualmente 47 en el CEDH y 22 en la Convención Interamericana), ha suscitado no pocas dificultades. No procede aquí ni ahora profundizar en el análisis del concepto y característica de los crímenes internacionales en general, ni las particularidades de los de violencia sexual, pero antes de examinar la problemática de su conceptualización en la jurisprudencia de los dos tribunales es preciso realizar algunas reflexiones teóricas.
Primero, que a los efectos que nos interesan, las violaciones de los derechos humanos de índole sexual que superen un umbral de sistematicidad y extrema gravedad podrán ser calificadas por ambos tribunales como crímenes de violencia sexual55. Sin embargo, el diferente contexto socio político y la situación regional en la que operan la CIDH y el TEDH comporta un elemento diferenciador, ya que como hemos expuesto en el final del siglo XX y comienzos del XXI se han producido vulneraciones masivas y a gran escala de los derechos humanos en el marco de transiciones democráticas y/o conflictos armados en el continente americano56, incluyendo la violencia sexual como arma de guerra o como crimen de lesa humanidad, mientras que en el caso de la “gran Europa” los procesos transicionales y las guerras han sido más limitados tanto en el tiempo como en el espacio, registrándose violaciones graves de los derechos humanos e incluso crímenes internacionales, pero con un menor recurso sistemático a la violencia sexual. A ello hay que añadir que el mismo concepto de justicia transicional es ajeno a la actividad política y jurisdiccional del Consejo de Europa57. En todo caso, los dos tribunales serían competentes para determinar la responsabilidad estatal por violaciones de sus respectivas convenciones de derechos humanos, incluidas aquellas que merezcan la calificación de crímenes internacionales, “sin que ello implique, de ningún modo, una imputación de un delito a persona natural alguna”58.
Segundo, que la prohibición de la comisión de crímenes internacionales, incluidos los de violencia sexual, constituye una norma de ius cogens que genera obligaciones exigibles a todos los sujetos internacionales, por lo que los efectos y las consecuencias de la responsabilidad estatal son mayores que las de un ilícito común. En tanto que derecho imperativo, la CIDH y el TEDH han reconocido que los crímenes internacionales son imprescriptibles, característica que, como después tendremos ocasión de comprobar, resulta determinante en contextos de justicia transicional y es el parámetro de validez última de las leyes internas de amnistía o punto final59. La imprescriptibilidad está consagrada convencionalmente a nivel universal en la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de Lesa Humanidad, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en la Resolución 2391 (xxii) de 1968, que tendría un efecto cristalizador, ya que codificaría una norma consuetudinaria preexistente, conforme a la teoría de interacción en su día expuesta por Jiménez de Aréchaga60. De ello da fe su reiteración posterior en el artículo 29 del Estatuto de Roma. Idéntico reconocimiento encontramos en los dos marcos regionales, europeo y americano, en la Convención Europea sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes contra la humanidad y de los Crímenes de Guerra, adoptada por el Consejo de Europa el 25 de enero de 1974, y en el art. VII de la Convención Interamericana sobre Desaparición Forzada de Personas de 9 de junio de 1994.
Tercero, que a juicio de la CIDH y del TEDH la violencia sexual puede generar tanto la responsabilidad internacional de los Estados como la responsabilidad penal internacional de las personas físicas, pero ésta no sería objeto de su competencia, sino que se sustanciará ante los tribunales penales pertinentes del sistema de justicia penal internacional.
Y cuarto, que en el caso de la violencia sexual, tal y como hemos expuesto de manera detallada en nuestros trabajos previos, el bien jurídico protegido adquiere una especial relevancia, puesto que presenta una doble dimensión, individual/privada y colectiva/pública61 porque como corroboraremos a continuación, no solo vulnera la integridad física y psíquica de las víctimas, sino que también atenta contra intereses colectivo y comunitarios y en el caso de los crímenes internacionales, supone una amenaza a la paz y la seguridad62.
Una vez formuladas las anteriores reflexiones, necesarias para comprender el marco teórico del que partimos, examinaremos los problemas que su conceptualización comporta a la luz de la jurisprudencia de ambos tribunales, teniendo siempre presente el diálogo que ambos han entablado. A nuestro juicio el enjuiciamiento por la CIDH y por el TEDH de la violencia sexual suscita dudas en torno a cinco cuestiones cruciales, a saber: a) la categorización de la violencia sexual como crimen internacional y el principio de legalidad penal internacional; b) el alcance del deber estatal de investigar y sancionar la violencia sexual; c) criterios para la investigación de la violencia sexual en la labor llevada a cabo por ambos tribunales, y d) los límites y la tipología de las amnistías.
Por lo que a la primera dificultad de la que acabamos de enunciar se refiere, a la hora de satisfacer las exigencias del principio de legalidad penal internacional en la categorización de la violencia sexual como crimen internacional los dos tribunales se basan en la codificación previa llevada a cabo en tratados internacionales multilaterales y, en especial, en el Estatuto de Roma, instrumento en el que a partir del acervo previo de los tribunales ad hoc aparecen enunciados, de manera exhaustiva y pormenorizada, que actos son constitutivos de crímenes de violencia sexual de genocidio (art. 6), de lesa humanidad (art. 7) y de guerra (art. 8).
Así, el art. 7.1. g) del ER tipifica como crímenes de lesa humanidad, la violación, la esclavitud sexual, la prostitución forzada, el embarazo forzado, la esterilización forzada o “cualquier otra forma de violencia sexual de gravedad comparada”. Idénticos crímenes están previstos en el art. 8, 2, b), xxii como crímenes de guerra, bajo el epígrafe “Otras violaciones graves de las leyes y usos aplicables en los conflictos armados internacionales”, y en el art. 8, 2, d), vi), como “Otras violaciones graves de las leyes y los usos aplicables en los conflictos armados que no son de índole internacional”. Como luego desarrollaremos, al igual que sucede en los tribunales penales, la violación es el crimen sexual por antonomasia en la jurisprudencia de la CIDH y el TEDH, que sin embargo también registra la variedad y multiplicación de otras formas de violencia sexual que desgraciadamente caracteriza a las sociedades internacional e internas.
Los actos de violencia sexual enumerados en el ER como crímenes de guerra y de lesa humanidad son idénticos, y además se definen de la misma manera. Esta identidad de contenidos asegura un mismo nivel de incriminación y sanción por parte de todos los tribunales encargados de su enjuiciamiento, inclusive la CIDH y el TEDH, resultando por tanto irrelevante a efectos de responsabilidad penal individual su inclusión en una u otra categoría. Se trata además de una lista abierta y sin carácter exhaustivo, puesto que en ambos casos se contempla la misma cláusula residual, que permite el enjuiciamiento de aquellas formas de abusos sexuales o de violencia sexual de igual gravedad que no estén expresamente previstas en el ER.
Respecto al umbral de gravedad requerido para ser considerados crímenes, la jurisprudencia del TEDH y de la CIDH también ha hecho suyo el acervo de los tribunales penales, de manera que el genocidio y los crímenes de lesa humanidad conllevan el elemento de “política”, esto es, que su comisión haya tenido lugar como parte de un ataque generalizado o sistemático contra la población civil. Por su parte, los crímenes de guerra presuponen el elemento “contextual” o de comisión en conflictos armados como parte de un plan o política, o de la comisión a gran escala de tales crímenes.
De esta manera, la CIDH en la sentencia de 26 de septiembre de 2006 en el conocido caso Almonacid63, consideró que la ejecución extrajudicial de la víctima era constitutiva de un crimen de lesa humanidad porque, lejos de suponer un ilícito aislado, formaba parte de un “ataque generalizado o sistemático contra sectores de la población civil”. En este sentido, la ausencia de sistematicidad impide que la violencia sexual sea considerada como crimen de lesa humanidad, pero en nada obsta su calificación y sanción como tortura64. De hecho, la CIDH ha considerado en una línea jurisprudencial consolidada que existe responsabilidad del estado cuando se adoptan o mantienen normas internas que permiten la amnistía o el indulto de condenados por crímenes de tortura, en violación de la Convención Interamericana y del Derecho Internacional. De hecho, la citada sentencia Almonacid ejemplifica el diálogo entre tribunales, ya que la CIDH no ha dudado en recurrir a la jurisprudencia de la CEDH para confirmar su interpretación del principio de legalidad penal internacional, puesto que en el momento de comisión de los hechos no había una norma penal interna pero sí normas internacionales que tipificaban las desapariciones forzadas y las ejecuciones extrajudiciales como crímenes internacionales.
Como corolario de este dialogo, ambos tribunales afirman sin ambages que la prohibición de la tortura, incluyendo la tortura como violencia sexual, es una norma de ius cogens o derecho imperativo que, como tal, no admite pacto en contra, por lo que los Estados tienen la obligación de proceder a su investigación y sanción, sin que este deber pueda limitarse por la aplicación de leyes de amnistía o cualquier otro tipo de normas nacionales.
Por consiguiente, la cuestión del alcance del deber estatal de investigar y sancionar la violencia sexual ha de resolverse teniendo en cuenta las consecuencias que su posible tipificación como crimen internacional implican en relación al objetivo último común, que es la lucha contra la impunidad, sin que esto signifique enjuiciar la responsabilidad penal individual de sus autores. Así, cuando se trata de funcionarios estatales acusados de violación u otros abusos sexuales graves calificados de tortura, la CIDH ha entablado un dialogo a varias bandas, no solo con el TEDH, como evidencia el caso Abulsamet Yaman contra Turquía65, sino también con el TPIY, como atestigua el caso Furundzija, para alcanzar una misma conclusión: la exigencia de la máxima diligencia en la investigación y sanción de todos los agentes o funcionarios del Estado que, de una u otra forma, participaron permitieron, favorecieron, aceptaron u ocultaron la violencia sexual como tortura, ya se trate de una violación strictu sensu o de otros abusos66. Y subsiguientemente, la inadmisibilidad de cualquier decisión política o normativa (prescripción, amnistía, punto final etc.) que favorezca la impunidad.
A mayor abundamiento, la CIDH precisa que el deber del Estado de investigar los posibles actos de tortura u otros tratos crueles, inhumanos o degradantes (art. 5 de la Convención) se encuentra reforzado por la obligación convencional asumida en virtud de la Convención Interamericana de prevención y sanción de la tortura (arts. 1, 6 y 8) que introduce dos exigencias añadidas: la inmediatez, y el hecho de que las investigaciones no requieren comenzar a instancia de partes, ya que la autoridades nacionales procederán “de oficio y de inmediato a realizar una investigación sobre el caso y a iniciar, cuando corresponda, el respectivo proceso penal”67. Dicha investigación de oficio es imprescindible tomando en consideración el contexto sociopolítico en el que los tribunales de derechos humanos realizan su labor, donde la violencia sexual, especialmente contra las mujeres, suele tener un componente discriminatorio estructural68.
Pero es que además, de la jurisprudencia de ambos tribunales se desprende que la investigación y sanción de la violencia sexual no solo es un deber sustancial, que ha de realizarse de oficio y con carácter inmediato, sino que tiene que llevarse a cabo conforme a los estándares internacionales exigidos para las más graves violaciones de los derechos humanos, lo que implica algunos “subdeberes” estatales, que a nuestro juicio serían los siguientes:
remover todos los obstáculos de iure y de facto que impidan sancionar a todos sus responsables
interpretar extensivamente el concepto de responsabilidad, ya que por responsables se entiende a los funcionarios y agentes del estado (policías, militares, médicos, funcionarios de prisiones etc.), cualquiera que sea su rango o la administración a la que pertenezcan, ya sean autores materiales o intelectuales. Sobre este particular, la CIDH ha dejado claro que en la violencia sexual como tortura “se deberán investigar posibles vínculos entre los responsables directos de la violencia sexual y sus superiores jerárquicos”69. En esta misma línea, dirimir si los autores de la violencia sexual fueron varios y actuaron de manera coordinada, bajo el mando de sus superiores, abusando de sus víctimas de manera pública, masiva y reiterada, sin que los respectivos mandos o superiores evitaran tales actos primero y los denunciaran después, resulta determinante para su calificación como crimen sexual de lesa humanidad
desentrañar las estructuras o redes que permitieron la violencia sexual como tortura o la comisión de crímenes sexuales de guerra o de lesa humanidad, así como sus causas, beneficiarios y consecuencias
imponer a los autores de violencia sexual una sanción proporcional a la gravedad y daños causados, para evitar que la justicia penal sea ilusoria y ejercer un efecto verdaderamente disuasorio.
A modo de conclusión, en el diálogo jurisprudencial expuesto el deber de investigar constituye una obligación estatal imperativa .que deriva del derecho internacional y no puede desecharse o condicionarse por actos o disposiciones normativas internas de ninguna índole”. Dicho deber comprende la investigación, con todos los subdeberes que acabamos de precisar, pero también la necesidad imperiosa de prevenir la repetición los hechos, así como la satisfacción de las expectativas de las víctimas y de la sociedad de conocer la verdad y evitar la impunidad. La obligación de investigar, en su triple dimensión de justicia, reparación y verdad, constituye pues un medio para alcanzar todos esos fines, cuyo incumplimiento acarrea la responsabilidad internacional del Estado70.
Finalmente, para dilucidar plenamente cuál es el alcance real del deber de investigación y sanción de la violencia sexual a la luz de la jurisprudencia del TEDH y la CIDH es necesario incidir, siquiera brevemente, en otras dos cuestiones.
En el caso del TEDH y la CIDH, a diferencia de lo sucedido con los tribunales penales, y en particular con la Corte Penal Internacional, no existe ninguna norma o criterio reglado para priorizar qué tipo de violaciones de derechos humanos o crímenes internacionales merecen una atención preferencial, y si entre ellos se ha de incluir la violencia sexual. En efecto, esta selección casa mal con la esencia de los tribunales de derechos humanos, ya que primar la investigación o sanción de ciertas violaciones frente a otras implica desconocer la unidad e indivisibilidad última de los derechos humanos, amén de distorsionar la obligación que tienen todos los Estados sin excepciones de proceder a su castigo, introduciendo un sesgo discriminatorio imposible de justificar.
Cuestión diferente es si, al igual que ha sucedido con la adopción en 2014 por parte de la Fiscalía de la CPI del llamado “Documento de política sobre crímenes sexuales y por motivos de género”, que sitúa la violencia sexual como una prioridad estratégica, al menos en el plano teórico, de su labor jurisdiccional71, también estos dos tribunales han seguido esta misma tendencia. En otras palabras, si el TEDH y la CIDH, en el marco de sus respectivas competencias, se han asegurado de que la violencia sexual sea investigada y perseguida al menos con la misma diligencia que el resto de violaciones de derechos humanos y si, a mayor abundamiento, cuando por su gravedad revista la consideración de crímenes internacionales, procuran que obtengan un castigo proporcional al daño infringido, sin beneficiarse de prescripción o amnistía alguna.
Por lo que se refiere al TEDH, en las páginas introductorias de este mismo trabajo hemos avanzado que, con la excepción de cierto casos a los que luego nos referiremos en los que intervienen agentes del estado, la mayoría de los supuestos de violencia sexual tienen que ver con la violencia doméstica entre particulares y la falta de diligencia de los Estados para proteger a las víctimas, cuya agresión “no sólo tiene su origen en el acto concreto del atacante, sino también en la ineficacia o inacción institucional, donde la falta de procedimientos adecuados, prácticas que no son acordes al respeto de los derechos humanos, garantías procesales, integridad psicofísica, o al respeto a la vida privada y familiar, agravan aún más la situación de violencia padecida por las mujeres”72. Es por ello que a nuestro juicio en el Consejo de Europa la importancia de la priorización de la investigación de la violencia sexual se traslada al ámbito de los derechos internos, girando en torno a lo que el propio TEDH ha calificado como .el deber de los Estados de penalizar cualquier conducta que implique un acto sexual no consentido, incluidos aquellos actos en que no existe evidencia de la resistencia física de la víctima”73.
Sin embargo, en el caso de la CIDH este compromiso sí que reviste una especial trascendencia, dado que en su ámbito geográfico han sido frecuentes toda clase de crisis y conflictos caracterizados por el recurso sistemático a la violencia sexual de todos los agentes involucrados en el mismo, tanto estatales como paraestatales, debido a la preexistencia de desigualdades estructurales (económicas, políticas, sociales, culturales y de género o patriarcados) que se exacerban durante los mismos y subsisten incluso tras su resolución. Es más, cuando los autores de la violencia sexual son agentes del Estado de hecho o de derecho la CIDH considera que el deber de diligencia en la investigación y sanción es extremo, lo que resulta incompatible con la aplicación de un principio de oportunidad o con priorizar ciertas violaciones de derechos humanos frente a otras. Por esta sería la Comisión, órgano que en el sistema interamericano está facultada, junto a los Estados, para activar su jurisdicción, quien tendría una responsabilidad añadida para evitar la impunidad crónica de la violencia sexual.
En este sentido cabe apreciar una evolución muy positiva en un doble plano. Por una parte, la Comisión Interamericana ha calificado de forma temprana e inequívoca que la violencia sexual constituye tortura, en una jurisprudencia sólida que como veremos a continuación comienza en 1996 en el caso Raquel Martín de Mejía contra Argentina y se prolonga ininterrumpidamente hasta hoy74, en el reciente caso, Selvas Gómez y otras contra Méjico. Simultáneamente, ha redoblado sus esfuerzos en la investigación y sanción de este tipo de vulneraciones de la dignidad humana elaborando diferentes documentos internos, al modo de los “Policy Papers” de la CPI, en los que redobla su compromiso cuando dicha violencia es ejercida contra mujeres en particular riesgo, como son las niñas, las mujeres indígenas, las mujeres discapacitadas, y las mujeres afectadas por situaciones de conflicto armado. Así, en un primer informe genérico datado en 2007 sobre el “Acceso a la justicia para mujeres víctimas de la violencia en las Américas” la Comisión reconoció la falta de denuncia y el sub-registro de la violencia sexual en el sistema interamericano, para posteriormente en un segundo informe de 2011 “Acceso a la Justicia de Mujeres Víctimas de Violencia Sexual en Mesoamérica” aportar sugerencias al objeto de facilitar su persecución, en especial en los ámbitos de la salud y la educación.
Este compromiso de la Comisión Interamericana lógicamente no tendría sentido sin el de la Corte propiamente dicha y la de sus magistrados, entre los que queremos destacar el impulso que para la persecución de la violencia sexual como una prioridad de la CIDH supuso la elección en 2015 de la profesora Elisabeth Odio Benito, cuya huella ya se ha dejado notar en la jurisprudencia de los dos últimos años. A lo anterior hay que añadir el papel creciente de la sociedad civil, que a través de la figura del Amicus Curiae, ha encontrado una vía para apoyar, aunando la ética con el rigor científico, las denuncias sobre violencia sexual cometidas por un Estado parte, como atestigua por ejemplo el hecho de que en el caso del feminicidio de Ciudad Juárez la CIDH recibió 11 escritos en calidad de Amicus Curiae de personas individuales, instituciones públicas y ONGS75.
En esta misma línea, debemos también resaltar la importancia de los esfuerzos para corregir la ambigüedad inicial y lograr un mayor compromiso en la persecución de la violencia sexual por parte de las autoridades nacionales desde el mismo momento en que se denuncia. La diligencia en el inicio de las investigaciones es esencial para asegurar una instrucción con garantías de éxito, que a su vez evite el recurso a la CIDH, última ratio ante la inacción o el fracaso de los tribunales nacionales. Uno de los ejemplos más significativos de compromiso del derecho interno lo constituye el obligado cambio de actitud de algunas Fiscalías nacionales, como la colombiana. Debido a la duración y virulencia del conflicto interno, en las dos últimas décadas Colombia ha sido condenada en más de 15 ocasiones por la CIDH por graves violaciones de los derechos humanos que comprenden detenciones ilegales, torturas, y/o desapariciones, pero pocas de las sentencias condenatorias se refieren expresamente a crímenes sexuales. Una de ella es la de 22 de noviembre de 2016 en el caso Yarce y otras contra Colombia76, en las que se constató que la persecución a la que fueron sometidas las mujeres defensoras de los derechos humanos y sus familias incluyeron violaciones y otras torturas sexuales. Conscientes de la necesidad de poner coto a esta situación, la Fiscalía creó en 2016 una Unidad de Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario que ha investigado ya 8 causas de violencia sexual protagonizadas por 38 paramilitares y guerrilleros77, además de aprobar ese mismo año un Protocolo sobre Investigación de Violencia Sexual78.
La dificultad estriba en que en la práctica totalidad de los crímenes sexuales en conflictos que han sido objeto de conocimiento por la CIDH, la violencia sexual, vinculada a la discriminación y la desigualdad, es estructural. Antecede al mismo conflicto, es usada como un arma de guerra durante el mismo y se prolonga en el posconflicto, posconflicto cuya resolución se articula a través de la denominada justicia transicional, entendida como una forma especial de administrar justicia en procesos de tránsito de situaciones traumáticas de postguerra a la búsqueda de la paz o de cambio de un régimen político totalitario a otro democrático. Precisamente es sabido que la justicia transicional se caracteriza por la selección y priorización de los casos que serán objeto de investigación, enjuiciamiento y sanción, así como por la posible concesión de amnistías que ayuden a alcanzar el equilibrio entre justicia y paz79. Así pues, el principal efecto colateral no deseado de la justicia transicional es una eventual brecha de impunidad, en la que solo se enjuicien determinados crímenes y autores. En el caso de la violencia sexual esa brecha es doble, puesto que la praxis demuestra que a la hora de seleccionar los crímenes, autores y víctimas no se incluye la violencia sexual, que quedaría sometida a una doble postergación: si normalmente frente al genocidio o las desapariciones forzadas, la violación o los abusos sexuales parecen perder importancia, mucho más en situaciones de justicia transicional, donde se sopesa con especial cuidado el coste-beneficio de su sanción, y se amplifican las dificultades consustanciales que plantea su investigación. Así, la praxis evidencia que en los supuestos típicos de justicia transicional que buscan poner fin a crisis, regímenes dictatoriales y/o conflictos armados, hay una escasez de procesos, ya sean en el seno de tribunales nacionales o internacionales, en los que se enjuicien crímenes sexuales y una muy insuficiente inclusión de estos crímenes en los mecanismos destinados a esclarecer la verdad y en los programas de reparaciones
De todo lo anterior se desprende la necesidad de incluir la violencia sexual y el componente de género en la justicia transicional, ya sea en los mecanismos jurisdiccionales, ya en las comisiones de la verdad, y por supuesto en los acuerdos de paz, en línea con la labor llevada a cabo por la Unidad especializada en género en la Comisión de la Verdad y la Reconciliación de Perú 2001 o Colombia). En última instancia de lo que se trata es que la justicia transicional adopte el acervo normativo sustantivo y procedimental (protección de víctimas y testigos de casos de violencia sexual, reglas de prueba etc.) desarrollado por los tribunales y órganos internacionales del sistema de justicia penal, y en especial por la CPI.
En cualquier caso, como ya hemos adelantado, la impunidad supone el límite infranqueable para todo modelo de justicia penal, también de la transicional. Tanto el Derecho Internacional general como el marco normativo regional europeo y americano imponen a los Estados de manera clara y taxativa la obligación de perseguir y sancionar los crímenes internacionales, incluyendo por supuesto los de violencia sexual, que no podrán ser objeto de ninguna medida (perdón, amnistía, prescripción, cosa juzgada etc.) que suponga «una infracción de las obligaciones que tienen los Estados de investigar las violaciones, adoptar medidas apropiadas respecto de sus autores, especialmente en la esfera de la justicia, para que las personas sospechosas de responsabilidad penal sean procesadas, juzgadas y condenadas a penas apropiadas, de garantizar a las víctimas recursos eficaces y la reparación de los perjuicios sufridos de garantizar el derecho inalienable a conocer la verdad y de tomar todas las medidas necesarias para evitar la repetición de dichas violaciones”80.
Para finalizar quisiéramos recordar de manera sucinta, ya que esta cuestión excede con mucho de nuestro objeto de estudio81, que existen tres posibles vías de impunidad de la violencia sexual. Por una parte, la impunidad normativa o de iure, mediante la aprobación de medidas normativas de diferente rango legal que desactivan el deber de investigar y sancionar determinados delitos o a determinados criminales. Por otra parte, la impunidad fáctica o de facto, cuando a pesar de la existencia de normas que conminan a la persecución penal, el deficiente funcionamiento del sistema de justicia penal impide la investigación y sanción de las violaciones derechos humanos y crímenes perpetrados82. Y en tercer lugar, la selección o priorización de determinados crímenes y la correlativa postergación de otros comportan una tercera modalidad, que podría calificarse de amnistía encubierta83.
Como ya ha sido puesto de relieve en los epígrafes precedentes, si bien al tipificar la violencia sexual como crimen internacional tanto la CIDH como el TEDH parten de la jurisprudencia de los órganos del sistema de justicia penal internacional, el contexto en el que ambos tribunales lleva a cabo su labor y su modo de pensamiento jurídico (Human Rights law thinking) explican su insistencia en dos aspectos que pueden considerarse notas distintivas de su labor jurisprudencial.
La primera particularidad en la que ambos tribunales insisten es que la determinación de la responsabilidad estatal por crímenes de violencia sexual difiere de la indagación de la responsabilidad penal individual por esos mismos hechos, respecto de la cual los tribunales de derechos humanos ni son competentes ni pretenden sustituir a los tribunales nacionales en la averiguación de la autoría y la imposición de las penas correspondientes84.
Por esta misma razón, la CIDH ha afirmado en las sentencias de interpretación en los casos Fernández Ortega y Rosendo Cantú, ambos contra Méjico, que declarar la responsabilidad internacional del Estado por el crimen de violación cometido por funcionarios estatales, en concreto militares, en modo alguno implica vulnerar los derechos y garantías procesales de los acusados, pues corresponde a las autoridades nacionales determinar su responsabilidad penal, ya que será en el marco de éstas investigaciones donde las autoridades nacionales deben asegurar el cumplimiento de las garantías judiciales. En realidad, en ambas sentencias interpretativas lo que se cuestionaba era el estándar probatorio aplicado por la CIDH en los crímenes de violencia sexual, cuestión sobre la que nos detendremos luego.
La segunda nota verdaderamente distintiva estriba en la configuración de la violencia sexual como un crimen de tortura, una de las aportaciones claves realizadas en paralelo por ambos tribunales, tanto en términos cronológicos como sustantivos y procedimentales.
Así, por lo que se refiere al TEDH la primera vez que calificó la violación como un acto de tortura contrario al artículo 3 del Convenio Europeo fue en la sentencia de 25 de septiembre de 1997, en el caso Aydin contra Turquía85. En concreto, la mayoría del Tribunal (14 votos contra siete)86, basándose en una decisión anterior de la Comisión Europea de Derechos Humanos, considero probado que la demandante fue detenida y llevada a una comisaría, donde le taparon los ojos, la golpearon, la desnudaron, rociándola con agua a presión, para después ser violada por un agente del estado cuya identidad no pudo ser probaba.
A nuestro juicio, dos son los elementos determinantes esgrimidos por el TEDH en la calificación de la violación como tortura. Por una parte, la doble dimensión, privada y pública, de la violencia sexual, que además del daño irreparable a la víctima la violación tenía también una finalidad ejemplarizante: ante las sospechas de colaboración de la víctima y/o su familia con el PKK (Partido de los Trabajadores del Kurdistán), el objetivo último era la obtención de información, y la difusión un mensaje genérico de advertencia a otros miembros de la comunidad. En segundo término, la gravedad y el alcance del daño infringido, ya que la distinción entre tortura y trato inhumano o degradante establecida por el artículo 3 del Convenio Europeo estriba en que el estigma especial de la tortura se aplica únicamente al trato inhumano deliberado que causa un sufrimiento muy grave y cruel, como en el caso de la violación que, a mayor abundamiento, “al ser cometida por un funcionario del Estado debe considerarse una forma de maltrato especialmente grave y aborrecible, teniendo en cuenta la facilidad con la que el infractor puede abusar de la vulnerabilidad y la debilitada capacidad de resistencia de su víctima. Además, la violación deja en la víctima profundas cicatrices psicológicas que no responden al del tiempo tan rápido como otras formas de violencia física y mental. La demandante también experimentó el dolor físico agudo de la penetración forzosa, que debió haberla hecho sentirse degradada y violada tanto física como emocionalmente. […] A la luz de este contexto, el Tribunal está convencido de que la acumulación de actos de violencia física y mental cometidos contra la demandante y el acto especialmente cruel de la violación, a la que fue sometida, constituyen tortura en infracción al artículo 3 del Convenio”87.
Con posterioridad el TEDH ha precisado el contenido de la tortura como crimen de violencia sexual, matizando que cualquier forma de abusos sexuales practicados por agentes del estado pueden considerarse tortura, habida cuenta de la gravedad, inhumanidad y aberración que suponen, teniendo en cuenta la vulnerabilidad de la víctima y su fragilidad frente al agresor. Así se declaró por primera vez en el caso Aydin contra Turquía88 y se ha reiterado posteriormente en los casos Maslova y Nalbandov contra Rusia y Yaguz Ilmaz contra Turquía. En el primero89, el TEDH declaró la responsabilidad del estado por los abusos sexuales y violación por policías mientras la víctima estaba detenida, con el agravante de que las autoridades nacionales incumplieron su deber de llevar a cabo una investigación diligente y eficaz. En el segundo caso90, el TEDH extiende la calificación de tortura al acoso sexual y al examen dactilar ginecológico sin garantías que la denunciante, menor de edad, padeció durante su detención, para a renglón seguido reiterar que la prohibición de trato inhumano o degradante se había vulnerado no solo en razón de los citadas prácticas, sino también por la falta de una investigación adecuada y eficaz de estos hechos.
En paralelo al TEDH, la CDIDH también ha calificado los abusos sexuales como tortura en una jurisprudencia gemela, que tiene en la sentencia del caso del Penal Miguel Castro contra Perú su exponente máximo. De hecho, esta es la primera sentencia cronológicamente del diálogo jurisprudencial en la que se afirma que la inspección dactilar vaginal por parte de agentes del estado en mujeres privadas de libertad es una violación que, por sus efectos, constituye un acto de tortura91.
Por lo que se refiere a la CIDH, el volumen de casos relativos a tortura es de tal envergadura que, tal y como acertadamente se ha señalado, deviene en una de sus principales líneas jurisprudenciales92. De hecho, tanto el TEDH como la CIDH coinciden en identificar tres elementos constitutivos de la violencia sexual como un crimen de tortura prohibido en sus respectivas Convenciones y en los tratados regionales específicos93. En concreto, la CIDH sistematiza los tres elementos por primera vez en la sentencia citada del Penal Castro, pionera en la materia94, que a su vez se basa en un pronunciamiento de la Comisión Interamericana dictado una década antes, en 1996, en el caso Fernando y Raquel Mejía contra Perú95, de la siguiente forma:
la intencionalidad o dolo, que a diferencia de otras posibles violaciones de derechos humanos en los actos de violencia sexual se presuponen, porque nunca pueden ser fruto de una conducta imprudente, casual o fortuita
la gravedad y severidad de los daños físicos y/o mentales causados, que en la violencia sexual como tortura con frecuencia sufren no solo a las víctimas, sino también sus familiares. Así, mientras que el TEH ha insistido en la crueldad, la CIDH pone el acento en que las severas consecuencias físicas y psicológicas que suelen ser más difícilmente superables por el paso del tiempo que en otras experiencias traumáticas, aun cuando no existan evidencias de lesiones o enfermedades físicas96.
el propósito o fin perseguido que el/los autores, funcionarios públicos o personas privadas actuando a instigación de estos, persiguen con la violencia sexual. Tal y como ha quedado de manifiesto, la doble condición
A partir de estos tres elementos, la CIDH, en línea con el TEDH (casos Aydin contra Turquía y Yazgül Yilmaz contra Turquía) configura una jurisprudencia reiterada y constante, de la que dan fe los casos Fernández Ortega y otros contra Méjico97 y Rosendo Cantú y otra contra Méjico98, subrayando que las violaciones perpetradas por agentes del Estado son especialmente reprobables y graves por el abuso de poder y la vulnerabilidad de las víctimas, así como por la gravedad de los daños físicos y psicológicos, que ni siquiera el paso del tiempo permite superar.
Yendo un paso más allá, la CIDH matiza que la calificación de la violación o de los abusos sexuales como tortura es independiente de la frecuencia o del lugar donde se cometa, ya que “aun cuando consista en un solo hecho u ocurra fuera de instalaciones estatales. Esto es así ya que los elementos objetivos y subjetivos que califican un hecho como tortura no se refieren ni a la acumulación de hechos ni al lugar donde el acto se realiza, sino a la intencionalidad, a la severidad del sufrimiento y a la finalidad del acto, requisitos que en el presente caso se encuentran cumplidos”99. Así, en los primeros casos las víctimas de la violación eran mujeres indígenas, un colectivo especialmente vulnerable en un contexto de “violencia institucional castrense”, pero la diferencia estriba en que mientras que en el caso Rosendo Cantú las violaciones son cometidas por dos militares fuera de las instalaciones estatales, en un arroyo cercano al domicilio de las víctimas donde éstas habían acudido a lavar la ropa, en el caso en curso Mariana Selvas y otras, también contra Méjico, las once mujeres víctimas padecieron diferentes abusos sexuales constitutivos de tortura perpetrados primero por policías en el momento de su detención, y posteriormente por los agentes estatales encargados de su ingreso en diferentes centros oficiales.
Junto a la vulnerabilidad de las víctimas de torturas sexuales, la CIDH señala la prepotencia e intencionalidad de los victimarios, agentes del estado, quienes se prevalieron de su poder, causándoles un dolor y humillación agravado, debido a su vulnerabilidad múltiple. En unos casos, dicha vulnerabilidad provenía del desconocimiento del idioma utilizado por los agresores y las demás autoridades intervinientes, y en otros del repudio de su comunidad tras los hechos, respecto de los cuales las autoridades nacionales no llevaron a cabo una investigación imparcial, sería y efectiva. La CIDH ha insistido certeramente, en línea con la jurisprudencia de los tribunales penales internacionales y de algunos de los tribunales nacionales de los Estados parte, que a través de la violencia sexual no solo se daña irreparablemente a la víctima, sino también se humilla y se somete a la familia, a la comunidad e incluso al propio Estado como tal100.
Junto a la categorización de la violencia sexual como tortura, otra de las notas distintivas del dialogo entre la CIDH y el TEDH reside en el tratamiento preferencial que ambos tribunales otorgan a la violación que, al igual que sucede en la jurisprudencia de los tribunales penales, constituye el crimen sexual por antonomasia en términos cualitativos y cuantitativos.
Así, en primer lugar, en lo que se refiere al concepto de violación, los dos tribunales se caracterizan por sostener un concepto amplio, en el que tiene cabida no solo la penetración por vía vaginal o anal, por insignificante que sea, conductas tradicionalmente constitutivas del tipo penal, sino cualquier otro acto llevado a cabo sin el consentimiento de la víctima que implique “la utilización de otras partes del cuerpo del agresor u objetos, así como la penetración bucal”101. Esta flexibilidad interpretativa se sustenta en la comprensión de la violencia sexual como una categoría genérica que “puede incluir actos que no involucren penetración o contacto físico alguno”102, lo que abarcaría las inspecciones vaginales dactilares ya comentadas a propósito de los casos de Aydin contra Turquía del TEDH y del Penal Miguel Castro de la CIDH103.
No obstante, la laxitud en la conceptualización está constreñida por la necesidad de diferenciar la violación de otros abusos sexuales, cometidos también sin consentimiento y que pueden afectar a los genitales de la víctima pero que, al no implicar penetración, no son considerados violación. Así ocurre con lo que la CIDH llama tocamientos o “manoseos sexuales”104, amén de con la desnudez forzada, abusos sexuales que en ocasiones revisten especial gravedad porque además de una vejación de la dignidad personal supone una forma de humillación y sometimiento individual y colectivo. La propia CIDH lo reconoce en el caso Espinoza González contra Perú, en el que las mujeres fueron obligadas a permanecer desnudas durante el tiempo que duró su detención mientras que eran constantemente observadas por hombres armados105.
El segundo elemento definitorio de la violación radica en la ausencia de consentimiento de la víctima, que no en la fuerza. Es importante resaltar que la jurisprudencia internacional admite que la falta de consentimiento no exige que la víctima oponga resistencia física, hasta el extremo de que el no consentimiento se presume en situaciones de coerción en las que el victimario ostenta una posición de superioridad sobre la víctima, por ejemplo derivada de su condición de funcionario público, y abusa de su poder y de la vulnerabilidad de ésta106.
En concreto, la violación de mujeres por agentes del estado como una práctica sistemática constitutiva de un crimen de tortura es el hilo conductor de una profusa jurisprudencia sobre “masacres”, que se inicia con el caso Masacre Plan de Sánchez contra Guatemala de 2004, continúa en Guatemala en el caso de la Masacre de las Dos Erres de 2009, se prologan en el caso Masacres de El Mozote y lugares aledaños contra El Salvador de 2012, y persiste en la actualidad, como evidencia el caso Favela Nova de Brasilia contra Brasil de 2017. En ella, merced a una interpretación conjunta de la Convención Interamericana y de la Convención de Belém do Pará, se insiste en que la elección de las mujeres como víctimas de violación y otros crímenes tales como esterilizaciones o abortos forzados, por ejemplo contra las mujeres mayas, pretende destruir la dignidad de las víctimas dañando gravemente su integridad física y mental, pero tiene además un efecto simbólico contra la comunidad o la parte contraria. Por todo ello, constituye una ofensa a la dignidad humana y una manifestación de las relaciones de poder y desigualdad que, como señala en preámbulo de la Convención de Belem do Pará, “trasciende todos los sectores de la sociedad independientemente de su clase, raza o grupo étnico, nivel de ingresos, cultura, nivel educacional, edad o religión y afecta negativamente sus propias bases”.
Debido al constante recurso a la violencia sexual que transforma el cuerpo de la mujer en escenario del conflicto político o armado, la CIDH ha puesto especial énfasis en que la violación obedece a un sistema que justifica la dominación masculina, sistema originado en la familia pero que se proyecta en todo el orden social107. Tal y como hemos reiterado, con la violación no solo se vulneran bienes jurídicos privados sino que se ejecuta “una forma paradigmática de violencia contra las mujeres cuyas consecuencias, incluso, trascienden a la persona de la víctima”108 .
Ciertamente en todos nuestros trabajos sobre la materia insistimos en que el concepto de violación es neutral en cuanto al género, ya que tanto los victimarios como las víctimas pueden ser hombres y/o mujeres, pero no es menos cierto que los dos tribunales han dedicado una atención preferencial a la situación de discriminación estructural que padecen las niñas y mujeres basada en consideraciones de género109, así como al deber de diligencia y la subsiguiente responsabilidad de los Estados cuando dicha situación desemboca en la comisión de crímenes sexuales.
Por eso, en tercer lugar, al definir la violación los dos tribunales insisten en la obligación de los Estados de prevenir, sancionar y erradicar la violencia sexual contra las mujeres, y en particular aquellas especialmente vulnerables, caso de las menores, de las indígenas o de las desplazadas.
Quizás el caso más paradigmático en este sentido es González y otras (“Campo Algodonero”) contra Méjico de 2009. En él la CIDH afirma que si bien en el feminicidio110 que tuvo lugar en Ciudad Juárez los motivos y perpetradores de los homicidios fueron múltiples, todos ellos ocurrieron en un contexto de discriminación contra la mujer conocido y tolerado por el Estado. De hecho, las autoridades mejicanas, lejos de tomar medidas que redujeran el riesgo que corrían las mujeres, una vez que los abusos sexuales y homicidios tienen lugar mantuvieron su inacción e indiferencia. La falta de diligencia en la investigación y sanción, con la consiguiente impunidad de la violencia sexual, acarrean la responsabilidad internacional estatal por: “la falta de medidas de protección a las víctimas, dos de las cuales eran menores de edad; la falta de prevención de estos crímenes, pese al pleno conocimiento de la existencia de un patrón de violencia de género que había dejado centenares de mujeres y niñas asesinadas; la falta de respuesta de las autoridades frente a la desaparición […]; la falta de debida diligencia en la investigación de los asesinatos […], así como la denegación de justicia y la falta de reparación adecuada”111.
Este mismo razonamiento se repitió en 2014 en el caso Veliz Franco y otros contra Guatemala, en el que la investigación de la desaparición y posterior asesinato de mujeres jóvenes, algunas menores de edad, se caracterizó por los prejuicios y estereotipos de género sobre la vida sexual previa de las víctimas, que influyeron en la actuación lenta y negligente de las autoridades estatales112.
Por último, pero no menos importante, en relación a la definición de la violación, cabe destacar dos aportaciones propias del diálogo jurisdiccional entre ambos tribunales, que se traducen en contribuciones originales sobre lo que hemos bautizado como la violación doméstica o familiar y la violación y otros abusos sexuales padecidos por hombres.
Así, respecto a la tipificación de la violencia sexual doméstica, el TEDH desarrolla una línea pionera, en la que enfatiza la obligación de los Estados de perseguir de manera efectiva la violación o cualquier otro abuso sexual no consentido, incluso si el autor es un simple particular (familiar, vecino etc.) y la víctima no hubiera presentado resistencia física. Así, en el caso M.C. contra Bulgaria de 2003, se da un primer paso al declarar que los Estados tienen la obligación de disuadir de la comisión de actos de violencia sexual mediante disposiciones eficaces de derecho interno que la penalicen eficazmente, y que se apliquen en la práctica mediante investigaciones y procesos judiciales eficaces. Y máxime si, como en este supuesto, la víctima es un menor de edad u otra persona vulnerable que solo lograban obtener el amparo judicial demostrando su resistencia activa. De manera tajante el TEDH dice “estar convencido de que cualquier enfoque limitado que sea utilizado para condenar los delitos sexuales, como requerir pruebas de resistencia física en todos los casos, puede llevar a que ciertos tipos de violación no sean penados”, por lo que atribuye el fracaso de las autoridades para investigar “al énfasis excesivo que pusieron sobre las pruebas directas de la violación. El enfoque que tomaron en el caso en cuestión fue restrictivo, y prácticamente tomaron el factor “resistencia” como un elemento definitorio del delito”113.
Con posterioridad, en el caso M.G.C. contra Rumania de 2016 el TEDH, ha ampliado la obligación de los estados de promulgar leyes penales que efectivamente sancionen la violación de menores vulnerables por particulares de su entorno sin aparente uso de la fuerza, así como de aplicar dichas disposiciones a través de una investigación y enjuiciamiento precisando que ha de hacerse “de conformidad con los estándares internacionales”, para cuya determinación toma expresamente como modelo la jurisprudencia de los tribunales internacionales pero incomprensiblemente ignora a la CIDH114. La insistencia del TEDH en precisar el alcance del deber estatal tiene como corolario su pronunciamiento el caso Opus contra Turquía de 2009, en el que se afirma que toda forma de violencia contra las mujeres ha dejado de ser un asunto privado, de manera que los estados serán responsables si, como sucedió en este asunto, se constata una omisión de la diligencia debida frente a denuncias reiteradas de violación en el seno de la familia, sumado a la posterior negligencia y discriminación en la administración de justicia.
Estos avances en la lucha contra la impunidad de la violación han permitido, pese a ciertas dificultades115, extender los deberes estatales de investigación y sanción a otros delitos sexuales, por ejemplo la prostitución forzada y la trata de personas, como atestigua el caso Rantseva contra Chipre y Rusia de 2010116. En el mismo se condenó a las autoridades chipriotas porque inexplicablemente la policía entregó a la joven, que había intentado huir, a sus tratantes, y posteriormente tampoco investigó adecuadamente su asesinato tras ser hallada muerta en circunstancias que nunca se esclarecieron. Por su parte, Rusia fue considerada responsable por no investigar la posibilidad de que la mujer hubiera caído en manos de proxenetas individuales o de redes de trata que operaban en este país con destino en Chipre, donde eran usadas en la industria del sexo.
Por sus características, el grueso de la atención de la CIDH se ha centrado en las violaciones perpetradas por agentes del Estado y no por particulares, pero también ha abordado el problema de la violación intrafamiliar en el caso V.R.P., V.P.C y otros contra Nicaragua de 2018. En este reciente pronunciamiento, siguiendo la estela del TEDH, se atribuye responsabilidad a las autoridades estatales por las irregularidades en el transcurso de la investigación y el proceso penal por las violaciones y otros abusos sexuales padecidos por una niña y perpetrados presuntamente por su padre, quien fue absuelto en un juicio con jurado. La CIDH consideró que la menor sufrió una doble violencia, la sexual
por parte de un particular, y la violencia institucional por cuenta del Estado, que se convirtió en un segundo agresor al cometer diversos actos revictimizantes117. La segunda aportación significativa de la jurisprudencia de ambos tribunales consiste en el reconocimiento de que los hombres y niños también son víctimas de violación, así como de cualquier otra forma de abuso sexual cuyo tipo penal lo permita, en consonancia con el esfuerzo de visibilización de esta problemática realizado por los tribunales del sistema de justicia penal internacional. Así, en su abordaje de la violencia sexual intrafamiliar, el TEDH ha aclarado que los niños y los hombres pueden ser también víctimas de la misma, razón por la cual en el caso de E. y otros contra el Reino Unido consideró que las autoridades estatales habían sido negligentes en la detección de los abusos reiterados de todo tipo que la pareja de la madre infringió a los cuatro demandantes (tres hermanas y un hermano menores de edad), sin distinciones por razón del sexo de las víctimas. Sin embargo, como se ha señalado certeramente, el asunto presentaba un indiscutible componente de género que el TEDH ignoró, ya que mientras que las tres chicas padecieron violaciones y otros abusos sexuales, el menor varón sufrió violencia física y trato inhumano, pero no violencia sexual118.
Por lo que se refiere a la CIDH, el tratamiento de la violencia sexual masculina ha experimentado una lenta y compleja evolución, desde una posición inicial de absoluta ignorancia del problema hasta un reciente reconocimiento expreso119. El punto de inflexión de este cambio por etapas viene marcado por el caso Rodríguez Vera y otros contra Colombia de 2014120. Hasta esa fecha en una primera fase la CIDH no contempló en absoluto la posibilidad de que los niños y hombres puedan sufrir violencia sexual. Posteriormente se limitó a calificar las lesiones que estos sufrieron en sus órganos genitales como actos de tortura, pero omitiendo pronunciarse sobre si los mismos respondían al patrón de violencia sexual. De hecho, incluso realizó una distinción negativa respecto de la desnudez forzada, que en el caso del Penal Miguel Castro fue reconocida como violencia sexual solo respecto de las mujeres, pero no en los hombres. Y ello pese a que a nuestro juicio obligar a personas detenidas a exponer permanentemente sus partes íntimas a terceros constituye un acto de violencia sexual con independencia del sexo de las víctimas, si bien como señaló el juez Cançado Trindade en su voto razonado al subrayar “la necesidad e importancia del análisis de género”121, el impacto puede ser mayor en las mujeres sobre todo si, como sucedió en este supuesto, los victimarios eran hombres armados.
Sin embargo, a partir de la citada sentencia de 2014 por primera vez se admite que ciertos actos que involucran la zona genital de los hombres implican una invasión de su intimidad y, por su naturaleza son un acto de violencia sexual constitutivo de torturas. A mayor abundamiento, de manera idéntica a lo afirmado cuando las víctimas son mujeres, al ser realizado por un agente del Estado contra una persona privada de libertad bajo custodia estatal “es un acto grave y reprobable, tomando en cuenta la vulnerabilidad de la víctima y el abuso de poder que despliega el agente. Dicho acto resulta denigrante y humillante física y emocionalmente, así como puede causar consecuencias psicológicas severas para la víctima”.
Finalmente, el análisis hasta aquí realizado de la construcción por parte de ambos tribunales de un marco jurídico regulador de la violencia sexual en general y de la violación en particular no puede considerase completo sin abordar, aunque sea de manera breve, el desarrollo de su dimensión procedimental. Y ello porque a nuestro juicio los problemas prácticos que plantea la investigación y sanción de la violencia sexual son tan importantes como las cuestiones de naturaleza sustantiva, de ahí que en sus respectivas jurisprudencias hayan empezado a ocuparse de lo que hemos bautizado como la cadena de obstáculos técnicos procesales122. En este sentido, tanto el TEDH como la CIDH parecen haber entablado no tanto un diálogo mutuo sino con los tribunales penales internacionales que, por su trayectoria y experiencia, les han servido como punto de referencia ineludible primero en la identificación y posteriormente en la resolución de dichos obstáculos, entre los que destacamos tres: la necesidad de especialización; la especificidad de la prueba y la protección de las víctimas y los testigos.
En relación a la necesidad de especialización, a medida en que ambos tribunales se han ido ocupando de un mayor número de casos en los que las vulneraciones de los derechos humanos incluían actos de naturaleza sexual, han tomado consciencia de la necesidad de que su investigación se realice por personal especializado de las diferentes administraciones (justicia, salud, fuerzas y cuerpos de seguridad del estado, servicios sociales) y de conformidad con los protocolos que este tipo de violencia requiere. Solo así las autoridades nacionales implicadas cumplirían con el deber estatal de diligencia debida, eludiendo una eventual responsabilidad internacional del estado. Se trata de una medida básica pero de difícil implementación, puesto que con frecuencia los agentes del Estado participantes en el proceso en calidad de jueces, médicos etc., en lugar de contribuir al esclarecimiento de los hechos, han colaborado, intencionadamente o por falta de pericia, en la negación y el ocultamiento de la violencia sexual sufrida por las víctimas.
Por ello se explica que en el caso Rosendo Cantú se insistiera en que la reparación a la víctima de violación exigía la aprobación inmediata por el estado de medidas normativas específicas, para las que se propuso como ejemplo la Ley Orgánica 1/2004 de Protección Integral contra la violencia de Género a fin de asegurar que a las víctimas se les dispensa el tratamiento oportuno en todos los niveles (médico, psicológico, legal) que merecen123.
Por lo que se refiere a la valoración de la prueba, el vacío normativo inicial característico de la Convención de Roma y del Pacto de San José se ha cubierto por la vía de los Reglamentos de funcionamiento interno de ambos tribunales. Teniendo en cuenta su modo de pensamiento jurídico, en el que está muy presente la gravedad de las violaciones a los derechos humanos y la protección de las víctimas (Human rights law thinking), se consagran dos principios. Por una parte, la libre valoración de la prueba con justificación por el órgano jurisdiccional de la misma, y por la otra, una mayor flexibilidad procesal frente a la rigidez propia de los procesos penales internos, puesto que como hemos subrayado en varias ocasiones, ninguno de los dos tribunales dirimen la responsabilidad penal individual ni la inocencia o culpabilidad, sino la responsabilidad internacional del Estado124.
Sobre esta base, la CIDH ha reiterado la importancia de la prueba testimonial en la violación, incluyendo obviamente las declaraciones de las propias víctimas, que con frecuencia son determinantes por tratarse de los llamados “casos de testigos únicos” en los que no resulta posible recabar otros testimonios directos125. Junto a las particularidad de la prueba testimonial, también se ha insistido en las peculiaridades de la prueba documental en conexión con el deber de realizar una investigación diligente, lo que incluye que tras la agresión sexual se han de realizar exámenes médicos inmediatos conforme a la especialización y los estándares internacionales referidos, complementados a posteriori por los certificados periciales que evalúen el daño sufrido por la víctima, así como con los informes de las fuerzas y cuerpos de seguridad, sobre todo si la violación o abusos sexuales se cometen en instalaciones bajo su control. De hecho, cuando se acredita la existencia de un patrón o práctica generalizada de violación por parte de agentes del Estado contra mujeres, como sucedió en el caso Espinoza Gonzáles, la CIDH invierte la carga de la prueba, dando por válido el testimonio de la víctima y por probados los hechos, salvo que las autoridades estatales consigan desvirtuar esa presunción126. En los restantes supuestos, tal y como se desprende de los casos Fernández Ortega y Rosendo Cantú, la carga de la prueba no se modificó y tampoco se evaluaron aisladamente las declaraciones de las presuntas víctimas de la violación, sino que su testimonio formó parte del conjunto del acervo probatorio.
Para completar este breve repaso, por lo que concierne a la protección de los testigos y las propias víctimas de la violencia sexual, ambos tribunales coinciden en que los testigos, cuyo testimonio normalmente corresponde a un momento anterior o justo posterior a la violación o los abusos, no podrán ser recusados o inhabilitados para declarar por razón de su nacionalidad, ideología, parentesco con la víctima o cualesquiera otro motivo personal, correspondiendo a las partes demostrar la veracidad o no de su testimonio en el transcurso del proceso contradictorio. De la misma manera, a la hora de determinar la credibilidad del testimonio de las víctimas, en el caso del feminicidio de Ciudad Juárez se alertó sobre el peligro de los estereotipos de género y la improcedencia de tomar en consideración la vida social o sexual anterior de la víctima127. Con vistas a garantizar su protección durante el juicio, hay que ponderar la vulnerabilidad de las víctimas, el esfuerzo que en la mayoría de ocasiones han tenido que hacer para denunciar a los autores, en particular si se trata de agentes del estado de rango elevado, así como las consecuencias que para ellas comporta el proceso y la sentencia, incluyendo el elevado riesgo de revictimización y de estigmatización.
La violación no agota la lista de crímenes sexuales de los que han tenido que conocer la CIDH y el TEDH o puedan llegar a hacerlo en el futuro, aunque se trate, sin duda, del crimen de esta naturaleza más recurrente en sus respectivas jurisprudencias. Por tanto, una visión completa del alcance y la intensidad del diálogo interregional en materia de violencia sexual requiere tener en cuenta la lista completa de crímenes de violencia sexual recogidos en los arts. 7, 1, g) y 8, 2, b) xxii y d) vi, del Estatuto de Roma. Con todo, la ya recordada falta de competencias penales-internacionales de estos Tribunales plantea una serie de condicionantes a esta tarea.
El primero es que los casos que por el momento han llegado ante estos Tribunales no parecen cubrir todos los tipos de crímenes sexuales contemplados en el catálogo del Estatuto de Roma, tal como sucede con el embarazo forzado que, en principio, está ausente en la jurisprudencia de ambos Tribunales. En cambio, otros crímenes sexuales como la esclavitud sexual y la prostitución forzada comienzan a plantearse en el diálogo birregional en el marco de situaciones de graves abusos sexuales, esclavitud y tráfico de personas a fines de explotación sexual.
El segundo condicionante se refiere a casos en los que los hechos podrían considerarse como uno de los tipos penales internacionales, pero que sin embargo han sido objeto de una calificación jurídica distinta por los Tribunales regionales, como sucede con el caso de la esterilización forzada. Además, los dos Tribunales han tenido también que enfrentarse a los problemas que suscita la llamada cláusula residual en relación con “otras formas de violencia sexual” por lo que respecta a la determinación de cuándo un acto tiene naturaleza sexual y reúne una gravedad comparable para ser considerado un crimen de violencia sexual.
Tal como se ha anticipado, la falta de competencia penales de la CIDH y el TEDH unida a la especificidad de los elementos objetivo y subjetivo propios de cada uno de los crímenes internacionales de violencia sexual que recoge el catálogo de crímenes del Estatuto de Roma dan lugar a que, en principio, no resulte posible encontrar ejemplos de todos los tipos penales de dicho catálogo en su jurisprudencia. Tal es el caso del crimen de embarazo forzado, cuya ausencia se explica en función del dolo especial que requiere en cuanto al confinamiento de una mujer a la que se haya dejado embarazada a la fuerza para modificar la composición étnica de una población o cometer otras violaciones graves del derecho internacional. A ello se suma la mención específica en el texto del Estatuto de Roma de que esta definición de embarazo forzado en modo alguno afecta a las normas internas relativas al embarazo. En consecuencia, los casos en los que se haya denegado o dificultado el acceso al aborto resultante de una violación, incluso aunque se haya producido algún tipo de internamiento de la mujer embarazada, no podrían considerarse crímenes de violencia sexual de embarazo forzado. Tal es el supuesto de hecho al que se refiere el caso P. y S. contra Polonia (2012), con independencia de que el TEDH estableciese en su sentencia la violación de los arts. 8, 5.1 y 3 del Convenio de Roma128.
Por lo que se refiere a la esclavitud sexual, si bien, como veremos a continuación, este crimen se plantea junto con la prostitución forzada en el marco del tráfico de personas para explotación sexual, el caso pendiente ante la CIDH, López Soto y otros contra Venezuela, parece reunir los elementos objetivo y subjetivo necesarios para su comisión por relación a actos de violencia sexual infringidos por un particular129. De hecho, la ComisiónIDH y las representantes de la víctima han pedido ante la CIDH que se califique de esclavitud sexual las repetidas formas de violencia y violación sexual de las que fue objeto Linda Loaiza López Soto durante los cuatro meses que estuvo retenida contra su voluntad por un particular. En este sentido, como la ComisiónCDI señaló en su Informe, además de resultar acreditados los actos de violencia sexual de los que esta mujer fue víctima de forma continuada a lo largo de todo el periodo de su retención, concurren las circunstancias señaladas en la jurisprudencia penal internacional que sirven para establecer la existencia de un elemento de esclavitud, ya que tales actos “tenían como propósito lograr la humillación de la víctima y tener un completo dominio sobre ella que determinó la relación de poder ejercida por su agresor”130.
Ahora bien, como acabamos de anticipar, la esclavitud sexual y la prostitución forzada aparecen principalmente vinculadas en el ámbito birregional al tráfico de personas para explotación sexual. Por lo que respecta a la CIDH, hay que apuntar, por ejemplo, la sentencia en el caso Trabajadores de la Hacienda Brasil Verde contra Brasil (2016), en la que al hablar de las características del trabajo esclavo en Brasil, se constató que algunos trabajadores también sufren abuso sexual, aunque tales abusos no se planteasen en los hechos del caso131. De la misma manera, en su Opinión Consultiva OC-21/14 sobre Derechos y Garantías de Niñas y Niños en el contexto de la migración y/o en necesidad de protección internacional, este Tribunal alertaba acerca de la especial vulnerabilidad a ser víctimas de trata para la explotación sexual de los menores migrantes (más aún las niñas), no acompañados o separados de su familia que se encuentran fuera de su país de origen132. Estas referencias resultan por tanto indicativas de las circunstancias en las que, entre otras, pueden llegar a plantearse casos de esclavitud sexual o prostitución forzada ante la CIDH.
Por relación al TEDH, aunque el mismo ha reconocido que su jurisprudencia en relación con el art. 4 del ConvencionEDH (prohibición de esclavitud, servidumbre y trabajo forzado) es escasa, algunos de estos casos se refieren al tráfico de personas (mujeres) para ejercer la prostitución133. En concreto, el ya citado caso Rantseva contra Chipre y Rusia concierne al tráfico de chicas procedentes de países de Europa del Este para trabajar en cabarets en Chipre en un contexto en el que, como se recoge en la propia sentencia, la palabra “artista de cabaret” se había convertido en sinónimo de prostituta y tanto los informes del Comisionado del Consejo de Europa como de la Defensora del Pueblo de Chipre habían subrayado la gravedad del problema del tráfico y la explotación sexual de la que éstas eran objeto134.El otro caso, L.E. contra Grecia (2016), se suscita por relación al tráfico de mujeres africanas para el ejercicio de la prostitución (como sucede con la demandante de nacionalidad nigeriana) a las que se les facilitaba la entrada irregular en Grecia a cambio de contraer una duda elevadísima de dinero (40 000 €), cuya devolución quedaba garantizada a través de la realización de un rito de vudú y amenazas de dañar a sus familias135. Un tercer caso es el S.M. contra Croacia (2018), relativo a una mujer que era obligada a prostituirse en una red dirigida por un expolicia.
Con independencia de los derechos y obligaciones del ConvenioEDH conculcados por los Estados en cada uno de estos casos, nos interesa centrarnos en la calificación jurídica de los hechos a efectos de su consideración como crímenes de esclavitud sexual o prostitución forzada. En este sentido, si bien es verdad que el TEDH no se ha atrevido a pronunciase claramente, ofrece algunas claves para determinar la posible comisión de uno u otro.
Así, por lo que se refiere a la esclavitud forzada, en su sentencia en el caso Rantseva el Tribunal, después de referirse expresamente a la jurisprudencia del Tribunal penal internacional para la ExYugoslavia en la que se señala que el control de la sexualidad y el trabajo forzado son factores a tener en cuenta para determinar la existencia de un derecho de propiedad sobre una persona en relación a nuevas formas contemporáneas de esclavitud, considera que el tráfico de personas se basa en el ejercicio de poderes relativos al derecho de propiedad136. Este reconocimiento implícito de que el tráfico de personas para el ejercicio de la prostitución sería un caso de esclavitud sexual, resulta obscurecido por razón de que el Tribunal estima innecesario identificar si el trato del que había sido objeto la victima constituía “esclavitud”, “servidumbre” o “trabajo forzado” y se limite a concluir que el tráfico en s. mismo (en el sentido del art. 3(a) del Protocolo de Palermo y del art. 4(a) del Convenio del Consejo de Europa contra el tráfico de personas), entra dentro del ámbito de aplicación del art, 4 del ConvenioEDH137. De manera más escapista aún, en el caso L.E. contra Grecia remite a su jurisprudencia sobre la aplicación de dicho art. 4 en el contexto de la trata de seres humanos, pero omite pronunciarse sobre su calificación especifica138. Por tanto, a pesar de la falta de un pronunciamiento claro y expreso por parte del TEDH, parece concluirse que éste considera que el tráfico de una persona a efectos de explotación sexual constituiría esclavitud sexual cuando concurran las circunstancias que pongan de manifiesto el ejercicio de poderes propios del derecho de propiedad.
Tampoco se ha referido el Tribunal de forma expresa a los criterios para la calificación del tráfico de personas a efectos de explotación sexual como prostitución forzada, aunque esta cuestión se haya planteado en el caso S.M contra Croacia (2018), en el que el TEDH no avanza más de lo ya señalado acerca de la aplicación del art. 4 del ConvenioEDH al tráfico de personas. Más esclarecedoras resultan, en cambio, dos sentencias referentes a supuestos de trabajo forzado o servidumbre, sin explotación sexual. Son los casos: J y otros contra Austria (2017) y Chowdury y otros contra Grecia (2017)139. En el primero, el TEDH se refiere a la prostitución forzada como un supuesto de trabajo forzado y considera que éste resulta determinado por la naturaleza de la relación entre la persona y empleador, y no por el tipo de actividad desarrollada, la legalidad o ilegalidad de la actividad según el derecho nacional o su reconocimiento como actividad económica140. Señala también que la conclusión del delito de tráfico no requiere necesariamente que se complete el delito del que sea objeto la víctima de dicho tráfico, citando expresamente dentro de la enumeración que incluye a título ejemplificativo a la prostitución forzada, el trabajo forzado y esclavitud141.
Añade además que el trabajo forzado y el tráfico de personas con ese objeto no se deben confundirse con la esclavitud, instituciones o prácticas similares, o la servidumbre, puesto que no todo trabajo forzado constituye tráfico de persona, ni todo tráfico es esclavitud, ya que, como aclara, el tráfico en sí mismo es un proceso preparatorio de las conductas prohibidas en el art 4 del Convenio142.
En esta misma línea, el TEDH recuerda en el segundo caso que el concepto de trabajo forzado lleva aparejado una idea de coerción física o mental y que la explotación a través del trabajo constituye uno de los aspectos del tráfico de personas143. A este respecto el TEDH considera que cuando un empleador abusa de su poder o se aprovecha de la situación de vulnerabilidad de los trabajadores para explotarlos, no hay voluntariedad en la relación laboral, como sucede en el caso, puesto que se trataba de trabajadores en situación de irregularidad sin recursos y en riesgo de ser arrestados, detenidos y deportados144. A la vista de estas consideraciones parece poder concluirse que, en el marco de la prohibición del trabajo forzado del art. 4 del ConvenioEDH, el ejercicio de la prostitución en un supuesto de tráfico de personas podrá ser calificada de prostitución forzada, cuando haya una situación de explotación laboral derivada de la circunstancia de vulnerabilidad en la que se encuentre la persona.
En resumen, la jurisprudencia del TEDH por relación al tráfico de personas para explotación sexual es susceptible de dos comentarios de signo diferente. Uno es positivo en la medida en que los principios y criterios que el Tribunal europeo proporciona en aras a determinar la existencia y diferenciación entre los crímenes sexuales de esclavitud sexual y prostitución forzada suponen una aportación relevante al diálogo interregional en la medida en que podrán ser utilizados por la CIDH. Sin embargo, en un sentido negativo, hay que referirse a la total ausencia de consideración del elemento de violencia sexual, presente en los casos examinados a la vez que la falta de análisis desde una perspectiva de género. Son precisamente estas carencias y una postura más procesalista que garantista las que, como se ha señalado, están detrás de la inadmisibilidad de casos como G.J. contra España o la ceguera ante la violencia sexual presente en el caso C.N contra Reino Unido145, con las consecuencias que de ello se deriva para la protección de los derechos de las personas objeto del tráfico de personas a efectos de explotación sexual en Europa146.
La esterilización forzada, entendida como la privación de la capacidad de reproducción biológica de una o más personas que no tenga su justificación en un tratamiento médico o clínico y se haya llevado a cabo sin el libre consentimiento de la víctima147, es otro de los crímenes internacionales de violencia sexual que se suscita en el análisis de la jurisprudencia de la CIDH y el TEDH. De hecho, tanto en América Latina como en Europa es posible encontrar ejemplos recientes o incluso actuales de políticas o prácticas de este tipo centradas en determinados colectivos, entre los que se encuentran mujeres pertenecientes a comunidades indígenas, minorías o en situación de exclusión, y las personas LGTB.
En el ámbito regional europeo, se han planteado ante el TEDH una serie de casos relativos a la esterilización de mujeres de etnia romaní en hospitales de Eslovaquia y la República Checa148. Todos ellos están relacionados con las eventuales secuelas de una política existente en la Checoslovaquia comunista desde los años setenta y responden a un mismo patrón de actuación conforme al cual la esterilización se llevó a cabo al practicar a las demandantes una operación de cesárea, momento en el que supuestamente se les solicitaba el consentimiento para proceder a esterilizarlas, sin que éstas fueran conscientes de las consecuencias de tal intervención a efectos de su futura capacidad de procreación.
En su análisis, el TEDH sigue una misma línea jurisprudencial que se articula en torno al principio de que la esterilización sin el consentimiento de un adulto en plenitud de facultades es incompatible con las exigencias del respeto a la libertad y dignidad humana y que tal hecho alcanza el nivel de gravedad suficiente para ser considerado un trato degradante en el sentido del art. 3 del Convenio de Roma. Igualmente, a la vista de la información aportada por el Comisionado para los derechos humanos del Consejo de Europa para Eslovaquia, considera que se ha producido una violación de la obligación positiva establecida por el art. 8 del Convenio, al no haber adoptado el Estado las salvaguardias legales efectivas para proteger la salud reproductiva, en particular, de las mujeres de origen romaní.
Sin embargo, el Tribunal no estima la violación del art. 14 del ConvenioEDH en conjunción con los arts. 3, 8 y 12, rechazando la existencia de una política organizada de esterilización de mujeres romanís, al considerar que las pruebas objetivas no eran suficientemente consistentes para convencerlo de que las esterilizaciones de las que habían sido objeto las demandantes formaran parte de una política organizada o que la conducta del personal del hospital respondiese intencionalmente a motivos raciales, sin perjuicio de que las deficiencias en la legislación y en la práctica nacional sobre esterilizaciones fuesen susceptibles de afectar, en particular, a los miembros de la comunidad romaní149. Esta falta de reconocimiento de la existencia de discriminación por motivos de raza dio lugar a la opinión disidente del juez Mijovic que consideró que, al establecer únicamente la violación de los arts. 3 y 8, el caso se reducía a lo individual, cuando en su opinión resultaba obvia la existencia de una política de Estado de esterilización de mujeres romanís durante el régimen comunista, cuyos efectos continuaban manifestándose en el periodo de los hechos150.
Tampoco analiza el TEDH la violación de los derechos de la demandante desde una perspectiva de género, aunque haga algunas consideraciones que puedan ser entendidas en esta clave, como la obligación del Estado de adoptar medidas destinadas a proteger en particular la salud reproductiva de las mujeres romanís, la referencia a la actitud “paternalista” del personal del hospital o el reconocimiento de que la incapacidad para procrear de la demandante como consecuencia de la esterilización repercutía muy negativamente en su posición de mujer viviendo dentro de una comunidad romaní151. Por esta razón, hay también que apuntar las críticas doctrinales sobre la falta de consideración de una posible discriminación interseccional, es decir aquella que se produce por la intersección de la discriminación por razón de género con otras variables constitutivas de la identidad, como en este caso la pertenencia a la minoría romaní152.
En suma, al considerar la esterilización sufrida por las demandantes como una “esterilización sin consentimiento informado” y únicamente desde la perspectiva de la salud reproductiva, el TEDH ignora primeramente el elemento de la violencia sexual perpetrada. Además, al no reconocer la existencia de una política de esterilización y la discriminación de las que las demandantes habían sido objeto en su condición de mujeres de etnia romaní, desconoce el carácter sistemático y generalizado de dichos hechos. De esta manera, a nuestro juicio de manera muy poco valiente, el TEDH ha optado claramente por excluir los casos relativos a la esterilización de las mujeres romanís en hospitales de Eslovaquia de la calificación del crimen internacional de esterilización forzosa, con las consecuencias que de esta jurisprudencia pueda desprenderse en el futuro frente a prácticas similares.
En el sistema latinoamericano de protección de derechos humanos, sin perjuicio de la relevancia del caso Mamérita Mestanza (2000) ante la ComisiónIDH, vinculado a las esterilizaciones forzadas ocurridas en el marco del Programa de Planificación Familiar y de Salud Reproductiva, implementado en el Perú entre los años 1991 y 2000153, por el momento sólo ha llegado a la CIDH el caso V. contra Bolivia (2016), relativo la ligadura de las trompas de Falopio practicada a una mujer de nacionalidad peruana por un funcionario público en un hospital estatal. El caso reviste un gran interés a efectos del crimen internacional de esterilización forzosa, puesto que la CIDH no sólo tuvo que decidir si dicha esterilización era contraria a las obligaciones internacionales del Estado sobre la base de la Convención interamericana, sino que se pronuncia expresamente sobre la calificación jurídica de los hechos. Así, como la propia Corte recoge, por un lado, “tanto la Comisión como la representante catalogaron los hechos como una esterilización forzada, mientras que el Estado argumentó que dicha nomenclatura era propia del derecho penal internacional, por lo que en este caso debería la Corte referirse eventualmente a una esterilización sin consentimiento o involuntaria”154.
En su sentencia, la Corte constata la existencia de prohibiciones expresas respecto a las esterilizaciones forzadas o involuntarias establecidas en el marco del derecho penal internacional, aunque se centra en la diversa terminología que se ha utilizado en el ámbito de los derechos humanos por parte de organismos internacionales y regionales de derechos humanos, refiriéndose a: la esterilización sin consentimiento, esterilización no consentida, esterilización involuntaria, esterilización obligatoria y esterilización forzada. De entre todas ellas, señala que la esterilización sin consentimiento previo, libre, pleno e informado será considerada a efectos de esta sentencia como una “esterilización no consentida o involuntaria”.
De esta manera, la CIDH al descartar la calificación de esterilización forzada excluye implícitamente la existencia de un crimen internacional, en el momento de la calificación de los hechos, tal como después hará de forma expresa al abordar las alegaciones de los violaciones a los artículos 8.1 (derecho a las garantías judiciales) y 25.1 (protección judicial), señalando expresamente señala que a diferencia de otros casos de su jurisprudencia que “trataban sobre violaciones sexuales, muerte, malos tratos y afectaciones a la libertad personal en el marco de un contexto general de violencia contra las mujeres”, en el presente caso, “según la prueba presentada, dicha esterilización no consentida no formó parte de una política estatal ni ocurrió en un conflicto armado o como parte de un ataque generalizado y sistemático contra la población civil”155.
Por tanto, plenamente consciente de la jurisprudencia del Tribunal europeo de la que da nota en varios lugares de su sentencia en un claro ejemplo de diálogo birregional, la CIDH sigue en principio la misma línea del TEDH al excluir la calificación de esterilización forzosa y considerarla un trato cruel, inhumano y degradante a efectos del artículo 5.1 y 5.2 del Pacto de San José156. Sin embargo, hay que destacar el que no utilice la misma terminología que el TEDH, sino que escoja la usada por el Relator Especial sobre el derecho de toda persona al disfrute del más alto nivel posible de salud física y mental, el Comité de Derechos Humanos y el Comité contra la Tortura. Esta opción está en consonancia con el análisis sensible a la perspectiva de género que hace la CIDH, puesto que no sólo se plantea si la esterilización de la fue objeto la demandante supuso una incumplimiento de las obligaciones del Estado de respetar, garantizar y de no discriminar en relación a los derechos a la integridad personal, a la libertad personal, a la dignidad, a la vida privada y familiar, de acceso a la información, a fundar una familia, y al reconocimiento de la personalidad jurídica, sino que también examina si constituyó un acto de violencia contra la mujer157.
A este respecto, la CIDH considera que el caso supone una discriminación por motivos de sexo y género sobre el que opera la protección estricta del artículo 1.1 de la Convención IDH, en la medida en que “las esterilizaciones afectan de forma desproporcionada a las mujeres por el hecho de ser mujeres y con base en la percepción de su rol primordialmente reproductivo y de que no son capaces de tomar decisiones responsables sobre su salud reproductiva y la planificación familiar”158. Además, siguiendo lo señalado en la Convención de Belém do Pará, Declaración y en Plataforma de Acción de la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer y por el Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer, los relatores especiales de las Naciones Unidas y el Comité de Derechos Humanos, considera que tal esterilización constituye un acto de violencia contra la mujer159.
En conclusión, tanto el TEDH primeramente, como después la CIDH en el marco del diálogo birregional, han excluido considerar la esterilización forzada de las que fueron objeto las mujeres de los casos analizados en su dimensión de crimen internacional y han optado por calificarlos de “esterilización sin consentimiento” o “esterilización no consentida o involuntaria” y considerarlos como tratos inhumanos, crueles y degradantes. Sin embargo, a diferencia del TEDH que se limita a un enfoque desde la óptica de los derechos reproductivos, la CIDH incorpora el elemento discriminatorio y de género, reconociendo su naturaleza de acto de violencia sexual contra la mujer.
La jurisprudencia de la CIDH y el TEDH ofrecen también ejemplos de las dificultades suscitadas por las llamadas “otras formas de violencia sexual” es decir actos distintos a los expresamente tipificados en el catálogo de crímenes sexuales del Estatuto de Roma, pero que presentan una gravedad comparable (la llamada cláusula residual). Como es sabido, estos problemas se refieren a establecer si un acto tiene naturaleza sexual y en segundo lugar si reúne el umbral de gravedad suficiente. Para ilustrar cómo se ha planteado esta cuestión en el marco del diálogo interregional, tomaremos como muestras la sentencia de la CIDH en el asunto del Penal Miguel Castro contra Peru (2006) y la sentencia del TEDH en el caso A, B y C contra Letonia (2016).
En la primera de estas sentencias, la CIDH tuvo que calificar y considerar a efectos de la ConvenciónIDH, la desnudez forzada de la que fueron objeto durante prolongados períodos los internos heridos en el Hospital de Policía como consecuencia de los hechos acaecidos en el llamado “Operativo Mudanza 1” que tuvo lugar en el marco del conflicto armado entre grupos armados y agentes de las fuerzas policial y militar en Perú desde comienzos de la década de los ochenta hasta finales del año 2000.
La Corte consideró dichos actos como un “trato violatorio para su dignidad personal”, enfatizando que dicha desnudez forzada tuvo características especialmente graves” para las seis mujeres internas que fueron sometidas a ese trato. A este respecto, el Tribunal precisa que “esas mujeres, además de recibir un trato violatorio de su dignidad personal, también fueron víctimas de violencia sexual, ya que estuvieron desnudas y cubiertas con tan solo una sábana, estando rodeadas de hombres armados, quienes aparentemente eran miembros de las fuerzas de seguridad del Estado. Por tanto, considera que “Lo que califica este tratamiento de violencia sexual es que las mujeres fueron constantemente observadas por hombres”.
De esta manera, la CIDH, estima en la misma línea que la jurisprudencia de los Tribunales para la ExYugoslavia y Ruanda – no por lo que respecta a la CPI-, que la desnudez forzada es un acto de violencia sexual de gravedad comparable puesto que constata la concurrencia de los dos elementos necesarios. Así, primero señala que “la violencia sexual se configura con acciones de naturaleza sexual que se cometen en una persona sin su consentimiento, que además de comprender la invasión física del cuerpo humano, pueden incluir actos que no involucren penetración o incluso contacto físico alguno”160. Segundo, considera que dicho acto reúne el umbral de gravedad suficiente ya que “les ocasionó grave sufrimiento psicológico y moral”.
La sentencia del TEDH en el caso A, B y C contra Letonia (2016) se plantea en un contexto completamente distinto, en el que este Tribunal tiene que pronunciarse acerca de la violación del art. 8 del Convenio de Roma por relación a la obligación positiva del Estado de asegurar la efectiva investigación criminal de una serie de actos de los que habían sido objeto un grupo de niñas por parte de su entrenador en una escuela pública de deportes en Riga.
El TEDH analiza los hechos, en atención a su diferente gravedad y consecuencias sobre la vida privada de las demandantes, comenzando por los tocamientos “como por accidente” en las partes íntimas de dos de las niñas en los vestidores y el entrar en la sauna cuando una de las niñas estaba medio desnuda y ridiculizarla. Para ello, tomando como referencia su jurisprudencia, establece una gradación, situando en un primer nivel de gravedad la violación y el abuso sexual de menores 161, al que seguirían los actos que, sin suponer violencia física, supongan una amenaza potencial a la salud física y mental del menor 162. Y ya, en tercer lugar se refiere a actos de menor gravedad entre individuos que, sin embargo, puedan violar la integridad sicológica, mencionando el caso Söderman, relativo a los intentos de un padrastro de filmar a su hijastro de catorce años desnudo en el baño y cuyos principios estima aplicables al caso. A este respecto, el TEDH considera que la vía penal no sería necesariamente la única manera a través de la cual el Estado puede cumplir las obligaciones derivadas del art. 8, si existen remedios adecuados en el ámbito civil. Siguiendo también el caso Söderman, el Tribunal destaca que el proponer a una de las niñas que compartiesen la misma cama durante un viaje a Lituania no supuso ningún tipo de violencia física o abuso. Por tanto, el TEDH concluye considerando que es no capaz de discernir si tales actos tienen tal gravedad como para determinar que una investigación criminal hubiera sido la única manera que el Estado hubiera tenido para cumplir la obligación positiva impuesta por el art. 8 de la Convención.
En segundo lugar, el TEDH se pronuncia acerca del masaje en las piernas a las niñas en la sauna cuando estaban desnudas y de los eventuales tocamientos de sus partes íntimas. Considera que su gravedad es mayor, aunque no resulten equiparables a la del caso X y Y contra Países Bajos relativo a la violación de una niña con discapacidad. El Tribunal destaca la importancia que atribuye a que tales hechos tuvieran lugar en el contexto de una relación de confianza y autoridad derivada de la posición del entrenador como educador con relación a las demandantes, que eran personas vulnerables debido a su edad. Por tanto, estima la posición del Estado de que resultaba necesaria una investigación criminal en el plano nacional que, como se destaca, se centró en determinar si tales hechos habían tenido una intención sexual, según lo establecido en la sección 162 del Código penal letón. A este respecto, aclara que no está persuadido que la no consideración de ciertos elementos de prueba en el desarrollo de la investigación llevada a cabo en el plano interno, aducida por las demandantes, hubiesen cambiado la conclusión a la que se llegó en el curso de tal investigación de que no concurría el requerido elemento subjetivo y por tanto al cierre de la investigación163. En consecuencia, estima que no se ha producido violación del art. 8 del Convenio.
Como se pone de manifiesto, aun salvando las diferencias derivadas del contexto en el que se producen los hechos, el enfoque del TEDH es muy distinto al de la CIDH en función de los criterios que utiliza para determinar la naturaleza sexual del acto y su gravedad: la concurrencia de un elemento subjetivo de haber realizado el acto con intención sexual y que haya violencia física o abuso. Por esta razón, además de las críticas de las que esta sentencia ha sido objeto desde la perspectiva de la protección de los menores de la violencia sexual y la total ausencia de una perspectiva de género164, resulta claro que supone también un precedente restrictivo a la hora de tener en cuenta “otras formas de violencia sexual” que se puedan plantear en su casuística como crímenes de violencia sexual.
La investigación y sanción de la violencia sexual es una labor compartida por los órganos jurisdiccionales que conforman el sistema de justicia penal internacional, a la que también se han incorporado progresivamente el Tribunal Europeo de Derechos Humanos y la Corte Interamericana. Ambos tribunales, sin entrar a dirimir la responsabilidad penal individual, han generado una jurisprudencia creciente relativa a vulneraciones graves de los derechos humanos constituidos por actos de violencia sexual, entablando un diálogo jurisdiccional interregional por partida doble.
En primer lugar, se ha producido un intercambio expreso entre ellos, consistente en el recurso a la labor desarrollada por el otro como fórmula para reforzar o justificar las propias decisiones sobre esta materia. En este sentido la CIDH se ha mostrado mucho más receptiva y atenta a la labor desarrollada por el TEDH que a la inversa. Sin embargo, una valoración comparada de la jurisprudencia de ambos Tribunales en los casos de violencia sexual pone de manifiesto que, si bien el TEDH aparentemente parece seguir liderando este diálogo interregional, en el que ha llevado a cabo una labor pionera, sobre todo en relación a la violencia sexual en el ámbito doméstico o a su consideración de tortura, la CIDH estaría en estos momentos avanzando respecto al análisis más conservador efectuado por su homólogo europeo. Así, la CIDH ha ido incorporando en el razonamiento de sus sentencias de forma clara y explícita una perspectiva de género que, al tener en cuenta el elemento discriminatorio de la violencia sexual, permite la protección de los derechos de las víctimas de esta particular forma de violencia desde una aproximación holística que comprende todos los contextos y situaciones en la que se hallan tanto las víctimas como los victimarios.
Resulta pues necesario que el diálogo interregional sobre violencia sexual devenga auténticamente bidireccional y que, superando posibles prejuicios eurocéntricos, el TEDH tome consciencia de la postura más comprometida de la CIDH para que, de la misma manera que ésta considera que el deber de no discriminación contenido en el art. 1.1 del Pacto de San José se proyecta sobre la obligación estatal de diligencia debida en la investigación y sanción de la violencia sexual, el Tribunal Europeo aplique el art. 14 del Convenio de Roma a todo tipo de violencia sexual. Este enfoque le permitiría al TEDH apreciar el carácter sistemático y generalizado que lleva aparejada la violencia sexual en determinados tipos de crímenes que normalmente se cometen como parte de una política, caso de la esterilización forzosa, superando así un enfoque hasta ahora excesivamente tímido y limitado. Pero, sobre todo, la consideración del elemento discriminatorio resulta, en nuestra opinión, necesario para responder adecuadamente a algunos de los supuestos más graves y recurrentes de violaciones de derechos humanos en las sociedades europeas por la especial vulnerabilidad e invisibilidad de sus víctimas que conllevan el uso de la violencia sexual, tal y como sucede en el tráfico de personas para explotación sexual. En este mismo orden de cosas, el TEDH debería ser más valiente y, tomando en consideración el elemento de violencia sexual siempre presente en estos casos, calificarlos de esclavitud sexual o prostitución forzada en virtud del art. 4 del Convenio de Roma.
En segundo lugar, junto al diálogo expreso ambos tribunales vienen llevando a cabo un diálogo tácito o subliminal, que a nuestro entender se hace especialmente patente en una jurisprudencia gemela en la que han abordado en paralelo tres aspectos cruciales, a saber: la calificación de la violencia sexual como un crimen internacional de tortura cuando concurre la sistematicidad o el elemento contextual y su consiguiente prohibición en tanto que norma de ius cogens; la violación como el crimen sexual por antonomasia que, partiendo de una definición y elementos comunes, se ha ido actualizando para dar cabida a la violación intrafamiliar y a la violación padecida por hombres; y la categorización de otros crímenes y formas de violencia sexual contemporánea.
Con todo, a nuestro juicio para comprender el alcance y las consecuencias de este rico y complejo diálogo jurisdiccional interregional hemos de tener presente que no tiene solo un carácter puramente horizontal, sino que presenta también una dimensión vertical. Esta dimensión vertical se proyecta de forma ascendente con los Tribunales penales ad hoc y la Corte Penal Internacional, que constituyen un referente obligado en el tratamiento sustantivo y procedimental de la investigación y sanción de la violencia sexual. Pero también se proyecta de forma descendente en el plano interno con los tribunales nacionales. De hecho tanto el TEDH como la Corte interamericana son la última ratio de la que disponen las víctimas de los crímenes sexuales para que se les reconozca en la práctica el derecho a la verdad, a la justicia y a la reparación que en primera instancia se le ha negado. La labor de ambos tribunales no consiste solo en proporcionarles amparo cuando el estado o bien no ha actuado con la diligencia debida o bien se ha transformado en un segundo agresor, sino que tiene una vocación transformadora de las sociedades y del derecho interno. En la lucha contra la impunidad de la violencia sexual alcanza pleno sentido el aforismo de Legaz y Lacambra que cada día nos recuerda que “el Derecho o sirve para la vida o no sirve para nada”.
isabel.lirola.usc.es